Carter inició su última temporada de excavaciones en el Valle de los Reyes sin preocuparse del mundo exterior; sin embargo, el Egipto de 1922 se veía sacudido por movimientos de revuelta y veleidades de independencia cada vez más evidentes. Ciertamente, los ingleses seguían sujetando el timón, pero un hombre tan sagaz como lord Carnarvon sabía que la situación estaba evolucionando de modo ineluctable. A Howard Carter no le preocupaba. En aquel otoño de 1922, jugó su última carta. Su primera tarea consistió en cortar el acceso a la tumba de Ramsés VI para proseguir la exploración en profundidad. ¡Esta vez, que se fastidiaran los turistas!
Fiel a su idea inicial, pudo por fin cavar bajo los vestigios ramésidas y alcanzar un nivel anterior, que databa forzosamente de la XVIII dinastía; ¿iba a descubrir sólo un modesto depósito de cimientos?
El 5 de noviembre de 1922, cuando Carter llegó al paraje de la excavación, advirtió enseguida un silencio absolutamente insólito. La ausencia de ruido, de cantos y de palabras era anormal. No tardó en comprender: a silencio excepcional, acontecimiento excepcional.
Un obrero acababa de descubrir un peldaño. Se atarearon a su alrededor, Carter dio la orden de proseguir. Apareció un segundo peldaño y, luego, un tercero… hasta doce. El arqueólogo comparó la escalera con la de la tumba núm. 55 y la de la sepultura de Yuya y Tuya; databa sin duda alguna de la XVIII dinastía y conducía, probablemente, a un escondrijo. Los peldaños estaban bien tallados y permitían esperar un hipogeo de buena calidad.
Con intensa emoción, Carter bajó por aquella escalera que tenía tres milenios de antigüedad y chocó con una puerta, aparentemente intacta, en la que se habían puesto los sellos de la necrópolis. Creyó soñar… ¿Habría descubierto una tumba real intacta, la única del Valle? No, era un espejismo. Tenía que reflexionar, contener su entusiasmo. Un simple escondrijo, naturalmente, una sepultura devastada y desvalijada como las demás.
Carter practicó un agujero. Al otro lado, un corredor. El sueño se hacía realidad.
Mandó sin más tardanza un telegrama a Carnarvon: «Maravilloso descubrimiento en el Valle. Una tumba magnífica con sellos intactos». Mientras aguardaba la llegada del aristócrata, era preciso proteger los lugares. Carter disponía de la eficaz ayuda del reis Ahmed Girigar; recurrió también a su amigo Callender, un buen coloso ya jubilado que había dirigido los ferrocarriles egipcios. Callender acudió inmediatamente; ahuyentaría a los ladrones y no vacilaría en disparar sobre quien intentara introducirse en la sepultura. Para mayor seguridad, se enterró de nuevo la escalera y se cubrió el paraje de cascotes. En lo alto, Carter colocó una gran piedra y dibujó las armas de lord Carnarvon.
El 23 de noviembre de 1922, en presencia de su patrono y amigo, Carter hizo despejar de nuevo la escalera y, por primera vez, la parte baja de la puerta. También allí había sellos de la necrópolis y, sobre todo, un cartucho real legible. El propietario de la tumba fue pues identificado con seguridad: ¡Tutankamón!
La emoción llegó al colmo. Toda una existencia de esfuerzo, de sufrimientos y búsquedas quedaba, en aquellos instantes, justificada. Como un astrónomo que afirma la existencia de un cuerpo celeste desconocido por el sencillo juego de los cálculos, Carter había llegado a la conclusión teórica de que la tumba de aquel rey, mal conocido, de la XVIII dinastía tenía que haber sido excavada, forzosamente, en el Valle. Ahora no se trataba ya de teoría sino de la más concreta de las realidades.
El atento examen de la puerta entibió el entusiasmo; había sido abierta y vuelta a sellar. ¿No significaría aquel triste indicio que habían entrado los ladrones? A menos que las autoridades de la necrópolis hubieran procedido a una inspección, después de los funerales.
Carter estudió los fragmentos de objetos acumulados ante la puerta; descubrió los nombres de Tutmosis III y Amenhotep III en los escarabeos, los de Akenatón y Smenker en fragmentos de cajas de madera. Conclusión evidente: no se trataba de una tumba sino de un escondrijo análogo a la «tumba» núm. 55 donde se habían ocultado objetos y momia. Sin embargo, la presencia del cartucho de Tutankamón… Sólo había una solución para despejar las incertidumbres: penetrar en el santuario.
La actitud del Servicio de Antigüedades fue más bien sorprendente. Lacau, entregado a tareas administrativas, no abandonó su despacho de El Cairo; creyó sin duda que Carter había exhumado una pequeña sepultura sin interés. Por lo que al inspector local se refiere, el frío y pausado Rex Engelbach, aquella excavación no le interesaba demasiado. Carnarvon y Carter se enfrentaron pues, solos, con una puerta de 1,70 m de ancho y 1 m de grosor. Tras ella, una atroz decepción o una formidable alegría.
Quitada la puerta, apareció un corredor de 7,60 m de longitud, lleno de cascotes. Fueron necesarios dos días de trabajo para vaciarlo, dos días durante los cuales Carter fue anotando los fragmentos de antigüedades que yacían en aquel magma, especialmente una cabeza de muchacho brotando de una flor de loto. Evocaba, al mismo tiempo, al dios Nefertum y el éxito del proceso de resurrección. El ser justo renacía del loto como un nuevo sol.
El corredor terminaba en una segunda puerta sellada. Las esperanzas aumentaban. Con precaución, Carter practicó una abertura y miró al otro lado; pese a la improvisada iluminación, vio. Pero ¿cómo creer lo que sus ojos le develaban?
Lord Carnarvon se impacientó. «¿Ve usted algo?», preguntó. «Sí —respondió Carter, conmocionado—, ¡cosas maravillosas!» De las tinieblas emergían extrañas figuras, animales fantásticos, estatuas, una increíble cantidad de objetos preciosos, en resumen, el más fabuloso tesoro jamás descubierto en Egipto.
Desde entonces, Howard Carter triunfó. Ignoraba que estaba iniciando un largo vía crucis que duraría diez años, de 1922 a 1932; lejos de ser considerado el mejor arqueólogo de su tiempo, sería atacado por el Servicio de Antigüedades, despreciado por las autoridades británicas, debería resistir frente a la injusticia, los trastornos políticos, luchar solo después de la muerte de Carnarvon.
Pero a finales del año 1922, sólo reinaba la alegría. El Valle había satisfecho a Carter más allá de sus exigencias; había recompensado su infinita paciencia, su metódica aproximación y su empecinamiento en desvelar sus secretos.
Convertido en «egipcio» a los dieciocho años, Howard Carter, a pesar de las pruebas, nunca había dejado de amar el Valle, objeto de todos sus deseos. Había tenido siempre fe en él, seguro de que su destino se decidiría allí y sólo allí. El Valle ofreció a aquel hombre, que lo amaba apasionadamente, lo más hermoso y extraordinario que poseía, la única tumba real intacta.