Gracias a los esfuerzos de De Rouge, la egiptología no murió y la obra de Champollion no se olvidó por completo. Pacientes y laboriosos, jóvenes eruditos aprendieron los jeroglíficos y se formaron en la práctica de una nueva ciencia que alimentaron, poco a poco, con publicaciones francesas, inglesas y alemanas. Entre ellos, sobresale un nombre, el de Gastón Maspero, nombrado director de la nueva escuela de arqueología de El Cairo, adonde llega en 1881. Puesto a la cabeza del Instituto francés de arqueología oriental (IFAO), tuvo que aclimatarse a un Egipto que estaba descubriendo y afrontar una terrible prueba, la muerte de Auguste Mariette, agotado por largos años de intenso trabajo. Dramático final de una vida, puesto que Mariette estaba solo, necesitado, carecía de un reconocimiento oficial que sólo logrará después de su muerte; además, durante las últimas horas de su existencia, vio cómo se desmoronaba una de sus más obstinadas teorías. No había creído en el Valle, no creía que en el interior de las pirámides figuraran inscripciones. Pero Maspero, al penetrar en las pirámides de la VI dinastía, advirtió que sus paredes estaban cubiertas de franjas verticales de jeroglíficos, formando el más antiguo texto sagrado de Egipto. Mariette se había equivocado en un punto fundamental. Maspero emprenderá una traducción de aquellos Textos de las pirámides, de temible dificultad; fue su primera conquista arqueológica, pero le aguardaba otro milagro.
Alto, imponente, de rostro alargado y adornado con una soberbia barba blanca, Wilbour no tenía sin embargo más que cincuenta años cuando, impulsado por su pasión egiptológica, se interesó por el mercado de las antigüedades; en 1881, éste seguía siendo muy floreciente, incluyendo cierto número de falsificaciones, aunque también piezas auténticas.
El ojo de Wilbour no era el de un profano; discípulo de Maspero, sabía distinguir el buen grano de la cizaña. ¡Pero el buen grano circulaba de modo anormal! Alguien ponía a la venta, desde hacía varios años, objetos que procedían sin duda alguna de una tumba real que ningún arqueólogo conocía. La conclusión se imponía por sí misma. Una banda de ladrones había echado mano a un notable tesoro. Única solución: intentar tirar discretamente del hilo sin llamar, demasiado pronto, la atención de los culpables.
Hábil y tranquilizador, Wilbour se hizo pasar por un aficionado a las rarezas dispuesto a pagar hermosas sumas; un tal Ahmed Abd el-Rassul aceptó recibirle, en Gurna… ¡En una tumba! Apropiado lugar, donde los haya, para negociar un magnífico papiro. Una semana más tarde, Wilbour tuvo entre las manos vendas de momia con el nombre de Pinedjem I, rey-sacerdote de la XXI dinastía; como la pista iba precisándose, no podía ya actuar solo. Avisó a Maspero, quien, en compañía de Emile Brugsch y otros ayudantes, llegó a Luxor el 3 de abril de 1881. La investigación se acentuó; un pequeño revendedor se dejó dominar por el pánico y confesó que una importante familia de Gurna, los Abd el-Rassul, había descubierto una tumba cuyo contenido suponía cuarenta mil libras de antigüedades.
Maspero sabía que los habitantes de Gurna eran gente pobre, abrumada por los impuestos, y que el comercio de las antigüedades robadas en las tumbas era su único medio de enriquecerse; como egiptólogo, tenía que luchar contra aquel tráfico.
Interrogó a Ahmed Abd el-Rassul, que lo negó todo pese a la amenaza de ser encarcelado y, ciertamente, torturado, en Qena; seguro de sí y relajado, el interlocutor del arqueólogo no creyó que llegaran a semejantes extremos. Ni siquiera se enojó con el francés y sus relaciones siguieron siendo cordiales.
Ahmed, sin embargo, cometió un error; con el dinero obtenido con su tráfico, hizo construir en Gurna «la nueva casa blanca» que llamó la atención a las autoridades. La fortuna de los Abd el-Rassul se hizo demasiado visible.
Detenidos y encadenados, Ahmed y su hermano Hussein fueron encarcelados en Qena donde reinaba el terrible gobernador provincial Danud Pacha, una sola de cuyas miradas hacía confesar a los más endurecidos bribones; pero ambos hermanos guardaron silencio. Dos meses más tarde, fueron liberados.
Maspero y su equipo no tenían ya demasiadas esperanzas; habían agotado los medios legales. Fue entonces cuando, como en toda tragicomedia bien regulada, entró en escena el traidor. El hermano mayor de la familia Abd el-Rassul, Mohamed, quedó convencido de que la policía no se detendría ahí; aterrorizado, preocupado por las severas represalias, se dirigió a Qena y reveló el emplazamiento de una tumba que, por sí sola, contenía cuarenta momias.
El clan Abd el-Rassul lo había descubierto muchos años antes, en 1875 y, tal vez, incluso en 1870; como precio de su traición, Mohamed recibió quinientas libras egipcias y… ¡un cargo oficial! «Consideré que debía nombrarle reis de las excavaciones en Tebas —explica Maspero—; si pone al servicio del museo la misma habilidad que puso, durante largo tiempo, en perjudicarlo, podemos esperar todavía algunos hermosos descubrimientos.»
El 6 de junio de 1881 un calor abrumador reinaba en Luxor; Emile Brugsch, que representaba a Maspero, se lanzó al asalto de la famosa tumba cuya existencia parecía casi extravagante. La sorprendente excursión no fue descansada; el ascenso a la colina perteneciente al circo montañoso de Deir el-Bahari, tras la colina de Gurna, era peligroso. En el flanco sur del acantilado, a unos sesenta metros por encima del suelo, se abría un pozo de dos metros de largo y doce de profundidad.
Brugsch, impresionado e impaciente, presentía un formidable descubrimiento. Sin vacilar, bajó al fondo del pozo con la ayuda de una cuerda; allí comenzaba un corredor de techo bajo. Avanzó de rodillas y se hundió en la roca, unos setenta metros. Objetos antiguos por todas partes: estatuillas funerarias, cofres para canopes y ataúdes. El arqueólogo comprendió que se hallaba en un escondrijo dispuesto, por un sumo sacerdote, Pinedjem 11, que había hecho ampliar una antigua tumba.[9]
Brugsch, tras haber girado a la derecha, descubrió un nuevo corredor; era largo, estrecho, pero más alto y lleno también de antigüedades; al final del recorrido, estupefacción y maravilla: una cámara de setenta pies cuadrados llena de sarcófagos, algunos de dimensiones colosales. El egiptólogo se acercó y leyó las inscripciones. Identificó los ataúdes de la familia de Pinedjem, lo que era de esperar, pero creyó sufrir alucinaciones cuando descifró la identidad de los personajes reunidos en aquel santuario: Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III, Ramsés I, Seti I Ramsés II, Ramsés III, Ahmosis, el fundador del Imperio Nuevo, Amenhotep I, el creador del Valle de los Reyes, la gran y venerada reina Ahmose-Nefertari, cuyo sarcófago estaba metido en otro de cuatro metros de altura.
La época más gloriosa de la historia egipcia resucitaba, las momias de los reyes depositadas antaño en los ataúdes del Valle salían de la nada… Conmovido, Brugsch escribió esta frase exacta y extraordinaria: «Me hallaba ante mis propios antepasados». Le dominó una angustia, aquel fabuloso tesoro estaba en peligro. Ante todo, salir de la tumba; las antorchas podían pegar fuego a los preciosos sarcófagos.
Reyes y reinas descansaban en hermosos ataúdes, algunos de los cuales habían sido desfigurados por los Abd el-Rassul, ávidos de joyas y amuletos; lo más sorprendente era una gran confusión, pues las momias no descansaban en sus sarcófagos de origen.
¿Qué había ocurrido? Textos y etiquetas de momias probaban que piadosos ritualistas, para salvarlas de una destrucción segura, las habían ocultado en aquella tumba que databa de comienzos de la XVIII dinastía y había sido reutilizada durante la XIX por el sumo sacerdote Pinedjem II y su esposa Neskhons. El secreto había sido bien guardado, sin duda porque los salvadores habían procedido con rapidez y en pequeño número; habían envuelto de nuevo algunas momias y redactado etiquetas que relataban su traslado de la tumba de origen al escondrijo. Varias momias habían pasado algún tiempo en la tumba de Seti I; él mismo y Ramsés II eran, por otra parte, los dos últimos llegados.
Alrededor de los sarcófagos yacían miles de objetos, copas, jarras, uchebtis, guirnaldas de flores, cestos con alimentos, cajas que encerraban pelucas, es decir elementos del material fúnebre recogido en las tumbas. Si algunos amuletos habían sido brutalmente arrancados por los ladrones, Brugsch advirtió que muchas joyas habían sido cuidadosamente recogidas por los ritualistas encargados de restaurar las momias reales. Es muy probable que la tumba de Ramsés XI sirviera de taller; se quitó la chapa de oro de los ataúdes y se ocultó en otros lugares, todavía no descubiertos, raras y preciosas piezas.
El traslado de las momias reales y su colocación en lugar seguro fue una operación cuidadosamente programada y ejecutada con rapidez y eficacia; nadie reveló el secreto y, hasta la intrusión de los Abd el-Rassul, nadie penetró en el escondrijo.
Un formidable enigma se planteó entonces; ciertamente, se acababa de resucitar la memoria de varios faraones identificando sus momias, pero ¿dónde estaban sus tumbas? ¿Dónde habían sido enterrados, por ejemplo, Tutmosis III y sus predecesores? Mas Brugsch tenía otras cosas en la cabeza.
Evidentemente, aquel descubrimiento merecía la mayor atención; habría sido necesario establecer un inventario completo de los objetos, pequeños y grandes, anotar su emplazamiento exacto, trazar un plano de los lugares, dibujar y fotografiar, en resumen, consagrar varios meses a aquel increíble hallazgo. El propio Brugsch estaba considerado como un buen fotógrafo; sin embargo, no disponemos del menor cliché, ni de un plano, ni de una lista de los sarcófagos tal como estaban colocados.
Aterrorizado ante la idea de que los ladrones pudieran apoderarse en cualquier momento de semejante tesoro, Brugsch tomó una decisión que se considera desastrosa desde el punto de vista científico: vaciar rápidamente el escondrijo de su contenido.
Los hombres de Daud Pacha reunieron trescientos fellahs que formaban buena parte de la población masculina de Gurna y, en menos de dos días, aquel pacífico ejército transportó sarcófagos y momias hasta un barco especial fletado por el museo de El Cairo.
Aunque Brugsch respirara porque el fabuloso tesoro estaba de nuevo seguro, ¿cómo no lamentar una precipitación que nos ha impedido, para siempre, reconstruir ciertos acontecimientos y escrutar mejor los misterios de aquel escondrijo? Al borrar las huellas del paraje, sin efectuar la menor anotación, Brugsch privó a la arqueología egipcia de uno de los fragmentos más apasionantes de su historia.
Algunos sarcófagos eran tan pesados que fueron necesarios doce hombres para llevarlos; cuando el barco surcó las aguas del Nilo, los aldeanos se reunieron en las orillas y saludaron ruidosamente a los antiguos reyes de Egipto. Como las antiguas plañideras, ciertas mujeres lloraron mesándose los cabellos mientras los hombres disparaban sus fusiles.
Si el viaje de las momias reales se desarrolló sin incidentes, su llegada a El Cairo fue más movida y dio lugar a un incidente administrativo que ni el más fecundo de los novelistas hubiera podido imaginar.
La aduana, en todos los países del mundo, es una institución omnipotente. En el Egipto moderno, el aduanero medio es un personaje que cree en su importancia y debe demostrarla.
Cuando el barco que llevaba los sagrados cuerpos de los soberanos del Imperio Nuevo llegó al puesto de aduana encargado de tasar todas las mercancías que viajaban por el Nilo, el funcionario sintió una indiscutible turbación. Por un lado, debía aplicar el reglamento que no toleraba excepción alguna; por el otro, ¡dramático caso!, tenía que vérselas con una mercancía no inventariada. ¿Qué índice impositivo elegir? Desesperado, el aduanero incluyó las momias en la categoría de «pescado seco». Pagada la tasa, pudieron franquear la barrera de un mundo que no tenía ya, realmente, nada en común con la civilización faraónica, y llegar al museo de El Cairo.
El comportamiento de Brugsch tiene una explicación; Maspero, su patrono, era un apasionado por las colecciones y sólo sentía un moderado interés por la arqueología de campo. Nada le gustaba más que ver como el museo se enriquecía con hermosas piezas. La llegada de las momias reales le colmó de satisfacción; decidió proceder al desenvolvimiento de los ilustres cuerpos comenzando por el de Tutmosis III, llamado a veces el «Napoleón egipcio» por sus victorias militares en Asia.
Los Abd el-Rassul la habían emprendido con la momia cortando algunas vendas para arrancar el escarabeo, símbolo de las mutaciones eternas, colocado en el emplazamiento del corazón. La decepción de Maspero fue muy grande, la momia estaba mal conservada. La cabeza separada del cuello, las piernas quebradas, las vendas saturadas de aceite y resina que se adherían a la piel. El sabio francés temió que las demás momias estuvieran en el mismo estado y aplazó sine die las operaciones. Seguros ya en el museo, Ramsés II y los demás faraones aguardarían días mejores.
En 1882, el ejército británico bombardea Alejandría; el cuerpo expedicionario inglés se apodera de El Cairo y, muy pronto, la administración británica reina sobre el país controlando el gobierno egipcio. El acontecimiento es importante; durante un largo período, Gran Bretaña se interesará de cerca por el país de los faraones y lo colocará, cada vez con mayor firmeza, bajo su yugo.
En 1883, Eugène Lefébure, de cuarenta y tres años de edad, se convirtió en director del Instituto francés de arqueología oriental; sucedió a Maspero que se puso a la cabeza del Servicio de Antigüedades y reinó así sobre la arqueología en Egipto. Lefébure, poeta y amigo de Mallarmé, se interesó en el simbolismo del Valle de los Reyes; copió la totalidad de los textos de las tumbas de Seti I y de Ramsés IV, identificó los «libros» y comparó las versiones de base con las halladas en otros lugares. Tras dos meses pasados en la tumba de Seti I, trabajó cuatro años en las tumbas reales antes de ceder su puesto a Grébaut.
Lefébure ha sido, por lo general, juzgado severamente; los epigrafistas le reprochan un trabajo apresurado y poco cuidadoso. Por lo que a su comportamiento se refiere, aquel hombre se ganó las críticas; ¿no había abandonado, acaso, a su mujer y a un bebé en El Cairo para permanecer en la orilla oeste de Tebas donde, tras haber desalentado a sus ayudantes, estaba solo? Tras haber residido en la tumba de Ramsés IV, tuvo frío durante las noches de invierno y prefirió instalarse en una célebre morada de Gurna, «la casa blanca» de los Abd el-Rassul, construida con el dinero procedente del tráfico de antigüedades.
Nervioso, enamorado de la soledad, salvaje, Eugène Lefébure escribió una obra no desdeñable en la que destacan sus estudios sobre el mito osírico y sobre los ritos de protección de los edificios; su pasión por el Valle de los Reyes fue innegable y se colocó en la estela de Champollion al afirmar su voluntad de conocer mejor los textos inscritos en las paredes. ¿Y cómo no envidiar a un investigador que tuvo la suerte de permanecer cuatro años en el Valle?
En junio de 1886, cinco años después del descubrimiento de Deir el-Bahari, Gastón Maspero, recuperado de su decepción, decidió examinar las momias reales. El estudio de los textos le reveló que habían realizado un evidente recorrido por el Valle; la momia de Ramsés II, por ejemplo, fue cuidada bajo el reinado de Herihor, transportada a la tumba de Seti I y, luego, a la de Amenhotep I, restaurada de nuevo y, finalmente, depositada en el escondrijo de Deir el-Bahari. Un equipo de especialistas velaba por esas preciosas reliquias después de que el Valle no fuera ya utilizado como necrópolis y, por lo tanto, estuviera poco o nada custodiado.
En compañía de Brugsch y de Barsanti, y en presencia del dueño del país, el jedive Tewfik, el primer día de la experiencia, Maspero desenvolvió las momias. Ciertamente, sufrió nuevas decepciones; por ejemplo, Ramsés III, cuyo rostro estaba dañado, o la reina Ahmose-Nefertari, muerta en la vejez, y cuyo cadáver se pudrió en cuanto estuvo al aire libre; pero le aguardaban dos sublimes hallazgos.
El primero fue el de Ramsés II, a quien Maspero liberó de sus vendas en menos de un cuarto de hora; ancho pecho, hombros cuadrados, con las manos cruzadas sobre el pecho, algunos cabellos en las sienes y en la parte trasera del cráneo, la nariz larga y fina, los pómulos salientes, el mentón prominente, las orejas perforadas, el rostro potente y voluntarioso, el gran monarca hizo una gran impresión al equipo de egiptólogos.
El segundo fue el del padre de Ramsés II, Seti I, cuyo rostro tranquilo y sereno es la más hermosa cara momificada nunca descubierta; a través de ella, se expresa la eternidad.