17 - TUTMOSIS III (NÚM. 34) Y EL AFORTUNADO SEÑOR LORET

MOMIAS SIN TUMBAS

En 1891, Mohamed Abd el-Rassul justificó las esperanzas que Maspero había depositado en él; tras haber indicado el emplazamiento del escondrijo de las momias reales, reveló otro a Grébaut. A Daressy corresponderá el privilegio de descubrir, a la entrada de Bab el-Gasus, un escondrijo conteniendo ciento cincuenta y tres sarcófagos y unas doscientas estatuas de sumos sacerdotes de Amón posteriores a la XXI dinastía.

Aquel brillante hallazgo, como el precedente, tenía un irritante sabor; si se disponía de las momias, forzosamente tenían que proceder de tumbas. Estas estaban, pues, enterradas bajo la roca y la arena.

Víctor Loret, que había llegado a Egipto en 1881, con Maspero, quedó impresionado por la resurrección de varios grandes reyes del Imperio Nuevo cuyas momias habían sido piadosamente recogidas en el escondrijo de Deir el-Bahari; cuando fue colocado a la cabeza del Servicio de Antigüedades, ignoraba que, durante los años 1898-1899, el Valle iba a ofrecerle sus más mayores gozos de egiptólogo. Por sí solo, Loret iba a numerar dieciséis tumbas, aumentando así de modo considerable el más prestigioso de los catálogos; ciertamente, varias de ellas eran ya conocidas y se limitó a atribuirles un número de orden, pero llevó a cabo varios descubrimientos fabulosos. ¿Fue afortunado el señor Loret? Sin duda, pero también era buen conocedor de Egipto y de los egipcios; sus métodos lo probaron.

DONDE ENCONTRAMOS DE NUEVO A LOS ABD EL-RASSUL

En Tebas-Oeste, la célebre familia de Gurna sigue siendo un obligado punto de paso; el clan Abd el-Rassul conoce el terreno mejor que los arqueólogos. Ha explorado las colinas, los valles y los torrentes en busca de la más pequeña tumba, con la esperanza de descubrir tesoros negociables. Ha aprendido, con el transcurso del tiempo, a entablar otros diálogos con los excavadores europeos. A veces era más rentable vender una información que aventurarse en el mercado clandestino. Naturalmente, ese tipo de transacciones no puede consignarse en los informes oficiales ni mencionarse en las obras cultas. Pero ¿quién duda de su existencia y su utilidad? Víctor Loret supo llamar a la buena puerta. Discutiendo con el insustituible Mohamed Abd el-Rassul, a quien debiera considerarse, a fin de cuentas, como uno de los mejores arqueólogos del siglo XIX, obtuvo la tan esperada certidumbre, ¡una tumba desconocida todavía en el Valle de los Reyes! Es imaginable la fiebre que puede apoderarse de un excavador en semejantes circunstancias. Loret, metódico, ordenó que se llevaran a cabo una serie de sondeos que consistieron en excavar pequeños pozos en la masa de cascotes para llegar a la roca y descubrir la entrada de un hipogeo.

Contrariamente a lo que muchos imaginan, es muy raro que un arqueólogo ponga personalmente «manos a la obra»; suele limitarse a organizar y dirigir. La elección de los colaboradores y la formación de un equipo son decisivas. En ese terreno, Víctor Loret tuvo también suerte; confió a Hassan Hosni, inspector del Servicio de Antigüedades de Gurna, la tarea de proceder a las investigaciones en el extremo meridional del Valle, lejos de las tumbas ya conocidas, sin duda a causa de las informaciones facilitadas por Mohamed Abd el-Rassul.

Con el espíritu en paz, Loret se marchó a Assuan en viaje de inspección.

UNA TUMBA DE ALTURA

Víctor Loret no tendrá tiempo para inspeccionar ni para aprovechar las dulzuras invernales del hermoso paraje de Assuan. El 12 de febrero de 1898, recibió un cable de Hassan Hosni anunciándole una especie de milagro: los sondeos habían tenido éxito, ¡se acababa de descubrir una tumba! Loret regresó el 20 de febrero al Valle donde le aguardaba una colosal sorpresa, el 21 estaba ya trabajando.

Aquella tumba no se parecía a ninguna otra; por sí solo, su emplazamiento era extraordinario, se podía llegar a ella por el interior del Valle o por el sendero montañoso procedente de Deir el-Medineh pues admirablemente disimulada, se hallaba en el fondo de una cavidad, a casi diez metros por encima del suelo; los bordes del gollete iban aproximándose a medida que se acercaba la entrada, y el paso final no tenía más que un metro de anchura.

Fueron necesarias varias horas de esfuerzos para llegar al agujero negro que señalaba la entrada del hipogeo. De ella brotaba el olor de la madera de cedro. ¿Probaba aquello que había objetos preciosos intactos todavía? La curiosidad se hizo tan viva que ampliaron el agujero para arrastrarse e introducirse en aquel paraíso recuperado, de apariencia tan poco acogedora; ¿no serían necesarios diez días para despejar el recorrido que iba de la entrada al pozo?

La puerta de la tumba tiene 2,04 m de altura y 1,35 m de anchura. De sección cuadrada, el primer corredor tiene diez metros de largo, va reduciéndose y llega a una escalera muy pendiente que lleva a un segundo corredor de unos 9 m, interrumpido por un pozo de vastas dimensiones (4,15 x 3,96 m).

El primer cartucho que leyó Víctor Loret no dejaba subsistir duda alguna sobre el propietario del lugar: Tutmosis III, a quien algunos consideran, no sin razón, el mayor faraón de Egipto.

EL REINADO Y LA OBRA DE TUTMOSIS III

¿Cincuenta y cuatro años de reinado (1479-1425) o treinta y tres (1458-1425)? Todo depende de cómo se calcule. A la muerte de Tutmosis II, le sucede Tutmosis III y su reinado oficial comienza, pues, hacia 1479; pero el nuevo faraón es demasiado joven para reinar y una mujer excepcional, Hatshepsut, se hace cargo de la regencia antes de convertirse, ella misma, en faraón durante veinte años (1478-1458), sin eliminar por ello a Tutmosis III.

De esta situación han nacido numerosas novelas. El joven Tutmosis no fue encarcelado ni perseguido; aprendió pacientemente su oficio de rey, no inició conspiración alguna contra Hatshepsut, no ordenó asesinato alguno y subió al trono en 1458, cuando se extinguió la reina-faraón tras un feliz y brillante reinado.

Tutmosis III, cuya memoria era venerada todavía en tiempos de los Ptolomeos, fue un soberano de excepcional envergadura; su momia, de pequeño tamaño, fue mal conservada, lamentablemente, y no comunica el vigor espiritual de un monarca que marcó profundamente su época y legó a la posteridad obras irreemplazables.

El historiador admira al jefe de guerra, responsable de diecisiete «campañas» en Levante, de las que algunas fueron expediciones militares y otras simples desfiles destinados a mantener el orden. Consciente de los peligros de invasión y deseoso de proteger Egipto, Tutmosis III dirigió la reconquista de Palestina, de Siria y de los puertos fenicios que no se convirtieron en colonias sino en protectorados; los gobiernos locales tenían que mostrarse fieles a Egipto y enviarle tributos. Tras haber atravesado el Éufrates, el ejército de Tutmosis III impuso la paz egipcia en Asia occidental; babilonios, asirios e hititas se comportaron como compañeros económicos que mandaban a la corte de Faraón oro, plata, cobre, marfil y piedras preciosas.

La gente de Mitanni, cuya civilización estaba centrada entre el Tigris y el Éufrates, parecieron durante largo tiempo una seria amenaza; por ello, Tutmosis III, en vez de esperar sus asaltos, decidió pasar a hierro y fuego el propio territorio del enemigo. En el año 33 de su reinado, le infligió una derrota decisiva.

En adelante, se tratará menos de hacer hablar las armas que de disuadir, pacificar y educar. En el año 42 del reinado se llevó a cabo la última campaña; Mitanni se había convertido en un país tranquilo, desprovisto de cualquier intención bélica. Aquella transformación de un peligro real en factor de seguridad fue uno de los más hermosos éxitos de la política exterior de Egipto; la operación fue llevada a cabo con discernimiento y perseverancia. Desde el Éufrates y el valle del Orontes, al norte, hasta Nubia y Napata, al sur, Tutmosis III reinó en un imperio de más de tres mil kilómetros de longitud. En el terreno arquitectónico, el rey modificó el templo de Amón-Ra en Karnak cerrando, hacia oriente, el patio del Imperio Medio, centro vital del edificio, con una espléndida construcción, llamada akhmenu, «Aquél cuyos monumentos brillan». El término akh, que puede traducirse por «luminoso, glorificado, fulgurante, útil», designa la más alta calidad espiritual del ser; ahora bien, en ese akhmenu se celebraba la iniciación en los grandes misterios de los sacerdotes de Karnak y los visires. La documentación prueba que estuvo reservada a un reducidísimo número de adeptos y que hoy contemplamos lugares en los que muy pocos egipcios fueron admitidos a lo largo de los siglos.

Los maestros de obras del rey construyeron templos en todo Egipto; él mismo se interesó por las más antiguas tradiciones e hizo copiar los textos sagrados de los orígenes, los famosos Textos de las pirámides. De este modo, los ritos practicados en Karnak se vincularon a las enseñanzas de Heliópolis, la más sagrada de las ciudades santas. Esos rituales, formulados por la Casa de la Vida en la época de Tutmosis III, fueron practicados hasta la época grecorromana; en este campo, como en los demás, el rey actuó de nuevo como innovador y hombre de síntesis.

El Valle de los Reyes fue objeto de sus más atentos cuidados. Probablemente hizo acondicionar las sepulturas de los dos monarcas que le precedieron, Tutmosis I y Tutmosis II, para darles una forma parecida a la de su propio hipogeo; algunos especialistas consideran incluso que es el verdadero fundador del Valle y que fue él quien lo designó, definitivamente, como necrópolis real.

Afortunado Víctor Loret, en verdad, que acababa de entrar en la morada real de semejante personaje. Su reinado había sido largo y glorioso, el Egipto de Tutmosis III rico y omnipotente… ¿No debía contener la tumba fabulosos tesoros?

ESTA TUMBA ES UN LIBRO ABIERTO

Loret advirtió que los artesanos habían trabajado cuidadosamente y el corredor había sido bien tallado; la decoración de la primera sala, de dos pilares, le asombró: gran número de divinidades dibujadas en el interior de rectángulos. Tenía ante los ojos las setecientas setenta y cinco fuerzas creadoras que engendra cotidianamente el sol y que permanecen ocultas en «las cavernas secretas de la totalidad reunida».

En el ángulo noroeste, una escalera que llegaba a la segunda estancia de la tumba, la cámara funeraria (15 x 9 m), sostenida por dos pilares rectangulares. Sus esquinas estaban cuidadosamente redondeadas; observándola atentamente, se toma conciencia de estar en el interior de un óvalo muy característico, el propio cartucho donde se inscribía el nombre de los faraones, dicho de otro modo, la sala es el ser del rey excavado en la roca; para Egipto, el nombre, que no debe confundirse con nuestro patronímico de estado civil, es uno de los componentes espirituales de la persona y no debe desaparecer. Nombrar es crear; siendo el nombre del rey una potencia creadora, sigue viviendo más allá del óbito.

En las paredes se desarrollan los distintos episodios del Amduat, el Libro de la cámara oculta o «Libro de lo que se encuentra en el espacio de mutación»; se trata de un gigantesco papiro desenrollado en las paredes, un libro abierto, pues, que tiene la particularidad de leerse a sí mismo por toda la eternidad, al margen de cualquier presencia humana. Debido a la especificidad del reinado de Tutmosis III, es posible que la tumba hubiera servido de lugar de iniciación y se hubiera revelado al adepto la totalidad de ese texto secreto que narra las metamorfosis del sol y su viaje por el más allá. Este viaje se inscribe en un óvalo; la tumba, por su forma, evoca también el espacio sagrado en el que se producen las metamorfosis de la luz.

En uno de los pilares, una diosa, confundiéndose con un árbol, da el pecho al rey. Según el texto, es «su madre Isis» la que lo amamanta; ahora bien, Isis era también el nombre de la madre terrenal de Tutmosis III, asimilada aquí a la diosa, su madre celestial, que le convierte en un ser cósmico ofreciéndole la leche de las estrellas. La dama Isis está, además, representada en el mismo pilar; se la ve bogando en una barca de papiro por los paraísos celestiales.

El sarcófago, de gres rojo pintado, estaba todavía en su lugar, sobre un zócalo de alabastro; Nut, la diosa del cielo, se encarnaba en aquel sarcófago concebido como la matriz cósmica donde el ser real renacía en eternidad. En las vendas de la momia de Tutmosis III estaba inscrito un texto redactado por su hijo Amenhotep II: «El dios perfecto, el Señor de las Dos Tierras, el señor de la acción, el rey del Alto y el Bajo Egipto, el hijo de la luz divina, nacido de su cuerpo, su amado, Amenhotep: él construyó esto como un monumento para su padre, de formas perfectas, ejecutando para él los libros de la realización espiritual».

Víctor Loret tenía realmente mucha suerte; devolvía a la luz el primer libro abierto de las tumbas reales, la primera revelación completa del Libro de la cámara oculta y nos ofrecía el privilegio de poder descubrir ese lugar único donde uno de los más poderosos faraones había elegido sobrevivir por la austeridad de un texto sagrado, prefiriendo la sencillez del dibujo y el rigor de los jeroglíficos al esplendor de la pintura y el bajorrelieve.

LOS RESTOS DE UN SAQUEO

Pese a su emplazamiento, la tumba no había escapado a los desvalijadores. En la cámara funeraria, y en las cuatro capillas anejas, Loret recogió un pájaro de madera asfaltada, sin duda un cisne, algunos fragmentos de estatuas y jarras, bastones rituales, modelos de barca, natrón, huesos de babuino, osamentas de toro y dos momias de una época tardía. Las capillas, cuyo suelo era más bajo que el de la sala del sarcófago, estaban cerradas por puertas de madera, contenían el mobiliario fúnebre, los emblemas y símbolos reales y los alimentos del banquete eternamente celebrado en el otro mundo. De las riquezas originales sólo quedaban, pues, modestos vestigios que, sin embargo, hubieran podido enseñarnos muchas cosas. Pero Víctor Loret, aunque tuvo la precaución de cuadricular el suelo para situar convenientemente la posición original de los objetos, olvidó publicar sus notas y sus trabajos. Una vez más, el descubrimiento de una tumba real no era acompañado por un trabajo científico que ya nunca más podrá realizarse.

El equipo de Loret vació la tumba en tres días; fueron necesarios ocho para extraer los últimos restos de piedra. Nos interrogamos todavía sobre la fecha del pillaje; indica el paso de vándalos que, descontentos al no hallar montones de oro, rompieron las estatuas de madera contra las paredes. Afortunadamente, no la emprendieron con los dibujos y los textos; para ellos, aquel tesoro no tenía valor alguno.

La inscripción de un escriba de la XX dinastía es difícil de interpretar; tal vez se trate de la señal de un informe de inspección. En la dinastía XXVI un alto dignatario, llamado Hapimon, copió el sarcófago de Tutmosis III, soberano que había llevado hasta su más alto grado el ideal faraónico.