En diciembre de 1917, lejos del estruendo de las armas, Carter se instaló en una hermosa morada de la orilla oeste donde estableció su cuartel general. Para que quedara bien claro que tomaba posesión del lugar, transformó en almacén la casa de excavaciones de Davis; en su interior, descubrió un plano del Valle establecido por Ayrton; advirtió que sabía más que el excavador del americano y que era capaz de completar el documento.
Carter provocó muchos celos. Era sólo un autodidacta, no tenía diplomas universitarios, no había ido a una gran escuela y, sin embargo, se convertía en el responsable de una misión correctamente financiada y dotada de nuevos medios técnicos, como el astuto sistema consistente en utilizar un raíl desplazable por el que se hacía circular una vagoneta cargada de escombros.
En la capillita egiptológica, donde florecían los golpes bajos, los ardides y las rivalidades más o menos furibundas, se sabía que Carter era el mejor especialista del Valle; pero se guaseaban porque, pese a su experiencia, era inconsciente de una realidad fundamental sobre la que ya se habían pronunciado los especialistas: no quedaba ninguna tumba inédita en el Valle. Aquel loco de Carter se lanzaba a una misión imposible de la que saldría ridiculizado y caído.
Carter contrató como reis a Ahmed Girigar, amigo de mucho tiempo atrás; estaba así seguro de tener a sus órdenes un equipo de obreros serios y fieles. Los trabajos comenzaron en diciembre de 1917, en el lugar que obsesionaba al arqueólogo desde hacía mucho tiempo, entre las tumbas de Ramsés VI y de Merenptah. Fue necesario más de un mes de esfuerzos para desplazar la masa de escombros que llenaban el paraje; la vagoneta abierta y basculante resultó muy eficaz. Al revés que sus predecesores, Carter no se limitó a desplazar un montón para hacer otro montón; hizo que los escombros se llevaran fuera del Valle, de modo que quedaran en un terreno ya excavado. Por primera vez se aplicó a gran escala un método inteligente.
Además, Carter fue el primer excavador que se interesó por el contenido de los escombros; en aquella informe masa se ocultaban fragmentos de antigüedades cuya meticulosa lista iba estableciendo el inglés; aquellos modestos vestigios permitieron a veces sacar interesantes conclusiones.
Ya en la primera campaña, el arqueólogo topó con un adversario al que maldecirá cada vez más: el turista. Aunque la Gran Guerra no hubiera todavía terminado, los visitantes regresaron al Alto Egipto y no dejaron de vagabundear por el Valle de los Reyes. Se dirigieron, especialmente, a la tumba de Ramsés VI, célebre por la belleza de sus misteriosas figuras, y turbaron pues los progresos del equipo de excavaciones. Preocupado por la seguridad de aquellos importunos, Carter temió que algunos curiosos cayeran en el agujero de treinta pies de profundidad que había hecho excavar y ordenó que se construyeran muretes protectores.
Carter llegó a un nivel del Valle desconocido hasta entonces; advirtió que la entrada de la tumba de Ramsés VI había sido perforada a quince pies por debajo del suelo original. A doce pies por debajo de esa entrada aparecieron los vestigios de rudimentarias cabañas de piedra, habitadas por los constructores. Se recogieron algunos fragmentos de chapa de oro, cuentas de cristal y una jarra que contenía un cadáver de serpiente disecado, símbolo del silencio y genio de la tierra.
A comienzos de 1918, Carter se hizo una pregunta fundamental:
¿Podía seguir excavando y descubrir algo bajo aquellas cabañas? Para responderla hubiera debido cortar el camino que llevaba a la tumba de Ramsés VI e impedir el acceso a los turistas. El asunto pareció en exceso delicado.
El 2 de febrero de 1918 concluyó la primera campaña y Carter se alejó de la tumba de Tutankamón, que estaba muy próxima.
Egipto había sufrido con la Gran Guerra; en 1918, el país tuvo más muertes que nacimientos. Una enorme inflación corroía una economía destrozada y el país fue presa de la angustia moral de la que, sin embargo, nació una esperanza: obtener la independencia. Comenzó a tomar cuerpo una tendencia nacionalista.
Si el entusiasmo de Carter siguió intacto, eso demostraba que su comportamiento no era el de un buscador de tesoros sino el de un científico enamorado del Valle, hasta el punto de escrutar sus menores aspectos. De este modo, en febrero de 1919, excavó durante cinco días ante la tumba núm. 38, la de Tutmosis I, para descubrir un depósito de cimientos que demostrara la atribución del sepulcro. Resultado mediocre; ciertamente exhumó el depósito, pero las inscripciones jeroglíficas se habían borrado.
En 1919, Carter cumplió una misión muy distinta. Los dos compradores más ricos del mercado de antigüedades eran lord Carnarvon y el Metropolitan Museum de Nueva York; oponiéndose podían hacer que los precios subieran. Carter fue el hombre providencial y conciliador. Arqueólogo de Carnarvon, tenía varios amigos entre los egiptólogos americanos; fue pues el experto encargado de comprar las antigüedades y ofrecérselas unas veces a su patrono y otras al museo, haciendo que se respetara un pacto de no competencia. Carnarvon venderá incluso al museo, a través de Carter, una parte de sus colecciones. En aquella ocasión, el aristócrata se mostró generoso y el egiptólogo gozó, por fin, de cierta seguridad material.
Ni Carnarvon ni Carter, ingleses sin embargo, negociaron con el British Museum cuyas autoridades adoptaron una actitud desdeñosa; Carter, recordémoslo, no estaba diplomado por una gran universidad y no podía merecer la estima de colegas titulados y encopetados.
Carnarvon se impacientaba un poco; las excavaciones costaban muy caro y los resultados eran más bien escasos, ni tumba ni objetos de valor. ¿No estaría agotado el Valle, como afirmaba Davis?
A fines de febrero de 1920, lord Carnarvon y su esposa, lady Almina, acompañados por su hija Eve, decidieron ir a ver su excavación. Eve era entusiasta y apasionada, lady Almina más reservada. Por lo que a Carter se refiere, estaba francamente inquieto; ¿qué podría enseñarles salvo un enorme trabajo de técnico, poco revelador para los profanos?
La suerte le sonrió. Antes de la llegada del trío, Carter excavó ante la entrada de la tumba de Ramsés IV y encontró un depósito de cimientos; mejor aún, cerca de las tumbas de Merenptah y de Ramsés II, sacó a la luz un escondrijo que contenía objetos utilizados durante los funerales del rey Merenptah. Entre ellos, trece jarrones de alabastro de muy hermosa factura. La propia lady Almina los sacó de la tierra con sus propias manos.
De acuerdo con la legislación vigente, Carter tuvo que avisar al director del Servicio de Antigüedades. Éste era el jesuita francés Pierre Lacau, distinguido filólogo, excelente conocedor de los textos religiosos y con corazón de funcionario. Entre el hombre que actuaba sobre el terreno y el sabio de despacho, no nació la simpatía; no veían el mundo del mismo modo y, además, sus respectivas nacionalidades no arreglaron la situación.
Sin darse cuenta, Carter se hizo un enemigo de gran envergadura; no sólo no caía simpático a Lacau sino que, además, éste estaba decidido a sancionar el menor paso en falso. Por lo que se refiere al reparto de los trece jarrones entre Carnarvon y el museo de El Cairo, no hubo problemas; Lacau se mostró conciliador y aceptó que el aristócrata recibiera alguno de aquellos recipientes sagrados como compensación por el dinero invertido en las excavaciones.
Carter prosiguió, sin grandes resultados, sus investigaciones junto a la tumba de Merenptah, luego se ocupó de limpiar la tumba de Ramsés XI, que fue utilizada como comedor y lugar para almacenar vinos franceses y otras golosinas. En el primer corredor se colocaron mesas y sillas que lord Carnarvon utilizaría en la recepción de fin de año. Fue una hermosa Navidad; ¿puede imaginarse fiesta más distinguida y lugar más refinado? No faltaba nada de lo esencial y sólo lord Carnarvon pudo permitirse, aquel año, tan excepcional marco.
Mientras, Howard Carter llevó a cabo unos sondeos muy cerca de las cabañas de los obreros, junto a la entrada de la tumba de Ramsés VI. Aquel dispositivo le intrigaba; pero los excavadores dificultaban la circulación de los visitantes, muy numerosos en aquella época. Cuando estaba de nuevo acercándose a su objetivo, el arqueólogo tuvo que dejar el trabajo en el sector y desplazar su equipo hacia el barranco que conducía a la tumba de Tutmosis III.
Un hallazgo: fragmentos de vasos canopes procedentes del equipo fúnebre de la tumba de Sennefer (núm. 42), la primera que Carter había descubierto veinte años antes, al comenzar su exploración del Valle. Entre sus trofeos figurará también el depósito de cimientos de la reina Meryt-Re Hatshepsut, esposa de Tutmosis III y madre de Amenhotep II.
A comienzos de 1921, Carter hizo excavar la tumba núm. 55 y la de Ramsés II; siguió utilizando el mismo método, limpiar hasta alcanzar la roca y el nivel más antiguo del Valle.
La excavación no fue del todo improductiva: un fragmento de vaso canope con el nombre de la reina Tajat, esposa de Seti II, y un pequeño escondrijo de objetos que contenía, especialmente, rosetas de bronce. Era muy poco, comparado con las considerables sumas invertidas por lord Carnarvon. Este último se impacientó y llegó a una conclusión. Puesto que las cualidades profesionales de Carter estaban fuera de dudas, el Valle no podía ofrecer nada ya.
En febrero de 1922, Carter dirigió una breve campaña de un mes, para reducir los gastos; comenzó a trabajar en el lado este de la tumba de Siptah y giró alrededor del ángulo, en el barranco de la tumba de Tutmosis III. Del suelo se extrajeron sólo algunos ostraca.
El mejor conocedor del Valle no había descubierto pues ninguna tumba nueva; disponía sin embargo de medios materiales, tenía la cooperación de un excelente reis y de un buen equipo de obreros y dirigía las excavaciones de acuerdo con un método riguroso.
Las esperanzas se disipaban. ¿Aquel Valle, al que Carter tanto había amado y al que seguía queriendo, iba a privarle del gozo de un triunfo? Se negó a creerlo, dispuesto a batirse hasta el final.
Durante el verano de 1922, Carter estuvo en Highclere, el castillo de lord Carnarvon. El aristócrata, lamentándolo mucho, comprobó el fracaso de la empresa; tal vez Carter y él se habían lanzado a una aventura algo enloquecida. Sencillamente habían olvidado que el Valle había sido excavado ya en todas direcciones y que no quedaba tumba alguna por descubrir. Carnarvon no lamentaba nada, pero su fortuna no era inagotable.
Carter esperaba aquel discurso. A sus cuarenta y ocho años de edad, sabía que la suerte le abandonaba. ¡El Valle de los Reyes… había soñado tanto en él! Y ahora le infligía su más dura derrota. ¿No iba a ofrecerse una última oportunidad al condenado? Ciertamente, Carnarvon tenía cincuenta y seis años, estaba enfermo, cansado, harto de financiar excavaciones estériles; pero Carter defendió bien su causa. Le habló de las cabañas de obreros ramésidas. Antes de renunciar definitivamente, quería asegurarse y saber qué se ocultaba debajo. Si no descubría nada, sería el verdadero final de la aventura.
El entusiasmo de Carter sedujo de nuevo a Carnarvon. Financiaría pues, sin esperanza alguna, una última temporada.