Mientras Víctor Loret se encarga de la tumba de Tutmosis III, ordena que prosigan los sondeos en otra parte del Valle donde, hasta entonces, no había sido descubierto ningún indicio interesante. ¿Intuición, lógica o utilización del talento de los Abd el-Rassul? La pequeña historia guarda su secreto. En la colina situada sobre la tumba núm. 12, es un fracaso; pero al pie de los montículos que van del suelo del Valle a la terraza, un montón de cascotes calcáreos llama la atención. Tras haber despejado el terreno, aparece la entrada de una tumba. El 9 de marzo de 1898, se exhuma una estatuilla, un uchebti que lleva el nombre de Amenhotep II, hijo y sucesor de Tutmosis III. ¡Después del padre, el hijo! La suerte de Loret comienza a ser insolente. Sin embargo, el arqueólogo no se alegra; cierto número de objetos con el nombre de este rey han circulado ya por el mercado de las antigüedades; es, lamentablemente, prueba de que su última morada ha sido desvalijada y que no puede esperar hallazgos espectaculares.
Aunque la entrada, oculta al pie del acantilado, sólo fuera accesible a las 7 de la tarde, la curiosidad prevaleció. Loret tuvo la impresión de bajar a una gruta; avanzó por el primer corredor cuya altura variaba de 2 metros a 2'30 metros y la anchura de 1,55 metros a 1,64 metros, luego dio con un pozo. En el techo, estrellas de oro sobre fondo azul. No renunció y, a la luz de las velas, pidió una escalera que, colocada sobre el pozo, permitió franquearlo. Loret penetró en una sala con dos pilares, no decorada; en el suelo, fragmentos de grandes barcos de madera, flores de loto hechas de cedro, una figura de serpiente. También allí, los desvalijadores habían roto y saqueado. De pronto, la sangre del arqueólogo se heló y casi fue presa del pánico.
Necesitó valor para no poner pies en polvorosa y salir de la tumba abandonándolo todo. Ante él, un monstruo. Un genio maligno del otro mundo, de pie en una barca. ¿Iba a moverse, a arrojarse sobre el intruso que turbaba su último sueño?
Nada aconteció. El corazón del arqueólogo latió más lentamente; prudente, se acercó. La llama de las velas iluminó una momia martirizada, provista todavía de largos cabellos oscuros, con un agujero en el lugar del esternón.
Su imaginación se inflamó: ¿víctima de un sacrificio humano o el cadáver de un ladrón asesinado por sus cómplices y abandonado? En realidad, se trataba sólo de una inocente momia, la del príncipe Ubensennu, superior de los caballos del carro real, que había tenido el insigne honor de ser sepultado junto al faraón. Los desvalijadores, que no respetaban la vida ni la muerte, habían arrancado sus vendas buscando joyas y mutilado el cuerpo con abominable salvajismo.
Nunca se hablará bastante de la suerte de Víctor Loret; naturalmente, tuvo que afrontar una visión de horror, pero antes, había descubierto la tumba del gran Tutmosis III, y lo que todavía le aguardaba era igualmente milagroso.
Tras haber cruzado la sala con dos pilares, descendió por una escalera y penetró en una gran sala sostenida por dos hileras de tres pilares y decorada por completo.
En los pilares, el rey daba la cara a las divinidades que veneraba; Ra, la luz divina, afirmaba: «Pongo a Faraón a la cabeza de las estrellas». En los muros se desarrollaban, como en la tumba de su padre Tutmosis III, los episodios del Amduat, el Libro de la cámara oculta. El hijo había elegido, también, que su morada de eternidad tuviera la forma de un libro abierto. Su versión, escrita en hermosos jeroglíficos verdes, es muy completa y sirve de referencia para el establecimiento del texto. En el techo, las estrellas nos recuerdan que no estamos ya en la tierra sino en el cielo, en el espacio donde el espíritu de Faraón resucitado se convierte en una estrella.
Loret desdeñó los restos de objetos de madera y los fragmentos de alfarería; se vio irresistiblemente atraído por el sarcófago que reposaba en una especie de cripta excavada en el suelo. Se acercó, advirtió que era de gres, cubierto con un revoque rojo y brillante. Estaría vacío, claro, como todos los demás…
«¡Victoria!», gritó Loret, entusiasmado. No, éste no estaba vacío. Amenhotep II seguía presente en su morada de eternidad; alrededor del cuello, la momia real llevaba un collar de flores. Sobre el corazón, un ramo de mimosas; a sus pies, una corona de hojas. De modo que los reyes recibían flores para su último viaje; se convertían en árbol, en planta y en flor, renacían como la vegetación cuya muerte aparente oculta una vida futura.
El afortunado Loret no había todavía agotado sus sorpresas; como en la tumba de Tutmosis III, cuatro pequeñas salas completaban la cámara funeraria y contenía los alimentos del banquete, entre ellos las primeras aceitunas identificadas. Subsistían también fragmentos de estatuas reales, de símbolos como la pantera, la serpiente de la diosa Neith, ladrillos mágicos, jarras, modelos de embarcación, un arco.
En una de las capillas de la derecha, estaban tendidas tres momias, una al lado de la otra. Entre un hombre y una mujer, un adolescente que llevaba en la sien derecha la trenza de los príncipes; el rostro del hombre estaba desfigurado, era horrible, pero la mujer era de gran belleza, con abundantes cabellos y una expresión majestuosa. Y no sabemos más; tal vez hubiera sido posible identificar a los tres personajes si el excavador se hubiera preocupado de redactar una publicación científica.
Una de las cuatro estancias pequeñas estaba cerrada con bloques de calcáreo. Intrigado por aquel insólito dispositivo, Loret hizo arrancar un bloque y lanzó una ojeada al interior de aquella cámara de tres metros por cuatro. ¡Vio… nueve ataúdes! Un nuevo escondrijo, pues; sin duda pensó en los sumos sacerdotes de Amón. Pero la verdad era mucho más sorprendente: ¡Nueve momias reales!
En aquel lugar cerrado descansaban dos faraones de la XVIII dinastía, Tutmosis IV y su sucesor Amenhotep III; tres de la XIX dinastía, Merenptah, Seti II y Siptah; cuatro de la XX dinastía, Sethnakht, Ramsés IV, Ramsés V y Ramsés VI. El excavador se equivocó confundiendo a Merenptah con Akenatón, y advirtió hechos extraños; por ejemplo, la momia de Amenhotep III se hallaba en una tina con el nombre de Ramsés III, cubierta por una tapa de Seti II.
Pinedjem I dispuso ese escondrijo mientras Pinedjem II construyó el de Deir el-Bahari; por lo tanto, desde la XXI dinastía, poco tiempo después de que se dejaran de excavar tumbas en el Valle, los sumos sacerdotes de Amón consideraron que las momias reales no estaban ya seguras en sus sarcófagos y decidieron trasladarlas.
Víctor Loret no hizo transportar las momias al museo de El Cairo (el traslado sólo se efectuaría en 1934) y volvió a cerrar la extraña tumba. Parece haber sido desvalijada, efectivamente, pero ¿por qué los vándalos no la emprendieron con la momia de Amenhotep II y el escondrijo, desdeñando así los primeros objetos codiciados? Un simple murete de piedra no podía impedirles entrar en el escondrijo en busca de joyas y amuletos.
Fueron utilizados otros refugios provisionales, las tumbas de Horemheb (XVIII dinastía), de Seti I (XIX dinastía) y de Sethnakht (XX dinastía) es decir un rey por dinastía. Finalmente, se eligió la tumba de Amenhotep II como último sepulcro para nueve faraones, siendo los demás transferidos al escondrijo de Deir el-Bahari.
Obligado es advertir que la tumba de Amenhotep II fue desvalijada de un modo muy curioso. Sería más lógico admitir que fueron los sacerdotes de la XXI dinastía quienes se llevaron el mobiliario fúnebre y cerraron la tumba en la que Loret fue el primero (sin duda tras uno de los Abd el-Rassul de los siglos precedentes) en penetrar después de tres mil trescientos años de olvido.
Fascinante evidencia, ¡tras la apertura de aquel segundo escondrijo, faltaban muchas tumbas reales en la lista! Esta vez era seguro que el Valle no había entregado todavía todos sus secretos y que era preciso emprender nuevas excavaciones sondeando zonas inexploradas aún.
El sucesor de Tutmosis III reinó veinticuatro años (1425-1401); organizó campañas militares contra Babilonia, Mitanni y el reino hitita, con el deseo de mantener el orden en las regiones pacificadas por su padre. No se opuso a Asia de modo violento; muy al contrario, la integró en el imperio y admitió la presencia, en el propio Egipto, de divinidades asiáticas.
La interpretación literal de la documentación hizo que, a menudo, Amenhotep II fuera calificado de «rey deportista»; le gustaban los caballos, manejaba el remo con hercúlea fuerza y lograba, por sí solo, tensar un enorme arco para disparar flechas que perforaban varios blancos de metal. Sin duda debemos superar el aspecto anecdótico y recordar que el rey es la encarnación del poder; utiliza en todas sus actividades la inagotable y sobrenatural fuerza de Seth, señor de la tormenta.
Una estela rinde un hermoso homenaje a ese rey del collar de flores, cuya tumba fue eficaz refugio para nueve faraones: «Su padre, Ra, lo creó para que construyera monumentos a los dioses».