Theodore Davis está viejo y deprimido. A sus setenta y cinco años, no tiene ganas ya de financiar excavaciones improductivas. Ciertamente, ha encontrado sucesor, para el infeliz Jones; Harry Burton, nacido el 13 de septiembre de 1879, en Stamford, Lincolnshire, es incluso un amigo. Encontró a Davis en Florencia, donde trabajaba como fotógrafo de arte; Davis le contrató en 1910, cuando Burton no tenía ninguna experiencia arqueológica. Hombre tranquilo, amable, ponderado, vestido con gusto y provisto de sentido común, Harry Burton no consiguió devolver la esperanza a su patrono. Nada habían descubierto desde hacía dos temporadas.
El americano podía, sin embargo, sentirse orgulloso. Durante doce años de exploraciones, había descubierto o despejado unas treinta tumbas, entre las que había un imponente número de obras maestras; su nombre estaría ligado para siempre al Valle, aunque el verdadero trabajo lo hubieran realizado otros.
El invierno de 1912 se anunciaba como la última temporada de excavaciones. Davis había adquirido una certidumbre: tras los enormes trabajos de limpieza sistemáticamente realizados por sus arqueólogos, ninguna tumba real había podido escapársele. Esta vez, el Valle había revelado todos sus secretos.
Le molestaba un detalle; un lord inglés, Carnarvon, y su arqueólogo, Howard Carter, deseaban obtener la concesión. Era absurdo que intentaran quitarle el puesto; de este modo, para desalentar a los importunos, ordenó a Harry Burton que limpiara algunas sepulturas ya excavadas. De regreso a Newport, en Estados Unidos, Davis no renunció a sus derechos sobre el Valle donde sus empleados siguieron trabajando hasta la muerte de su patrono, en 1915.
Harry Burton, convertido en fotógrafo oficial del Metropolitan Museum of Art, se ocupó de los monumentos tebanos en función de las urgencias y las oportunidades. Excelente técnico, utilizando los servicios de dos ayudantes como portador de focos e iluminador, realizó unas siete mil tomas, mil cuatrocientas de ellas en la tumba de Tutankamón, donde trabajó con Carter. Murió en el hospital americano de Assiut, el 27 de junio de 1940, y fue enterrado en el pequeño cementerio americano, al pie de la colina.
Carter, cuya obstinación no era la menor de sus virtudes, no había dejado de observar los hechos y los gestos del equipo de Davis. Desde hacía varios años, acumulaba una formidable documentación sobre el Valle, trazaba el mapa más completo y sabía que en la lista faltaba, por lo menos, una tumba: la de Tutankamón. Los indicios eran claros y convergían.
En marzo de 1914, el Valle sufrió verdaderos diluvios; la tumba de Ramsés III quedó inundada y la de Ramsés II se llenó de nuevo de cascotes y piedras. Carter era consciente de las medidas que debían tomarse, pero ¿qué hacer sin autorización oficial? Ésta se hallaba en manos de Gastón Maspero. Como Davis, Maspero estaba viejo y agotado. El sagrado fuego de la arqueología se había extinguido; colmado de honores, el viejo sabio se sentía cansado. Tras catorce años pasados a la cabeza del Servicio de Antigüedades, consideraba que había cumplido su misión. ¿No había reorganizado, acaso, el Servicio, desarrollado las colecciones del museo de El Cairo, mantenido excelentes relaciones con las autoridades británicas, escrito obras consideradas «de vulgarización» que le habían hecho célebre al tiempo que daban a conocer y hacían amar el antiguo Egipto? Había llegado la hora de marcharse; Maspero decidió regresar a Europa.
Antes del verano de 1914, tuvo que resolver cierto número de problemas. Uno de ellos, y no el menor, se llamaba Howard Carter. Tozudo, empecinado, su antiguo inspector estaba decidido, ante todo y contra todo, a excavar en el Valle donde, según Maspero y todos los especialistas, las investigaciones serían ya muy decepcionantes.
Cuando Davis se marchó a América, Carter insistió; Maspero cedió. Lord Carnarvon era un mecenas de calidad; además de sus conocimientos sobre Egipto, manifestaba un indudable interés por el arte egipcio y sería un fiel apoyo para el arqueólogo. Ambos formarían un equipo coherente.
Maspero firmó un contrato con lord Carnarvon; el documento le autorizaba a iniciar excavaciones en el Valle. Era, para Carter, una inmensa victoria; tras tantos años difíciles, desesperantes incluso, obtenía por fin lo que con tanto ardor había deseado. En adelante, ya nada se opondría a que llevara a cabo su vocación.
El contrato estipulaba que lord Carnarvon financiaría las excavaciones y que, si descubría una tumba real intacta, ésta sería propiedad del gobierno egipcio; sin embargo, en la distribución de los objetos, algunos corresponderían al excavador a guisa de compensación. Maspero, naturalmente, no creyó ni un solo instante en que tal acontecimiento fuera posible. Todo el mundo sabía que las tumbas reales habían sido desvalijadas.
Los proyectos de Carter eran grandiosos, ¿no iba a necesitar trescientos hombres para quitar los montones de escombros que Davis había acumulado en las partes no exploradas del Valle? Antes de comenzar la excavación propiamente dicha, era necesario limpiar para llegar al suelo original. Carter pensaba, en efecto, que las tumbas todavía desconocidas se hallaban bajo la roca, y deploraba la poca previsión de Davis que se había lanzado a excavar sin preocuparse de sus sucesores.
Con notable intuición, alimentada por su profundo conocimiento del paraje, Carter quiso comenzar examinando el triángulo delimitado por las tumbas de Ramsés II, Merenptah y Ramsés VI. La idea, como veremos, era excelente; pero un terrible acontecimiento iba a retrasar la aventura.
En agosto de 1914 estallaba la primera guerra mundial.
Carter y Carnarvon vivieron la guerra de un modo muy distinto. Carter fue, durante algún tiempo, «mensajero del rey» para el Próximo Oriente, pero fue expulsado de su puesto por indisciplina y regresó enseguida al Valle donde inició sus exploraciones con los medios de que disponía. El arqueólogo, cuyo espíritu estaba completamente ocupado por su pasión, no parece haber sido afectado por el atroz conflicto que devastó a Europa. El lord, por el contrario, estaba obsesionado por la idea de servir a su país; intentó que le movilizaran, pero su estado de salud le impidió ir al frente. Buen fotógrafo, puso sus habilidades al servicio del ejército. Por lo que se refiere al castillo de Highclere, albergó a oficiales heridos en combate. Egipto y el Valle no eran ya las preocupaciones fundamentales de Carnarvon.
En 1914, antes de la declaración de guerra, Carter había descubierto una curiosa tumba en Dra Abu el-Nagah, fuera del Valle pues; estaba convencido de haber identificado la sepultura del segundo rey de la XVIII dinastía y del primero de los Amenhotep, cuyo reinado de veinte años (1526-1506) había sido próspero.
La momia de este faraón, muy amado por los artesanos de Deir el-Medineh, que le consagraron un culto, fue encontrada en el escondrijo de Deir el-Bahari, vistiendo una tela anaranjada y llevando una máscara de madera y cartón pintado; estaba cubierta de guirnaldas de flores azules, amarillas y rojas. Pese a sus nombres, «Toro que subyuga a los países», «El que inspira un gran espanto», Amenhotep I, después de la guerra de liberación conducida por su predecesor Ahmosis, fue un rey pacífico. Se preocupó sobre todo de las tradiciones más antiguas, a partir de las que hizo componer el Amduat, el Libro de la cámara oculta, destinado a las tumbas reales del Valle. En Karnak subsiste una capilla de alabastro de Amenhotep I, depósito de la barca divina; uno de los títulos de gloria de ese faraón es haber organizado la cofradía de Deir el-Medineh y preparado así la creación del Valle. La fiesta del rey divinizado y resucitado fue una de las más alegres del calendario cuyo séptimo mes tomó el nombre de «El de Amenhotep».
¿Encontró realmente Carter la tumba de ese faraón, de la que se sabe que se llamaba «El horizonte de eternidad»? Algunos egiptólogos lo niegan, especialmente F. J. Schmitz, para quien la sepultura de Amenhotep I fue la tumba núm. 320, reutilizada por Inhapi, es decir el famoso escondrijo de Deir el-Bahari.
De 1915 a finales de 1917, Carter recorrió el Valle, completó su mapa, leyó de nuevo sus notas y sus expedientes y se preparó para el gran día en que lord Carnarvon le proporcionara finalmente los medios para comenzar las excavaciones. Paseando por el valle situado al costado oeste de la cima, que domina el Valle, descubrió la pequeña tumba de la princesa Neferu y otra modesta sepultura que contenía el sarcófago previsto para la gran esposa real Hatshepsut antes de que fuera promovida al rango de faraón.
Con la muerte de Maspero, en 1916, concluyó una época de la egiptología. El tiempo de los aventureros había ya pasado; nadie volvería a excavar en Egipto como Belzoni. Se había instaurado un marco administrativo, el Servicio de Antigüedades; la era de las exploraciones salvajes y el pillaje sistemático había concluido, aunque al tráfico de antigüedades le esperaran todavía fecundos días.
En los últimos meses de 1917, Carnarvon supo que la victoria no escaparía a los Aliados; su espíritu se volvió de nuevo hacia Egipto hacia el Valle de los Reyes cuya concesión poseía oficialmente.