29 - LA TUMBA DE HOREMHEB (NÚM. 57)

FORTUNA Y DESGRACIA DE AYRTON

Tras el frustrado show ante el eminente cónsul general británico, Ayrton había tenido que sufrir las reprimendas de su patrono y servir, una vez más, de cabeza de turco aunque no tuviera responsabilidad alguna en aquel asunto.

Prosiguió, sin embargo, su trabajo concienzudamente; el Valle siguió sonriéndole y le ofreció, el 22 de febrero de 1908, un maravilloso hallazgo. En una parte baja del paraje, al fondo de un barranco, descubrió la entrada de un hipogeo desconocido. La escalera, de hermosa factura, era amplia, anunciando una tumba de gran tamaño, por desgracia estaba cubierta por una enorme masa de escombros; éstos habían sido acarreados por las aguas torrenciales formadas por las violentas tormentas.

En los cartuchos figuraba un nombre ilustre: Horemheb. Creyó que se engañaba porque aquel personaje célebre tenía ya una tumba en Menfis. De hecho, esta última había sido prevista para el general Horemheb; al convertirse en faraón, de acuerdo con la Regla, se había hecho excavar una tumba en el valle.

UN FARAÓN CALUMNIADO

Demasiados autores han descrito a Horemheb como el liquidador de la «experiencia amarniense»; se le ha descrito con los rasgos de un perseguidor y el cine americano, tan alejado de la realidad egipcia, lo ha convertido incluso en un soldado violento y borracho.

Bajo el reinado de Akenatón, Horemheb residió en la ciudad del sol y realizó las funciones de general; no era sólo un militar sino también un escriba real, un literato y un administrador de alto rango, cercano a Faraón. Parece incluso haber ocupado el rango de primer ministro. Especialista en política exterior, fue un notable legislador que reformó ciertas costumbres que se habían hecho injustas.

Cuando Tutankamón sucedió a Akenatón, Horemheb siguió sirviendo al rey; fue también el servidor de Ay antes de subir, a su vez, al trono de Egipto en el que permaneció unos treinta años (1323-1293). Su reinado, apacible y brillante, cierra la XVIII dinastía y, en cierto modo, abre la XIX cuyos fundamentos pone Horemheb. Lejos de ser un hombre de transición, fue un monarca bisagra entre dos fases de la historia de Egipto. Sus reformas administrativas y legislativas cambiaron la fisonomía del país y prepararon los años en los que brillaron Seti I y Ramsés II. Este último, recordémoslo, arrasará la capital de Akenatón.

Los maestros de obras de Horemheb trabajaron, sobre todo, en Menfis y Karnak, donde edificaron tres pilonos. El segundo, que cierra la sala hipóstila por el oeste, y los noveno y décimo, en el camino de las procesiones. Se llenaron de pequeños bloques, los talatates, con los que se habían construido los templos de Atón, erigidos en la parte oriental del paraje. En los cimientos de sus pilonos, Horemheb volvió a emplear, pues, la obra de Akenatón.

Reorganizó los equipos de Deir el-Medineh, aumentó el número de artesanos y dio órdenes para proceder a cierto número de restauraciones en las tumbas reales.

UNA EXPLORACIÓN APASIONANTE

Fueron necesarios tres días para llegar a la parte baja de la tumba avanzando a través de los cascotes, dos para despejar el corredor, uno para cruzar el pozo. Este hipogeo marca, por su planta, una ruptura en relación con la XVIII dinastía, donde el recorrido ritual se quebraba en ángulo recto; la tumba de Horemheb adopta un camino directo, sin recodo, y ofrece el «eslabón perdido» entre las pequeñas y secretas tumbas de la XVIII dinastía y las grandes tumbas con vistoso pórtico de la XIX. En este campo, como en otros, Horemheb se nos muestra como el primer ramésida. Tras el corredor de acceso suprimió, pues, el cambio de dirección y, después de la sala del pozo, se limitó a una ligera desviación antes de llegar a la cámara funeraria.

Otra innovación espectacular, el paso de las pinturas murales a los relieves pintados. Éstos, en un fabuloso estado de conservación, brillaban con extraño fulgor que parecía salir de la roca. A medida que se iba despejándolos, se vio aparecer a Horemheb haciendo ofrendas a divinidades con rostros sublimes; los azules, especialmente, eran de pasmosos frescor y belleza. Por primera vez, además, se revelaba el Libro de las puertas, un texto esotérico sobre las mutaciones de la luz; los ramésidas se lo debían pues a Horemheb.

Cuatro pilares sostenían el techo de la cámara funeraria, llena de cascotes; a pesar del pillaje, subsistían fragmentos de un cofre para canopes de alabastro, de estatuas de madera, de un altar para libaciones de alabastro, en forma de león, de una pantera de madera y de ladrillos mágicos.

El sarcófago, protegido por cuatro diosas colocadas en las cuatro esquinas, se parecía al de Ay; el de Tutankamón no es muy distinto. La presencia de Isis, Neftis, Neith y Serket garantiza el buen desarrollo del proceso de resurrección y la liberación de cualquier traba.

En la pared, sobre el sarcófago, se había dibujado en negro una escena que mostraba a Osiris presidiendo el acto de pesar el corazón; de aquella prueba dependía la justificación del ser que iba a renacer en el paraíso o a desaparecer. Horemheb, el legislador, quiso reposar bajo aquel acto esencial del juicio divino.

En el sarcófago yacían osamentas humanas, como en la pequeña cámara aneja; probablemente no se trata de los restos de la momia de Horemheb, que no ha sido hallada o no fue identificada entre las momias procedentes del escondrijo de Deir el-Bahari. Inscripciones de escribas indican que la tumba fue cuidada en el Imperio Nuevo. Por desgracia, Davis no consideró oportuno publicar las notas de Ayrton que parecen definitivamente perdidas. El americano prefirió difundir su propio texto, sin gran interés, privándonos de las preciosas observaciones de su arqueólogo.

UNA TUMBA TALLER

«Tumba inconclusa», se escribe a menudo con respecto al hipogeo de Horemheb, porque algunas escenas están dibujadas y no pintadas; en otras, se distingue la cuadrícula que los dibujantes utilizaron para el cálculo de las proporciones.

En treinta años de reinado, Horemheb tuvo tiempo para hacer excavar su tumba, prever una soberbia decoración y concluirla; a nuestro entender, lo que vemos es lo que el rey había deseado. En realidad, el sepulcro es un taller en el que se revelan todas las etapas de la creación de los dibujantes, los pintores y los escultores, desde la superficie blanca hasta el color. Se enseña ahí el arte de las proporciones y la geometría sagrada, tal como se practicaban en la cofradía de Deir el-Medineh. Imagínese pues la importancia de la tumba de Horemheb que, desde este punto de vista, no ha sido todavía estudiada con atención. Se ha advertido, sin embargo, que el maestro de obras modificó la plantilla de proporciones y el número de cuadrados utilizados para medir las figuras en su altura y su anchura. También en este campo, el reinado de Horemheb fue innovador.

GLORIA Y DECADENCIA DE AYRTON

El esplendor de la tumba de Horemheb impresionó a quienes tuvieron la suerte de contemplarla; para Ayrton, fue un éxito que marcó el apogeo de su carrera de excavador. Sin duda esperó ciertas consideraciones por parte de su patrono; pero aquello era conocer mal a Davis, que habría preferido la sepultura de una reina y un hermoso tesoro compuesto por objetos raros y espectaculares.

Davis, que acabó interesándose por la arqueología, cometió una grave falta al negarse a publicar las notas científicas de Ayrton. Este último consideró, sin duda, que había llegado ya la hora de afirmar mejor su personalidad. Dejando de comportarse como una bestia de carga, formuló algunas exigencias que a Davis le parecieron inaceptables.

Ayrton abandonó pues el Valle que tan generoso había sido con él; como hemos visto, su destino no resultó demasiado favorable. El balance de sus años de trabajo (1905-1908) es absolutamente notable y debemos lamentar que Davis explotara tan mal los descubrimientos de su arqueólogo. Cuántas observaciones silenciadas, cuántos informes destruidos… La vanidad de los «patrones», en arqueología, fue a menudo dramática en la medida en que la documentación aniquilada no puede ser reconstruida.

No sin cierta nostalgia volvemos la página de la aventura de Ayrton, uno de los mayores exploradores del Valle y, sin duda alguna, el más desconocido; no supo hacer su propia publicidad ni explotar sus hallazgos y permaneció a la sombra de un hombre cuyo comportamiento puede juzgarse severamente.

Cuando Ayrton se fue, Davis se vio en apuros.