21 - THEODORE DAVIS, HOWARD CARTER Y TUTMOSIS IV

UN AMERICANO A LA CONQUISTA DEL VALLE

1902 es un año decisivo para el Valle. Theodore M. Davis, rico abogado neoyorquino de sesenta y cinco años, deseaba dedicar su jubilación a una ocupación original y hacer excavaciones en Egipto. La idea estaba de moda; cuando se disponía de una evidente fortuna, era de buen tono pasar el invierno en la tierra de los faraones y cavar algunos agujeros con la esperanza de descubrir un tesoro. El Servicio de Antigüedades, cuya falta de medios financieros era una enfermedad crónica, alentaba a los generosos donantes que, a cambio de un permiso, financiaban sus propias excavaciones y compartían los eventuales hallazgos con el Servicio. Naturalmente, el comanditario no empuñaba herramienta alguna y se limitaba a supervisar, desde muy lejos a veces, los equipos contratados; sin embargo, los descubrimientos se le atribuían y, si llegaba a descubrirse una tumba, él era el primero que debía entrar. El trabajo para los obreros, la gloria para el financiero.

Theodore M. Davis, al revés que los aristócratas que pronto se cansaban de las aburridas campañas arqueológicas, con frecuencia improductivas, era un hombre obstinado. Bajo, fornido, autoritario, no era un modelo de amabilidad y cordialidad; su silueta era la de un personaje acostumbrado a mandar, de maneras abruptas, cortantes incluso. En su comportamiento, nada despertaba simpatía. No obstante, le dominaba una pasión: la de las reinas de Egipto.

Eligió el Valle de los Reyes como lugar para sus experiencias. Gastón Maspero, feliz al recibir dinero fresco, le ofreció la concesión, de la que dispondría hasta 1915. Durante trece años, el Valle iba a conocer la más intensa campaña de excavaciones nunca llevada a cabo para arrancarle sus últimos secretos.

Naturalmente, era preciso nombrar a un arqueólogo de profesión como verdadero excavador; ¿y quién más competente que Howard Carter?

UN SUPERIOR DE TEMPLO Y DOS VIEJAS DAMAS

Desde el comienzo, las relaciones entre Davis y Carter fueron bastante tensas; el americano consideraba al arqueólogo como un simple empleado, el inglés consideraba a su «patrón» como un personaje insoportable y carente de conocimientos egiptológicos serios. Nombrado por el Servicio de Antigüedades, Carter cumplió sin embargo sus funciones con tanto más ahínco cuanto trabajaba en su querido Valle, que Davis había abandonado para descansar en Assuan, lejos de los desérticos acantilados de la necrópolis real.

Carter pudo utilizar un numeroso equipo, sesenta hombres, para emprender una primera campaña de excavaciones en nombre de Theodore M. Davis, en la zona de la tumba de los tres cantores. Despejando un barranco, llegó hasta la roca, utilizando un método que consideraba esencial, y sacó de la tierra un fragmento de alabastro con el nombre de Tutmosis IV, cuya tumba no había sido descubierta todavía. Por lo tanto se ocultaba, forzosamente, en aquellos parajes. Con la seguridad de estar cerca del objetivo, Carter contrató cuarenta hombres más.

El 25 de enero de 1902, su equipo descubrió la entrada de un pozo; llevaba a la sepultura de Userhat, superior de los dominios del templo en la XVIII dinastía. La tumba, que llevará el núm. 45, había sido ocupada en la XXII dinastía por un tal Mereskhons y su esposa.

El balance de la primera temporada fue más bien escaso. Davis, sin embargo, siguió confiando en Carter cuya reputación era excelente; en enero de 1903, el egiptólogo inglés sacó a la luz una segunda tumba privada (núm. 60), que contenía los sarcófagos de dos ancianas, una de las cuales era tal vez una dama llamada In, nodriza de Tutmosis IV. El sepulcro, que contenía también patos momificados, fue cerrado de nuevo y nadie lo ha examinado desde aquella fecha.

LA TUMBA DE TUTMOSIS IV (NÚM. 43)

Carter era perseverante. Tras haber exhumado muchos objetos rotos con el nombre de Tutmosis IV, seguía convencido de que la tumba del rey estaba muy cerca; al pie de la colina desenterró un depósito de cimientos constituido por modelos de utensilios, pequeñas jarras, discos de alabastro y placas de cerámica. Su presencia anunciaba la de un hipogeo que Carter descubrió el 18 de enero de 1903.

Una tumba real… ¡Carter vivió su primera gran alegría como arqueólogo y enamorado del Valle! De cuerdo con la costumbre hubiera debido aguardar la llegada de Theodore M. Davis y penetrar en el hipogeo después de su patrono; como el americano tardaba en regresar de Assuan, el inglés no resistió la curiosidad e hizo una rápida visita al monumento antes de la apertura oficial, que tuvo lugar dieciséis días más tarde, en presencia de Maspero.

Davis y las autoridades que participaron en la ceremonia se sintieron molestos por el aire pesado y polvoriento que dificultaba su avance; la tumba, grande y cuidadosamente tallada, decorada con pinturas, era digna de un faraón. La planta, con un recodo e interrumpida por un pozo, era característica de la XVIII dinastía; el hipogeo había sido desvalijado y los ladrones habían dejado en el lugar la cuerda que habían utilizado. El suelo estaba cubierto de restos y, en la cámara funeraria, yacían miles de fragmentos de objetos rituales en los que destacaba una soberbia cerámica azul.

Aquellos vestigios demostraban la existencia de un mobiliario fúnebre rico y abundante: jarras, platos, potes, vasos canopes, bastones arrojadizos de cerámica, taburetes, sillas, tronos, uchebtis, estatuillas del rey, juegos, telas, panteras de madera, cuatro ladrillos mágicos, espadas, arco, guantes de arquero, piezas de carros, alimentos para el más allá. Ningún elemento de lo cotidiano, transfigurado en el otro mundo, había sido olvidado. Todos aquellos objetos eran otras tantas obras maestras que atestiguaban el grado de refinamiento alcanzado por la civilización de la XVIII dinastía.

El sarcófago reposaba en una especie de cripta; su tapa, desplazada, estaba apoyada en una cabeza de vaca de madera y un montón de piedras; ¿tenía ese dispositivo un significado ritual, deseado por los sacerdotes que sacaron la momia del sarcófago para ponerla a resguardo en la tumba de Amenhotep II? En una capilla lateral, un horrible espectáculo aguardaba a los arqueólogos; la momia de un joven, liberada de sus vendas, había sido lanzada contra una pared y permanecía de pie, apoyada en ella, con el diafragma colgando.

Una inscripción permitió establecer que Maya, escriba real y superintendente del tesoro, había entrado en la tumba en el año 8 de Horemheb, para «renovarla», unos tres cuartos de siglo después de los funerales. ¿Qué significa exactamente ese término? Al parecer, implica algo más que una simple inspección. Sin embargo, en aquella época, el Valle estaba bien custodiado y no se había producido pillaje alguno; el hipogeo de Tutmosis IV, por lo tanto, no podía haberse degradado. Queda la momia: ¿exigió cuidados especiales? Tutmosis IV tuvo un reinado más bien corto (1401-1390), apacible y feliz. Ningún acontecimiento trágico turbó la serenidad de su época. El faraón siguió siendo célebre gracias a la estela que hizo colocar entre las patas delanteras de la gran esfinge de Gizeh para relatar una extraordinaria aventura.

Cierto día de gran calor, el joven príncipe Tutmosis cazaba en el desierto; fatigado, bajó de su carro y se durmió a la sombra de la esfinge, cubierta en su mayor parte de arena. En su sueño, escuchó la voz del león con cabeza humana, guardián del lugar donde se levantaban las pirámides de Keops, Kefrén y Mikerinos. Encarnación del sol al amanecer, la divinidad de piedra le prometió la realeza si la liberaba de los montones de arena que la asfixiaban. El príncipe lo hizo y se convirtió en el faraón Tutmosis IV.

Howard Carter, gracias a aquel éxito, demostraba sus cualidades de arqueólogo y podía esperar una brillante carrera en el Valle. Por lo que al financiero Theodore M. Davis se refiere, estaba satisfecho de sus dos primeras campañas en Egipto: dos tumbas privadas y una tamba real. Su jubilación comenzaba con buen pie.