4

El plan parecía bueno al principio. Sparta quería encontrar a sus padres o averiguar qué había sido de ellos. Mientras tanto tenía que sobrevivir. Necesitaba una ocupación que la ayudase a hacer ambas cosas, y antes de que transcurriera mucho tiempo encontró una.

Los viejos edificios de las Naciones Unidas en el East River de Manhattan albergaban ahora al sucesor de la ONU, el Consejo de los Mundos. Además de la Tierra, los mundos en cuestión eran las estaciones espaciales que se hallaban en órbita y las lunas y planetas colonizados de la parte interior del sistema solar, dominados por cambiantes coaliciones de naciones de la Tierra. Los históricos tratados de la ONU contra reclamaciones territoriales en el espacio seguían en vigencia sobre el papel, aunque no en el espíritu; como los océanos abiertos de la Tierra, el espacio no conocía fronteras, de modo que sus recursos eran para aquéllos que podían explotarlos. Entre las mayores burocracias del Consejo de los Mundos se encontraba, por consiguiente, la Junta de Control del Espacio, que formulaba y reforzaba códigos de normas de seguridad, tarifas y programas de transporte, aduanas y restricciones de pasaportes, y también leyes y tratados interplanetarios. La Junta de Control del Espacio poseía enormes bancos de datos, sofisticados laboratorios forenses, naves propias rapidísimas de un blanco resplandeciente cuyo blasón consistía en una banda diagonal de color azul y una estrecha dorada, y un cuerpo de elite de inspectores bien entrenados y motivados.

La Junta de Control del Espacio también daba empleo a miles de personas que no eran de elite —técnicos, empleados y administradores— esparcidos por las oficinas que se hallaban en todas las estaciones espaciales y el conjunto habitado del sistema solar, pero se concentraban particularmente en la Central de la Tierra, cerca del cuartel general del Consejo de los Mundos, en Manhattan.

Siendo central como lo era en la escala interplanetaria, las funciones administrativas de la Junta estaban ampliamente dispersas por toda la ciudad. La joven de veintiún años de edad «Ellen Troy» no tuvo grandes dificultades para encontrar trabajo en la Junta del Espacio, porque poseía unas excelentes credenciales, transcripciones electrónicas procedentes de la escuela secundaria a la que había asistido, en Queens, y de la Facultad de Ciencias Empresariales de Flushing Meadow, en la cual se había graduado a la edad de veinte años, que demostraban que poseía excelentes cualidades para el proceso de datos y de textos. Incluyó también referencias de la empresa para la que había trabajado durante un año después de graduarse, la ahora desgraciadamente inexistente «Manhattan Air Rights Development Corporation», que demostraban que había sido una empleada modelo. Ellen pasó el examen de cualificación de la Junta del Espacio como Pedro por su casa, y se encontró colocada exactamente donde quería estar, con acceso a la red de computadores intercomunicados del sistema solar, protegida en su anonimato por un nuevo nombre y un nuevo aspecto (Sparta ya no tenía el pelo castaño, ya no tenía el rostro adusto aunque bello, ni ocultaba los dientes detrás de unos labios delgados permanentemente cerrados; en lugar de eso tenía los labios carnosos, ligeramente separados), y además se hallaba camuflada por una enorme burocracia en la cual figuraba sólo como un número más.

El plan de Sparta era a la vez osado y cauto, simple e intrincado. Aprendería lo que pudiera de los inmensos bancos de datos de la Junta. Después, por mucho esfuerzo que le costase hacerlo, se ganaría una placa de inspector de la Junta del Espacio; cuando hubiera logrado eso, habría obtenido toda la libertad que necesitaba para actuar…

En este plan sólo había unas cuantas dificultades de poca importancia. Ahora sabía que en algún momento, cuando tenía dieciocho años, el primero de los tres años que no podía recordar, la habían cambiado de un modo muy significativo, más allá de lo que era evidente; es decir, estaba cambiada más allá de sus intensificados sentidos del gusto, olfato, oído y vista, más allá incluso de las espinas PIN que tenía debajo de los dedos, de las implantaciones de polímero que ya se estaban poniendo de moda entre los ricos más avanzados de ideas. (Ella hacía lo que podía para ocultar las que tenía porque Ellen Troy era hija de la clase trabajadora).

Tales alteraciones le habían dejado señales en el interior del cuerpo, algunas de las cuales aparecían en los exámenes médicos rutinarios. Ideó una historia a modo de tapadera, tarea no demasiado difícil… Pero además tuvo que aprender a controlar ciertas habilidades extraordinarias, algunas de las cuales eran obvias, otras inesperadas, y otras se manifestaban en los momentos más inoportunos. En la mayoría de los casos Sparta ya no notaba el gusto de aquello que no quería saborear, no oía lo que no quería oír, ni veía lo que no quería ver —por lo menos cuando estaba consciente—, pero de vez en cuando se veía vencida por ciertas sensaciones extrañas y sentía algunos impulsos de los que no lograba ser absolutamente consciente.

Mientras tanto, la vida y el trabajo seguían su curso; pasó un año, luego dos. Una mañana de agosto, caliente y húmeda, Sparta se inclinó sobre los papeles que tenía encima del escritorio, copias de documentos y artículos que había estudiado larga y detenidamente muchas veces antes. Ninguno de ellos era secreto, todos resultaban de fácil acceso para el público, y documentaban los inocentes principios del proyecto SPARTA. Uno de ellos empezaba así:

PROPUESTA sometida al Ministerio de Educación de los Estados Unidos para un proyecto de demostración en el desarrollo de inteligencias múltiples.

Introducción

Frecuentemente se ha sugerido que el cerebro del ser humano medio posee un potencial del que no es consciente para el crecimiento y el aprendizaje, potencial que pasa desapercibido en todos excepto en una minúscula y aleatoria minoría de individuos que reconocemos como «genios». De vez en cuando se han sugerido programas educativos que tendrían como meta la potenciación de esta capacidad intelectual no utilizada en el niño que está en período de desarrollo. No obstante, en ninguna época antes de la presente se ha podido identificar métodos reales para estimular el crecimiento intelectual, y mucho menos sujetos a control y aplicación consciente.

Las afirmaciones en contra de esto han resultado, en el peor de los casos, falsas, y en el mejor, difíciles de verificar.

Además, su punto de vista erróneo insiste en que la inteligencia es un rasgo singular y cuantificable, un rasgo genético que se hereda, punto de vista perpetuado por el continuo y extendido uso de tests para calibrar el Coeficiente de Inteligencia que están desacreditados desde hace mucho tiempo, y que llevan a cabo escuelas y otras instituciones. Este uso continuado sólo puede entenderse como un intento de los administradores por encontrar un pronóstico conveniente (y muy probablemente autosatisfactorio) sobre el cual basar la distribución de recursos percibidos como escasos. El continuo uso del Coeficiente de Inteligencia ha tenido un efecto sorprendente en las pruebas de teorías alternativas.

Los autores de esta propuesta pretenden demostrar que no existen genios unidimensionales, que cada ser humano individual posee muchas inteligencias, y que varias, quizá todas, de esas inteligencias pueden ser educadas y estimuladas en su crecimiento mediante la simple y consciente intervención por parte de algunos profesores y técnicos educadores convenientemente preparados…

Despojado de la pelusa académica, este documento —un borrador rechazado por el Gobierno, al cual se le había presentado, y que databa de algunos años antes de que la propia Sparta hubiera nacido— era una clara exposición de lo que los padres de Sparta habían llevado a cabo.

Sus padres eran científicos cognitivistas, emigrados húngaros con especial interés por el desarrollo humano. En opinión de ellos, el número de Coeficiente de Inteligencia, falto de significado inherente, era una etiqueta que bendecía a algunos, condenaba a muchos, y consolaba fácilmente a los racistas. Lo más pernicioso era la peculiar idea de que algo, en cierto modo misterioso, conocido como Coeficiente de Inteligencia, no sólo era hereditario, sino fijo, y que ni siquiera la intervención más beneficiosa durante el crecimiento del niño podía incrementar la cantidad de esa sustancia mental mágica, por lo menos no más allá de unos cuantos e insignificantes puntos en el porcentaje.

Los padres de Sparta se propusieron demostrar lo contrario. Pero a pesar de su retórica revolucionaria, el público, las agencias que subvencionaban la investigación percibieron algo pasado de moda en aquellas ideas tan convencionales y pasaron varios años antes de que el apoyo se materializase en forma de una modesta ayuda proveniente de un donante anónimo. Su primer sujeto de experimentación, tal como lo exigían sus convicciones, fue su propia hija de corta edad. En aquellos días se llamaba Linda.

No mucho después, el Estado de Nueva York, y luego la «Fundación Ford», aportaron otras becas por su parte. El proyecto «SPARTA» tomó el nombre de las siglas, y adquirió una pequeña plantilla de personal y varios nuevos estudiantes. Cuando llevaba oficialmente dos años de andadura, la sección de Ciencia del New York Times publicó una nota:

Como Toro en Zorra, Oso en Erizo.

Psicólogos de la «Nueva Escuela de Investigación Social» esperan resolver un problema muy discutido que se remonta por lo menos al siglo VIII a. C., cuando el poeta griego Arquíloco hizo la enigmática declaración de que «La zorra sabe muchas cosas, pero el erizo sabe una sola, aunque grande». Últimamente este comentario del poeta ha simbolizado el debate entre los que piensan que las inteligencias son muchas —lingüística, corporal, matemática, social, etc.—, y los que creen que la inteligencia se presenta en bloque, como una suma compacta que está simbolizada con una puntuación del Coeficiente de Inteligencia, puntuación que muestra resistencia al cambio y que con toda probabilidad puede achacarse a los genes de la persona.

Ahora surgen nuevas pruebas procedentes de la «Nueva Escuela» en favor de la zorra…

Otros artículos y reportajes, en un círculo cada vez más amplio de medios de comunicación, dieron esplendor al proyecto «SPARTA». La niña que fue su primer, y durante algún tiempo único, sujeto se convirtió en una estrella, en una estrella misteriosa cuyos padres insistían en mantener fuera de la vista del público; no había fotos de ella entre los recortes y fichas del escritorio de Ellen Troy. Luego finalmente el Gobierno territorial de los EE. UU. se interesó por el proyecto.

—Ellen, tú ocultas algo.

Sparta levantó la vista y miró al ancho y moreno rostro que tenía delante. La corpulenta mujer no sonreía precisamente, sino que su expresión acusadora ocultaba maldad.

—¿De qué habla usted, jefe? —le preguntó Sparta. La mujer dejó caer todo su considerable peso en el sillón que había ante el escritorio de Sparta, el escritorio de Ellen Troy.

—Para empezar por el principio, guapa, has vuelto a solicitar que te saquen de debajo de mi dedo pulgar, otra vez. ¿Crees que la Hermana Arlene no sabe lo que pasa en su propio departamento?

Sparta sacudió la cabeza enérgicamente una sola vez.

—No oculto nada. He estado intentando salir de este escritorio durante los dos últimos años. Lo he hecho tan a menudo como las normas me permiten solicitarlo.

El escritorio en cuestión era uno de los cincuenta, todos exactamente iguales, del Departamento de Proceso de Información de la División de Servicios de Investigación de la Junta de Control del Espacio, con sede en un edificio de ladrillo rosa y cristal azul que daba a la Union Square de Manhattan.

La jefa, Arlene Díaz, era la directora del departamento de Proceso de Información.

—Tú y yo, las dos, sabemos que cualquiera que haya sido sometido a la cirugía a que tú has sido sometida no tiene la menor oportunidad de salir de la oficina y pasar a desempeñar otras funciones. De modo que, ¿cómo es que tú no paras de hacer justamente eso? ¿Cómo es que no haces más que intentar salir de aquí?

—Porque no pierdo la esperanza de que haya alguien entre los de arriba que tenga un poco de sentido común, por eso. Quiero que se me juzgue por lo que soy capaz de hacer, Arlene, no por lo que está registrado en mis exámenes médicos.

Arlene lanzó un fuerte suspiro.

—Verdad es que los supervisores del campo son muy parciales en cuanto a los especímenes perfectos.

—No hay nada malo en mí, Arlene. —Sparta permitió que el color le subiera a las mejillas—. Cuando tenía dieciséis años cierto borracho me aplastó a mí y a mi scooter contra un poste de la luz. Vale, la motocicleta quedó para el arrastre. Pero a me remendaron…, todo está archivado para que lo mire quienquiera que tenga interés en ello.

—Tienes que admitir que eso fue un remedio muy raro, guapa. Todos esos terrones, alambres y espacios huecos… —Arlene hizo una pausa—. Lo siento. Tú no lo sabías, pero es política común aquí que cuando una persona pide el traslado, su supervisor se siente ante el panel de revisiones. Yo he considerado con especial cuidado tus informes médicos, querida. Más de un par de veces.

—Los médicos que me remendaron lo hicieron lo mejor que pudieron. —Sparta parecía avergonzada, como si se estuviera disculpando por ellos—. Eran talentos de provincias.

—Lo hicieron estupendamente —dijo Arlene—. No es que fuera la «Clínica Mayo», pero lo que hicieron funciona.

—Ésa es tu opinión. —Sparta arqueó las cejas, se puso a estudiar a su jefe y empezó a entrar en sospechas—. Y, ¿qué es lo que piensan los demás del panel? —Al ver que Arlene no contestaba, Sparta sonrió—. Embustera —le dijo—. Eres tú quien esconde algo.

Arlene le devolvió la sonrisa.

—Felicidades, guapa. Vamos a echarte mucho de menos por aquí.

Pero no resultó tan fácil.

Allí estaban los físicos para empezar con todo otra vez; mentiras que ensayar para mantener invariables, documentos electrónicos falsos que mostrar instantáneamente para respaldar las nuevas historias inventadas.

Y luego el trabajo. El entrenamiento básico de seis meses necesario para convertirse en investigador de la Junta Espacial era tan riguroso como el de cualquier astronauta. Sparta era lista, rápida, coordinada y capaz de almacenar mucha más sabiduría de la que los instrumentos de la academia podían impartir (capacidad que no dejó entrever), pero no era físicamente fuerte, y algunas de las cosas que le habían hecho por motivos que aún estaba tratando de comprender, la habían dejado altamente sensible al dolor y vulnerable a la fatiga. Quedó claro desde el primer día que Sparta estaba en peligro de llegar al agotamiento.

Los que se preparaban para ser investigadores no vivían en barracones; la Junta Espacial los consideraba adultos que aparecerían por las clases si querían hacerlo, y mientras tanto no meterían la nariz en problemas, pues eran responsables de ellos mismos. Sparta se presentaba diariamente en los locales de la división de entrenamiento, en los pantanos de Nueva Jersey, y cada noche tomaba el magnoplano hacia Manhattan, preguntándose si tendría el valor para volver a la mañana siguiente. Era un trayecto largo, no tanto en minutos como en la repetida lección de la clase de mundo en que vivía. La dulce Manhattan era una joya montada dentro de una ciénaga; estaba rodeada de hierbas marinas y granjas de algas que llenaban los ríos que en otro tiempo fluían, lo que hacía que Manhattan fuera una isla circundada de unas chabolas espantosas y casuchas en ruinas más allá de las orillas del río, y que estuviera completamente amurallada por refinerías humeantes que transformaban los desperdicios humanos y la basura en hidrocarburos y metales aprovechables.

Sobrevivió a duras penas las pruebas de shock del principio: eléctricos, termales, clínicos, de luz, de ruido, vueltas para soportar la fuerza centrífuga, desorientación espacial en la jaula, máxima tensión, cosas todas ellas que le consumían por completo las energías en la silenciosa y secreta defensa de sus delicadas estructuras nerviosas. Con enormes esfuerzos logró pasar los cursos de obstáculos, los de armas pesadas, los deportes de contacto, en los que la fuerza bruta de los otros jugadores a menudo vencía la gracia y la rapidez de la muchacha. Exhausta, magullada, con los músculos ardiendo a causa del esfuerzo y los nervios destrozados, entraba tambaleante en el magnoplano, se deslizaba suavemente entre los fuegos y el humo del Purgatorio, llegaba a su casa NoHo y se subía a la cama en el condoapartamento que compartía con tres desconocidas a las que apenas veía.

Algunas veces la soledad y el desánimo se llevaban la mejor parte de su persona, y entonces lloraba hasta quedarse dormida, preguntándose por qué hacía aquello y cuánto tiempo podría seguir haciéndolo. La segunda pregunta dependía de la primera. Si flaqueaba en su creencia de que ganarse las credenciales de investigador de la Junta Espacial le permitirían el acceso, la libertad que necesitaba para saber lo que necesitaba saber, su resolución se desmoronaría rápidamente.

Y por la noche estaban los sueños. En un año no había encontrado un modo seguro de controlarlos. Comenzaban de manera bastante inocente con algún fragmento del pasado lejano, como la cara de su madre, o del pasado inmediato, como algún muchacho que hubiera conocido aquel mismo día o una clase para la que no había estado preparada o para la que había estado más que preparada. Luego aquellos sueños seguían adentrándose en los oscuros pasillos de un edificio interminable, una meta imprecisa que tenía que alcanzar si tan sólo pudiera encontrar el camino por aquel laberinto; la sensación de que sus amigos estaban con ella, pero también de que se encontraba completamente sola, de que no importaba si encontraba o no lo que necesitaba, pero que si no lo encontraba moriría. Y luego las luces de colores venían dando vueltas, suavemente, desde los bordes, y el tumulto de olores la vencía.

Los aspirantes a investigadores tenían libre los domingos. Sparta solía pasarlos paseando por Manhattan, de un extremo al otro, desde el Battery hasta el Bronx, aunque lloviera, nevara, cayera aguanieve o hiciera viento. A pesar de que no era fuerte, era dura. Sesenta kilómetros en un día no eran algo fuera de lo habitual para ella. Caminaba para liberar la mente de pensamientos fijos, de la necesidad de detectar, planear y almacenar datos. Un descanso mental periódico era esencial para evitar sobrecargarse y desfallecer.

Tal como había sido concebido en su origen, el proyecto «SPARTA» nunca habría utilizado implantaciones cerebrales artificiales. Pero cuando entraron a formar parte del mismo agencias gubernamentales, el proyecto dio un giro; de pronto hubo muchos más estudiantes, y nuevas y mayores instalaciones. Sparta era entonces una adolescente, y al principio no le pareció raro que ahora viera menos a sus ocupados padres, ni tampoco que viera menos a los demás miembros, la mayoría de ellos niños más pequeños que ella; sólo uno o dos se aproximaban a la edad de Sparta. Un día su padre la llamó al despacho y le explicó que iban a enviarla a Maryland para una serie de evaluaciones que el Gobierno deseaba hacerle. Le prometió que él y la madre de Sparta la visitarían con tanta frecuencia como les fuera posible. Su padre parecía estar entonces sometido a una enorme tensión; antes de que la joven abandonase el despacho, la abrazó con fuerza, casi desesperadamente, pero no le dijo nada más que «Adiós» y «Te queremos» en un murmullo. Un hombre que tenía el pelo naranja había permanecido todo el tiempo en el despacho, mirando la escena.

De lo que ocurrió a continuación su memoria sólo conservaba algunos fragmentos. Allá en Maryland habían hecho mucho más que someterla a pruebas, pero muchas de las cosas que le habían hecho en el cerebro no las había deducido ella hasta hacía sólo muy poco tiempo. Lo que le habían hecho en el cuerpo aún estaba aprendiéndolo.

Sparta subió caminando la espaciosa longitud de Park Avenue, hacia el Gran Invernadero Central. Estaban a principios de primavera, y el día era soleado y cálido. A lo largo de la avenida las hileras de cerezos decorativos estaban en flor, y los fragantes pétalos rosados flotaban como confetti perfumados e iban a caer sobre el resplandeciente paseo. Acero y vidrio brillante, hormigón y granito pulidos se alzaban por doquier en torno a ella; algunos helicópteros trillaban los carriles de aire entre las cimas de los edificios. Autobuses y, de vez en cuando, un coche patrulla de la Policía, pasaban susurrando sobre el liso pavimento. Los magnoplanos zumbaban con veloz seguridad a lo largo de delgadas vías de acero sostenidas en alto sobre elevados pilones, mientras que unos antiguos y pintorescos vagones eléctricos de Metro, pintados de colores, traqueteaban y chirriaban bajo los pies de Sparta, visibles a través del pavimento de bloques de vidrio.

A principios de siglo, cuando los Estados del Atlántico central habían decidido fusionarse por conveniencias administrativas, Manhattan fue designado como centro de demostración federal, «Parque Nacional de los Rascacielos», como lo llamaban los cínicos. Aunque la isla estaba rodeada de industrias malolientes y suburbios fétidos, las calles de la ciudad modelo se hallaban atestadas de gente, y la mayoría de las personas que constituían dicha multitud tenían muy buen aspecto, iban vestidos con ropas caras y vistosas y mostraban unos rostros en los que se reflejaba la felicidad. En los centros de demostración federal la pobreza era un crimen, y estaba castigada con la colonización.

Sparta no se contaba entre los que estaban alegres. Sólo faltaban dos meses para que le dieran el suspenso o el aprobado en su programa de entrenamiento. Después de aquello el esfuerzo físico se aliviaría un poco y su lugar lo ocuparía la parte académica, pero en aquellos precisos instantes la muchacha temblaba y estaba a punto de abandonar. Todavía faltaban sesenta agotadores días. En aquel momento le daba la impresión de que no lo lograría.

Al aproximarse a los jardines de la alameda de la Calle 42 notó que un hombre la seguía. Se preguntó cuánto tiempo llevaría siguiéndola; ella había estado deliberadamente distraída caminando en un estado de semitrance, de lo contrario lo habría advertido al instante. El hombre quizá fuera alguien de la división de entrenamiento que la estaba espiando. Pero quizá se tratase de alguien diferente.

Se obligó a ponerse alerta al máximo. Se detuvo en un puesto de flores y se llevó a la nariz un ramo de narcisos amarillos. Las flores no tenían perfume alguno, pero el embriagador olor vegetal le explotó en el cerebro. Se puso a escudriñar por entre las flores, cerrando un ojo, enfocando de cerca con su mirada de macrozoom…

El hombre era joven, y llevaba el espeso pelo de color castaño rojizo muy corto, a la moda; vestía una chaqueta de polímero negro brillante, con mucho estilo. Era un joven atractivo, de evidente ascendencia china e irlandesa negra; tenía los pómulos altos, suaves ojos oscuros, y el rostro salpicado de pecas; en aquellos momentos parecía extrañamente incómodo e inseguro.

En el momento en que Sparta entraba en el puesto de flores, el hombre vaciló, y durante unos instantes la muchacha pensó que él iba a acercársele para decirle algo. Pero en lugar de eso, el joven se dio media vuelta y fingió mirar atentamente lo que se hallaba expuesto en el escaparate de la tienda que se encontraba más cerca. Con evidente consternación por su parte, pues se trataba de una tienda de confección que exhibía ropa interior femenina, muy cara. Cuando el joven se dio cuenta de qué era lo que estaba mirando, la piel se le iluminó debajo de las muchas pecas.

Sparta lo había identificado al instante, aunque la última vez que lo había visto él tuviera un aspecto completamente distinto; en aquella ocasión el joven sólo contaba dieciséis años. Por aquella época tenía aún más pecas, y el pelo cortado a cepillo presentaba un tono más rojizo. Se llamaba Blake Redfield. Era un año más joven que ella, y el más cercano en edad de todos los demás estudiantes que formaban parte del proyecto original «SPARTA».

Pero la muchacha se dio cuenta de que él no estaba aún seguro de reconocerla. Al contrario que la chica a quien recordaba, cuyo pelo era largo y castaño, Ellen Troy era rubia, de un tono descolorido; llevaba el pelo cortado de una manera práctica y corriente, liso y corto. Tenía los ojos azules y los labios carnosos. Pero a pesar de todos aquellos cambios superficiales, la estructura ósea facial de Ellen no había sufrido alteración alguna, pues no habría podido ser alterada sin riesgo, así que en gran medida Ellen seguía pareciéndose a aquella muchacha que se llamaba Linda.

Afortunadamente, Blake Redfield seguía siendo tan vergonzoso como siempre; era demasiado tímido para acercarse a una desconocida por la calle.

Sparta le entregó al vendedor de flores la tarjeta magnética, cogió los narcisos y siguió paseando. Sintonizó el oído con las pisadas de Blake, amplificando y diferenciando el distintivo «click, click» de sus talones entre los cientos de otros muchos taconazos, repiqueteos y arrastrar de pies que la circundaban. Era esencial despistarlo, pero había que hacerlo de tal modo que él no se percatase de que lo había descubierto. Paseando sin rumbo, tal como había venido haciendo antes, pasó bajo los arcos del Gran Invernadero Central.

La última vez que ella había visitado el invernadero, el escenario estaba constituido por arena, rocas y plantas espinosas, con retorcidos y desiertos picos que se alzaban a lo lejos. Pero el tema de este mes era tropical. Por todas partes había palmeras y árboles de hoja caduca que se alzaban hacia el elevado techo, y diáfanos emparrados de vides y orquídeas bajaban hacia el suelo. Un holograma panorámico de Eastman Kodak hacía que la vista de la jungla se extendiera hasta formar un lejano paisaje de bruma y cascadas de agua.

Había mucha gente en el invernadero, pero la mayoría se encontraba en el entresuelo mirando desde arriba hacia las galerías de selva, o paseaban por los amplios senderos que rodeaban el bosque central. Sparta se detuvo y luego se adentró entre los árboles con aire indiferente. La espesa alfombra de hojas que cubría el suelo amortiguaba los gritos de los monos y los chirridos de los loros que se hallaban subidos a los árboles. La muchacha se adentró unos cuantos pasos en las verdes sombras, y entonces, sin necesidad siquiera de ampliación, pudo oír con claridad en el sendero las pisadas de Blake, que iba detrás de ella.

Como sin darle importancia, torció por un camino estrecho detrás de un emparrado de vides tan gruesas y enmarañadas como los tentáculos de un calamar gigante… Las pisadas de Blake titubearon, pero finalmente él también torció y continuó tras el rastro de la muchacha.

Otro giro detrás de unas hojas oscuras, satinadas y tan grandes como las orejas de un elefante, de las que recibían el nombre, aunque éstas eran algo más tiesas, como cuero muerto y seco. Y otro giro más entre las rodillas de un baniano desparramado, cuyas raíces, semejantes a velos de madera pálida, eran tan lisas y delgadas como el travertino. De pronto Sparta se topó con la sobrecogedora cascada que descendía en torrentes silenciosos adentrándose en el brillante desfiladero que había debajo. Detrás de ella, Blake seguía acercándose, pero ya titubeante.

El verdadero trueno de la catarata estaba amortiguado, pero una realista bruma emanaba de algunos aparatos de lluvia artificial que se hallaban situados en lo alto de las paredes, invisibles tras la proyección holográfica. Un mirador para contemplar el panorama provisto con una rústica barandilla de bambú, en aquel momento desierto, se hallaba colgando al borde mismo del inmenso desfiladero ilusorio en el cual caía el agua de la catarata.

Sparta se agachó contra el tronco de un árbol, preguntándose qué podría hacer. Había confiado en que despistaría a Blake Redfield dejándolo atrás en el bosque de lluvia, pero no resultaba tan fácil sacárselo de encima. Se arriesgó a perder ella misma la noción de su propio paradero y sintonizó el oído con el zumbido de alta frecuencia que producía el sistema de proyección del holograma «Kodak». El circuito encargado de la profundidad de enfoque estaba montado en alguna parte de la pared, a unos cuantos pasos delante de Sparta. La forma de las pulsaciones eléctricas le proporcionaba una aproximación burda del programa, pero la muchacha no tenía acceso físico al centro de control.

Y entonces una incómoda sensación se adueñó de ella, extendiéndose desde la mitad del cuerpo hacia arriba, por el pecho y los brazos. El vientre empezó a arderle. Aquella sensación le resultaba extraña y familiar al mismo tiempo. Meses atrás, mientras estudiaba sus propios informes médicos, había visto las estructuras en forma de láminas que tenía debajo del diafragma y creyó saber que eran poderosas baterías de polímeros; pero no podía recordar cómo se usaban, ni siquiera para qué servían. Ahora, de repente, como respondiendo a su inconsciente demanda, aquel recuerdo había vuelto a ella.

Estiró los brazos y las manos y los curvó formando el arco de una antena de microondas. Su máscara facial se tensó a causa de la concentración. Los datos le cayeron en cascada por los lóbulos frontales; la muchacha lanzó un rayo con la ráfaga de instrucciones al corazón del procesador de control de proyección.

El holograma saltó hacia delante. Toneladas de agua cayeron sobre ella…

… y se encontró mirando fijamente la pared de mármol pulido de la vieja estación de tren. Bajó los brazos y se relajó tras aquel trance. Se puso a caminar hacia la fingida barandilla del mirador, el cual se alzaba en el suelo a menos de un metro de la pared. Por encima de Sparta una profusión de proyectores de hologramas parpadeaban en amarillo, azul y violeta. Se dio la vuelta y miró los árboles de la jungla. No podía ver nada del holograma animado desde dentro de la proyección, pero si las instrucciones que acababa de proyectar habían funcionado, el aparente borde de aquel profundo desfiladero debía de encontrarse en aquel momento al final del sendero, justo delante de los árboles…

Blake emergió de la jungla, dio un par de pasos hacia ella y después se detuvo, mirando fijamente más allá de la cabeza de Sparta, hacia los torrentes de agua que caían formando cascada. Siguió con los ojos el camino que tomaba el agua al caer en el desfiladero.

La muchacha estaba vuelta de espalda a la barandilla. Con sólo dar un paso habría podido alargar la mano y tocar aquella cara pecosa, atractiva y amiga. Un paquete de chicle arrugado yacía en el suelo entre ambos, precisamente en el lugar donde él veía cañones de bruma. La luz que se proyectaba sobre el joven era justamente la que los focos del invernadero y la proyectada agua blanca del holograma derramaban sobre él. No había nada en absoluto entre ellos dos, excepto el paquete de chicle y aquella luz insustancial.

Sparta recordó cuánto le había gustado aquel muchacho en otra época, aunque a la edad que tenía entonces no le interesaban mucho los chicos —al fin y al cabo, Sparta era una sofisticada muchacha de diecisiete años y él sólo era un tipo desgarbado de dieciséis—, y de todos modos lo más probable era que el hecho de comunicar sentimientos sencillos no se le diera demasiado bien.

Ahora, por el simple hecho de saber que ella existía, Blake podía destruirla. El joven se pasó una mano por el pelo castaño rojizo; luego se dio media vuelta, un poco confuso, y se adentró en la jungla. Sparta se agazapó bajo la barandilla. Caminó a lo largo de la pared de mármol liso, emergió por detrás de la cascada y desapareció por un pasillo atestado de gente que iba a dar a Madison Avenue.

Blake Redfield se detuvo entre los árboles y se dio la vuelta para mirar el agua que caía en cascada. Él era un producto de los comienzos del proyecto «SPARTA», el «SPARTA» puro, antes de que se disolviese. No habían manipulado su naturaleza física, sólo habían interferido en las condiciones de su educación. No tenía ojos con lentes de zoom, ni oídos sintonizables, ni RAM intensificado en el cerebro, ni espinas PIN debajo de las uñas, ni baterías en el vientre o antenas envueltas alrededor de los huesos.

Pero poseía también una inteligencia múltiple lo suficientemente brillante como para reconocer a Linda inmediatamente, una inteligencia lo suficientemente brillante como para haberse dado cuenta de inmediato de que ella no deseaba que la reconociera. Y también era lo suficientemente curioso como para preguntarse por qué. Al fin y al cabo, siempre había sospechado que Sparta estaba muerta…

De modo que la siguió hasta que la muchacha desapareció. Blake no estaba muy seguro de cómo ella se las había arreglado para hacerlo, pero tenía la certeza de que lo había hecho a propósito.

Durante mucho tiempo Blake se había estado preguntando qué habría sido de ella. Ahora sólo se preguntaba cuánto le costaría averiguarlo.