1
El Antiguo Testamento: ¿palabra de Dios o resultado de la megalomanía genial que permitió sobrevivir al pueblo hebreo?

La parte de la Biblia que hoy conocemos como Antiguo Testamento es un conjunto de una cuarentena de libros —en el canon católico[10]— que pretende recoger la historia y las creencias religiosas del pueblo hebreo que, aglutinado bajo la nación de Israel, apareció en la región de Palestina durante el siglo XIII a. C. Los análisis científicos han demostrado que buena parte de los libros legislativos, históricos, proféticos o poéticos de la Biblia son el producto de un largo proceso de elaboración durante el cual se fueron actualizando documentos antiguos añadiéndoles datos nuevos e interpretaciones diversas en función del talante e intereses de los nuevos autores/recopiladores.

De este proceso provienen anacronismos tan sonados como el del libro de Isaías, profeta del siglo VIII a. C., donde aparece una serie de oráculos fechables sin duda en el siglo VI a. C. (dado que se menciona al rey persa Ciro); la imposible relación de Abraham con los filisteos (descrita en Gén 21,32), cuando ambos estaban separados aún por muchos siglos de historia; el atribuir a Moisés un texto como el Deuteronomio que no se compuso hasta el siglo VII a. C.; el denominar Yahveh —pronunciación del tetragrama YHWH— al dios de Abraham y los patriarcas cuando este nombre no será revelado sino mucho más tarde a Moisés (Ex 6), etc.

La Iglesia católica oficial, así como sus traductores de la Biblia, sostiene, sin embargo, que todos los textos incluidos en el canon de las Sagradas Escrituras «han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, y son, por tanto, obra divina. Tienen a Dios por autor principal, aunque sean al mismo tiempo obra humana, cada uno del autor que, inspirado, lo escribió».[11]

Pero, obviamente, la cuestión de ser una obra de Dios, que todo lo sabe porque todo lo ha creado y de él todo depende, casa muy mal con el cúmulo de despropósitos que se afirman en la Biblia. Basta recordar la descripción que Dios hace de su creación del mundo, en el Génesis, para darse cuenta de que la «narración divina» no es más que un deficiente recuento de los mitos cosmogónicos mesopotámicos y que su descripción de la bóveda celeste, por ejemplo, no difiere en nada de la que hacían los antiguos sacerdotes caldeos, o egipcios; ¿cómo puede ser, pues, que Dios no fuese capaz ni de describir con acierto aquella parte del universo, el cielo, donde se le supone que mora desde la eternidad?

El clero católico siempre nos ha contado que si Dios hubiese hablado de la realidad tal como era, la gente de entonces no le habría comprendido, pero a tal sesuda deducción cabe oponer que la evidencia universal muestra que cualquier creyente de cualquier religión está dispuesto siempre a creer cualquier cosa que haya sido dicha por su Dios, aunque no la comprenda en absoluto, ¡y tanto más creíble será cuanto más incomprensible parezca! No en vano, ya se sabe, los caminos del Señor son inescrutables.

A Dios le hubiese costado muy poco, por ejemplo, hablar de la teoría de la relatividad o de la formación del cosmos a partir del Big bang, que suscriben descripciones absolutamente metafísicas para cualquier mortal que no sea físico o astrofísico, pero no lo hizo. Dios pudo haber explicado la formación del universo según lo afirma la teoría del Big bang, por ejemplo, y haberle dicho a su amanuense hebreo que el origen de todo tuvo lugar cuando una región que contenía toda la masa del universo a una temperatura enormemente elevada se expandió mediante una tremenda explosión y eso hizo disminuir su temperatura; segundos después la temperatura descendió hasta el punto de permitir la formación de los protones y los neutrones y, pasados unos pocos minutos, la temperatura siguió bajando hasta el punto en que pudieron combinarse los protones y los neutrones para formar los núcleos atómicos; y todo ello realizado por voluntad divina, claro está.

Quiénes creyeron —y siguen creyendo aún— a pies juntillas los relatos del Génesis, no hubiesen dudado un segundo en aceptar y reverenciar una revelación tan estéticamente divina, ¡incluso la hubiesen comprendido! Pero no, en la Biblia jamás se le dio cabida al Libro de Einstein o a la Revelación de Hopkins o Libro del Big bang, una lástima que, sin duda, le ha costado a Dios el tener que perder muchos millones de creyentes desengañados durante el último siglo.

Dios, por poner un par de ejemplos más, tampoco estuvo demasiado acertado cuando adjudicó a Moisés la misma historia mítica que ya se había escrito cientos de años antes referida al gran gobernante sumerio Sargón de Akkad (c. 2334-2279 a. C.) que, entre otras lindezas, nada más nacer fue depositado en una canasta de juncos y abandonado a su suerte en las aguas del río Eufrates hasta que fue rescatado por un aguador que le adoptó y crio. Este tipo de leyenda, conocida bajo el modelo de «salvados de las aguas», es universal y, al margen de Sargón y Moisés, figura en el curriculum de Krisna, Rómulo y Remo, Perseo, Ciro, Habis, etc. ¿Sabía Dios que estaba plagiando una historia pagana? Y no es tampoco de recibo que una narración tan prototípica de la Biblia como es la del «diluvio universal» fuese también el plagio de otra leyenda sumeria mucho más antigua, la del «Ciclo de Ziusudra».

El profesor Federico Lara, experto en historia antigua, resume el «Ciclo de Ziusudra» de la siguiente forma: «Los dioses deciden destruir a la humanidad a causa de las muchas culpas cometidas por ésta. Sin embargo, un dios, Enki, advierte al rey Ziusudra de Shuruppak de lo que se avecinaba, ordenándole la construcción de una nave para que pudiera salvarse con su familia junto a animales y plantas de todas clases. El Diluvio al fin se produjo y destrozó todo tipo de vida, así como los lugares de culto (las ciudades), convirtiendo a la humanidad en barro. Después de siete días y siete noches, el Diluvio cesó y Ziusudra pudo salir de la barca. En acción de gracias realizó un sacrificio a los dioses, quienes le hicieron vivir allende los mares, en el Oriente, en Dilmun».[12] ¿Es posible que Dios no preveyese que, en un día lejano, unos hombres llamados arqueólogos pondrían al descubierto miles de tablillas con escritura cuneiforme que delatarían sus deslices narrativos?

Nuestra cavilación, que aunque rayana en la herejía podríamos alargar con decenas de ejemplos similares a los recién citados, queda abortada de cuajo, sin embargo, cuando leemos los argumentos dados al efecto por los científicos católicos: «Los libros sagrados hablan con frecuencia de las cosas creadas, y en ellas nos muestran la grandeza del poder, de la soberanía, de la providencia y de la gloria de Dios; pero como la misión de los autores inspirados no era enseñar las ciencias humanas, que tratan de la íntima naturaleza de las cosas y de los fenómenos naturales, y acerca de ellas no recibían por lo general revelación alguna, nos las describen, o en lenguaje metafórico, o según el corrientemente usado en su época, como sucede todavía en muchos puntos entre los más sabios. El lenguaje vulgar describe las cosas tal cual las perciben los sentidos; y así también el escritor sagrado, advierte santo Tomás, expresa las apariencias sensibles, o aquello que Dios mismo, hablando a los hombres, expresa de humano modo,[13] para acomodarse a la humana capacidad (encíclica Providentissimus Deus)».

Dado que toda una encíclica papal avala que Dios está por la labor de mantener in aeternum la ignorancia humana y que las Escrituras Sagradas «tienen a Dios por autor principal», dejaremos reposar, almacenadas en el limbo de nuestra memoria, tan doctas manifestaciones y comenzaremos a dirigir nuestra mirada hacia los textos dichos sagrados y hacia los hechos históricos comprobables para intentar localizar, paso a paso, algunas de las razones —siempre las hay para todo— por las que la Biblia acabó siendo lo que hoy es y, en cualquier caso, concluiremos probando que la Iglesia católica oficial, pese a defender la autoría divina de los textos bíblicos de modo incuestionable, no sigue buena parte de los mandatos fundamentales que ella misma atribuye a Dios.

Dios entregó su Ley al «pueblo elegido» plagiando los términos de un tratado de vasallaje hitita

Con todo, a pesar de sus muy frecuentes anacronismos y errores, y de sus evidentes fabulaciones, la Biblia es un documento interesantísimo para, con el imprescindible contraste de la investigación arqueológica, poder analizar el curso de los acontecimientos humanos que se dieron durante la antigüedad en una limitada franja del planeta y centrados en un pueblo, el de Israel, que fue históricamente insignificante —con excepción de la breve época de esplendor impulsada por David y Salomón—, vivió continuamente bajo la amenaza de enemigos externos muy poderosos y de crisis internas debilitadoras, soportando a menudo la humillación, la rapiña y la esclavitud, y medró a duras penas intentando arrancarle algunos de sus frutos a una tierra seca y de clima tan duro y difícil como imprevisible.

Desde esta humildad histórica e insignificancia humana[14] es perfectamente comprensible que el pueblo de Israel —en virtud de lo que sabemos de la psicología humana y tal como acredita la historia de muchos otros pueblos en situaciones similares— necesitase desesperadamente atraerse para sí la atención y protección de un dios todopoderoso al que estaba dispuesto a someterse tal como un hijo débil o desamparado lo hace ante un padre fuerte; pero dado que los dioses de sus enemigos no eran menos poderosos, Israel, con el paso del tiempo, se vio forzada a compensar su nimiedad sintiéndose la elegida no ya del dios más poderoso de todos cuantos había en su época, sino de un Dios único y excluyente que —¿cuál no sería su predisposición favorable hacia los israelitas?— se avino a sellar un pacto de exclusividad con sus protegidos. Tal dinámica megalómana, preñada de mitomanía, fue la clave que posibilitó la supervivencia de los israelitas y acabó siendo el eje troncal de la identidad hebrea y, finalmente, por herencia directa, de la cristiana. Por eso, básicamente, en los textos bíblicos se confunden una con otra la historia real y mítica de Israel y su religión.

La tradición hace comenzar la historia hebrea en el momento en que el patriarca Abraham abandonó Ur (Caldea), hacia el año 1870 a. C. o, más probable, durante el reinado del rey babilonio Hammurabi (c. 1728-1686 a. C.), para dirigirse con su clan nómada hacia el sur, hasta el borde del desierto de Canaán, asentamiento desde el que, un centenar de años más tarde, forzados por el hambre, partirán hacia Egipto, guiados por el patriarca Jacob, donde serán esclavizados.

Según la leyenda bíblica, tras la huida de Egipto (probablemente en el siglo XIII a. C.), mientras el pueblo hebreo estaba acampado en pleno desierto del Sinaí, Moisés, su líder y guía, que había subido a lo alto de una montaña sagrada, afirmó haber oído la voz de Yahveh[15] diciéndole las siguientes palabras: «Vosotros habéis visto lo que yo he hecho a Egipto y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos; porque mía es toda la Tierra, pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa. Tales son las palabras que has de decir a los hijos de Israel» (Ex 19,4-6); acto seguido, Yahvé le dictó su Ley y pactó una nueva alianza —renovando la que hizo con Abraham— que garantizaba el futuro de Israel a cambio de su obediencia al mandato divino.

Este supuesto hecho, definitorio para millones de creyentes actuales, pierde algo de su lustre y originalidad si tenemos en cuenta que los pactos de alianza entre un sujeto y un dios están documentados arqueológicamente desde épocas anteriores —al menos desde el III milenio a. C.— en diferentes culturas mesopotámicas y que, tal como podemos comprobar tras analizar la estructura literaria de los pasajes bíblicos que refieren la alianza, resulta que son una flagrante imitación de los tratados de vasallaje hititas y de otros pueblos antiguos, de los que se han conservado hasta hoy diversos ejemplares.

Los tratados hititas de vasallaje, muy anteriores a la época en que fueron redactados los textos hebreos de la alianza,[16] presentan todos ellos un esquema parecido y formalmente rígido: «Se enuncian en primer lugar los títulos del emperador hitita, luego se hace memoria de la historia de sus relaciones con el vasallo con quien se va a sellar el tratado, se enumeran las condiciones que debe cumplir el vasallo para permanecer fiel a la alianza y conservar así la protección de su soberano, a continuación se prescribe que el texto sea depositado en un templo para recibir lectura en el momento preciso, se mencionan entonces los dioses invocados como testigos, para terminar con una serie de bendiciones o maldiciones para el vasallo, según que éste respete o viole el tratado.

»Tanto en Éxodo, como en Josué, 24, y en el Deuteronomio encontramos diversos elementos de este mismo esquema: las obras pasadas de YHWH, sus exigencias, la orden de leer el Libro de la Alianza, la invocación de testigos (“el cielo y la tierra”, Dt 4,26) y las maldiciones y bendiciones. Dios queda así definido frente a Israel como el emperador hitita frente a sus vasallos. No obstante, no es preciso pensar que necesariamente se trate de una imitación de fórmulas específicamente hititas, ya que el tratado de vasallaje del siglo VIII a. C., que encontramos transcrito en las inscripciones arameas de Sefiré-Sudjin, presenta también los mismos elementos».[17]

Resulta cuanto menos sospechoso que Dios todopoderoso no fuera capaz de redactar un texto de pacto diferente a los tratados de vasallaje al uso en la época, ya fueran éstos hititas o de cualquier otra procedencia.

En cualquier caso, tras definir esta alianza, que pasó a ser el núcleo mismo de la identidad y seguridad del pueblo hebreo, surgió un nuevo problema conceptual al que hubo que encontrar una solución salomónica: dado que los hombres, por culpa de su voluntad flaqueante, no eran capaces de respetar continuamente lo pactado con Yahveh que, por el contrario, era la perfección y fidelidad absoluta, y que ello debía comportar la ruptura del «pacto de vasallaje» con todas sus maldiciones añadidas, se tuvo que dar un paso hacia el vacío teológico y se añadieron a Yahveh nociones como las de misericordia y gracia —de las que carecía el dios de los antepasados de Israel, el anónimo «dios de Abraham» o «dios del padre»— para asegurarse la khesed (lealtad) divina a pesar de las deslealtades humanas.

Se daba así un paso fundamental para consolidar de por vida la identidad y la fe de los hebreos, base de la cohesión colectiva y del aislamiento interétnico que impidió su desaparición y, al tiempo, se comenzó a diferenciar y distanciar a este nuevo dios único —el Yahveh de Moisés— del «dios de Abraham», que era un modelo de dios totalmente equiparable a los «dioses de la tormenta», dioses-padre o dioses-guía de otros pueblos semíticos y mesopotámicos de los que, evidentemente, fue tomado ese primer dios hebreo cuando Abraham, según la tradición, abandonó Ur de Caldea, durante los siglos XVII-XVIII a. C., con su clan nómada para irse hacia Canaán.

Al igual que el dios semítico Baal, descrito, por ejemplo, en los documentos pertenecientes a la cultura urbana de Ras Shamra/Ugarit (c. siglos XIV-XIII a. C.), Yahveh aplaca «el furor de los mares y el estrépito de las olas. (…) Con grandes ríos y abundantes aguas preparas sus trigos…» (Sal 65,8-10), etc., por lo que es evidente que para los israelitas Yahveh es el verdadero Baal y, al mismo tiempo, el verdadero dios Él, manifestación del poder supremo que creó el universo y los hombres y asegura el equilibrio de las fuerzas cósmicas;[18] en este sentido, en Salmos se refiere a menudo a Yahveh cómo el «Altísimo» (’élyon), que es el mismo nombre divino que figura asociado al gran dios cananeo Él en un tratado arameo de Sefiré-Sudjin, del siglo VIII a. C., y en otros documentos más antiguos.

De hecho, Moisés nunca pudo ser el fundador del monoteísmo judío, tal como se afirma, porque Moisés, fiel a la religión semítica de los patriarcas, practicó el henoteísmo, «la monolatría», es decir, no creía que existiese un solo dios sino varios, aunque él se limitó a adorar al que creyó superior de todos ellos. Sólo en este sentido pueden interpretarse frases como la del canto triunfal de Moisés: «¿Quién como tú, ¡oh Yavé!, entre los dioses?» (Ex 15,11), o la de Jetró, suegro de Moisés: «Ahora sé bien que Yavé es más grande que todos los dioses» (Ex 18,11). A más abundamiento, la creencia en otros dioses se patentiza cuando el propio Yahveh ordena: «No tendrás otro Dios que a mí (…) porque yo soy Yavé, tu Dios, un Dios celoso» (Ex 20,2-5).

«Israel se vio obligado desde muy pronto a afirmar la existencia de un único dios —comenta el profesor André Caquot[19]—. El principio de la unidad divina se nos aparece como la traducción ideológica de un sentimiento muy fuerte de la unidad y unicidad de la nación. Se trata en realidad de un monoteísmo puramente práctico, de un “henoteísmo” según la terminología habitual, puesto que no se ponía en cuestión la existencia de otros dioses, como tampoco se ponía en duda la existencia de otros pueblos, sino que el honor nacional exigía que YHWH fuera concebido como el más poderoso de los dioses, aquel delante de quien todos los demás se inclinan ya o deberían inclinarse, y como superior a todas las fuerzas o voluntades desconocidas que gobiernan la naturaleza y el destino de los hombres. Nada, pues, más ajeno que el dualismo al pensamiento israelita: Yahveh es el principio, tanto del bien como del mal que cae sobre el mundo y la vida. YHWH, no obstante, está animado por su lealtad a la alianza en que se ha comprometido y mantiene su protección a la nación que él ha elegido y que lo ha elegido. La cultura israelita imponía a los individuos esta concepción nacionalista de la divinidad».

Además, para mantener el orden en una sociedad como la israelita de la época, conformada, tal como ya señalamos por ‘ibrí —khapiru o ‘aperu— eso es «miserables, temporeros, esclavos y bandidos», era necesario que cualquier ley viniese sancionada con sello sobrenatural —tal como era corriente en todas las culturas de esos días—; de ahí la atribución directa a la voluntad de Yahveh del decálogo elohísta de Ex 17, que impone un ordenamiento moral, o del decálogo yahvista de Ex 34, que reglamenta el comportamiento ritual. La sumisión que, desde el principio de la historia hebrea, se rindió a la Ley es la fuente de una veneración que, al confundir lo que fueron reglamentos humanos, elaborados para posibilitar la convivencia social, con la voluntad de Yahveh, cimentaron las bases de una fe religiosa que ha llegado hasta hoy manteniendo el cumplimiento estricto de esos mandamientos como la vía para «resultar agradable a los ojos de Dios».

Dentro de los relatos bíblicos es una constante casi enfermiza el intentar mostrar, una vez tras otra, que el pueblo de Israel goza del favor exclusivo de Dios, de ahí las más que frecuentes referencias a pactos o alianzas, o el relato del supuesto trato especialísimo que Dios les dispensa a algunos de los monarcas israelitas (sólo a los triunfadores, que aportan esperanza a Israel, claro está; el Dios de esos días no deseaba tener hijos fracasados).

De este modo, siguiendo las fórmulas empleadas por los escribas egipcios y mesopotámicos para referirse a sus reyes, los escritores bíblicos también presentaron al rey David como algo más que un vasallo o un protegido de Yahveh y le hicieron mesías —un título ya usado por Saúl— e hijo de Dios. Así, en el oráculo de investidura real se dice: «Voy a promulgar un decreto de Yavé. Él me ha dicho: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Pídeme, y haré de las gentes tu heredad, te daré en posesión los confines de la tierra. Los regirás con cetro de hierro y los romperás como vasija de alfarero”» (Sal 2,7-8). En Sal 89,4 se le ratificó como elegido de Dios[20] y en Sal 89,28 se le hizo primogénito de Yahveh[21] al tiempo que, tal como vemos por el texto de los versículos que aparecen a continuación —y por Sal 89,4-5—, se empleó a Dios como excusa para imponer de golpe el principio de la monarquía hereditaria (muy ajena a la tradición anterior de los hebreos) y se garantizó el régimen teocrático de cara al futuro.

Los autores de los libros del Antiguo Testamento:
tantas manos inspiradas como intereses políticos hubo en la historia antigua de Israel

Aunque desde una perspectiva de fe los libros del Antiguo Testamento son atribuidos a Dios, con la ayuda caligráfica de aquellos autores que los firman, los datos científicos e históricos modernos nos llevan hacia conclusiones absolutamente divergentes de las de la Iglesia.

El análisis objetivo de los textos bíblicos fue proscrito —o, cuanto menos, gravemente dificultado— por la Iglesia católica mientras ésta mantuvo el tremendo poder social que la ha caracterizado durante casi dos milenios. Pero la actitud oficial cambió en buena medida, al menos en apariencia, a mediados de este siglo, cuando el papa Pío XII proclamó la encíclica Divino Afflante Spiritu (1943), en la que animaba a los expertos a profundizar sobre las circunstancias de los redactores de la Biblia.[22] Una decisión como ésta no sólo debió verse influida por el ya evidente desmoronamiento progresivo del poder de la Iglesia sino, con más razón, por la imparable curiosidad científica que se había despertado a raíz de los importantísimos descubrimientos arqueológicos realizados en el Oriente Próximo durante el siglo XIX.

Cabe recordar que la interpretación de la Biblia siempre fue una potestad exclusiva de la jerarquía católica, que promulgó penas de excomunión y prisión perpetua para quien la tradujese a una lengua vulgar. Las versiones griega (de los Setenta, traducida del hebreo hacia el siglo III a. C.) y latina (Vulgata, traducida por san Jerónimo en el siglo IV d. C.), únicas aceptadas, aseguraban que la masa de creyentes, desconocedores del griego y latín, permaneciesen ajenos al contenido real de los textos bíblicos,[23] pero la situación dio un giro capital cuando Martín Lutero, en su pugna contra la autoridad vaticana que desembocó en la reforma protestante, arriesgó su libertad al traducir al alemán el Nuevo Testamento, en 1522, y luego el Antiguo Testamento, en 1534. A la traducción de Lutero siguió, en 1611, una versión inglesa (la Autho-Versión o «Biblia del rey Jacobo»).

La primera versión en castellano[24] llegó de la mano del protestante Casiodoro de Reina, que publicó una traducción de la Biblia en Basilea (1567-1569) —conocida como la Biblia del Oso—; esta edición fue corregida posteriormente por Cipriano de Valera e impresa en Amsterdam en 1602. La edición de Valera, tal como debería ser de ley, era una versión textual de la Biblia —eso es sin el añadido de comentarios a pie de página que cambien el sentido de los versículos más sustanciosos, tal como es propio de las biblias católicas oficiales— y ello, obviamente, no gustaba nada a la jerarquía católica. Así que, tras anularse la legislación eclesiástica que, desde el siglo XVI, prohibía la lectura de la Biblia en lenguas vulgares, la Iglesia española encargó su propia traducción.

La versión española fue encargada al padre escolapio Felipe Scio que, partiendo del texto latino de la Vulgata, hizo su trabajo entre 1791-1793 y dio a luz una edición anotada con tantas interpretaciones sesgadas y, a menudo, ridículas (aún comunes en muchas ediciones católicas de la Biblia), que ni los propios redactores bíblicos se hubiesen reconocido en ellas. En todo caso, sirva como indicativo de las preferencias e intenciones educativo/manipuladoras de la Iglesia española el hecho de que, hasta la revolución liberal-burguesa de 1868, la autoridad gubernativa tenía orden de encarcelar a cualquiera que vendiese la Biblia traducida por Reina-Valera.

La forma actual de los libros históricos y legislativos de la Biblia tiene poco o nada que ver con los documentos originales en que se basaron o —aquí sí resulta exacto el término— se inspiraron, ya que son el resultado de la amalgama de diferentes colecciones documentales y tradiciones orales que fueron puestas por escrito —y, a menudo, reescritas, reinterpretadas y ampliadas— en épocas distintas y por personas y/ o escuelas diferentes.

Las más antiguas recopilaciones de tradiciones que aparecen en Génesis, Éxodo, Levítico y Números se remontan a algún momento, de fecha imprecisa, dentro de la denominada época de los reyes —probablemente durante el reinado de Salomón (hacia 970-930 a. C.)—, que es cuando se desarrolló la historiografía israelita como resultado del esplendor político de esos días. En estos libros aparecen claramente identificables los textos pertenecientes a dos fuentes tradicionales muy distintas, el yahvista y el elohísta, identificadas públicamente por primera vez en 1711, en un libro de Henning Bernhard Witter, que pasó desapercibido; luego fueron detectadas en 1753 por Jean Astruc, médico de Luis XV, pero su libro fue igualmente silenciado y, por último, en 1780, fueron puestas en evidencia definitivamente por el erudito alemán Johann Gottfried Eichhorn.

La observación que hicieron esos tres analistas fue tan sencilla como darse cuenta de que en los libros del Pentateuco (los cinco primeros de la Biblia, que tienen a Moisés por supuesto autor) había muchas historias que se duplicaban, pero que lo hacían con notables contradicciones al relatar los mismos hechos, usaban estructuras de lenguaje diferentes y, en especial, variaba de uno a otro el nombre dado a Dios: uno le identificaba como Yahveh y el otro como El o Elohim, de ahí el nombre que se dio a esas fuentes. Dado que ambos autores escribieron al dictado de los acontecimientos sociopolíticos que les tocó vivir y de las necesidades legislativas que se derivaron de esos momentos, el análisis de contenido de sus textos muestra claramente como el yahvista vivió en Judá mientras que el elohísta lo hizo en Israel. En algún punto de la historia ambas tradiciones se juntaron y fundieron en una sola. El proceso que apunta Richard Elliot Friedman, teólogo y profesor de hebreo de la Universidad de California, para explicar tal conjunción, es más que razonable:

«En el curso de las investigaciones sobre la antigua historia israelita, algunos investigadores han llegado a la conclusión de que, históricamente, sólo una pequeña parte del antiguo pueblo israelita se convirtió realmente en esclavo de Egipto. Quizá sólo fueron los levitas. Después de todo, es precisamente entre los levitas donde encontramos gentes con nombres egipcios. Los nombres levitas de Moisés, Hofni y Fineas son todos egipcios, no hebreos. Y los levitas no ocuparon ningún territorio en el país, como hicieron las otras tribus. Estos investigadores sugieren que el grupo que estuvo en Egipto y después en el Sinaí adoraban al dios Yahvé. Después, llegaron a Israel, donde se encontraron con las tribus israelitas que adoraban al dios Él. En lugar de luchar para decidir qué dios era el verdadero, los dos grupos aceptaron la creencia de que Yahvé y El eran un mismo Dios. Los levitas se convirtieron en los sacerdotes oficiales de la religión unificada, quizá por la fuerza o bien por medio de la influencia. O quizá no fue más que una compensación por el hecho de no poseer ningún territorio. En lugar de territorio recibieron, como sacerdotes, el diez por ciento de los animales sacrificados y las ofrendas.

»Esta hipótesis también concuerda con la idea de que el autor de la fuente E[elohísta] fue un levita israelita. Su versión sobre la revelación del nombre de Yahvé a Moisés no haría más que reflejar esta historia: el dios al que las tribus adoraban en el país era El. Poseían tradiciones sobre el dios El y sus antepasados Abraham, Isaac y Jacob. Entonces llegaron los levitas, con sus tradiciones sobre Moisés, el éxodo de Egipto y el dios Yahvé. El tratamiento que se da en la fuente E a los nombres divinos explica por qué el nombre de Yahvé no formaba parte de las más antiguas tradiciones de la nación».[25]

En 1798 los investigadores ya habían ampliado la nómina de redactores del Pentateuco de dos a cuatro, al observar que dentro de cada fuente también se daban duplicaciones de textos con personalidad propia y definida. Así se descubrió a la fuente denominada sacerdotal, que se ocupa, fundamentalmente, de fijar las costumbres relativas al culto y los ritos. Estos tres compiladores —yahvista, elohísta y sacerdotal— redactaron los cuatro primeros libros del Pentateuco y una marta fuente, bautizada como el deuteronomista, redactó el (quinto. Quedaba así definitivamente demostrado que Moisés no escribió la parte más fundamental de la Biblia.

El Deuteronomio y los seis libros que le siguen en la Biblia, los de los denominados «Profetas anteriores» (Josué, Jueces, I y II Samuel y I y II Reyes) fueron escritos en Judá, probablemente en Jerusalén, durante el siglo VII a. C., por la mano de un recopilador que se basó en tradiciones y documentos ya existentes para narrar la peripecia del pueblo de Israel desde su llegada a Palestina hasta la toma de Jerusalén por Nabucodonosor hacia el año 587 (fecha en que dio comienzo la época de exilio y cautividad).

Tras las investigaciones científicas modernas, resulta evidente que el Deuteronomio —que supuestamente fue encontrado por el sacerdote Jilquías bajo los cimientos del templo de Jerusalén en el año 622 a. C.—, así como el resto de los escritos deuteronómicos, fue redactado para proporcionarle al rey Josías una base de autoridad («el libro de la Ley» se atribuyó a Moisés/Dios) en la que fundamentar definitivamente su reforma religiosa,[26] que centralizó la religión alrededor de un solo templo y altar, el de Jerusalén, y dotó de gran poder a los sacerdotes levitas. Nos encontramos, por tanto, ante lo que ya en 1805 fue calificado de «fraude piadoso» por el investigador bíblico alemán De Wette.

De los escritos deuteronómicos se realizaron dos ediciones. La primera, redactada en el tiempo de Josías, es un relato optimista sobre la historia de los israelitas y pictórico de esperanza ante el futuro; pero los desastrosos gobiernos de los sucesores de Josías y la destrucción de Jerusalén en el año 587 a. C. volvieron absurdo e inservible el texto, así que con fecha posterior —unos veinte años después—, ya desde el exilio de Egipto, se elaboró una segunda edición en la que, básicamente, se añadieron los dos últimos capítulos del libro segundo de Reyes, actualizando así el relato inspirado por Yahveh, se intercalaron algunos párrafos para poder configurar profecías en un momento en que ya se habían producido los hechos, y se interpolaron textos con tal de readaptar el hilo conductor de la historia y el destino de Israel a la nueva realidad que les tocaba sufrir.

Fue sin duda de esta forma como se hizo aparecer en el Deuteronomio la conminación de Yahveh advirtiendo del castigo a sufrir si se rompía su alianza; estando el redactor deuteronomista ya en Egipto, tiempo después de haberse producido la diáspora y la cautividad de los israelitas, no podía hacérsele decir a Dios otra cosa que no fuese: «Cuando tengáis hijos e hijos de vuestros hijos y ya de mucho tiempo habitéis en esa tierra, si corrompiéndoos os hacéis ídolos de cualquier clase, haciendo mal a los ojos de Yavé, vuestro Dios, y provocando su indignación —yo invoco hoy como testigos a los cielos y a la tierra—, de cierto desapareceréis de la tierra de que, pasado el Jordán, vais a posesionaros; no se prolongarán en ella vuestros días; seréis enteramente destruidos. Yavé os dispersará entre las gentes, y sólo quedaréis de vosotros un corto número en medio de las naciones a que Yavé os arrojará. Allí serviréis a sus dioses, obra de las manos de los hombres, de madera y de piedra, que ni ven, ni oyen, ni comen, ni huelen. Allí buscaréis a Yavé, vuestro Dios, y le hallarás si con todo tu corazón y con toda tu alma le buscas» (Dt 4,2530).

Este texto describe bien la situación en la que ya se encontraban los israelitas, e incluso da un atisbo de esperanza de volver a encontrar a Yahveh, aspecto fundamental para lograr mantener cohesionada a la nación derrotada, pero no deja de ser un caso equiparable al de un profeta actual que, por ejemplo, advirtiese del derrumbe del sistema soviético dando como causas y «señales» aquello que ya conocemos todos por la prensa.

El recopilador y autor de la literatura deuteronomista pudo ser, con toda probabilidad, el profeta Jeremías, colaborador de la reforma religiosa que el rey Josías emprendió en el año 621 a. C.,[27] ya que así lo sugiere una multiplicidad de evidencias. Así, por ejemplo, en el libro de Jeremías se encuentran el mismo lenguaje, giros, metáforas y puntos de vista —sobre aspectos troncales— que en los escritos deuteronómicos, y una tal semejanza sólo puede indicar que el autor de todos esos textos debió ser, necesariamente, el mismo, esto es el firmante de Jeremías.[28] En esta labor no fue ajeno, ni mucho menos, Baruc, el escriba del profeta (Jer 32), cuya mano experta debió de ser la encargada de editar y completar todos los textos de que venimos hablando. Ambos, Jeremías y Baruc, presenciaron los hechos históricos que narran y estuvieron en Jerusalén y en Egipto cuando se escribió la primera y la segunda ediciones, respectivamente, del Deuteronomio. Citamos anteriormente otra fuente bíblica, conocida como sacerdotal, que, a pesar de haber aportado al Pentateuco unto texto como el redactor yahvista, el elohísta y el deuteronomista juntos, ha sido hasta hoy la más difícil de localizar y fechar. Muchos autores han fechado esos textos en la época del Segundo Templo (al regreso del exilio, después del año 538 a. C.), pero la investigación del profesor Friedman[29] ha demostrado una realidad bien distinta, tal como resumiremos a continuación.

El análisis de los textos del sacerdotal, perfectamente detectables en Génesis, Éxodo, Levítico y Números, muestra que fueron escritos como una alternativa critica a los textos ya reunidos del yahvista y el elohísta, mientras que el deuteronomista, que fue algo posterior, como veremos, se mostró favorable a las dos fuentes primitivas y reacio hacia la redacción sacerdotal.

Entre los aspectos alternativos que el sacerdotal enfrenta a los textos ya existentes destaca una concepción de Dios claramente diferente a la yahvista y la elohísta. Mientras, para éstos, Dios es «misericordioso y clemente, tardo a la ira, rico en misericordia y fiel, que mantiene su gracia por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, pero no los deja impunes, y castiga la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación» (Ex 34,6-7); para el sacerdotal, en cambio, Dios es «justo», no «misericordioso» o «fiel» —conceptos que no emplea jamás—, por ello ha establecido un conjunto de reglas específicas mediante las cuales se puede obtener su perdón, aunque, eso sí, con el concurso del sacerdote, que es el canal adecuado para llegar hasta Dios, y haciendo la correspondiente ofrenda.[30]

El sacerdotal debió ser un sacerdote aarónida que escribió después del año 722 y antes del 609 a. C., concretamente durante el reinado de Ezequías (c. 715-696 a. C.), monarca que emprendió una reforma religiosa centralizadora y que, entre otras acciones, materializó la división entre sacerdotes y levitas, tal como se indica en las Crónicas o Paralipómenos[31] —un texto claramente aarónida—, dando así la legitimidad sacerdotal a los aarónidas y rebajando a los levitas a ser una especie de clero de segunda. Eso explica la razón por la que en los textos del sacerdotal se denosta —con finas pero mortíferas sutilezas, ciertamente— a la figura de Moisés, modelo y cabeza de sus sucesores levitas, mientras que, por el contrario, se ensalza a Aarón, su hermano, modelo y cabeza de los aarónidas.[32] En el yahvista y el elohísta la crítica era inversa. La disputa entre los sacerdotes aarónidas y levitas venía de antiguo. En la época de los patriarcas no hubo sacerdotes —era el cabeza de familia quien realizaba los sacrificios—, pero la tradición posterior al regreso de Egipto hizo que la tribu de Leví, la decimotercera de Israel, empezara a adquirir un peso progresivamente creciente en el ejercicio del sacerdocio,[33] aunque durante el periodo de los jueces (c. 1150-1020 a. C.) y el principio de la monarquía no todos los sacerdotes eran levitas, ni mucho menos.

Acabada la guerra con los filisteos, en medio del enfrenta-miento entre Saúl, primer rey hebreo (c. 1020-1010 a. C.), y David, el monarca ordenó matar a todos los sacerdotes levitas de Nob (I Sam 22), escapando sólo uno, Abiatar. Tiempo después, cuando el rey David subió al poder (c. 1010-970 a. C.), trasladó el Arca de la Alianza[34] a un santuario de Jerusalén, previo todavía a la construcción del templo —con lo que convirtió a este emplazamiento en la «ciudad santa» que aún es hoy— y estableció un peculiar sacerdocio oficial, pensado para favorecer su necesidad de propiciar la unión política entre el norte y el sur de su país.

Dado que, en esos días, la religión invadía todos los ámbitos sociales,[35] un monarca debía alcanzar legitimidad religiosa, buscado el apoyo de los profetas y sacerdotes, si querían gobernar sin problemas; por esta razón, y para satisfacer a los pobladores del norte y sur de Israel, el rey David nombró a dos sumos sacerdotes en Jerusalén que representaban ambas partes del país. Por el norte puso a Abiatar, el sacerdote levita que había escapado de la masacre que Saúl ordenó en Silo al ser protegido por David; por el sur eligió a Sadoc, sacerdote que, como todos los de su ciudad, Hebrón (la que fue capital de David en Judá), era considerado descendiente de Aarón. De esta manera unió a las dos familias sacerdotales más antiguas y poderosas, la de Moisés y la de su hermano Aarón, pero la hábil componenda política duró bien poco.

Tras la muerte de David se produjo un enfrentamiento sucesorio en el que, obviamente, tuvieron un protagonismo fundamental dos sacerdotes, Abiatar y Sadoc, que tomaron partido, respectivamente, por Adonías y Salomón, hermanos y aspirantes al trono. Con las diferencias políticas entre Abiatar y Sadoc se recrudecieron también las viejas rencillas entre el sacerdocio levita y el aarónida. Al vencer Salomón en la disputa, dado que en el templo de Jerusalén estaba depositado el tesoro nacional y, por ello, el clero debía ser de la máxima confianza real, Sadoc pasó a ser la autoridad única del clero de Jerusalén y Abiatar fue expulsado de la ciudad. Sadoc, para fortalecerse ante el pueblo, inició una campaña de desprestigio contra los sacerdotes rivales, con especial atención a los descendientes de Helí de Silo (I Sam 2); de ahí la profecía, escrita cuando ya habían sucedido los hechos, del anuncio de la ruina de la casa de Helí (I Sam 2,27-36) y el establecimiento de un clero del gusto de Yahveh,[36] cosa que, a fin de cuentas, no era más que la materialización de la pretensión de Sadoc de instaurar un clero hereditario, semejante a la realeza, que finalmente fue calificado de «alianza de un sacerdocio eterno» (Núm 25,12).

El rey Ezequías tomó la misma dirección que Salomón y, tal como ya señalamos, privilegió al clero aarónida, al que avaló también con un gesto simbólico que comprendió perfectamente todo Judá: el monarca destruyó la serpiente de bronce Nejustán, símbolo de Moisés y su poder.[37]

Unos setenta años después de su muerte, el rey Josías, que inició una nueva reforma religiosa, en el año 621 a. C., invirtió lo hecho por Ezequías dando en exclusiva el poder a los sacerdotes levitas y efectuando otro gesto de fácil comprensión por todos: profanó los «altos» o altares que el rey Salomón había construido en Jerusalén (II Re 23,13). En medio de este contexto histórico, saltan a la vista las razones que diferencian, hasta hacerlos irreconciliables entre sí en muchos puntos, los documentos procedentes del sacerdote aarónida autor de la fuente sacerdotal y los redactados por el levita Jeremías, autor de los escritos deuteronómicos.

«Son fascinantes los lazos existentes entre estos dos reyes y los dos grandes documentos sacerdotales, D [deuteronomista] y P [sacerdotal] —afirma Friedman[38]—. Hubo dos reyes que establecieron la centralización religiosa, y hubo también dos obras que articularon dicha centralización. Las leyes e historias de P [sacerdotal] reflejan los intereses, acciones política y espíritu de la época de Ezequías, del mismo modo que la fuente D [deuteronomista] refleja la época de Josías».

Por poco crítico que uno sea, resulta muy difícil entrever la inspiración o autoría de Dios en textos que no pasan de ser la prueba de duros enfrentamientos por el poder, entre facciones sacerdotales rivales que intentaban asegurarse para sí los máximos beneficios económicos posibles, en los que no hubo el menor escrúpulo en falsear textos y atribuirlos a Moisés/Yahveh, en usar el nombre de Dios para dotar de autoridad a meros intereses personalistas, cuando no a claras perfidias, en conformar profecías sobre hechos ya sucedidos, etc. Los héroes bíblicos de esos días no fueron menos materialistas, corruptos o falsarios de lo que puedan serlo los dirigentes de la humanidad actual, aunque, también como hoy, no puede descartarse la presencia entre ellos de algún que otro santo varón.

Por lo que hemos visto hasta aquí, podemos estar seguros, al menos, de alguna de estas dos posibilidades: o bien Dios jugó a hacer política, sumamente partidista, con los hombres, o bien éstos hicieron política usando a Dios (y no en vano, claro está).

De cómo un escriba, sin pretenderlo, creó el Dios judeocristiano de la Biblia

Sin embargo, después de tanto esfuerzo, lucha y manipulación de textos, acabó por producirse lo que Friedman, con gran acierto, califica como «la gran ironía»: «La combinación de P [sacerdotal] con J [yahvista], E [elohísta] y D [deuteronomista] fue algo mucho más extraordinario de lo que había sido la combinación de J y E vanos siglos antes. El texto P era polémico. Se trataba de una torah-respuesta a J y a E. En JE se denigra a Aarón. En P se denigra a Moisés. JE asume que cualquier levita puede ser sacerdote. P dice que únicamente pueden ser sacerdotes los descendientes de Aarón. JE dice que hubo ángeles, que ocasionalmente los animales podían hablar, y que en cierta ocasión Dios se mostró sobre una roca, o caminando por el jardín del Edén. En P no aparece nada de eso.

»Por su lado, la fuente D procedía de un círculo de personas tan hostiles a P, como el círculo de P lo era con respecto a JE. Estos dos grupos sacerdotales se habían esforzado a lo largo de los siglos por obtener prerrogativas, autoridad, ingresos y legitimidad. Y ahora resultaba que alguien juntaba todas estas obras.

»Alguien combinó JE con la obra escrita como una alternativa a la propia JE. Y dicha persona no se limitó a combinarlas, situándolas una al lado de la otra, como historias paralelas. El autor de la combinación se dedicó a cortar e interseccionarlas de un modo muy intrincado. Y al final de esta colección combinada y entretejida de las leyes e historias dé J, E y P, esta persona colocó como conclusión el Deuteronomio, el discurso de despedida de Moisés. Alguien se dedicó a mezclar las cuatro fuentes diferentes, y a veces opuestas, haciéndolo de un modo tan hábil que se tardó milenios en descubrirlo. Ésta fue la persona que creó la Torah, los cinco libros de Moisés tal y como los hemos estado leyendo desde hace más de dos mil años. ¿Quién fue esta persona? ¿Y por qué lo hizo? Creo que lo hizo Esdras».[39]

El profesor Friedman aporta muy buenas razones en su libro, al que remitimos al lector, para afirmar lo anterior y para identificar al sacerdote (aarónida), legislador y escriba Esdras como la persona que los analistas de los textos bíblicos bautizaron hace ya tiempo como «el redactor», el responsable de haber combinado las cuatro fuentes diferentes para elaborar el Pentateuco que ha llegado hasta nuestros días.[40] Pero quizá lo más sustancial e inesperado de esta mezcla dé textos es que acabó por diseñar una nueva imagen de Dios que, sin ser la identidad en la que creían los escritores bíblicos, quedó fijada como la identidad divina en la que se empezaría a creer desde entonces.

«Cuando el redactor combinó todas las fuentes —concluye Richard Elliott Friedman[41]—, también mezcló dos imágenes diferentes de Dios. Al hacerlo así configuró un nuevo equilibrio entre las cualidades personales y trascendentales de la divinidad. Surgió así una imagen de Dios que era tanto universal como intensamente personal. Yahvé fue el creador del cosmos, pero también “el Dios de tu padre”. La fusión fue artísticamente dramática y teológicamente profunda, pero también estaba llena de una nueva tensión. Representaba a los seres humanos entablando un diálogo personal con el creador todopoderoso del universo.

»Se trataba de un equilibrio al que no tenía intención de llegar ninguno de los autores individuales. Pero dicho equilibrio, intencionado o no, se encontró en el mismo núcleo del judaísmo y del cristianismo. Al igual que Jacob en Penuel, ambas religiones han existido y se han esforzado desde siempre con una divinidad cósmica y, sin embargo, personal. Y esto se puede aplicar tanto al teólogo más sofisticado como al más sencillo de los creyentes. En último término, las cosas están en juego, pero a todo ser humano se le dice: “El creador del universo se preocupa por ti.” Una idea extraordinaria, Pero una vez más, tal idea no fue planeada por ninguno de los autores. Probablemente, ni siquiera fue ése el propósito del redactor. La idea se hallaba tan inextricablemente inmersa en los propios textos, que el redactor no pudo hacer más que ayudar a producir la nueva mezcla en la medida en que se mantuvo fiel a sus fuentes.

»La unión de las dos fuentes produjo otro resultado aún más paradójico. Creó una nueva dinámica entre la justicia y la misericordia de Yahvé (…). La fuente P [sacerdotal] se enfoca fundamentalmente en la justicia divina. Las otras fuentes se enfocan sobre todo en la misericordia divina. Y el redactor las combinó. Al hacerlo así, creó una nueva fórmula en la que tanto la justicia como la misericordia se encontraban equilibradas como no lo habían estado hasta entonces. Ahora eran mucho más iguales de lo que lo habían sido en cualquiera de los textos de las fuentes originales. Dios era tan justo como misericordioso, podía mostrar tanta cólera como compasión, podía mostrarse tan estricto como dispuesto a perdonar. De ese modo surgió una poderosa tensión en el Dios de la Biblia. Se trataba de una fórmula nueva y extremadamente compleja. Pero fue ésa precisamente la fórmula que se convirtió en una parte crucial del judaísmo y del cristianismo durante dos milenios y medio (…).

»De ese modo, ambas religiones se desarrollaron alrededor de una Biblia que representaba a Dios como un padre amante y fiel, aunque a veces encolerizado. En la medida en que esta imagen hace que la Biblia sea más real para sus lectores, el redactor alcanzó mucho más éxito de lo que quizás había pretendido. En la medida en que la tensión entre la justicia y la misericordia de Dios se convirtió por sí misma en un factor importante de la Biblia, en esa misma medida la Biblia ha llegado a ser algo más que la simple suma de sus partes».[42]

La propuesta de Friedman es muy sugerente y está sólidamente fundamentada en el análisis de los textos bíblicos pero, además, encaja perfectamente con los conocimientos que nos han aportado ciencias como la Historia de las religiones o la Antropología acerca de la formación y evolución de los dioses en el seno de cualquier cultura.

Los profetas: moralistas fundamentalistas y muy influyentes… aunque sus profecías fueran escritas por otros y una vez ocurridos los hechos «anunciados por Dios»

En la historia de Israel, en su evolución religiosa, y en la formación del concepto del Dios bíblico que ha llegado hasta el judeo-cristianismo actual, no sólo tuvieron protagonismo y responsabilidad directa algunos sacerdotes muy influyentes, tal como acabamos de ver. Un colectivo especial, conocido como los nabi o profetas, resultó también decisivo a la hora de confeccionar todo ese complicado entramado de textos dichos revelados, ya que, entre otros méritos, a ellos se debe, en buena parte, la supervivencia del monoteísmo hebreo en territorios donde los cultos cananeos y el sincretismo religioso, infiltrado desde los poderosos países vecinos, gozó de un fortísimo arraigo popular.

Hubo dos tipos de profetas, los cultuales, que ejercían su labor en los templos, o junto a ellos, y podían colaborar con los sacerdotes en algunos actos rituales, y los llamados «profetas escritores», que son aquellos cuyos testimonio y profecías se han conservado en los textos bíblicos. Mientras entre los primeros eran frecuentes los meros aduladores de los poderosos, profetizándoles aquello que éstos deseaban oír, entre los segundos se creía sinceramente en su papel de mensajeros de Yahveh, del que decían recibir instrucciones en el decurso de sus éxtasis, ya sea a través de lo que la psiquiatría moderna denomina alucinaciones visuales o auditivas,[43] o en sueños; en el acto de profetizar podían «ver a distancia» y expresaban sus oráculos en medio de convulsiones más o menos aparatosas (las del profeta Oseas lo eran tanto que ya fue tachado de loco en su época). Todos los nabi eran asimismo taumaturgos, supuestamente capaces de curar[44] y de obrar «milagros».

En cualquier caso, esos profetas no se comportaban de modo distinto al modus operandi habitual de sus colegas paganos de todo el Próximo Oriente de entonces ni, tampoco, de la operativa de los chamanes u otros videntes extáticos actuales. Sea cual fuere el dios o potencia al que se atribuyen los mensajes proféticos, el método, en lo fundamental, ha permanecido invariable desde hace miles de años hasta hoy.

Por ello es más que razonable pensar que el perfil psicológico de los «elegidos» para tal menester se ha mantenido también constante a lo largo de la historia; así que, quienes, como este autor, hemos conocido personalmente y estudiado a decenas de videntes, chamanes y profetas extáticos actuales —algunos de ellos muy sorprendentes, pero todos sin excepción con desórdenes de personalidad evidentes—, no podemos menos que mostrarnos muy precavidos a la hora de enjuiciar la obra de los profetas bíblicos en cuanto a lo que vale, aunque, obviamente, no puede dejar de tenerse en cuenta respecto a lo que significó para su época y, especialmente, para el mundo que heredó, magnificó y reinterpretó sus profecías.

El auge del profetismo se alimentó de las duras condiciones que se vio forzado a vivir el pueblo de Israel tras la ocupación filistea; sujetos a una dinámica psicológica que podemos ver reproducida en muchas y diferentes sociedades hasta la época actual, los israelitas, humillados como nación, se volcaron hacia las cofradías de profetas[45] para intentar compensar la frustración colectiva que sentían mediante el bálsamo de profecías que, en nombre de Yahveh, prometían buenos tiempos futuros para los hebreos y derrotas terribles para sus enemigos.

Desde que los filisteos se apoderaron del Arca de la Alianza (c. 1050 a. C.) y destruyeron, entre otros, Sión y el templo de Silo —el lugar de culto nacional más importante en esos días—, haciendo desaparecer con ello a su clero (que también practicaba artes adivinatorias en nombre de Yahveh), todo Israel se volvió hacia los profetas y los encumbró, sobredimensionando su papel social y, claro está, su importancia en los escritos bíblicos. Cuando, años después, el rey David tomó el poder (c. 1010-970 a. C.) e instaló el Arca recuperada en Jerusalén y estableció un sacerdocio oficial, los profetas siguieron gozando del prestigio adquirido durante los años de ocupación filistea; pero las transformaciones sociales internas que se originaron en esos días de gloria forzaron también el cambio del contenido y dirección de los dardos verbales propios de los profetas.

La construcción del templo de Jerusalén, la obra más querida de Yahveh, requirió que Salomón explotara tanto a las tribus del norte que éstas, finalmente, hacia el año 922 a. C., rompieron su alianza con el sur. De la mano de Jeroboam se constituyó en el norte el reino de Israel, independiente del de Judá, que siguió gobernado por la dinastía davídica representada por Roboam, hijo de Salomón.

La escisión de Israel condujo necesariamente a una reforma religiosa que apartó a los israelitas del templo de Jerusalén para dirigirles hacia los nuevos santuarios nacionales de Betel y Dan, construidos con este propósito por Jeroboam I. También se intentó implantar en Israel una monarquía sucesoria en nombre de Yahveh —del estilo de la davídica de Judá—, proclamada por los profetas, tal como era preceptivo por la tradición, pero, a pesar de la promesa de tener «una casa estable» que Yahveh le hizo a Jeroboam por boca del profeta Ajías de Silo,[46] la historia posterior demostró que los sucesores de Jeroboam no tuvieron la menor estabilidad y fueron asesinándose los unos a los otros hasta que el reino fue destruido por los asirios hacia el año 721 a. C.

De la fugaz gloría de Israel durante los reinados de David y Salomón se derivó prosperidad, sin duda, pero también una burocracia de élite que no hizo sino agudizar las desigualdades sociales y las diferencias de clases, una situación que originó finalmente las largas crisis internas que asolaron la nación israelita durante los siglos IX y VIII a. C. Fue éste el contexto histórico que hizo evolucionar a los profetas hebreos de la época en una dirección diferente a la de sus antecesores, y en el que los principales profetas bíblicos, mezcla de agoreros, moralistas estrictos y portavoces de la conciencia social, desarrollaron su papel.

Los denominados «profetas escritores» bíblicos aparecieron a partir del siglo VIII a. C. y siempre pusieron especial cuidado en no ser confundidos con los profetas extáticos que aprendían su oficio de un maestro, en cofradías especializadas en técnicas oraculares —señalados despectivamente por los bíblicos como «hijos de profeta» (Am 7,14-15)—. Los principales profetas escritores, por orden cronológico, fueron: Amós, Oseas, Isaías, Miqueas y Nahúm (en el período comprendido aproximadamente entre los reinados de Ozías o Azarías y Ezequías, en el siglo VIII a. C.); Jeremías, Baruc, Habacuc, Sofonías, Ezequiel y Daniel (en el periodo comprendido aproximadamente entre el reinado de Josías y el fin del destierro babilónico, en los siglos VII y VI a. C.), y Ageo, Zacarías y Malaquías (en el periodo que va desde el fin del cautiverio hasta el siglo IV a. C.).

A pesar de ser conocidos como «escritores», casi ninguno de esos profetas escribió ni una sola palabra de los textos que se les atribuyen en la Biblia, que son recopilaciones de sus supuestas prédicas y oráculos elaboradas mucho después —en algún caso hasta dos siglos después— de la muerte del profeta que los firma. Los textos añadidos por los recopiladores posteriores son tan frecuentes e importantes que el supuesto mensaje de los profetas ha quedado tergiversado hasta un grado difícil de conocer con exactitud. Ésta es también la causa de los muchos anacronismos que se dan en los libros profetices; así, por ejemplo, en el Libro de Isaías, tradicionalmente adscrito al profeta del mismo nombre, mientras la primera mitad del texto sí es posible fecharla en tiempos de Isaías, los capítulos 40 a 66 pertenecen claramente a uno o dos redactores que vivieron un par de siglos después.

De todos modos, para los propósitos de este trabajo, será suficiente con analizar el contenido de los principales libros proféticos y observar que, como no podría ser de otra forma, sus mensajes fueron directamente influidos por la realidad sociopolítica que le tocó vivir a cada profeta. Atribuir esos textos a Yahveh no fue, ni en el mejor intencionado de los casos, más que un recurso retórico, necesario, en esos días, para obtener autoridad; un hecho parecido al de otros escritores bíblicos que firmaron sus textos y opiniones personales bajo el nombre de Moisés o de diversidad de profetas del pasado, ya que de ellos se derivaba la autoridad que emana de la tradición.

«Cada uno de ellos tiene ideas y sentimientos propios —hace notar el profesor André Caquot—, que hacen que el dios de Oseas no tenga la misma fisonomía que el de Amós o el de Isaías. Existen, no obstante, ciertas preocupaciones y reacciones comunes, determinadas sin duda por la situación de crisis social y política en que los profetas del siglo VIII a. C. toman la palabra. Amós, Oseas y quizá también Isaías al principio de su carrera, contemplan y denuncian los abusos sociales que aparecen como contrapartida de la prosperidad mercantil de los reinados de Jeroboam II en Israel y Ozías en Judá. Oseas asiste a la decadencia del reino del norte, e Isaías interviene en el momento en que Judá se ve sacudida primeramente por la amenaza aramea e israelita, y más tarde por la del imperialismo asirio. Estas desgracias públicas están en el centro de su reflexión y determinan su desarrollo. Para ellos Israel es una unidad sagrada, constituida por YHWH, que ha otorgado la ley y exige la lealtad y la obediencia de su pueblo.

»El culto a otros dioses es una traición que los profetas no dejan de condenar. Pero lo específico de esta ley de YHWH es precisamente que une a los mandamientos rituales los preceptos éticos y sociales, y son justamente estos preceptos los que aparecen a los profetas como radicalmente violados, a la vista de la crisis social: la destrucción de los lazos de solidaridad nacional revela tanto como el culto a los dioses extranjeros la general deslealtad hacia Dios. La fidelidad que se muestra en la ejecución de los ritos tradicionales es por sí sola ilusoria. De ahí la continua referencia de los profetas a las fiestas y a los sacrificios, incluso los celebrados en honor de YHWH, con la mayor aspereza. Pero no hay que olvidar que los profetas hablan siempre como polemistas, ni hay que silenciar el grave anacronismo que se comete interpretando sus severas alusiones como un rechazo sistemático de las formas exteriores del culto. En el contexto histórico en que se movían, los profetas no pueden haberse presentado como predicadores de un culto “espiritual”; lo que hacen es simplemente recordar a las autoridades la vigente necesidad de retornar a la fidelidad de YHWH, poniendo fin a los diversos abusos de orden social, que son el síntoma de la crisis».[47]

Así, el profeta Elías, que vivió en tiempos de los reyes Acab y Ocozías (c. 874-852 a. C.) y vio cómo se atacaba gravemente a la fe yahvista hebrea con el renacimiento del culto al dios Baal, empleó todas sus energías para luchar contra ese y otros cultos paganos que relacionaban la naturaleza y sus manifestaciones y ciclos con la personalidad de Dios, y clamó con fuerza también contra los sacrificios cruentos y contra la propia importancia que se atribuía al culto en sí mismo —vacío e inútil, según la concepción que tenía el profeta, para quien lo único deseable e importante debía ser la regeneración espiritual individual centrada en el cumplimiento de la Ley—. Para convencer de la verdad de su visión religiosa, Elías profetizó la cólera de Yahveh puesta de manifiesto a través de una próxima aniquilación del pueblo de Israel… una profecía que, en el dudoso caso de ser fechada realmente en esos días, no dejaba de ser la certificación de una obviedad vista la decadencia imparable de la monarquía israelita.

Pero a pesar de todo, la intervención de Elías fue fundamental para el futuro desarrollo de la creencia judeocristiana, ya que dotó de cuerpo a la tesis de que Dios se manifiesta en la historia, interviniendo en el desarrollo de los acontecimientos humanos. Al asentar que la historia es una epifanía (manifestación) de Dios —aspecto contrario a las creencias paganas, que no veían la epifanía de Dios en el decurso de la historia sino en el de la naturaleza—, Elías diseñó y propagó una peculiar atribución divina que fue tan exitosa como para lograr perdurar hasta el catolicismo actual.

Los abusos y la inseguridad que se apoderaron de esa sociedad colocaron a profetas como Amós, Oseas, o los posteriores Isaías y Miqueas, ante la obligación de tener que atacar con dureza la explotación que sufrían sus conciudadanos, en especial aquellos más débiles o desprotegidos (huérfanos, viudas, extranjeros, esclavos), y lo hicieron argumentando que lo que deseaba Yahveh no eran sacrificios rituales sino la aplicación del derecho y la justicia a su pueblo —un mensaje que posteriormente también predicará Jeremías y acabará siendo bandera del cristianismo—. Amós es el predicador fundamental de la justicia divina —de la que Dios exige a su pueblo y de la que Dios imparte a los que incumplen su Ley— y para ello anuncia «el día de Yahveh» (Am 5,18-20), el momento de la manifestación de la cólera de Dios sobre los israelitas, un argumento que, en el futuro, se convertirá en uno de los motivos centrales de la escatología[48] hebrea.

El profeta Oseas, por su parte, que concebía la relación de Yahveh e Israel como un vínculo carnal en el que la segunda engaña al primero con «prostituciones» —a imagen de su propia historia personal, ya que declara estar casado con una mujer que le engañaba (Os 3,1-3)—, no vio otra posibilidad de salvación que la derivada de Yahveh, razón por la cual repudió los intentos de los reyes de pactar con otros imperios para asegurarse la supervivencia (léase el vasallaje de Judá hacia Asiría para evitar correr la suerte de Israel).[49] A la metáfora carnal de Oseas debemos, dicho sea de paso, la coartada que posibilitó la canonización, eso es su inclusión en la Biblia, del bellísimo poema erótico titulado el Cantar de los Cantares que, obviamente, la Iglesia católica interpreta como una metáfora de las bodas de Dios con Israel.

Viviendo en un Judá satélite de los asirios, empobrecido y pronto a las prácticas paganas debido a la debilidad real, era natural que un profeta culto y de gran incidencia social como Isaías retomase la defensa del yahvismo en el punto en que lo había dejado Elías —y que habían defendido también Eliseo, Amós, Oseas, Miqueas y otros—, hablando de un Dios único y santo, incapaz de transigir con el pecado pero dispuesto a dotar de un destino providencial al pueblo de Israel, acreedor del pronto establecimiento de un reino de justicia. Isaías, como Oseas, confiaba plenamente en Yahveh como la única garantía de protección contra los asirios y por eso aconsejó la neutralidad política al rey Ezequías.

Del apego de Isaías a la dinastía de David, a la que servía como asesor de Ezequías, nació su profecía en la que Dios promete que «brotará un retoño del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago. Sobre el que reposará el espíritu de Yavé…» (Is 11,1-2), es decir, que, del linaje déjese, padre de David, nacerá un Mesías que conocerá y temerá a Dios, «juzgará en justicia al pobre y en equidad a los humildes de la tierra» y, en suma, hará reinar la paz en todas partes y entre todas las criaturas, ya sean éstas humanas o animales. Tal como sostiene el profesor André Caquot, «aquí se encuentran planteadas para las generaciones posteriores las bases del mesianismo davídico, que no es, como se ha creído, ni mucho menos, un producto espontáneo de la conciencia popular, sino la creación de un pensador religioso que ha querido conciliar su apego a las tradiciones de Jerusalén con su sentido de la justicia divina, ofendido por las maniobras de los reyes».[50] El Yahveh de los profetas, naturalmente, prohibía todo aquello que se alejaba de la tradición y prometía realizar todos los anhelos del pueblo aportando aquello de lo que se carecía (paz, justicia, libertad y esperanza); a todos los dioses de la historia humana se les ha hecho actuar de idéntica manera, ¡de otra forma serían absolutamente inútiles como mecanismos psicológicos de compensación!

Durante la corta época en la que el rey Ezequías logró liberarse de los asirios, en Judá se emprendió una reforma religiosa que pretendió acabar con los males tan repetidamente denunciados por los profetas; para fundamentar su intento reformador, Ezequías contó con la ayuda del profeta Isaías y buscó legitimidad, tal como ya vimos en un apartado anterior, en las leyes y textos de la fuente bíblica llamada sacerdotal, redactada para la ocasión y responsable de cambios doctrinales y teológicos fundamentales respecto a las tradiciones yahvista y elohísta anteriores.

Unos setenta y cinco años después de la muerte de Ezequías, el nuevo monarca, Josías, quiso también cambiar los malos hábitos de su sociedad mediante otra reforma religiosa y, tal como era preceptivo e inevitable en esa época, tuvo que apoyarse sobre el prestigio y la opinión de otros profetas, que en este caso fueron Jeremías y su escriba, el también profeta Baruc, prolíficos autores de los escritos deuteronómicos, tal como ya señalamos en su momento. Para poder proyectar su reinado hacia el futuro, Josías necesitaba recuperar el prestigio de Jerusalén como centro nacional de Judá y debía dotar a su pueblo de una nueva ideología, de una nueva ley, susceptible de reforzar la cohesión nacional y de proscribir los abusos del pasado; ese talismán maravilloso se lo elaboró el profeta Jeremías al redactar el Deuteronomio, la nueva Ley que, con el fin de hacerla acatar por los hebreos, fue falsamente atribuida a la mano de Moisés/Yahveh y arteramente también se la hizo aparecer «casualmente» bajo los cimientos del Templo de Jerusalén.[51]

El redactor deuteronomista, que se opuso a partes fundamentales de la concepción religiosa que había defendido —según los intereses del rey Ezequías— el autor de los textos sacerdotales, fue heredero de muchos aspectos del pensamiento de los primeros grandes profetas, pero también es cierto que fue un despiadado manipulador de las fuentes que pudieron haber recogido las supuestas prédicas atribuidas a esos personajes. Tal como apunta el profesor André Caquot, «la utilización de esta fuente, no obstante, no puede hacerse sin una crítica previa, ya que el recensor deuteronomista de Reyes, actuando como si lo hubieran hecho un Tucídides o un Livio, pone a menudo en boca de los profetas discursos compuestos por él mismo, que sirven de vehículo a las ideas que le son más queridas. Ignoramos, pues, cuál pudiera ser el mensaje de un Elías o un Eliseo, profetas de indudable renombre, pero cuyos oráculos no nos han sido transmitidos por ninguna recopilación».[52]

En los textos deuteronomistas es curioso observar hasta qué punto su autor y el escriba fueron incapaces de dejar al margen su oficio oracular y, tal como salta a la vista de cualquier lector, en esos escritos se hace del cumplimiento de los anuncios de Yahveh la sanción de la verdadera profecía. El mecanismo es impecable: el anuncio consta escrito en el clásico lenguaje oracular y, a párrafo seguido, se da fe de haberse cumplido tiempo después, con lo que se concluye que la profecía había sido auténtica y procedente de Dios. Lo único que desvirtúa ligeramente esta prueba de divinidad, sin embargo, es que en las profecías que se han podido estudiar adecuadamente se ha demostrado que su redacción e inclusión en los textos bíblicos correspondientes fue siempre posterior al momento en que ocurrieron realmente los hechos «anunciados por Yahveh» (recuérdese, por ejemplo, entre las profecías ya mencionadas, I Re 39 o Dt 4,25-30).

A pesar de lo dicho, no hay elementos suficientes para poner en duda la honestidad de Jeremías, ya que propuso la visión religiosa que él creía más ajustada a la verdadera tradición; pero también es cierto que en su proceder queda bien retratada la forma en que los «profetas escritores» bíblicos recibían su inspiración de Yahveh.

El falsear profecías, de todos modos, fue una práctica que se extendió por todos los libros proféticos de la Biblia. Así, por ejemplo, dado que los oráculos de los profetas de la época de que venimos hablando eran durísimos y no se perdían en diplomacias esperanzadoras para el futuro, los analistas modernos de la Biblia toman por añadidos posteriores al exilio todos los versículos esperanzadores que aparecen en el Libro de Amos, o las alusiones a la esperanza mesiánica del Libro de Isaías; y ello es muy razonable, ya que la mayoría de las promesas de restablecimiento del reino de Israel carecían absolutamente de sentido salvo para un redactor que hubiese vivido durante y, especialmente, después del exilio.

La época de exilio, que comenzó en el año 587 a. C., supuso un trauma psicológico tan terrible para los hebreos que determinó en gran medida su futuro y el de la religión judía que estaba a punto de nacer. A pesar de que comúnmente se habla de deportaciones masivas, la lectura de Jer 52,28-30 o de II Re 24,1416 indica que sólo fue llevada a Babilonia una pequeña parte de la población —«cuatro mil seiscientas almas», según Jeremías— que, eso sí, constituía la élite social e intelectual de Jerusalén, y se dejó a la población rural en sus territorios originales. La élite exiliada fue forzada a vivir en condiciones miserables y la sensación de paraíso perdido inflamó su sentimiento de pecado y de culpa y, en consecuencia, su búsqueda de perdón. La humillación del destierro les hizo replantearse la conciencia nacionalista y, bajo el pretexto de no corromperse al mezclarse con los babilonios, cerraron filas en espera de tiempos mejores, cosa que llevó a acentuar el legalismo de la religión israelita y el cumplimiento estricto de la Ley, base sobre la que acabará formándose una hierocracia o poder del clero que perdurará algunos siglos y dejará su huella indeleble en los escritos sacerdotales de la Biblia.

La intensa angustia que generaba la conciencia de haber pecado contra Yahveh se unía a la necesidad imperiosa de expiar las culpas mediante sacrificios cruentos, según mandaba la tradición; pero el drama psicológico se volvió irresoluble puesto que no podían disponer ya del templo de Jerusalén para ir a expiar los pecados de la nación. La adaptación, virtud humana que agudiza el ingenio y permite la supervivencia, empujó a los exiliados a buscar fórmulas sustitutorias que desembocaron en actividades cultuales centradas en torno a la oración y a la homilía, es decir, se comenzó a caminar hacia formas de culto de cariz espiritualista.

Del giro ideológico radical al que se ven obligados los hebreos del exilio da fe el Salmo 51 cuando, sin rubor alguno, expresa: «Líbrame de la sangre, Elohim, Dios de mi salvación, y cantará mi lengua tu justicia. Abre tú, Señor, mis labios, y cantará mi boca tus alabanzas. Porque no es sacrificio lo que tú quieres; si te ofreciera un holocausto, no lo aceptarías. Mi sacrificio, ¡oh Dios!, es un espíritu contrito. Un corazón contrito y humillado, ¡oh Dios!, no lo desprecies. Sé benévolo en tu complacencia hacia Sión y edifica los muros de Jerusalén. Entonces te agradarás de los sacrificios legales…» (Sal 51,16-21).

Para el profesor André Caquot estos versículos evidencian que el salmista «espera de Dios que lo salve, que lo “lave” y lo “purifique”, según el simbolismo de los rituales de purificación, fundado en el poder vivificante de las aguas. Concluye suplicando a Dios la reconstrucción de Jerusalén, para poder celebrar de nuevo los sacrificios. Tales son las dos obsesiones fundamentales de los exiliados. La necesidad de ser purificados por la sangre vertida para la expiación es tan grande que el poeta confía en que Dios podrá aceptar una víctima en sustitución sin esperar a la restauración de los sacrificios regulares, y la víctima que se propone no es otra que ese “espíritu contrito”, ese “corazón contrito y humillado” que designan por metonimia al salmista mismo, es decir, a la comunidad desgraciada en nombre de la cual habla. De este modo comienza a elaborarse la creencia en la virtud redentora del sufrimiento, que tendrá una considerable repercusión religiosa y permitirá sublimar poco a poco la concepción antigua de la expiación por medio del sacrificio animal».

El diseño de la virtud redentora del sufrimiento, que será pilar del cristianismo, logrará su espaldarazo definitivo en el llamado deutero-Isaías, eso es el texto que se atribuye a Isaías pero que fue escrito por el redactor deuteronomista dos siglos después. En el texto denominado Cantos del Siervo de Yahveh (Is 9; 49,1-6; 50,4-9; 52,13; 53,12) ya se presenta como aceptado por Yahveh el sacrificio expiatorio de los sufrimientos del Siervo (personificación de la comunidad exiliada y, por representación, del verdadero pueblo de Israel); de esta manera, la élite —sacerdotal— afirmaba asegurar la «salvación» de todo el pueblo, aunque éste no hubiese hecho nada para merecerlo, ya que «el Justo, mi Siervo, justificará a muchos» (Is 53,11) y será «puesto por alianza del pueblo y para luz de las gentes» (Is 42,6) ya que, al producirse el inevitable fin del exilio, se demostrará ante el mundo el poder sin igual que emana de Yahveh. En este texto, absolutamente fundamental para el futuro nacimiento del cristianismo, se deja asentada para los restos la posibilidad de ver en el «varón de dolores» (Is 53,3) el anuncio del papel de Mesías sufriente que se haría encajar, a posteriori, con la historia de Jesús de Nazaret.

Tal como es fácil adivinar, las profecías que se escribieron durante el exilio, al contrario de las fechadas en tiempos anteriores, son todas ellas de consolación. Así, en textos como Isaías, Joel, Zacarías o Salmos, se coincide en presentar la promesa de una milagrosa intervención de Yahveh que destruirá a todos los pueblos paganos, especialmente a los babilonios. Por la misma razón, no es de extrañar la confluencia de las esperanzas en el mesianismo real davídico con las intensas especulaciones escatológicas que surgen en medio de la pobreza a que obliga la vida del exilio. El texto de Zac 9,9-10, en el que se anuncia la llegada a Jerusalén de un «Rey… humilde, montado en un asno»,[53] habla bien a las claras de la esperanza que se albergaba en un inminente regreso a Judá, pero también de la condición poco menos que patética en la que creían que se encontraría el mesías davídico tras las miserias impuestas por el cautiverio babilónico.

Un contemporáneo de Zacarías, el profeta Daniel, que, según la tradición, vivió en la corte del rey Nabucodonosor, sin pasar estrecheces económicas, postuló también el mesianismo escatológico, pero lo hizo a tono con el ambiente que respiraba, eso es sin sello ninguno de miseria. En el capítulo séptimo del libro de Daniel se describe la futura victoria del pueblo hebreo sobre las demás naciones (que están simbolizadas mediante cuatro bestias monstruosas) de la mano de un «como hijo de hombre» (Dan 7,13).

Pero lo que para Daniel fue un símbolo dentro de una visión, el «hijo de hombre», que pretendía denotar a un personaje de porte real, acabaría por transformarse en una fundamental cuestión de fe cuando empezó a identificarse a ese «hijo de hombre» con un personaje divino que vivía junto a Dios desde el principio de los tiempos y que será llamado a ocupar la presidencia en el día del Juicio Final. Más adelante veremos cómo esa interpretación errónea y caprichosa de un símbolo onírico será empleada por los primeros cristianos para ayudarse a fundamentar su diseño de la personalidad divina de Jesús de Nazaret.

El profeta Ezequiel, que vivió deportado en Babilonia junto a la élite de Jerusalén, reflejó a la perfección el sentir de los judíos durante esos años. En su texto leemos que Dios anunció por su boca que la nación hebrea volvería a nacer gracias a un soplo de Yahveh (Ez 37,1-14); que el pueblo sería purificado gracias al retorno a la práctica de la Ley, eso es merced al establecimiento de «un pacto de paz que será pacto eterno» (Ez 37,26-28); que Israel y Judá volverían a unificarse de nuevo (Ez 3,15-28); que la dinastía davídica sería restablecida mediante el Mesías denominado «mi siervo David» (Ez 34,23 y 37,24-25), etc. Tales profecías no pasaron de ser puros anhelos de un colectivo que se aferró a la esperanza para no sucumbir. Por otra parte, Ezequiel, como miembro de la clase sacerdotal que era, no se limitó a redactar metáforas de futuro sino que, más pragmático, fortaleció todo aquello que pudiese facilitar el poder del clero (ritos, jerarquización, descanso semanal con sacrificios…) con vistas a disponer de un sistema de control social que fuese capaz de reorganizar la nación hebrea cuando llegase la ocasión.

Y la ocasión se dio, finalmente, en el año 520 a. C., cuando el rey persa Darío I —que necesitaba tener una colonia agradecida en Palestina para usarla como una posible base útil que facilitara su intención de emprender la conquista de Egipto— ordenó el regreso a Judá de toda la élite hebrea que aún permanecía en el exilio babilonio. La liberación se produjo sesenta y siete años después de la derrota de los judíos ante Nabucodonosor y, la ocasión la pintan calva, no faltó tampoco el consabido sacerdote redactor que añadió al libro de Jeremías una profecía a posteriori en la que se anunciaban los pormenores de la invasión de los babilonios, de las condiciones del exilio, que se mantendría durante setenta años, y de la llegada de los persas (Jer 25,8-14).[54]

De regreso a su tierra, los hebreos, en medio de una gran euforia y fervor religioso, dieron por llegado el momento de la recuperación de la gracia de Yahveh[55] y del advenimiento definitivo del «reino de Dios».

El profeta Zacarías incluso puso el sello mesiánico a Zorobabel, el rey de la casa davídica que Darío I impuso como gobernador de Judá,[56] aunque también es cierto que repartió el papel mesiánico con el sumo sacerdote (Zac 4,11-14) debido a la tremenda importancia que adquirió el clero durante el exilio; de hecho, desde esos días se comenzó a hablar de un mesianismo sacerdotal que acompañaba al mesianismo real davídico y, en ocasiones, le sustituía.

Sin embargo, a pesar de las promesas oraculares de Yahveh a los profetas Zacarías y Ageo, ni con Zorobabel ni con sus sucesores llegó ningún «reino de Dios» y eso enfrió bastante la componente nacionalista radical típica de la religión hebrea; aunque, quizá como una muestra del futuro celestial que cabía esperar, durante los dos siglos que permanecieron bajo la dominación del imperio aqueménida (persas) se consagró al clero como la máxima autoridad del país.

El siglo siguiente, eso es el V a. C., ya no sería tiempo de profetas sino de escribas, legisladores y sabios, es decir, de los burócratas que diseñarán el judaísmo. Ello no obstante, aún aparecieron profetas como Malaquías que alzaron su voz… aunque ahora lo hicieran contra los mismísimos sacerdotes, que eran quienes detentaban el poder. Así, por ejemplo, Malaquías anunció de nuevo el «día de Yahveh», pero él, a diferencia de sus antecesores Amós o Sofonías, vio en ese escatológico día la ocasión para depurar el sacerdocio, para restablecer la alianza entre Dios y el clero (Mal 2,4) y para «purgar a los hijos de Leví» (Mal 3,3).

El profeta Malaquías, de hecho, fue el primero que clamó en favor del advenimiento de un Mesías sacerdotal, y su demanda no estaba exenta de fundamento si tenemos presente que, debido al poder clerical nacido del exilio, el sumo sacerdote de Jerusalén era un cargo hereditario y eso, como en el caso de la realeza, no garantizaba en absoluto el acceso de los mejores al cargo; antes al contrario, ya que si leemos las Antigüedades judaicas, del historiador judío Flavio Josefo, veremos perfectamente que los altos sacerdotes de esa época sobresalían más por su ignorancia y maldad que por sus virtudes, razón por la cual, dentro de la religión hebrea, empezaron a adquirir una importancia capital los escribas y los doctores de la Ley.

Podríamos seguir explorando del mismo modo que hemos venido haciendo hasta aquí el resto de los libros del Antiguo Testamento —ya de muchísima menor importancia que los vistos— y explayarnos, por ejemplo, en los paralelismos evidentes y sospechosos que presenta el libro de los Proverbios con las literaturas sapienciales de Egipto y Mesopotamia, la influencia del poema mesopotámico de Gilgamesh y de la filosofía griega —de las escuelas cínica y epicúrea—, en el Eclesiastés, etc., pero las nuevas evidencias no harían más que confirmar los trazos fundamentales ya mostrados y, a lo sumo, lograrían volver demasiado farragoso un libro que sólo pretende ser una reflexión básica.

En este punto de la historia —y eso es lo notable a retener para el resto de este trabajo—, la labor de arquitectura doctrinal de un puñado de pensadores religiosos —los profetas y los redactores de los textos bíblicos sacerdotales y deuteronómicos— ya había plantado definitivamente unos cimientos que tendrían una doble función: debajo de ellos se enterraría el yahvismo y, con él, al dios que adoraron los hebreos desde la época de los patriarcas; por encima se construirá el modelo de dios y de teología que dará nacimiento al judaísmo y a su hijo involuntario, el cristianismo.

Refiriéndose al lumen propheticum, en la introducción general a la traducción de la Biblia de Nácar y Colunga podemos leer que «no ha querido Dios revelarse inmediatamente a todos y cada uno de los hombres, sino a algunos solamente, que, como intermediarios entre Dios y el resto de los humanos, recibiesen de Él las divinas enseñanzas y en su nombre y con su divina autoridad las transmitiesen a los demás. Por eso han sido llamados profetas o intérpretes de Dios, y en su nombre y con su divina autoridad transmiten las verdades sobrenaturales que sobrenaturalmente les dio Dios a conocer. Por haber sido hecha de este modo se llama también la divina revelación doctrina profética, principalmente la del Antiguo Testamento, pues la del Nuevo nos ha sido hecha directa e inmediatamente por el mismo Verbo de Dios encarnado».[57]

Tan altísimas palabras, con las que la Iglesia católica defiende y legitima a los profetas, chocan, sin embargo, con la evidencia histórica y literaria de que los nabi o profetas no fueron más que hombres de su tiempo, aunque algunos de ellos, eso sí, dotados de un valor e inteligencia indiscutibles —así como de un fundamentalismo religioso que quizás hoy sería tachado de «fanatismo peligroso», ya que así califica la Iglesia a muchos que sostienen lo mismo que los profetas defendieron en su día—; fueron hombres preocupados por la sociedad que les tocó vivir y, por ello, intentaron mejorarla aportando sus propias ideas bajo el patrocinio de aquello que sabían tenía fuerza entre su gente: el nombre de Yahveh.[58]

Pero resulta obvio que Dios no estuvo más cerca de los profetas de lo que lo está de la humanidad actual. Sin que ello les reste mérito ninguno a los nabi; al fin y al cabo, Albert Einstein publicó su fundamental Teoría general de la relatividad cuando no era más que un simple funcionario civil de 26 años… y agnóstico.