La espiritualidad faraónica estaba centrada en la conciencia de Maat, la Regla universal, y su aplicación en el mundo de los hombres. El papel fundamental de Faraón consistía en alimentarse de Maat y hacerla vivir en la Tierra; sin la Regla, la sociedad era presa de la corrupción, la mentira y la desgracia. Maat está presente en las tumbas del Valle, con la forma de una diosa; se la encuentra a menudo a la entrada de los hipogeos. ¿Acaso no es necesario pasar por ella para entrar sin temor en los caminos del más allá? El alma era juzgada en la «sala de las dos Maat», que puede entenderse como la del doble aspecto de la Regla, divina y humana. Una existencia se consideraba armoniosa cuando el corazón del ser era tan ligero como la pluma de avestruz que simbolizaba la Regla. Si las acciones habían sido negativas, el corazón pesaba demasiado. El ser era condenado entonces a la segunda muerte y «la devoradora» se lo tragaba.
El juicio del presidente del tribunal, Osiris, era severo; se ataba a los condenados a postes, se los entregaba a terroríficos demonios que cortaban las cabezas con sus cuchillos, se los arrojaba a lagos de fuego. El simbolismo de los imagineros de las catedrales y de Dante se inspiró en el del Valle a través de distintos modos de transmisión.
El condenado se veía privado de la luz, permanecía disperso y prisionero de las tinieblas. Pero la Regla se mostraba llena de amor para quien la había practicado en vida; si la colocaba en su corazón, el viajero por el más allá no tenía nada que temer.
El tema fundamental de las tumbas reales es el viaje del sol por el otro mundo; al sumirse en las tinieblas, sufre terribles pruebas. De su supervivencia depende la de la creación, a la que renueva cada noche utilizando poderes originales. Al anochecer, Nut, la diosa del cielo, se traga al sol que penetra en su cuerpo sembrado con los signos del zodíaco, decanes, constelaciones y planetas cuya energía la alimentan. Nut está representada en el techo de algunas tumbas reales, como las de Seti I, Ramsés IV o Ramsés VI; está dividida en horas que custodian ciertas puertas. En ella los justos se convierten en estrellas. Por la mañana, Nut da a luz un nuevo sol.
Al morir en su cuerpo mortal, el sol se reúne con su cuerpo inmortal; cuando ilumina su camino, ilumina las tinieblas y hace visible lo que estaba oculto, es decir las fuerzas latentes de la creación. La vida renace de lo que permanecía inerte, las puertas de «la vasta y eterna ciudad» se abren, los resucitados se llenan de júbilo pues sólo el sol puede oír la voz de los seres del más allá, que se parece a la de un toro, un gato, al zumbido de una abeja o al soplo del viento. La luz quiebra el silencio de la oscuridad. La barca solar es llamada «barca de los millones», pues acoge las fuerzas divinas y a los seres regenerados que, al participar en el viaje, se asocian a la dinámica de regeneración.
«Ra (o Re) —escribe Piankoff— no es el sol; es la energía, la fuerza divina que se manifiesta en todos los dioses.» Adopta cuatro formas principales: el escarabeo Khepri por la mañana, el halcón Horakhty a mediodía, el anciano Atum con cabeza de carnero al anochecer y Osiris en las tinieblas.
Cuando Faraón es iniciado en el universo de los poderes divinos, durante el ritual de los grandes misterios, se convierte en Ra.
Dirigiéndose a él, proclama, según la Letanía de Ra: «Soy tú, tú eres yo». Donde Ra va, va el rey; cuando Ra crea, el rey crea.
Esta creación no se llevó a cabo de una vez por todas, en un pasado cualquiera, y no tiene fecha ni está inmóvil en el tiempo. Si el instante en el que toma cuerpo se llama «La primera vez», ésta se repite en cada nuevo amanecer. El mundo se renueva cada día, recién nacido por la mañana, adulto a mediodía, anciano por la noche. Entre la primera hora del día y la última de la noche, se realiza una eternidad.
En cierto modo, el origen de la creación es permanente. El más allá egipcio se presenta como una perpetua mutación, un incesante viaje.
El resucitado atraviesa regiones acuáticas y campos fértiles, paraísos bañados por el Nun, el océano de energía primordial donde nacen todas las formas de vida. Comparado con la Tierra, el más allá es gigantesco. El trigo que crece allí tiene una altura de nueve codos (4,68 m), una hora de viaje nocturno equivale a toda una existencia, la línea recta desaparece en beneficio de sinuosos canales.
Lo esencial es conocer los textos que permiten no caminar cabeza abajo, apartar a los guardas de las puertas y penetrar en la morada del Occidente donde vive el secreto de la resurrección.
Incorporado al sol, Faraón debe vencer a la temible serpiente Apofis que intenta cerrarle el paso. El astro solar pasa al cuerpo del gigantesco reptil invirtiendo la dirección del tiempo y del espacio; transforma en juventud lo que era vejez, va de occidente a oriente para renacer. En los muros de la tumba, buitres y serpientes aletean para mantener el soplo que da vida a todas las partes del edificio.
Si Osiris es el soberano del otro mundo y el juez de los muertos, es también la momia concebida como soporte de resurrección y cuerpo de luz. Cada ser justificado se convierte en un Osiris al que Ra animará con su luz. Dato fundamental: Ra reposa en Osiris, Osiris reposa en Ra. Osiris es ayer y Ra es mañana. El iniciado proclama: «Soy el ayer, conozco el mañana». La vida engendra la muerte, la muerte engendra la vida, de acuerdo con un proceso que no tiene principio ni fin. De este modo, el lugar donde reposa Osiris es el mayor de los misterios, que sólo puede percibirse en el interior del sarcófago donde el ser del Faraón se une al oro del cielo.
En todas sus moradas de eternidad, el Valle afirma la omnipresencia de la luz, presente en cada expresión de la vida, desde la piedra de estrella, y de la creación concebida como una permanente regeneración. En este sentido, sus tumbas son de sorprendente actualidad.
Los ritualistas del Imperio Nuevo crearon una serie de composiciones específicas que fueron grabadas o dibujadas en las paredes de las tumbas reales del Valle: el Amduat o Libro de la cámara oculta, Libro de las puertas, que aparece por primera vez en Horemheb y cuya única versión completa se halla en Ramsés VI, Libro de las cavernas (o, con mayor exactitud, de las «envolturas»), Libro del día y de la noche, Letanía de Ra, Libro de la Vaca divina, Libro de Aker (dios de la tierra), Ritual de la apertura de la boca. Estos textos esotéricos estaban reservados a los faraones y no fueron divulgados fuera de las tumbas reales antes del final de la XX dinastía.
Las composiciones ofrecen el conocimiento de los mitos y las divinidades, abren los caminos de la eternidad, permiten luchar contra los enemigos y efectuar el paso de la muerte a la vida.[15]
El texto elegido para figurar en las primeras tumbas del Valle fue el Amduat, cuyas versiones completas figuran en Tutmosis III y Amenhotep II. Hoy sabemos que el «libro» se inspira en modelos más antiguos; como siempre, en Egipto, las nuevas formulaciones se apoyan en las antiguas sin suprimirlas.
Mientras los particulares disponen del Libro de los Muertos, el Amduat fue patrimonio de las tumbas reales[16] y el único texto inscrito en sus muros, desde Tutmosis I hasta Horemheb; luego llegaron otros textos cuyos títulos ya hemos citado. La primera versión completa, en Tutmosis III, se presenta como un papiro desenrollado. La forma y el nombre de setecientas setenta y cinco divinidades, ante las que está colocado un pequeño recipiente donde arde incienso, se revelan en la sala alta de la tumba; en la sala del sarcófago, esos personajes se animan y participan en los distintos episodios de la mutación de la luz y de la resurrección. He aquí el título completo del Amduat: «Escritos de la cámara secreta, sede de las almas, de los dioses, de las sombras, de los espíritus y de sus acciones. Al comienzo, el cuerno de occidente, puerta del mundo occidental; al final, el crepúsculo, puerta del mundo oriental. Para conocer las almas de la Duat, para conocer sus actos, para conocer sus actos de glorificación de la luz divina (Ra), para conocer los misteriosos poderes, para conocer el contenido de las horas y su dios. Para saber lo que les dicen, para conocer las puertas, las vías que toma el gran dios, para conocer el curso de las horas y su dios, para conocer a los bienaventurados y los condenados». Bajo tierra y en las tinieblas, el viaje del sol se divide en doce etapas que corresponden a las doce horas de la noche, que tienen un nombre, un dominio y un guardián. Según la expresión de Champollion la barca divina navega «en el río celeste, por el fluido primordial o el éter»; en la proa está Sia, la intuición, que la guía por las profundidades de la energía original y por el cuerpo de la diosa del cielo. La tumba es precisamente la encarnación arquitectónica de ese camino del sol que desemboca en el sarcófago, medio matricial donde resucita, al igual que Faraón.
Amduat significa literalmente «Lo que está en el Duat», término que puede traducirse como «cámara oculta», con la precisión de que no se trata de un lugar en el sentido corriente del término sino, más bien, de un conjunto de fuerzas y energías que permiten reunir lo que está disperso y asegurar la continuidad de la creación. La Duat es pues un espacio de mutaciones donde se realiza el perpetuo renacimiento de la luz y de su representante en la Tierra, Faraón. En su carta del 26 de mayo de 1829, Jean-François Champollion escribe: «El sentido general de esta composición se refiere al rey difunto. Durante su vida, parecida al sol en su carrera del oriente al occidente, el rey tenía que ser el vivificador, el iluminador de Egipto y la fuente de todos los bienes físicos y morales que sus habitantes necesitaban. El faraón muerto fue pues naturalmente también comparado con el sol poniente y dirigiéndose hacia el tenebroso hemisferio inferior, que debe recorrer para renacer de nuevo por oriente y devolver la luz y la vida al mundo superior (el que habitamos), del mismo modo que el rey difunto tenía también que renacer, bien para proseguir sus transmigraciones o bien para habitar el mundo celestial y ser absorbido en el seno de Amón, el Padre universal».
El difunto era recibido en la orilla oeste de Tebas por una diosa sonriente, «El bello Occidente»; el Valle de los Reyes es una sorprendente mezcla de encanto y austeridad de la que no está ausente. Cuando está abrumado por el sol y parece un caldero, el paraje no es muy acogedor; hay que amar el calor, el desierto y las piedras para aventurarse por aquel territorio misterioso, donde perduran las almas de los faraones. Conviene acostumbrarse poco a poco al espíritu del Valle. Aprender sin prisas a conocerlo. Es un inmenso santuario por donde se deambula, un mundo mineral donde se abren accesos al más allá: las puertas de las tumbas reales.
A los egipcios les parecía indispensable que ese otro mundo estuviera presente en la Tierra; los maestros de obras debían elegir emplazamientos privilegiados que sirvieran de puntos de contacto entre el mundo de los poderes divinos y el de los hombres. El Valle, debido a su posición geográfica y a su aspecto físico, fue uno de los más hechizadores; pese a los modernos acondicionamientos y las modificaciones del terreno debidas a los excavadores, conserva su carácter sagrado y su poder original.
Al anochecer el velo se levanta un poco; una luz dorada, apaciguadora, suaviza las abruptas pendientes de los acantilados. Se inicia la hora de Atum, la serenidad de los anocheceres de Egipto, cuando el día se desposa con la noche en unas bodas de muerte y resurrección.
Cada tumba real tiene su propio carácter, sus colores, su disposición de textos y escenas; cada una de ellas es una creación original, aunque adecuada al simbolismo tradicional. Las sepulturas de tres dinastías forman un vasto cuerpo cada uno de cuyos órganos merece ser estudiado en sí mismo, vinculándolo al conjunto. A cada nueva visita, a cada nueva exploración, la admiración es más intensa, la comunión más profunda. Los enamorados del Valle pueden permanecer varias horas ante un bajorrelieve de Seti I o de Ramsés VI, dialogar con una diosa, meditar ante el escarabeo que simboliza el renacimiento del sol o contemplar, como Carter, el cuerpo celeste de la diosa Nut. Esos extraños rostros, de secreta belleza, nos hablan de una verdad sin tiempo, de esa eternidad donde se inscribe el inviolable misterio de los faraones.
Jamás se extinguirá la gran voz del Valle de los Reyes.
Valle de los Reyes, invierno de 1991