9 - LA EXPEDICIÓN DE EGIPTO y AMENHOTEP III

SOLDADOS Y SABIOS

El 1 de julio de 1798, Bonaparte desembarca en Egipto. Es el comienzo de una extraña aventura militar y cultural que habría podido convertir Egipto en un territorio francés; aunque la epopeya fuera grandiosa, errores y precipitación la condenaron, sin embargo, al fracaso.

Ciertamente, es un ejército el que holla la tierra de los faraones y se prepara para enfrentarse, en duros combates, a los mamelucos que oprimen a la población egipcia. Los franceses liberarán parcialmente Egipto de aquel yugo pero no sabrán explotar sus victorias y dejarán a otros el trabajo de llenar el vacío dejado a sus espaldas.

La expedición de Egipto no fue simplemente un raid bélico; el futuro emperador se llevó consigo un centenar de sabios pertenecientes a las más diversas disciplinas para preparar una Description de l’Egypte cuya publicación comenzará en 1809. Es, sin discusión, una de las más sorprendentes aventuras científicas nunca emprendidas y llevadas a buen puerto en condiciones especialmente difíciles. Imaginemos a unos eruditos, hombres de despacho y biblioteca, obligados a observar, anotar, calcular y dibujar mientras las balas silban en sus oídos y la gente se mata a su alrededor; el ejército hace la guerra, ellos logran que progrese el conocimiento de un país, de un pueblo y, más todavía, de una civilización varias veces milenaria y muy distinta de un mundo árabe con el que se enfrentan cotidianamente e intentan, sin embargo, describirlo. Arqueología, etnología, zoología, botánica… La Description de l’Egypte, concebida con el espíritu de los enciclopedistas, intenta no dejar escapar nada y dar una imagen completa del tema tratado.

Vivant Denon, alto funcionario, escritor de ocasión y buen dibujante, es el más célebre de los eruditos que se comprometerán con entusiasmo en la aventura; vagamente libertino, de ingenio vivo, provisto de una notable sangre fría, camina con elegancia en pleno tumulto y planta su caballete donde lo desea, sin temer al adversario del que, a veces, es necesario defenderse.

La orilla occidental de Tebas no es, ni mucho menos, el lugar más apacible de la región; pero el ejército francés, al precio de escaramuzas con frecuencia mortíferas, llega al sur. Con él, el intrépido Vivant Denon que, naturalmente, no quiere perderse el Valle de los Reyes. No sin curiosidad, franquea el estrecho paso que antaño vigilaban los guardias de Faraón y comprueba que es preciso trepar unos quince pies por encima del nivel del suelo del Valle. La entrada monumental de las tumbas abiertas le intriga; anota la permanencia de ciertos símbolos, como el escarabeo en un círculo o el hombre con cabeza de carnero (el sol resucitado) en un círculo también, o las dos mujeres arrodilladas a uno y otro lado del disco del día, que no puede identificar como Isis y Neftis, encargadas de preparar el renacimiento de la luz.

Iluminándose con antorchas, Denon y algunos oficiales penetran en los largos corredores, contemplan magníficas pinturas y columnas de coloreados jeroglíficos. Si el erudito se siente intrigado y conquistado, los soldados bostezan y se aburren; recorren las tumbas a paso de carga. ¡Unos pocos minutos bastan para visitar seis! Vivant Denon protesta; desearía estudiar a su guisa aquellas obras maestras, permanecer varios días en el lugar. Pero la guerra tiene sus exigencias; es imposible conceder al pintor lo que pide. Tras una áspera negociación con los militares, Denon tiene por fin derecho a… ¡tres horas! Elige la tumba de Ramsés III, de soberbios colores, y dibuja las armas pintadas en una de las pequeñas capillas laterales. Modestísima expedición que concluye con el descubrimiento de una mínima reliquia, un pequeño pie de momia; «sin duda el pie de una muchacha —escribe Denon—, de una princesa, un ser encantador cuyo calzado nunca alteró sus formas y cuyas formas eran perfectas». Théophile Gautier lo recordará en La novela de la momia.

DOS INGENIEROS EN EL VALLE Y LA TUMBA DE AMENHOTEP III (NÚM. 22)

Mientras Vivant Denon abandona Egipto en compañía de Bonaparte, algunos miembros de la expedición prosiguen sus investigaciones; éste es el caso de dos jóvenes ingenieros, Prosper Jollois, de veintitrés años de edad, y el barón Edouard de Villiers du Terrage, de veintinueve años. Ambos nos son especialmente simpáticos en la medida en que se apasionan por los monumentos egipcios cuyo poderío y carácter sagrado advierten. Por desgracia, están a las órdenes de un tal Girard, ingeniero especializado en puentes y carreteras, y absolutamente insensible al arte faraónico. Pese a las dificultades de todo orden, Jollois y Villiers establecen un gran mapa del Valle de los Reyes donde inventarían dieciséis tumbas, once de ellas abiertas; trazan igualmente planos de espectacular estética aunque llenos de inexactitudes, consecuencias de una campaña arqueológica hecha con mucha rapidez y sin grandes medios técnicos.

Curiosamente, ambos amigos no se limitan al paraje principal; se aventuran por la rama occidental del Valle, salvaje y aislada, y descubren la entrada de una tumba que nadie había señalado todavía. Examinan el terreno, se preguntan si alguien les habrá precedido; el discreto Browne, por ejemplo, ¿no se habría deslizado en el interior del hipogeo cuyo acceso estaba cerrado por pedazos de roca? A finales del mes de agosto de 1799, Jollois y De Villiers penetran, sin saberlo, en la última morada de uno de los más notables faraones de la historia egipcia, Amenhotep III.[5] Incapaces de leer los textos y de descifrar su nombre, pero convencidos con razón de que los jeroglíficos ocultan una excepcional sabiduría, ambos hombres no tienen la posibilidad de vaciar la tumba para estudiarla. La sepultura, que data del período en el que el arte tebano conoció su apogeo, está por desgracia muy arruinada; los vándalos la han saqueado, privándonos de una inmensa obra maestra cuya decoración era digna del templo de Luxor o de las grandes tumbas de nobles, como la de Rekhmire. En la Época Baja, algunas momias fueron depositadas en esa gran tumba, mal conocida todavía e, incluso, difícil de encontrar; según los dos ingenieros, el agua había dañado de modo irremediable los bajorrelieves. El monumento era digno del esplendor del reinado: varias salas con pilares, numerosas cámaras, una sala del sarcófago dividida en dos partes, la primera con seis pilares y techo cubierto de representaciones astrológicas, y la segunda, más baja, conteniendo el sarcófago.

Los hallazgos fueron muy escasos: una cabeza de rey de esquisto verde (museo del Louvre), otra de alabastro (conservada en Nueva York), un torso de madera de la reina Teje, gran esposa real, un collar de resurrección de bronce con el nombre del monarca, una placa de bronce donde las divinidades que forman la dualidad primordial, Chu y Tefnut, se encarnan en la pareja real, y cuatro estatuillas funerarias (colección De Villiers). Éstos son los magros restos de uno de los más fabulosos tesoros del Imperio Nuevo.

EL REINADO DE AMENHOTEP III

Amenhotep III gobernó Egipto durante treinta y ocho años y siete meses, de 1390 a 1352; aquellos cuatro decenios fueron una edad de oro durante la que la civilización faraónica rica, apacible y feliz alcanzó cimas artísticas: templo de Luxor, templo de Soleb en el Sudán, «templo de los millones de años» en la orilla oeste del que sólo subsisten los colosos de Memnon,[6] tumbas de los nobles, estatuaria de una calidad extraordinaria como las efigies de Sekhmet, la diosa leona, dispersas por numerosos museos, o también las estatuas recientemente descubiertas en el subsuelo del gran patio de Luxor. Junto a Amenhotep III, una reina de excepción, Teje, que desempeño un papel decisivo en el gobierno del país, y un gran sabio, Amen-hotep hijo de Hapu, cuya memoria será venerada al igual que la de Imhotep, el creador de la primera pirámide. Los maestros de obras del rey erigieron también monumentos en Heliópolis, Menfis, Hermópolis, Abydos y El-Kab.

Tiempos de paz, decíamos, porque la pareja real da primacía a la diplomacia y establece una alianza con un país temible, Mitanni, en forma de matrimonios; el soberano asiático envía sus hijas a la corte de Egipto donde cambian de nombre casándose de un modo simbólico con el rey.

La tierra amada por los dioses es el centro del mundo civilizado hacia el que afluyen riquezas y tributos: países de Asia y de Nubia envían oro, materias primas, regalos. En la capital, Tebas, la vida es animada; una sociedad cosmopolita celebra fiestas y banquetes donde las bellezas rivalizan en elegancia. Siguen viviendo en los muros de las tumbas tebanas donde la muerte no tiene cabida.

Por lo que se refiere al inmenso templo de Karnak, se embellece de un modo notable y gestiona dominios cada vez más extensos; esa prosperidad impulsó sin duda a ciertos sacerdotes a confundir lo espiritual y lo temporal, lo que producirá una toma de posición de Akenatón, hijo de Amenhotep III. En el reinado de este último, Atón era ya venerado como forma del sol. Heliópolis y Tebas no entraban en competencia sino que formaban los dos polos de una tríada cuyo tercer polo era Menfis.

Desolador borrón, el lamentable estado de la tumba de Amenhotep III, una joya de la que nos ha privado la locura destructora de unos vándalos. La expedición de Egipto sólo había rozado el Valle de los Reyes; menos de veinte años más tarde, un musculoso excavador lo afrontará con muy distinta energía.