Según refiere Mateo, existía una fuerte disputa acerca de la personalidad real de Jesús cuando éste se dirigió a sus apóstoles diciendo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy? Tomando la palabra Simón Pedro dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús, respondiendo, dijo: Bienaventurado tú, Simón Bar Jona,[265] porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en los cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra[266] edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos. Entonces ordenó a los discípulos que a nadie dijeran que Él era el Mesías» (Mt 16,15-20).[267]
La Iglesia católica se apoya fundamentalmente en este pasaje de la «confesión en Cesárea de Filipos» —y más concretamente en dos de sus párrafos (Mt 16,18-19)—, para demostrar que Jesús eligió a Pedro como cabeza sobre la que fundar y basar su futura Iglesia (católica, se supone). Pero si analizamos este texto con un mínimo rigor —y recordamos algunas de las evidencias mostradas hasta aquí—, veremos claramente dos cosas: 1) los párrafos, tomados en su contexto global, no significan lo que la Iglesia pretende que digan y 2) aunque se los arrope con el contexto que se quiera, resulta indiscutible que son falsos (o lo son otros muchos pasajes neotestamentarios fundamentales para sostener la supuesta divinidad de Jesús). De hecho, resulta imposible no estar de acuerdo con los obispos de Oriente que, ya en el siglo IV, afirmaron que este texto había sido intercalado muy tardíamente por los partidarios del obispo de Roma, enfrentado por el control de la Iglesia con otros obispos de regiones cristianas también poderosas e influyentes.
En primer lugar, como mera crítica accesoria —dado que documentaremos que el texto citado es un añadido espurio—, señalaremos que del contexto sólo cabe extraer razonablemente las siguientes conclusiones:
Si la fe y la base del cristianismo radican en el conjunto de creencias que van aparejadas con la de aceptar la divinidad de Jesús, resulta obvio que la supuesta respuesta de Pedro aportaba un credo sólido frente a quienes no tenían al nazareno por «Hijo de Dios vivo», y en esas palabras radicaba, no en quien las dijo, la «piedra» sobre la que edificar la Iglesia (eso es la guardiana de la ortodoxia de esta fe); tal como debería ser de sentido común —y como se confirma en pasajes tan notables como I Pe 2,4-8; Ef 2,20; o I Cor 3,11 y 10,4— el fundamento, la piedra, sobre la que se edifica la fe/Iglesia es Jesús-Cristo,[268] no Pedro, ni mucho menos el Papa, que es lo que sucede en la práctica en la Iglesia católica, que, con su comportamiento, contradice no sólo a Jesús sino a san Pedro y san Pablo.
Darle a Pedro «las llaves del reino de los cielos» no parece tener el sentido de nombrarle el mayordomo de nada, ni de institución ni de paraíso prometido, sino que, por el contrario, aludía a la ya repetidamente mencionada voluntad de Jesús de abrir la puerta de Dios a todo el «pueblo de Israel» ante la inminente llegada del «reino». Por otra parte, la facultad de «atar y desatar», que debe leerse como la capacidad para mantener o borrar las faltas o pecados mediante el arrepentimiento y el bautismo no la recibió Pedro en exclusiva ya que, según Jn 20,21-23, cuando Jesús resucitado se apareció a todos sus discípulos les indicó: «Como me envió mi Padre, así os envío yo. Diciendo esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos», es obvio, por tanto, que esta facultad fue adjudicada a todos los discípulos presentes (de modo excluyente y limitado) o, más bien, a todos los seguidores de Jesús sin excepción, eso es a todas y cada una de las ekklesías o asambleas de creyentes.
Volviendo al versículo de Mt 16,18-19, veremos ahora algunos otros aspectos aún más interesantes para aclarar la impostura de la que tratamos en este capítulo. Si comparamos Mt 16,15-20 con los pasajes equivalentes de los otros evangelistas —Mc 8,27-30; Lc 9,18-22 y, en cierta medida, Jn 6,68-70—, observaremos que aunque la frase se repite textualmente en Marcos y Lucas (pero con añadidos diferentes, claro, está) y el sentido se conserva en Juan, en ninguno de ellos aparece rastro alguno del versículo concreto de Mt 16,18-19 con el fundamental nombramiento que Pedro recibe de Jesús; ¿resulta creíble que la inspiración divina se olvidase de comunicar a estos tres evangelistas la justificación del papel central que deberían jugar todos los papas de la Iglesia hasta el fin de los tiempos? Parece poco probable que así sea. Por enésima vez, un texto clave para los intereses de la Iglesia católica sólo aparece en el fantasioso y falaz Evangelio de Mateo.
Otro detalle del texto comentado resulta capital para ven que se originó en una falsificación tardía: Pedro aparece afirmando con seguridad «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» y Jesús se lo ratificó ante todos los discípulos, pero, sin embargo, tanto Pedro como el resto de sus compañeros, tal como ya mencionamos, no sólo pensaban que Jesús era un simple profeta sino que no se creyeron en absoluto la noticia de la resurrección de Jesús,[269] a tal punto que el resucitado, tras dos apariciones infructuosas, tuvo que reprenderles «su incredulidad y dureza de corazón» (Mc 16,14); en el propio texto de Mateo, a continuación de la tajante afirmación de Pedro, el mismo apóstol puso en duda el destino de Jesús y éste tuvo que amonestarle (Mt 16,21-23).
Para justificar tanto despropósito sólo cabe suponer que Pedro y sus colegas eran unos desmemoriados de récord Guiness —¡mira que olvidarse que Jesús era el Hijo de Dios vivo!—, o que los relatos, incompatibles entre sí, de Mateo, Marcos, Lucas y Juan, son meras invenciones, ya sean todos ellos o alguno en concreto: si fuera cierto el Pedro de Mateo no puede serlo el de los otros tres evangelistas (con lo que se contagia de falsedad todo el relato de la resurrección de Jesús), pero si es verosímil el de éstos y no el de Mateo, la Iglesia católica se queda sin coartada para sus papas.
Relatos falsos al margen, parece bastante claro que el versículo de Mt 16,18 —así como otros textos fundamentales de los Evangelios— fue añadido en una época cercana al concilio de Nicea (325) —donde, como ya señalamos, se seleccionaron los cuatro evangelios canónicos— y la razón es obvia: el versículo deslegitima, por boca del propio Jesús, la doctrina arriana (que fue la causa básica de ese concilio y acabó siendo violentamente condenada en él).
Por otra parte, si Jesús hubiese designado a Pedro para ocupar una jerarquía superior al resto, habrían quedado múltiples rastros de ello, pero no sólo no ha sido así, sino que las evidencias históricas y neotestamentarias indican todo lo contrario. La primitiva Iglesia de Jerusalén, en la que Pedro fue uno de los personajes más destacados, no estuvo jamás bajo la dirección de éste sino de Santiago (Jacobo), hermano de Jesús.
Pedro tampoco apareció con mayor dignidad que sus compañeros en los listados de apóstoles que figuran en los Evangelios,[270] tal como cabría esperar dada su presunta autoridad —que ya debería de haber estado pública y perfectamente asentada cuando se redactaron los textos neotestamentarios— y, en cualquier caso, cuando Pablo citó a quienes eran considerados «columnas» de la Iglesia, habló de «Santiago, Cefas [Pedro] y Juan», por este orden,[271] y no tuvo el menor reparo en acusar a Pedro de hipócrita y reprenderle públicamente por falsear el evangelio.[272] Además, Pedro tampoco se arrogó la máxima autoridad en su I Epístola —ni en la II, aun siendo ésta pseudoepigráfica—, cosa absurda si de verdad hubiese sido el primer papa. Resulta evidente, pues, que ni los apóstoles, ni Pablo, ni el propio Pedro afirmaron de este último lo que la Iglesia católica tiene la osadía de imponer.
Además de basarse en «la Confesión en Cesárea de Filipos», la Iglesia apoya su defensa del papado en el pasaje de Juan, conocido como «la triple confesión de Pedro», donde Jesús, aparecido a sus discípulos junto al mar de Tiberíades tras su resurrección, protagoniza la siguiente escena: «Cuando hubieron comido, dijo Jesús a Simón Pedro: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos? Él le dijo: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Díjole: Apacienta mis corderos. Por segunda vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas. Por tercera vez le dijo: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntase: ¿Me amas? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Díjole Jesús: Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas a donde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras. Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios» (Jn 21,15-19).
Para valorar estos versículos en lo que valen hay que tener en cuenta que no fueron escritos hasta finales de la primera década del siglo II por Juan el Anciano, un griego que jamás conoció el entorno directo de Jesús, pero que sí sabía de la ejecución de Pedro, por lo que no le resultó difícil añadir la profecía de su martirio. Por otra parte, incomprensiblemente —de haber sido cierto este episodio— no se mencionó nada parecido en los textos de Marcos o Lucas, ¡ni tampoco en el de Mateo!, cuando no sólo suponía la designación de Pedro como cabeza máxima para extender el mensaje de Jesús sino que, mucho más importante aún, representaba la rehabilitación total del apóstol Pedro, envilecido a ojos del mundo tras haber negado cobardemente y por tres veces el ser discípulo de Jesús, un hecho que sí se refiere en los cuatro Evangelios sin excepción.[273]
Si cuando Jesús le pidió a Pedro «apacienta mis ovejas» le estaba confiriendo el magisterio de la doctrina cristiana,[274] es decir, estaba instaurando el papel de papa, tal como sostiene contra toda evidencia la Iglesia católica, no tiene el menor sentido que el mismo Jesús afirmara: «Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,25-26), o «Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevarlas ahora; pero cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará de lo mío y os lo hará conocer» (Jn 16,12-15).
En el peculiar Evangelio de Juan, que presenta una cristología muy diferente a la de los otros evangelios, Jesús dejó bien asentado que el magisterio doctrinal venía exclusivamente del Espíritu Santo, ¿cómo iba a pasarlo a Pedro, unos pocos versículos después, sin contradecir ni dañar gravemente la fe y la imagen que el propio nazareno tenía de sí mismo y de Dios? Como mínimo podía haber dicho que el magisterio futuro emanaría de Pedro (inspirado o no por el Espíritu Santo), pero ni fue así, ni nadie lo entendió de esta manera durante los primeros siglos de cristianismo.
El propio san Pablo es un ejemplo paradigmático, ya que no sólo no buscó jamás el magisterio de Pedro —ni tampoco el de la Iglesia de Jerusalén, cabeza de la herencia doctrinal de Jesús[275]—, sino que se le enfrentó[276] y predicó doctrinas totalmente opuestas.[277] Resulta también evidente que si Pedro hubiese sido el primus inter pares, tal como sostiene la Iglesia católica, hubiese resuelto su querella doctrinal con Pablo mediante una decisión de su autoridad, pero no fue él sino un concilio quien zanjó parcialmente la disputa.
Del concilio de Jerusalén, celebrado en el año 58, aparecen datos en Act 15 y su lectura muestra con claridad que el sínodo de «apóstoles y presbíteros» —en el que tomaron la palabra primero Pedro y luego Pablo y Bernabé, como partes, local y foránea respectivamente, en conflicto— fue presidido por Santiago, el hermano de Jesús, que en Act 15,13-22 aparece recapitulando lo dicho en la reunión y proponiendo la solución que «pareció entonces bien a los apóstoles y a los ancianos, con toda la iglesia…». Y unos capítulos después, en Act 21,18, es de nuevo Santiago quien preside el consejo de presbíteros ante la presencia de Pablo (a Pedro no se le cita). Si alguien, pues, actuó como papa, en esos primeros tiempos, ése fue Santiago, pero jamás Pedro.[278]
Aunque no se tiene ningún dato fiable al respecto, la tradición católica afirma que Pedro y Pablo, oponentes hasta el fin en defensa de sus respectivas visiones doctrinales —judeocristiana la del primero y gentil la del otro—, encontraron juntos la muerte en Roma durante las ejecuciones masivas de cristianos que ordenó Nerón tras el gran incendio de la capital en el año 64. Pero, si queremos ser rigurosos con la historia, hay que poner en duda hasta la posibilidad de que Pedro hubiese estado nunca en Roma.
Sólo en la primera epístola de Clemente a los corintios, escrita a finales del siglo I, y en un texto de Ignacio de Antioquía, se menciona de pasada y sin precisión que se creía que Pedro había muerto en Roma. Más tarde, hacia el año 170, Dionisio de Corinto atestiguó que Pedro estuvo en Roma, pero tanto lo tardío del texto como la lejanía entre Corinto y la capital, como el hecho de que Dionisio asegure que la Iglesia de Roma y la de Corinto fueran fundadas conjuntamente por Pedro y Pablo (un aspecto que desmienten rotundamente los propios textos paulinos), le quitan cualquier credibilidad a esta fuente.
En los Hechos de los Apóstoles no se dice nada del supuesto viaje y muerte de Pedro en la capital del Imperio. A más abundamiento, cuando Pablo escribió su Epístola a los Romanos mandó saludos personales a veintisiete personas (Rom 16,1-24), pero ¡ninguna de ellas era Pedro! Sería absurdo suponer que Pablo ignoraba que su colega estaba en Roma si efectivamente hubiese sido así o que le negase un mero saludo protocolario. Al escribir desde Roma sus últimas epístolas, Pablo tampoco mencionó en ningún momento que Pedro ocupase el cargo de obispo u otro cualquiera en esa ciudad, ni se dio por enterado de que pudiese estar, vivo o muerto, en Roma.
La Iglesia de Roma fue fundada por personas de las que no se tiene ningún dato, pero a mediados del siglo II, a pesar de contar con unos treinta mil miembros, nadie de esa comunidad había dejado constancia ninguna de la supuesta estancia de Pedro en su ciudad. Además, el título de patriarca, como sinónimo de «obispo superior» —y reservado, desde el siglo V, a los dirigentes de Alejandría, Antioquía, Constantinopla, Jerusalén y Roma— apareció mucho más tarde en Roma que en Asia Menor o Siria. Por otra parte, tampoco ninguna evidencia histórica o arqueológica ha podido encontrar indicio alguno de la estancia o muerte de Pedro en Roma.
A pesar de que el 26 de junio de 1968 el papa Paulo VI anunció que «las reliquias de san Pedro han sido identificadas de una manera que Nos podemos considerar como convincente»,[279] tal suposición carece de toda base científica y se fundamenta en una de las investigaciones arqueológicas más lamentables del siglo.
Siguiendo la pista de la tradición que sitúa la tumba de Pedro en la Vía Apia o debajo de la iglesia de San Pedro, el Vaticano decidió realizar una excavación arqueológica bajo) la cúpula de San Pedro. Los trabajos, dirigidos por el prelado Kaas y realizados entre 1940 y 1949, fueron conducidos por el arqueólogo Enrico Josi, el arquitecto Bruno Apolloni-Ghetti y los jesuitas Antonio Ferrua y Engelbert Kirschbaum. Finalmente, en la Nochebuena de 1950, el papa Pío XII anunció que se había encontrado la tumba del «príncipe de los apóstoles» bajo la iglesia romana.
La excavación había dado con una veintena de mausoleos y dos criptas relacionadas con el santuario pagano de la diosa Cibeles, que estuvo localizado junto a ese lugar, pero eso bastó para elaborar un informe que afirmaba «haber encontrado, sin género de duda, el lugar donde fue enterrado Pedro, pero no se ha encontrado la tumba del apóstol».[280] Ante tamaño despropósito, la crítica científica seria, después de analizar los resultados de la excavación, le quitó cualquier credibilidad al supuesto hallazgo.
El propio Engelbert Kirschbaum se vio forzado a rechazar sus rotundas conclusiones anteriores y a admitir que «varias piezas podrían interpretarse también de otro modo», «que solamente tenemos el lugar, la ubicación de la tumba del apóstol, y no los componentes materiales de la misma», «que no hay modo de saber [en una tumba antigua] quién estuvo allí enterrado», que el informe inicial no estuvo «exento de errores», que en él hay «defectos en la descripción» y «mayores o menores contradicciones», etc.
Con un malabarismo final, Kirschbaum, anteponiendo su fe a su ciencia, escribió: «¿Se ha encontrado la tumba de Pedro? Respondemos: se ha encontrado el tropaion de mediados del siglo II, pero la correspondiente tumba del apóstol no se ha “encontrado” en el mismo sentido, sino que se ha demostrado, es decir, mediante toda una serie de indicios, se ha deducido su existencia, aunque ya no existan “partes materiales” de esta tumba original». Esta vez la inspiración divina había entrado en el campo de la arqueología con un razonamiento tan peculiar como el siguiente: no hemos encontrado absolutamente nada, pero como hemos localizado otras cosas que nada tienen que ver, demostramos que esta nada es la prueba de que allí estuvo lo que buscamos. Así se elabora la ciencia católica.
Cuando el papa Paulo VI anunció como «convincente» el hallazgo de los restos de Pedro, el antropólogo Venerando Correnti, tras haber analizado las piernas del vecchio robusto, los supuestos huesos del apóstol, ya había hecho público su dictamen identificando los restos como pertenecientes a tres sujetos diferentes, entre los cuales quasi certamente se encontraban los de una mujer anciana de unos setenta años de edad. Pero los católicos, que están obligados a creer al Papa aunque se aparte de la verdad objetiva, siguen peregrinando a Roma para rendir homenaje a san Pedro ante una tumba en la que jamás estuvo.
De todos modos, retornando el hilo histórico, con la ejecución de Pablo y Pedro (en donde quiera que fuese) desaparecieron las dos figuras más influyentes del protocristianismo, pero la cabeza rectora de la herencia doctrinal de Jesús nunca estuvo en esos personajes, ni tan siquiera en Roma; la Iglesia primitiva, como ya vimos, estuvo dirigida por un consejo o sanedrín presidido por Santiago, al que, tras su ejecución, hacia el año 62, sucedió Simeón, hijo de Cleofás y primo de Jesús. Y si bien es cierto que a partir del año 70 la Iglesia judeocristiana de Jerusalén perdió rápidamente su autoridad, en especial sobre los cristianos helenos, también lo es que en esa década la iglesia de Roma no era más que una especie de anexo exterior de la sinagoga judía donde se encontraban los cristianos que, en lo personal, seguían llevando el estilo de vida judío anterior a su conversión.
Con la brutal persecución de los cristianos por Nerón y la derrota de los judíos en su guerra contra Roma, las comunidades judeo-cristianas se atomizaron y diseminaron, creando diferentes ortodoxias, enfrentadas entre sí, y volviendo absolutamente imposible cualquier «línea sucesoria», aunque, de haberla, ésta tendría que haber sido dentro del judaísmo —puesto que ésa era la línea doctrinal de Jesús, de sus doce apóstoles, incluido Pedro, y de las primitivas iglesias de Jerusalén y Roma—, pero jamás cabría esperar encontrarla en el seno del catolicismo romano que se institucionalizó a partir del Edicto de Milán (313) del emperador Constantino.
Tal como documenta y expone Karlheinz Deschner,[281] al tratar de las ficciones históricas, «se conocían sucesiones y cadenas de tradiciones en las escuelas filosóficas, entre los platónicos, los estoicos, los peripatéticos, se conocían en las religiones egipcia, romana y griega, que a menudo se remontaban a un mismo dios, se las conocía desde hacía mucho tiempo, mucho antes que en casi todos los países cristianos la afirmación de la sucesión ininterrumpida en el cargo de los obispos desde el día de los apóstoles, la pretendida sucesión apostólica, condujera a grandes maniobras de engaños. Pues precisamente por alejarse cada vez más dogmáticamente de los orígenes, se buscaba conservar la apariencia de semper idem, se engañaba por doquier con falsificaciones drásticas de una tradición apostólica que prácticamente nunca existió.
»La doctrina de la successio apostólica en aquellas antiguas sedes episcopales fracasaba simplemente porque en muchas regiones, siempre que es posible determinarlo, al comienzo de la cristiandad no había ningún cristianismo “ortodoxo”.
»En gran parte del Viejo Mundo, en el centro y el este de Asia Menor, en Edesa, Alejandría, Egipto, Siria, en el judeo-cristianismo fiel a las leyes [mosaicas], los primeros grupos cristianos no son ortodoxos, sino “heterodoxos”. Claro que allí no constituían una situación sectaria, no eran una minoría “hereje”, sino el cristianismo “ortodoxo” preexistente.
»Sin embargo, por la ficción de la transmisión apostólica, para poder legitimar en todos sitios el obispado mediante una sucesión ininterrumpida, se acudió a la falsificación, sobre todo en las sedes episcopales más famosas de la Iglesia antigua. Casi todo es simple arbitrariedad, se ha inventado a posteriori y se ha construido con evidentes manipulaciones. Y naturalmente, la mayoría de los “herejes” se sirvieron de otras falsificaciones, como los artemonitas, los arríanos, los gnósticos como Basílides, Valentino o el Ptolomeo valentiniano. Los gnósticos incluso se remitieron a la transmisión antes que la futura Iglesia católica, que creó sus primeros conceptos de la tradición para combatir a la más antigua de las “herejías”, ¡asumiendo precisamente el procedimiento justificativo gnóstico!
»Por lo que respecta a Roma, la falsificación de la serie de obispos de la ciudad —hasta el año 235 todos los nombres son inciertos y para los primeros decenios producto de la pura arbitrariedad— se hizo en relación con la aparición del papado (lo mismo que con la falsificación de Símaco). Y puesto que, con el recuerdo de Pedro, y con la falsa lista de obispos basada en él, Roma obtuvo unas ventajas colosales, Bizancio se opuso a la falsificación romana, pero bastante tarde, ya en el siglo IX».
La lista oficial de los primeros obispos de Roma, eso es papas, que proclama la Iglesia católica es la siguiente: san Pedro (67-68),[282] Lino (67-76), Cleto o Anacleto (76-88), Clemente I (88-97), Evaristo (97105), Alejandro I (105-115), Sixto I (115-125), Telesforo (125-136), Higinio (136-140), Pío I (140-155), Aniceto (155-166), Sotero (166-175), Eleuterio (175-189)… Liberio (352-366). El listado procede de un supuesto catálogo —Catalogus Liberianus, aparecido en el año 354—, encontrado por historiadores católicos y que hace remontar sus primeros datos a los días del papa Eleuterio,[283] pero no hay base alguna para apoyar su autenticidad y la práctica totalidad de los personajes citados son de dudosa existencia real —dándose la más que sospechosa coincidencia de que todos ellos aparecen como ajenos al mundo judío— y la crítica histórica no acepta los escasos datos biográficos que se les atribuye en el Líber Pontificalis, el libro oficial de los papas.
En cualquier caso, resulta imposible mantener la ficción eclesiástica de la sucesión apostólica, tal como hace la Iglesia, si, además de lo recién mencionado, tenemos en cuenta el relato neotestamentario en el que se explica cómo, al emprender la sustitución del ahorcado Judas por Matías, se puso como condición, para quien optara a ser admitido dentro del círculo apostólico, la de ser un varón que hubiese acompañado a los once apóstoles «todo el tiempo en que vivió entre nosotros el Señor Jesús, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que fue arrebatado en alto de entre nosotros, uno que sea testigo con nosotros de su resurrección» (Act 1,21-22). ¿Cómo puede nadie declararse sucesor de los apóstoles si ninguno más que ellos puede cumplir los requisitos señalados y su testimonio personal —lo que supuestamente vieron y vivieron— no es heredable?[284] ¿Qué papa, en toda la historia de la Iglesia, convivió con Jesús o le vio ascender al cielo?
Si repasamos las diferentes tradiciones cristianas de successio apostólica, basadas todas ellas en listas tan falsificadas como la de Roma, veremos que el patriarcado de Bizancio fue fundado por el apóstol Andrés; la iglesia de Alejandría por Marcos; la iglesia de Corinto y Antioquía por Pedro; la iglesia armenia por Tadeo y Bartolomé (y hasta por el propio Cristo, según un intercambio de cartas entre el príncipe Abgar Ukkama de Edesa y Jesús, falsificado alrededor del año 300); el obispado de Aquilea reclamaba el título de patriarcado por tener su origen en Marcos; desde el siglo V, muchas sedes episcopales de España, Italia, Dalmacia, países Bálticos, la Galia y la Bretaña también acudieron a la falsificación de listas sucesorias para demostrar su fundación apostólica y poder reclamar de este modo un estatus prioritario sobre otras ciudades… y así un largo etcétera.
Tales comportamientos reprensibles no fueron, sin embargo, actos aislados, ni mucho menos, ya que durante los primeros siglos de cristianismo y de catolicismo fue absolutamente corriente falsificar todo tipo de documentos con tal de dotarse de poder y/o legitimidad doctrinal. El propio Pablo, acusado de emplear engaños para defender su visión del cristianismo, se justificó diciendo: «Pero si la veracidad de Dios resalta más por mi mendacidad, para gloria suya, ¿por qué voy a ser yo juzgado pecador?» (Rom 3,7).[285]
En aquellos siglos fueron legión los que adoptaron en la práctica lo que Orígenes, el gran teólogo cristiano, puso por escrito cuando formuló su teoría de la mentira económica o pedagógica basada en el plan divino de la salvación; Orígenes defendió la función cristiana del engaño cuando postuló la necesidad de una mentira (necessitas mentiendi) como condimento y medicamento (condimentum atque medicamen).[286]
Uno de los documentos falsificados que más rentabilidad ha aportado a la Iglesia católica es el famoso decreto conocido como La Donación de Constantino —Constitutum Constantini o Privilegium Sanctae Romanae Ecclesiae—, fechado el 30 de marzo del año 315. En este texto, que se presentó como redactado por el propio Constantino, al margen de relatar su proceso de conversión, por obra del papa Silvestre,[287] el emperador dejó sentado que «tanto más cuanto que nuestro poder imperial es terrenal, venimos en decretar que su santísima Iglesia romana será venerada y reverenciada y que la sagrada sede del bienaventurado Pedro será gloriosamente exaltada aun por encima de nuestro Imperio y su trono terreno. (…) Dicha sede regirá las cuatro principales de Antioquía, Alejandría, Constantinopla y Jerusalén, del mismo modo que a todas las iglesias de Dios de todo el mundo. (…) Finalmente, hacemos saber que transferimos a Silvestre, papa universal, nuestro palacio así como todas las provincias, palacios y distritos de la ciudad de Roma e Italia como asimismo de las regiones de Occidente».
Esta criminal falsificación, elaborada por orden del papa Esteban II (752-757), fue empleada por éste para forzar la alianza militar del rey franco Pipino y de su hijo Carlomagno con la Iglesia para combatir a los longobardos, que amenazaban las riquezas y poder del papado romano. Tras la derrota de los longobardos, el rey Pipino, convencido por el engaño de que Esteban II era el sucesor de san Pedro y del emperador Constantino, devolvió a la Iglesia católica todas las tierras que por derecho le pertenecían merced a La Donación de Constantino.
Mediante esta estafa la Iglesia católica acumuló un patrimonio y un poder tan inmensos que aún hoy vive de las rentas de aquel magno e infame delito, origen del Estado de la Iglesia. El texto más antiguo que se conoce de esta Donación figura en los manuscritos de las Decretales seudoisidorianas (c. 850), pero no fue usado públicamente hasta el siglo XI, cuando ya todos daban por real y auténtico un documento que bien pocos habían visto. El papa León IX (1049-1054), en sus escritos, citó amplios pasajes de la falsa Donación para justificar el primado del obispo de Roma, pero no fue sino con el papa Gregorio VII (10731085) que la doctrina jurídica diseñada por el engaño pasó a ser una base fundamental del derecho canónico. Los papas posteriores, como Urbano II (1088-1099), Inocencio III (1198-1216), Gregorio IX (12271241) o Alejandro VI (1492-1503), emplearon con fuerza la Donación para imponer príncipes, anexionarse territorios, etc.
Una curiosidad histórica de este monumental engaño, que tanto perjudicó a los reyes europeos, es que siguió surtiendo efecto a pesar de que el emperador Otón III (983-1002) ya había denunciado la falsedad de la Donación ante el papa Silvestre II, declarándola nula y dejándola sin efecto; en el documento de Otón III, fechado en el año 1001, tras repudiar la corrupción y malversación de riquezas que había caracterizado a los papas, se dice: «Torcieron las leyes pontificias y humillaron a la Iglesia romana, y algunos papas fueron tan lejos que hasta pretendieron la mayor parte de nuestro imperio. No preguntaban por lo que habían perdido, por su propia culpa, ni se preocuparon por cuanto habían dilapidado en su locura, sino que habiendo dispersado a todos los vientos por propia culpa sus posesiones, descargaron su culpa sobre nuestro imperio y pretendieron la propiedad ajena, a saber, nuestra propiedad y la de nuestro imperio. Son mentiras inventadas por ellos (abillis ipsis inventa), y entre ellos el diácono Juan, por sobrenombre Dedo-cortado, redactó un documento con letras de oro y fingió una larga mentira bajo el nombre de Constantino el Grande (subtitulo magni Constantini longi mendacii tempora finxit)».[288]
La impostura fue finalmente detectada en 1440, cuando Laurenzio Valla, canónigo de Letrán y secretario pontificio, analizó el texto y afloró todos los elementos estilísticos e históricos, anacronismos incluidos, que demostraban la falsificación; pero el miedo de Valla a ser ejecutado por el papa, retrasó la publicación de su hallazgo[289] hasta 1519, el mismo año en que Martín Lutero, y no por casualidad, comenzó su pulso contra la Iglesia al criticar con dureza el descarado negocio pontificio de las indulgencias.[290] La Iglesia católica, claro está, siguió defendiendo por la fuerza la autenticidad de La Donación de Constantino, no reconociendo la falsificación hasta el siglo XIX, cuando los jefes de las naciones europeas ya no estaban por la labor de seguir dejándose extorsionar desde el Vaticano.
De todas formas, en virtud de alguna norma de moral cristiana que desconocemos, la Iglesia católica, a pesar de haber fundado su Estado y su poder temporal sobre esta estafa y el expolio consiguiente, no ha hecho aún ni un amago de arrepentimiento, ni tampoco un gesto para devolver su patrimonio ilícito a sus legítimos propietarios, antes al contrario, como en los tiempos de Otón III, la jerarquía católica le sigue exigiendo a la sociedad civil que le financie su pésima gestión.
Otro episodio de falsificación documental que ha sido clave para poder fortalecer la figura del papa se originó en la disputa que mantuvieron el papa Símaco (498-514) y su rival Lorenzo. Al iniciarse un proceso judicial contra Símaco,[291] éste, en el año 501, hizo aparecer una serie de documentos espurios —básicamente actas procesales de papas anteriores y de algunos sínodos— que demostraban la independencia jurisdiccional del obispo de Roma frente a cualquier tribunal; entre las actas falsas destacaron las Gesta Liberii papae, las Gesta de Xysti purgatione et Polichronii Jerosolymitani episcopi accusatione o las Sinuessanae Synodi gesta de Marcellino (supuestamente datadas en el año 303).[292] En definitiva, todas esas actas venían a concluir en la declaración de que «nadie ha juzgado nunca al papa porque la primera sede no es juzgada por nadie», una afirmación jurisprudencial con la que Símaco pretendía salvar el cuello.
Del éxito de estas falsificaciones habla el hecho de que fueron parcialmente incluidas en el Líber Pontificalis y desde esta plataforma acabaron sirviendo de base para el derecho canónico; la declaración fundamental del falsificador, «Prima sedes a nemine iudicatur», se convirtió en la fórmula que finalmente expresaría el primado de jurisdicción papal, ¡nada menos! Cuando, siglos más tarde, se iniciaron procesos contra los papas León III (800) o Gregorio VII (1076), ambos recurrieron a los documentos falsificados por su colega Símaco para eludir a la justicia.
En el procedimiento de elección de los papas también parece haber más mano humana que divina, al menos eso puede deducirse si recordamos que durante el primer milenio el pontífice era elegido por el clero y el pueblo romano hasta que el papa Nicolás II, en el año 1059, a fin de evitar las injerencias del poder político civil, encomendó a los cardenales dicha función, dejando a los anteriores electores la sola prerrogativa de poder aclamar al nuevo (que debía pertenecer al clero romano y ser designado preferentemente en Roma). Alejandro III, en 1179, estableció que para la elección era necesario sumar las dos terceras partes de los votos; y, finalmente, Paulo VI excluyó del electorado activo a los cardenales mayores de ochenta años. Resulta desconcertante que se le pongan condiciones de Corte sociopolítico a una elección que, según la Iglesia, deriva de la inspiración del Espíritu Santo sobre el cónclave. ¿Es que el Espíritu Santo no es capaz de inspirar a todos y se le facilita el trabajo rebajando algo el número de lo prosélitos necesarios? ¿Es que los más ancianos no son inspirables? Y si hay cardenales sordos al Espíritu Santo, ¿qué demonios hacen dirigiendo el magisterio católico y participando en un cónclave?
A pesar de que el papado católico presume de tener un claro y sólido origen petrino, la propia historia de la Iglesia desmiente tal presunción. Contra toda lógica, dado que se afirma que Jesús concedió la autoridad primacial a Pedro «y sus sucesores», durante los primeros siglos del cristianismo no hubo ninguna doctrina del primado, aunque de hecho el obispo de la capital del imperio gozase de un notable prestigio. Fue a partir de la influencia del derecho romano y del estatuto del emperador, y de una serie de situaciones socio-políticas peculiares —como el enfrentamiento entre Roma y Bizancio, que llevó a una situación bicéfala, o la alianza con los francos, sellada por la coronación de Carlomagno el día de Navidad del año 800—, que acabó por consolidarse dentro de la Iglesia católica el concepto de plenitudo potestatis, que hacía emanar todo el poder del papa y reservó para su exclusiva denominación títulos como summus pontifex y vicarius Christi que en su origen eran propios de los cargos episcopales.[293]
«El primero en remitirse a Mt 16,18 es, desde luego, el despótico Esteban I (254-257). Con su concepción jerárquico-monárquica de la Iglesia, más que episcopal y colegiada, es en cierta medida el primer papa, aun cuando no dispongamos de ninguna afirmación suya a ese respecto. Sin embargo, el influyente Firmiliano, obispo de Cesárea de Capadocia, reaccionó de inmediato. Según el Lexikon für Theologie und Kirche, no reconoce “ninguna primacía de derecho del obispo dé; Roma”. Firmiliano más bien censura a aquél, que se vanagloria de su posición y cree “tener a su cargo la sucesión de Pedro” (successionem Petri tenere contendit). Acto seguido, habla de la “insensatez tan fuerte y notoria de Esteban”, y en un apostrofe inmediato le llama “schismaticus”, que se separa a sí mismo de la Iglesia. Le echa en cara su “audacia e insolencia” (audacia et insolentia), “ceguera” (caecitas), “estupidez” (stultitia). Irritado, le compara con Judas y afirma que da “mala fama a los santos apóstoles Pedro y Pablo”».[294]
Grandes personajes de la Iglesia como Orígenes —«todos [apóstoles y fieles] son Pedro y piedras y sobre todos ellos está construida la Iglesia de Cristo»[295]— o el propio san Agustín —con su famosa sentencia «Sumus christiani, non petriani» («Somos cristianos, no petrianos»)— se han mostrado abiertamente en contra de la figura del primado romano.[296]
Y en todos los concilios de los primeros siglos el obispo de Roma no era más que otro de los asistentes sin mayor facultad que la de poder emitir un voto de igual valor al de sus colegas de otros episcopados. Además, no eran ni los obispos ni ningún supuesto papa quienes tenían la facultad de convocar los concilios, ya que ésta era una potestad del emperador. Tal como escribió, a mediados del siglo V, el historiador de la Iglesia Sócrates: «Desde que los emperadores comenzaron a ser cristianos, las cuestiones de la Iglesia dependen de ellos, y los principales concilios se han celebrado y celebran a su arbitrio». ¿Debemos pensar que el poder de Pedro se había tomado unos siglos de vacaciones antes de aparecer en público? Y si fue así, ¿cómo pudo recuperarse luego la línea sucesoria?
Si, además, repasamos los listados de papas, en especial los cuarenta y seis pontífices que van entre Juan VIII (872-882) y Nicolás II (1058-1061), resulta francamente difícil creer que pudo mantenerse inalterada la supuesta línea sucesoria de Pedro durante un tiempo en que los papas no llegaban a gobernar más de cuatro años como promedio, siendo frecuentes los pontificados que duraron escasos días o meses, aupando al trono de Pedro tanto a ancianos agotados como a jovencitos veinteañeros o adolescentes,[297] que eran rápidamente depuestos y encarcelados o asesinados por el clero rival, por príncipes o por maridos a quienes habían bendecido con frondosos cuernos.[298]
A ello debe añadirse que, entre los alrededor de trescientos «sucesores de la silla de Pedro» que cuenta la Iglesia católica, está documentado que al menos treinta y siete de ellos, entre los años 217 y 1449, fueron antipapas o impostores (a ojos de la propia Iglesia, claro está). ¿Puede alguien explicar de qué manera, milagrosa o no, se ha podido mantener impoluta, a pesar de tan agitadas condiciones, la tan cacareada «sucesión inalterada» desde Pedro hasta el papa actual?
Con el cautiverio de Avignon (1305-1378) y el cisma de Occidente (1378-1417), que asentó tres papas simultáneos y vio el auge de la doctrina conciliarista —que defendía que el órgano supremo de la Iglesia era el concilio ecuménico y no el papa—, el papado perdió mucho prestigio y se debilitó hasta el punto de que tuvo que buscar el apoyo de los reyes, concediéndoles a cambio privilegios en materia de nombramientos episcopales y beneficios en los «concordatos de los príncipes». Superada ya la crisis, en el siglo XV el papa comenzó a actuar como un soberano más, haciendo valer su influencia y territorios para intervenir en el campo diplomático y político, participar en guerras, etc. Los papas de esa época transformaron Roma en un gran centro cultural y político, tan repleto de belleza y riqueza como de iniquidad y corrupción.
Un siglo después, en el XVI, el papa Paulo III, en el concilio de Trento, al decretar su propia preeminencia sobre los obispos y el concilio, puso en marcha un proceso de centralización del poder dentro de la Iglesia, paralelo al que habían emprendido las grandes monarquías europeas, que ha llegado hasta el día de hoy a pesar de grandes oposiciones internas, como las corrientes galicana y febroniana, de los XVII y XVIII, que negaron al papa su competencia para decidir en materia de fe y moral, exigieron el reconocimiento de que la autoridad máxima de la Iglesia era la de los obispos reunidos en concilio, y reivindicaron el pleno poder jurisdiccional de los obispos dentro de sus respectivas diócesis. El riesgo de la merma de autoridad papal a que esas corrientes eclesiológicas iban conduciendo, obligó al concilio Vaticano I (1869-70) a proclamar solemnemente la infalibilidad del papa y su primado de jurisdicción.
Ante la cuestión de la primacía papal, que ya había sido un elemento central en las controversias que llevaron, primero, a la escisión entre las Iglesias de Oriente y Occidente, y, después, a la ruptura entre católicos y protestantes, la Iglesia católica no podía —ni puede— mostrarse débil; el precio que ha tenido que pagar por su tozudería ya le había costado demasiado caro, con la pérdida de muchos territorios de influencia y grandes masas de creyentes, como para volverse atrás y arriesgarse a perder, además, el férreo control interior que aún la mantiene unida.
El papa León I el Grande (440-461) no sólo no se consideró infalible a sí mismo, sino que proclamó por escrito que el emperador contemporáneo y homónimo León I —que al igual que otros monarcas de la época recibía los títulos de pontifex, «heraldo de Cristo», «custodio de la fe», etc.— sí que lo era. «Sé que estáis más que suficientemente iluminado por el espíritu divino que mora en Vos», le expresó el papa al rey. De hecho, el emperador León I, haciendo uso de la infalibilidad que le había otorgado el propio papa respecto a las cuestiones de doctrina católica, tenía plena autoridad para derogar incluso los dogmas salidos de concilios. En esos días, muchos prelados aplicaban también al emperador León I los versículos de Mt 16,18, base sobre la que la Iglesia católica sostiene su pontificado y la línea sucesoria desde Pedro.
En su bula Quia quorundam, el papa Juan XXII (1316-1334) condenó la doctrina de la infalibilidad papal —defendida por los franciscanos— tachándola de «obra del diablo». El papa Adriano VI (1522-1523) reconoció que el pontífice no era infalible ni cuando trataba de los asuntos de fe. De hecho, hasta el siglo XVI no se inventó el concepto de hablar ex cathedra, y se hizo para justificar los errores doctrinales que habían propagado con anterioridad una diversidad de papas herejes.
Pero pasados muchos siglos de historia ¡y de historias!, el papa Pío IX, que en 1854 había establecido el dogma de la inmaculada concepción de María, volvió a alcanzar la gloria, dieciséis años después, en el concilio Vaticano I, con la constitución Pastor aeternus, que definió la infalibilidad papal. Según este documento, todos los católicos están obligados a creer que el apóstol Pedro recibió directamente de Jesús el primado de jurisdicción; que, por voluntad de Cristo, debe tener sucesores; que el romano pontífice es el sucesor de Pedro; y que el poder primacial es «pleno», «supremo», «ordinario» e «inmediato» —eso es que no es delegado, ni extraordinario y que se ejerce directamente, sin ningún intermediario— en materia de fe, moral y disciplina.
El magisterio papal, según la Pastor aeternus, es infalible siempre que concurran cuatro condiciones esenciales: que el papa enseñe no como persona particular, sino como pastor universal de la Iglesia; que su enseñanza trate sobre cuestiones de fe y de moral; que se dirija a toda la Iglesia y no a una parte de ella, y que tienda a pronunciar juicios definitivos y vinculantes para las conciencias. La sutileza es digna hija de la sibilina teología católica vaticana.
El decreto del Vaticano I sobre la infalibilidad papal dice «Enseñamos y definimos que es un dogma divinamente revelado: que el pontífice romano, cuando habla ex cátedra, es decir, cuando está ejerciendo el oficio de pastor y doctor de todos los cristianos, por virtud de su autoridad apostólica suprema, define una doctrina —en relación con la fe y la moral— a ser sostenida por la Iglesia universal, por la asistencia divina prometida a él en el bendito Pedro, posee aquella infalibilidad con la cual el Redentor divino quiere que su Iglesia sea conferida al definir la doctrina concerniente a la fe y la moral; y que por ello esas definiciones del pontífice romano son irreformables en sí mismas, y no del consentimiento de la Iglesia. Pero si alguien —que Dios lo impida— presume contradecir esta definición: que sea anatema».
La votación de este decreto tuvo lugar el día 18 de julio de 1870, pero el día anterior habían abandonado Roma todos los obispos que estaban en contra de la infalibilidad papal. De los más de setecientos prelados acreditados para votar, sólo 533 lo hicieron a favor y 2 —los obispos de Riccio (Italia) y Fitzgerald (Estados Unidos)— tuvieron el valor de oponerse dando la cara; los dos centenares de obispos restantes, todos ellos contrarios a la infalibilidad, permanecieron alejados del cónclave «para no avergonzar al Papa con su voto negativo».
Tardar diecinueve siglos en dejar sentado lo que, según la Iglesia católica, ordenó Jesús en vida y ha causado más divisiones dentro del cristianismo que todas las herejías de la historia juntas, sólo puede indicar una cosa: los asuntos del Espíritu Santo están exentos de prisas mundanas.
Lo grave del caso es que esta divina dejadez ha podido precipitar al infierno a millones de católicos nacidos antes de la promulgación de la Pastor aeternus. Veamos un caso anecdótico: en 1860, diez años antes de quedar establecida la infalibilidad papal, el famoso catecismo católico del padre Stephen Keenan se preguntaba: «¿Deben los católicos creer que el Papa es infalible?», y, acto seguido, se respondía: «Éste es un invento de los protestantes; no es un artículo de fe; ninguna decisión suya tiene carácter obligatorio, so pena de herejía, a menos que sea recibida y puesta en práctica por el cuerpo de enseñanza; esto es, por los obispos de la iglesia».[299] ¿Tanto puede cambiar la inmutable Iglesia católica en una sola década?
Años después, el concilio Vaticano II (1962), mediante el documento Lumen gentium, reafirmó la doctrina del anterior sínodo, aunque situó el ejercicio del primado papal en el seno de la colegialidad episcopal y afirmó la infalibilidad del magisterio de los obispos cuando «convergen en una sentencia que debe considerarse como definitiva», ocasión que se da en los concilios. Con este añadido se oficializaba un doble instrumento de poder que puede llegar a constituirse en un problema grave: dado que el papa goza de infalibilidad cuando se pronuncia ex cathedra y los obispos son igualmente infalibles cuando actúan colegiadamente, ¿qué sucederá el día que sus respectivas infalibilidades tomen caminos opuestos?
Dentro del cristianismo, la figura y el papel del papa católico ha sido siempre muy discutida, así, el protestantismo no reconoce en la Iglesia católica ninguna instancia de autoridad (ni el papa, ni los concilios de obispos) —ya que para ellos la única autoridad reside en las Escrituras—, y las Iglesias ortodoxas rechazan el primado de jurisdicción y la infalibilidad del papa (al que sin embargo conceden un primado de honor en su calidad de obispo de Roma).
Pero el papado ha levantado también amplias y robustas reticencias, no ya sólo entre la masa de los creyentes católicos —que en su inmensa mayoría, y de modo público y notorio, no siguen su magisterio en cuestiones de las que la Iglesia hace bandera—, sino entre una parte importante del clero de base y entre muchos teólogos católicos prestigiosos; el caso de Hans Küng es un buen ejemplo de esas disensiones internas que afloraron con mucha fuerza durante la década de los setenta. Küng sostuvo, hasta que finalmente fue forzado a guardar silencio por el Vaticano en 1979, que la trascendencia de la verdad y de la gracia divina respecto a la Iglesia implica que puede hablarse, como máximo, de una indefectibihdad —que no puede faltar— de la Iglesia en su conjunto, pero no de infalibilidad en el sentido técnico sostenido por la teología del último siglo.
François Fénelon, escritor y moralista del siglo XVII, mostró su agudo conocimiento del alma humana cuando escribió: «El poder sin límites es un frenesí que arruina su propia autoridad»; si una frase como ésta figurase en la Biblia, se la podría considerar como una profecía, ya cumplida, acerca de la evolución de la Iglesia católica.