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Los Diez Mandamientos de la Iglesia católica presentan graves e interesadas diferencias respecto al Decálogo bíblico original

Según podernos leer en la Biblia, en Ex 20,1-21 y Dt 5, 1-22, Dios entregó sus diez mandamientos a los hombres por medio de Moisés y bajo la advertencia siguiente: «Oye, Israel, las leyes y los mandamientos que hoy hago resonar en tus oídos; apréndetelos y pon mucho cuidado en guardarlos».

Los católicos, naturalmente, creen que los mandamientos que figuran en su catecismo son los originales, poco menos que una traducción literal de aquellas tablas de cartón-piedra que nos mostró el cine de Hollywood en manos de Charlton Heston, pero una simple comparación entre el Decálogo del Deuteronomio y el del catecismo católico nos aporta una evidencia curiosa: ¡la Iglesia modificó a su antojo los mandamientos de Dios para poder adaptarlos a sus necesidades! Uno creía que las palabras de Dios eran sagradas e inalterables, pero resulta que todas las que no convienen a la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana pueden ser manipuladas a modo… y a mayor gloria divina, claro está.

Veamos ahora cómo se correlacionan el Decálogo original y el católico:

EL DECÁLOGO ORIGINAL SEGÚN EL ANTIGUO TESTAMENTO (Dt 5,1-21)

EL DECÁLOGO SEGÚN LA IGLESIA CATÓLICA[315]

1. No tendrás más Dios que a mí. 1. Amarás a Dios sobre todas las cosas.
2. No te harás imagen de escultura, ni de figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos, ni abajo, sobre la tierra, ni de cuanto hay en las aguas abajo de la tierra. No las adorarás ni les darás culto, porque yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia por mil generaciones a los que me aman y guardan mis mandamientos. ¿¡!?
3. No tomarás el nombre de Yavé, tu Dios, en falso, porque Yavé no dejará impune al que tome en falso su nombre. 2. No tomarás el nombre de Dios en vano.
4. Guarda el sábado, para santificarlo, como te lo ha mandado Yavé, tu Dios. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo es sábado de Yavé, tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno (…) y por eso Yavé, tu Dios, te manda guardar el sábado. 3. Santificarás las fiestas.
5. Honra a tu padre y a tu madre, como Yavé, tu Dios, te lo ha mandado, para que vivas largos años y seas feliz en la tierra que Yavé, tu Dios, te da. 4. Honrarás a tu padre y a tu madre.
6. No matarás. 5. No matarás.
7. No adulterarás. 6. No cometerás actos impuros.
8. No robarás. 7. No hurtarás.
9. No dirás falso testimonio contra tu prójimo. 8.No dirás falso testimonio ni mentirás.
¿¡!? 9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros.
10. No desearás la mujer de tu prójimo, ni desearás su casa, ni su campo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto a tu prójimo pertenece. 10. No codiciarás los bienes ajenos.

Desde el primer mandamiento podemos apreciar los cambios de sentido tan profundos que la Iglesia ha perpetrado sobre el texto veterotestamentario original. El no tener más Dios que uno solo, Yahveh, ordenado en una época de politeísmos —recordemos que el propio Moisés, tal como ya demostramos en su momento (en referencia a Ex 15,11; 18,11; 20,5), practicó la monolatría, no el monoteísmo—, no tiene absolutamente nada que ver con el mandamiento católico de amar a Dios sobre todas las cosas. La Iglesia ha sobrepasado con mucho la intención y la intensidad que el propio Dios reclamó para sí mediante sus supuestas palabras, ganando así, de forma intencionada o casual, un instrumento psicológico fundamental para poder controlar y culpabilizar a su grey con mayor eficacia.

El segundo mandamiento del Decálogo deuteronómico corrió una suerte bastante peor ya que fue eliminado de cuajo. La razón para una mutilación tan descarada resulta obvia si confrontamos el mandato bíblico de «No te harás imagen de escultura, ni de figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos…» con la práctica nuclear del catolicismo de presentar para su culto y veneración a una legión de imágenes de advocaciones de la Virgen, de santos de todas las épocas y del mismísimo Jesús-Cristo.

A la luz del mandato inapelable del Dios de la Biblia, cuyo cumplimiento fue ratificado por el propio Jesús, el catolicismo es una religión idólatra, por eso la Iglesia —que creció adoptando mitos y ritos paganos y se extendió entre gentes habituadas a la idolatría—, para poder conquistar la devoción de las masas incultas, tuvo que borrar de la memoria de sus creyentes la prohibición divina de adorar imágenes. Esta cuestión tan importante la trataremos específicamente en el primer apartado de este mismo capítulo.

En su cuarto mandamiento el Dios bíblico ordenó: «Guarda el sábado, para santificarlo (…) Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo es sábado de Yavé, tu Dios. No harás en él trabajo alguno…», pero la Iglesia católica lo transformó en «santificarás las fiestas», que no implica ni remotamente la misma cosa, ¿o es que son equivalentes el mandato de no trabajar los sábados y el de ir a misa todos los domingos y demás días de fiesta? De nuevo la Iglesia católica le enmendó la plana a Dios sin miramiento ninguno. En el segundo apartado de este capítulo veremos con detalle la cuestión que aquí tan sólo enunciamos.

El séptimo mandamiento bíblico —«No adulterarás»— contiene una instrucción bien clara y concreta: no cometer adulterio, eso es no violar la fidelidad sexual conyugal. Pero la Iglesia católica quiso ser más exigente que el propio Dios y modificó su voluntad ordenando, en el famoso y patológico sexto mandamiento: «No cometerás actos impuros». Mientras el Dios bíblico sólo proscribió el mantener relaciones sexuales fuera del propio matrimonio,[316] la Iglesia católica, obsesa hasta la maldad, convirtió en algo horrible todo lo relacionado con la sexualidad humana.[317]

El ejemplo de san Agustín es bien indicativo de la mentalidad católica en materia sexual: este padre de la Iglesia que, según confesó en sus memorias, «en la lascivia y en la prostitución he gastado mis fuerzas», tuvo siempre una gran necesidad de mujeres, vivió mucho tiempo en concubinato, tomando finalmente a una niña de 10 años por novia y a otra mujer más adulta por amante… pero acabó agotado de tanto exceso carnal y reconvirtió sus fuerzas para dedicarlas a una patética cruzada contra el placer sexual, al que tildó de «monstruoso», «diabólico», «enfermedad», «locura», «podredumbre», «pus nauseabundo», etc., con lo que el obispo de Hipona se lanzó a condenar con fanatismo lo que llamó «la concupiscencia en el matrimonio», una sacra labor que, quince siglos después, aún centraliza la mayor parte de la energía de la jerarquía de la Iglesia católica.

Si repasamos la literatura catequista católica del último siglo comprobaremos con estupor que las prescripciones y prohibiciones alrededor del sexo mandamiento han ocupado un lugar preponderante frente a los demás pecados. A los obispos y sacerdotes les pareció siempre más terrible que un adolescente se masturbara —«un pecado mortal que pudre la columna vertebral y condena irremisiblemente al fuego del infierno», se placían en anunciar amenazadoramente a los chavales— o bailara arrimado con su pareja que no la explotación de los obreros, el robo o el asesinato.

En el actual catecismo católico, por ejemplo, se condena sin excepción la masturbación mientras que se justifica la pena de muerte y la guerra y se acepta la posibilidad de matar a otro en defensa del bien común.[318] ¿Qué clase de mente hay que tener para imaginar que Dios pueda sentirse más ofendido por quien se masturba que por quien da muerte a uno o a muchos, por muy en «defensa del bien común» que sea?

En el noveno mandamiento del Decálogo, al «No dirás falso testimonio contra tu prójimo» inicial, la Iglesia católica le añadió de cosecha propia un «ni mentirás», que es totalmente ajeno a la intención y el contexto que dieron origen al mandato bíblico.

El Catecismo católico actualmente vigente señala que: «“La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (san Agustín, mend. 4,5). El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: “Vuestro padre es el diablo… porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44)»; «La mentira es la ofensa más directa contra la verdad. Mentir es hablar u obrar contra la verdad para inducir a error al que tiene el derecho de conocerla. Lesionando la relación del hombre con la verdad y con el prójimo, la mentira ofende el vínculo fundamental del hombre y de su palabra con el Señor»; y «La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. Si la mentira en sí sólo constituye un pecado venial, sin embargo llega a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad».[319]

Llegados a este punto del libro, con todo lo que ya hemos visto, hay que reconocer a la Iglesia católica una desvergüenza sobrehumana: ¿No es mentir el falsear gravemente las Sagradas Escrituras? ¿No es mentir el mantener en el canon neotestamentario textos que se dan por inspirados y de autoría apostólica cuando ya se ha demostrado sin sombra de duda posible que son documentos pseudoepigráficos? ¿No es mentir el inducir a error a sus creyentes dándoles una interpretación del mensaje evangélico que resulta contraria a la intención de Jesús y de sus apóstoles? ¿No es mentir el haber construido el Estado de la Iglesia católica sobre la falsificación de La Donación de Constantino? ¿No es mentir el comportamiento de la Iglesia que hemos venido documentando en cada página de este trabajo?

Pero para la Iglesia católica, sin embargo, es posible que las mentiras más formidables de la historia humana no sean tales, quizá porque su conciencia descansa sobre la doctrina de la mentira económica o pedagógica basada en el plan divino de la salvación, asentada por su teólogo Orígenes cuando defendió la función cristiana del engaño postulando la necesidad de una mentira como «condimento y medicamento». Definitivamente, los mandamientos de la Ley de Dios no fueron hechos para ser cumplidos por la Iglesia católica, una institución que se ha encumbrado a sí misma muy por encima de todo lo humano y lo divino.

En el cotejo que estamos realizando entre el Decálogo bíblico y el católico llegamos al décimo del primero mientras que todavía estamos en el noveno del segundo; al haber eliminado todo el segundo mandamiento original, a la Iglesia católica le faltaba otro para completar la decena y no despertar sospechas con un decálogo cojo. La solución la encontró transformando el décimo bíblico en el noveno y décimo católicos.[320].

De esta manera, la Iglesia católica, elaboró su noveno mandamiento subiendo el «no desearás la mujer de tu prójimo» desde el décimo bíblico y fundiéndolo dentro del mismo concepto obsesivo que ya había especificado en su sexto, quedando así el texto de «no consentirás pensamientos ni deseos impuros». El resto del décimo mandamiento bíblico pasó al décimo católico con una significación equivalente.

Un creyente católico honesto y consecuente con su fe debería plantearse al menos estos dos interrogantes:

a) Si la palabra de Dios es Ley, y su Decálogo es sustancialmente diferente al que obliga a cumplir la Iglesia católica, ¿cómo puede tomarse la Biblia por palabra divina mientras que se acata y eleva a rango superior una palabra meramente humana que la contradice? ¿Es ése el caso que los católicos le hacen a ese Dios con el que se llenan la boca?

b) Si se recurre a Jesús como árbitro para salir de dudas, ¿a cuál de sus afirmaciones contradictorias deberemos dar más credibilidad? En Mt 5,17-18 declaró: «No penséis que he venido a abrogar la Ley o los Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla. Porque en verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará (desapercibida) de la Ley hasta que todo se cumpla»; dado que el cielo y la tierra aún no han desaparecido con la llegada del Juicio Final, y que el Decálogo es una parte fundamental de la Ley, es evidente que Jesús proclamó la necesidad de cumplir íntegros los mandamientos bíblicos, tal como él los conoció —no tal como la Iglesia los ha maquillado—, aún en el día de hoy.

Pero si leemos al Jesús de Mt 19,16-19, nos sorprenderá ver que él mismo parece abrogar parcialmente la Ley que unos versículos antes declaraba obligatoria en su totalidad: «Acercósele uno y le dijo: Maestro, ¿qué obra buena he de realizar para alcanzar la vida eterna? Él le dijo: ¿Por qué me preguntas sobre lo bueno? Uno solo es bueno: si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Díjole él: ¿Cuáles? Jesús respondió: No matarás, no adulterarás, no hurtarás, no levantarás falso testimonio; honra a tu padre y a tu madre y ama al prójimo como a ti mismo».

Si el texto no fue mutilado —o añadido— por algún copista anterior a Nicea, es evidente que Jesús redujo los mandamientos a sólo seis, eliminando —de forma incomprensible e incompatible con su propia prédica, recogida en el resto de los Evangelios— los cuatro primeros del Decálogo mosaico (base del monoteísmo judeocristiano) y cambiando el décimo por el de amar al prójimo. Aunque, un poco más adelante, en Mt 22,36-40, Jesús volvió a dar una nueva versión: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Él le dijo: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la Ley y los Profetas».

Dado que Dios no puede obrar mediante actos volitivos contradictorios entre sí —aunque ésa es la conclusión que se saca muy a menudo al leer las Escrituras—, la cuestión radicará en saber cuándo expresó Jesús el mandato de Dios: si lo hizo en Mt 5,17-18, la Iglesia católica traiciona a Dios al imponer un Decálogo ajeno al veterotestamentario; pero si la nueva voluntad de Dios la manifestó el Jesús de Mt 19,16-19, la Iglesia católica traiciona a Dios y a Jesús al mismo tiempo ya que sus mandamientos no son los seis que enumeró el nazareno; y si todo se resume a lo que dijo Jesús en Mt 22,36-40, resulta obvio que sobran ocho mandamientos y que la Iglesia sigue traicionando a alguien que ya no acertamos a saber si es Dios, Jesús o cualquier otro. En cualquier caso, queda patente que la Iglesia ha pervertido los mandamientos que ella misma atribuye a Dios, con todo lo que eso implica.

Por si no fuera ya bastante dramático lo que acabamos de aflorar, resulta que la continuación del pasaje de Mt 19,16-19 conduce a una conclusión que es una bomba de relojería colocada en la propia línea de flotación de la Iglesia católica. Así, en Mt 19,20-26, seguimos leyendo: «Díjole el joven: Todo esto lo he guardado. ¿Qué me queda aún? Díjole Jesús: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme. Al oír esto el joven, se fue triste, porque tenía muchos bienes. Y Jesús dijo a sus discípulos: En verdad os digo: ¡qué difícilmente entra un rico en el reino de los cielos! De nuevo os digo: es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos. Oyendo esto, los discípulos se quedaron estupefactos y dijeron: ¿Quién, pues, podrá salvarse? Mirándolos, Jesús les dijo: Para los hombres, imposible, mas para Dios todo es posible».

Estupefactos deberían estar también todos los católicos, no ya los ricos, sino todos los que posean algunos bienes y no los hayan empleado en beneficio de los pobres, puesto que, ya se sea rey, papa u obispo, Jesús ya les anunció de antemano su imposibilidad para poder entrar en el «reino de los cielos» (salvo que el tamaño de los camellos y las agujas se haya invertido durante los últimos dos mil años). ¿O es que puede tomarse al pie de la letra una frase de Jesús pero ignorar cualquier otra que no convenga a los intereses personales del creyente o de la Iglesia?

La respuesta a esta última cuestión es afirmativa; y como muestra puede repasarse el Catecismo de la Iglesia Católica, en sus párrafos 2.052 y 2.053, que analizan el texto de Mt 19, y comprobar cómo, ¡oh casualidad!, los versículos que niegan la salvación a los ricos no son tomados en cuenta, con lo que se manipula gravemente lo dicho por Jesús al anular el sentido dialéctico de su discurso; ¿una obra piadosa, quizá, para no asustar innecesariamente las conciencias católicas burguesas?

En el mismo Catecismo podemos leer que «Por su modo de actuar y por su predicación, Jesús ha atestiguado el valor perenne del Decálogo. El don del Decálogo fue concedido en el marco de la alianza establecida por Dios con su pueblo. Los mandamientos de Dios reciben su significado verdadera en y por esta Alianza. Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la tradición de la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y una significación primordial. El Decálogo forma una unidad orgánica en la que cada “palabra” o “mandamiento” remite a todo el conjunto. Transgredir un mandamiento es quebrantar toda la Ley».[321]

Lamentablemente para nuestras dudas, el Catecismo de la Iglesia Católica, que tan prolijo resulta a la hora de enumerar hechos irrelevantes, no dice una sola palabra acerca de si falsear el Decálogo tal como lo ha hecho la Iglesia es «quebrantar toda la Ley» o sólo mancillarle una puntita sin importancia.

La Iglesia falseó el Decálogo bíblico, eliminando el segundo mandamiento, que prohíbe la idolatría, para rentabilizar el culto a las imágenes de Jesús, la Virgen y los santos

El segundo mandamiento del Decálogo bíblico, dice: «No te harás imagen de escultura, ni de figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos, ni abajo, sobre la tierra, ni de cuanto hay en las aguas abajo de la tierra. No las adorarás ni les darás culto, porque yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y la cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia por mil generaciones a los que me aman y guardan mis mandamientos» (Dt 5,8-10), y otro tanto se proscribe en Ex 20,4-6. Y en más de treinta pasajes de las Escrituras se presenta a Dios prohibiendo expresamente el culto a las imágenes.

En los Salmos se es categórico cuando se afirma que «Está nuestro Dios en los cielos, y puede hacer cuanto quiere. Sus ídolos [los de los gentiles] son plata y oro, obra de la mano de los hombres; tienen boca, y no hablan; ojos, y no ven; orejas, y no oyen; narices, y no huelen; sus manos no palpan, sus pies no andan; no sale de su garganta un murmullo. Semejantes a ellos serán los que los hacen y todos los que en ellos confían» (Sal 115,3-8). Y el profeta Jeremías no fue menos explícito al decir que «Todos [los seres divinos representados por imágenes] a una son estúpidos y necios, doctrina de vanidades, (son) un leño; plata laminada venida de Tarsis, oro de Ofir, obra de escultor y de orfebre, vestida de púrpura y jacinto; obra de diestros (artífices) son ellos» (Jer 10,8-9).

San Pablo, cuando se dirigió a los atenienses, fervientes practicantes del culto a las imágenes de divinidades, no sólo les advirtió de que «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre» (Act 17,24) sino que añadió: «Siendo, pues, linaje de Dios, no debemos pensar que la divinidad es semejante al oro, o la plata, o a la piedra, obra del arte y del pensamiento humano. Dios, disimulando los tiempos de la ignorancia, intima ahora en todas partes a los hombres que todos se arrepientan…» (Act 17,29-30). Con un lenguaje más familiar, san Juan vendrá a decir lo mismo: «Hijitos guardaros de los ídolos» (I Jn 5,21).

¿Hace falta recordar que la imaginería religiosa católica es la muestra artística fundamental de Occidente? ¿O que todas las iglesias están repletas de imágenes y estatuas de seres divinos? ¿O que el culto popular a las imágenes religiosas es el hecho más común y conocido de la cultura católica? ¿O que el culto a la Virgen es la base sobre la que pivotan las fiestas populares de todos los pueblos de tradición católica? ¿O que sacar en procesión las imágenes de Cristo, la Virgen o los santos es un rito tan arraigado que no deja duda alguna acerca de su vigencia y significado aún en nuestros días? Hoy, tal como viene sucediendo desde hace siglos, nadie, absolutamente nadie, puede imaginarse a la religión católica si no es patrocinando a miríadas de imágenes dichas sagradas.

Pero lo fundamental de la cuestión es que los propios redactores de la Biblia catalogaron las prácticas de dar culto a imágenes como «necedad», «vanidad» e «ignorancia» y el propio Dios en el que creen los católicos las prohibió terminantemente en su segundo mandamiento… ése que, como ya hemos visto, eliminó la Iglesia católica sin pudor alguno.

Ante la evidencia crítica que aportan las mismísimas Escrituras en contra de la práctica católica de dar culto a las imágenes, será oportuno acudir al magisterio de la Iglesia para conocer su versión al respecto. Así que leemos el autorizado criterio del Catecismo de la Iglesia Católica:

«Fundándose en el misterio del Verbo encarnado,[322] el VII Concilio Ecuménico (celebrado en Nicea el año 787), justificó contra los iconoclastas el culto de las sagradas imágenes: las de Cristo, pero también las de la Madre de Dios, de los ángeles y de todos los santos. El Hijo de Dios, al encarnarse, inauguró una nueva “economía” de las imágenes. El culto cristiano de las imágenes no es contrario al primer mandamiento que proscribe los ídolos.[323] En efecto, “el honor dado a una imagen se remonta al modelo original” (san Basilio, spir. 18,45), “el que venera una imagen, venera en ella la persona que en ella está representada” (Cc. de Nicea II: DS 601; cfr. Cc. de Trento: DS 1821-1825; Cc. Vaticano II: SC 126; LG 67). El honor tributado a las imágenes sagradas es una “veneración respetuosa”, no una adoración, que sólo corresponde a Dios: El culto de la religión no se dirige a las imágenes en sí mismas como realidades, sino que las mira bajo su aspecto propio de imágenes que nos conducen a Dios encarnado. Ahora bien, el movimiento que se dirige a la imagen en cuanto tal, no se detiene en ella, sino que tiende a la realidad de la que ella es imagen (santo Tomás de Aquino, s. th. 2-2, 81,3, ad 3)».[324]

Tras leer varias veces esta católica e inspirada opinión, queda absolutamente claro que nada de lo que se dice en ella tiene la más mínima entidad para hacer variar o aminorar ni un ápice la prohibición de las Escrituras de dar culto a imágenes; al menos si pensamos que la palabra de Dios, que se supone es toda la Biblia, tiene —o debería tener— un rango superior a la palabra de unos cuantos obispos reunidos para elaborar doctrina (y a los que la Iglesia pone por encima de Dios sin el menor recato). Así que, como mínimo, la Iglesia católica es formalmente idólatra.

Decimos formalmente idólatra porque dada la endiablada sutileza de la teología católica nada es exactamente aquello que parece. Aunque los actos formales de la religiosidad popular católica —y los de bastantes sacerdotes— puedan ser considerados como manifestaciones objetivas de adoración a la Virgen o a los santos, la doctrina oficial, tal como hemos visto dos párrafos más arriba, califica estos actos como de «veneración» y no de «adoración». La Iglesia sitúa a la Virgen en el lugar más elevado del panteón de los santos y por eso la hace acreedora del más alto honor en forma de veneración.[325]

Desde la doctrina oficial, por tanto, no se cae, en este punto, en la idolatría, pero basta preguntar a párrocos y fieles católicos practicantes acerca de si hay que «adorar» a la Virgen de manera diferente o inferior a como ellos adoran a Cristo o a Dios para obtener una misma respuesta en la mayoría de los casos: ¡no!

La Iglesia católica —que conoce esto perfectamente y no se toma la menor molestia para aclarar a su grey la sutil diferencia que separa la veneración de la adoración— necesita del poder sugestivo de las imágenes para seguir obteniendo los muchísimos ingresos económicos que la adoración de estatuas le reporta. Y no olvidemos tampoco un proceso público y evidente que, en los últimos años, ha llevado a muchos teólogos católicos a denunciar la papalatría generada —por obra del Opus Dei, principalmente— alrededor del actual papa Juan Pablo II[326]. Así que, aunque la Iglesia católica no sea idólatra formalmente, sí lo es en la práctica.[327]

Si recordamos el proceso histórico —político-social antes que religioso— que condujo hasta la formación de la Iglesia católica en el seno del Imperio romano, quizá comprenderemos mejor el camino que llevó a la antiquísima práctica pagana de la adoración de imágenes hasta el corazón de esta versión del cristianismo. Karlheinz Deschner nos da una pequeña pista del asunto cuando, refiriéndose al emperador Constantino, escribe: «En estas épocas en que incluso ciertos individuos particulares adquirían categoría de semidioses, al emperador se le reconocía naturaleza (casi) divina, como lo indica la ceremonia de la “proskynesis”: los que comparecían a su presencia se arrojaban al suelo, de cara a tierra. Estas modas fueron introducidas por los emperadores paganos antes de Nerón, que ostentó los títulos de caesar, divus y soter, o sea, emperador, dios y salvador; Augusto se hizo llamar mesías, salvador e hijo de Dios, lo mismo que César y Octaviano, libertadores del mundo. Este culto al soberano ejerció una profunda influencia que se refleja en el Nuevo Testamento, con la divinización de la figura de Cristo. La Iglesia prohibía rendir culto al emperador, pero asumió todos los ritos del mismo, incluyendo la genuflexión y la adoración de las imágenes; recordemos que la figura laureada del emperador recibía culto popular con cirios e incienso».[328]

Hoy, cuando uno entra en un templo católico y se queda observando a los feligreses —cosa que este autor hace con frecuencia en todas las ciudades del mundo que visita—, se da perfecta cuenta de hasta qué punto la Iglesia se ha olvidado de aquello que dejó escrito su gran teólogo Orígenes: «Si entendemos lo que es la oración acaso no debiéramos orar a nadie nacido (de mujer), ni siquiera al mismo Cristo, sino sólo al Dios y Padre de Todo».[329]

Pero cuando enriquecemos nuestro espíritu contemplando la extraordinaria belleza artística y riqueza conceptual del arte católico, no puede dejar de sorprendernos el encontrar con frecuencia escenas pictóricas en las que aparece la supuesta imagen humanizada del propio Dios. Desde el espectacular Dios creando el mundo, pintado por Miguel Ángel, en 1508, en la Capilla Sixtina, hasta los modestos murales pintados por artistas anónimos en las parroquias de barrio actuales, son infinitas las imágenes que representan al Dios Padre, al Dios Hijo y al Espíritu Santo, así como también a los ángeles y arcángeles más notables.

Por mucho que se quiera disimular lo obvio, esta muestra de iconografía divina vulnera absolutamente la prohibición del segundo mandamiento del Decálogo cuando ordena: «No te harás imagen de escultura, ni de figura alguna de cuanto hay arriba, en los cielos…» Es evidente que la normativa que la propia Iglesia católica fija en el párrafo 2.079 de su Catecismo —«transgredir un mandamiento es quebrantar toda la Ley»— no reza para ella misma. La Iglesia católica goza de patente de corso para poder pecar contra Dios vulnerando su Ley… no en balde es ella misma quien ha secuestrado en supuesta exclusiva la prerrogativa de perdonar cualquier pecado.

El profeta Jeremías se refirió a las costumbres idólatras de los gentiles —que adoraban con dignidad y fe legítima a sus dioses, representados en imágenes— tachándolas de vanidad pues «leños cortados en el bosque, obra de las manos del artífice con la azuela, se decoran con plata y oro, y los sujetan a martillazos con clavos para que no se muevan. Son como espantajos de melonar, y no hablan; hay que llevarlos, porque no andan; no les tengáis miedo, pues no pueden haceros mal, ni tampoco bien» (Jer 10,3-5).

Fue el santo varón Jeremías, inspirado por Dios, no algún ateo masón, quien, desde la propia Biblia, calificó a las imágenes religiosas como «espantajos de melonar» y advirtió acerca de su inutilidad —«no pueden haceros mal, ni tampoco bien»—, así que no seremos nosotros quienes nos atrevamos a desautorizar tan alta y cualificada opinión.

El Dios de la Biblia no dijo «ve a misa los domingos» sino «descansa los sábados»

Allí dónde el Decálogo bíblico ordena: «Guarda el sábado, para santificarlo, como te lo ha mandado Yavé, tu Dios. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el séptimo es sábado de Yavé, tu Dios. No harás en él trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno (…) y por eso Yavé, tu Dios, te manda guardar el sábado» (Dt 5,12-15), la Iglesia católica fijó: «Santificarás las fiestas». ¿Son equivalentes ambos mandamientos, tal como la Iglesia fuerza a creer? Obviamente no; ni lo son en su forma, ni en su espíritu doctrinal, ni mucho menos en sus consecuencias prácticas y rituales.

En la Biblia se hace aparecer a Dios ordenando que el sábado fuese un día de descanso, de no trabajo, para santificarlo,[330] eso es una jornada en la que no debía hacerse nada productivo bajo ninguna excusa. La implantación del descanso sabatino entre los hebreos fue un proceso histórico gradual que contó con diferentes hitos importantes. El profeta Ezequiel, que comenzó su labor hacia el año 593 a. C., cuando los hebreos ya llevaban cinco años de cautiverio, fue el primero que habló de la celebración del sábado mediante sacrificios especiales (Ez 46,l-5)[331] y, en opinión de los historiadores, tal cosa «revela la importancia adquirida por la práctica del descanso semanal en la comunidad exiliada, que debió de encontrar en esta institución un medio de afirmar su originalidad entre los paganos».[332]

Unos pocos años más tarde, acabado el exilio, Nehemías, gobernador de Judea, al emprender su reforma religiosa (c. 430 a. C.) prohibió la realización de transacciones comerciales los sábados. La importancia de esta institución —muy fortalecida durante el exilio— queda clara ante el hecho de que las infracciones al descanso semanal eran castigadas con la muerte[333] y frente a la evidencia de que el redactor del texto sacerdotal acerca de la creación del mundo en siete días (Gén 1,2-4) persiguió, de modo obvio, justificar el día de descanso semanal mediante la interpolación de dicho relato. Esta norma de guardar el sábado y la legislación veterotestamentaria que se le añadió, fueron finalmente recogidos en el texto Sabat de la Misná judía.

A pesar de la ambigüedad con la que Jesús, según algunos pasajes de los Evangelios,[334] se expresó respecto al descanso del sábado, las repetidas profesiones de fe judía hechas por el nazareno en los mismos textos, y el hecho de que sus discípulos sí aparezcan guardando claramente este precepto,[335] indicarían que Jesús fue un fiel cumplidor del descanso obligado por la Ley, aunque seguramente lo hizo obviando el formalismo vacuo y rigorista de los fariseos.[336]

La propia Iglesia católica, en su Catecismo actualmente vigente, proclama que: «Dios confió a Israel el sábado para que lo guardara como signo de la alianza inquebrantable (cfr. Ex 31,16). El sábado es para el Señor, santamente reservado a la alabanza de Dios, de su obra de creación y de sus acciones salvíficas en favor de Israel. (…) El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día (cfr. Mc 1,21; Jn 9,16), sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2,27). Con compasión, Cristo proclama que “es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla” (Mc 3,4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (cfr. Mt 12,5; Jn 7,23). “El Hijo del hombre es Señor del sábado” (Mc 2,28)».[337]

Si la Iglesia católica cree de verdad esto que afirma, ¿por qué eliminó el descanso semanal del sábado trasladándolo sin más al domingo? ¿Con qué autoridad puede violar el mandato de guardar el sábado —«signo de la alianza inquebrantable»— y faltar a la santidad de este día cuando Jesús, al que dice seguir, no lo hizo jamás?

Durante los cuatro primeros siglos de cristianismo no se santificó más descanso semanal que el del sábado, tal como había ordenado el Dios del Antiguo Testamento; pensar tan siquiera en celebrar este descanso en domingo hubiese significado un sacrilegio, una gravísima violación de la Ley divina.[338]

El domingo era el día pagano por excelencia ya que era el día del Sol, dedicado al divino Sol Invictus, pero la situación cambió cuando el emperador Constantino, en el año 320-321, a principios de su estrategia política para cristianizar el Imperio según sus intereses, decretó que el domingo se convirtiese en día festivo, especialmente para los tribunales. De este modo, el domingo pasó a convertirse en el día de descanso y de celebración de la resurrección de Jesús.

Según el párrafo 2.190 del Catecismo actual de la Iglesia católica, «el sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo». El primitivo mandato de Dios —«descansa los sábados»— emprendió así el camino para convertirse en «ve a misa los domingos», una obligación carente de base y absolutamente antievangélica que finalmente quedó apuntalada al sacarse de la manga los famosos Mandamientos de la Santa Madre Iglesia que, en la práctica, fueron objeto de una demanda de cumplimiento más imperiosa y estricta que la que se hacía de los del Decálogo. De nuevo la Iglesia católica se había puesto por encima de Dios.

El texto de los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia, según mi viejo catecismo escolar, es el que sigue: «Los Mandamientos más generales de la Santa Madre Iglesia son cinco: El primero, oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar. El segundo, confesar los pecados mortales al menos una vez al año y en peligro de muerte y si se ha de comulgar. El tercero, comulgar por Pascua de Resurrección. El cuarto, ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia. El quinto, ayudar a la Iglesia en sus necesidades».[339] La Iglesia y sus instrumentos de poder, control y enriquecimiento son lo fundamental, Dios —que no aparece en el texto— viene a ser lo accesorio, la excusa para cumplir con la obligación nuclear de ir a misa.

El Catecismo católico vigente, en su párrafo 2.180, señala: «El mandamiento de la Iglesia determina y precisa la ley del Señor: “El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa” (CIC can. 1.247). “Cumple el precepto de participar en la misa quien asiste a ella, dondequiera que se celebre un rito católico, tanto el día de la fiesta como el día anterior por la tarde” (CIC can. 1.248,1)».

No asistir a misa es un pecado grave, ya que la Iglesia, aunque renegó del sábado y de la legislación divina del Antiguo Testamento, no dejó de configurar su domingo con la misma estructura de obligaciones, normas y castigos que caracterizaba al descanso sabatino en la legislación veterotestamentaria.

En resumidas cuentas, el mandato católico de santificar (asistiendo a misa) «todos los domingos y fiestas de guardar», altera y vulnera la ley divina contenida en el Decálogo, pervierte el sentido inicial de este descanso semanal, y contraría abierta y directamente las enseñanzas y comportamientos del Jesús de los Evangelios.

Conviene recordar lo ya mostrado en un capítulo anterior cuando citamos la frase de Jesús diciendo a sus discípulos: «Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en pie en las sinagogas y en los ángulos de las plazas, para ser vistos de los hombres. (…) Tú, cuando ores, entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará. Y orando, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar» (Mt 6,5-7).

Esta última frase —que puede traducirse más fielmente por «Y al rezar no os repitáis inútilmente como hacen los gentiles, quienes creen que a fuerza de constantes repeticiones acabarán por ser escuchadlos»— se refiere a la costumbre pagana de ponerse ante el altar de su dios, en el templo, y enfatizar peticiones e invocaciones repitiendo en voz alta varias veces las mismas palabras. Este mismo comportamiento pagano que criticó Jesús es el que, ni más ni menos, encontramos entre los asistentes a una misa católica (y, en general, entre todos los participantes de los oficios eucarísticos cristianos).

Tomando en cuenta otro aspecto complementario, san Pablo no dejó de advertir que «El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ése, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano del hombre, ni por manos humanas es servido, como si necesitase de algo…» (Act 17,24-25). Salvo que las iglesias hayan sido construidas por algo ajeno a las manos del hombre y que los sacerdotes posean manos diferentes a las del común de los mortales, parece obvio que Pablo negó la presencia de Dios en los templos, con lo que resulta inútil el sacrificio dominical de la misa. Aunque también puede suponerse que Pablo —y el Espíritu Santo que le inspiró— se equivocara o que su Dios y el católico no sea el mismo.

En cualquier caso, no cabe duda ninguna de que la Santa Madre Iglesia católica impone a sus creyentes unos preceptos que contradicen la Ley de Dios y, además, obligan a obrar de manera contraria a la aconsejada por Jesús y Pablo.