Según el Evangelio de Mateo, el nacimiento de Jesús estuvo precedido de uno de los prodigios biológicos más notables que ha visto este planeta desde que, hace unos 3.600 millones de años, la vida comenzara a evolucionar en su seno a partir, según creen los científicos, de un accidente químico que dio lugar al antepasado universal de las arqueobacterias y las bacterias, nuestros auténticos abuelos primigenios (con permiso de Adán y Eva y de la bella metáfora que es el Libro del Génesis, claro está).
«La concepción de Jesucristo fue así: Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo. José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice: “He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y que se le pondrá por nombre Emmanuel, que quiere decir Dios con nosotros.” Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, recibiendo en casa a su esposa, la cual, sin que él antes la conociese [eso es sin haber mantenido todavía relaciones sexuales con ella], dio a luz un hijo y le puso por nombre Jesús» (Mt 1,18-25).
En el Evangelio de Lucas, que no cuenta nada acerca de las posibles cavilaciones de José, sí encontramos la versión principal, la de María, que incomprensiblemente falta en Mateo. El episodio de la anunciación de Jesús se relata de la manera siguiente: «En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y presentándose a ella, le dijo: Salve, llena de gracia, el Señor es contigo. Ella se turbó al oír estas palabras y discurría qué podía significar aquella salutación. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin. Dijo María al ángel: ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios.[106] (…) Dijo María: He aquí a la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y se fue de ella el ángel»[107] (Lc 1,26-38).
Contra toda lógica y pronóstico, en los evangelios de Marcos y de Juan no se cita ni una sola línea de este fundamental acontecimiento sobrenatural que, para los católicos, viene a ser como la madre del cordero de su creencia religiosa. De hecho, Marcos y Juan no se interesan por otra cosa que no sea la vida pública de Jesús asumiendo ya, a sus treinta años —en realidad a sus casi cuarenta o más, tal como veremos en el capítulo 4—, el papel mesiánico. Resulta totalmente absurdo; ¿cómo iban a dejar de mencionar el relato del nacimiento divino de Jesús dos evangelistas que no pierden ocasión de referir sus hechos milagrosos? Sólo hay una posible explicación para tal olvido: no creían que fuese cierto. Otro autor neotestamentario fundamental, Pablo, tal como ya señalamos en el apartado que le dedicamos, fue aún mucho más descreído que ellos a propósito de la supuesta encarnación divina en Jesús. Más adelante volveremos sobre el asunto.
Por otra parte, leyendo a Mateo y Lucas, en especial a este último, no puede dejar de asomar en nuestra mente una duda terrible: o bien Dios —como ya hemos visto en otros apartados de este libro— tiene que repetir a cada tanto sus mejores episodios, o es que la misma historia mítica va renovándose a sí misma plagio tras plagio. Sin salimos del Antiguo Testamento, veremos que el relato de la concepción por intervención divina no era ninguna novedad.
En el libro de Jueces, al relatar el nacimiento de Sansón (Jue 13), se presenta a su madre, que era estéril, en el siguiente trance: «Fue la mujer y dijo a su marido: “Ha venido a mí un hombre de Dios. Tenía el aspecto de un ángel de Dios muy temible. Yo no le pregunté de dónde venía ni me dio a conocer su nombre, pero me dijo: Vas a concebir y a parir un hijo. No bebas, pues, vino ni otro licor inebriante y no comas nada inmundo, porque el niño será nazareo de Dios desde el vientre de su madre hasta el día de su muerte.” Entonces Manué [el marido] oró a Yavé, diciendo: “De gracia, Señor: que el hombre de Dios que enviaste venga otra vez a nosotros para que nos enseñe lo que hemos de hacer con el niño que ha de nacer.”». Con algunas diferencias, las circunstancias básicas de este relato se repiten también en el nacimiento de Samuel, el último juez de Israel, hijo de Ana, la esposa estéril del efraimita Elcana (I Sam 1).
Y antes que en ellos, Dios había intervenido también en la concepción de Isaac, hijo de Abraham (Gén 21,1-4).[108]
La madre de Sansón —como Ana, la madre de Samuel, e Isabel, la de Juan el Bautista (Lc 1,5-25)— dejaron de ser estériles por la gracia de Dios, la misma que se «derramó» sobre María para fecundarla siendo aún virgen o, con el mismo significado práctico, siendo aún estéril para los planes de Dios (que son la idea nuclear de toda la Biblia). Además, Sansón, como Jesús, murió para salvar a su pueblo —de los filisteos— y también lo hizo con los brazos en cruz, forzando las dos columnas centrales del templo de Dagón en Gaza (Jue 16,27-31).
Resulta obvio que los dos evangelistas se inspiraron en estos relatos —y en otros similares de origen pagano— para apoyar la grandeza que debía tener la figura de Jesús, ya que éste, como todos los personajes muy relevantes de la historia antigua, debía llevar el sello diferencial e inconfundible de un nacimiento prodigioso.
Sin embargo, tal como ya observó con agudeza el erudito Alfred Loisy, especialista en estudios bíblicos e historiador de la religiones, «para descartar los relatos del nacimiento milagroso y de la concepción virginal, basta con comprobar que fueron ignorados por Marcos y Pablo, y que el de Mateo y el de Lucas no concuerdan entre sí, presentando ambos todos los caracteres de una pura invención».[109]
Todas las culturas antiguas, sin excepción, manifestaron un horror profundo y visceral ante la esterilidad, ya fuera ésta la de la naturaleza o la de las mujeres, ya que sus precarias formas de existencia —dominadas por la mortalidad infantil, las guerras y enfermedades que diezmaban hombres y ganado, los caprichos atmosféricos que amenazaban las cosechas, etc.— les habían hecho asociar indeleblemente reproducción y supervivencia. Desde los primeros florecimientos culturales del Paleolítico Superior, esta creencia llevó a pensar que la fecundidad era una clara prueba de amistad por parte de los dioses y, claro está, invistieron a los dioses generadores con el máximo poder celestial que pudieron imaginar. Ésta es la razón por la que no se ha hallado más que representaciones de diosas madre y diosas de la fertilidad en los yacimientos arqueológicos pertenecientes al período que oscila entre el 30000 y 10000 a. C.
Dada la evidente incapacidad de los hombres para parir y, por tanto, para detentar el control de la capacidad generadora, la imagen de Dios fue exclusivamente femenina hasta el 3500 a. C. aproximadamente; a partir de esa fecha, debido a un conjunto de cambios sociopolíticos y económicos, la imagen del Dios varón se apropió de la atribución generadora de la diosa y relegó a ésta al papel de madre, esposa o amante del dios masculino para, finalmente, en una última redefinición de rol, reducirla a diosa Virgen. De este proceso, apasionante, complejo y básico para entender nuestra cultura actual y el papel de la mujer dentro de ella, nos ocuparemos en un próximo libro que ya tenemos muy adelantado.
El horror a la esterilidad, del que venimos hablando, lanzó a todas y cada una de las culturas antiguas a diseñar mitos, creencias y ritos cargados con un pretendido poder capaz de exorcizar un tan terrible castigo divino. Pero también se desarrollaron costumbres sexuales que serían tenidas por excesivas incluso por la mentalidad actual más liberal. Éste es el motivo por el que en la Biblia abundan las historias sexuales truculentas: Sara, estéril, lanzó a su marido Abraham en brazos de la esclava egipcia Agar (Gén 16,2); Najor, hermano de Abraham, tuvo muchos hijos con su concubina Raumo (Gén 22,24); las dos hijas de Lot embriagaron a su padre para tener hijos con él (Gén 19,31-38);[110] Jacob se casó al mismo tiempo con las dos hermanas Raquel y Lía, que cuando se volvieron estériles facilitaron a su marido sus esclavas Bala y Zelfa para que engendrara hijos con ellas (Gén 30,1-13); Bala no sólo era la amante de Jacob ya que también se acostaba con su hijo Rubén (Gén 35,22); Tamar se casó sucesivamente con los hermanos Er y Onan, hijos de Judá, pero al quedar viuda sin haber dado descendencia y temiendo ser acusada de esterilidad, se disfrazó de prostituta y tuvo así dos hijos de su suegro (Gén 38,14-30); Elcana sustituyó a su esposa Ana, estéril, por Penena (I Sam 1,2), etc.
Con el desarrollo de las tradiciones asociadas a la esterilidad y de los cultos destinados a su efecto contrario, la fecundidad, surgió de manera lógica y natural la leyenda de la intervención divina reparadora. Puesto que hacer parir a una mujer estéril sólo podía lograrlo una intervención divina directa, no se requirió demasiada imaginación para invertir los términos de la ecuación y pasar a considerar al primer hijo de una mujer estéril como a un ser especialmente tocado por Dios, una señal que será aprovechada por los biógrafos antiguos para recalcar la «proximidad divina» de algún personaje notable mediante la argucia de añadir a su curriculum el dato de proceder de una madre estéril.[111] Para completar la escenificación de la «señal divina» se elaboraron los episodios de la «anunciación» en los que un ser celestial, en sueños o en vivo, anunciaba la concepción milagrosa.
Los relatos sobre anunciaciones a las madres de grandes personajes aparecen en todas las culturas antiguas del mundo. Así, por ejemplo, en China, son prototípicas las leyendas acerca de la anunciación a la madre del emperador Chin-Nung o a la de Siuen-Wuti; a la de Sotoktais en Japón; a la de Stanta (encarnación del dios Lug) en Irlanda; a la del dios Quetzalcoatl en México; a la del dios Vishnú (encarnado en el hijo de Nabhi) en India; a la de Apolonio de Tiana (encarnación del dios Proteo) en Grecia; a la de Zoroastro o Zaratustra, reformador religioso del mazdeísmo, en Persia; a la de las madres de los faraones egipcios (así, por ejemplo, en el templo de Luxor aún puede verse al mensajero de los dioses Thot anunciando a la reina Maud su futura maternidad por la gracia del dios supremo Anión)… y la lista podría ser interminable.
Este tipo de leyendas paganas también se incorporaron a la Biblia, en relatos como los ya citados del nacimiento de Sansón, Samuel o Juan el Bautista y culminaron con su adaptación, bastante tardía, a la narración del nacimiento de Jesús. Por regla general, desde muy antiguo, cuando el personaje anunciado era de primer orden, la madre siempre era fecundada directamente por Dios mediante algún procedimiento milagroso, conformando con toda claridad el mito de la concepción virginal, especialmente asociado a la concepción de los dios-Sol, una categoría a la que, como mostraremos más adelante, pertenece la figura de Jesús-Cristo.
Sirva como ejemplo algo más detallado el caso de los jeroglíficos tebanos, que relatan la concepción del faraón Amenofis III (c. 1402-1364 a. C.) de la siguiente manera: el dios Thot, como mensajero de los dioses (en un rol equivalente al que realizaba Mercurio entre los griegos o el arcángel Gabriel en los Evangelios), anuncia a la reina virgen Mutemuia —esposa del faraón Tutmés IV— que dará a luz un hijo que será el futuro faraón Amenofis III; luego, el dios Knef (una representación del dios Amón actuando como fuerza creadora o Espíritu de Dios, equivalente al Espíritu Santo cristiano) y la diosa Hator (representación de la naturaleza y figura que presidía los procesos de magia) cogen ambos a la reina de las manos y depositan dentro de su boca el signo de la vida, una cruz, que animará al futuro niño; finalmente, el dios Nouf (otra representación del dios-carnero Amón, el Señor de los Cielos, en su papel de ángel que penetra en la carne de la virgen), adoptando el rostro de Tutmés IV fecundará a Mutemuia y, aún bajo el aspecto de Nouf, modelará al futuro faraón y su ka (cuerpo astral o puente de comunicación entre el alma y el cuerpo físico) en su torno de alfarero. Este relato mítico egipcio, como el resto de sus equivalentes paganos, es más barroco que el cristiano, sin duda, pero todo lo esencial de éste ya aparece perfectamente dibujado en aquél.
Uno de los mitos que, con escasas variantes, se repite en muchas tradiciones culturales es el del rey que, para evitar la profecía que señala a un futuro nieto suyo como la persona que le destronará y/o matará, encierra a su hija virgen para separarla del contacto con los hombres e impedir así el tan temido embarazo; pero en todos los casos, Dios, que debe velar por que sus planes se cumplan, acabará interviniendo directamente y fecundando (mediante una vía no genital) a la madre de personajes llamados a ser figuras históricas excepcionales.
El exponente escrito más antiguo que se conoce de este mito aparece en la leyenda caldea de la concepción del gran rey de Babilonia Gilgamesh (c. 2650 a. C.), nacido de la hija virgen del rey Sakharos, encerrada por éste en una torre, para evitar el oráculo amenazador, pero fecundada por el dios supremo Shamash que llegó hasta ella en forma de rayos del sol.
La misma narración se empleó para describir el nacimiento del héroe griego Perseo, nacido de Dánae o Dafne, hija de Acrisio, rey de Argos, que la encerró en una cámara subterránea de bronce, para imposibilitar la profecía vinculada a su embarazo, pero el dios del cielo Zeus, tomando la forma de lluvia dorada, penetró por una rendija de la prisión y fecundó su vientre de virgen.[112] Para no alargarnos hasta el agotamiento, baste decir que casi todos los fundadores de dinastías de Asia oriental fueron presentados como nacidos de virgen que, a fin de cuentas, era la forma más gráfica de hacerse reconocer como verdaderos hijos del cielo, eso es de Dios.
En el diccionario chino Chu-Ven, escrito por Hiu-Tching, un autor que fue contemporáneo de Jesús, al explicar el carácter Sing-Niu, compuesto por Niu (virgen) y Sing (dar a luz), se afirma que «los antiguos santos y los hombres divinos eran llamados hijos del Cielo, porque sus madres concebían por el poder del Tien (cielo), y con solo él podían tener hijos»,[113] con lo que se evidencia fehacientemente que en China, así como en toda su zona de influencia cultural, fue clásica y extendida desde antiguo la creencia en las concepciones virginales. De hecho, la virginidad de la madre llegó a ser respetada hasta tal punto que, según las tradiciones, el nacimiento de los «hijos del Cielo» tenía lugar por vías tan pintorescas como el pecho, la espalda, el costado, la oreja, etc.
Según refiere la tradición del pueblo tártaro, Ulano, su primer rey, nació de una virgen; y al famoso fundador del imperio mogol Gengis Kan se le hizo descendiente de uno de los tres hijos habidos por la virgen Alankava, embarazada de trillizos por un resplandor que después de envolverla le penetró por la boca[114] y le recorrió todo el cuerpo. El emperador Wang-Ting fue concebido cuando una gran luminaria celeste se detuvo sobre el vientre de su madre y dos hombres celestes se aparecieron a su lado portando sendas cazoletas de incienso. Hasta el tiempo presente ha perdurado aún la denominación de Niu-Hoang (la soberana de las vírgenes) y Hoang-Mu (la madre soberana) aplicada a Niu-Va —esposa o hermana de Fo-hi y considerada una divinidad protectora de la vida matrimonial— que, gracias a sus plegarias, obtuvo la gracia de ser madre y virgen a la vez.
Todos los grandes personajes, ya fueran reyes, sabios —como, por ejemplo, los griegos Pitágoras (c. 570-490 a. C.) o Platón (c. 427-347 a. C.)—, o aquéllos que devinieron el centro de alguna religión y que acabaron siendo adorados como «hijos de Dios», Buda, Krisna, Confucio o Lao-Tsé, fueron mitificados para la posteridad como hijos de una virgen. Jesús, aparecido mucho después que ellos, aunque sujeto a un papel equivalente al de sus antecesores, no iba a ser menos. De esta forma, budismo, confucianismo, taoísmo y cristianismo quedaron impregnados con el sello indeleble de haber sido resultado de la obra de un «hijo del Cielo», encarnado a través del acceso directo y sobrenatural de Dios al vientre de una virgen especialmente apropiada y escogida.
El parecido de las leyendas entre unos y otros es tan profundo como lo resalta la anécdota referida, en el siglo XVIII, por el padre agustino Giorgi, un notable experto en orientalismo: «Cuando observé que este pueblo ya poseía un dios bajado del cielo, nacido de una virgen de familia real, y muerto para redimir el género humano, mi alma se turbó y permanecí muy confuso. Puedo añadir que los tibetanos contestaron los ofrecimientos de los misioneros, diciendo: ¿para qué nos vamos a convertir al cristianismo? Si ya tenemos unas creencias idénticas a las vuestras, y que además son mucho más antiguas».[115] Hasta el día de hoy, el cristianismo ha fracasado en sus muchos intentos de evangelizar a los pueblos budistas a causa, sin duda, de esos parecidos que tan perplejo dejaron al buen padre agustino.
En cualquier caso, la Iglesia hacía ya muchos siglos que conocía bien el paralelismo de Cristo con Buda cuando Giorgi recién cayó del caballo. San Jerónimo, por ejemplo, que identificaba a los budistas bajo la denominación de samaneos, sabía que Buda había nacido de una virgen y en su polémica contra Helvidio, acerca de la virginidad de María, recoge textualmente el argumento del Lalita Vistara cuando afirma de Maya-Devi, la madre virgen de Buda, que «ninguna otra mujer era digna de llevar en su seno al primero de entre los hombres». Otros puntales de la Iglesia primitiva, como Clemente de Alejandría, Crisóstomo o san Epifanio —el padre de la historia eclesiástica—, conocían también las creencias de los budistas.
En la mayoría de los relatos acerca del nacimiento de dioses o de héroes se refiere la aparición de estrellas u otras señales celestes que anuncian la calidad sobrenatural del recién nacido. Así, por ejemplo, en la leyenda china de Buda se habla de una milagrosa luz celeste que anunció su concepción; en el Bhágavata-Purána se cuenta como un meteoro luminoso anunció el nacimiento de Krisna; el historiador Justino refiere cómo la grandeza futura del rey Mitríades ya había sido anunciada por la aparición de un cometa en el momento de su nacimiento y en el de su ascensión al trono; el día que Julio César nació apareció la estrella Ira en el firmamento y, según Suetonio, no volvió a aparecer hasta la víspera de la batalla de Farsalia; según recogió Servio del marino Varrón, Eneas, tras su salida de Troya, vio a diario la estrella Venus y al dejar de verla, llegado ya a los campos Laurentinos, supo así que ésas eran las tierras que le asignaba el destino.
Al mismísimo Orígenes, teólogo fundamental para el desarrollo del cristianismo, debemos la siguiente defensa de la veracidad de las señales celestes: «Yo creo que la estrella que apareció en Oriente era de una especie nueva y que no tenía nada en común con las estrellas que vemos en el firmamento o en las órbitas inferiores, sino que, más bien, estaba próxima a la naturaleza de los cometas. (…) He aquí las pruebas de mi opinión. Se ha podido observar que en los grandes acontecimientos y en los grandes cambios que han ocurrido sobre la Tierra siempre han aparecido astros de este tipo que presagiaban: revoluciones en el Imperio, guerras u otros accidentes capaces de trastornar el mundo. (…) Así pues, si es cierto que se vieron aparecer cometas o algún otro astro de esta misma naturaleza con ocasión del establecimiento de alguna nueva monarquía, o en el transcurso de algún cambio importante en los asuntos humanos, no debemos extrañarnos de que haya aparecido una nueva estrella con ocasión del nacimiento de una persona que iba a originar un cambio tan radical entre los hombres. (…) Por lo que se refiere a los cometas, podría decir que nunca se vio que ningún oráculo haya predicho que aparecería tal cometa en tal ocasión, o con el establecimiento de tal imperio; mientras que, en lo que respecta al nacimiento de Jesús, ya Balam lo había predicho».[116]
Si acudimos al Evangelio de Mateo podremos leer el único relato neotestamentario que habla de la «estrella de Navidad». Dice así: «Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque hemos visto su estrella al oriente y venimos a adorarle. (…) Después de haber oído al rey, se fueron, y la estrella que habían visto en Oriente les precedía, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño…» (Mt 2,1-12).
En el Evangelio citado se aplica una práctica, habitual entre los cristianos de los primeros siglos, consistente en dar por verdadero cualquier hecho procedente de la tradición que pudiese ser relacionado con algún texto bíblico que anunciase su realización; esta forma de autentificación no sólo llevó a sacar de contexto decenas de frases supuestamente proféticas sino que, a menudo, forzó la invención de sucesos para validar lo que con anterioridad se consideraban profecías.
Así, Mateo, con su narración, da forma material y carga de sentido como «profecía mesiánica» a una sola de entre las muchas frases inocentes y metafóricas pronunciadas, al estilo oracular, por Balam mientras está en Bamot Baal; la frase —en la que también se apoyó Orígenes—, que es usada desligándola de su contexto, dice: «Álzase de Jacob una estrella, Surge de Israel un cetro…» (Núm 24,17). Pero, por otra parte, la presencia en el relato de Mateo de los «magos», que obvia-mente son sacerdotes astrólogos persas —y que no aparecen en ningún otro texto del Nuevo Testamento—, aporta también una pista inmejorable para ratificar que el origen de la «estrella de Navidad» debe buscarse en el contexto pagano de adoración a los astros que pervivía aún en el sustrato de muchas leyendas dadas por ciertas en esa época.
De este contexto astrólatra son ejemplos bien conocidos tradiciones como la egipcia que, desde época inmemorial, consideraba la aparición de la estrella brillante Sotis (Sirio), en una parte determinada del firmamento, como el anuncio del nacimiento anual de Osiris y de la llegada al mundo de su poder vivificante (materializado en la crecida del Nilo); o rituales como los efectuados en Persia, donde, desde tiempos del rey Darío I (521-486 a. C.) y probablemente desde cientos de años antes, los magos/sacerdotes ya solían ofrecer a Ahura-Mazda (el dios solar principal)[117] los presentes del oro, incienso y mirra que se citan en Mt 2,11.
San Ignacio de Antioquía, obispo y padre de la Iglesia, que vivió durante el siglo I d. C. en el mismísimo centro de expansión de las creencias mágicas y astrológicas caldeas, aportó una versión complementaria del relato de Mateo en la que se destaca aún más su carácter astrológico pagano: «Un astro brillaba en el cielo más que todos los restantes, su situación era inexplicable, y su novedad causaba asombro. Los demás astros, junto con el Sol y la Luna, formaban un coro en torno a este nuevo astro, que los superaba a todos por su resplandor. La gente se preguntaba de dónde vendría este nuevo objeto, diferente de todos los demás».[118] Resulta bastante claro que el origen sirio —país cuna de los maestros en el arte astrológico— del obispo de Antioquía le hizo ser un poco más explícito que a Mateo.
Los hechos prodigiosos que acompañaron el nacimiento de Jesús, según la versión de Mateo, se ven ampliados —aunque no confirmados, y viceversa— en Lucas: «Había en la región unos pastores que pernoctaban al raso, y de noche se turnaban velando sobre el rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz, quedando ellos sobrecogidos de gran temor. Díjoles el ángel: No temáis, os traigo una buena nueva, una gran alegría, que es para todo el pueblo; pues os ha nacido hoy un Salvador, que es el Mesías Señor, en la ciudad de David. Esto tendréis por señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. Al instante se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”» (Lc 2,8-14).
Resulta curioso, cuando menos, que el ángel del Señor que aparece en Lucas no orientase a los pastores en referencia a la estrella brillante que, según Mateo, estaba parada sobre el lugar donde reposaba el niño, ya que, incluso dirigiéndose a lugareños conocedores del terreno, era mucho más lógico haberles dado como señal la luz de una estrella anormal que mandarles buscar, en plena noche, un bebé en pañales oculto en alguno de los muchos pesebres de la zona. También resulta pintoresco que los tres reyes magos, después de las molestias tomadas para realizar su largo viaje, no sean mencionados por Lucas, ni se los haga testigos y partícipes del glorioso concierto dado por las huestes celestiales a los pastores.
Parece obvio que tanto Mateo como Lucas, que no se conocieron y que escribieron sus evangelios en tierras diferentes, Egipto y Roma respectivamente, adornaron su relato sobre Jesús inspirándose en leyendas ya existentes pero que gozaban de diferente prestigio en un lugar u otro; por eso Mateo tiñó de orientalismo populachero el nacimiento de Jesús mientras que Lucas torció la mano para adaptarse a tradiciones míticas que fuesen más creíbles en la capital del imperio.
La narración de Lucas ya tenía antecedentes bien ilustres y conocidos en todo el mundo de entonces cuando el evangelista cristiano incorporó un tipo ya clásico de mito al personaje de Jesús. Así, por ejemplo, cuando nació Buda (c. 565 a. C.), según el texto del Lalita Vistara, la tierra tembló, oleadas de lluvias perfumadas y de flores de loto cayeron de un cielo sin nubes, mientras que los devas —o «divinidades resplandecientes», equivalentes a los ángeles y arcángeles católicos—, acompañados de sus instrumentos, cantaban en los aires: «Hoy ha nacido Bodhisattva sobre la tierra para dar paz y alegría a los hombres y a los devas, para expandir la luz por los rincones oscuros y para devolver la vista a los ciegos».
En el momento del nacimiento de Krisna todos los devas dejaron sus carros en el cielo y, haciéndose invisibles, fueron hasta la casa de Mathurá en la que estaba por nacer el niño divino y, uniendo sus manos, se pusieron a recitar los Vedas y a cantar alabanzas en honor de Krisna y aunque nadie los vio, según apunta la leyenda, todo el mundo pudo oír sus cantos; después del nacimiento, todos los pastores de la región le llevaron felicitaciones y regalos a Nanda, el criado encargado de cuidarle.
Durante el nacimiento de Confucio (551 a. C.) aparecieron dos dragones en el aire por encima de su casa y cinco venerables ancianos, que representaban a los cinco planetas conocidos entonces, entraron en la habitación del parto a honrar al recién nacido; una música armoniosa llenó los aires y una voz proveniente del cielo exclamó: «Éste es el hijo del cielo, el divino infante, y es por él por lo que la tierra vibra en melodioso acorde». Cabe señalar que las tradiciones relacionadas con Buda, Krisna y Confucio se habían desarrollado entre pueblos agrarios y en un momento en que el «hijo del cielo» aún presidía cada año la sagrada ceremonia de la siembra.
En el mismo contexto agrario o pagano —el término procede del latín paganus, campesino, y pagus, aldea— se originó esa bella estampa, popularizada por los belenes navideños, del buey y el asno adorando y calentando amablemente al niño Jesús acostado en el pesebre. Esta escena, sin embargo, a pesar de ser tan querida por la Iglesia y por sus fieles y de haber sido consagrada por una práctica litúrgica universal, no aparece descrita en ninguno de los Evangelios canónicos… aunque sí figura en el texto al que debemos la historia de la Navidad tal como se la conoce hasta el día de hoy, eso es el evangelio apócrifo denominado Pseudo-Mateo, donde, en su capítulo XIV, se lee: «El tercer día después del nacimiento del Señor, María salió de la gruta, y entró en un establo, y depositó al niño en el pesebre, y el buey y el asno lo adoraron. Entonces se cumplió lo que había anunciado el profeta Isaías: “El buey ha conocido a su dueño y el asno el pesebre de su señor.” Y estos mismos animales, que tenían al niño entre ellos, lo adoraban sin cesar. Entonces se cumplió lo que anunció Habacuc: “Te manifestarás entre dos animales.” Y José y María permanecieron en este sitio con el niño durante tres días».[119]
La tradición de los animales adoradores y/o auxiliadores de personajes extraordinarios la encontramos también en todas las culturas anteriores al cristianismo. Desde la cercana leyenda romana de Rómulo y Remo, hijos gemelos de Rea Silvia y del dios Marte y fundadores de Roma, que, al nacer, fueron lanzados al río Tíber dentro de una cesta de mimbre, siendo salvados y amamantados por una loba hasta que el pastor Fáustulo los encontró y crio. Hasta las leyendas esparcidas por toda Asia que reproducen tradiciones antiquísimas como las de Tchu-Mong (Corea), Tong-Ming (Manchuria) o Heu-tsi (China); de este último, por ejemplo, se cuenta que «su dulce madre lo trajo al mundo en un pequeño establo al lado del camino; los bueyes y corderos lo calentaron con su aliento. Acudieron a él los habitantes de los bosques, a pesar del rigor del frío, y las aves volaron hacia el niño como para cubrirlo con sus alas».
Es muy probable que este tipo de leyendas se hubiese desarrollado a partir de la costumbre ancestral, ésa sí real y extendida por todo el planeta, de exponer a los recién nacidos que se suponía ilegítimos a los animales salvajes o domésticos o a las aguas abiertas (ríos o mares). La «prueba del río», por ejemplo, que servía para reconocer como legítimos sólo aquellos bebés que las aguas devolvían con vida a la orilla, era conocida y practicada entre la mayoría de pueblos de la antigüedad (culturas mesopotámicas y semíticas, hebreos incluidos, árabes, germanos, griegos, romanos, etc.).
En los casos en que el recién nacido sobrevivía a la «exposición» a los animales salvajes o al agua y se daba la circunstancia de que el padre no había podido mantener de ninguna manera relaciones sexuales con la madre (por estar éste navegando o en la guerra, por ejemplo), se consideraba que la criatura había sido engendrada por algún dios, declaración que devolvía la paz a la familia y llenaba de orgullo al padre cornudo por la gracia de Dios. En muchos pueblos del sudeste asiático perduró hasta hace apenas dos siglos la costumbre de matar a toda mujer embarazada de un hombre desconocido… salvo si la madre anunciaba que el padre había sido un dios o un espíritu, caso en el cual era felicitada por todos sus convecinos.
Con el paso de los siglos, durante el desarrollo de los relatos legendarios de los «hijos de Dios», debió creerse oportuno insertar algún episodio de exposición a los animales o a las aguas para, precisamente, rememorando la ancestral tradición agraria, poder señalar que con la supervivencia del bebé quedaba demostrada hasta más allá de cualquier duda la paternidad divina que quería asociarse con el personaje a mitificar. En las leyendas, obligadas a narrar hechos con alguna base histórica, comenzó a ser corriente el sustituir el concepto de «hijo ilegítimo» por el de «varón considerado de riesgo para el sistema de gobierno dominante» que, precisamente por su filiación divina —demostrada por la exposición—, acababa ganando la partida a sus perseguidores.
Los primeros cristianos se limitaron a recoger este tipo de episodio de la exposición a los animales de alguna de las muchísimas tradiciones que circulaban en esa época y la añadieron al aluvión de rasgos míticos paganos que se habían empleado ya para configurar el personaje divinizado de Jesús (y para desfigurar su personalidad histórica verdadera). Pero tal como era su costumbre, certificaron la verdad del hecho acudiendo a los profetas. Revisaron la Biblia —dado que eran cristianos helenizados recurrieron a su traducción griega de los Setenta— y encontraron un versículo fascinante en medio del texto más minúsculo de las Escrituras, en el de Habacuc, donde se profetizaba: «Te manifestarás en medio de los animales», que era un traducción absolutamente errónea del original hebreo que decía —y sigue diciendo en las biblias actuales— «Yo, ¡oh Yavé!, oí tu renombre y he temido, ¡oh Yavé!, tus obras. Dales existencia en el transcurso de los años, manifiéstalas en medio de los tiempos» (Hab 3,2).
El haber partido de un error de bulto en la profecía que confundía manifestarse en medio de los tiempos con hacerlo entre las bestias —y que, en todo caso, podría referirse a cualquier «obra de Yahveh» que pudiese suceder en el mundo (entre las que el nacimiento de Jesús no podía ser más que una posibilidad entre las millones de millones de intervenciones divinas que, según los creyentes, acontecen a diario)— se agravó hasta el esperpento cuando relacionaron lo que jamás dijo Habacuc con lo que nunca pretendió decir Isaías, del que —apoyándose en otra de las profecías gloriosas a que nos tiene acostumbrados la Biblia— se tomó la primera mitad de una frase que dice: «Conoce el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su amo, pero Israel no entiende, mi pueblo no tiene conocimiento» (Is 1,3). El sentido de la frase completa de Isaías resulta bien obvio, pero para los cristianos fue la profecía que garantizó la veracidad de sus creencias navideñas. ¡Con qué poco se hizo tanto!
Si recuperamos el relato de Mateo, leemos que «Partido que hubieron [los magos, por un camino que evitaba pasar por el palacio de Herodes], el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”. Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y se retiró hacia Egipto, permaneciendo allí hasta la muerte de Herodes, a fin de que se cumpliera lo que había pronunciado el Señor por su profeta, diciendo: “De Egipto llamé a mi hijo.” Entonces Herodes, viéndose burlado por los magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y en sus términos de dos años para abajo, según el tiempo que con diligencia había inquirido de los magos. Entonces se cumplió la palabra del profeta Jeremías, que dice: “Una voz se oye en Ramá, lamentación y gemido grande; es Raquel, que llora a sus hijos y rehúsa ser consolada, porque no existen”» (Mt 2,13-18).
La narración no tiene desperdicio ya que muestra a un Herodes profundamente estúpido que, aún «turbado» al saber del nacimiento del rey mesías que podía destronarle (Mt 2,3-5), es incapaz de mandar a sus soldados a Belén, situado a poca distancia de su palacio, para prenderle y, en lugar de enviar, al menos, a alguno de sus muchos espías de la corte para que le informasen con diligencia, se quedó esperando las noticias de tres magos desconocidos que se habían declarado adoradores del recién nacido. Un «recién nacido» que, según refiere Mateo, podía tener hasta dos años, con lo que es obligado preguntarse: ¿pasó Jesús sus dos primeros años en un pesebre esperando a los magos?, ¿estuvo Herodes aguardando a los magos durante dos años y no tomó medidas hasta después de pasado ese plazo?, ¿eran tan idiotas los soldados de Herodes que éste les tuvo que mandar asesinar a todos los nacidos de «dos años para abajo» por si no sabían distinguir a un recién nacido de un niño algo mayor?
Los datos históricos reales nos dicen que Herodes no era el rey pasmarote y sanguinario que presenta Mateo, sino todo lo contrario, y denuncian que este suceso es mentira dado que, por ejemplo, no fue reflejado por el historiador judío Flavio Josefo (c. 37-103 d. C.) en sus Antigüedades judías o en cualquiera otra de sus documentadas obras; este autor, que luchó contra los romanos en la guerra judaica, nunca dejó de dar noticia de las persecuciones o masacres cometidas contra su pueblo, resultando del todo imposible que no recogiera —en un relato minucioso, como todos los suyos— la noticia de la matanza de los niños si ésta hubiese acontecido de verdad.[120]
Esta leyenda, como el resto del mito evangélico sobre Jesús, es falsa y también está tomada de antiguas tradiciones paganas, pero, sin embargo, fue intercalada en Mateo —único texto canónico en que aparece— con una función muy concreta: reforzar la credibilidad del mito básico del cristianismo dando cumplimiento a dos supuestas profecías sobre el Mesías. En el apartado anterior ya vimos cuán comunes habían sido en la antigüedad las leyendas de reyes que, prevenidos por alguna profecía, perseguían a muerte a «hijos de Dios» nacidos de una virgen —que a menudo era la propia hija o hermana del perseguidor— con la intención de evitar su anunciada entronización; un empeño que, lógicamente, la estructura mítica del relato convertía en vano. Fundadores de dinastías reales de todo el planeta y reformadores religiosos cuentan en su haber mítico con un episodio de persecución siendo aún recién nacidos. Sirva de ejemplo prototípico la descripción sucinta de una parte de la leyenda del nacimiento de Krisna, octava encarnación de Vishnú, segunda persona de la trinidad brahamánica, que hacemos seguidamente:
Los astrólogos —o un diablo, según otra versión del mito— habían pronosticado a Kansa, el tirano de Mathurá, que un hijo de su hermana Devakí le arrebataría la corona y le quitaría la vida, por lo que el soberano ordenó la muerte de su sobrino Krisna tan pronto naciese, pero éste, gracias a la protección de Mahádeva (el Gran Dios o Shiva), pudo ser puesto a salvo por sus padres con la colaboración de la familia de su fiel servidor Nanda, un pastor de vacas que vivía al otro lado del río Yamuná. Cuando se enteró de la desaparición del recién nacido Krisna, el rey Kansa, para asegurarse de la muerte del niño, ordenó la matanza general de cuantos niños varones habitasen en su reino, siendo asesinados todos menos el divino Krisna.[121]
Un gran indólogo, el abad Bertrand, dejó escrito que «podemos observar en Jesús-Cristo y en Krisna una identidad de nombre, una similitud en su origen y en su naturaleza divina, una serie de rasgos similares en las circunstancias que han acompañado su nacimiento, puntos de semejanza en sus actos, en los prodigios que han llevado a cabo y en su doctrina. Y sin embargo no tenemos la intención de demostrar que la leyenda de Krisna haya sido calcada a partir del Evangelio».[122]
La prudencia de este erudito es comprensible y adecuada si tenemos en cuenta que, si bien es cierto que las formas más modernas del mito de Krisna tomaron elementos del mito evangélico de Jesús, conocido en la India a partir de la llegada de comunidades nestorianas a ese país, también está documentado que las formas más arcaicas de la leyenda de Krisna ya incluían lo fundamental de esta narración legendaria. Aunque la redacción del Bhagavata-Purána es posterior a los Evangelios, es lógico pensar que su autor hindú no se inspiró en los textos cristianos sino en relatos tradicionales mucho más antiguos que ya contenían la leyenda, y viceversa. Y lo mismo puede afirmarse respecto a la aparición de la misma historia en la leyenda de Buda, que es un personaje muy anterior a Jesús y Krisna.
El origen de la historia mítica pudo proceder de oriente, tal vez de la propia India o de Egipto —lugar donde fue redactado el Evangelio de Mateo hacia el año 90 d. C.—, y la encontramos en leyendas tan dispares como la de Moisés, salvado de la matanza de niños hebreos ordenada por el faraón (Ex 1,15-22; 2,1-25) para, según la tradición recogida por Flavio Josefo, impedir «la llegada de un niño hebreo destinado a humillar a los egipcios y glorificar a los israelitas»; la de Abraham, muy similar a la de Moisés, según una tradición judía recogida en un Midrash tardío;[123] o la del emperador romano Augusto (62 a. C.-14 d. C.), que se libró de la muerte a la que el Senado condenó a todos los varones nacidos en un mismo año para evitar la aparición de un monarca profetizado.[124]
Antes que todos ellos, aunque dentro del contexto de un universo simbólico diferente, Zeus —padre de los dioses y de los mortales—, según se refiere en la Teogonía de Hesíodo (c. 750 a. C.), ya había escapado de ser devorado al nacer por su propio progenitor, Cronos —que había sido advertido de que uno de sus hijos le arrebataría el trono—, gracias a su madre Rea y a una argucia de su abuela Gea (la Tierra), que lo escondió en Creta y engañó al poderoso Cronos dándole a comer una piedra envuelta en los pañales del nuevo niño-dios. Resulta evidente, pues, que tanto en Oriente como en Occidente la base de esta leyenda circulaba ampliamente y desde muy antiguo.
Establecido ya que la leyenda de la «persecución y huida» existía previamente dentro de la mítica pagana y que estaba asociada al destino triunfante de grandes personajes, queda por analizar un argumento de peso para los creyentes —más bien crédulos—, eso es que dos profetas, Oseas y Jeremías, habían anunciado este suceso. Si revisamos el texto de Mateo antes citado (Mt 2,13-18), encontraremos que la veracidad del relato se basa en que viene a dar cumplimiento a lo dicho en Os 11,1 y en Jer 31,15, una presunción que, tal como es habitual en los pasajes que recurren a las profecías bíblicas, carece de fundamento.
El texto de Oseas, que dice exactamente: «Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más se les llama, más se alejan. Ofrecen sacrificios a los baales e incienso a los ídolos…» (Os 11,1-2), sólo puede ser entendido en el contexto ya descrito en el capítulo sobre los profetas. Oseas vivió durante la época de los reyes Jeroboam II y Azarías, cuando Judá estaba sometida al dominio asirio y los cultos paganos (a Baal y otros dioses) ganaban fuerza merced a la debilidad de los monarcas hebreos. Oseas, como su contemporáneo Isaías, rechazó y denunció con fuerza esa situación y tal es el único sentido que tienen los versículos reproducidos y cuantos les siguen.[125] En caso de querer personalizar la frase «de Egipto llamé a mi hijo», que está escrita en tiempo pasado, ésta podría atribuirse, quizás, a Moisés, pero nunca jamás a Jesús.
Con idéntico descaro Mateo pretende apoyar su interesada invención de la «matanza de los Inocentes» en los siguientes versículos de Jeremías: «Así dice Yavé: una voz se oye en Ramá, un lamento, amargo llanto. Es Raquel que llora a sus hijos y rehúsa consolarse por sus hijos, pues ya no existen» (Jer 31,15). Dejando al margen que se requiere una imaginación enfermiza para ver en este texto la profecía de la inexistente persecución de Herodes, el despropósito es aún mayor cuando analizamos las palabras empleadas por Jeremías.
Ramá, que significa altozano, era la palabra hebrea empleada para designar a los santuarios paganos, que estaban situados en pequeñas elevaciones del terreno. La Rama de este pasaje bíblico, que en la Vulgata aparece traducida como in excelso (lugar en lo alto), había sido tomada por el nombre de una localidad en la Biblia de los Setenta y desde este error partió Mateo para identificarla con Belén, ciudad en la que, según Gén 35,19, había sido enterrada Raquel, la mujer del patriarca Jacob.
Aun aceptando la equivocación de considerar a Ramá como un lugar, éste nunca podía ser Belén, situado al sur de Jerusalén, dado que un poco más al norte existía realmente una ciudad denominada Ramá (o Rama); por otra parte, si bien la tradición sitúa la tumba de la esposa de Jacob en Belén, la Raquel a que se refiere Jeremías no pudo ser la Raquel de Jacob ya que a ésta la sobrevivieron sus hijos y, por ello, nunca pudo haber llorado su muerte.
Si se quiere encontrar algún «amargo llanto» relacionado con niños y con Rama, habrá que remontarse muy atrás en el tiempo, hasta los esporádicos sacrificios de niños realizados en los altozanos por los cananeos —de quienes tomaron los israelitas el ritual de sacrificar sobre un altar, aunque evitaron las ofrendas humanas— con la finalidad de intentar aplacar a sus dioses ante el anuncio de alguna futura amenaza o catástrofe pronosticada por los adivinos y astrólogos de esos reyes orientales. Estos hechos fueron perfectamente conocidos por los hebreos[126] y sin duda se sumaron al fondo común de las leyendas paganas acerca de la persecución a muerte de «hijos del Cielo» y las consiguientes masacres de «niños inocentes» ordenadas por viejos reyes tiranos.
Poco a poco, el belén navideño va tomando un significado muy diferente al que nos habían contado en nuestra infancia, pero eso no es todo, ni mucho menos.
El erudito Pierre Saintyves, al comparar los mitos recién apuntados con el relato de Lucas, no pudo menos que exclamar: «Cómo es posible no señalar el papel destacado que juegan los pastores en estas leyendas. ¿Acaso no es su auténtica fiesta la epifanía del Sol naciente que anuncia el próximo retorno de la primavera? Tras muchos tanteos, la Iglesia, al situar la fiesta de la Navidad en el solsticio de Invierno, creyó poder conectar las alegrías de esta gran solemnidad con las antiquísimas prácticas religiosas; remozando, con cada retorno del Sol y en una universal solidaridad, la alegría de los siglos pasados. Y es por eso por lo que, cuando los cristianos entonan el himno de la Navidad, nadie puede escucharlo sin sentir una profunda emoción. Parece como si los viejos gritos paganos resucitasen de los siglos pasados. Es la voz de nuestros hermanos, y también la de millares de nuestros antepasados que se levantarían de nuevo para unírseles a su coro cantando: ¡Navidad, Navidad, nos ha nacido un dios, el joven Sol sonríe en su cuna!»[127]
El dios que Saintyves identifica como «el joven Sol» es, naturalmente, Jesús-Cristo, en cuya concepción mítica intervinieron todos los elementos simbólicos y legendarios característicos de desarrollos religiosos muy anteriores, evolucionados desde los primeros cultos agrícolas que divinizaron todas aquellas fuerzas y manifestaciones de la naturaleza de cuya acción dependía su supervivencia sobre el planeta. Desde la noche de los tiempos, el lugar preeminente en los cultos astrólatras fue ocupado, en una primera fase, por la Luna, pero ésta muy pronto acabó cediendo el papel de soberano al Sol, el «astro rey» que traía la luz del día, venciendo a las tinieblas nocturnas, y marcaba, con su posición en el cielo, el paso de las estaciones. El ciclo astral solar fue la base sobre la que se construyeron y desarrollaron los importantísimos mitos y ritos de la fertilidad, un sustrato del que se alimentaron todas las religiones posteriores.
En los mitos solares ocupa un lugar central la presencia de un dios joven, de origen astral, que cada año muere y resucita encarnando en sí los ciclos de la vida en la naturaleza. En palabras del jesuita Joseph Goetz «las celebraciones mistéricas no son más que la expresión simbólica (mitos) escenificada (ritos) de la cosmobiología». Goetz aplicaba su tesis a «las religiones de los primitivos» —así se titula su libro—, pero sus argumentos son perfectamente aplicables a la base mítica que originó el «misterio de Cristo». Por otra parte, y no en balde, en la época en que se formó la leyenda de Jesús-Cristo los cultos solares dominaban el espectro religioso a lo largo y ancho del Imperio romano.
En las culturas de mitología astral, el Sol representaba el padre, la autoridad y también el principio generador masculino. Ya hemos citado la abundancia de leyendas acerca de «hijos del Cielo» en las que el embarazo de sus madres vírgenes se produce a través de rayos del sol o luces equivalentes. Durante la antigüedad, en todo el planeta, el Sol fue el emblema de todos los grandes dioses, y los monarcas de todos los imperios se hicieron adorar como hijos del Sol (identificado siempre con su divinidad principal). En este contexto, la antropomorfización del Sol en un dios joven presenta antecedentes fundamentales en la historia de las religiones, con ejemplos tan conocidos como los de los dioses Horus, Mitra, Adonis, Dionisos, Krisna, etc.
El dios egipcio Horus, hijo de Osiris e Isis, es el «gran subyugador del mundo», el que es la «sustancia de su padre» Osiris, de quien es una encarnación. Fue concebido milagrosamente por Isis cuando el dios Osiris, su esposo, ya había sido muerto y despedazado por su hermano Seth o Tifón. Era una divinidad casta —sin amores— al igual que Apolo, y su papel entre los humanos estaba relacionado con el Juicio ya que presentaba las almas a su padre, el Juez. Es el Christos y simboliza el Sol. En el solsticio de invierno (Navidad), su imagen, en forma de niño recién nacido, era sacada del santuario para ser expuesta a la adoración pública de las masas. Era representado como un recién nacido que tenía un dedo en la boca, el disco solar sobre su cabeza y con cabello dorado. Los antiguos griegos y romanos lo adoraron también bajo el nombre de Harpócrates, el niño Horus, hijo de Isis.[128] Mitra, uno de los principales dioses de la religión irania anterior a Zaratustra, desarrollado a partir del antiguo dios funcional indoiranio Vohu-Manah,[129] objeto de un culto aparecido unos mil años antes de Cristo y que, tras pasar por diferentes transformaciones, pervivió con fuerza en el Imperio romano hasta el siglo IV d. C., era una divinidad de tipo solar —tal como lo atestigua su cabeza de león— que hizo salir del cielo a Ahrimán (el mal), tenía una función de deidad que cargaba con los pecados y expiaba las iniquidades de la humanidad, era el principio mediador colocado entre el bien (Ormuzd) y el mal (Ahrimán), el dispensador de luz y bienes, mantenedor de la armonía en el mundo y guardián y protector de todas las criaturas, y era una especie de mesías que, según sus seguidores, debía volver al mundo como juez de los hombres. Sin ser propiamente el Sol, representaba a éste y era invocado como tal. En sus ceremonias era representado por el viril o custodia, que era idéntico en todo al que reproducirá la Iglesia cristiana muchos siglos después. El dios Mitra hindú, como el persa, es también una divinidad solar, tal como lo demuestra el hecho de ser uno de los doce Adityas, hijos de Aditi, la personificación del Sol.
Todas las personificaciones de dioses solares acaban por ser víctimas propiciatorias que expían los pecados de los mortales, cargando con sus culpas, y son muertos violentamente y resucitados posteriormente. Así, Osiris nació en el mundo como un salvador o libertador venido para remediar la tribulación de los humanos, pero en su lucha por el bien se topó con el mal (encarnado en su propio hermano Seth o Tifón, que acabaría identificándose con Satán), que le venció temporalmente y le mató; depositado en su tumba, resucitó y ascendió a los cielos al cabo de tres días (o cuarenta, según otras leyendas).
El dios hindú Shiva, en un acto de supremo sacrificio, según cuenta el Bhágavata-Purána, ingirió una bebida envenenada y corrosiva que había surgido del océano para causar la muerte del universo —de ahí el epíteto de Nilakantha («cuello azul») por el que también se conoce a Shiva y que fue el resultado del veneno absorbido—, tragedia que el dios evitó con su autoinmolación y vuelta a la vida.
Baco, otro dios solar destinado a cargar con las culpas de la humanidad, también fue asesinado —y su madre recogió sus pedazos, tal como había hecho Isis con los trozos del cadáver de Osiris— para renacer resucitado. Ausonius, una forma de Baco (y equivalente a Osiris), era muerto en el equinoccio de primavera (21 de marzo) y resucitaba a los tres días. Idéntica suerte le estuvo reservada a Adonis (equivalente al dios etrusco Atune o al sirio Tammuz), a Dionisos o al frigio Atis y a una larga lista de seres divinos que, como Krisna —muerto atado a un árbol y con su cuerpo atravesado por una flecha— o como Jesús-Cristo —muerto en la cruz de madera y lanceado—, fueron todos ellos condenados a muerte, llorados y restituidos a la vida. Son dioses que descendieron al Hades y regresaron otra vez llenos de vigor, tal como hace la naturaleza con sus ciclos estacionales anuales.
Si repasamos algunos de los símbolos que aún permanecen unidos a la conmemoración de determinados aspectos fundamentales de la personalidad divina de Jesús-Cristo, nos daremos cuenta fácilmente de que, como divinidad solar que es, está identificado con el Sol de la primavera que se despierta en toda su gloria después de su cíclica muerte invernal (aspecto simbolizado por la muerte de Jesús-Cristo y su permanencia en el sepulcro para, al igual que la vida latente en el huevo —y en la Naturaleza toda—, eclosionar o resucitar radiante, tras el periodo de tres días de dolor y oscuridad, despertando al mundo a la nueva vida).
La Iglesia católica, por ejemplo, celebra la fiesta de la Resurrección de Cristo durante la Pascua, que es llamada también Pascua florida por transcurrir en la época del florecimiento de las plantas, y durante esta conmemoración tiene lugar un rito del que ya nadie recuerda su significado original; se trata de la costumbre de regalarse «el huevo de Pascua». El huevo, desde la época neolítica, representa uno de los símbolos más importantes de cuantos aparecen en las iconografías y mitografías de todas las culturas y, obviamente, está ligado al ciclo agrario de la eclosión de la vida. Por eso, durante la primavera (la estación en la que estalla la vida en su ciclo anual), era una costumbre ritual extendida entre los pueblos antiguos el intercambiarse huevos coloreados.
En Egipto, por ejemplo, estos huevos se colgaban en los templos y se cambiaban como símbolos sagrados de la estación primaveral, emblema del nacimiento o del renacimiento cósmico y humano, celeste y terrestre. En otro rincón del planeta, en el norte de Europa, por poner otro caso correspondiente a una cultura muy diferente a las de Oriente Próximo, los pueblos escandinavos, también al principio de la estación florida, época en que se adoraba a Ostara, diosa de la primavera, se intercambiaban igualmente huevos de color denominados «huevos de Ostara». La Iglesia, no pudiendo eliminar esta fiesta pagana por su absoluto arraigo popular, se la apropió y la manipuló para adaptarla a su particular simbolismo solar.
De hecho, el propio contexto de la Pascua de Resurrección y su fecha de celebración (en el domingo —día del Sol— que sigue inmediatamente al decimocuarto día de la Luna de marzo) ya constituye por sí mismo una prueba de la íntima relación de continuidad mítica que existe entre los primitivos cultos solares agrarios y el cristianismo. No por casualidad, claro está, la fiesta de la Pascua cristiana se instauró en el mismo tiempo en que se conmemoraba la resurrección anual de Adonis (precedente del mismo mito ancestral que se hizo encarnar en Jesús-Cristo) y, otro dato nada baladí, haciéndola coincidir con la Pascua judía, fecha en la que los hebreos —desde el año 621 a. C.— celebraban el fin de su éxodo. Unos y otros, los paganos y los cristianos, conmemoraban lo mismo: el nacimiento del joven dios solar salvífico que les garantizaba el porvenir; los hebreos el nacimiento del «pueblo elegido de Dios» a la libertad, al futuro prometido por Yahveh.
Además, si el advenimiento de la Pascua se correspondiese con una celebración onomástica —la de la supuesta resurrección de Jesús, que debió acontecer en un día determinado—, la fiesta tendría una fecha fija, pero no es así ya que ésta varía de acuerdo con la distribución del año astronómico, con lo que se reafirma el origen pagano de este fundamental mito cristiano.
La denominación de «Cordero Pascual», empleada por la Iglesia para designar al Jesús de la Pasión, ni es baladí ni resulta ajena al mito pagano que anida en su corazón. En los escritos neotestamentarios, particularmente en el Apocalipsis de san Juan, que es el texto que emplea la simbología más elaborada, se identifica repetidamente a Jesús-Cristo con el «Cordero», con el Agnus Dei, cuya función queda perfectamente clarificada cuando el mismo Juan, en su Evangelio, hace que Juan el Bautista, estando en Betania, al ver venir a Jesús, exclame: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29),[130] una responsabilidad que ya hemos visto encarnar anteriormente a todos los «dioses jóvenes» que precedieron al cristianismo y que, si queremos remontarnos aún más en el tiempo, encontraremos también en la costumbre mesopotámica de contarle los pecados del pueblo a un carnero o cordero que luego era obligado a internarse en el desierto para que con su muerte expiara las culpas humanas y, yendo aún más atrás, podemos ver que la inmolación de carneros a la divinidad, con fines propiciatorios, era ya una práctica habitual en civilizaciones como las de los Balcanes Orientales (c. 6500/6000-5000 a. C.) o la Vinca (c. 5300/3500 a. C.).
Dentro del contexto astrólatra pagano respecto al que seguimos analizando la figura mitificada de Jesús, no puede resultar ya ni una sorpresa el descubrir que, en el mito solar, la constelación de Agnus o Aries, visible durante el equinoccio de primavera, estaba asociada al poder de liberar al mundo de la soberanía del mal.
La veneración de Jesús bajo la forma del Cordero, como símbolo de la identidad redentora del Jesús-Cristo inmolado para salvar a la humanidad, se mantuvo hasta el año 680, fecha en la que, tras el sexto sínodo de Constantinopla, fue sustituida por la figura de Jesús crucificado, que era una forma bastante menos sutil —aunque más adaptada emocionalmente a los nuevos tiempos— de representar el mismo mito y función pagana de los dioses solares jóvenes.
La relación apuntada entre la fiesta pascual y los ritos agrarios primitivos se evidencia también en el contexto de celebración de la Pascua de Pentecostés que conmemora la venida del Espíritu Santo —que es una mistificación de la divinidad femenina que figuraba en las trinidades teológicas anteriores al pueblo hebreo, pero que mantiene su mismo simbolismo como Energía universal o anima mundi, dadora de sabiduría y origen de la fertilidad generadora— sobre los apóstoles. Esta festividad, que en recuerdo a su verdadero origen aún se denomina Pascua granada en algunas zonas (como Cataluña, por ejemplo), se celebra siete semanas más tarde de la Pascua de Resurrección, justo en el momento cuando se empiezan a recolectar los frutos de la tierra. Su antecesora más inmediata fue la Fiesta de las Primicias, que los hebreos, siguiendo tradiciones anteriores y comunes a muchos otros pueblos, celebraban con toda solemnidad también cincuenta días después del inicio de la primavera.
También sobreviven clarísimos restos de su origen pagano en las fechas en que los cristianos actuales celebran la Navidad y la adoración de los «Reyes Magos». La elección del 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Cristo no obedeció, ni mucho menos, a que ése hubiese sido el día en que nació el Jesús de Nazaret histórico; este día no fue adoptado por la Iglesia como tal hasta el siglo IV (entre los años 354 y 360), de la mano del papa Liberio (352-366), y su finalidad fue la de cristianizar —ya que no habían podido vencerle o proscribirle hasta entonces— el muy popular y extendido culto al Sol Invictus.
En la Navidad, solsticio de invierno en el hemisferio norte, el sol alcanza su cénit en el punto más bajo y desde este momento el día comienza a alargarse progresivamente —hasta llegar al solsticio de verano (21 de junio) en que invierte su curso[131]—; era, pues, para los antiguos, el auténtico nacimiento del Sol y, con él, toda la Naturaleza empezaba a despertar lentamente de su letargo invernal y los humanos veían renovadas sus esperanzas de supervivencia gracias a la fertilidad de la tierra que garantizaba la presencia del divino Sol Invictus. Esa fecha, concretada en el 25 de diciembre —día de la conmemoración del natalicio de dioses solares jóvenes, precedentes claros del Jesús-Cristo, como Mitra o Baco/Dionisos, llamado también el Salvador—, alcanzó una importancia indiscutible, desde muchísimo antes de la época cristiana, en todas las culturas, ya que éstas eran básicamente agrarias.
El predominio agrario dentro de la esfera de influencia del cristianismo se ha mantenido hasta hace apenas un siglo, cuando, con el paso a la era industrial, el progresivo alejamiento de la naturaleza y la notable independencia de los agricultores respecto a los ciclos naturales —gracias al desarrollo de la agroindustria— llevó también hacia el olvido de los mitos ancestrales; un olvido que, finalmente, se ha traducido en la celebración esperpéntica, vacua, hipócrita, comercializada y falta de sentido que caracteriza la Navidad en las sociedades occidentales desarrolladas. Y el mismo fenómeno lamentable ha sucedido con el resto de fiestas cristianas de base pagana (eso es, agrícola).
Cuando un pueblo de creyentes olvida el significado de sus mitos, o éstos se vuelven obsoletos, la religión que los administra se convierte rápidamente en una vulgar burocracia de dudosa utilidad. No son pocos los teólogos actuales que sitúan ya a la Iglesia católica occidental en el apogeo de este estadio funcional basado en la mera burocratización de lo sacro.
Retomando el hilo histórico, tras este inciso, recordaremos que, como consecuencia de las campañas bélicas del cónsul Pompeyo, durante el siglo I a. C., los misterios de Mitra y del Sol Invencible se difundieron con mucha fuerza por todo el Imperio romano. El apelativo de Sol Divinus (sirio), Sactissimus (semítico) o Aeternus (mesopotámico) denotaba atributos de Mitra, Baal u otros grandes dioses de la antigüedad, pero, finalmente, a partir del siglo II d. C., se impuso el concepto de Sol o Dios Invictus para significar el poder eterno que tiene el dios solar para renacer siempre victorioso de las tinieblas en las que se sumerge y muere a diario. El Sol Invicto, aunque podía representar genéricamente a todos los dioses solares de la teología romana, identificaba fundamentalmente a Mitra —Deo Solí Invicto Mithrae, se lee en muchas epigrafías romanas— y desbancó definitivamente al antiguo panteón presidido por el dios Júpiter.
El avance del culto solar podemos apreciarlo perfectamente en las monedas imperiales de la época. Así, desde Nerón (54-68), la corona de laurel que ceñía la cabeza de los monarcas anteriores fue sustituida por la corona radiada de Helios — Sol Victrix, Sol Victorioso—, remarcando de este modo que en los emperadores romanos —como ya antes había sucedido en los reyes caldeos, egipcios, chinos, etc.— se había materializado la sustancia y voluntad divina; y desde Antonino Pío (138-161) la corona radiada fue cambiada por el nimbus o aureola, un antiguo símbolo solar que, como veremos más adelante, fue también adoptado por los cristianos para identificar a sus personajes más relevantes. Aureliano (269-275), que instituyó el culto oficial al Sol Invictus, hizo grabar en las monedas que acuñó la frase «Deus et Dominus natus» (nacido Dios y Señor), y Probo (276-282) confirmó la divinidad solar y su relación con el monarca al identificarse bajo la leyenda «Soli Invicti Comiti Augusti» (consagrado a acompañar al Sol Invicto).
De hecho, está documentado que hasta el propio emperador Constantino (306-337) —gracias al cual se impuso la Iglesia católica romana— ordenó sacrificios en honor del Sol, acuñó monedas con la frase «Soli Invicto Comiti, Angusti Nostri», impuso que sus ejércitos recitaran cada domingo —día del Sol— una plegaria al «Dios que da la victoria», etc.; al llegar al poder su segundo hijo, Constancio II (337-361), se proscribió todo culto a las divinidades paganas y el papa Liberio, como ya señalamos, sobrepuso la celebración del nacimiento de Jesús al del Sol Invictus Mitra. Constancio murió cuando se disponía a enfrentarse a Juliano (361-363), que había sido proclamado por las legiones y al que la Iglesia, ya poderosa, puso el sobrenombre de el Apóstata por haber intentado restablecer la heliolatría.
Desde esos días, la mítica solar de Jesús-Cristo desbancó al Sol Invictus de quien todo lo había plagiado y tomó su mismo lugar adaptando su propia forma externa al sólido molde de creencias legendarias que había dejado el culto pagano. Está bien documentado que Mitra nació de virgen un 25 de diciembre, en una cueva o gruta, que fue adorado por pastores y magos, fue perseguido, hizo milagros, fue muerto y resucitó al tercer día… y que el rito central de su culto era la eucaristía con la forma y fórmulas verbales idénticas a las que acabaría adoptando la Iglesia cristiana.
A tal punto son iguales el ritual pagano de Mitra y el supuestamente instituido por Jesús, que san Justino (c. 100-165 d. C.), en su I Apología, cuando defiende la liturgia cristiana frente a la pagana, se ve forzado a intentar invertir la realidad y encubrir el plagio cristiano afirmando que «a imitación de lo cual [de la eucaristía cristiana], el diablo hizo lo propio con los Misterios de Mitra, pues vosotros sabéis o podéis saber que ellos toman también pan y una copa de vino en los sacrificios de aquéllos que están iniciados y pronuncian ciertas palabras sobre ello». La astucia del diablo, según la pinta Justino, es inusitada, ¡mira que instaurar la eucaristía cristiana en un culto pagano cientos de años antes de que nadie —incluidos los propios profetas de Dios— pudiese imaginar que una sectilla judía acabaría por convertirse en la poderosa Iglesia católica romana!
Un hecho similar al de la Natividad del Señor sucedió con la celebración de la fiesta que le sigue, la de la llegada de los Reyes Magos, el 6 de enero. Ese mismo día, en la Alejandría egipcia (cuna de aspectos fundamentales de la doctrina cristiana), se festejaba el festival de Core «la Doncella» —identificada con la diosa Isis— y el nacimiento de su nuevo Aion —personificación sincrética de Osiris—; el parto de Core/Isis era anunciado, desde hacía milenios, por la elevación en el horizonte de la estrella brillante Sotis (Sirius) —la estrella de Mt 2,2—, el signo que precedía al desbordamiento de las aguas del río Nilo a través de las cuales el dios muerto y resucitado Osiris extendía su gracia fertilizando y vivificando a todas las tierras ribereñas.[132]
Al respecto, está cargado de razón el mitólogo Joseph Campbell cuando, refiriéndose a las fechas en que la Iglesia católica celebra las fiestas de Navidad y Reyes, afirma que fueron adoptadas tardíamente «posiblemente para absorber el festival del nacimiento de Mitra de la roca madre. Porque el 25 de diciembre señalaba en aquellos siglos el solsticio de invierno: de forma que ahora Cristo, como Mitra y el emperador de Roma, podía ser reconocido como el sol ascendente. Así tenemos dos mitos y dos fechas de la escena de la Natividad, el 25 de diciembre y el 6 de enero, con asociaciones que señalan de un lado a Persia y de otro a la antigua esfera egipcia»,[133] tal como ya habíamos apuntado con anterioridad.
A los cristianos de esos días, acostumbrados como estaban a creer cualquier cosa que figurase mencionada previamente, sin importar en qué sentido ni contexto, en algún rincón del Antiguo Testamento, no les costó nada asimilar el Sol Invictus pagano con el «sol de justicia» citado en Malaquías;[134] aunque ambos conceptos expresaban significados incompatibles entre sí, el papa Liberio, avalado por la fuerza legisladora y represora de Constancio II, se las arregló para que en todo el Imperio romano el Sol de Jesús-Cristo comenzase a brillar en exclusiva basándose en los mismos mitos paganos que hasta entonces habían sido patrimonio del Deo Solí Invicto Mithrae.
Otro resto de la simbología solar pagana aún presente en el cristianismo es el nimbo (nimbus) o aureola que rodea la cabeza de Cristo, de sus apóstoles y de los santos cristianos más destacados. Este tipo de halo santificador adornaba la cabeza de los dioses solares en Egipto, Persia, Grecia, China, Tíbet, Japón, India, Perú, etc., y aparece ya en las representaciones iconográficas de los fundadores y/o figuras relevantes de las religiones precristianas. Así, por ejemplo, llevan nimbo las figuras del dios solar Ra del Antiguo Egipto, del dios griego Apolo, de Buda y sus principales discípulos y, en general, de todas cuantas personas fueron tenidas por santas en Oriente.
Aún hoy día, en los impresionantes templos rupestres de las cuevas de Ellora (a 30 kilómetros de Aurangabad, en el estado indio de Maharashtra Norte), puede verse la figura de Indrani —la esposa de Indra, que fue el principal dios de la India en la antigüedad— sosteniendo en sus brazos al niño Dios-Sol y llevando ambos alrededor de sus cabezas un halo similar al de la Virgen y el Niño cristianos. También con la cabeza aureolada se representa, en antiguas pinturas, al niño Krisna siendo amamantado por su madre Devakí.
En todas las culturas antiguas, al margen de un reflejo de la gloria celeste representada por el Sol, el nimbo era un símbolo de realeza. Y así lo tomaron también los primitivos artistas cristianos, que representaron con halo áureo no sólo a Cristo y los santos sino, también, a los llamados emperadores cristianos (Trajano, Antonino Pío, Constantino, Justiniano, etc.), tal como puede verse en las monedas y medallas de la época.
El famoso crismón, símbolo fundamental de la Iglesia cristiana primitiva, es un clarísimo signo solar. En una de sus formas está constituido por las letras I y X (iniciales griegas de Iesous Xristos) superpuestas, mientras que en el llamado «crismón constantiniano» se emplean la X y la P, que son las dos primeras letras del nombre Cristo en griego; esta segunda forma no se distingue de la primera «más que por la adición del bucle de la P, del que Guénon ha señalado que representaba el sol elevado a la cumbre del eje del mundo, o también el agujero de la aguja, la puerta estrecha, y finalmente hasta la puerta del sol por donde se efectúa la salida del cosmos, fruto de la Redención por Cristo. A este símbolo debe allegarse la antigua marca corporativa del cuatro de cifra, donde la P se reemplaza simplemente por un 4, emparentado precisamente con la cruz».[135]
La cruz, en sus múltiples formas, es un símbolo procedente de la prehistoria, tiene su origen en los cultos solares y es un símbolo fundamental de la humanidad que ha estado presente en todas las culturas del planeta. Así pues, la elección del signo de la cruz por los primeros cristianos fue totalmente adecuada ya que ésta simbolizaba al Jesús-Cristo o Sol Invictus, razón por la cual también el crismón, con el fin de reforzar su significado astral, comenzó a representarse dentro de la antigua rueda solar. En la historia cristiana, sólo muy tardíamente se comenzó a tener a la cruz como el emblema de la «Pasión de Cristo» y de la Salvación que se derivó de ella.
La interrelación de los diferentes símbolos y creencias paganas de que venimos hablando en los últimos apartados fue explicada ya adecuadamente por Pierre Saintyves, en 1908, en un pequeño ensayo de mitología comparada que resulta tan erudito como ameno:[136] «Hubo un tiempo en el que la astrolatría, y sobre todo el culto al Sol, tomó el relevo, como culto oficial, del culto naturalista a las piedras, los árboles y las aguas. Esta superposición se produjo bajo la doble influencia de la observación del firmamento y de la práctica de los ritos agrarios, necesariamente estacionales. Y así ocurrió que estos últimos ritos, orientados esencialmente hacia la fecundidad de la tierra, fueron utilizados con el fin de influir sobre los movimientos de los astros que regulan las estaciones. Y de este modo, antiquísimos ritos de fecundidad, semi-totémicos y semiagrícolas, fueron traspasados hacia el culto solar. Se olvidó su origen, pero no el fin con el que se habían de emplear. Nacieron entonces estos relatos de la encarnación del Sol. Sobre los ritos de fecundidad, utilizados para hacer más activo al Sol, se injertaron estas historias divinas que, bajo tantas formas diferentes, fueron la delicia de nuestra infancia.
»De este modo —prosigue Saintyves— la anunciación de la venida de un dios se incorpora a la anunciación de la primavera y a los ritos que preparaban su llegada. La estrella de la natividad se convirtió en la estrella que anuncia la próxima llegada de la dulce estación. Los sacerdotes del antiguo Egipto tenían el deber de comunicar al pueblo la aparición de Sirio, presagio de la próxima primavera y de la resurrección de Osiris. La exposición del hijo que deberá destronar a su padre o a su abuelo se convertirá en la ocasión del triunfo del nuevo Sol, que deberá expulsar al antiguo y decrépito. La alegría de los padres en el nacimiento de un nuevo hijo tendrá su equivalente en el milagro del hosannah que canta toda la naturaleza en honor del Sol primaveral o del Sol naciente. Crecen los capullos, se abren las flores, cantan los pájaros y los hombres comienzan de nuevo a tener esperanzas. Nadie podrá dudar que el tema del hosannah milagroso se relaciona claramente con los alegres ritos practicados en las jubilosas fiestas paganas, que participan a la vez del carácter de nuestras Navidades y nuestras Pascuas».
Mucho antes que Saintyves, Juan de Médicis, que sería proclamado Papa bajo el nombre de León X (1513-1521), en una carta dirigida al cardenal Bembo —según lo recogió su contemporáneo Pico della Mirándola—, había dejado entrever con claridad el pensamiento más íntimo de la cúpula de la Iglesia católica cuando escribió: «Desde tiempos inmemoriales es sabido cuán provechosa nos ha resultado esta fábula de Jesucristo».
Los autores de los Evangelios que, como ya vimos, escribieron sus textos muchos años después de muerto Jesús y con una finalidad apologética que pretendía sustanciar la verdad del cristianismo mitificando la figura del Jesús histórico, se vieron obligados a encajar sus narraciones dentro de dos moldes muy ajenos entre sí: el de los mitos paganos que acabamos de repasar y el contexto judío que había acrisolado antiguas profecías bíblicas acerca de la futura llegada de un Mesías salvador de Israel.
Tal como se hizo con la mítica solar pagana, la acomodación de la leyenda de Jesús a las profecías mesiánicas —ya mencionada en el apartado dedicado a los profetas y que volveremos a tratar extensamente en el capítulo 7—, empleada ya por el propio Jesús antes de ser ejecutado, fue exacerbada con descaro en algunos escritos neotestamentarios. Así, desde el mismísimo inicio del primer evangelio canónico se pretende dar por cumplidas las profecías básicas aportando una genealogía de Jesús que, si bien es ingeniosa y parece convincente, tiene los pies de barro.
En el comienzo del Evangelio de Mateo —concretamente en Mt 1,1-16— se lee: «Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham: Abraham engendró a Isaac, Isaac a (…), Jesé engendró al rey David, David a Salomón en la mujer de Urías (…) y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo».
Con este texto, en Mateo se pretende demostrar que Jesús era descendiente directo del linaje de David, tal como exigía la profecía mesiánica más tradicional —la «profecía de consolación» de Is 11 en la que Dios, estando el pueblo de Israel bajo el dominio asirio, promete un retoño del tronco de Jesé sobre el que reposará el espíritu de Yahveh, etc.— y, al mismo tiempo, se quiere dejar sentado que Jesús había sido concebido por una virgen, tal como había anunciado Isaías en su profecía sobre el Emmanuel (Is 7,14 y ss).[137]
El problema que presenta esta genealogía, máxime en una sociedad patriarcal donde el linaje se transmite desde el padre y no a través de la madre, es que si José no tuvo nada que ver con el embarazo de María, Jesús no pudo ser descendiente de la casa de David y, por tanto, tampoco pudo ser jamás el Mesías esperado por los judíos y anunciado por los profetas, puesto que no se había dado la premisa principal de la promesa divina.[138]
Lucas, por su parte —en Lc 3,23-38—, aporta otra genealogía que, en orden inverso, va de Jesús hasta Dios pasando por David, naturalmente: «Jesús, al empezar [su predicación], tenía unos treinta años, y era, según se creía, hijo de José, hijo de Helí (…), hijo de Leví (…), hijo de David, hijo de Jesé (…), hijo de Abraham (…), hijo de Adán, hijo de Dios».
Dejando al margen la pueril licencia poética de hacer remontar la ascendencia de Jesús hasta Adán para mostrar así que era «hijo de Dios» —un dato innecesario puesto que en el Antiguo Testamento ya estaban acreditados como tales David (Sal 2,7-8) y otros reyes hebreos—, de esta genealogía destacan dos aspectos muy importantes: es discordante de la aportada por Mateo respecto de los antepasados que llevan hasta David —una discrepancia difícil de justificar sabiendo que ambos autores fueron casi contemporáneos y se basaron en las mismas fuentes históricas judías[139]— y, por otra parte, aunque en unos versículos anteriores Lucas había dejado ya constancia del anuncio del embarazo milagroso de la madre, aún virgen, de Jesús (Lc 1,26-38), la genealogía presenta a éste como hijo de José y no de María; un desliz que quizá puede comprenderse mejor teniendo en cuenta que, como médico que era, Lucas debía tener una noción bastante clara del misterio de la generación humana y, además, al igual que Pablo, del que fue ayudante, no debió creer ni dar importancia a una hipotética encarnación divina de Jesús.
El problema planteado por esta genealogía es inverso, aunque complementario, al que ya hemos señalado en Mateo. Ahora, siendo Jesús hijo de José queda claro que desciende del linaje de David y cumple con la profecía; pero si no nació de virgen, tal como sugiere esta segunda genealogía, es evidente que no se cumple el anuncio de Is 7 y tampoco puede ser el «Emmanuel», el Rey Mesías y Salvador. Los otros dos Evangelios, el de Marcos y el de Juan, tampoco nos permiten solucionar tan fundamental cuestión ya que en ellos el Espíritu Santo no sólo no inspiró genealogía alguna sino que tampoco aportó dato ninguno acerca de la presunta virginidad de María.
No sin cierta perplejidad por nuestra parte, deberemos seguir adentrándonos en la obra mesiánica de Jesús sabiendo que, pese a tener dos amplias genealogías, ninguna de ellas le presenta ni le legitima como el Mesías prometido y esperado por el pueblo de Israel.
Siguiendo la inveterada costumbre —cultivada por los escritores neotestamentarios y por los padres de la Iglesia con un radical y persistente desprecio por la verdad histórica— de dar por cierta toda noticia que pudiese relacionarse con algún versículo profético, Mateo, en Mt 1,22-23, tal como ya mencionamos, se armó con un texto de Isaías para demostrar más allá de cualquier duda que Jesús había nacido de una virgen; aunque, dado que este pasaje está escrito en forma de aclaración demostrativa de la veracidad de la afirmación de Mateo, es también posible que sea un añadido posterior.
El texto de Isaías en que se apoya Mateo es el siguiente: «El Señor mismo os dará por eso la señal: He aquí que la virgen grávida da a luz, y le llama Emmanuel. Y se alimentará de leche y miel, hasta que sepa desechar lo malo y elegir lo bueno. Pues antes que el niño sepa desechar lo malo y elegir lo bueno, la tierra por la cual temes de esos dos reyes, será devastada. Y hará venir Yavé sobre ti, sobre tu pueblo y sobre la casa de tu padre días cuales nunca vinieron, desde que Efraím se separó de Judá» (Is 7,14-17); aunque, obviamente, Mateo solamente escogió la primera frase —reproduciéndola como: «He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y se le pondrá por nombre “Emmanuel”»— añadiéndole seguidamente «que quiere decir [Emmanuel] “Dios con nosotros”».
En primer lugar, si recordamos el contexto histórico en que se movió Isaías, salta a la vista el trasfondo del pasaje aludido que, a más abundamiento, Isaías resalta al comenzar el capítulo 7 diciendo: «Y sucedió en tiempo de Acaz, hijo de Joram, hijo de Ozías, rey de Judá, que Rasín, rey de Siria, y Pecaj, hijo de Romelía, rey de Israel, subieron contra Jerusalén para combatirla, pero no pudieron tomarla…»; es evidente, por tanto, que Isaías está aludiendo a la crisis política que atravesaba Judá desde el inicio del reinado de Acaz (735-715 a. C.), presionado por la coalición entre los israelitas del norte y los arameos de Damasco, y que le formula a Acaz un oráculo que es al tiempo consolador y veladamente amenazador para el futuro de Judá, merecedor de un castigo divina por haberle sido infiel a Yahveh.
El plazo para el cumplimiento del oráculo es «antes que el niño [el hijo de la virgen, que más abajo veremos a quién se refería] sepa desechar lo malo y elegir lo bueno», eso es antes de que tenga uso de razón o, lo que es equivalente según la tradición, antes de los siete años. Puntual como un reloj, el anuncio de Isaías tuvo lugar a los siete años de reinado de Acaz, en el año 732, cuando Judá, aliada con los asirios, venció a Israel y Damasco —«la tierra por la cual temes de esos dos reyes, será devastada»—. Quedaba aún por cumplir la parte amenazadora del oráculo, que llegaría en el año 587 a. C., de la mano de Nabucodonosor, con el fin del reino de Judá y el inicio del exilio babilónico. Para el lector sorprendido por la capacidad profética de Isaías cabe recordar que buena parte de sus oráculos fueron redactados por otras personas y una vez acontecidos ya los hechos anunciados.[140]
Veamos ahora que sabemos del Emmanuel, el hijo de la virgen. En la muy deficiente versión griega de la Biblia de los Setenta se tradujo la palabra hebrea almah, que significa muchacha, por virgen, y sobre este grave error Mateo construyó su enésima patraña profética en apoyo de la supuesta veracidad de su narración mítica acerca del nacimiento de Jesús.
Sostener, como hace la Iglesia católica, que la almah de Isaías fue una virgen implica mantener a sabiendas un claro engaño con fines doctrinales interesados, máxime cuando todas las otras almah bíblicas sí las ha traducido por su correcto significado de doncella, tal como puede apreciarse en el caso de la almah de Proverbios[141] y las alamoth del Cantar de los Cantares[142] que, obviamente, según se deduce del contexto narrativo, perdieron su virginidad, respectivamente, a consecuencia del «rastro del hombre» y de su función en un harén real.
Todas las versiones independientes —o, simplemente, no católicas— de la Biblia han traducido la almah de Isaías por doncella,[143] y ello no sólo es lógico por lo ya mencionado sino por todo lo que sigue diciendo Isaías en su propio texto. De entrada, el profeta se concentró únicamente en el nombre que tendría el hijo, ignorando absolutamente a la madre, cosa absurda si se tratase de una auténtica virgen a punto de parir. Y, como colofón, Isaías identificó perfectamente a la doncella como a una contemporánea suya cuando, tras hacer una relación pormenorizada de cuanto le acontecería al reino de Judá «antes que el niño sepa desechar lo malo y elegir lo bueno», añadió: «Acerquéme a la profetisa que concibió y parió un hijo, y Yavé me dijo: Llámale Maher-salal-jas-baz, porque antes que el niño sepa decir “padre mío, madre mía”, las riquezas de Damasco y el botín de Samaría serán llevados ante el rey de Asiría» (Is 8,3-4).
Resulta palmario, pues, que la almah es la joven profetisa que ya ha parido un hijo, nacido necesariamente durante el período que va entre los años 735 a. C. (fecha más probable) y 721 a. C. (fecha de la conquista asiría de Samaría), y al que Isaías designa con dos nombres sucesivos: Emmanuel (Dios o la Alegría está con nosotros), que resultaba tranquilizador para Judá y acorde con la primera parte de su profecía, y Maher-Sgalal-hasgbaz (la desgracia está con vosotros), que concordaba con el segundo anuncio oracular acerca del fin de Judá y el exilio babilónico. Así pues, de ninguna manera, ni bajo ninguna excusa o exégesis, puede tomarse esta imagen sobre algo ya acontecido en el siglo VIII a. C. como la profecía de algo venidero en el siglo I d. C. La almah de Isaías ni era virgen ni preconizaba el milagro de la Virgen María, y su hijo Emmanuel fue también absolutamente ajeno a cualquier anuncio del nacimiento prodigioso de Jesús.[144]
En el contexto histórico en que se desarrolló el libro de Isaías tampoco puede tener nada que ver con una supuesta profecía sobre Jesús el pasaje que dice: «Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre los hombros la soberanía, y que se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz[145], para dilatar el imperio y para una paz ilimitada sobre el trono de David y de su reino, para afirmarlo y consolidarlo en el derecho y en la justicia desde ahora para siempre jamás. El celo de Yavé de los ejércitos hará esto» (Is 9,6-7).
Tal como mostramos en el apartado dedicado a los profetas, ésta es una típica profecía de consolación que, además, ensalza a la casa de David —de la que Isaías era un notable asesor— y, junto a los versículos de Is 11, diseña lo que se convertirá en el mesianismo judío, la esperanza puesta en un futuro monarca poderoso y justo que dilate el reino de Israel, en medio de la paz y la justicia. Isaías soñaba con la entronización de un rey, fuerte al menos como David, que aún nadie ha visto gobernar en Israel; pero jamás se le pudo haber pasado por la cabeza que la esperanza del «pueblo de Yahveh» residiese en aguardar al hijo de un carpintero que sería ajusticiado en la cruz tras dos breves años de predicación.
De lo dicho hasta aquí, basándonos en el Evangelio de Mateo, el gran avalador de la virginidad de María, sólo puede extraerse la conclusión de que no existe en el Antiguo Testamento ninguna profecía acerca de la virginidad de María y del nacimiento prodigioso de Jesús y que, vista la afición de Mateo por construir inspirados castillos probatorios sobre pasajes veterotestamentarios de los Setenta que no son más que obvios errores de traducción y de exégesis de los originales hebreos, la credibilidad de su relato sobre este asunto debe quedar, como mínimo, en suspenso.
La otra mención que se hace en el Nuevo Testamento acerca de la virginidad de María la encontramos en Lucas, concretamente en Lc 1,26-38, en el pasaje de la anunciación de Jesús, que, como ya indicamos en un apartado anterior, fue redactado gracias a la inspiración procedente del texto de Mateo y de los relatos —equivalentes— de las anunciaciones previas a los nacimientos prodigiosos de Sansón, Samuel y otros. Estos doce versículos, escasos y nada originales, aun sumados a los de Mateo, suponen bien poca leña para alimentar el fuego del mito virginal de María.[146]
En Marcos, el primer evangelio que se redactó (c. 75-80 d. C.), producto de los recuerdos y prédicas del apóstol Pedro, próximo como nadie a Jesús, no aparece ni una sola línea acerca de un hecho tan capital como la virginidad de María. Y en Juan, el último de los evangelios (escrito a finales de la primera década del siglo II d. C.), fruto de las memorias del «discípulo amado» del Mesías, a pesar de que se identifica claramente a Jesús con la encarnación del Verbo[147], tampoco se invierte ni un triste versículo en proclamar la naturaleza virginal de la madre del Mesías. ¿No resulta, pues, algo sospechoso un olvido tan evidente sobre un asunto tan principal? Y máxime si, tal como veremos en el apartado siguiente, ninguno de los cuatro evangelistas dejó de mencionar que María tuvo otros hijos además de Jesús.
En un arrebato de estulticia galopante cabría tomar en consideración la explicación que impone la Iglesia católica cuando afirma que: «Jesús pasaba por hijo de José, ya que el misterio de su concepción virginal estaba aún velado por el secreto. Los hermanos y hermanas de que nos hablan con frecuencia los autores sagrados son parientes cercanos, primos carnales por parte de la madre o de san José».[148] Pero aun aceptando la muy improbable posibilidad de que los vecinos de Nazaret ignorasen la virginidad de María en caso de haber sido un hecho real, lo que ya clamaría al cielo y sobrepasaría el absurdo sería que hubiese sido desconocida por los mismísimos apóstoles por estar dicho suceso «aún velado por el secreto». ¿Cuándo dejó de ser un secreto?, ¿por qué se ocultó un hecho que proclamaba divinidad por los cuatro costados?, ¿cómo y en qué momento se enteraron los apóstoles de la virginidad de María?, ¿no confiaba Jesús en sus apóstoles?, ¿por qué sólo Mateo parece haber conocido el episodio de la virginidad de María mientras que le estuvo vedado al resto de los apóstoles?, ¿no confiaban los apóstoles entre sí?
Estas preguntas y otras muchas similares no pueden tener respuestas lógicas dado que se interrogan sobre un absurdo total. Si los apóstoles no le dedicaron un espacio de privilegio a un hecho tan portentoso como la virginidad de María —mientras que fueron unánimes en mencionar a sus otros hijos y en consumir versículos sin fin relatando «curaciones milagrosas» de histéricos para documentar la personalidad extraordinaria de Jesús— no pudo ser jamás por falta de conocimiento sino, justamente, por todo lo contrario: los apóstoles, que trataron directamente con Jesús y toda su familia, nunca creyeron que su madre fuese virgen. ¿Cabe pensar entonces que Mateo mintió a sabiendas al introducir el mito virginal de María en su texto? Es posible, pero no necesariamente.
Para intentar encontrarle algún sentido a tanta contradicción hay que recordar lo que ya apuntamos en un capítulo anterior y tener presente que el Evangelio de Mateo, tal como lo conocemos, fue escrito en Egipto, hacia el año 90 d. C., por alguna persona que se basó en los textos originales de Mateo —es decir, del judío Leví, hijo de Alfeo, que fue recaudador de impuestos antes que apóstol—, en Marcos y en otras fuentes judías y paganas. El redactor final de Mateo, que no era judío, tal como se desprende del análisis del texto, no se limitó a actuar como un mero compilador sino que añadió de su propia cosecha todo cuanto le pareció oportuno para mejorarla capacidad de convicción del Mateo original; con esta intención, por ejemplo, duplicó el número de personas que, según Marcos, había sanado Jesús en Gadara y Jericó, etc.
Sabiendo que Mateo fue un texto inicialmente destinado a la evangelización cristiana en las comunidades helenizadas de ciudades egipcias como Alejandría, y recordando que el origen auténtico del cristianismo tal como ha llegado hasta hoy partió de Asia Menor —la región más crédula de todo el Imperio romano en lo tocante a todo tipo de leyendas y supersticiones mágico-religiosas— y que, precisamente, en el sustrato legendario popular de las culturas griega y oriental de esos días era aún habitual la atribución de un nacimiento virginal a todos los personajes muy relevantes, resulta de Perogrullo darse cuenta del origen mítico y tardío del episodio de la virginidad de María; una inclusión forzada por los requerimientos legendarios básicos del contexto pagano al que se intentaba imponer un nuevo «hijo del Cielo». En cualquier caso, el relato del nacimiento virginal se adoptó como un rasgo demostrativo más en favor de la proclamación de la descendencia divina de Jesús, pero bajo ningún concepto pudo pretenderse ensalzar o construir el personaje que llegará a ser «María, la Virgen» (un proceso que veremos detalladamente en la cuarta parte de este libro).
El Jesús histórico, al ser transformado en la divinidad solar Jesús-Cristo, tal como ya mostrarnos, necesitó ser adornado con todos los mitos paganos correspondientes a la astrolatría solar, entre los cuales el de la concepción divina y virginal de su madre era uno más. Así pues, carece de sentido hablar de que los apóstoles estuvieron mal informados acerca de la virginidad de María o que este prodigioso hecho permaneciese «aún velado por el secreto». Si Marcos y Juan (así como también Pablo en sus epístolas) ignoraron la supuesta virginidad de María, Mateo la ensalzó con más pasión que convencimiento y Lucas —que había tomado el relato de Mateo y de otras leyendas del Antiguo Testamento— la citó con la frialdad de un trámite rutinario teñido de incredulidad, deberemos concluir necesariamente que sólo pudo haber un motivo lógico para esas actitudes: a la madre de Jesús se la hizo virgen cuando los redactores y neotestamentarios ya habían dejado de existir.
Por esa razón, pobres hombres, los apóstoles jamás pudieron honrar a la Virgen María tal como la Iglesia romana acabó ordenando que debía hacerse y, casi más lamentable aún, murieron sin haberse dado cuenta de que los hermanos carnales de Jesús, que ellos conocieron y trataron, no habían sido tales en realidad, sino sus primos.
Gracias a la Iglesia católica, la cristiandad de hoy puede enterarse de más y mejores historias que quienes se supone que las protagonizaron directamente hace casi dos mil años. A eso se le llama «interpretación autorizada e inspirada de las Sagradas Escrituras», una capacidad exclusiva de la Iglesia que, si bien no estuvo al alcance de los autores directos de los textos neotestamentarios, fue instituyéndose e incrementándose en la misma medida en que nuevos redactores rehicieron los documentos originales y sabios exegetas católicos los comenzaron a leer como nunca nadie antes los había escrito.
A pesar de la vehemente defensa que Mateo hace de la virginidad de María, en ese mismo Evangelio encontramos un par de pasajes sorprendentes. En Mt 12,46-50 leemos la primera referencia a la familia de Jesús: «Mientras Él hablaba a la muchedumbre, su madre y sus hermanos estaban fuera y pretendían hablarle. Alguien le dijo: Tu madre y tus hermanos están fuera y desean hablarte. Él, respondiendo, dijo al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano sobre sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre».
Y algo más adelante se relata la reacción de los vecinos de Nazaret a la prédica de Jesús de esta forma: «Y viniendo a su patria, les enseñaba en la sinagoga, de manera que, atónitos, se decían: ¿De dónde le vienen a éste tal sabiduría y tales poderes? ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María, y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? Sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros? ¿De dónde, pues, le viene todo esto? Y se escandalizaban en Él. Jesús les dijo: Sólo en su patria y en su casa es menospreciado el profeta. Y no hizo allí muchos milagros por su incredulidad» (Mt 13,5458).
Si los habitantes de Nazaret, que habían convivido unos treinta años con Jesús y su familia, según Lc 3-23, quedaron atónitos al ver el cambio experimentado en su convecino, no es menor el pasmo que experimenta el lector de estos textos evangélicos cuando se pone a reflexionar sobre su alcance. En primer lugar, uno descubre que Jesús tuvo cuatro hermanos varones y un número indeterminado de hermanas, con lo que si ya era difícil imaginar la virginidad de María tras un parto ahora hay que hacer lo propio tras no menos de siete alumbramientos.
Si creemos a Mateo, la familia de Jesús se instaló en Nazaret (Mt 2,23) después de su nacimiento en Belén (Mt 2,1), pero si confiamos en Lucas (Lc 2,4) resulta que José y María ya vivían en Nazaret cuando, estando embarazada María, fueron a empadronarse a Belén. La versión de Lucas obliga a pensar que si María quedó encinta antes de ser recibida maritalmente en la casa de José (Mt 1,18; Lc 1,26-34), su familia y vecinos, según se vivía en la época, se hubiesen enterado de ello y, claro está, también de la visita anunciadora del «ángel del Señor» —un suceso que nadie, absolutamente nadie, de aquellos tiempos hubiese ocultado a sus familiares y vecinos, ni éstos al resto del pueblo— y, aunque las parteras de Nazaret no pudieran intervenir en el nacimiento glorioso de Jesús en Belén, sí debieron asistir al de todos sus hermanos, razón por la cual todo el pueblo debía conocer bien la normalidad fisiológica de María y la humanidad al uso del resto de la familia. Con ello queremos significar que los vecinos de Nazaret son unos testigos de la vida de Jesús tan cualificados, al menos, como Mateo, que le trató sólo durante dos años, o como Lucas o Marcos que ni siquiera le llegaron a conocer directamente.
El trance de ser rechazado por sus convecinos debió ser un hecho notable en la vida de Jesús ya que en Marcos, que no menta palabra sobre la supuesta infancia prodigiosa del nazareno, se reproduce el relato de Mateo casi textualmente (Mc 6,1-6), con expresa mención del nombre de sus familiares: «¿No es acaso el carpintero [oficio que Jesús debió de ejercer junto a su padre durante años], hijo de María, y el hermano de Santiago, de José, y de Judas, y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?».
La familia de Jesús, en genérico, ya había aparecido un poco antes en este Evangelio en un comentario que da cuenta de su reacción alarmada ante el tumulto ocasionado por la prédica del nuevo mesías —«Oyendo esto sus deudos, salieron para apoderarse de él, pues decíanse: Está fuera de sí» (Mc 3,21)— y, casi a renglón seguido, reforzando la tesis de que sus familiares directos creían que se había trastornado, se añade en Mc 3,31-35: «Vinieron su madre y sus hermanos, y desde fuera le mandaron a llamar. Estaba la muchedumbre sentada en torno de Él y le dijeron: Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que te buscan…», que reproduce también casi textualmente el pasaje de Mt 12,46-50 ya citado.[149]
Lucas, por su parte, también recogió del mismo modo que Mateo y Marcos esta escena de tensión familiar, que aparece en Lc 8,19-21. Además, en los Hechos de los Apóstoles, en el contexto de un comentario a propósito de la ascensión de Jesús, Lucas evidencia de nuevo los vínculos carnales del nazareno cuando señala que «Todos éstos [los apóstoles] perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Act 1,14).
El médico Lucas tenía tan clara la existencia de los hermanos de Jesús que ya en el momento de redactar su texto sobre el nacimiento de Jesús (a fines del siglo I d. C.) escribió: «Estando allí, se cumplieron los días de su parto, y dio a luz a su hijo primogénito…» (Lc 2,6-7); de haber sido Jesús el único hijo de María lo hubiese dicho con claridad —en lugar de usar la palabra «primogénito», el mayor de los hermanos— para destacar debidamente ya fuera la presunta unicidad divina de la criatura, o la no menos extraña peculiaridad de una familia judía que en toda su vida no tuvo más que un solo hijo, algo inaudito en esos tiempos.[150]
Teniendo en cuenta que Mateo había sido apóstol de Jesús y Marcos el redactor que recogió las memorias del apóstol Pedro, uno de los tres íntimos del Maestro, ¿cabe pensar que éstos hubiesen podido reproducir sin más el dato de la familia de Jesús si éste no fuese real? Dado que ésta es una información neutra, sobre la que los evangelistas no construyen posteriormente nada doctrinal, ya sea de corte mítico, religioso, social o personal, y que aparece tanto en los textos canónicos de quienes sostienen la virginidad de María como en los de quienes la ignoran absolutamente, resulta muy claro que ésa fue la familia real de Jesús; una certeza que mantienen todos los eruditos independientes y todas las religiones cristianas a excepción de la católica.
En Juan, el Evangelio redactado tardíamente por el griego Juan el Anciano a partir de las memorias de Juan el Sacerdote —«el discípulo amado» que, como ya dijimos, no se corresponde con Juan el apóstol sino con un sacerdote judío que gozó de la confianza y amistad más estrecha con Jesús—, se mencionan los hermanos de Jesús en diversas ocasiones. Así, tras el primer milagro de Jesús en la boda de Caná, se dice que «Después de esto bajó a Cafarnaún Él [Jesús] con su madre, sus hermanos y sus discípulos, y permanecieron allí algunos días» (Jn 2,12). Y, en un pasaje posterior, la existencia de los hermanos de Jesús queda también patente de nuevo al relatar que «Estaba cerca la fiesta de los judíos, la de los Tabernáculos. Dijéronle sus hermanos: Sal de aquí y vete a Judea para que tus discípulos vean las obras que haces; nadie hace esas cosas en secreto si pretende manifestarse. Puesto que eso haces, muéstrate al mundo. Pues ni sus hermanos creían en Él. (…) Una vez que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces subió Él también…» (Jn 7,2-10).
Pablo, el apóstol que se nombró a sí mismo, dio testimonio, al menos, de la existencia de uno de los hermanos de Jesús cuando en su Epístola a los Gálatas (53 d. C.) afirmó que «Luego, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas [Pedro], a cuyo lado permanecí quince días. A ningún otro de los apóstoles vi, si no fue a Santiago, el hermano del Señor. En esto que os escribo, os (declaro) ante Dios que no miento» (Gál 1,18-20). Un par de años después, en su primera Epístola a los Corintios, el apóstol de los gentiles evidenció conocer la existencia de otros hermanos —en plural— de Jesús cuando escribió: «Y he aquí mi defensa contra todos cuando me discuten: ¿Acaso no tenemos derecho a comer y beber? ¿No tenemos derecho a llevar en nuestras peregrinaciones una hermana,[151] igual que los demás apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas?» (I Cor 9,3-5).
Los datos históricos muestran cómo la primitiva Iglesia cristiana, después de la crucifixión de Jesús, situó su cabeza en Jerusalén y fue gobernada por una especie de Sanedrín presidido por Santiago el Justo, el hermano de Jesús que le seguía en edad, siendo el apóstol Pedro la segunda autoridad. Cuando, a consecuencia del martirio de Santiago —hecho ejecutar por el sumo sacerdote Ananías hacia el año 62 d. C.— y del inicio de la guerra judía contra los romanos, tuvieron que abandonar Jerusalén, fueron a instalarse a Pella y allí fue elegido presidente Simón, hijo de Cleofás y primo hermano de Jesús.
En ese Sanedrín figuraban también otros parientes de Jesús, conocidos como los Herederos, de los que se conoce tan sólo el nombre de los hermanos Santiago y Sokker —quizá Judas Sokker—, nietos de Judas, el hermano menor de Jesús. Los Herederos gobernaron la comunidad cristiana hasta principios del siglo II d. C.
En resumen, resulta indiscutible que el Jesús de Mt 12,46-50 o de Mc 3,31-35 no desmintió públicamente que quienes querían hablarle fuesen su propia madre y hermanos carnales sino que, por el contrario, construyó una metáfora que sólo tenía sentido si todos los presentes conocían su realidad familiar, puesto que, estando ya totalmente absorbido por su papel mesiánico, quiso afirmar con rotundidad que el seguimiento de la voluntad de Dios —máxime cuando él y muchos judíos creían que el fin de los tiempos sería inminente— era más importante y acogedor que la propia familia. Y es obvio también que los cuatro evangelistas testificaron en sus escritos la existencia real de no menos de seis hermanos y hermanas de Jesús, así como que Pedro y Pablo se relacionaron directamente con Santiago, el segundo hijo de María y presidente de la Iglesia cristiana de Jerusalén.
Nada menos que en once pasajes inspirados por el Espíritu Santo se muestra la presencia física de esos hermanos carnales de Jesús, mientras que la presunta virginidad de María sólo aparece en dos pasajes que, como ya demostramos, carecen de soporte profético, son de una clara inspiración pagana y obedecen a necesidades míticas.
Dado que en las Sagradas Escrituras, como palabra de Dios que aparentan ser, no puede haber errores ni mentiras, los creyentes han tenido que buscar alguna solución razonable a la contradicción que estalla con virulencia entre las afirmaciones veraces de virginidad de la madre y los no menos veraces testimonios de sus, al menos, siete partos. Todas las iglesias cristianas actuales optaron en su día por creer que María fue virgen cuando concibió a Jesús por la gracia divina, pero que luego parió al resto de sus hijos como resultado de hacer una vida marital normal con José; éste fue un buen equilibrio para evitar el absurdo y, además, es lo que se dice textualmente en el Nuevo Testamento que, por tanto, rechaza la virginidad perpetua de María.
Pero la Iglesia católica optó por otra solución más radical y acorde con su estilo dogmático y totalitario: negó la premisa mayor aduciendo que María no concibió sino a Jesús ya que los hermanos que se citan en los escritos neotestamentarios no deben ser tomados por tales sino por sus «primos», y, en defensa de su tesis organizó un complicado sarao en el qué dio entidad a otra María, cuñada de la Virgen, que, ésa sí, fue madre de cuantos «primos» conviniese adjudicarle.[152]
El argumento católico parte de una base cierta, cual es qué en la versión griega de los Setenta se empleó el mismo termino (adelfós, hermanos) para describir a hermanos, hermanas, parientes o convecinos, pero los exégetas católicos rehúsan emplear el análisis de contexto —al que sólo recurren cuando les conviene— ya que mediante el mismo cualquiera puede darse perfecta cuenta de cuándo unos versículos determinados se están refiriendo a familiares próximos, vecinos, correligionarios o hermanos carnales hijos de la virgen María.
En la Biblia católica de Nácar-Colunga se anota el versículo de Mt 12,46 diciendo que «no han faltado herejes que, basándose en esta denominación [hermanos; citada en Mateo], hayan querido atacar la virginidad de María, suponiendo que ésta tuvo otros hijos además de Jesús»; no aclara esta anotación si tan inspirados propagadores de la ortodoxia católica incluyen entre los herejes a los cuatro evangelistas, ya que éstos, de modo claro e inconfundible, tal como puede apreciar cualquiera que lea sus textos directamente, proclaman la imposibilidad absoluta de la virginidad perpetua de María al presentar a sus otros hijos de la forma como lo hacen.
La Iglesia católica se ha escudado durante siglos en su tremendo poder sociopolítico para tergiversar las Escrituras a su gusto y, al mismo tiempo, mantener a su grey alejada de las evidencias de sus carnicerías doctrinales pero, tal como exclamó Galileo Galilei cuando, en 1613, fue condenado por la Santa Inquisición y obligado a abjurar de su evidencia científica acerca de que era la tierra la que se movía alrededor del Sol y no al revés: «¡Y, sin embargo, se mueve!». Por mucho que la Iglesia se empeñe en que la Tierra no gira o que los hermanos de Jesús son sus primos… ¡los textos originales no se mueven!