El 1 de enero de 1907, tras haber discutido con Davis y obtenido su autorización, Ayrton pidió a sus obreros que exploraran las masas de cascotes al sur de la tumba de Ramsés IX en la parte central del Valle que ocupó, hasta 1991, un Rest House muy poco estético. En aquel lugar, la roca es casi vertical; a unos treinta pies del hipogeo de Ramsés IX, Ayrton exhumó algunos jarrones y puso al descubierto los peldaños de una escalera que conducía a la entrada de una tumba situada en la ladera de la colina.
Al pie de los peldaños se erguía un muro de piedras secas, sobre el que se habían impreso los sellos de la necrópolis; se trataba pues de una tumba real. Dada la importancia del descubrimiento, Arthur Weigall, inspector-jefe del Servicio de Antigüedades, se desplazó para observar el lugar. Estimó que el muro no era original y que había sido edificado para proteger la tumba, sin duda después de un robo.
Los arqueólogos penetraron en un corredor bien tallado, de unos seis pies de ancho; estaba lleno de cascotes, pero no había arena ni detritus entre ellos. No había estado pues mucho tiempo expuesto al viento o la lluvia; la tumba debía de permanecer cerrada desde la propia antigüedad egipcia y no había sido abierta desde entonces.
El avance resultaba casi imposible; en lo alto de un montón de cascotes, un enorme panel de madera llegaba al techo. No era un panel cualquiera; chapado en oro, procedía de una capilla decorada con relieves e inscripciones. Al acercarse, se advirtió que el techo estaba agrietado; el agua se había infiltrado pues y había dañado la chapa de oro que, sin embargo, brilló todavía cuando la iluminó la luz exterior.
Dado el estado del lugar, se imponía la mayor circunspección; para salvar la chapa de oro y preservar los frágiles vestigios de una tumba que se anunciaba apasionante, hubiera sido necesario cerrarla de nuevo y recurrir inmediatamente a fotógrafos y especialistas en restauración. Tomarse tiempo era la más urgente medida.
Por desgracia, el día del descubrimiento ningún especialista trabajaba en los alrededores del Valle; además, Davis, impaciente, quería resultados. El reis recibió la orden de colocar, a la derecha, una larga tabla que sirviera de camino de acceso hacia el interior de la tumba; mientras reptaban descubrieron un nombre, el de la reina Teje, esposa de Amenhotep III y madre de Akenatón. Exaltado por la idea de excavar una tumba de reina, Davis ignoró cualquier precaución; lo único que importaba era avanzar rápidamente hacia el sepulcro. Éste era una estancia alta y bastante grande, aunque no decorada; en el suelo, paneles de madera, fragmentos de chapa de oro y distintos objetos. Un sarcófago extraordinario llamó enseguida la atención; ¿no estaba acaso incrustado de piedras semipreciosas y no era, parcialmente, de oro? Para Davis, la identidad de su ocupante, aunque llevara en la frente un uraeus, no planteaba duda alguna: era una reina, una de las más célebres de la historia egipcia, la gran esposa real, Teje.
Sorprendentes detalles exigían una constante atención; los vasos canopes eran un hermoso ejemplo del arte llamado «amarniense», es decir de la época de Akenatón y Nefertiti; en un panel, se veía a Akenatón adorando a Atón, el globo solar en el que se encarnaba la luz. Su madre, Teje, participaba en el rito y se mantenía detrás de su hijo. Henos pues sumidos en la atmósfera de la ciudad del sol, Aketatón, en la mística del rey «herético», es decir en un período misterioso y complejo; en pleno Valle en la orilla oeste de Tebas, dominio de Amón, se celebraba pues, por toda la eternidad, el culto de Atón.
Una prueba más, si era necesario, de que ninguna guerra civil o religiosa opuso a los «partidarios de Amón» y los «partidarios de Atón», situación inconcebible en el antiguo Egipto donde nadie mató nunca a causa de un dogma religioso, porque tal noción no existía.[11]
El rostro del sarcófago, cuyo soporte se había derrumbado, era una máscara de oro que había sido arrancada. ¿Por quién y por qué razón? Sólo subsistían la ceja y una parte del ojo derecho. Podía esperarse, ante tantos enigmas, mucho cuidado y meticulosidad por parte de los arqueólogos; pero ni Davis, ni Ayrton, ni Weigall, ni Maspero pensaron en estudiar a fondo aquella sorprendente tumba 55, ni siquiera en redactar un informe arqueológico detallado. Fue una de las mayores barbaridades de la arqueología egipcia; para tomar una «hermosa» fotografía de la tumba, no se les ocurrió otra cosa que… ¡vaciarla! De paso, Davis consiguió incluso dañar la momia. Sin tomar precaución alguna, pisotearon las chapas de oro y se arruinó cualquier esperanza de una restauración inteligente que habría permitido admirar, en parte al menos, una capilla de oro tan espléndida como los santuarios análogos de Tutankamón.
A fines de enero de 1907, la tumba estaba limpia y entraron los visitantes. Davis les autorizó para llevarse, a guisa de recuerdo, fragmentos de chapa de oro; por lo que a los ladrones profesionales se refiere, ojo avizor desde el primer día, hurtaron objetos de la mal vigilada sepultura. Tanta desenvoltura resulta pasmosa y jamás alabaremos bastante el rigor de Howard Carter, que, algunos años más tarde, adoptará una actitud radicalmente distinta.
La momia no se conservaba bien; Davis la dañó más tocando con excesiva brusquedad los dientes delanteros que se desprendieron y cayeron. La seguridad del americano se reforzó; efectivamente tenía ante los ojos un cuerpo de mujer. ¿No lo probaba acaso el examen de los huesos? Los primeros «especialistas» asintieron. Además, la posición ritual, con el brazo derecho sobre el costado y el brazo izquierdo doblado sobre el pecho, era la de las reinas. Otros especialistas se interesaron por el problema y demostraron que la momia era la de un hombre muerto entre sus veinte y sus treinta años.
¿No había leído Maspero el nombre de Akenatón? Pero ¿dónde, en el sarcófago o en otra parte? Ciertos egiptólogos adoptaron la idea y aseguraron que aquella tumba núm. 55 era la sepultura del rey cuyos despojos habían sido llevados a Tebas. La capilla dorada, que se ha perdido para siempre, habría sido ofrecida a su hijo por la reina Teje; por lo que a los vasos canopes se refiere, habrían sido fabricados para Amenhotep, mientras reinaba en Tebas, antes de cambiar de nombre. Los ladrillos mágicos, con el nombre del rey, le calificaban de «Osiris», dios que no figura ya en la temática religiosa de el-Amarna; ¿fueron depositados allí antes de la partida hacia la nueva capital o cuando se dio sepultura a la momia de Akenatón?
¿No fue concebido el sarcófago, originalmente, para Nefertiti y utilizado, finalmente, por Akenatón que adoptó una postura de reina para simbolizar, por sí solo, la pareja real? Si alguien se ocupó del traslado desde el-Amarna, fue Tutankamón; el joven rey desplazó la Corte y se llevó consigo la momia de su predecesor que habría sobrevivido, por lo tanto, a la destrucción.
Esta versión de los hechos está lejos de ser admitida por todos. Se objeta que el cadáver es el de un hombre demasiado joven como para ser Akenatón; además, ninguna inscripción lo prueba formalmente. ¿Por qué no pensar en el corregente del rey «herético», Smenker, a quien Akenatón asoció al trono durante los dos últimos años de su reinado? Este corregente, cuya existencia niegan algunos, habría desempeñado el papel simbólico de la difunta Nefertiti. Las inscripciones del sarcófago, fueron, además, modificadas, para que algunas palabras pasaran del masculino al femenino. Detalle molesto: en la tumba no se recogió ningún objeto con el nombre de Smenker. Una posibilidad más: originalmente, el sarcófago se destinó a una mujer, Nefertiti, la esposa de Akenatón, o Teje, su madre, a la que había dedicado su capilla de oro, o a una de sus hijas. Y se pensó incluso en su esposa secundaria, Kiya.
Única certidumbre: los objetos (sarcófago, ladrillos mágicos, vasos canopes) están en directa relación con la reina Teje y el reinado de Akenatón. La «gran esposa real» era una personalidad de primera magnitud que personificaba a Maat, la Regla universal; participaba pues en todos los rituales. Teje murió antes que su marido, Amenhotep III, pero vivió hasta el año 8 del reinado de su hijo, Akenatón. Podría estimarse que, al principio, la tumba núm. 55 fue prevista como sepultura para esta reina, considerada digna de compartir la eternidad de los monarcas. Luego su dueña —que no ha sido formalmente identificada— habría sido trasladada a otra tumba, cediendo su lugar a la de su hijo o corregente.
Debido a la estúpida destrucción de demasiados indicios esenciales, es muy difícil realizar la investigación y se experimenta un penoso sentimiento de frustración; uno de los últimos episodios de la aventura amanuense se nos escapa cuando habían sobrevivido importantes vestigios. El Valle, una vez más, mantiene su misterio.