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Los lóbulos olfativos posiblemente sean las porciones del cerebro más atávicas; tuvieron su desarrollo en los sistemas nerviosos de los gusanos ciegos que se abrieron paso a través del estiércol opaco de los mares Cámbricos. Para funcionar en debida forma deben hallarse en estrecho contacto con el medio que los rodea, y ése es el motivo por el que debajo del caballete de la nariz el cerebro se encuentra casi por completo expuesto al mundo exterior. Es ésta una disposición peligrosa. El sistema inmunológico del cuerpo es incompatible con los procesos del cerebro, que se encuentra sellado con barreras sanguino-cerebrales por todas partes excepto en los conductos nasales, donde las únicas defensas que posee el cerebro son las membranas mucosas; cada invierno el frío supone una lucha acérrima contra las enfermedades del cerebro.

Cuando se abre una brecha en las defensas, el cerebro de por sí no nota nada; la flor del sistema nervioso central en sí misma carece de nervios. La microaguja que sondeó el cerebro de L. N. pasándole cerca de los lóbulos olfativos y penetrándole en el hipocampo no le produjo ninguna clase de sensación interna. Sin embargo sí que le dejó una infección, que se extendió rápidamente…

Cuando, ya tarde, se despertó, la mujer que se creía a sí misma Sparta notó una sensación de picor en lo alto de la nariz, justo al lado del ojo derecho.

Tan sólo el día anterior había estado en Maryland, en las instalaciones del proyecto situadas al norte de la capital. Se había marchado a dormir a la residencia deseando estar en su propia habitación, en la casa que sus padres tenían en la ciudad de Nueva York, pero aceptando al mismo tiempo el hecho de que tal cosa no era la más apropiada en las actuales circunstancias. Allí todo el mundo se había portado muy bien con ella. Debería sentirse —intentó hacerlo— honrada de encontrarse donde se encontraba.

Pero aquella mañana se encontraba en un lugar diferente. La habitación tenía el techo alto y se hallaba recubierta de una serie de capas de esmalte blanco que tenía al menos un siglo; las ventanas, de las que colgaban visillos de encaje llenos de polvo, tenían unos cristales imperfectos cuyas burbujas, del tamaño de la cabeza de un alfiler, volvían a enfocar el sol convirtiéndolo en doradas galaxias lánguidas. Ella no sabía dónde estaba exactamente, pero eso tampoco era nada nuevo. Debían de haberla trasladado allí durante la noche. Ya encontraría el modo de orientarse en aquel lugar, como había hecho antes en muchos otros lugares desconocidos.

Estornudó un par de veces y se preguntó fugazmente si no habría cogido un resfriado. El sabor rancio que notaba en la boca fue aumentando desagradablemente, hasta el punto de llegar a dominar todas las demás sensaciones; podía saborear lo que debía de haber sido la cena del día anterior con tanto realismo como si la tuviera delante de ella, sólo que todos los sabores parecían hallarse allí a la vez: las judías verdes estaban mezcladas con natillas, un fragmento de arroz latía junto con vagos olores de saco de yute, migas de carne de buey picada se cocían en la saliva… Algunas fórmulas aprehendidas de aminas, ésteres y carbohidratos comenzaron a danzarle vagamente en la cabeza con cierta cualidad resbaladiza y cosquilleante que le resultaba familiar, aunque no tuviera ni la más remota idea de lo que significaba.

Se levantó de la cama con un movimiento rápido, se echó por encima la bata, se puso las zapatillas —dio por hecho que eran suyas, sencillamente— y salió de la habitación en busca de algún lugar donde lavarse los dientes. El olor que emanaba del pasillo, lleno de corrientes de aire, resultaba abrumador; olía a cera, a orina y a amoníaco, a bilis y a esencia de trementina, olores insistentes que, junto con aquellos otros que los acompañaban, intangibles análogos matemáticos, evocaban fantasmas, los fantasmas de desaparecidos suplicantes y benefactores, de trabajadores y pacientes de aquel edificio, de sus visitantes y cuidadores, de todos aquéllos que habían pasado por allí a lo largo de un siglo. Estornudó una y otra vez, y por fin aquel hedor clamoroso disminuyó.

Encontró el cuarto de baño sin dificultad. Al mirarse en el espejo del armario de madera que había en la pared se vio de pronto empujada fuera de sí misma —su imagen dio la impresión de aumentar de tamaño—, hasta que se encontró mirando fijamente a una inmensa ampliación de su propio ojo. De color marrón oscuro y líquido en la superficie, era un ojo de perfección vidriosa. Al mismo tiempo podía seguir viendo su imagen normal reflejada en el espejo; el ojo gigantesco estaba superpuesto sobre el rostro familiar. Cerró un ojo, y vio sólo la cara. Cerró el otro, y se encontró mirando al interior de las profundidades de una inmensa pupila abierta. La negrura que había en el interior de la misma era insondable.

Al ojo derecho parecía ocurrirle algo…, ¿algo malo? Parpadeó un par de veces y aquella doble imagen desapareció. Su rostro volvía a ser el de siempre. De nuevo se le ocurrió que tenía que cepillarse los dientes. Tras varios monótonos minutos el masaje del cepillo vibratorio la sumió en una especie de somnolencia…

El helicóptero producía un fuerte golpeteo en el exterior, e hizo vibrar ruidosamente las ventanas al aterrizar en el césped. Los miembros del personal se afanaban correteando de un lado para otro; la inesperada llegada de un helicóptero significaba, por lo general, una inspección.

Cuando el médico subió de su apartamento se encontró con que uno de los ayudantes del director le estaba esperando en la consulta. Se sintió molesto por ello, pero no lo demostró.

—Le prometimos que el director se pondría en contacto con usted —comenzó a decirle el ayudante. Se trataba de un individuo pequeño y escrupulosamente educado; el cabello, de un color naranja vivo, le formaba apretados rizos contra el cuero cabelludo.

—Creí que aún estaría usted en Fort Meade.

—El director me pidió que le entregase a usted este mensaje en persona.

—Estoy seguro de que podría haberme llamado.

—El director le pide que venga usted conmigo a la central. Ahora mismo, me temo.

—Eso es imposible.

El médico se sentó, quedando tensamente erguido en el viejo sillón de madera.

—En absoluto. —El ayudante lanzó un suspiro—. Por eso no lo han llamado por teléfono, ¿sabe?

El tipo del cabello naranja seguía con el abrigo de pelo de camello puesto y una bufanda de lana peruana, también de color naranja vivo, alrededor del cuello; los zapatos eran altos y estaban hechos de una especie de cuero brillante de color naranja. Todo de material orgánico, para hacer ostentación de su elevado sueldo. Con mucho cuidado se abrió el abrigo y sacó de la pistolera abierta que llevaba debajo de la axila un «Colt Aetherweight» calibre 38 provisto de un silenciador en color naranja. La pistola era de un apagado color azul acero. Se la puso al médico a la altura del amplio vientre.

—Haga el favor de venir conmigo ahora.

Cuando regresaba a su habitación. Sparta sintió un dolor en el oído izquierdo, un dolor tan agudo que la hizo tambalearse y apoyarse contra la pared de yeso. Zumbidos y gemidos de una corriente de sesenta ciclos a través de paredes de listones y yeso, ruido de cacharros que se lavaban en la cocina, quejidos de una anciana —la anciana de la 206, advirtió Sparta sin comprender muy bien cómo ella sabía que en la 206 había una anciana—, otras habitaciones, otros ruidos, dos hombres hablando en alguna parte, voces que resultaban conocidas

El médico titubeó. No es que estuviera realmente sorprendido, pero el juego avanzaba con más rapidez de lo que había esperado.

—Digamos… —Tragó saliva; luego continuó—: Digamos que no voy con usted.

Tenía la impresión de que aquello le estaba sucediendo a otra persona, no a él, y pensó que ojalá fuese así.

—Doctor… —El hombre color naranja movió la cabeza una vez con aire pesaroso—. El personal que trabaja aquí es absolutamente leal. Cualquier cosa que pueda suceder entre usted y yo no saldrá nunca de esta habitación, se lo aseguro.

Entonces el médico se puso en pie y se dirigió lentamente hacia la puerta. El hombre de color naranja se levantó al mismo tiempo, sin perder de vista ni un instante los ojos del médico, y se las arregló para parecer respetuoso, a pesar de que continuaba, y sin manifestar la menor vacilación, apuntando con el largo cañón del «Colt» justo a la bifurcación del esternón del médico.

Éste cogió el abrigo «Chesterfield» del perchero, se lo echó por encima y se hizo un lío con la bufanda.

El hombre naranja sonrió compasivamente y dijo:

—Lo siento. —Quería dar a entender que si las circunstancias lo hubieran permitido le habría echado una mano. Finalmente el médico consiguió acabar de ponerse el abrigo. Echó una rápida ojeada hacia atrás; estaba tembloroso, tenía los ojos húmedos y el rostro contorsionado de miedo—. Después de usted, por favor —dijo el hombre naranja.

El médico aferró el manillar de la puerta, dio un tirón para abrirla y salió al pasillo, tropezándose, aparentemente presa de un pánico inminente, contra el umbral. Cayó sobre una rodilla, y entonces el hombre de color naranja se adelantó con la mano extendida y con una despectiva y torcida sonrisa.

—Verdaderamente, no creo que haya motivo para alterarse tanto…

Pero al tiempo que aquella mano se tendía hacia él, el médico salió disparado desde la posición agachada en que se hallaba y apresó contra el marco de la puerta, valiéndose para ello de un macizo hombro, al pulcro hombre de color naranja, al tiempo que le empujaba la mano con la que sostenía la pistola hacia arriba y a un lado del cuerpo. La mano derecha del médico subió veloz y con fuerza brutal, apartando a un lado la izquierda que el hombre agitaba, debatiéndose, y empujó con fuerza debajo del esternón.

—¡Aaahhh…!

No fue un grito, sino un jadeo de sorpresa que se elevó poco a poco hasta convertirse en una nota de ansiedad. El hombre naranja bajó los ojos sobresaltados hacia su diafragma. El cañón de la enorme aguja hipodérmica que aún sujetaba el puño del médico le sobresalía del abrigo de pelo de camello al nivel del diafragma.

No se veía sangre. La hemorragia era interna.

El hombre naranja no estaba muerto aún, le faltaba bastante. El abrigo que llevaba era grueso, y el cañón de la aguja hipodérmica demasiado corto para llegarle hasta el corazón. Las agujas telescópicas que había dentro de la aguja más grande seguían empujando allí dentro, buscando el músculo cardíaco, cuando él consiguió torcer la muñeca derecha y, tras orientar el cañón del «Colt», apretó espasmódicamente el gatillo…

El «phtt, phtt, phtt» del arma provista de silenciador aulló como un lanzador de cohetes en el oído dolorosamente sensible de Sparta. La muchacha retrocedió y luego avanzó dando tumbos por el pasillo hacia su habitación, con los gritos y jadeos de agonía resonándole en la cabeza y el temblor de pies corriendo en el piso de más abajo sacudiéndola como si se tratase de un terremoto.

En el interior de la mente, como una diapositiva proyectada de modo intermitente en una pantalla, le apareció una imagen que encajaba con las voces que había oído…, la imagen de un hombrecito que siempre iba vestido con ropa cara y excesivamente llamativa, un hombre de pelo naranja y rizado, un hombre al que ella sabía que odiaba y temía. Con la formación consciente de aquella imagen, los sonidos amplificados se desvanecieron.

Para entonces los otros pacientes estaban ya deambulando por el pasillo agarrándose a las paredes y sin saber qué hacer, porque incluso un oído normal era suficiente para apreciar el alboroto que estaba teniendo lugar en el piso de abajo. En su habitación, Sparta se quitó el camisón, rasgándolo, y se puso rápidamente la ropa más abrigada que logró encontrar en aquel armario que le resultaba del todo desconocido, ropa que en realidad no reconocía, pero que a todas luces era suya. Por razones que la memoria no quería revelarle, comprendió que debía salir huyendo.

El cuerpo del médico yacía boca arriba, atravesado en el suelo del pasillo; tenía la cabeza en medio de un charco de sangre. A su lado el hombre de color naranja se retorcía en el suelo, dándose tirones de aquella cosa que llevaba clavada en el diafragma.

—¡Ayúdenme, ayúdenme! —les dijo con voz apagada a las enfermeras que ya intentaban, aunque torpemente, hacer algo por ayudarlo. Una mujer con uniforme de piloto empujó a un lado a las enfermeras y se inclinó para poder captar lo que el hombre decía, pero un repentino ulular de sirenas llenó por completo el aire—. ¡Vayan a por ella! Cójanla… —le dijo el hombre con voz jadeante a la piloto; luego trató de quitarle del medio. Lanzó un agudo grito de dolor, pues se había sacado con la mano la aguja hipodérmica, aunque no entera—. ¡Llévensela al director! —Y tras decir esto, elevó la voz hasta convertirla en un alarido de terror—. ¡Oh, ayúdenme, ayúdenme! —Mientras, las buscadoras agujas que quedaban dentro de él le perforaban y paralizaban el corazón.

Una enfermera entró violentamente en la habitación de L. N. y la encontró desierta. Un lado de la cama estaba desplomado en el suelo. Habían empujado hacia arriba el marco corredizo de la ventana y las amarillentas cortinas de encaje se agitaban movidas por el aire helado que entraba del exterior; una barra de hierro estaba empotrada como una lanza por entre la reja de hierro pesado que cubría la parte exterior de la ventana, de modo que la había hecho torcerse hacia un lado. La barra de hierro que se encontraba metida en la reja había formado parte de la estructura de la cama.

La enfermera se precipitó hacia la ventana al tiempo que el agudo sonido ascendente de dos motores de turbina alcanzaban un tono agudo casi supersónico. Negra, resaltando contra la helada hierba marrón del césped, una forma lisa y brillante ascendía y revoloteaba, un hocico parecido al de una víbora buscando en una dirección y en otra bajo el «thump, thump» de los rotores que giraban en sentido inverso.

La piloto entró tambaleándose en la habitación, llevando en la mano una pistola desenfundada; de un empujón apartó de la ventana a la enfermera. Abajo, el helicóptero táctico de color negro se elevó otro par de metros, se inclinó hacia delante y pasó rasando entre dos álamos por encima de la valla, muy cerca del suelo.

—¡Maldita sea! —La piloto observó aquello con incredulidad, sin molestarse en malgastar balas contra aquella máquina blindada—. ¿Quién demonios es ella?

—La que teníamos escondida aquí. La que él quería que usted llevase a presencia del director.

La piloto siguió con la mirada al helicóptero hasta que éste descendió hacia una hondonada que había más allá de la autopista y no volvió a aparecer. La mujer lanzó una palabrota y se dio la vuelta.

Sparta no tenía una idea clara de lo que estaba haciendo. El irregular terreno helado pasaba velozmente a uno o dos metros por debajo de los patines del helicóptero, el fango bajo del arroyo y las paredes de grava se mecían demasiado cerca de las giratorias puntas de las aspas de la hélice mientras ella jugaba con la palanca y los pedales. Con uno de los patines levantó grava del suelo; la máquina dio un fuerte bandazo, pero no volcó, sino que siguió volando.

Ante Sparta, en el espacio, se extendía una imagen de terreno en movimiento superpuesta holográficamente sobre la realidad que la muchacha veía por el parabrisas. Justo ahora estaba volando colina arriba; las estelas del magnoplano interestatal que había cruzado antes de encontrar el arroyo, volvieron ahora a aparecer delante de ella, transportadas en un puente de caballetes de acero que le cerraba el paso. Pasó volando por debajo del puente. El estruendo de los motores de la nave resonó durante una fracción de segundo, y uno de los rotores sonó, con un ruido agudo y claro, al mellar un pilón de acero.

El arroyo se estrechó y las paredes se hicieron más altas; se había ido formando —lánguidamente, durante siglos— hasta adquirir la apariencia de un abanico aluvial entre las montañas que se alzaban más adelante, y allí, delante, la garganta por la que fluían las aguas erosionantes, se alzaba bruscamente como una cuchillada en la roca roja, tan aguda como la mirilla de un arma de fuego.

La mujer seguía haciendo volar la nave manualmente, y a cada segundo que pasaba en el aire se sentía más segura de sí misma. Observó su propia habilidad para manejar una máquina complicada que no recordaba haber visto nunca antes, sabiendo para qué servía sin necesidad de pensarlo, conociendo su lógica, la disposición de los controles e instrumentos y la capacidad de los complicados subsistemas.

Razonó que aquella habilidad era fruto de la práctica. Y al comprender, razonó también que había alguna causa de peso para aquel lapso de memoria suyo.

También pensó que debía existir un motivo que justificara el temor que sentía por el hombre de color naranja, temor que la había hecho huir. Pensó —porque recordaba el día entero (¿por qué ese hecho en sí le resultaba extraño?), desde el momento en que se había despertado con una urgente necesidad de lavarse los dientes, y las anomalías acumuladas aquel día no podían pasarse por alto— que le habían arrebatado deliberadamente un pedazo de su vida, que se encontraba en peligro precisamente a causa de eso y que el hombre naranja había tenido algo que ver con aquellos años que a ella le faltaban y con el peligro que ahora estaba corriendo.

Sparta —no era ése su nombre real, se le ocurrió, sino una identidad que había asumido por alguna razón, aunque todavía permaneciera oculta— le habló al helicóptero:

—Snark, aquí L. N. 30851005. ¿Me reconoces?

Tras una pausa momentánea, el helicóptero dijo:

—Reconozco tu mando.

—Dirección oeste, altitud mínima y velocidad máxima con respecto al suelo, consecuente con los protocolos de evasión. En automático, por favor.

—Automático confirmado.

Paredes lisas de piedra arenisca roja, del jurásico, se elevaban y brillaban de forma intermitente a ambos lados de la nave. El lecho de un torrente formado por desordenados cantos rodados de granito subía en peldaños irregulares por el desfiladero, que ascendía rápidamente; ahora se encontraba seco, excepto en algunos tramos que estaban cubiertos de nieve, pero se convertiría en un torrente intermitente durante las tormentas de finales de verano. La nave tan pronto rozaba las desnudas y rosadas ramas de enmarañados sauces en el lecho del torrente como volaba casi en vertical por la ladera de la montaña, esquivando salientes de risco basáltico, hasta que súbitamente el desfiladero se hizo tan angosto que quedó reducido a una hondonada poco profunda en medio de un bosque de pinos, y la montaña se aplanó dando paso a una pradera salpicada de grupos de álamos temblones.

Sparta había ajustado la escala de la proyección hasta hacer que correspondiera con el terreno que iba apareciendo delante de ella, y ahora se puso a estudiarlo, buscando en la imagen hasta que halló la topografía que necesitaba.

—Snark, dirígete a cuarenta grados dirección norte, ciento cinco grados, cuarenta minutos y veinte segundos dirección oeste.

—Cuarenta norte, uno cero cinco, cuarenta, veinte oeste. Confirmado.

El helicóptero redujo la velocidad de pronto y titubeó al borde de los bosques de tiemblos, con el morro vibrando como si olfatease en busca de un rastro.

Un instante más tarde la nave cruzaba veloz como un rayo la llanura nevada y abierta, en dirección a la cordillera de picos lejanos y aún más elevados que brillaban al sol.

—Tenemos contacto visual.

En una pantalla de vídeo de un sótano a cuatro mil kilómetros hacia el Este, un reducido grupo de hombres y mujeres observaban cómo el helicóptero avanzaba velozmente sobre el suelo; la imagen, bien enfocada y enormemente aumentada, era captada desde un satélite que se hallaba a mil kilómetros por encima de él.

—¿Por qué no hace uso de los protocolos de evasión?

—Quizá no sepa cómo hacerlo.

—Pues bien que sabe cómo hacer volar a esa cosa.

El que hablaba así era un hombre de cincuenta y tantos años cuyos cabellos plateados estaban cortados casi al cero. Llevaba un traje de lana de color gris oscuro y una corbata gris de seda lisa sobre una camisa de algodón gris claro; era un atuendo de trabajo, pero lo mismo hubiera podido ser un uniforme militar.

El arranque que había tenido aquel hombre era una acusación incontestable; no obtuvo más respuesta que un nervioso remover de pies.

Una mujer le tocó la manga, y cuando el otro la miró le hizo una seña con la barbilla. Se adentraron en las sombras de la sala de controles, lejos de los demás.

—¿Qué hay? —preguntó él, molesto.

—Si realmente McPhee le restauró la memoria a corto plazo usando una implantación celular sintética, puede que ahora la muchacha tenga acceso a las habilidades que adquirió antes de dicha intervención —le susurró la mujer. Era atractiva, a pesar de llevar el pelo corto, ir vestida de gris y actuar con cierta rigidez; sus oscuros ojos eran como estanques de sombra en la penumbra de la habitación.

—Tú me indujiste a creer que ella ya había olvidado todo lo que vio o hizo durante los tres últimos años —le dijo él con petulancia, esforzándose por no levantar la voz.

—La permanencia, es decir, el grado de amnesia retroactiva debida a la pérdida de memoria a corto plazo es a menudo impredecible…

—¿Y por qué no me lo has dicho hasta ahora? —gruñó él con voz lo bastante alta como para hacer que algunas cabezas se volvieran.

—… sólo que, como siempre, podemos tener la completa seguridad de que la muchacha nunca recordará nada de lo ocurrido después de la intervención. —La mujer gris hizo una pausa—. Hasta la reintervención. Es decir, hasta hoy.

Los dos guardaron silencio, y durante unos instantes nadie habló en aquella oscura habitación. Todos estaban observando el helicóptero, que huía de su propia sombra por encima de enormes moles de nieve y estanques helados, entre pinos y tiemblos, y bajaba luego por abruptos desfiladeros como una velocísima libélula, con los rotores gemelos entrelazados y revoloteando como alas membranosas en los hilos cruzados del satélite rastreador, aunque, evidentemente, con un poco más de decisión en su vuelo.

La imagen osciló momentáneamente y luego, cuando un nuevo satélite asumió la tarea del rastreo, se estabilizó en un ángulo ligeramente diferente.

—Señor Laird —dijo el operador de rastreo—, no sé si esto es significativo…

—Veámoslo —dijo el hombre gris.

—El blanco ha estado girando gradualmente en sentido opuesto a las agujas del reloj durante los dos últimos minutos. Ahora sigue rumbo sudeste.

—Se ha perdido —apuntó alguien, algún ayudante entusiasta—. Está volando a ciegas y no sabe qué dirección sigue.

El hombre de gris ignoró el comentario.

—Déjeme ver el sector completo.

La imagen de la pantalla se amplió inmediatamente para mostrar las Grandes Llanuras ondulándose como un océano helado contra el Front Range; las ciudades parecían varadas allí como objetos arrojados por el mar a la orilla: Cheyenne, Denver, Colorado Springs, todas ellas fundidas por los suburbios en una única aglomeración como una tela de araña. El helicóptero resultaba microscópico, invisible a aquella escala, aunque su posición estaba todavía claramente marcada por los hilos cruzados y centrados.

—Parece que el blanco mantiene el rumbo con firmeza —dijo el operador.

—¡Maldición! Se dirige directamente al Mando Espacial —dijo el hombre gris. Después miró fijamente y con amargura a la mujer gris.

—¿En busca de asilo? —preguntó ésta con suavidad.

—Tenemos que derribarlo —comentó a tontas y a locas el mismo ayudante entusiasta, cuyo entusiasmo ya se había convertido en pánico.

—¿Con qué? —inquirió el hombre gris—. El único vehículo armado que poseemos en un radio de menos de mil quinientos kilómetros de la posición donde se encuentra es precisamente ése en el que ella va volando. —Se dio la vuelta hacia la mujer siseando las palabras, pero sin molestarse apenas en hacer que no fueran audibles—. Ojalá no hubiera escuchado nunca tus inteligentes explicaciones… —Dejó la frase sin terminar, apretando los dientes con ira, y se inclinó sobre la consola—. No está usando los protocolos de evasión. ¿Qué posibilidades hay de bloquearle el camino?

—No podemos bloquear los circuitos de control y navegación del blanco, señor. Se hallan protegidos contra todo.

—¿Y las transmisiones de salida?

—Ahí quizá tuviéramos una posibilidad.

—Hágalo inmediatamente.

—Señor, eso no es tan preciso como una operación quirúrgica. El Mando de Defensa Aérea hará estallar una de las tomas de combustible.

—Hágalo ahora. Ya me encargaré yo del Mando de Defensa Aérea. —Se volvió hacia su ayudante—. Línea negra con el Comandante en Jefe NORAD. Déjeme ver el perfil antes de pasármelo.

El ayudante le entregó un teléfono.

—El Comandante en Jefe NORAD es un tal general Lime, señor. Su perfil va a aparecer en la pantalla B.

El hombre gris habló por el teléfono y esperó, leyendo rápidamente el perfil psicológico del general en la pequeña pantalla y planeando el discurso que iba a hacerle mientras desviaba la atención hacia la pantalla grande.

Los hilos cruzados del satélite espía se movieron inexorablemente hacia el cuartel general del Mando Espacial de las Fuerzas Aéreas situado al este de Colorado Springs. Una voz seca se recibió en la línea telefónica, y el hombre gris contestó rápidamente.

—General, le habla Bill Laird —comenzó a decir con voz cálida, llena de confianza y deferencia—. Siento mucho molestarle, pero tengo que vérmelas con un problema grave y me temo que se me está escapando de las manos; tanto es así, que confieso que se ha convenido en un problema también para usted. Lo cual le explicará la interferencia electromagnética que la gente bajo su mando está experimentando en los canales de combate…

La conversación telefónica exigió una gran dosis de los recursos de amabilidad y persuasión del director. No fue aquélla la última llamada que tuvo que hacer; el general Lime se negó a emprender acción alguna sin recibir antes la confirmación del superior de Laird.

Más mentiras dichas en tono muy serio atravesaron el éter, y cuando por fin el director colgó el teléfono estaba temblando tras una tensa sonrisa. Le tiró de la manga a la mujer gris y la arrastró otra vez a las sombras.

—Este programa está a punto de tocar a su fin, y todo gracias a ti —dijo con enojo—. Y habremos perdido años de trabajo. ¿Crees que podré conservar el puesto que ocupo después de toda esta debacle? Tendremos suerte si no nos vemos metidos en un proceso.

—Ciertamente, dudo que el presidente quisiera…

¡Tú! Dejadla viva, dijiste.

—Era magnífica, William. Desde el principio. Era una experta por naturaleza.

—Nunca se entregó al Conocimiento.

—¡Es todavía una niña!

A modo de respuesta, él emitió una tos enfadada. Empezó a pasearse arriba y abajo, meditabundo; luego se detuvo, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—De acuerdo. Es hora de que disolvamos la banda y de que nos dispersemos entre el rebaño común y corriente.

—William…

—Oh, estaremos en contacto —le dijo él con amargura—. Habrá un puesto para ambos en el Gobierno, estoy seguro. Pero queda por delante mucho que reconstruir. —Cruzó los dedos, flexionó los brazos e hizo sonar los nudillos—. Ese sanatorio tendrá que desaparecer. Todos ellos tendrán que desaparecer. Y éste es el momento de hacerlo.

La mujer gris sabía muy bien que lo mejor era no poner objeciones.

—¿Qué nave sin identificar es ese zumbido parásito? —La sargento se mostraba incrédula. Con gran eficiencia intervino las coordenadas del helicóptero que se aproximaba transformándolas en AARGGS, el sistema de guía de cañón antiaéreo.

—Dicen que se trata de cierto tipo de nave ECM experimental que se ha vuelto majara —repuso el capitán—. Ops dice que la gente que lo dejó suelto cree que viene de regreso a nuestras bases.

Fuera, en el perímetro de la base del cuartel general del Mando Espacial, las baterías de cañones TEUCE sufrieron una sacudida brusca y se tambalearon sobre sus pedestales.

—¿Los interceptores no pueden alcanzarlo?

—Claro que podrían cazarlo. Un «F-14» podría subírsele justo encima, mirar hacia abajo o disparar. ¿Ha visto usted algunos de estos nuevos helicópteros del Ejército en acción, sargento? Pueden volar a unos tres pies del suelo a seiscientos klicks. Pero ¿qué hay en el suelo entre este lugar donde estamos y las montañas?

—Oh.

—Eso es. Casas, escuelas, esa clase de cosas. Así que depende de nosotros en defensa de perímetro. La sargento miró el campo del radar.

—Bien, en unos veinte segundos lo sabremos.

Ordenó armar los AARGGS incluso antes de que el capitán le dijese que lo hiciese.

El Snark aulló al pasar volando sobre los tejados de los ranchos situados en los suburbios, sobre las piscinas de los patios traseros y los jardines de rocalla, y al atravesar los amplios bulevares y lagunas artificiales, lanzaba al aire guijarros sueltos, sacudía las últimas hojas muertas de los álamos ornamentales, aterrorizaba a los peatones, levantaba nubes de polvo y dejaba tras de sí las aguas de las fangosas lagunas sumidas en la agitación. Las antenas del helicóptero emitían continuamente en todos los canales, fueran restringidos o sin restringir, a medida que se iba acercando a la base, pero no recibía respuesta alguna a aquellas urgentes comunicaciones. El suelo llano y desnudo del perímetro de la base se aproximaba velozmente…

Al entrar el helicóptero, emitiendo un chirrido, por encima de las vallas y de los camiones de bomberos, ambulancias y vehículos policiales que se hallaban esperándolo, algunos observadores advirtieron —y más tarde así lo testificaron— que la nave no parecía ir en dirección al bosque de antenas de radio enfocadas al espacio que constituían el rasgo más distintivo del cuartel general del Mando Espacial, sino que se dirigía hacia el Edificio de Operaciones, delante del cual se encontraba una plataforma para helicópteros. Era una distinción precisa, demasiado precisa, sobre la cual basar una decisión de fracciones de segundo.

Tres misiles de hipervelocidad TEUCER se lanzaron al aire en el momento en que el Snark cruzaba el perímetro. No eran más que barras de acero dotadas de forma, salvas muertas sin ninguna carga de explosivos, pero impactaban con el momentum de meteoritos, de bulldózers voladores. Dos décimas de segundo después de salir de la plataforma de lanzamiento pasaron a través del helicóptero blindado, desgarrándolo por completo. No hubo explosión. La nave, que sencillamente se había desintegrado, se diseminó sobre la explanada de desfiles como un puñado de confetti ardiendo. Los pedazos más grandes de aquel metal humeante rodaron por el suelo como bolas chamuscadas de papel de periódico.