La pérdida de un auténtico amigo es siempre una catástrofe de la que nadie se recupera. Carter, poco dado, sin embargo, a admirar la aristocracia británica, sentía un sincero afecto por Carnarvon y se creyó por completo desamparado tras su desaparición; Carnarvon no vería pues el sarcófago de Tutankamón, suponiendo que existiese. Carter se prometió llevar la excavación hasta el final y dedicar sus últimas victorias al hombre que le había permitido despejar el más fabuloso de los misterios del Valle.
Carnarvon no sólo era un amigo sino también un protector que evitaba a Carter cualquier preocupación material, trataba con el Servicio de Antigüedades, se encargaba de la prensa, de los visitantes y de las relaciones públicas. En adelante, Carter estaría solo para enfrentarse con esas dificultades, al tiempo que proseguía el trabajo científico. No siendo diplomático ni hombre de mundo, dio varios pasos en falso, chocó con los periodistas, las autoridades administrativas y acabó siendo considerado una especie de colonialista que creía que la tumba de Tutankamón era de su propiedad. Tan torpe como es posible serlo, sin tomar conciencia del ascenso del nacionalismo egipcio, el egiptólogo no se desvió del camino trazado en compañía de Carnarvon: devolver a la luz los tesoros de Tutankamón.
De las cuatro estancias que componen la tumba, es la única decorada. Los temas son raros, únicos incluso; asistimos a los funerales de Tutankamón, al arrastre del ataúd por la cofradía de los sabios, a la apertura de la boca del difunto por su sucesor, Ay, y a la acogida del resucitado por la diosa del cielo, Nut, que le transmite una energía que brota de sus manos. También están presentes monos que acompasan las horas y el escarabeo, símbolo del sol renaciente.
Entre la capilla de oro y el muro, Carter dispuso sólo de setenta y cinco centímetros para moverse; advirtió que estaba hecha con paneles ensamblados, de considerable peso, y que contenía otras tres capillas de oro. Había pues cuatro capillas, encajadas las unas en las otras, como las envolturas protectoras de un cuerpo de resurrección que sólo podía ser el del rey. Fue necesario proceder a un lento y paciente desmontaje.
La decoración de la primera capilla, de madera dorada y con incrustaciones de pasta de vidrio azul, está consagrada a la reanimación alquímica del alma de Faraón; estamos lejos, hoy todavía, de haber desvelado todos los secretos de los textos y las representaciones. En el pequeño espacio entre la capilla y el muro se habían colocado pieles de resurrección de Anubis utilizadas durante los ritos de iniciación, once remos de madera que servían para la navegación por el otro mundo, una caja en forma de naos, otra en forma de pilono, un ramillete de persea y jarras de vino. Ante la puerta, una estatua de oca, símbolo de Amón, envuelto en una tela de lino, dos lámparas de alabastro y una trompeta de plata dedicada a Ra, a Atum y a Ptah. Esta acumulación de símbolos, en relación con la luz, la energía y el renacimiento, se consideraba indispensable para que la tumba fuera receptáculo de los poderes creadores.
La segunda capilla estaba recubierta de un velo adornado con margaritas de bronce dorado; los cordoncillos del cerrojo estaban intactos y Carter fue el primero en tirar de los pestillos de ébano desde el día del año 1327 a. de C. en que el ritualista aisló la cámara funeraria del mundo exterior.
También los cerrojos de la tercera capilla estaban intactos; por lo que a la cuarta se refiere, contenía un receptáculo de gres con una diosa en cada esquina.
El 12 de febrero de 1924, cuando las cuatro capillas estuvieron ya desmontadas, Carter decidió levantar la tapa del sarcófago. Éste mostraba la huella de una rotura reparada en la Antigüedad. Apareció el sarcófago exterior del rey, envuelto en un sudario; el receptáculo albergaba, en realidad, tres sarcófagos momiformes, uno dentro de otro, el primero de madera dorada, el segundo cubierto de chapas de oro y el tercero de oro macizo.
Carter no pudo sacar a la luz aquellas maravillas pues un grave incidente le enfrentó con el ministerio de Obras públicas y con el Servicio de Antigüedades. Desde hacía mucho tiempo, Pierre Lacau que era escuchado por el gobierno, intentaba hacer caer a Carter en una trampa; con los nervios de punta, el arqueólogo perdió la sangre fría cuando el Servicio negó la entrada a la tumba a las esposas de sus colaboradores. El egiptólogo estimó que era víctima de una medida injustificada y escandalosa; algunos colegas, como Gardiner y Breasted, escribieron una carta criticando severamente la actitud de Lacau. Carter fue más lejos y expuso una vengativa nota en el vestíbulo del Winter Palace, uno de los mayores hoteles de Luxor donde se albergaban turistas y notables.
El asunto fue envenenándose y Carter decidió cerrar la tumba. Para el gobierno, se excedía en sus derechos. Pierre Lacau, acompañado por policías y soldados, forzó la puerta de la sepultura e hizo bajar de nuevo la tapa del sarcófago, que Carter había dejado colgada.
Lacau había ganado. El Servicio de Antigüedades tomaba posesión del monumento más célebre de Egipto. Al revés de lo que Carter deseaba, permitió que miles de turistas penetraran en la tumba cuando el arqueólogo inglés concedía las autorizaciones de visita con cuentagotas.
Varias personalidades políticas egipcias acudieron a la tumba y convirtieron aquel viaje por tierras reconquistadas en una victoria del Egipto moderno, capaz de rechazar las pretensiones de un inglés con actitudes colonialistas.
El éxito de Lacau fue absoluto cuando consiguió que a Howard Carter le prohibieran la entrada en la tumba; con la ayuda de lady Carnarvon, el arqueólogo inició un proceso contra el gobierno egipcio, pero le fue desfavorable tras rocambolescas circunstancias. Abatido por aquel nuevo golpe del destino, nerviosamente agotado, Carter abandonó Egipto para dar una gira como conferenciante por Estados Unidos, ignorando si volvería algún día al Valle de los Reyes y podría concluir su trabajo.
Las conferencias de Carter tuvieron mucho éxito; para el pueblo americano se convirtió en una estrella. Aquella gloria no le satisfizo; sólo pensaba en Tutankamón, prisionero de Pierre Lacau. Lacau, precisamente, no presumía ya demasiado; ¡nadie se atrevía a sustituir a Carter! La situación estaba bloqueada; el Servicio de Antigüedades disponía de la tumba pero no de un excavador competente.
De regreso a Inglaterra, Carter se entrevistó con lady Carnarvon. Se pusieron de acuerdo en un espinoso punto, mejor era renunciar a cualquier derecho de propiedad sobre los objetos descubiertos en la tumba. En Egipto, la situación evolucionaba; el gobierno Zaghlul fue derribado. Los políticos que tomaron el poder eran mucho menos hostiles a Inglaterra y a Carter. Lacau, aislado, tuvo que inclinarse; aceptó el regreso del hombre al que había conseguido expulsar. Cuando le devolvió las llaves de la tumba, le expresó su satisfacción por verle poner de nuevo manos a la obra. A sus cincuenta y un años, Carter reconstruyó su equipo, a excepción de Mace, muerto de tuberculosis, para iniciar la última etapa de la excavación. Se enfureció al comprobar que los objetos transferidos ya al museo de El Cairo habían sido manipulados por un personal incompetente; no habían sabido montar de nuevo los carros. Pero el hacha de guerra estaba enterrada. El Estado egipcio conservó la totalidad del tesoro y pagó a la viuda de lord Carnarvon los gastos que había hecho su marido. El trabajo prosiguió en un clima sereno.
El 28 de octubre de 1925, Carter abrió el tercer sarcófago que protegían con sus alas las diosas Isis y Neftis; contempló la célebre máscara de oro y tomó ciento cuarenta y tres joyas y amuletos de la momia. Sarcófago y ornamentos de oro pesaban 1.110,4 kilos.
Una pequeña abertura daba acceso a la última pieza de la tumba que Carter llamó «anexo» (4 x 2,90 m); un considerable número de objetos le aguardaba allí. Estaban amontonados en un equilibrio tan precario que quitar uno podía hacer que todo el conjunto se desmoronara; el vaciado, que se inició durante la temporada 1927-1928, sólo concluyó dos años más tarde. El tesoro se componía de cofres, cajas, jarras, lechos rituales, un trono de ébano, arcos, flechas, bastones arrojadizos, espadas, escudos, modelos reducidos de barcos, varas, bastones, juegos, carros dorados, ungüentos y alimentos diversos, carne momificada, uva, nueces, melones, etc.
En 1931, Carter mandó los paneles de las grandes capillas al museo de El Cairo donde fueron montadas de nuevo; en 1932, la tumba estaba vacía y la más fabulosa excavación de la historia de la arqueología había terminado.
Tras un decepcionante examen de su mal conservada momia, Tutankamón siguió reposando en su sarcófago.
Howard Carter fue, sin duda alguna, el autor del más espectacular descubrimiento arqueológico de todos los tiempos. Era de esperar que se le concedieran grandes distinciones y siguiera ejerciendo sus aptitudes en otras excavaciones.
La realidad fue muy distinta. Carter, detestado, despreciado y víctima de los celos, cayó en una especie de clandestinidad. Poco interesado en obtener los favores del establishment y del mundo llamado «científico», había olvidado ser un trepador. Trabajador encarnizado, nunca comprendió que obtener un puesto oficial y ciertos honores exigía algunos compromisos.
Carter regresó varias veces a Egipto, pero no volvió a excavar. Inglaterra no le concedió la menor distinción. Murió en Londres, solitario, en 1939. Como suele suceder, la humanidad sólo había ofrecido ingratitud a uno de sus genios.