20 - UN GUERRERO NUBIO, UN ALCALDE DE TEBAS Y TRES CANTORES

MAIHERPRI, EL GUERRERO NUBIO (NÚM. 36)

¿Qué podía esperar Víctor Loret, después de tantos éxitos? Otra tumba real, claro, y mejor aún, ¡intacta! La suerte no le abandonó, aunque cambió un poco. Concedió al afortunado señor Loret una ofrenda rarísima, la tumba intacta de un particular, añadiendo así un nuevo triunfo a un palmares fenomenal ya.

El arqueólogo prosiguió sus sondeos entre la tumba de Tutmosis 1 y la de Amenhotep II, y descubrió un pequeño pozo. Por lo común, este dispositivo conducía a una pequeña cámara no decorada que servía de sepultura a personas no reales; era así de nuevo pero, esta vez, había escapado a los desvalijadores.

Tras haber descubierto la primera tumba del Valle, la única tumba real que servía de escondrijo y la de Tutmosis III, Loret descubría, a finales de marzo de 1899, la primera tumba intacta. ¿Cómo no lamentar, una vez más, que esos formidables éxitos no hayan sido objeto de publicación alguna? La realidad es desoladora, ningún plano, ninguna fotografía, notas extraviadas y, sin duda, perdidas para siempre, objetos dispersos por distintos museos y, a veces, inencontrables, otros objetos vendidos en el mercado de antigüedades.

En el sepulcro de esta tumba, que llevará el núm. 36, un sarcófago negro, adornado con figuras divinas cubiertas de oro fino, contenía dos ataúdes momiformes también decorados con hoja de oro, pero vacíos; a su lado, un sarcófago de madera de cedro negro albergaba la momia de Maiherpri, cuyo nombre significa «El león en el campo de batalla». Habían desplazado la tapa, es cierto, y tal vez robado algunas joyas pero, en la minúscula estancia, muchos objetos estaban todavía en su lugar.

Consecuentemente, es un enigma idéntico al de Amenhotep II y otras tumbas del Valle; alguien entró tras el enterramiento, desplazó algunos elementos e inspeccionó el lugar. No puede tratarse, en modo alguno, de ladrones que, en épocas turbulentas, habrían tenido tiempo de desvalijar sin ser molestados y se habrían llevado el botín. Se piensa, más bien, en el paso de un ritualista que hubiera entrado para realizar ciertas ceremonias por el alma de los difuntos o para asegurarse de que todo estuviera en orden.

De acuerdo con sus títulos, Maiherpri era «hijo del Kap», es decir de una institución real que se encargaba de la educación de los príncipes y de ciertos hijos de dignatarios; cumplía las funciones de «portaabanico a la diestra del rey». Pero ¿de qué rey? Ningún indicio lo precisa de modo formal. El estilo de la tumba evoca la XVIII dinastía; como la tumba de Amenhotep II está cerca, se ha emitido la hipótesis, a menudo transformada en certidumbre, de que Maiherpri era un fiel compañero de armas de este faraón. A decir verdad, faltan pruebas. Según otra hipótesis, Maiherpri fue el amigo de infancia de Tutmosis III.

Cuando se quitaron las vendas, el 22 de marzo de 1901, apareció una soberbia momia que había sido protegida por tres ataúdes de madera; cabellos cortos, crespos, piel negra… ¡Un nubio, sin duda alguna!; el rostro era magnífico, la expresión digna y apaciguada.

Los nubios proporcionaban a Egipto cuerpos de élite y valerosos soldados; el nombre de Maiherpri hace pensar en un guerrero capaz de batirse como un león, pues el animal era también símbolo de la vigilancia. El examen de la momia demostrará que el nubio no sucumbió a una herida. Bajo la axila izquierda se había colocado un paquete de cebada germinada que evocaba la resurrección de Osiris, bajo la forma del grano que se pudre en tierra y recupera la vida durante la germinación.

Ignoramos todavía por qué Maiherpri fue recibido en el Valle. Su título de «hijo del Kap» permite suponer que su padre o su madre estaban vinculados a la familia real y que se benefició de una educación especial, dispensada en palacio. La momia parece la de un hombre joven, pero las opiniones de los especialistas varían.

¿Qué se encontró en esa tumba intacta que nos dé el reflejo de un material fúnebre destinado a acompañar al difunto por el otro mundo? En primer lugar, una reliquia osírica que evoca el proceso de la resurrección por medio de la germinación de la cebada, estableciendo también una de las bases del alimento que se servía en el banquete eterno de los paraísos; es el símbolo que se denomina «Osiris vegetante». Luego un bol azul adornado con peces, gacelas y flores en relación con el renacimiento y el dominio que el justo ejerce sobre el mundo animal y el reino vegetal; una redoma de perfume, sellada todavía, símbolo de la esencia de lo divino que respira el alma inmortal; algunas vasijas de barro que contienen los santos óleos, utilizados durante el ritual de regeneración; un juego de senet que ofrecía al viajero por el otro mundo la posibilidad de disputar una partida con lo invisible; brazaletes que servían para proteger los puntos de energía distribuidos por el cuerpo; algunas flechas que alejaban a los enemigos del más allá.

No deben olvidarse dos collares para perro, de cuero, uno decorado con escenas de caza y el otro con escenas de caballos; los fieles compañeros de Maiherpri le siguieron así al otro mundo. Como encarnación de Anubis, estaban incluso encargados de recibirle y guiarle por los hermosos caminos de la eternidad.

LA EXPULSIÓN DE LORET Y EL REGRESO DE MASPERO

El «reinado» de Víctor Loret sobre el Valle fue resplandeciente; la lista y la calidad de sus éxitos es absolutamente notable. En dos cortas temporadas de excavaciones se impuso como un descubridor fuera de lo común. La lógica habría impuesto que prosiguiera durante largo tiempo; pero se mezcló la política.

A los ingleses, por oscuras razones, no les gustaba Víctor Loret. Y los ingleses eran los verdaderos dueños de Egipto, aunque aceptaran que un francés ocupara la dirección del Servicio de Antigüedades. Pidieron la cabeza de Loret y su sustitución. ¿Qué peso tenía el señor Loret frente a los juegos de la política y a los ententes diplomáticos? Tal vez aquella destitución, injusta en sí misma, fuese el origen de la falta de publicaciones que podían esperarse. ¿Qué ha sido de las notas y los informes de Loret? ¿Se los llevó con él, se extraviaron o fueron robados en el propio Egipto? La suerte abandonó brutalmente a Víctor Loret; el Valle no le había decepcionado, los hombres le traicionaron. Los egiptólogos que pasan por la universidad de Lyon, donde Loret fundó un notable centro de investigaciones, pueden dedicarle un conmovido recuerdo; su aventura en el Valle sigue siendo una de las más fascinantes.

¿Quién sustituiría a Loret? Un hombre que gozara de reputación suficiente y, sobre todo, de la benevolencia de las autoridades francesas y británicas. Pensándolo bien, sólo Gastón Maspero cumplía esas condiciones, aunque hubiera abandonado sus funciones oficiales en Egipto más o menos decepcionado. El ilustre sabio aceptó la proposición pero negoció con firmeza su contrato; exigió un salario considerable y una gran libertad de maniobra. Se lo concedieron.

En cuanto llegó a El Cairo, Gastón Maspero, de cincuenta y tres años, se ocupó de reorganizar el Servicio de Antigüedades para hacerlo más eficaz. Dividió así los parajes arqueológicos en cinco distritos sobre los que velarían inspectores; se había puesto en marcha una nueva política de excavaciones.

HOWARD CARTER ENTRA EN ESCENA

Entre los inspectores a quienes el experimentado Maspero concedió su confianza, figuraba el joven Howard Carter. Permanecía en Egipto desde sus dieciocho años sirviendo de dibujante al arqueólogo Newberry y tenía ya una gran experiencia en el país.[10] Carter hablaba árabe, se había iniciado en la práctica de los jeroglíficos y conocía bien la región de Tebas; por ello, aunque sólo tuviera veinticinco años, Maspero le nombró inspector de las Antigüedades del alto Egipto, importante puesto que exigía mucho trabajo. Carter sentía una verdadera pasión por el Valle de los Reyes. Era su paraje, sentía deseos de explorarlo de cabo a rabo, de modo que ninguna pulgada de terreno escapara a sus investigaciones; bajo los montones de cascotes antiguos y modernos se ocultaban, forzosamente, tumbas. La primera tarea, a su entender, consistía en despejar el Valle y encontrar el antiguo suelo; los excavadores no se habían preocupado de evacuar las toneladas de piedras y arena que habían desplazado, ocultando así algunas zonas del paraje que seguían sin explorar.

Aunque el razonamiento podía parecer acertado y digno de interés, su puesta en práctica planteaba problemas insuperables; ¿no sería necesario contratar gran cantidad de obreros para emprender un trabajo titánico, lento y penoso, con una muy débil esperanza de obtener resultados concretos? Los proyectos de Carter no sedujeron a Maspero, que no sentía demasiado interés por el Valle; sin embargo, los dos escondrijos, el de Deir el-Bahari y el de la tumba de Amenhotep I, demostraban que cierto número de hipogeos no habían sido descubiertos todavía. Además, el éxito de Loret ofrecía serias posibilidades para el porvenir; pero era Loret, precisamente; ¿no sería mejor olvidarle? Carter y Maspero se pusieron de acuerdo en un punto preciso: en aquel año de 1900, la afluencia turística llegaba al límite soportable y se convertía en un peligro para el Valle. Desde diciembre hasta abril, una muchedumbre de curiosos, de estudiantes y de enfermos, invadía Luxor, famoso por su clima y sus maravillas artísticas. Barcos y hoteles estaban al completo; se jugaba al tenis, al bridge, se organizaban bailes y veladas sociales, y se hacían excursiones gracias a la agencia Cook, que demostraba su conciencia social construyendo hospitales. Uno de los pasatiempos obligatorios era la excursión al Valle de los Reyes.

Si Carter, simple inspector, no podía tomar la decisión de emprender la gigantesca campaña de exploraciones en la que soñaba, obtuvo al menos la autorización para proceder a ciertos acondicionamientos. Gracias a un generador instalado en el Valle, las cinco tumbas más hermosas se beneficiaron de la luz eléctrica que eliminó las iluminaciones contaminantes, como antorchas y velas; se edificaron muretes alrededor de algunas tumbas, para protegerlas contra las inundaciones y la acumulación de cascotes; se trazó un sistema de pasos para que los turistas utilizaran un camino preciso. Algunas caídas de piedras en la tumba de Seti I exigieron trabajos de restauración. Howard Carter se preocupó sin cesar por el Valle; le hubiera gustado que se convirtiera en un lugar cerrado y protegido, al abrigo del mundo profano.

EL REGRESO DE LOS ABD EL-RASSUL

Loret, como recordaremos, había cerrado la tumba de Amenhotep II donde el faraón descansaba en su sarcófago y donde había otras nueve momias reales. Maspero, de acuerdo con sus costumbres, quería que todo pasara al museo de El Cairo; ordenó pues el traslado de los ilustres personajes, a excepción de Amenhotep II.

La tumba fue de nuevo accesible a los visitantes… ¡y a los ladrones! Aterrorizado, Carter advirtió que unos desvalijadores habían arrancado las vendas del rey. La cosa precisaba cierto número de complicidades; el inspector realizó una investigación que le llevó, como era de esperar, a los Abd el-Rassul. Como era de esperar, también, no obtuvo prueba alguna y el culpable siguió en libertad.

La momia de Amenhotep II fue restaurada, mejor protegida y permaneció en su sarcófago iluminado hasta 1931; en esta fecha, por desgracia, fue llevada al museo de El Cairo tras haber viajado en primera clase de los coche-cama del tren. Es deplorable la glotonería de un museo donde, por bien organizado que esté, nunca se siente la irreemplazable atmósfera del paraje. Una reproducción en el lugar original es siempre más sugerente que un original encerrado en un edificio administrativo al que no estaba destinado.

LA MISTERIOSA TUMBA NÚM. 42 Y EL ALCALDE DE TEBAS, SENNEFER

Como inspector del Servicio de Antigüedades, Carter tenía la posibilidad de conceder autorizaciones de excavación en un lugar preciso y por un período limitado. En el otoño de 1900, dos residentes en Luxor solicitaron un permiso para… ¡el Valle de los Reyes! Fácil es imaginar la sorpresa del egiptólogo. Los dos curiosos personajes afirmaron conocer el emplazamiento de una tumba desconocida. ¿De dónde habían sacado tan preciosos informes?

La respuesta era fácil de imaginar: de los obreros de Loret, que los habían obtenido de un excelente conocedor, probablemente un Abd el-Rassul.

Intrigado, Carter concedió el permiso pero hizo supervisar los trabajos por su amigo Ahmed Girigar y pensó en dedicarles, personalmente, una atenta mirada. Ahmed Girigar era un reis, dicho de otro modo el actor principal en el drama que constituye una excavación arqueológica; el reis contrataba los obreros, controlaba su actividad, les pagaba, les daba órdenes y dirigía, efectivamente, las maniobras en la excavación. Sin un buen reis, el mejor arqueólogo obtenía sólo resultados mediocres. Carter tuvo la fortuna y la inteligencia de tomar por amigo y confidente a aquel hombre excepcional, Ahmed Girigar, que durante cuarenta años le sirvió con una fidelidad a toda prueba.

Bajo los acantilados donde se ocultaba el hipogeo de Tutmosis III existía, efectivamente, otra sepultura; el informe era exacto. En cuanto fue descubierta, a finales de 1900, el inspector Carter acudió al lugar. La tumba era pequeña, simple, correctamente perforada; su planta se parecía a la de Tutmosis I. En una cámara funeraria oval, un sarcófago inconcluso, sin decoración y visiblemente desplazado; en las paredes, ninguna inscripción, ninguna decoración. Evidentemente, no se trataba de una tumba real. Sin embargo, en la mayoría de las obras, esta tumba núm. 42 se atribuye a Tutmosis II.

¿Qué se advierte cuando se abre de nuevo el expediente, con la ayuda de la primera publicación arqueológica seria de una tumba del Valle, debida a Carter? El egiptólogo identificó un depósito de cimientos (lo que hoy sería una primera piedra) con el nombre de la reina Hatshepsut-Merytre, gran esposa real de Tutmosis III; sin embargo, la reina no fue inhumada en aquel lugar y su momia, probablemente, fue depositada en la tumba de su hijo, Amenhotep II. Carter llegaba a la conclusión de que la sepultura databa de la época de Tutmosis III, que le había dado la planta de su propia tumba, y que estaba destinada a un príncipe o a una reina.

Por lo que a los ocupantes de la tumba se refiere, vivieron durante el reinado siguiente, el de Amenhotep II. Se trataba de un personaje importante, el alcalde de Tebas, Sennefer, y su esposa, Sentnay, y otra mujer, Baketre, que llevaba el antiquísimo título de «ornamento real»; sabemos que Amenhotep II tenía en mucha estima a Sennefer y que éste último fue un notable gestor, preocupado por la prosperidad y la dicha de su ciudad.

Forzoso es advertir que ningún objeto con el nombre de Tutmosis II fue exhumado y que ningún indicio permite afirmar que la tumba núm. 42 fuera la de este faraón.

LA TUMBA DE LOS TRES CANTORES DE AMÓN (NÚM. 44)

¿Había entrado Víctor Loret en la tumba núm. 42? Algunos lo suponen, aunque no anunciara oficialmente su descubrimiento. La misma observación vale para la tumba núm. 44 en la que Carter, utilizando una información que el reis Ahmed Girigar obtuvo de los obreros de Loret, penetró el 26 de enero de 1901.

Cercana a la tumba de Ramsés XI, data del Imperio Nuevo, pero había sido vaciada de su contenido original y vuelta a utilizar para albergar las momias de tres cantores del templo de Amón en Karnak, adornadas con coronas de persea, mimosa y loto azul. Estos ritualistas habían vivido durante la XXII dinastía y parece muy verosímil que los Abd el-Rassul tomaran sus cuerpos del escondrijo de Deir el-Bahari para «almacenarlos» en aquella sepultura vacía. La identidad del primer ocupante se ha perdido para siempre.