Sparta se quedó esperando entre los desnudos álamos temblones que había al borde del campo helado, estuvo esperando allí hasta que la luz mantecosa se hubo desvanecido de aquel cielo occidental cuajado de nubes. Tenía entumecidos los dedos de los pies, los de las manos, los lóbulos de las orejas y la punta de la nariz, y el estómago no paraba de gruñirle. Mientras estuvo caminando no le había importado el frío, pero cuando al final tuvo que detenerse y esperar a que se hiciera oscuro, ya había empezado a tiritar. Ahora que ya era de noche podía avanzar y entrar.
Había hecho acopio de valiosa información en el Snark antes —en aquella fracción de segundo en que el aparato se había detenido, revoloteando sin moverse a unos centímetros por encima del suelo mientras computaba nuevas coordenadas— de saltar fuera del helicóptero, y lo había enviado en aquella dirección carente de protección. Dónde estaba, precisamente. Qué día, mes y año eran, precisamente. Esto último había venido como una sacudida. Los recuerdos habían ido acumulándose cada vez más a cada minuto que pasaba, pero ahora ya sabía que incluso los más recientes de aquellos recuerdos eran de hacía más de un año. Y en las horas transcurridas desde el momento en que saltase del helicóptero, mientras caminaba trabajosamente abriéndose paso entre la nieve, había estado meditando sobre la retoñante extrañeza de aquella sensación que tenía de su propia persona.
Comprendió de un modo visceral que durante la última hora transcurrida —aunque no se hubiera recreado en una autoinspección— sus frenéticos y ondulantes sentimientos habían comenzado a acudir parcialmente y a quedar bajo su control consciente; incluso había logrado recordar para qué servían algunos de dichos sentimientos, y de ese modo consiguió modular mejor la insistente intensidad de sus sentidos, del gusto, del olfato, del oído y del tacto. Y su extraordinariamente flexible vista.
Pero aquellos sentidos todavía se le escapaban, sólo esporádicamente, pero aun así de un modo abrumador. La ácida dulzura de las agujas de pino caídas sobre la nieve amenazaron más de una vez con vencerla, sumiéndola en un desmayo de éxtasis. La dulce madreperla del sol poniente hizo más de una vez que el mundo girase como un caleidoscopio dentro de su cerebro palpitante, en medio de una epifanía de luz. Se enfrentó a aquellos momentos embriagadores sabiendo que en el esquema de las cosas momentos como aquéllos deben repetirse, y comprendiendo que cuando tal cosa ocurriera ella podría, con esfuerzo, suprimirlos. Luego apretó el paso.
Comprendía mucho mejor la naturaleza de la apurada situación en la que se hallaba. Sabía que podía resultarle fatal que alguien llegara a enterarse de las peculiaridades que ella poseía, e igualmente fatal le resultaría ponerse en manos de las autoridades, fueran las autoridades que fuesen.
Por fin estuvo lo suficientemente oscuro como para impedir que la vieran acercarse. Caminó trabajosamente a través del campo nevado hacia un distante grupo de luces donde dos estrechas carreteras asfaltadas, de reciente construcción, formaban una intersección en forma de T. Uno de los edificios, de madera blanqueada por la intemperie, tenía un cartel colgando de los oxidados aleros de hierro que estaba iluminado por una única bombilla amarilla: «CERVEZA. COMIDA.»
Media docena de coches estaban estacionados delante de la rústica taberna; eran coches deportivos y vehículos todo terreno con soportes para esquís en el techo. La muchacha se detuvo fuera y se puso a escuchar…
Oyó tintineos y entrechocar de botellas, un gato que maullaba, lastimero, reclamando la cena, el crujido de sillas de madera y de tablas del suelo, la cisterna de un retrete en la parte de atrás; y por encima de todo ello, un sistema de sonido ambiental a un volumen tan fuerte que casi hacía daño. Por debajo de la música —ira enérgica y ronca de un cantante masculino, trueno rodante de una línea de bajo, sinuosos aullidos gemelos de un sintetizador construyendo armonías y tres clases distintas de percusión—, alcanzó a oír algunas conversaciones.
—Rocas y paja —estaba diciendo una muchacha—. Tuvieron el valor de vender un billete de ascensor.
Y en otra parte un muchacho intentaba engatusar a su compañero para que le prestase unos apuntes de clase de la facultad. En otro lugar, en la barra, calculó Sparta, alguien hablaba de hacer reformas en un rancho cercano. Se quedó escuchando un momento y prestó atención a este último; le parecía el más prometedor…
—… y esa otra muñeca, con el pelo rubio que le llegaba por aquí, allí parada, mirándome fijamente aunque no me veía, y sin llevar encima nada más que un pedacito de seda rosa transparente de ésos que se ven en los anuncios de los grandes almacenes. Sólo que yo ni siquiera estaba en la misma habitación.
—Seguro que andaba buscando algo. Allí todas andan buscando algo, hombre. ¿Sabes ese mezclador de sensaciones que tienen, ése que se supone que está pagando el local? El tipo que lo dirige se encuentra siempre tan hundido, no sé cómo puede sentir alguna cosa…
—Pero las muñecas —dijo la primera voz—, eso es lo que más me impresionó. Es decir, nosotros caminamos de un lado a otro llevando por ahí una plancha de pino nudoso en cada viaje, ¿no es así? Y aquellas muñecas, una rubia, una morena y la otra pelirroja, allí sentadas, y de pie, y tumbadas…
—¿La mayoría de los que pasan por aquí afirman que van a alquilar las instalaciones del estudio? No están más que haciendo negocio, hombre —dijo en tono confidencial la segunda voz—. Nada más que comprando y vendiendo…
Sparta siguió escuchando hasta conseguir lo que necesitaba. Dejó que los sonidos se desvaneciesen y dedicó toda su atención a los vehículos del estacionamiento.
Hizo que su visión se enfocara hasta alcanzar la gama de infrarrojos; entonces fue capaz de ver huellas recientes de manos brillando en las manillas de las puertas; la más brillante de todas era de tan sólo unos minutos antes. Inspeccionó las llegadas más recientes. Los ocupantes de aquellos coches eran los que con toda probabilidad tardarían más en marcharse. Se asomó y escudriñó el interior de un dos plazas salpicado de barro; brillantes siluetas de traseros humanos resplandecían como postales de san Valentín en ambos asientos. Una manta de viaje hecha un montón en el suelo, delante del asiento del pasajero, ocultaba otro objeto caliente. Sparta confió en que se tratase de aquello que buscaba.
Se quitó el guante de la mano derecha. Unas espinas quitinosas se le deslizaron hacia afuera por debajo de las uñas; con gran cautela hizo funcionar las sondas que le salían de los dedos índice y corazón y las metió en la ranura de la puerta del lado del pasajero. Notó el diminuto hormigueo de los electrodos a lo largo de sus polímeros conductores; imágenes de series numéricas danzaron en el umbral de la consciencia, las moléculas superficiales de sus sondas se reprogramaron a sí mismas, todo ello con tanta rapidez que sólo la intención era consciente, pero no el proceso. Al retirar Sparta la punta de los dedos, las sondas se retrajeron. La puerta del coche se abrió y la alarma quedó desconectada.
Se puso el guante y levantó la manta de viaje. El objeto que había debajo, que alguien había manejado recientemente, era un monedero. Sacó del bolso la ficha de identificación y luego volvió a dejarlo como estaba, exactamente igual que estaba, con la manta de viaje doblada precisamente del mismo modo como había estado antes, de acuerdo con la imagen que la joven había almacenado temporalmente en la memoria. Ajustó la puerta hasta conseguir cerrarla sin hacer ruido.
En el porche cubierto, Sparta golpeó fuertemente el suelo con los pies para sacudirse la nieve de las botas, y luego empujó la doble puerta, muy desvencijada; la recibió una ráfaga de aire lleno de humo y sonido ambiental mal amplificado. La mayoría de los allí presentes eran parejas, chicos universitarios que volvían a sus casas de esquiar. Unos cuantos lugareños que llevaban raídos pantalones tejanos y camisas de franela de cuadros escoceses sobre camisetas rojas de lana pasaban el tiempo al extremo de la larga barra de caoba. Fijaron los ojos en la muchacha cuando ésta se dirigió a ellos con descaro.
El carpintero a quien había oído hablar desde fuera resultó fácil de identificar; era el que llevaba un arma de láser en una pistolera de cuero sujeta a las caderas. Sparta se encaramó al taburete que había junto a él y le dirigió una larga y despreciativa mirada, enfocando los ojos un poco más atrás de la cabeza del hombre antes de volver la mirada hacia el camarero que se encargaba de la barra. El rizado pelo color naranja del camarero la sobresaltó. Pero se le pasó en seguida, pues también llevaba una barba ensortijada.
—¿Qué va a ser, señorita?
—Un vaso de vino tinto. ¿Tiene algo decente para comer? Estoy muerta de hambre.
—Lo habitual de autochef.
—Demonio… Pues entonces póngame una hamburguesa con queso. Mediana. Y todo lo que se le pueda poner dentro. Patatas fritas.
El camarero se dirigió a la consola de acero inoxidable manchada de grasa que había detrás de la barra y apretó cuatro botones. Cogió un vaso de un estante alto y metió en él una pequeña manguera, llenándolo de un vino espumoso de color zumo de arándano agrio. Luego, al volverse hacia la barra, sacó la hamburguesa y las patatas fritas de la boca del autochef de acero inoxidable, sosteniendo ambos platos en la amplia mano derecha, y lo depositó todo sobre la barra, delante de Sparta.
—Cuarenta y tres pavos. Servicio incluido.
Sparta le tendió la tarjeta. El camarero registró la transacción y volvió a poner la tarjeta delante de ella. La muchacha la dejó allí, preguntándose cuál de las mujeres que había en la taberna le estaría pagando la cena.
El camarero, el carpintero y los otros hombres del bar parecían haber agotado los temas de conversación, y todos miraban fijamente a Sparta sin decir palabra mientras ella comía.
Las sensaciones de oler, saborear, masticar y tragar casi sobrecargaron los ansiosos sistemas internos de Sparta. La manteca cuajada, el azúcar carbonizado, las proteínas medio digeridas eran a un tiempo desesperadamente ansiadas y nauseabundas en toda su riqueza. Durante unos minutos el hambre sofocó la repugnancia.
Luego terminó. Pero no levantó la mirada hasta que hubo lamido la última gota de grasa de los dedos.
Volvió de nuevo los ojos hacia el carpintero, dirigiéndole la misma mirada fría y prolongada e ignorando al hombre de barba negra que estaba detrás de él, al cual se le salían los ojos de las órbitas, fascinado al mirarla.
—Yo te conozco de algo —le dijo el carpintero.
—Pues yo no te había puesto los ojos encima en toda mi vida —le dijo ella.
—No, yo te conozco. ¿No eras tú una de las que estaban allá, en Cloud Ranch, esta mañana?
—No me nombres ese lugar. No quiero oír que alguien pronuncie siquiera el nombre de ese lugar en mi presencia mientras viva.
—De modo que sí estabas allí. —El hombre hizo un gesto afirmativo con la cabeza lleno de satisfacción, y le dirigió al camarero una significativa mirada. Su barbudo compadre también le dirigió una mirada significativa al camarero, aunque qué era lo que significaba exactamente era un misterio para todos ellos. El carpintero se volvió de nuevo hacia Sparta, mirándola lentamente de arriba abajo—. Sabía que eras tú sólo por la manera en que mirabas fijamente. Claro que ahora no tienes precisamente el mismo aspecto.
—¿Y qué aspecto tendrías tú si te hubieras pasado medio día caminando por la nieve? —Se dio un tirón de un mechón del enmarañado cabello castaño, como si el hombre le hubiese herido los sentimientos.
—¿No encontraste a nadie dispuesto a llevarte?
Sparta se encogió de hombros y miró hacia delante, fingiendo dar un sorbo de aquel vino tan asqueroso. El hombre insistió:
—¿No encontraste a nadie dispuesto?
—¿Qué es lo que eres tú, un apestoso cobardica? —gruñó Sparta—. Yo toco el violín. Cuando alguien me contrata para que toque el violín, lo que yo espero es tocar el violín y punto. ¿Cómo es que los únicos que hacen dinero en este negocio son los cobistas?
—Señorita, no me malinterprete. —El carpintero se pasó una mano por el enredado cabello rubio—. Yo creía que todo el mundo de por aquí estaba al corriente de que allí arriba hacían muchas cosas más aparte de sensaciones musicales.
—Yo no soy de por aquí.
—Ah. —El hombre sorbió la cerveza, pensativo. Lo mismo hizo su compadre—. Bueno…, perdone.
Durante un rato todos se quedaron mirando fijamente los vasos que tenían delante, como una escuela de filósofos sumidos en profunda contemplación. El camarero, con aire ausente, golpeó con la bayeta la barra.
—¿Y de dónde es usted? —El carpintero, esperanzado, había decidido reemprender la conversación.
—Del Este —repuso la muchacha—. Y ojalá estuviera allí ahora. Dígame que hay un autobús que sale de ahí fuera dentro de diez minutos y me habrá alegrado el día.
El tipo barbudo que estaba detrás del carpintero se echó a reír cuando oyó aquello, pero el carpintero no.
—Por aquí no pasan autobuses —dijo.
—No me extraña.
—No me tome a mal, pero yo voy en coche esta noche a Boulder. Desde allí podría coger un autobús.
—No me lo tome a mal a mí —dijo Sparta—. Ya le he dicho que me alegraría el día.
—Claro, señorita.
El carpintero parecía bastante humilde, pero como hombre que era estaba intentando jugar sus cartas. A ella eso le parecía de primera, con tal de poder llegar a un lugar civilizado.
El carpintero acabó por ir con ella en la furgoneta hasta la base de transbordadores espaciales de Denver, a casi trescientos kilómetros de distancia. Durante el trayecto de setenta minutos no le causó a la muchacha ninguna molestia. Parecía estarle agradecido por la poca conversación que Sparta se mostraba dispuesta a darle, y se separó de ella alegremente con un fuerte apretón de manos.
Sparta entró en la terminal y se arrojó gozosa en el primer sillón de cromo y plástico negro que encontró en el concurrido vestíbulo. A ella el ruido, los parpadeantes anuncios de neón, las resplandecientes carteleras en pantalla de vídeo y la difusa luz verde que se desprendía de todas las superficies reflectantes, le resultaban tranquilizadoras. Se ciñó el abrigo acolchado, abrazándose a sí misma, y dejó que la fatiga y el alivio la inundasen; ya estaba de vuelta, de vuelta entre las multitudes de gente, con acceso a los transportes, a las comunicaciones y a los servicios financieros, a toda esa inmensa red neurálgica de electrónica que entrelazaba el país, el mundo y las colonias del espacio. Podía obtener todo lo que necesitase sin llamar la atención. Y durante unos minutos podía sentarse allí mismo y descansar, abiertamente, sin molestarse en ocultarse, segura de que nada en su aspecto mediocre llamaría la atención lo más mínimo.
Cuando abrió los ojos se encontró con que un policía del aeropuerto la estaba mirando lleno de desconfianza; tenía un dedo puesto en el oído derecho, dispuesto a accionar su intercomunicador.
—Lleva usted media hora traspuesta, señorita. Si está falta de sueño use la colmena de la sección Cinco. —Se dio unos golpecitos en la oreja—. ¿O quiere usted que llame al refugio de trabajo?
—Cielos, agente, lo siento muchísimo. No me había dado cuenta. —Sobresaltada, miró a un punto situado más allá del policía, en dirección a la pantalla que anunciaba los vuelos—. ¡Oh, no me diga que voy a perder éste también! —Se puso en pie y se marchó como una exhalación hacia el transportador más cercano, que se dirigía hacia la plataforma de lanzamiento.
No se dio la vuelta para mirar hacia atrás hasta que estuvo rodeada de otros pasajeros. Había un cierto aire de melancolía en la gente que viajaba en el cinturón, acurrucada en festivos trajes de vacaciones hechos de plástico y lámina metálica, que probablemente respondía al hecho de que para la mayoría de ellos las vacaciones habían terminado; se dirigían de regreso a la reserva. Sparta llevó a cabo una discreta representación y, angustiada, se puso a registrarse los bolsillos antes de salirse de la pasarela rodante en la primera intersección y volver a la sala de espera.
Entró directamente en el lavabo de señoras y se miró en el espejo. Se llevó una fuerte impresión. Mediocre no era la palabra precisa para describirla; tenía un aspecto cochambroso. El pelo castaño y grisáceo le colgaba en mechones semejantes a serpientes grasientas; tenía unas oscuras ojeras; las botas, los pantalones y la falda del abrigo estaban salpicados de barro rojo y seco hasta la altura de las rodillas.
No resultaba extraño que el policía hubiera sospechado que era una indocumentada. Estaba en lo cierto, desde luego; sólo una agencia tenía la identificación de Sparta y era precisamente por razones adversas, de modo que tendría que hacer algo al respecto, y de prisa.
Se lavó la cara, salpicándosela repetidamente con agua helada hasta que se encontró bien despierta. Luego salió de allí para dirigirse en busca de la cabina de información más próxima.
Se deslizó dentro de la cabina y se quedó mirando la pantalla en blanco. Allí, por medio de aquella pequeña placa plana y del inclinado teclado, uno podía contactar a la velocidad de la luz con cualquier persona de la Tierra o del espacio que deseara estar accesible (tener acceso a personas que no querían estar accesibles llevaba un poco más de tiempo). También era posible acceder a inmensos bancos de datos (el acceso a datos protegidos también llevaba un poco más de tiempo). Allí se encontraban los medios necesarios para pedir o asegurar préstamos, pagar deudas, invertir, apostar, comprar cualquier clase de mercancía legal o cualquier otro servicio imaginable. O sencillamente regalar dinero (otras clases de mercancías, servicios y transacciones llevaban un poco más de tiempo). Lo que se le pedía al cliente era una tarjeta de identificación válida y crédito suficiente en una cuenta registrada.
Sparta ya no tenía la tarjeta que había robado, pues la había dejado caer deliberadamente en la nieve al salir de la taberna de la montaña, ya que no tenía intención de ir dejando tras de sí un rastro de transacciones ilícitas. Pero en la intimidad de una cabina de información, una clase de intimidad que sólo un lugar rodeado de multitud de personas puede proporcionar, el hecho de carecer de tarjeta no era una preocupación inmediata.
Al igual que la larga lucha entre gente que diseña blindajes y la gente que diseña proyectiles para perforar dichos blindajes, la larga lucha entre gente que diseña programas de ordenador y la gente que quiere penetrar en ellos formaba una interminable espiral. En aquellos días de finales del siglo XXI, juguetear con programas de acceso abierto no resultaba fácil, ni siquiera para aquéllos que poseían el conocimiento interior.
Pero aquélla era una de las cosas para las que Sparta estaba segura de haber recibido entrenamiento, aunque no podía recordar con qué finalidad exactamente. Haciendo uso de las sondas de las uñas e introduciéndolas profundamente en la ranura para las tarjetas, era capaz de pasar por encima del teclado y probar directamente el sabor del sistema…
Pero, por desgracia, no hay relucientes paisajes de información, ni bonitas estructuras de cristales de datos, ni brillantes modos de inferencia y significación. No hay imágenes en la electricidad, ni en la luz, excepto las que están codificadas, y las imágenes que hay deben ser filtradas a través de crudos aparatos análogos y externos, rayos dirigibles, fósforos relucientes, diodos excitados, suspensiones líquidas magnetizadas que se retuercen, líneas de escaner. Pero aunque no haya imágenes en la electricidad, sí hay relaciones. Hay dibujos, armonía, ajustes.
Los flujos de datos son números, números enormes de números enormes, números más enormes de números más pequeños, una virtual infinitud de bits. Tratar de visualizar aunque sólo sea una parte del torrente queda fuera del alcance de cualquier sistema general que se haya desarrollado alguna vez a lo largo del tiempo. Pero el olfato y el gusto son otra cosa. El tacto es otra cosa. El sentido de la armonía es otra cosa. Todos ellos son agudamente sensibles a las pautas, y como hay procesos más elevados análogos a dichas pautas, a algunas personas les resulta posible saborear los números. Astutos prodigios —genios, y con mayor frecuencia, odiots savants[1]— se dan de modo natural en todas las épocas; crear uno de manera intencionada requiere un enorme conocimiento y control de la peculiar neurología de aquéllos que están numéricamente dotados. Hasta el momento dicha tarea sólo había sido llevada a cabo una vez.
Sparta ni siquiera lo sabía. Sparta, al igual que todos los calculadores natos, poseía una especial fascinación y facilidad para los números primos; pero, al contrario que los calculadores natos, su lóbulo cerebral derecho albergaba estructuras neurológicas que podían agrandar enormemente la gama y tamaño de los números primos que era capaz de manipular, estructuras éstas de las cuales aún no era consciente, aunque las utilizase. No es del todo una casualidad que los sistemas cifrados de datos dependan con gran frecuencia de claves que son grandes números primos.
Sentada tranquilamente en la cabina de información de Denver mirando la pantalla, Sparta parecía estudiar la danza de los alfanuméricos; sin embargo los borrosos símbolos que aparecían en la pantalla no tenían significado alguno, porque lo que ella buscaba iba mucho más allá del interface, siguiendo la aguda espiga de una clave que le resultaba familiar a través de las redes de comunicación igual que un salmón sigue el rastro del arroyo que lo conduce a casa a través del laberinto del océano… Sólo que Sparta estaba inmóvil, y el océano informativo manaba a través de su propia mente. Sentada e inmóvil, nadaba acercándose cada vez más a su hogar.
Los presupuestos de las agencias del Gobierno más secretas no se etiquetan en la Prensa pública, sino que están divididos y esparcidos a través de los presupuestos de muchas otras agencias, disimuladas como si fueran renglones insignificantes y con los fondos frecuentemente canalizados a través de transacciones con cooperativas y banqueros comerciales. De vez en cuando a esa estratagema le sale el tiro por la culata —como cuando un político a quien sus colegas han dejado a dos velas inquiere públicamente y en voz alta por qué las fuerzas de defensa, por ejemplo, han pagado millones por «piezas de recambio para helicópteros» y sólo tienen un puñado de tuercas y cerrojos baratos para responder por dicho dinero—, pero generalmente sólo unas cuantas personas saben o les importa para qué es en realidad el dinero, o a dónde va a parar realmente.
El dinero es electrónico, por supuesto, una gran extensión de números de magnitud constantemente cambiante, transacciones etiquetadas en códigos electrónicos. Sparta estaba siguiendo la pista de un código en particular. Colándose en el «First Tradesmen’s Bank of Manhattan» a través de una escotilla codificada, la conciencia de Sparta descubrió el hilo dorado que había estado buscando.
Las personas que la habían creado no habían imaginado los juguetones usos en que ella emplearía su talento.
Allí, en la cabina de información, era un asunto sencillo transferir una suma modesta y razonable, unos cuantos cientos de miles, desde un insignificante renglón en el presupuesto del blanco que ella se proponía («mantenimiento y protección de oficinas») a un contratista real, al subcontratista real de ese contratista, a una conocida empresa de asesoramiento falsa, y ahora a un hilo de escape a través del lado negro de otra agencia —la cual no echaría de menos aquello que sólo había tenido en su poder durante una milésima de segundo, pero pararía en seco cualquier tipo de investigación—, y finalmente a través de una cascada de direcciones seleccionadas al azar hasta otra institución de Nueva York, mucho más pequeña, el «Great Hook Savings and Loans», que a Sparta le llamó la atención por la ingenuidad de su clave en números seudoprimos y cuya sucursal de Manhattan adquiría de ese modo un nuevo cliente sin siquiera enterarse de ello, una joven cuyo nombre era…
Necesitaba un nombre, y rápido, no su nombre verdadero, ni Linda, ni L. N., sino Ellen, y ahora un apellido, Ellen, Ellen…, antes de que la pantalla se deshiciese de ella tecleó la primera palabra que le vino a la mente. Se llamaba Ellen Troy[2].
Sparta sólo necesitó la cabina de información unos segundos más, para reservar un asiento para Ellen Troy en el próximo avión de retropropulsión hipersónico en el vuelo de Denver a JFK. El comprobante y el pase de embarque se deslizaron sin hacer ruido y salieron por la ranura de la impresora. La muchacha retiró de la ranura para introducir tarjetas magnéticas las espinas PIN de sus uñas nuevamente programadas.
El vuelo que había de tomar no salía hasta la mañana. Iría caminando hasta la colmena del Edificio Terminal Cinco, cogería un cubículo para pasar en él el resto de la noche, se lavaría, se limpiaría la ropa y descansaría un poco. Habría resultado agradable comprarse ropa nueva, pero tal como estaba la economía, con robots encargándose de toda la parte técnica y personas compitiendo por lo demás, las tiendas que había en los lugares públicos muy frecuentados estaban superpobladas de vendedores de guardia a cualquier hora del día. Todavía no podía comprar en máquinas; tendría que esperar hasta que hubiera conseguido una tarjeta magnética de identificación propia antes de poder comprar nada en público.
Confiaba en que el «Great Hook Savings and Loans» remplazaría de muy buen grado la tarjeta que Ellen Troy había «perdido». En sus archivos hallarían que la señorita Troy había sido una cliente leal durante los últimos tres años.