—¿Significa algo para usted la palabra Sparta?
Una mujer joven estaba sentada en una silla de pino barnizado con respaldo de barrotes. Tenía el rostro vuelto hacia el alto ventanal; sus facciones impersonales se veían pálidas a la difusa luz que inundaba la habitación blanca y que era reflejo del glacial paisaje del exterior.
El hombre que hacía las preguntas se manoseó la barba entrecana, que llevaba recortada con pulcritud, y miró con ojos de miope y por encima de los anteojos a la mujer mientras aguardaba una respuesta. Estaba sentado tras un maltrecho escritorio de roble de al menos ciento cincuenta años de antigüedad, y era un tipo bonachón que al parecer disponía de todo el tiempo del mundo.
—Pues claro.
En el rostro ovalado de la mujer las cejas eran dos anchas pinceladas de tinta por encima de los ojos, de color marrón; bajo la nariz respingona tenía una boca carnosa de labios inocentes, que presentaban un color rosa natural y delicado. El pelo castaño, sin lavar, que le caía en mechones sobre las mejillas, y la bata sin forma definida que llevaba puesta, no lograban ocultar la belleza de la joven.
—¿Y qué significa para usted?
—¿El qué?
—La palabra Sparta. ¿Qué le dice a usted?
—Yo me llamo Sparta.
Seguía sin mirar al hombre.
—¿Y el nombre de Linda? ¿Le dice algo?
Ella movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Y el de Ellen?
La joven no respondió.
—¿Sabe usted quién soy yo? —le preguntó él.
—No creo que nos conozcamos, doctor.
Continuó mirando fijamente por la ventana, contemplando algo que se encontraba a una enorme distancia.
—Pero sí sabe usted que soy médico.
La muchacha se removió en la silla y echó un vistazo por la habitación, abarcando con la vista los diplomas y libros; por último lo miró a él al tiempo que esbozaba una tenue sonrisa. El médico se la devolvió. Aunque en realidad se habían visto cada semana durante el último año, la actitud de ella era acertada…, otra vez. Sí, cualquier persona en su sano juicio se habría dado cuenta de que se encontraba en la consulta de un médico. La sonrisa de la muchacha se desvaneció y volvió de nuevo la mirada hacia la ventana.
—¿Sabe usted dónde está?
—No. Me han traído aquí durante la noche. Yo suelo estar en el…, programa.
—¿Y dónde es eso?
—En… Maryland.
—¿Cómo se llama el programa?
—Yo… —La muchacha titubeó. Frunció la frente—. Eso no puedo decírselo.
—¿Se acuerda de él?
A ella le centellearon los ojos de ira.
—No está en el lado blanco.
—¿Quiere usted decir que está clasificado?
—Sí. No se lo puedo decir a nadie que no posea una identificación de tipo Q.
—Yo tengo una identificación de tipo Q, Linda.
—No me llame así. ¿Cómo sé yo que tiene usted una identificación? Si mi padre me dice que puedo hablarle a usted del programa, lo haré.
El médico le había repetido con frecuencia que sus padres estaban muertos, y ella invariablemente acogía la noticia con incredulidad. Si él no insistía en ello durante cinco o diez minutos, la muchacha lo olvidaba con prontitud; si, por el contrario, persistía y trataba de convencerla, ella se volvía loca de confusión y pena y sólo recobraba aquella triste calma suya unos minutos después de que él hubiera cejado en su empeño. Hacía mucho tiempo que había dejado de torturarla con horrores temporales.
De todos los pacientes que tenía, la mujer era la que más frustración y pesar le provocaban. Anhelaba devolverle a la muchacha el alma que había perdido y tenía fe en poder conseguirlo, siempre que los que la tenían bajo custodia se lo quisieran permitir.
Frustrado, acaso aburrido, abandonó el guión de la entrevista.
—¿Qué ve usted ahí afuera? —le preguntó a la muchacha.
—Arboles. Montañas. —La voz era un susurro anhelante—. Nieve en el suelo.
De continuar la rutina que habían establecido, una rutina que el médico recordaba pero ella no, él le pediría que le contase lo que le había sucedido el día anterior, y la joven le relataría con todo detalle acontecimientos que le habían ocurrido hacía tres años. Él se levantó bruscamente, sorprendiéndose a sí mismo ya que rara vez variaba sus planes de trabajo.
—¿Le gustaría salir ahí afuera?
La muchacha dio la impresión de sorprenderse tanto como él.
Las enfermeras gruñeron y la mimaron en exceso, envolviéndola en unos pantalones de lana, una camisa de franela, una bufanda, botas de cuero forradas, un abrigo grueso de cierto tejido acolchado de color gris brillante…, un guardarropa fabulosamente caro al que ella no concedió mayor importancia. Era perfectamente capaz de vestirse sola, pero a menudo se le olvidaba cambiarse de ropa. De modo que les resultaba más fácil dejarla con la bata y las zapatillas y fingir que la mujer se encontraba desvalida. Ahora la estaban ayudando, y ella les dejaba hacer.
El médico la esperaba a la puerta, en los helados peldaños de la galería de piedra, y contemplaba los ventanales cuyos marcos se iban desconchando y convirtiéndose en polvo a causa del aire seco y diáfano que atacaba el pigmento de la pintura amarilla. Era un hombre alto y muy redondo, y aquella redondez suya se veía ahora acentuada por el volumen del abrigo «Chesterfield» negro rematado por un elegante cuello de terciopelo. El abrigo costaba tanto como una vivienda corriente. Era un signo de los compromisos que él había llevado a cabo.
La muchacha salió, animada por las enfermeras, y jadeó al recibir aquel aire cortante. En los pómulos le florecieron dos manchas rosadas bajo la transparente superficie del cutis, blanco y azulado. No era ni más alta ni más delgada de lo normal, pero sus movimientos ponían en evidencia una rápida irreflexiva seguridad que a él le hizo recordar que la chica era bailarina. Entre otras cosas.
La muchacha y él se pusieron a pasear por los terrenos situados detrás del edificio principal. Desde aquella altura se podían divisar más de cien kilómetros de llanuras, llenas de retazos marrones y blancos, que se extendían hacia el Este, un desierto de polvo agotado por el exceso de labranza y la utilización para pastos. No todo lo blanco era nieve; una parte era sal. El sol de la tarde se reflejaba en las ventanas de un magnoplano que se dirigía hacia el Sur, demasiado lejos para verlo bien; algunas briznas de hierba marrón pegadas entre sí por el hielo crujían bajo los pies de la pareja allí donde el sol había derretido la cubierta de nieve.
El borde del césped estaba señalado por arbustos de algodón, completamente desnudos de hojas y plantados muy juntos unos de otros, que corrían paralelos a una tapia antigua de piedra marrón. La valla electrificada de tres metros de altura que se encontraba más allá de la tapia resultaba casi invisible a causa de la ladera de la montaña, que se elevaba bruscamente adentrándose en la sombra, al fondo; más arriba, algunas zonas azules de nieve persistían bajo los enebros achaparrados.
Se sentaron en un banco, al sol. Él sacó un pequeño tablero de ajedrez del bolsillo del abrigo y lo extendió entre ambos.
—¿Le apetece jugar?
—¿Sabe usted jugar bien? —le preguntó ella simplemente.
—Bastante. Pero no tanto como usted.
—¿Cómo lo sabe?
El hombre titubeó. Habían jugado muchas veces antes, pero ya estaba cansado de desafiarla con la verdad.
—Lo leí en su expediente.
—Me gustaría ver ese expediente alguna vez.
—Me temo que ya no tengo acceso a él —mintió el médico. El expediente en el que ella estaba pensando era un expediente diferente.
El tablero de ajedrez le asignó las fichas blancas a la muchacha, que rápidamente abrió la partida con el Giuco Piano, desequilibrando al médico con peón a alfil rey tras al cuarto movimiento. Con el fin de concederse a sí mismo tiempo para pensar, él le preguntó:
—¿Hay algo más que le gustaría saber?
—¿Algo más?
—¿Hay algo que podamos hacer por usted?
—Me gustaría ver a mi padre y a mi madre. El médico no respondió, y en lugar de ello se puso a estudiar el tablero con suma atención. Como la mayoría de los jugadores aficionados, se esforzaba mucho por pensar dos o tres movimientos consecutivos, pero era incapaz de mantener en la cabeza todas las combinaciones. Como la mayoría de los expertos, la muchacha pensaba de acuerdo con unos modelos determinados; aunque en aquel momento ya no era capaz de recordar los movimientos con los que había abierto el juego, ello no tenía mayor importancia. Años atrás, antes de que la memoria de acontecimientos recientes le hubiera quedado destruida, era capaz de acumular incontables modelos de jugadas.
El médico movió las piezas clave y ella replicó al instante. Con el siguiente movimiento, uno de los alfiles de él quedó aprisionado. El médico sonrió tristemente, lamentándolo. Otra derrota en perspectiva. No obstante, hizo todo lo posible por estar a la altura de aquella mujer, por proporcionarle una partida interesante. Mientras los guardianes de la muchacha le tuvieran atado de manos, él poca cosa podía hacer para ayudarla.
Pasó una hora —el tiempo no significaba nada para ella— antes de que la muchacha dijera «jaque» por última vez. Él había perdido la reina hacía ya rato, y se encontraba en una situación desesperada.
—El juego es suyo —le dijo. Ella sonrió y le dio las gracias. El médico volvió a meterse el juego de ajedrez en el bolsillo.
Al perder de vista el tablero, la misma expresión nostálgica de antes volvió a asomar en los ojos de la muchacha.
Dieron un último paseo alrededor de la tapia. Las sombras eran ya alargadas y el aliento se les congelaba delante de la cara; en lo alto, el brumoso cielo azul se veía cruzado en zig-zag por un millar de estelas de vapor. Una enfermera salió a recibirlos a la puerta, pero el médico se quedó afuera. Al despedirse, la muchacha lo miró con curiosidad, pues ya se le había olvidado quién era aquel hombre.
Cierta chispa de reavivada rebeldía impulsó al médico a accionar el interruptor de la conexión telefónica.
—Quiero hablar con Laird.
El rostro que apareció en la pantalla de vídeo era suave y educado.
—Lo siento terriblemente. Me temo que el director no puede aceptar llamadas fuera de programa.
—Es personal y muy urgente. Por favor, comuníqueselo. Esperaré.
—Créame, doctor, sencillamente no hay manera…
Estuvo en la línea mucho rato hablando con un ayudante tras otro, y acabó por sacarle al último de ellos la promesa de que el director lo llamaría al día siguiente por la mañana. Aquella oposición tan obstinada le avivó aún más la chispa de rebeldía, y cuando se cortó la última conversación el médico estaba profundamente enfadado.
Su paciente le había pedido ver su propio expediente, el expediente del cual ella había sido el objeto hasta un año antes de llegar al hospital. El médico había tenido intención de esperar a que se le concediera permiso para ello en debida forma, pero…, ¿para qué molestarse? Laird y los demás se mostrarían incrédulos ante la idea, pero no había forma de que ella pudiera hacer uso, o abuso, de lo que viera en dicho expediente: lo olvidaría casi al instante.
Ése, al fin y al cabo, era el propósito de todo aquel vergonzoso ejercicio.
Llamó a la puerta de la habitación que ocupaba la muchacha, situada en el piso de arriba. Ella le abrió; todavía llevaba las botas, la camisa y los pantalones que se había puesto para dar el paseo.
—¿Sí?
—Me dijo usted que quería ver su expediente. Ella se quedó mirándolo.
—¿Se lo ha enviado mi padre?
—No. Uno del personal del I. M.
—No se me permite ver mi expediente. No se nos permite a ninguno de nosotros.
—Se…, se ha hecho una excepción en el caso de usted. Pero queda a su propio criterio. Sólo en el caso de que le interese.
Sin decir palabra, la muchacha lo siguió por el pasillo lleno de ecos; luego bajaron varios tramos de escaleras que crujían bajo el peso.
La habitación del sótano estaba iluminada, caldeada y cubierta con gruesas alfombras, todo lo contrario de los pasillos, llenos de corrientes de aire, y las salas del viejo sanatorio situado en los pisos de arriba. El médico le mostró el camino hasta un pupitre.
—Ya he accedido al código apropiado. Me quedaré por aquí por si quiere preguntarme algo.
Se sentó al otro lado del estrecho pasillo, dos pupitres más allá, y de espaldas a la mujer. Quería que ésta sintiera que gozaba de cierta intimidad, pero que no olvidase de que él se hallaba presente.
La muchacha se quedó contemplando con atención la pantalla que había sobre el escritorio. Luego acarició expertamente con los dedos los hemisferios del input manual. En la pantalla aparecieron unos alfanuméricos. «Aviso, el acceso no autorizado a este expediente se castiga, de acuerdo con la Ley de Seguridad Nacional, con multa y/o encarcelamiento». Al cabo de unos segundos apareció un estilizado logotipo, la imagen de una zorra. Dicha imagen desapareció para dar paso a más palabras y números. «Caso L. N. 30851005, Proyecto de Valoración y Entrenamiento de Recurso de Aptitud Específica. El acceso a este documento de personas que no formen parte del personal autorizado de la Inteligencia Múltiple, está estrictamente prohibido».
La muchacha volvió a acariciar el input.
Al otro lado del pasillo el médico, muy nervioso, fumaba un cigarrillo —vicio horrible y muy antiguo— mientras esperaba; en la pantalla que tenía delante veía lo mismo que ella en la suya. Los procedimientos y evoluciones le resultarían familiares a la muchacha; estaban empotrados en la memoria remota de acontecimientos lejanos, engranados allí, pues gran parte de lo que ella había aprendido no era mera información, sino proceso, actuación…
Así a ella le fue dado recordar aquello que se había convertido en parte de su persona. Le había enseñado idiomas —muchos, incluso el suyo propio— mediante el método de conversación, de leer en voz alta con un nivel de vocabulario que estaba muy por encima del considerado apropiado para su edad. La había enseñado a tocar el violín y el piano desde la infancia, desde mucho antes de que tuviera los dedos de las manos lo suficientemente largos como para poder formar acordes, y del mismo modo le había enseñado danza, gimnasia y equitación, haciéndole practicar constantemente y esperando de ella el máximo rendimiento. La muchacha aprendió a manipular imágenes y a rellenar con ellas espacios en blanco en una computadora, y también dibujo y escultura con grandes maestros; desde antes que supiera hablar la habían sumergido en una vertiginosa matriz social en el aula del colegio; había recibido clases de teoría establecida, geometría y álgebra desde que fue capaz de distinguir los dedos de los pies y de mostrar conversación piagetiana. «L. N.» tenía un número muy largo adosado al expediente, pero ella era el primer sujeto de SPARTA, que había sido creado por su padre y su madre.
Sus padres habían tratado de no influir en exceso en la valoración de los logros de su hija. Pero aunque fingieran ser ciegos, la maestría de ella era evidente. Revelada allí, en la pantalla plana, tal como la muchacha nunca había tenido ocasión de verla confirmada antes, su excelencia bastó para hacer que se echara a llorar.
—¿Algo va mal? —La muchacha se limpió las lágrimas y movió negativamente la cabeza, pero él insistió con suavidad—. Mi trabajo consiste en ayudar.
—Es que…, ojalá ellos pudieran decirme… —comenzó a decir la mujer—. Decírmelo ellos mismos. Que lo estoy haciendo bien.
El médico le dio la vuelta a una silla y se sentó al lado de la muchacha.
—Lo harían si pudieran, y usted lo sabe. Pero realmente no pueden. En estas circunstancias.
Ella asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Hizo que el expediente avanzara.
¿Cómo reaccionaría ante lo que venía a continuación?, se preguntaba él; y se quedó observando con lo que confiaba fuera una curiosidad estrictamente profesional. Los recuerdos de la mujer terminaban bruscamente en la edad de dieciséis años. Pero el expediente no. Ahora tenía casi veintiuno…
Ella frunció el ceño al mirar la pantalla.
—¿Qué es esa evaluación? «Programación celular». Yo nunca estudié eso. Ni siquiera sé lo que es.
—¿Ah, no? —El doctor se inclinó hacia delante—. ¿Qué fecha tiene?
—Tiene usted razón —repuso ella riendo—. Debe de ser lo que están proyectando para la próxima primavera.
—Pero mire, ya le han asignado a usted la puntuación. Un grupo entero.
La muchacha se echó a reír otra vez, encantada.
—Probablemente crean que ésa es la puntuación que yo debería conseguir.
Al fin y al cabo, para el médico aquello no era ninguna sorpresa…, y en la mente de ella las sorpresas no estaban permitidas. La inmersión en la realidad que el cerebro de la muchacha había creado no podía agotarse por unos cuantos números en la pantalla.
—Piensan que la conocen a usted muy bien —dijo secamente el médico.
—A lo mejor les estoy tomando el pelo. Se sentía contenta con aquella perspectiva. El expediente acababa bruscamente al concluir la formación estándar de la mujer, tres años antes. En la pantalla, sólo el logotipo de la agencia de Inteligencia Múltiple: la zorra. La zorra marrón y lista. La zorra que sabe muchas cosas…
El doctor observó que a ella le duraba el contento más de lo habitual mientras seguía mirando fijamente aquel logotipo. Quizás aquello la tuviera en un presente que en cierta forma continuara su pasado.
—A lo mejor sí —murmuró él.
Después de dejarla a la puerta de su habitación —la muchacha se estaba olvidando de él tras haberse olvidado de lo que ambos acababan de ver—, el médico movió pesadamente la mole que era su cuerpo por las viejas escaleras camino del despacho. Aquel edificio de ladrillo, con los techos altos y llenos de corrientes de aire, que había sido construido en la falda de las Montañas Rocosas a finales del siglo XX como sanatorio de tuberculosos, desempeñaba ahora, doscientos años más tarde, el papel de asilo privado para miembros desequilibrados de familias modestamente acomodadas. El médico hacía lo que podía por aquéllos a quienes se confinaba inocentemente en aquel lugar, pero el caso L. N. 30851005 era algo totalmente distinto, y cada vez le absorbía más la atención.
Hizo que apareciera en su propia pantalla de ordenador la historia clínica que la institución había ido llevando a cabo desde la llegada de la muchacha. Y entonces un extraño sentimiento se apoderó de él —cuando la decisión sobrepasa la mente, incluso a una mente normal, a menudo sucede con tanta rapidez que borra la huella del propio proceso seguido—, y el médico se vio sacudido por un afecto tembloroso, por la certeza de la verdad revelada.
Se apretó un dedo contra una oreja y conectó el intercomunicador con el personal del sanatorio.
—Me preocupa el hecho de que Linda no haya dormido bien esta semana.
—¿De veras, doctor? —La enfermera se mostró sorprendida—. Lo siento. No hemos notado nada fuera de lo corriente.
—Bueno, pues esta noche vamos a probar a darle pentabarbital sódico, ¿le parece? Doscientos miligramos. La enfermera titubeó, pero luego accedió.
—Desde luego, doctor.
Esperó a que todos estuvieran dormidos excepto los dos enfermeros de noche, un hombre y una mujer. El enfermero estaría llevando a cabo la ronda de los pasillos; se le suponía alerta por si acaso surgían problemas, pero en realidad lo que hacía era cuidar su propio insomnio. La enfermera estaría sesteando ante los monitores de vídeo, en su puesto del piso principal.
Cuando subió por las escaleras, la saludó con la cabeza al pasar junto a ella.
—Voy a echar un vistazo antes de irme a casa.
La enfermera levantó la vista, poniéndose alerta con cierto retraso.
Todo lo que el médico necesitaba cabía fácilmente dentro del lujoso abrigo «Chesterfield» sin que su figura se viera abultada de un modo apreciable. Subió por las escaleras y avanzó por el pasillo del segundo piso, asomando concienzudamente la cabeza en todas las salas y habitaciones privadas.
Llegó a la habitación de L. N. 30851005 y entró en ella. La cámara de fotogramas observaba todo desde su elevado emplazamiento, en un rincón; él podría situarse de modo que le diera la espalda todo el tiempo, pero si alguien pasaba por el pasillo tendría un ángulo de visión diferente, así que, como quien no quiere la cosa, empujó la puerta dejándola medio cerrada tras de sí.
Se inclinó sobre la figura inocente de la joven, y luego, rápidamente, le colocó la cabeza en posición vertical. Ella respiraba firme y profundamente. Lo primero que el médico se sacó del bolsillo fue un escopio CT plano del tamaño de un talonario de cheques. Se lo colocó a la muchacha sobre los párpados cerrados; la pantalla mostró un mapa del cráneo de la joven y del cerebro como si les hubieran practicado un corte transversal. Unas coordenadas digitales aparecieron en un ángulo de la pantalla. El médico ajustó el visor de profundidad del escopio CT hasta que la materia gris del hipocampo estuvo centrada.
Siguió inclinado sobre ella. Se sacó de la manga una aguja hipodérmica, al parecer un instrumento primitivo y temible en su propósito, no disimulado. Pero en el interior del tubo de la aguja de acero anidaban otras agujas, unas dentro de otras, graduadas de acuerdo con su grosor hasta el punto de que la más delgada de todas era más fina que un cabello humano, invisible. Eran agujas que poseían mente propia. Mojó la punta de la caña hipodérmica en el desinfectante contenido dentro de un vial pequeño y transparente. Buscó el caballete de la nariz de la joven, se lo apretó con los dedos para ensancharle los orificios nasales y luego, con cuidado, inexorablemente —observando el avance en la pantalla en miniatura— le introdujo la aguja hipodérmica telescópica dentro del cerebro.