La palabra latina testamentum significa alianza y en la Biblia, como ya hemos visto, son frecuentes los contratos de alianza entre Dios y los hombres. La fuente yahvista da fe de la alianza entre Dios y Abraham; tanto esta fuente como la elohísta certifican el fundamental pacto de alianza que hace Dios con el pueblo israelita a través de Moisés, en el monte Sinaí. El escritor del deuteronomista amplió la alianza mosaica añadiendo una serie de leyes que supuestamente recibió Moisés de Dios en las llanuras de Moab y relató nuevas alianzas fundamentales para el futuro, como la que estableció Dios con David y su descendencia… Parece evidente, pues, que Yahveh, el dios todopoderoso de la Biblia, mostró de modo claro e indiscutible su interés por mantener una alianza ¡exclusiva! con un pueblo, el hebreo, que constituía la nación más insignificante de todo el Oriente Próximo de aquel tiempo.
Pero el Dios inmutable de la Biblia acabó traicionándose a sí mismo y a su pueblo elegido y varió su testamentum de tal forma que ya ningún hebreo lo ha vuelto a reconocer jamás. Su Ley, bien concreta en los escritos mosaicos, tomará derroteros muy diferentes y sorprendentes desde el momento en que fue inspirada a los cristianos; y su alianza exclusiva con los hebreos se rompió unilateralmente para tomar, también bajo su protección a todas aquellas naciones gentiles a las que había estado condenando y fulminando con saña en el Antiguo Testamento. O la eternidad empezaba a hacer estragos en la memoria y la voluntad del buen Dios, o algo estaba sucediendo entre los hombres que seguían hablando en su nombre. Averiguar la respuesta exacta a este dilema nos llevará el resto de este libro.
La traducción de las Sagradas Escrituras realizada por el hebraísta salmantino Eloíno Nácar, que cuenta con introducciones y anotaciones del padre Alberto Colunga —de la Orden de Predicadores— introduce el Nuevo Testamento con los párrafos que transcribimos a continuación:[59]
«La Epístola a los Hebreos comienza dándonos en breves y lapidarias palabras la diferencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: “Habiendo Dios hablado a nuestros padres en diversas maneras y muchas veces por medio de los profetas, al fin, en nuestros días, nos habló por su Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, por quien hizo el mundo; el cual, siendo el esplendor de su gloria e imagen de su esencia y quien con el poder de su palabra sostiene todas las cosas, realizada la purificación de los pecados, está sentado a la diestra de Dios en las alturas” (Heb 1,1-3).
»En el Antiguo Testamento, Dios se sirvió de los profetas para instruir a su pueblo. Abraham, Moisés, David, Elías, Isaías, etc., reciben las comunicaciones divinas, y cada uno en su forma se las va enseñando al pueblo, a fin de que le sirvan de norma en la vida que el Señor le tiene trazada hacia Cristo, objeto supremo de sus esperanzas. Todos éstos son, usando una palabra de San Pablo, como “ayos”[60] que llevan de la mano a Israel hasta conducirle al Maestro supremo, de quien recibirán la plenitud de la revelación (Gal 3,24). A Él, Unigénito del Padre, esplendor de su gloria e imagen de su esencia, por quien hizo todas las cosas, le estaba reservada la obra de la restauración de las mismas, destruyendo el pecado y la muerte y volviendo las cosas a aquel estado en que al principio habían sido creadas, hasta entregar después al Padre los poderes recibidos y hacer que sea Dios todo en todas las cosas (I Cor 15,28).
»Así, el Nuevo Testamento es la plenitud, el cumplimiento del Antiguo, como éste fue la preparación de aquél. Mas la preparación para la realización de misterios tan sublimes debía por necesidad ser larga y trabajosa, ni podía limitarse a un solo pueblo; debía extenderse a todos, que no se trataba de la salud de Israel, sino la del género humano. Y para esta preparación era ante todo preciso que el hombre, caído en el pecado por la soberbia, se convenciese por propia experiencia de su incapacidad para levantarse de su postración, para alcanzar la verdad y la vida, para lograr aquella perfección y dicha a que aspiraba cuando deseó ser como Dios (Gén 3,5). San Pablo llama a estos tiempos siglos de ignorancia, en los cuales Dios, Padre providente, no dejó de acudir a sus hijos para que siquiera a tientas le buscasen y se dispusiesen a recibir a aquél por quien tendrían la resurrección y la otra vida (Jn 11,25). De esta preparación corresponde a Israel la parte principal, y por ello fue de Dios escogido como pueblo peculiar suyo, dándole la Ley y las Promesas; pero también tocaba su parte a los demás pueblos de la tierra; llamados asimismo a gozar de las gracias del Mesías, pues que también son ellos criaturas de Dios (Ex 19,5)».
Tras esta parrafada, que se guarece bajo la ampulosidad de la jerga teológica para disimular su vacuidad real, cualquier creyente debería darse cuenta de que se ha dado un salto en el vacío de tamaño intergaláctico. Los profetas, antes «intermediarios entre Dios y el resto de los humanos», ahora, por voluntad de un neoconverso fanático llamado Saulo de Tarso, no son más que ayos, canguros; Dios, a sabiendas, ocultó a su pueblo elegido la futura llegada de su Hijo, el Salvador, les obligó a odiar a las naciones vecinas conociendo que su Hijo predicaría justo lo contrarío, les dio una imagen de su persona y atribuciones divinas que ahora modificará en su nuevo testamentum, les coaccionó a cumplir leyes y rituales que su Hijo derogará por inútiles, les hará seguir a sacerdotes que en los nuevos tiempos aparecerán como falsos —si no herejes—, extenderá su manto protector a toda la humanidad —¿por qué no lo hizo antes? ¿No eran aún criaturas de Dios los demás pueblos de la tierra cuando él los proscribió de su «alianza eterna»?—, causando grave quebranto a su pueblo hebreo… Si el Dios del Antiguo Testamento es el mismo Dios que inspiró el Nuevo, resulta obvio también que alguien, en una época u otra, ha mentido con desafuero.
Aunque también es posible que los cristianos tengan dos dioses distintos y no quieran darse cuenta de ello. El dios del Antiguo Testamento es caprichoso, vengador —a menudo sediento de sangre, ya sea de los suyos o de sus enemigos—, justiciero y obliga al creyente a mantenerse bajo «el temor de Dios»; el del Nuevo, por el contrario, es amor, es un padre afectuoso que llama al creyente a la comunión con él.
Dado que no es de recibo presentar a Dios con dos personalidades tan opuestas —aunque todo cabe en su infinitud—, la Iglesia se ha visto forzada a navegar entre dos planteos teológicos enfrentados y nunca resueltos: el que considera el Antiguo Testamento como una doctrina constante e inmutable —que gira alrededor de un Dios violento, severo, moralizante y obsesionado por el fiel cumplimiento de su Ley— cosa que obliga a considerar la muerte de Jesús como una más de sus típicas exigencias sacrificiales cruentas; y el que no ve en el Antiguo Testamento ninguna doctrina acerca de Dios y lo interpreta como meros relatos hebreos acerca de la intervención divina en su historia, argucia que deja abierta la posibilidad de que Dios pueda volver a intervenir en el devenir histórico de una forma más humanitaria y permite ver la crucifixión de Jesús como «la entrega amorosa del Hijo por parte del Padre». En cualquier caso, resulta escandaloso que la autodenominada «religión verdadera» se contradiga hasta en sus versiones del «Dios único y verdadero».
En fin, veamos a continuación el contexto en el que se produjo la inspiración divina del nuevo testamentum, justificado en la figura de Jesús de Nazaret y, al tiempo, base y origen del cristianismo en general y de la Iglesia católica en particular.
Es bien sabido por todos que los testigos privilegiados de la vida pública de Jesús fueron los apóstoles, hombres que, según lo refiere Marcos, fueron seleccionados por el Mesías de la siguiente forma: «Subió a un monte, y llamando a los que quiso [de sus discípulos], vinieron a Él, y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar a los demonios. Designó, pues, a los doce: a Simón, a quien puso por nombre Pedro; a Santiago el de Zebedeo y a Juan, hermano de Santiago, a quienes dio el nombre de Bonaergés, esto es, hijos del trueno; a Andrés y Felipe, a Bartolomé y Mateo, a Tomás y Santiago el de Alfeo, a Tadeo y Simón el Celador, y Judas Iscariote, el que le entregó» (Mc 3, 13-19).[61]
Los apóstoles, todos ellos judíos, como el propio Jesús, vivieron tiempos difíciles y maravillosos cuando se vieron llamados a colaborar personalmente con el proyecto salvífico que el mismísimo Dios le había asignado a su hijo Jesús. Debieron ser grandes personas, pero de lo que no cabe duda alguna es de que mostraron un escasísimo interés —o más bien negligencia grave— en velar por que su valioso e irrepetible testimonio quedara plasmado sobre documentos que recordaran por siempre al mundo aquello que fue y ya no volverá a ser hasta el fin de los tiempos.
No olvidemos que en el entorno geográfico donde sucedieron esos hechos el ser humano ya había descubierto la escritura hacía más de tres mil años. Pero de la propia mano de los apóstoles apenas salió una mota de polvo frente al casi infinito huracán de escritos que acabaría levantando el caso de Jesús, el Mesías de los judíos. Resulta insólito. Casi tanto como el hecho de que un hombre tan consciente de su misión, como parece haberlo sido Jesús, no dejara escrita ni una sola línea; aunque esto último podría resultar plausible si consideramos que su vida pública se redujo a un período de apenas dos años en el que, por lo que parece, debió llevar una actividad febril.[62]
Lo primero que llama la atención cuando nos acercamos al Nuevo Testamento resulta lo tardíos que son sus textos —no se empezaron a componer hasta el último cuarto del siglo I d. C. y primero del II d. C. (con excepción de las epístolas de Pablo, datadas entre el 51 y 67 d. C.)— y lo incomprensible y absurdo que parece el hecho de que quienes sí tenían mucho que atestiguar no escribieron nada o casi nada y, por el contrario, quienes no pudieron conocer nada directamente escribieron la inmensa mayoría del canon neotestamentario. Es tan ilógico como si una docena de historiadores o periodistas (que propagadores como ellos eran los apóstoles o enviados), presentes en el momento de producirse el mayor prodigio de la historia humana, hubiesen enmudecido totalmente y el hecho no se hubiese plasmado documentalmente ni dado a conocer hasta cuarenta años después y sólo gracias a los escritos deslavazados de un par de ayudantes de dos de esos supuestos testigos privilegiados. Veamos:
El Evangelio de Marcos es el documento más antiguo sobre la vida de Jesús de cuantos se dispone, pero Marcos ni fue discípulo de Jesús ni le conoció directamente sino a través de lo que, tras la crucifixión, le oyó relatar públicamente a Pedro. El Evangelio de Lucas y los Hechos, del mismo autor, son los documentos fundamentales para conocer el origen y desarrollo de la Iglesia primitiva, pero resulta que Lucas, que tampoco fue apóstol, también escribe de oídas, componiendo sus textos a partir de pasajes que plagia de documentos anteriores, de diversas procedencias, y de lo que le escucha a Pablo, que no sólo no fue discípulo de Jesús sino que fue un fanático y encarnizado perseguidor del cristianismo hasta el año 37 d. C. (un año después de la crucifixión de Jesús).
Mateo sí fue apóstol, pero una parte de su Evangelio lo tomó de documentos previos que habían sido elaborados por Marcos (no apóstol). Queda Juan Zebedeo, claro, que ése sí fue apóstol… pero resulta que el Evangelio de Juan y Apocalipsis no son obra de éste sino de otro Juan; fueron escritos por un tal Juan el Anciano, un griego cristiano que se basó en textos hebreos y esenios y en los recuerdos que obtuvo de Juan el Sacerdote, identificado como «el discípulo querido» de Jesús (que no es Juan Zebedeo), un sacerdote judío muy amigo de Jesús que se retiró a vivir a Éfeso, donde murió a edad muy avanzada.
La sustancial aportación doctrinal de las Epístolas de Pablo resulta que proviene de otro no testigo que, además, acabó imponiendo unas doctrinas que eran totalmente ajenas al mensaje original de Jesús. Pedro, el jefe de los discípulos y «piedra» sobre la que se edificó la Iglesia, no escribió más que dos Epístolas de puro trámite —la segunda de las cuales es pseudoepigráfica, eso es redactada por otro— que no representan más que un 2% de todos los textos neotestamentarios. Santiago, hermano de Jesús y primer responsable de la Iglesia primitiva y, por ello, un testigo inmejorable, apenas aportó otro 1% al Nuevo Testamento con su Epístola (también de dudosa autenticidad).
Por paradójico que parezca, es obvio que entre los redactores neotestamentarios prevaleció una norma bien extraña: cuanto más cercanos a Jesús se encontraban, menos escritos suyos se aportaron al canon y viceversa. Francamente absurdo y sospechoso.
En fin, para ser breves, resulta que la inmensa mayor parte del testimonio en favor de Jesús, eso es el 79% del Nuevo Testamento,[63] procede de santos varones que jamás conocieron directamente a Jesús ni los hechos y dichos que certifican. Tamaña barbaridad intentó ser apuntalada al declarar «inspirados» todos los textos del canon neotestamentario, pero entonces, dadas las infinitas contradicciones que se dan entre los propios Evangelios y sus inexactitudes históricas injustificables, se hizo quedar como un auténtico ignorante al mismísimo espíritu de Dios. ¡Menudo problema!
Las incoherencias tremendas que puede apreciar cualquiera que compare entre silos cuatro evangelios canónicos, resultan tanto más chocantes y graves si tenemos en cuenta que estos textos fueron seleccionados como los mejores de entre un conjunto de alrededor de sesenta evangelios diferentes. Los textos no escogidos fueron rechazados por apócrifos[64] por la Iglesia y condenados al olvido. Buena parte de los apócrifos eran más antiguos que los textos canónicos y entre los rechazados había escritos atribuidos a apóstoles y figuras tan importantes como Tomás, Pedro, Andrés, Tadeo, Bartolomé, Pablo, Matatías, Nicodemo, Santiago… y textos tan influyentes en su época como el Evangelio de los Doce Apóstoles.[65]
Los cuatro evangelios canónicos citan a menudo textos que son originales de algún apócrifo y los primeros padres de la Iglesia, como Santiago, san Clemente Romano, san Bernabé o san Pablo, incluyeron en sus escritos supuestos dichos de Jesús procedentes de apócrifos. De hecho, los primeros apologistas cristianos no conocieron —o despreciaron— los textos canónicos de Marcos, Mateo, Lucas y Juan, y hasta san Justino (c. 100-165 d. C.) no encontramos en ellos más que citas basadas en evangelios apócrifos.
La selección de los evangelios canónicos se realizó en el concilio de Nicea (325) y fue ratificada en el de Laodicea (363). El modus operandi para, distinguir a los textos verdaderos de los falsos fue, según la tradición, el de la «elección milagrosa». Así, se han conservado cuatro versiones para justificar la preferencia por los cuatro libros canónicos: 1) después de que los obispos rezaran mucho, los cuatros textos volaron por sí solos hasta posarse sobre un altar; 2) se colocaron todos los evangelios en competición sobre el altar y los apócrifos cayeron al suelo mientras que los canónicos no se movieron; 3) elegidos los cuatro se pusieron sobre el altar y se conminó a Dios a que si había una sola palabra falsa en ellos cayesen al suelo, cosa que no sucedió con ninguno; y 4) penetró en el recinto de Nicea el Espíritu Santo, en forma de paloma, y posándose en el hombro de cada obispo les susurró qué evangelios eran los auténticos y cuáles los apócrifos (esta tradición evidenciaría, además, que una parte notable de los obispos presentes en el concilio eran sordos o muy descreídos, puesto que hubo una gran oposición a la elección —por votación mayoritaria que no unánime— de los cuatro textos canónicos actuales).
San Ireneo (c. 130-200) aportó también un sólido razonamiento para justificar la selección de los libros canónicos cuando escribió que «el Evangelio es la columna de la Iglesia, la Iglesia está extendida por todo el mundo, el mundo tiene cuatro regiones, y conviene, por tanto, que haya también cuatro Evangelios. (…) El Evangelio es el soplo o relato divino de la vida para los hombres, y pues hay cuatro vientos cardinales, de ahí la necesidad de cuatro Evangelios. (…) El Verbo creador del universo reina y brilla sobre los querubines, los querubines tienen cuatro formas, y he aquí que el Verbo nos ha obsequiado con cuatro Evangelios».[66]
Uno de los muchos absurdos que heredamos a partir de ese episodio de selección de textos inspirados es de aúpa: dado que la autenticidad de los evangelios canónicos no estaba unánimemente reconocida por los obispos cristianos, hasta el punto de que tuvo que ser impuesta por la autoridad —de una votación mayoritaria en un concilio— de la Iglesia, ¿qué autoridad puede tener una Iglesia que hoy dice basar su autoridad en unos evangelios dudosos que ella misma tuvo que avalar cuando ni ella ni los textos gozaban aún de autoridad alguna?
Casi la mitad de los textos que conforman el Nuevo Testamento (el 44%) corresponden a los cuatro Evangelios canónicos —Mateo, Marcos, Lucas y Juan— que, básicamente, se ocupan de narrar la biografía, hechos y dichos de Jesús. Las contradicciones que existen entre ellos, incluso para reseñar algunos aspectos fundamentales de la vida de Jesús o de sus enseñanzas, llegan a ser tan notables, profundas y evidentes que sus traductores católicos no pueden menos que culpar a la «tradición oral» de «las diferencias muy frecuentes que se notan, sea en las modificaciones del plan general, sea en la agrupación de los sucesos o discursos, sea, finalmente, en el modo de componer la narración de cada relato. Mas por encima de todo esto se cierne la inteligencia de los autores sagrados, a quienes el Espíritu Santo inspiraba y guiaba en la ejecución de su obra, conforme a las miras especiales de cada uno y guardando su propio temperamento psicológico. De aquí resulta una variedad notable junto a una más que notable unidad, de cuya armonía proviene la admirable belleza de los evangelios».[67]
Sin cuestionar la belleza de los evangelios, que es obvia para cualquier lector culto, ya sea éste creyente o ateo, católico o budista, no puede menos que señalarse como una majadería monumental el pretender atribuir al «temperamento psicológico» de los evangelistas el que, como veremos en su momento, éstos aporten visiones totalmente dispares acerca de cuestiones tan fundamentales como son la virginidad o no de María, los aspectos clave del nacimiento de Jesús, la consustancialidad o no de Jesús con Dios, la resurrección física o no de Jesús, el entorno de sus apariciones y la posibilidad o no de su ascensión subsiguiente y un largo etcétera.
Antes de empezar a ocuparnos del contenido de los textos evangélicos, será necesario averiguar alguna cosa acerca de sus autores y del momento en que fueron redactados, y eso es lo que, de forma muy breve, nos proponemos hacer en las siguientes líneas.
El Evangelio de Mateo encabeza el canon del Nuevo Testamento católico y desde principios del siglo II se tiene a este apóstol por su autor. Leví, hijo de Alfeo, era un judío que trabajaba como recaudador de impuestos para el gobierno y al convertirse en enviado o apóstol pasó a llamarse Mateo. Es muy probable que fuese hermano de Santiago «el de Alfeo», también apóstol. La Iglesia católica defiende que la composición del texto tuvo lugar en la década del 50 al 60 d. C. o, como máximo, en una fecha cercana al año 70 d. C.,[68] pero la mayoría de expertos independientes sitúan su escritura hacia el 75-80 d. C. En el texto aparecen algunos datos que son de fecha relativamente tardía, tales como las referencias a la destrucción de Jerusalén en el año 70 d. C., al papel de la Iglesia y de la disciplina eclesiástica y al retraso del Segundo Advenimiento[69] y a los testimonios de persecución de las autoridades romanas.
De acuerdo a las fuentes tradicionales, las actividades proselitistas de los apóstoles se desarrollaron durante el reinado del emperador Claudio (41-54 d. C.) y desde su inicio los misioneros iban provistos de dos breves documentos, redactados en hebreo, que se atribuyen a Mateo. Uno consistía en una recopilación de pasajes del Antiguo Testamento a los que, según se pretendía, Jesús había dado cumplimiento[70] y se dividía en cinco secciones, como el pentateuco de Moisés; el otro documento era una especie de antología de las enseñanzas de Jesús. El Evangelio de Mateo, tal como lo conocemos hoy, era llamado así porque, además del Evangelio de Marcos, utilizaba estas dos fuentes citadas y se dividía también en cinco libros con un prólogo y un epílogo. El Sermón de la Montaña refleja en buena parte el documento original que refería las enseñanzas de Jesús.[71]
El origen más probable del Evangelio de Mateo, en su redacción actual, se remonta hacia el año 90 d. C. en Egipto, donde existía una numerosa población judía —especialmente en Alejandría— que desarrolló una importante cultura helénico-judía de lengua griega cuyo máximo exponente fue el filósofo y exégeta Filón de Alejandría (c. 20 a. C.-50 d. C.).
Para Schonfield, historiador y traductor de las Escrituras, nuestro actual Mateo es «una curiosa mezcla de materiales y puntos de vista tanto judíos como no judíos. Su estilo literario varía, por supuesto, con relación a las fuentes utilizadas. Pero el tono marcadamente hebraico de muchos pasajes puede resultar engañoso; se requiere un examen muy atento del texto para determinar que el autor propiamente dicho de la obra que conocemos no era judío. Tampoco fue un mero compilador, sino que dejó su impronta personal en el libro, especialmente en la forma de tratar el material de Marcos y destacar los elementos milagrosos. En ocasiones duplica el número de personas curadas, por ejemplo, mencionando a dos endemoniados gadarenos y a dos ciegos de Jericó. También habla de dos asnos utilizados por Jesús para entrar en Jerusalén, por no entender el paralelismo poético del idioma hebreo».[72]
A partir de los datos históricos de la época, se sabe que la revuelta judía contra los romanos (67-70 d. C.) incrementó mucho el sentimiento antijudío entre los gentiles y, también, entre los cristianos de lengua griega —interesados éstos en aparecer ajenos a las actividades subversivas antirromanas de los nazarenos y otros grupos judíos con los que compartían fe mesiánica—, circunstancia que, obviamente, debía dejarse traslucir en los escritos públicos de esos días, tales como el Evangelio de Mateo. «De ahí —afirma Schonfield— la actitud hostil de este Evangelio para con los judíos y el judaísmo, sobre todo en relación con la crucifixión de Jesús, y ello pese a haber utilizado fuentes de carácter netamente judío, como lo refleja el Sermón de la Montaña». [73]
El llamado Evangelio de Marcos fue escrito en realidad por un tal Juan de Jerusalén, de nombre latino Marcus (mencionado en Hechos 12,12, en I Pedro 5,13, etc). Fue ayudante de Pablo y Bernabé, a los que acompañó en su primera gira de predicación, pero, a causa de una disputa con Pablo (de quien no gustó que hablara del mesianismo de Jesús ante el pagano Sergio Paulo, gobernador de Chipre), posteriormente pasó a viajar con Pedro —que le llamaba «mi hijo» (I Pe 5,13)—, del que se convirtió en su intérprete de griego. El texto muy probablemente se conformó en Italia, lugar que pasa por ser el último campo misional de Pedro antes de su muerte. Según asegura la tradición eclesiástica, Marcos, tras el martirio de Pedro (¿en el año 64-65 d. C.?, o en el 67 d. C. según la cronología oficial católica), se fue a evangelizar en Egipto. El Evangelio actual debió escribirse entre los años 75-80 d. C.[74]
Según relata Papías, obispo de Hierápolis, a principios del siglo II, Marcos «intérprete de Pedro, puso por escrito cuantas cosas recordaba de lo que Cristo había dicho y hecho, con exactitud, pero no con orden. No es que él hubiera oído al Señor…, pero siguió a Pedro, el cual hacía sus instrucciones según las necesidades de los oyentes; pero no narraba ordenadamente los discursos del Señor… De una cosa tenía cuidado: de no omitir nada de lo que había oído o de no fingir cosa falsa».[75]
La gran importancia histórica de este Evangelio, el segundo dentro del canon católico, radica en el hecho de ser el documento más antiguo —de los canónicos— de cuantos refieren la vida y obras de Jesús, aunque, en cualquier caso, no debe olvidarse que su final fue cortado después de Mc 16,8 (se ignora cuánto texto falta y cuál era su contenido) y un copista posterior añadió el fragmento que relata la aparición de Jesús a María Magdalena y a los discípulos y el llamado «fin del Evangelio» (Mc 16,9-20); el añadido parece basarse en datos que figuran en Mateo y en los Hechos de Lucas.
Lucas o Lucano, el autor del tercer evangelio canónico y de los Hechos de los Apóstoles, nació en Alejandría y fue compañero inseparable de Pablo en sus tareas de apostolado. Pablo lo identifica como «colaborador» (Flm 24) y «médico amado» (Col 4,14). San Ireneo señala en uno de sus textos que «Lucas, compañero de Pablo, escribió en un libro lo que éste predicaba», pero aspectos del contenido del texto —referidos, por ejemplo, a los conflictos previos a la caída de Jerusalén (70 d. C.) y a las persecuciones de los cristianos o los datos claramente extraídos de textos como Contra Apión, del historiador judío Flavio Josefo— parecen sugerir claramente que Lucas no compuso su Evangelio hasta finales del siglo I d. C. —la Iglesia católica, en cambio, sostiene que fue alrededor del año 60 d. C. y que los Hechos fueron escritos entre el 61-63 d. C.—. Defender la redacción tardía de este texto tiene mayor sentido en la medida que, en esos días, los cristianos precisaban un documento como este Evangelio para ganarse la confianza del Gobierno romano, que les había perseguido implacablemente bajo el mandato del emperador Domiciano (81-96 d. C.).
En época tan conflictiva, el Evangelio de Lucas procuró dar la imagen menos desfavorable posible de los perseguidores romanos, intentó suavizar los choques crecientes que se daban entre bandos ya escasamente reconciliables —judeo-cristianos y grecocristianos, seguidores de Jesús y de Juan Bautista, o discípulos de Pablo y de Pedro— e intentó frenar el estallido de sectarismo cristiano que se produjo tras la caída de Jerusalén cuando no se materializó el esperado e inminente Segundo Advenimiento del mesías Jesús.[76]
Lucas, tanto en el Evangelio como en los Hechos, que son su segunda parte, abordó la historia de los orígenes del cristianismo, pero lo hizo con una suerte muy dispar. Gracias a su atenta lectura de las obras del historiador Flavio Josefo, Lucas pudo importar buena parte de los datos fundamentales que le serían necesarios para ambientar el contexto histórico en el que apareció y se desarrolló el cristianismo pero, tal como hace notar Hugh J. Schonfield, «nuestro autor, fuera quien fuere [se refiere a Lucas], tuvo ciertamente más problemas con la historia de Jesús que con la de la Iglesia primitiva, sobre todo en lo tocante al nacimiento e infancia de Jesús. Aquí, como en uno o dos pasajes más, Lucas se vio obligado a recurrir al Antiguo Testamento en busca de ayuda. Le sirvieron, a todas luces, los relatos del nacimiento de Sansón y de Samuel (en el texto griego de los Setenta[77]), y aun la autobiografía de Josefo, a propósito de un incidente de la infancia.
»Lucas —prosigue Schonfield— estaba enteramente dispuesto a apropiarse de cualquier dato que pudiera contribuir al logro de su objetivo, lo que en su época no se consideraba en modo alguno censurable. Así, puesto que se esperaba que el Mesías vendría de Belén a Judea, Lucas tenía que mostrar que Jesús había nacido allí, aunque el hogar de sus padres se encontrara en Galilea. O no conoció o pasó por alto el relato de Mateo. Se las ingenió, por ejemplo, para sacar partido del primer censo romano de Judea, referido por Josefo y tan aborrecido por los judíos, haciendo viajar a José con su esposa embarazada desde Galilea hasta Belén, la ciudad de David, a fin de efectuar la inscripción. Poco le importó a Lucas que este censo hubiera tenido realmente lugar en el 6-7 d. C. y no durante el reinado de Herodes, muerto en el año 4 a. C. En esencia, lo que Lucas trata de comunicar es ante todo un sentido de realismo, la convicción de que los misterios que son parte integrante del patrimonio cristiano no pertenecen al ámbito de la fábula. Su segundo propósito es el de reconciliar entre sí elementos dispares y conflictivos. Un caso típico a este respecto es su singular presentación de la madre de Jesús y la de Juan el Bautista como primas, de modo que sus respectivos hijos estén emparentados y tengan casi la misma edad».[78]
Con tal de lograr su propósito narrativo, Lucas introdujo con frecuencia fragmentos sobre hechos y dichos de Jesús fuera de su contexto original. Compárese, por ejemplo, Lc 10,25-29 con Mt 22,34-40 y Mc 12,28-34; en los tres pasajes se le pregunta a Jesús acerca de cuál es el mayor o primer precepto, pero mientras Mateo y Marcos ponen la cuestión en boca de un fariseo y un escriba, respectivamente, en un momento en el que Jesús ya está ejerciendo su ministerio en Jerusalén, Lucas, por el contrario, se la atribuye a un doctor de la Ley, ¡mientras Jesús aún va de camino hacia Jerusalén! Otra estrategia, pero para el mismo fin, se evidencia cuando el evangelista introdujo una larga parrafada de material doctrinal entre Lc 11 y Lc 18 que interrumpe el estilo de su propia narración, pero que había que meter a cualquier precio aunque ése no fuese un lugar adecuado para ello.
Mientras cuenta el viaje de Jesús hacia Jerusalén, Lucas situó primero a Jesús en Betania, pueblo vecino de Jerusalén (Lc 10,39), luego le hizo recorrer «ciudades y aldeas, enseñando y siguiendo su camino hacia Jerusalén» (Lc 13,22), a continuación le alejó de su destino ya alcanzado para situarlo en los dominios de Herodes Antipas, en Maqueronte, a muchos kilómetros al este de Jerusalén y más al sur (Lc 33)…; poco después le hizo desandar a Jesús lo mucho andado al afirmar «Yendo hacia Jerusalén atravesaba por entre Samaría y la Galilea…» (Lc 17,11-12), es decir, se le hizo volver una enorme distancia hacia el norte, en dirección contraria a Jerusalén —donde ya estaba— con tal de poder narrar la curación de un leproso (Lc 17,11-19) que Marcos, la fuente de la que copió, había situado en Galilea (Mc 1,40-42); con una breve mirada a un mapa de la época (lo hay en cualquier Biblia) puede comprobarse cuán disparatada es la narración de Lucas.
En Lc 19,41-44 («El llanto sobre Jerusalén») se le atribuye a Jesús una profecía que fue narrada según lo ya descrito por el historiador Flavio Josefo tras la caída de Jerusalén (recordemos que este evangelio se escribió mucho después de este hecho). Al describir el juicio de Jesús ante Pilato, presentó a este último como un pusilánime que desconocía la propia ley romana de la que era garante (Lc 23,3-4) —el delito de declararse «rey de los judíos», del que el mismo Jesús se había hecho convicto, era de alta traición contra el César y se castigaba con la pena capital—, lo cual no sólo era absurdo sino absolutamente imposible en un representante imperial. No debe pasar desapercibido, tampoco, que la descripción de Lucas acerca de la aparición y ascensión de Jesús (Lc 24,36-53) es muy similar al ya existente mito romano sobre la aparición y ascensión de Rómulo tras su muerte (recogido por Plutarco en sus Vidas paralelas).
En fin, tal como acreditan decenas de aspectos similares a los citados, en este Evangelio es evidente que la inspiración divina se había tomado unas merecidas vacaciones después de ver cómo la ciudad santa de su pueblo elegido había sido arrasada por los romanos.
En los Hechos de los Apóstoles Lucas describió la organización y el desarrollo de la Iglesia primitiva en Jerusalén y continuó con su estrategia de disimular los graves conflictos que enfrentaban a los cristianos judíos y no judíos. El texto no habla de todos los apóstoles ya que le cedió casi todo el protagonismo de su narración a Pablo y, de los doce, sólo Pedro adquiere alguna relevancia. Hechos es un documento de cristianismo paulino o «normativo» que resulta muy parcial ya que sólo defiende las posturas de Pablo, satanizando a todos cuantos se le enfrentan, incluido Santiago «el hermano del Señor».
A pesar de las grandes lagunas históricas que el texto cultiva expresamente y del empeño en difuminar las creencias mesiánicas de los seguidores judíos de Jesús, el escrito muestra de forma palmaria el hecho de que el cristianismo, en sus inicios, no fue ninguna nueva religión sino un movimiento o secta judaica mesiánica encabezada por Jacobo (Santiago), el hermano de Jesús que fue ejecutado por Anano hacia el año 62 d. C., una realidad que se ha visto plenamente demostrada en uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes de la historia: el de los llamados Manuscritos de Qumran, una colección de textos de la comunidad esenia encontrados en 1947 en una cueva cercana al mar Muerto. Sobre estos manuscritos esenios, que describen la organización y creencias de las primeras comunidades cristianas y, especialmente, sobre el contenido paulino de los Hechos, volveremos más adelante.
El Evangelio de Juan, el cuarto de los canónicos, es, quizás, el texto más entrañable y querido por los creyentes católicos debido al fuerte contenido emocional con que impregna todo lo referente a Jesús. La tradición atribuye su redacción al apóstol Juan, el hijo de Zebedeo, al que se identifica con «el amado de Jesús» que en la última cena «estaba recostado en el seno de Jesús» (Jn 13,23), pero los análisis de contenido y estructura de los textos joánicos,[79] realizados por expertos independientes, han descartado tal autoría.
A juicio de cualquier profano en la materia, resulta imposible que un pescador de carácter violento[80] e inculto como era el apóstol Juan pueda escribir unos textos tan brillantes e intelectuales como los joánicos (por mucha inspiración divina que se le quiera adjudicar). Pero la mirada atenta de los expertos en exégesis bíblica y lenguas muertas va mucho más allá de la mera sospecha y aporta datos y razonamientos contundentes. A continuación reproducimos un fragmento de la valoración que, sobre estos textos, hace el erudito Hugh J. Schonfield.[81]
«Gran parte del Evangelio consta de discursos de Jesús. Cuando éstos se prologan, aparecen tratados al modo griego, es decir, con preguntas o comentarios intercalados por los oyentes (en el presente caso los judíos o los discípulos), que llevan así adelante el discurso. Si se comparan estas “charlas” y otros dichos de Jesús con su manera de expresarse en los demás Evangelios, es obvio que no está hablando el mismo hombre.
»El Jesús de los Evangelios sinópticos[82] habla a la manera judía, en cuanto a temas y construcción, como puede notarse en el Sermón de la Montaña. El Jesús del Evangelio de Juan, en cambio, emplea la más de las veces un lenguaje totalmente distinto, el de un no judío, y a menudo un estilo pretenciosamente extranjero. Al referirse a la Ley dada a Moisés, dice “vuestra Ley”, en lugar de “nuestra Ley”, y declara: “Todos los que vinieron antes de mí fueron ladrones y salteadores.” Incluso alude a Dios identificándolo consigo mismo, al decir “Yo y mi Padre somos uno.”
»Es evidente que todo ese material relativo a Jesús fue compuesto por un griego cristiano, y, si comparamos el lenguaje y estilo, hay buenas razones para estimar que a él se debe también la redacción de la Primera Carta de Juan (Juan el Anciano). Este Juan aún vivía hacia el año 140 d. C., en la región de Asia Menor, y Papías de Hierápolis lo menciona como a alguien capacitado para relatar cosas dichas y hechas por Jesús. Esta fecha es claramente demasiado tardía para que siguiera en vida cualquier discípulo inmediato de Jesús. ¿A qué reminiscencias, pues, tuvo acceso este Juan?
»La respuesta es que un discípulo directo de Jesús, como sabemos, estuvo viviendo en Éfeso hasta principios del siglo II, y allí Juan el Anciano pudo haberse encontrado con él. Este discípulo se llamaba también Juan. En su Historia eclesiástica, Eusebio comenta que en Éfeso se hallaban las tumbas de los dos Juanes. La información le venía de una carta escrita por Polícrates, obispo de Éfeso, a Víctor de Roma. Polícrates hacía esta importante declaración: “Por lo demás, Juan, que descansó en el seno de nuestro Señor y fue sacerdote, llevando la insignia sacerdotal, testigo y maestro, reposa también en Éfeso.”
»El “discípulo querido” se revela así como sacerdote judío, lo cual es coherente con lo que se dice en el cuarto Evangelio, donde deja entrever su oficio sacerdotal en los recuerdos que forman parte del texto. Sus referencias al ritual judío y al culto del templo son exactas, como también cuando habla de los sacerdotes que no entran en el pretorio de Pilato para evitar la impureza. Él mismo no penetrará en el sepulcro donde Jesús había sido depositado hasta que sepa que no hay ya allí ningún cadáver. Pertenecía a una distinguida familia sacerdotal judía y lo conocía personalmente el sumo pontífice. Poseía una casa en Jerusalén, y después de la crucifixión hospedó en ella a la madre de Jesús. Naturalmente conoce bien la topografía de Jerusalén, y asimismo introduce y explica palabras arameas. Hay que deducir que la casa de Juan el Sacerdote, con su amplia estancia superior, sirvió de escenario a la Cena Pascual o “Última Cena”, donde el “discípulo querido”, como dueño de la casa, ocupó el puesto de honor junto al de Jesús y pudo así apoyarse en el pecho del Mesías,[83] como relata el Evangelio. Asistieron, pues, a la Cena, catorce personas.
»La tradición refiere que el “discípulo querido” vivió posteriormente en Éfeso hasta una edad muy avanzada (Cfr. Jn 21,22-23), y allí lo persuadieron a que dictara sus memorias acerca de Jesús. Éstas parecen haber pasado a constituir el cuarto Evangelio, jalonadas por una serie de indicaciones para establecer que Jesús es el Mesías (…) Tenemos así la prueba de que el Evangelio de Juan, tal como lo conocemos, es un documento de composición heterogénea. Su base son las memorias de Juan el Sacerdote, quien aparece inicialmente como discípulo de Juan el Bautista,[84] lo que lo vincula con los esenios. El que Juan el Sacerdote fuera un estudiante provecto de mística judía ayuda a explicar el atractivo de su obra para “el Anciano” griego. El Evangelio encierra en sus partes narrativas muchos elementos característicos del autor de la Revelación, mientras ésta, en sus Mensajes a las Siete Comunidades y otros lugares, contiene mucho material típico del autor de la mayoría del texto del presente Evangelio. Si leemos atentamente el texto del Evangelio —que fue compuesto muy tardíamente, hacia finales de la primera década del siglo II—, vemos que, efectivamente, tanto en Jn 19,35 como en Jn 21,24, el redactor del texto, el griego Juan el Anciano, se diferencia claramente a sí mismo de la persona que es la fuente de su historia y testigo de los hechos anotados, eso es el judío Juan el Sacerdote.[85] Más tarde, en I Jn 1,1, por ejemplo, la personalidad del redactor pretende amalgamarse a la del relator bajo el subterfugio de emplear el primero una narración en primera persona del plural,[86] pero eso no evita el poder distinguir entre uno y otro.
En lo tocante al Apocalipsis o Revelación (que éste es su significado), cabe destacar que es un libro que pertenece a un género específico de escritos judíos, denominados apocalípticos, que aparecieron con fuerza hacia el 160 a. C. y se caracterizan por lo florido de sus visiones y de la simbología empleada en las narraciones. Los místicos judíos se inspiraron en la simbología babilónica y persa para concretar sus visiones, pero ampliaron y adaptaron esos símbolos para poder emplearlos en su peculiar contexto monoteísta y mesiánico. Este tipo de literatura era empleada con frecuencia para dar fuerza dramática a hechos ya acaecidos o en curso y para arropar el lenguaje profético sobre sucesos aún por venir.
«La. Revelación (o Apocalipsis) de Jesucristo es un modelo tan excelente de la literatura en cuestión que su autor sólo puede haber sido un especialista —señala Schonfield[87]—, familiarizado además íntimamente con el templo y sus misterios y versado en la interpretación escatológica del Cántico de Moisés (Dt 32). Dicho autor piensa en hebreo, y los sonidos de ciertas palabras hebreas entran en sus visiones. El griego en que escribe no es muy literario. Si el nombre de Juan, con el que el libro designa al vidente y narrador, no es un seudónimo, puede muy bien atribuirse a Juan el Sacerdote, el “discípulo querido” de Jesús (…) discípulo del predicador profético de los Últimos Tiempos, Juan el Bautista,[88] lo que hace ya muy probable su asociación con los grupos místico-proféticos judíos, como el de los esenios. El cuarto Evangelio sugiere también que pertenecía a una familia sacerdotal, (…) es ciertamente poco verosímil que alguien que no fuera sacerdote supiese tanto de todo lo relativo al templo de Jerusalén como el autor de la Revelación».
Dada la tremenda complejidad del lenguaje simbólico empleado en el Apocalipsis, este texto ha dado pie a todo tipo de especulaciones esotérico-místicas y paranoias[89] y se ha ganado la fama de ser «profundamente misterioso». Pero el lector que quiera acceder fácilmente a desvelar tanto supuesto misterio no tiene más que leer la traducción que del texto hace el ya tantas veces citado Hugh J. Schonfield;[90] su dominio de la cultura judía antigua y de la exégesis bíblica le permite aportar a cada párrafo del original una serie de anotaciones y comentarios históricos tan razonables y documentados que el Apocalipsis acaba por adoptar un sentido claro y concreto y, en buena medida, ajeno a la interpretación católica del mismo.
Casi un tercio de los textos neotestamentarios llevan la firma de Pablo y son los documentos cristianos más antiguos que se conservan, ya que fueron redactados mucho antes que los Evangelios y el resto de libros canónicos. Se trata de una serie de cartas, escritas —dictadas, más bien, puesto que Pablo tenía muy mala visión— entre los años 51 y 63 d. C. y destinadas a trasladar sus instrucciones, sobre cuestiones organizacionales o doctrinales, a diferentes comunidades cristianas.
Pero es necesario señalar que la mitad de las catorce epístolas de Pablo que se incluyen en el Nuevo Testamento son pseudoepigráficas, es decir, escritas por personas ajenas a Pablo aunque firmadas con su nombre. Desde el siglo pasado, los eruditos en exégesis bíblica han demostrado la falsedad de la autoría paulina de la epístola A los Hebreos, de las dos A Timoteo, de la de A Tito, de la segunda A los Tesalonicenses y han manifestado muy serias dudas acerca de la supuesta autenticidad de las epístolas A los Colosenses y A los Efesios.
Saulo de Tarso, que ése era su nombre judío antes de darse a conocer como Pablo, fue un hombre de un talento y una capacidad organizadora indiscutibles —que ha llegado a ser conocido como el «apóstol de los gentiles» a pesar de haber sido un perseguidor feroz de los cristianos y de no haber pertenecido jamás al círculo de discípulos de Jesús— y acabó por convertirse en la figura clave para el desarrollo y expansión de la nueva religión.
El apóstol Saulo nació en la ciudad de Tarso (Cilicia), en el seno de una familia judía bastante acomodada, poseía la ciudadanía tarsiota y romana —un enorme privilegio en esos días— y recibió una esmerada educación griega además de la rabínica. Desde su adolescencia fue enviado a estudiar con Gamaliel el Viejo, rabino de Jerusalén y reconocido «doctor de la Ley» fariseo, de quien aprendió la exégesis (interpretación) bíblica al modo rabínico de la escuela de Hillel; en esos días nació también su gran interés por el ocultismo y el misticismo fariseo —que tenía muchos puntos de encuentro con las doctrinas de los esenios—, que marcaría el resto de su agitada existencia.
Saulo, condenado a sobrellevar un carácter muy difícil, depresivo, fanático y paranoide, y una salud física muy endeble, intentó compensar sus problemas personales encerrándose progresivamente en sí mismo hasta el punto de llegar a vivir totalmente ajeno a la dura realidad que amargaba la existencia a sus conciudadanos judíos, sometidos a la opresión del invasor romano. Saulo se volcó en un mundo espiritual muy personal, que le llevó a experimentar, según él, algunos episodios místicos y que, finalmente, le condujo a verse a sí mismo como el enviado mesiánico destinado a preparar el camino para el inminente retorno del «hijo del Hombre» celeste —recuérdese Dan 7,13—, que vendría a la tierra para resucitar a los muertos y para establecer el «reino de Dios».
El fanatismo de Saulo iba acompañado, lógicamente, de un comportamiento violento. Así, en el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra la participación directa de Saulo en el asesinato mediante lapidación de Esteban (c. 30-31 d. C.) y se dice de él que «devastaba la Iglesia, y entrando en las casas, arrastraba a hombres y mujeres y los hacía encarcelar» (Act 8,3); por su trayectoria ideológica y su amor por la violencia, es muy probable que Saulo formase parte del partido extremista de los zelotas.[91]
El encarnizamiento de Saulo de Tarso contra los cristianos quedó patente en el famoso pasaje de Act 9: «Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se llegó al sumo sacerdote, pidiéndole cartas de recomendación para las sinagogas de Damasco, a fin de que, si allí hallaba quienes siguiesen este camino, hombres o mujeres, los llevase atados a Jerusalén. Cuando estaba de camino, sucedió que, al acercarse a Damasco, se vio de repente rodeado de una luz del cielo; y al caer a tierra, oyó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él contestó: ¿Quién eres, Señor? Y Él: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate y entra en la ciudad, y se te dirá lo que has de hacer. Los hombres que le acompañaban quedaron atónitos oyendo la voz, pero sin ver a nadie. Saulo se levantó de tierra, y con los ojos abiertos, nada veía. Lleváronle de la mano y le introdujeron en Damasco, donde estuvo tres días sin ver y sin comer ni beber».
El suceso parece milagroso, sin duda, pero, casi dos mil años después del acontecimiento, estamos en condiciones de poder darle varias explicaciones razonables y bastante más satisfactorias que la de la supuesta aparición de Jesús. Por todo lo que conocemos de la vida y personalidad de Saulo, el episodio alucinatorio pudo estar relacionado con alguno de los ataques de epilepsia que padecía regularmente, con una insolación severa, con un brote psicótico o con una reacción histérica (neurosis de conversión); psicopatologías, estas últimas, en las que no sólo suelen oírse voces sino que también, particularmente en la neurosis de conversión, se dan casos en los que se emiten voces —irreconocibles, ya que se habla mediante sonidos guturales y/o ventriloquia involuntaria—, que producen un gran impacto emocional en las personas crédulas que las oyen.[92]
Sin contar la amplísima literatura científica, psiquiátrica y psicológica, que refiere casos parecidos al de Saulo, este autor, en el gabinete asistencial que dirige, ha trabajado directamente con una veintena de personas con experiencias absolutamente equiparables a la citada; todos ellos referían que oían voces y las relacionaban con hechos biográficos pasados (que les generaban una alta culpabilidad; tal como pudo ser el caso de Saulo, perseguidor y asesino de cristianos) y con acontecimientos futuros (profecías), todos ellos podían identificar perfectamente a la o las personas que decían escuchar y la mayoría de ellos atribuía la voz a Dios, Jesucristo o la Virgen, puesto que hoy, como ayer, los delirios estructurados de contenido místico son los más frecuentes.
En el mundo actual, miles de personas están viviendo experiencias como la de Saulo pero, a pesar de que algunas de ellas han acabado fundando sectas religiosas de todo tipo, basta con recurrir a los psicofármacos modernos para volver a tener una vida normalizada y sin alucinaciones divinas. Sin embargo, resulta evidente, en el Damasco de Saulo aún no se había inventado neurolépticos como el Haloperidol.
Un profundo conocedor de la vida y obra de Pablo como es Hugh J. Schonfield, aporta datos relevantes para conocer mejor al personaje cuando, en uno de sus libros,[93] expone que «por los escritos de Pablo, quienes están familiarizados con tales cuestiones pueden deducir que, de joven, se dedicó a una rama particular del ocultismo judío, con todos los riesgos que ello comportaba, tanto físicos como mentales, pudiéndose defender la idea de que su antagonismo violento y obsesivo contra los seguidores de Jesús surgió en buena medida de su propia creencia secreta de ser el Mesías destinado a “iluminar a las naciones”. (…)
»Tras la experiencia psíquica de Pablo, debida quizás a un ataque epiléptico, como resultado de la cual aceptó a Jesús como el Mesías, se retiró al norte de Arabia para enfrentarse con sus problemas, y fue allí donde experimentó “un exceso de revelaciones”. No se había equivocado en su creencia de juventud, en el sentido de ser un elegido para llevar el conocimiento de Dios a los gentiles. La voz que le había hablado le confirmó lo que él ya sabía en el fondo de su corazón. Ahora comprendió lo que le había ocurrido: había sido señalado por Dios como agente personal y representante del Mesías para llevar a cabo su poderosa obra en el mundo hasta que el propio Jesús regresara rodeado de gloria para inaugurar el reino de los justos sobre la tierra. En consecuencia, actuaría, viviría y hablaría siguiendo el mandato del Mesías celestial que era su maestro. Concebía su posición como la de un esclavo de plena confianza, que mantenía unas relaciones tan íntimas con su amo, que gozaba tanto de su confianza que, en la práctica, era como su alter ego. Él era la eikon (imagen) del Mesías, del mismo modo que el Mesías era la eikon de Dios. Estaba convencido de que, por la gracia de Dios, había sido juzgado y sentenciado para asumir una nueva identidad reflejo de la presencia de Cristo».[94]
La fecha más probable de la conversión de Saulo debió ser alrededor de un año después de la crucifixión de Jesús; y aunque se la relata por tres veces en el libro de los Hechos, en todas ellas se la presenta de forma relativamente divergente.[95] Ganado ya para el evangelio, se desconoce si en sus primeros tiempos de predicación optó por propagar las ideas de los apóstoles, la visión de los cristianos helenistas o su propia y peculiar versión cristológica; es muy plausible que Pablo comenzara acogiéndose a las ideas defendidas por la Iglesia de Damasco, para luego ampliarlas con las enseñanzas que los apóstoles impartían desde Jerusalén, pero que, finalmente, al no coincidir éstas exactamente con la misión que él mismo se había arrogado, acabaron siendo arrinconadas a medida que fue elaborando el corpus de su «cristianismo paulino».
Desde su llegada a Antioquía, junto a Bernabé, Pablo se encontró con una situación absolutamente insólita: los misioneros judeo-helenistas, mucho más laxos que sus correligionarios judíos de Jerusalén, habían afiliado al cristianismo a paganos incircuncisos cuando, por entonces, no podían ser cristianos más que los judíos debidamente circuncidados. Ante esa realidad, el pragmatismo y el furor adoctrinador de Pablo le llevaron a aceptar como «un signo divino» ese hecho y a especializarse en el apostolado entre los gentiles, una labor a la que dedicará toda su vida y que realizará con una eficacia tremenda a pesar de no perder jamás su espíritu judío.
«En bastantes aspectos Pablo sigue pensando como un judío —sostiene Etienne Trocmé—, al igual que los discípulos de Jerusalén y que los mismos helenistas. Su doctrina del Dios único, personal, creador y dueño de la historia, que exige de los hombres un cierto comportamiento y ha hecho de Israel su pueblo de elección, podría ser perfectamente la de un rabino; su concepción de la Sagrada Escritura y de la exégesis empleada para extraer de ella su sentido profundo es igualmente judía, por más que incluya elementos tomados del judaismo helenístico y del esenismo, en materia de exégesis alegórica o tipológica; su antropología y su noción de pecado continúan estando muy próximas a las de los autores bíblicos; finalmente, las concepciones apocalípticas que aún aparecen en el segundo término de sus escritos se amoldan perfectamente a los clichés habituales de la literatura judía sobre esta terna. Hay que recordar, de todas formas, que Pablo jamás renegó del judaismo, que hasta el fin continuó observando determinadas prescripciones mosaicas cuando las circunstancias lo permitían (Act 21), y que, a pesar de las afrentas que en todas partes le infligieron las autoridades de la sinagoga, nunca abandonó la esperanza ardiente en la salvación final de Israel (Rom 9-11 )».[96]
Insultado en todas partes incluso por los suyos, los judíos, atormentado por sus males físicos y por sus crisis emocionales, y acomplejado por su aspecto poco agraciado,[97] Pablo puso su máxima energía en hacerse reconocer ante sus seguidores como apóstol,[98] un título que confería la máxima autoridad y poder a quien lo llevara ya que significaba ser representante directo de Jesús de Nazaret. Resulta obvio que Pablo mentía, ya que nunca conoció a Jesús ni, mucho menos, fue discípulo o apóstol suyo, pero su convicción —que en lenguaje diagnóstico psiquiátrico actual podría denominarse más bien como «trastorno delirante paranoide de tipo grandioso»— de ser el intérprete de la voluntad de Dios y de Cristo no tenía por qué fijarse en minucias de ese tipo; de ahí su personalismo y autoritarismo y la forma perentoria en que están redactadas sus epístolas a las diferentes comunidades por él fundadas que, por lo demás, dado que estaban integradas por el estrato social más bajo, no se distinguían precisamente por sus cualidades morales.
Pablo, haciendo gala de un egocentrismo y una presunción inaudita, llegó a situar su conocimiento revelado acerca de «la voluntad de Cristo» por encima del testimonio que los apóstoles habían recibido directamente de Jesús mientras predicó y, para colmo, pretendió adoctrinar a los mismísimos apóstoles con enseñanzas que eran totalmente contrarías a las difundidas por Jesús. No es de extrañar, pues, que Pablo fuese un personaje odiado por los primeros responsables de la Iglesia cristiana, para quienes era poco más que un advenedizo sin escrúpulos; por esta razón, cuando Pablo fue detenido por los romanos no recibió el menor apoyo o ayuda por parte de las iglesias de Jerusalén y de Roma.
De hecho, la mayoría de las epístolas de Pablo reflejan sus constantes enfrentamientos con Santiago, el hermano de Jesús, y con los apóstoles Pedro y Juan, que en esos días constituían la autoridad central del cristianismo en Jerusalén y pretendían un Israel cristiano que cumpliera la Ley mosaica, obligación a la que se opuso Pablo con ferocidad hasta que forzó que en sus comunidades de gentiles, los llamados «prosélitos de la puerta», se obviara la obligada observancia de la Ley.
En la doctrina paulina se encuentran algunos trazos a resaltar, como la gran importancia que le dio a la vida comunitaria, que intentó robustecer potenciando al máximo la reunión de los correligionarios en la «cena del Señor» y, más tarde, definiendo la comunidad de los creyentes como el cuerpo mesiánico cuya cabeza es Cristo; o la defensa de la tesis, de enorme trascendencia religiosa y social en esos días, de que los conversos cristianos gentiles —eso es los no judíos— desde el mismo momento en que aceptaban al Mesías pasaban automáticamente a formar parte de Israel —por estar en el Mesías y sujetos a él como rey de Israel— y sus pecados les eran perdonados.[99] Del pensamiento griego, que Pablo conocía muy bien aunque no le entusiasmaba (I Cor 1), tomó nociones como las de «conciencia», «naturaleza» o «utilidad» que hasta entonces eran desconocidas para el pensamiento bíblico.
Pero lo más original y esencial del sello paulino reside en su afirmación explícita de la preexistencia de Cristo y del papel fundamental de éste después de su resurrección. Pablo no concibió a Jesús como un dios encarnado, ni tampoco lo imaginó como la Segunda Persona de la Trinidad, puesto que él identificaba al Jesús de la ascensión con el «Hijo del hombre» de los místicos judíos. Según la rama del ocultismo judío denominada Maaseh Bereshith —de la que Pablo fue iniciado y que se ocupaba de extraer enseñanzas de la creación del hombre tal como se presenta en el Génesis—, Dios creó al Hombre Celestial a su imagen, como Arquetipo (Hijo del hombre) conforme al cual fue formado Adán. Pablo integró perfectamente esta creencia y la adaptó a sus intereses al postular que el Hombre Celestial o «Mesías de Arriba» se encarnó en Jesús, el «Mesías de Abajo», haciendo así de él el Segundo Adán.[100]
Así pues, la aportación básica de Pablo a la cristología estaba fundamentada en las creencias del ocultismo rabínico que tan queridas le fueron desde su juventud y que tan bien encajaban con su peculiar personalidad y aspiraciones de ser un elegido divino. «El Cristo de Pablo no es Dios —concluye Schonfield en su estudio[101]—, es la primera creación de Dios, y no deja sitio para la fórmula trinitaria del credo de Anastasio, ni para su doctrina de que el Hijo fue “no hecho, no creado, sino engendrado”. Pero, a pesar de que el universo visible sea la expresión del Dios invisible, el Cristo, como primer producto, comprende la totalidad de esta expresión en sí mismo, (…) el Cristo encarnado temporalmente en Jesús, depuso todo atributo de su estado espiritual y se hizo completamente humano y desprovisto de sobrehumanidad, (…) su única dotación especial la tuvo en su bautismo, cuando recibió los dones del Espíritu prometidos al Mesías en sabiduría y entendimiento (Is 11,1-4). El Cristo celestial solamente tomó posesión de Jesús cuando éste resucitó de entre los muertos y ascendió a los cielos (Rom 1,4). Después, pudo revelarse que había tenido esta breve abdicación.[102]
»Pablo es muy claro, como necesitará serlo para ilustrar después que los cuerpos espirituales y los cuerpos físicos no se combinan. Por tanto, Jesús, como ser humano de carne y sangre, no podía identificarse con el Cristo celestial hasta que hubiera descartado su cuerpo físico y asumido un cuerpo espiritual. Habría sido totalmente imposible para Pablo el aceptar la resurrección física de Jesús, como consta en los Evangelios, y repugnante que el Jesús resucitado pudiera comer y beber. Él explicó a los filipenses: “Nuestra forma de gobierno se origina en el cielo, de cuya fuente esperamos un Libertador, el Señor Jesucristo, que transformará el cuerpo de nuestro humilde estado[103] para que corresponda a su cuerpo glorioso por el poder que tiene de someter a sí todas las cosas” (3,20-1). Cristo, en el sentido físico, ya no podía ser conocido. (…) Según Pablo, la comunidad de los creyentes representa el cuerpo mesiánico del cual Cristo es su cabeza, y es la obra de la redención la que transforma este cuerpo en el mesiánico cuerpo de luz, produciendo así la misma unión entre la Iglesia y Jesucristo que la que se produjo entre Jesús y Cristo.[104]
»La idea judía del hombre arquetípico, interpretada con referencia al Espíritu-Cristo, permitió a Pablo evitar sin peligro cualquier disminución de la unidad de la divinidad y cualquier sugestión de que Cristo fuera Dios. Dios no tiene forma ni sustancia; pero el Espíritu-Cristo tiene ambas: forma y un cuerpo espiritual. Nunca, en ninguna parte, identifica Pablo a Cristo con Dios. Sus relaciones Padre-Hijo no implican tal cosa, y el Padre es “el Dios de Nuestro Señor Jesucristo”. Hay un solo Dios, y un solo Señor, Jesucristo. La fórmula trinitaria “Dios Padre, Dios Hijo y Espíritu Santo” es una adaptación injustificable de la doxología paulina. Una vez comprendamos adonde conducía la mística de Pablo, el judío, podremos apreciar cuán lejos llegó a extraviarse la gentilizada teología cristiana».
La lucha por imponer una determinada visión cristológica fue ardua y dio origen a diferentes sectas cristianas. Así, para los doce apóstoles, seguidores de la antigua tradición hebrea, Jesús, como hombre que conocieron y como Mesías del pueblo judío, siempre tuvo una connotación profundamente humana —de rey prometido que, como David, era «hijo de Dios»—; para Pablo, en cambio, tal humanidad no sólo careció de todo interés sino que propugnó que mientras el Cristo celestial asumió una presencia física en Jesús, éste no mantuvo consigo ninguna característica o atributo divino —eso es su naturaleza espiritual como «hijo de Dios»— hasta que pudo recuperarlos después de su resurrección. Para Juan, finalmente, que escribió su Evangelio cuando Pablo y los apóstoles ya habían desaparecido, en la figura de Jesús se había reunido lo humano y lo divino al mismo tiempo, eso es que hubo una verdadera encarnación y el Jesús humano nunca dejó de ser consciente de su sustancia divina. En otros capítulos tendremos que retomar con más profundidad estas importantísimas divergencias y sus resultados.
Pablo, después de haber pasado unos tres años retenido por los romanos en la capital imperial, murió en Roma probablemente en torno a los primeros meses del año 64 d. C. Pero con su desaparición, las discutidas tesis paulinas —contrarias en algunos aspectos fundamentales al mensaje de Jesús, al del Antiguo Testamento y a la visión de los apóstoles— no sólo no perdieron fuerza sino que abrieron un camino insospechado.
El cristianismo en los tiempos de Pablo aún no existía como una religión nueva —eso es diferente del judaísmo— y, probablemente, Pablo no tuvo la intención de apartarse de los judíos sino que, por el contrarío, buscó ampliar el Israel bíblico con el ingreso de los gentiles; pero, en poco tiempo, la dinámica de las comunidades fundadas por él, de la mano de los paganos por él convertidos, desembocó en la aventura de inventar el cristianismo tal como lo conocemos.