10 - BELZONI, EL BUSCADOR DE ORO

EL EGIPTO DE MOHAMED A

El 14 de septiembre de 1801, los últimos soldados franceses abandonan Egipto: de 1809 a 1828 aparecen los nueve volúmenes in-folio de texto y los catorce volúmenes folio imperial de grabados de la Description de l’Egypte, que seguirá siendo el más hermoso resultado de la expedición y permitirá descubrir la tierra de los faraones a un público cada vez más apasionado.

Los franceses se han marchado, los ingleses también; ha llegado la hora de Mohamed Alí (o Mehemet Alí). A partir de 1803, su influencia no deja de aumentar; aunque no se convierte oficialmente en virrey de Egipto hasta 1841, de hecho gobierna el país desde 1815, con la obsesión de modernizarlo. Autoritario y astuto, se libra brutalmente de sus adversarios, los mamelucos: los invita a la ciudadela de El Cairo, los encierra y los hace ejecutar por sus arqueros. El campo está libre, hace la política de Turquía y, sobre todo, la suya: reorganización del ejército sobre el modelo europeo, introducción y desarrollo de nuevos cultivos como la caña de azúcar, recurso a ingenieros del país y extranjeros, entre ellos muchos franceses, construcción de azucareras, nacimiento de una industria. Mohamed Alí sueña en un país rico e independiente; por desgracia, no siente gran interés por el pasado faraónico y ordena desmontar numerosos edificios para reutilizar las piedras. Sin la temeraria intervención de Jean-François Champollion, que se atrevió a afrontarle, ¿cuántos templos habrían sobrevivido?

EL TITÁN DE PADUA

Cuando Gian-Battista Antonio Belzoni, nacido el 5 de noviembre de 1778 en Padua, desembarca en Alejandría con su esposa Sarah, el 9 de junio de 1815, descubre un país algo más apacible que durante las precedentes dinastías; tranquilizados por la fuerte personalidad de Mohamed Alí y por su dominio sobre el ejército y la administración, los viajeros que llegan a Egipto son cada vez más numerosos. Es posible esperar dirigirse al sur y regresar indemnes si no se mezclan en la «guerra de los cónsules»; los diplomáticos, ávidos de antigüedades egipcias, mantienen pandillas armadas que no vacilan en manejar el fusil. Belzoni verá la muerte de cerca cuando sea agredido por el cónsul de Francia en persona, Drovetti, y sus esbirros.

Pero Belzoni no teme a nadie. Aquel coloso, que no mide menos de dos metros, dispone de una insólita fuerza física. Hijo de un barbero, se sintió vagamente tentado por el sacerdocio antes de apasionarse por la hidráulica; en 1803, ese francófobo se encuentra en Londres donde hace el papel de Hércules en el teatro y el circo antes de dirigirse a Portugal y España, en 1811. Sigue representando, con éxito, el papel de «forzudo». Gigante de tez rojiza, demuestra un terrible entusiasmo que lo arrastra todo a su paso pero choca con una dificultad que nunca conseguirá superar: obtener una plaza estable, descubrir un oficio y un país que le ofrezca el equilibrio y la paz interior. Él, que consigue levantar una docena de personas, soporta con menos facilidad de lo que parece su destino de aventurero y batelero.

Tras una estancia en Malta, decide probar suerte en Egipto. La situación política ha evolucionado y se murmura que, si se consigue gustar a Mohamed Alí, es posible hacer fortuna. Durante un año, Belzoni gasta su magro pecunio en poner a punto una máquina hidráulica que espera vender al pachá, al que le gustan las innovaciones tecnológicas que puedan utilizarse en el desarrollo económico del país. Empecinado, el coloso obtiene una entrevista cuyo resultado es catastrófico; Mohamed Alí aprecia el insólito carácter de su huésped, pero rechaza la máquina. En la primavera de 1816, Belzoni está arruinado; la miseria le acecha. Disponiendo de un pasaporte inglés, se presenta al cónsul general de Gran Bretaña, Henry Salt, que se siente impresionado por la potencia física del italiano, su capacidad para desplazar objetos de considerable peso, su habilidad, su ingenio y su facundia. Lo contrata, pues, para su equipo de excavadores, con instrucciones precisas: llevar a Inglaterra la mayor cantidad de objetos antiguos de gran valor. En resumen, un pillaje organizado.

En materia de desplazamiento de antigüedades colosales, Belzoni acumula las hazañas; citemos la estatua gigante del Ramesseum y el obelisco de Ptolomeo IX en Filae. El titán de Padua, de incansable actividad, recorre el país, procede a la apertura del gran templo de Abu-Simbel y consigue entrar en el interior de la pirámide de Kefrén, en la planicie de Gizeh.

Sin embargo, sus relaciones con Henry Salt se degradan; a Belzoni le cuesta aceptar ser un simple perro de caza que debe llevar las presas a su dueño. ¿No posee acaso otras cualidades, no es un auténtico cazador de tesoros? Y, si hay tesoros, ¿dónde buscarlos sino en el Valle de los Reyes?

UN BULLDOZER EN EL VALLE DE LOS REYES

Belzoni no es un erudito ni un investigador; no se le podía exigir ser precavido, meticuloso y atento a los detalles. Cuando descubre el Valle, sólo tiene una idea en la cabeza: forzar la entrada de tumbas desconocidas todavía y extraer la riqueza.

El primer excavador verdadero del Valle utiliza varios equipos de obreros y los hace trabajar a todo trapo; vestido a la oriental, se toca con un turbante y luce una magnífica barba. Con voz grave, da sus órdenes y nunca vacila en ponerse personalmente al tajo.

Belzoni es observador. Sólo distingue una decena de tumbas reales, algunas completamente abiertas y otras inaccesibles porque su entrada está llena de cascotes. Además, anota la existencia de sepulturas y pozos que contienen momias y que no son sepulcros reales; es el primero en comprender que el Valle no sólo había recibido faraones. Se excavaron cuarenta y siete tumbas, afirma la tradición; imposible, responde Belzoni. En este número, concluye equivocándose, se incluyen sepulturas reales que será preciso buscar fuera del Valle.

A Belzoni le guía la pasión del buscador de oro; no practica método arqueológico alguno y, poseído por un fuego devorador, no se concede descanso alguno. Se interesa por el paisaje, por la naturaleza de las rocas y por un sorprendente fenómeno: si sólo llueve una o dos veces al año, las precipitaciones son tan violentas que forman torrentes que arrastran considerables masas de piedras y se introducen en las tumbas. Sigue así el camino de las aguas para intentar sacar a la luz algunos hipogeos desconocidos.

LA TUMBA DE AY (NÚM. 23)

Tras haber pasado por la tumba de Ramsés III, Belzoni se siente atraído por el valle del oeste; gran caminador, busca lugares donde las rocas visibles puedan disimular una cavidad excavada por la mano del hombre. Junto a la tumba abierta de Amenhotep III, hunde su bastón de peregrino en un lugar arenoso. Como sufre de oftalmia, al igual que su esposa, recurre a su equipo de árabes cuya lengua habla. Sus ayudantes apartan las piedras; cae arena en un hueco, dos horas de trabajo bastan para poner al descubierto la entrada de una tumba.

A la luz de las velas, Belzoni descubre dos corredores y tres cámaras; incapaz de descifrar los jeroglíficos, no puede saber que acaba de resucitar la memoria del rey Ay, el sucesor de Tutankamón. En las paredes, algunas escenas han escapado a la destrucción; en una de ellas, la caza de pájaros en las marismas, aunque frecuente en las tumbas privadas, es única en el repertorio de las sepulturas reales. También están representados doce monos en tres registros, que valdrán al monumento el nombre de «tumba de los monos», y al valle del oeste el de «valle de los monos» (uadi el-Garud). Simbolizan las doce horas nocturnas que atraviesan el sol y el alma de Faraón antes de resucitar; se encuentran también en la tumba de Tutankamón, junto a la escena donde Ay, precisamente, practica la abertura de la boca en la momia del joven rey difunto.

La tumba de Ay está degradada; en la cámara funeraria, Belzoni contempla sólo un sarcófago mutilado cuyos fragmentos serán recogidos en la tumba de Ramsés XI; quedará parcialmente reconstruida en el museo de El Cairo. Belzoni se siente decepcionado; el triste sepulcro no contiene más tesoros que fragmentos de cerámica, estatuillas de madera y de loza y esqueletos de dispersos fragmentos.

El monumento no ha sido estudiado con detalle y no ha sido objeto de una publicación exhaustiva; el nombre del rey Ay fue destruido y su momia ha desaparecido. No fue identificada en ninguno de los escondrijos donde se preservaron los cuerpos de los faraones del Imperio Nuevo. La tumba sufrió un vandalismo particularmente virulento, como si se hubiera querido destruir la última morada de un soberano cuyo reinado fue corto (1327-1323), pero cuya carrera de hombre de poder fue bastante larga. Ay, en efecto, fue un alto funcionario tebano durante el reinado de Amenhotep III, y conoció horas de gloria en Aketatón, la ciudad del sol que Akenatón y Nefertiti habían elevado al rango de capital. El rey dictó a Ay, fiel cortesano y confidente, el gran himno a Atón. Cuando concluyó la experiencia de Akenatón, la Corte regresó a Tebas para asistir a la coronación de Tutankamón; Ay sigue siendo uno de los personajes más influyentes. Su experiencia le permite ser un consejero escuchado por el joven monarca, en cuyo visir se convierte. No sospecha que el soberano morirá joven y que él, viejo diplomático que ha evitado muchas trampas, será llamado a ocupar el trono de Egipto.

Durante cuatro años, aquel antiguo jefe de los carros, cuya esposa había sido la nodriza de Nefertiti, desempeñará la función suprema; sus maestros de obras trabajan en Karnak, en Luxor y en Medinet Habu, donde disponía de un palacio.

¿Por quién y en qué fecha fue devastada su tumba? El enigma permanece.

¿LA TUMBA DE AMENHOTEP IV? (NÚM. 25)

Belzoni se aclimata. Se le respeta por su estatura y su potencia. Tiene la inteligencia de no jugar al europeo dominador, de mezclarse con el pueblo, hablar su lengua y respetar sus costumbres. Ladrones y traficantes no se atreven a importunarle; por lo que a los cónsules se refiere, le dejan en paz en la medida en que se ha convertido en un «patrón» de excavaciones y obtiene resultados. Adquiere una indiscutible reputación y se cuenta con él para sacar de la tierra prodigiosos tesoros que enriquecerán a su empleador, el cónsul general de Inglaterra.

El titán de Padua, decididamente atraído por el valle del oeste, vuelve a excavar junto a la tumba del rey Ay. Descubre una sepultura cuya puerta está sellada todavía; la esperanza de echar mano al oro y las joyas crece. Para derribar el obstáculo, Belzoni utiliza un medio radical: el ariete. La barrera de antiguas piedras pronto es derribada. Decepción, la tumba sólo contiene momias. Los ocho ataúdes pintados datan, al parecer, de un período tardío; pero ¿no pertenecen las momias, como la propia tumba, a la XVIII dinastía? Hoy, han desaparecido, y la sepultura, que recibió el número 25, está vacía. Reeves, uno de los especialistas del Valle, formuló una hipótesis: como se trata sólo de un inicio de excavación, ¿no estaría destinada esa tumba al rey Amenhotep IV y abandonada cuando cambió de nombre para convertirse en Akenatón? Decepcionado, Belzoni regresó al valle del oeste; la necesidad de obtener resultados espectaculares no le permitía descanso alguno.

UN HIJO DE REY (NÚM. 19)

El período del 9 al 18 de octubre de 1817 es una de las grandes fechas de la aventura arqueológica en el Valle de los Reyes; ¡en nueve días, no menos de cuatro tumbas nuevas descubiertas! El interés va creciendo. El 9 de junio, Belzoni penetra en la pequeña tumba núm. 21; data de la XVIII dinastía, pero no está decorada y sólo contiene dos momias de mujeres «casi desnudas» con los cabellos bien preservados.

Aquel mismo día, al parecer, entra en la morada de eternidad del príncipe Ramsés Montu-her-kopeshef, cuyo nombre es sinónimo de valor guerrero: «El brazo de Montu (dios halcón) es poderoso». Hijo de Ramsés IX (1125-1107), capitaneó el ejército y obtuvo el insigne honor de habitar la misma necrópolis que su padre.

Único tesoro del lugar: algunas momias, introducidas en una época tardía. Sin duda otros viajeros, como Pococke, conocían ya esa tumba; pero Belzoni fue el primero en explorarla por completo. El cuerpo del príncipe no fue encontrado en ninguno de los escondrijos conocidos.

Aquellos hallazgos, que bastarían para hacer feliz a cualquier arqueólogo contemporáneo, minaron la moral de Belzoni; no podía exhibir ningún objeto de valor.

LA TUMBA DE RAMSÉS I (NÚM. 16)

El destino iba a ofrecer al titán de Padua el descubrimiento del hipogeo del primero de los Ramsés, el fundador del más ilustre linaje faraónico. Nacido en una familia de militares del delta, el futuro Ramsés era un anciano visir que había pasado sus días sirviendo a Faraón y esperaba pasar una vejez feliz en una villa acomodada, disfrutando el suave viento del norte bajo su emparrado y celebrando el culto de Maat, la Regla divina, que había inspirado su conducta y su trabajo.

El gran Horemheb, reconociendo en él excepcionales cualidades, destrozó aquel hermoso sueño asociándole al trono y prefiriéndole a hombres más jóvenes; cuando regresó a la luz, Ramsés I subió al trono. Llevó los nombres de «El que confirma la Regla (Maat) a través de las Dos Tierras», «La luz divina (Ra) lo ha puesto en el mundo», «Estable es el poder de la luz divina», «El elegido del principio creador (Atum)». ¿No es ésta la prueba de que se veía en él al fundador de una dinastía, la XIX y de un linaje, el de los Ramsés?

«Hijo de Ra» se casa con Satre, «La hija de Ra», de acuerdo con una coherencia muy egipcia; vela por el equilibrio, político y religioso del país, sin beneficiar a Tebas la meridional a expensas de Menfis, la septentrional. Además, su dios protector es Ra y no Amón, señor de Tebas. Aunque sus maestros de obras trabajan en Karnak, el rey hace erigir, sobre todo, un templo en Abydos, el lugar de los misterios de Osiris. Envía expediciones al Sinaí para explotar de nuevo las minas y, gracias a su experiencia en asuntos de Estado, preserva la paz y la prosperidad. El reinado del primero de los Ramsés, cuya fuerte personalidad se presiente, fue por desgracia muy corto, menos de dos años (1295-1294). Los artesanos de Deir el-Medineh dispusieron pues de poco tiempo para decorar la tumba; por ello su corredor es el más corto de las tumbas reales del Valle y su cámara funeraria es de restringido volumen.

Belzoni descubre la sepultura el 10 de octubre y penetra en ella el 11. No deja de maravillarse ante los cálidos colores de las pinturas, admirablemente conservadas; hoy todavía, aunque hayan perdido parte de su brillo, convierten al pequeño santuario en una gran obra maestra. Se ve en ellas a la diosa Maat, al rey conducido por Horus, Atum y Neith ante Osiris, al soberano consagrando cuatro cofres de vestidos ante el dios de la luz; escena rara, el faraón arrodillado, con la mano diestra en el corazón y el brazo izquierdo levantado en escuadra, celebra el rito de la alegría en compañía de personajes con cabezas de halcón y chacal. En las paredes están inscritas dos divisiones de un libro funerario desconocido hasta entonces: el Libro de las puertas.

El sarcófago de granito es soberbio; no contiene el cuerpo del rey sino dos momias que fueron introducidas después de que la momia real fuera puesta en lugar seguro. ¿Y los objetos? Esta vez, Belzoni está lleno de júbilo. Ciertamente, no es un fabuloso tesoro, pero al menos se apodera de una hermosa estatua del rey, de madera de sicómoro, que se yergue en una esquina de la sepultura; Faraón está representado en su función de guardián del otro mundo, como lo prueban las dos famosas estatuas negras de la tumba de Tutankamón. Otras varias estatuillas de madera habían escapado a la rapacidad de los desvalijadores; se trataba de personajes con cabeza de león, mono, tortuga y «zorro», dice un intrigado Belzoni. Uno de ellos llevaba barba y su rostro parecía una máscara; un dibujo permite identificarlo pues, representado en los techos astrológicos de las tumbas ramésidas. Se trata de la divinidad que mide las horas de la noche y el paso de las constelaciones.

Desde el punto de vista religioso y simbólico, Belzoni tenía ante los ojos piezas de gran valor; fueron vendidas al British Museum y… ¡perdidas! En el actual estado de las investigaciones, sólo subsisten al parecer una diosa hipopótamo, garante de la fecundidad, y una estatuilla con cabeza de tortuga, símbolo de la capacidad de resurrección. Los museos, lamentablemente, no son siempre lugares seguros y uno de los aspectos más tristes de la arqueología es ver cómo se desvanecen, así, objetos que un excavador arrancó del olvido.

La tumba de Ramsés I estuvo, durante mucho tiempo, en peligro, pues una parte del techo se derrumbó sobre el sarcófago y se temió que el conjunto de la sepultura amenazara ruina; apuntalándola, se evitó la catástrofe. La pequeñez de la tumba es poco apta para la invasión de grupos numerosos, y los colores no cesan de degradarse.

La CAPILLA SIXTINA DEL ARTE EGIPCIO: LA TUMBA DE SETI I (NÚM. 17)

Esta tumba puede considerarse la más importante del Valle, en la medida en que su estado de conservación es notable; antes de Seti I, además, sólo algunas partes de la sepultura estaban decoradas. Con él, descubrimos la primera morada de eternidad cubierta por completo de textos y relieves, desde el comienzo del corredor descendente hasta la sala del sarcófago. Y a Belzoni, el buen gigante atormentado, el entusiasta aventurero despreciado por tantos eruditos y espíritus refinados, le debemos tan fabuloso descubrimiento.

La excavación comienza el 16 de octubre. Basándose en sus observaciones sobre el curso del agua de lluvia, Belzoni excava al pie de una pendiente bastante empinada, en una especie de avenida en la que desemboca un torrente durante las precipitaciones. Los fellahs, que a menudo poseen la clave de una exploración y, a veces, están mejor informados que los sabios de despacho, le desaconsejan proseguir; pero el titán de Padua se obstina. A dieciocho pies por debajo del nivel del suelo del Valle, aparece una entrada cerrada por grandes piedras.

El 18 de octubre, a mediodía, Belzoni se abre paso y penetra en una tumba inmensa, de ciento diez metros de largo.

«Esta vez tuve la felicidad que me recompensó ampliamente de todas mis penas —escribe—. Puedo considerar el día de ese descubrimiento como uno de los más afortunados de mi vida. Y quienes saben, por experiencia, tener éxito en una empresa larga y penosa más allá de lo esperado son los únicos que pueden imaginar la alegría que me dominó al penetrar, primero de todos los hombres que actualmente viven en el globo, en uno de los más hermosos y vastos monumentos del antiguo Egipto; en un monumento que se habría perdido para el mundo y que está tan bien conservado que se diría que acababan de terminarlo poco antes de nuestra entrada.»

Belzoni, estupefacto, advierte que toda la tumba está decorada; los colores de los bajorrelieves están intactos; los techos, por los que vuelan buitres de alas desplegadas, símbolos de la madre regeneradora, están intactos. Es una maravilla… ¡y siente el irresistible deseo de llegar al fondo del hipogeo!

Un obstáculo inesperado se lo impide: un pozo de treinta pies de profundidad, catorce de largo y doce pies y tres pulgadas de ancho. A ambos lados, los muros están decorados hasta la bóveda; más allá del borde opuesto, una pequeña abertura permite suponer que la tumba continúa. Una esperanza, una cuerda atada a un pedazo de madera cuelga en el pozo. Cae hecha polvo cuando la tocan. Hay que aguardar al día siguiente, 19 de octubre, para regresar con otra tabla, colocarla sobre el pozo y cruzar el vacío.

Sí, la tumba continúa. La enumeración de las partes de su planta da vértigo: escalera, corredor, escalera, corredor, el pozo, una sala con cuatro pilares, un camino que se detiene en una sala con dos pilares, otro que prosigue por una nueva escalera, un nuevo corredor, una sala pequeña, una sala con seis pilares flanqueada por dos capillas, la cámara funeraria con bóveda de cañón que da, a la izquierda, a una sala con dos pilares y, a la derecha, a una pequeña estancia para el mobiliario funerario y, finalmente, una sala oblonga con cuatro pilares.

El buscador de tesoros se siente decepcionado: un cuerpo de toro, fragmentos de estatuillas momiformes y de distintas estatuas, restos de jarras, pero el Belzoni enamorado de la grandeza de Egipto queda fascinado por la inmensa cámara funeraria, la morada del oro, cuyo techo está cubierto de signos astrológicos y astronómicos. Aquí, el faraón descansa en el cuerpo perpetuamente regenerado de su madre, el cielo. El alma del rey vive en compañía de las estrellas imperecederas, las circumpolares, y de las estrellas infatigables, los planetas. Faraón se convierte en la gran estrella al oriente del cielo que crea las horas del día y las horas de la noche, y atraviesa para siempre tiempos y espacios.

La tumba de Seti I es, también, el conservatorio de los grandes textos simbólicos e iniciáticos que Faraón debe conocer para cruzar las puertas del más allá y vivir en eternidad: Libro de la cámara oculta (Amduat), Ritual de la apertura de la boca, Libro de las puertas, Letanías de Ra, Libro de la vaca celestial. Son las seguras guías que contienen las fórmulas indispensables de conocimiento.

Aquí, Faraón es «el gran dios, dotado de vida»; guiado por la Regla, sigue el camino de Occidente, unido a la luz creadora. Hace ofrendas a todas las divinidades encontradas y su ser regenerado se convierte en el conjunto de las fuerzas divinas. Por sí sola, la tumba de Seti I merecería una larga obra de descripción, traducción y comentarios; ciento setenta y cinco años después de su descubrimiento, no ha sido todavía objeto de una publicación científica y ha sido necesario aguardar hasta 1991 para que se publicaran las fotografías en blanco y negro de Harry Burton, tomadas en 1921.[7]

En 1988, cayeron algunos fragmentos del techo astronómico y la tumba fue cerrada al público. Actualmente se están llevando a cabo trabajos de restauración.

Belzoni advierte distintas etapas en el acabado del dibujo: algunas escenas están más o menos esbozadas, aunque la gran mayoría alcanza la perfección. Es imposible, evidentemente, hablar de que están inconclusas. El italiano, intuitivo, es el primero en comprender —y demasiados egiptólogos olvidan su opinión— que los egipcios quisieron, de este modo, hacernos ver «todo el procedimiento de los artistas encargados del embellecimiento de los sepulcros y los templos». Quien quiera comprender la naturaleza y la técnica del dibujo egipcio, debe, en efecto, estudiar las plantillas de proporciones que esta tumba revela.

Durante su último viaje al Alto Egipto, Belzoni tomará moldes de los bajorrelieves utilizando una mezcla de cera, resina y fino polvo que le permite obtener una pasta fácil de modelar. Él, el manazas, se vuelve entonces delicado y procura no dañar los colores. Atónito, cuenta más de dos mil «figuras jeroglíficas» cuyo tamaño varía de una a seis pulgadas; y no se ocupa todavía de los propios textos, de aquellos textos que viven y transmiten la vida. Muchas sutilezas se le escapan, y otras muchas se nos escapan aún; por ejemplo, algunas frases están escritas al revés pues el mundo subterráneo, mientras se halla en las tinieblas, está invertido. Cuando pasa el sol, en su viaje hacia la resurrección, todo se endereza.

El sarcófago, «del más hermoso alabastro oriental [la calcita]», deslumbra a Belzoni. No tiene igual en el mundo y «se vuelve transparente cuando se coloca una luz tras una de sus paredes». Decorado con figuras y textos del Libro de las puertas, esta obra maestra, cuya tapa fue arrancada y quebrada, se vio por desgracia transportada a Londres y acabó en un museo privado, el de Sloane, en Lincoln’s Inn Fields. La comunidad científica internacional debiera movilizarse para repatriar ese sarcófago y devolverlo a su lugar de origen. Lo mismo debiera hacerse en lo que se refiere a los dos bajorrelieves cortados por Champollion y Rossellini, y que se hallan en el Louvre y el museo de Florencia. Si la intención era comprensible —mostrar al mundo la excepcional calidad del arte egipcio, este exilio no es hoy aceptable ya. ¿No se podría disponer al menos, y sin dilaciones, de una copia? La tumba de Seti I encierra un enigma ante el que Belzoni no fue insensible; más allá de la sala del sarcófago, un corredor se hunde en la roca como si el monumento renaciera y continuara. El italiano creyó en la existencia de un paso subterráneo que atravesaba la montaña; es imposible apoyarle o contradecirle porque no se ha iniciado excavación alguna.

Tal dispositivo no es único; existe en otras tumbas y significa, a nuestro entender, que la morada de eternidad, como el templo, nunca se termina. Lleva en sí misma su más allá, que escapa a cualquier comprensión humana. ¿Cómo simbolizar esa zambullida en lo invisible sino por medio de un corredor que se dirige al corazón de la piedra?

UN AGÁ DESEOSO DE BOTÍN

El descubrimiento de esta fabulosa tumba causó sensación: muy pronto circularon rumores. ¿No habría el titán de Padua exhumado un tesoro del que no habría hablado a nadie porque quería guardarlo para sí? Un potentado local, el agá de la ciudad de Qena, célebre todavía hoy por sus venganzas, no quiso aceptarlo. Sin perder un solo instante, montó en su caballo y partió a rienda suelta hacia el Valle, en compañía de una pandilla de milicianos armados.

Su llegada no pasó desapercibida; el agá y sus hombres dispararon tiros de pistola al penetrar en la necrópolis real. Belzoni les hizo frente, extrañado ante aquel despliegue de fuerzas. Con relativa amabilidad, el agá exigió visitar el sepulcro donde pudo hacer por fin, al excavador, la pregunta clave: ¿en dónde ocultaba el tesoro? Sus informadores se lo habían descrito: un gallo de oro lleno de diamantes y de perlas. El italiano, no sin trabajo, consiguió convencer a su interlocutor de que no había más riquezas que los prodigiosos bajorrelieves a los que el agá no había prestado atención alguna. Tras aceptar dirigirles una despectiva mirada, concluyó: «sería un buen local para un harén; las mujeres tendrían algo que mirar».

SETI I EL ADMIRABLE

La momia de Seti I no estaba ya en su sarcófago; los sumos sacerdotes Herihor y Smendes I se habían encargado de ella antes de que fuera transferida, en el año 10 de Siamon, al escondrijo de Deir el-Bahari.

La momia del creador de la obra maestra del Valle es la más hermosa de las momias y la mejor conservada; el rostro de Seti I es el de un hombre de raza blanca, grave, austero, de incomparables dignidad y nobleza. Una ligera sonrisa confiere a la expresión la serenidad más completa, que no excluye potencia y autoridad. Contemplar la momia de Seti I no es, ciertamente, enfrentarse a un muerto sino hallarse ante un faraón cuya alma ha vencido el obstáculo del óbito.

Seti I sólo reinó unos quince años (1294-1279) y murió entre los cincuenta y los sesenta años; pero aquel cuarto de siglo vio nacer una tumba sublime, el templo de Abydos, donde fueron revelados los misterios de Osiris y esculpidos los más hermosos bajorrelieves del Imperio Nuevo, la sala hipóstila de Karnak, la más vasta nunca edificada en Egipto, y el templo de los millones de años de Gurna, en la orilla oeste de Tebas. Semejante actividad arquitectónica, el genio de los arquitectos y los escultores que trabajaron en aquel bendito tiempo nos deja atónitos.

Cierto es que el rey se había colocado bajo la protección de Seth, el detentador del poder celestial; reina sobre un Egipto rico y apacible y, adepto de Seth, el asesino de Osiris, hizo edificar el mayor templo jamás construido para el dios muerto y resucitado, en Abydos, con el fin de que la fuerza destructora se vuelva fuente de resurrección.

Seti I, con el fin de garantizar la seguridad de las Dos Tierras, tomó de nuevo con mano firme el control de Siria-Palestina; beduinos y libios fueron controlados por el ejército y la policía del desierto. Ninguna amenaza de invasión perturbó el clima sereno que permitió a Seti el admirable construir las moradas divinas.

GLORIA Y DECADENCIA DE BELZONI

Pese a su formidable descubrimiento y a la primera exploración de la pirámide de Kefrén, Belzoni ve cómo su situación se degrada. No soporta ya ser el criado del cónsul general británico y se pelea con él, pero no se entiende mejor con sus adversarios, los franceses. Ni Salt ni el British Museum le agradecen los servicios prestados; no logra obtener el puesto oficial que pondría fin a su vagabundeo. Convertido en persona non grata, incapaz de financiar personalmente las excavaciones y obtener autorizaciones, sólo puede ya abandonar Egipto en 1819 y poner rumbo a Inglaterra, tras haber pasado por Italia y por su ciudad natal, donde es recibido como un héroe.

A fines de 1819 está en Londres. Gracias a los dibujos en color de Beechey y de Ricci, organiza una exposición de reproducciones de la tumba de Seti I. El éxito es inmenso; es la primera gran revelación del arte egipcio que, tras tantos siglos de olvido, se pone bruscamente de moda. El libro donde Belzoni cuenta sus aventuras obtiene, también, el favor del público. En resumen, el titán de Padua se convierte en una celebridad; con un indudable sentido del espectáculo, desenvuelve una momia ante una concurrencia compuesta por lores y ladies. Por lo tanto, incluso las momias pueden tratarse ya; por lo que a los faraones se refiere, en adelante forman parte de la cultura europea.

En 1822, el año en que Champollion descifra los jeroglíficos, la exposición de Belzoni llega a París. El éxito se confirma. Sin embargo, el descubridor de la tumba de Seti I sigue sin obtener la estabilidad soñada. ¿Qué le queda salvo la aventura? Sale hacia Tombuctú, con la intención de llegar a las fuentes del Níger y obtener así nueva fama. Pero, esta vez, la expedición termina mal; el 3 de diciembre de 1823, con sólo cuarenta y cinco años, el titán de Padua muere de disentería.

Ciertamente, Belzoni se equivocó al afirmar que en el Valle de los Reyes no quedaba ya nada por descubrir; pero marcó indeleblemente su historia al descubrir las tumbas de Ramsés I y de su hijo Seti I. El mejor modo de resumir un personaje simpático y excesivo a la vez es citar uno de sus pensamientos, ingenuo y profundo al mismo tiempo: «Los egipcios eran una nación primitiva: no encontraron modelos que imitar y se vieron obligados a inventar y crear».