Durante su campaña de excavaciones (1903-1904), Carter decidió despejar la tumba del rey Merenptah, parcialmente accesible desde la Antigüedad. Su entrada, señalada por un hermoso portal, no estaba disimulada y había atraído a ladrones y visitantes. Sin embargo, con el transcurso de los siglos, el hipogeo se había llenado de cascotes; Howard Carter consideró necesario despejarlo, asumiendo así una tarea abrumadora cuyos resultados, poco espectaculares, ocultaron su mérito. ¿No sacaría a la luz una obra maestra de la XIX dinastía?
La tumba, en efecto, fue el lugar de varias innovaciones. Si el plano es sencillo, un corredor de empinada pendiente que lleva directamente a la sala del sarcófago, se advierte un claro aumento en las proporciones de la tumba; la altura del corredor pasa de cinco a seis codos, incluso siete (más de tres metros). La anchura aumenta también, de modo que se abandona la proporción de cinco codos por cinco en vigor en la XVIII dinastía. La cámara funeraria toma un nuevo aspecto; el sarcófago se instala en una pequeña cripta excavada en el suelo de la cámara. Hay una evidente voluntad de penetrar en las profundidades donde renace la luz. Por lo que al sarcófago se refiere, se hace colosal; bajo la tapa de granito rosa hay tres ataúdes, encajados el uno en el otro. El cuerpo del rey, protegido así por una cuádruple envoltura de piedra, descansaba en un ataúd de alabastro del que sólo han sobrevivido algunos fragmentos. El pulido de la tapa de granito es de una perfección inigualable.
Del equipo funerario, del que un ostracon nos dice que se introdujo en la tumba en el año 7 del reinado, sólo subsisten algunos vasos canopes y uchebtis. Puede afirmarse que los objetos eran numerosos y soberbios. Por lo que concierne a los textos, si la presencia del Libro de la cámara oculta se adecúa a la tradición de la XVIII dinastía, y la del Libro de las puertas a la de la XIX, se advierte la aparición de una llamada al juez de los muertos que será reutilizada a partir de entonces. En muchos campos, por consiguiente, el hijo y sucesor de Ramsés II señala una etapa importante en la historia del Valle.
La sucesión de Ramsés II planteó problemas, aunque el rey tuviera numerosos hijos. Khaemuaset, ritualista, mago, sumo sacerdote y restaurador de los monumentos antiguos, parecía el más apto para ascender al trono, pero murió antes que su padre. Mientras vivía, Ramsés II eligió como faraón a Merenptah, «el amado de Ptah». Ptah era el dios de Menfis, la vieja capital situada en la conjunción del delta y el valle del Nilo propiamente dicho. Se manifestaba así cierto desafío a Tebas y una voluntad de situar en el norte el centro del poder, a causa de las profundas mutaciones que se anunciaban en Asia.
Merenptah reinó unos diez años (1212-1202); de edad avanzada cuando fue coronado, vivió en Pi-Ramsés, en el delta, cumplió su papel de constructor en todo el país y, como sus predecesores, hizo edificar su «templo de los millones de años» en la orilla occidental de Tebas.
El papel principal de este experimentado monarca, que había tenido la oportunidad de aprender a gobernar, fue defender su país contra una temible tentativa de invasión. En el año 5 de su reinado, «los pueblos del mar», coalición indoeuropea en la que predominaban anatolios y egeos, se lanzaron sobre las ricas tierras del delta con la intención de instalarse en ellas. El ejército egipcio, valeroso y bien organizado, consiguió contener la oleada; sin poder garantizar las cifras, se estima que una decena de miles de muertos quedó en el campo de batalla y que los soldados de Faraón hicieron un número semejante de prisioneros.
Bajo el reinado de Merenptah aparece, en una estela, la más antigua mención de Israel en un texto jeroglífico. Israel se considera como una tribu sumisa que no causa ningún trastorno particular al orden establecido.
Desde el punto de vista judío, el Éxodo es un acontecimiento considerable; desde el punto de vista egipcio, no ocurrió nada. Los escribas, que sin embargo tenían la costumbre de anotarlo todo, no hablan de una salida masiva de los hebreos de Egipto. Por lo que se refiere al exterminio de un ejército egipcio y a la derrota de un faraón junto al mar Rojo, ningún documento los menciona. El Éxodo, que probablemente no tiene fundamentos históricos, pertenece al mito. Los hebreos no eran esclavos sino asalariados que se ocupaban, en parte, de un sector clave de la economía egipcia: la fabricación de los ladrillos utilizados en la construcción de casas y palacios. Algunos ocupaban puestos importantes en la Corte. Salomón, deseoso de forjar una civilización duradera y de establecer la paz en el Oriente Próximo, no considerará a Egipto un enemigo y lo adoptará, incluso, como modelo. La película de Cecil B. De Mile, Los diez Mandamientos, es uno de los más deplorables engaños en technicolor que nunca se haya producido.
En aquel año de 1904, Howard Carter parecía destinado a una hermosa carrera. ¿Acaso sus comienzos como arqueólogo en el Valle de los Reyes no se habían visto coronados por el éxito? Una tumba real en su activo, varias tumbas privadas, algunas limpiezas satisfactorias, un sentido innato del mando y de la organización… Gastón Maspero estaba tan satisfecho que decidió concederle un ascenso. Le nombró inspector de las Antigüedades del Bajo Egipto, y puso así bajo su responsabilidad los prestigiosos parajes de Saqqara y Gizeh. El pequeño dibujante inglés, oculto a la sombra de Newberry y Petrie, se había convertido en un curtido profesional. Carter amaba el Valle, el Valle le había ofrecido la prueba de su amor. Ciertamente, no era él quien decidía abandonarlo, pero el Valle consideró sin duda aquel abandono forzoso como una infidelidad culpable. Poco tiempo después de su instalación en El Cairo, Howard Carter se vio mezclado en un incidente que adquirió proporciones dramáticas. Un grupo de franceses, bastante borrachos, exigió visitar el Serapeum después de la hora de cierre; el guarda, de acuerdo con las instrucciones recibidas, se negó. Llegaron las invectivas y, luego, los puñetazos. Personándose en el lugar, Carter tomó partido por su subordinado y expulsó a los revoltosos. Pero éstos disponían de apoyos diplomáticos; se intervino ante Maspero, que pidió a Carter que presentara sus excusas.
El arqueólogo inglés, desde su más tierna edad, era un apasionado de la justicia; ¿por qué iba a arrastrarse a los pies de una autoridad cualquiera reconociendo un delito, si no había cometido ninguno? Muy molesto, Maspero insistió; no tenía ganas de perder a un colaborador de calidad. Pero Carter, obstinado, seguro de estar en su derecho, mantuvo sus posiciones. Cediendo a las presiones de los británicos, que tomaron el relevo de la ira de los vejados franceses, Maspero se vio obligado a despedir a Howard Carter.
La caída fue brutal. El egiptólogo, injustamente expulsado del Servicio de Antigüedades al que pretendía consagrar su vida, no abandonó Egipto. Volvió a ser pintor y vivió pobremente, en El Cairo, de la venta de sus acuarelas. Sin dinero, sin relaciones, veía cómo se alejaban para siempre las excavaciones arqueológicas y su querido Valle.