A mediados del siglo XVIII, el sur de Egipto sigue siendo una tierra de aventuras en la que el viajero, lo bastante intrépido como para recorrer el lugar, corre reales peligros. Los relatos de viaje de los religiosos hacen soñar a los aficionados a los misterios de Oriente; algunos, tras haber evaluado la situación en términos de riesgo, renuncian. No es el caso del escocés James Bruce, que, en 1768-1769, hace una estancia en Egipto.
En Tebas, solicita ver el Valle de los Reyes; sus guías intentan disuadirle; ¿no es, acaso, un lugar de difícil acceso? Además, no hay allí nada interesante. El escocés, tozudo, insiste; le explican que algunos bandidos viven en aquellos parajes, que tal vez se hayan instalado en el Valle y que un guía honesto no tiene deseo alguno de enfrentarse con ellos. Gracias a las mágicas virtudes del bakshish, James Bruce consigue convencer a sus interlocutores para que le lleven hasta el lugar; ¿acaso, recorriendo los Highlands, no había superado ya peligros semejantes?
La travesía del Nilo se efectúa sin incidentes, al igual que el recorrido entre la ribera y el Valle; Bruce, seducido por el paisaje, se felicita por haber perseverado. Pero sus guías se muestran hoscos y desagradables; quisieran huir del Valle antes incluso de haber entrado. Sería conocer mal a un escocés creerle influenciable tras tan largo viaje. Por lo tanto, franquea el estrecho paso y penetra en una tumba señalada por un majestuoso portal.
«Por fin tranquilo», estima al descubrir admirables relieves a la luz de las antorchas. Error: en cuanto da los primeros pasos por el interior de la tumba, sus guías exigen salir. Le predicen las peores desgracias si se obstina en permanecer más tiempo en aquel antro demoníaco; y como el escocés se empeña en proseguir su visita, le abandonan en la oscuridad.
Muy descontento, Bruce se ve obligado a seguirles; a regañadientes, monta a caballo y regresa a la embarcación. La vuelta no es tan apacible como la ida; desde lo alto de los montículos que bordean el camino, les lanzan piedras. El escocés no es un hombre al que se le pueda tomar como blanco; se echa a la cara el fusil y responde disparando contra sus agresores. En adelante, el indomable escocés será respetado y podrá trabajar algo más en la tumba que había entrevisto.
Tras el primer plano, el de Pococke, llega ahora pues el primer dibujo de un bajorrelieve, el de James Bruce. Como los jeroglíficos siguen siendo indescifrables, el escocés no puede leer el nombre de Ramsés III ni identificar al propietario de la tumba. Queda fascinado por una pintura que representa a dos personajes que tocan el arpa, bautiza el monumento como «tumba de los arpistas» y los dibuja.
Confesémoslo, el resultado es catastrófico. El arte de Bruce no tiene relación alguna con el de los antiguos egipcios y habría sido radicalmente suspendido en una escuela de escribas dibujantes; da la impresión de que su mano no puede reproducir fielmente lo que sus ojos han visto.
La publicación del mal dibujo de Bruce, en 1790, despertó sensación. El público que lo contempló nunca había imaginado que el arte egipcio hubiera creado semejantes obras maestras. Tras tantos siglos de olvido, volvía a la superficie y despertaba la curiosidad.
En muchas obras se lee, todavía, que los arpistas celebran la lujuria, la vida fácil y los placeres. Eso es olvidar los textos; los dos arpistas de la tumba de Ramsés III cumplen una función precisa, cantan el nombre de dios ante Chu, el dios de la luz, Onuris, el encargado de devolver el ojo del sol que se ha marchado lejos, y Atum, el principio creador. Cuando nos conviene «hacer un día feliz», es decir completo, disfrutando los goces cotidianos, ellos insisten en un punto capital: la felicidad sólo puede alcanzarse si «seguimos el corazón», es decir, nuestro deseo espiritual y nuestra inteligencia sensible.
La tumba de Ramsés III es una pura maravilla; la gama de colores es brillante y alegre, y numerosos rasgos originales la hacen enigmática. Ramsés III había elegido un emplazamiento inventariado hoy como tumba núm. 3; fue abandonado, pero la excavación de la nueva sepultura se vio interrumpida por un incidente rarísimo. Tras la apertura del tercer corredor, los talladores de piedra desembocaron en la tumba de Amenmosis (núm. 10), faraón de la XIX dinastía que había tenido un reinado muy breve, unos veinte años antes. ¿Error de arquitecto o deseo de englobar esta sepultura en la de Ramsés III? Los constructores cambiaron de eje y siguieron excavando en paralelo.
Lo que caracteriza esta tumba son unas escenas únicas pintadas en pequeñas capillas, a uno y otro lado del corredor principal. Asistimos en ellas a la preparación de los alimentos eternamente servidos en el más allá, a la presentación de las ofrendas por los dioses Nilo, personajes de pechos colgantes y vientres hinchados, a la procesión de las divinidades protectoras de las provincias de Egipto; en resumen, toda la naturaleza colabora en la resurrección de Faraón y se ve así transportada al otro mundo. En los muros de esas estancias de modestas dimensiones se representan muebles, vasos, espadas, lanzas, arcos, carros, que son otros tantos elementos del mobiliario fúnebre. Estos objetos eran ritualmente depositados en la tumba y acompañaban al monarca en la eternidad; en la medida en que están pintados, siguen presentes y son eficaces. Otras escenas raras: el rey en persona corta espigas de trigo en los campos paradisíacos y navega en barca por los canales azules de las inmensidades celestiales. Los blancos y los dorados son especialmente luminosos.
Con ciento veinticinco metros de longitud, pero descendiendo sólo unos diez metros bajo el nivel del Valle, la tumba del rey presenta los textos capitales y las escenas esenciales del encuentro con las divinidades; las etapas de la resurrección están trazadas en un grandioso estilo. Recientemente se ha instalado un suelo de madera para que el polvo desplazado por los turistas no se pegue a las paredes y oculte más aún los colores. Esta vasta sepultura merece una larga visita.
Debido a una infeliz dispersión, frecuente en la arqueología egipcia, el sarcófago de Ramsés III se halla en el Louvre y la tapa en el museo Fitzwilliam de Cambridge. Y es dable soñar en un milagro que permitiera reunir, en la misma tumba, esos elementos dispersos. La momia del rey había sido puesta a cubierto en el escondrijo de Deir el-Bahari; era la de un hombre relativamente anciano que había reinado durante treinta y dos años (1186-1154) y había marcado la Historia con su huella.
Ramsés III tenía un modelo, Ramsés II, muerto ciento veinticinco años antes de que él subiera al trono; pese a esa separación, no había olvidado a su glorioso antepasado del que deseaba ser un fiel continuador. Pero la situación internacional había cambiado mucho, en un sentido muy desfavorable para Egipto, y Ramsés III, en vez de conocer los largos años de paz de los que se había beneficiado Ramsés II, tuvo que contener a temibles invasores. Por dos veces, pandillas de libios se infiltraron en el delta occidental con la intención de apoderarse de tierras y pueblos; por dos veces, el ejército egipcio tuvo que restablecer el orden. En el año 11 de su reinado, los libios comprendieron que no daban la talla y abandonaron la lucha armada; comenzó una política de integración tan lograda que algunos libios llegaron a subir al trono.
La agresión de «los pueblos del mar», en el año 8 del reinado, fue mucho más seria. Esta coalición de pueblos indoeuropeos cayó sobre Egipto para apoderarse de sus riquezas; el ejército de Ramsés III tuvo que hacer frente a un adversario superior en número y librar batalla tanto por tierra como en el Nilo. Se considera que, en esta ocasión, tuvo lugar el primer gran combate naval de la Historia. La estrategia egipcia salió victoriosa; inspirándose en las escenas que relatan la famosa batalla de Kadech, Ramsés III hizo inscribir en los muros de Medinet Habu, su «templo de los millones de años» de la orilla oeste, el relato de sus hazañas militares que salvaron Egipto de la invasión.
Medinet Habu. El nombre de este vasto santuario evoca, primero, una puerta fortificada y un recinto, luego un templo gigantesco por el que es posible pasearse durante horas. Cuando cae la tarde, los colores del ocaso devuelven a esta arquitectura su pasado esplendor; los grandes patios, las poderosas columnas, los jeroglíficos profundamente grabados en la tierra, cantan los esplendores de un reinado a cuyo término se inició el inexorable declive de Egipto. Menos célebre que Ramsés II, Ramsés III consiguió sin embargo mantener la integridad del país y evitar la desgracia. Hasta los últimos tiempos, Medinet Habu siguió siendo un lugar de asilo y un puerto de paz. Allí se hallaba la colina primordial donde, tras haber llevado a cabo su obra de creación, habían sido enterrados los ancestros. No es posible recorrer sin profunda nostalgia ese paraje en el que se siente la presencia de Sokaris, el dueño del mundo subterráneo, y la de las ligeras sombras de las Divinas Adoradoras, dinastía femenina que reinó en Tebas.
El fin del reinado de Ramsés III fue trágico. El rey chocó con algunos clanes religiosos, imbuidos de sus privilegios, y tuvo que luchar contra un solapado adversario, una crisis económica, que provocó incluso una huelga en Deir el-Medineh. Los artesanos protestaron vehementemente pues ya no recibían las raciones alimenticias que se les debían; el Estado se ocupó inmediatamente de ellos, se entregó el alimento y el trabajo prosiguió.
En palacio, se conspiraba contra el rey; mujeres, cortesanos y altos funcionarios intentaron asesinar a Ramsés III utilizando la magia negra. Fracasaron; los cabecillas fueron condenados a muerte. El rey sufrió por la ingratitud de sus íntimos y por la traición en quienes había depositado su confianza.
No es fácil hacer que hable el Valle, paraje misterioso por naturaleza, y saber siempre quién ha descubierto qué y en qué momento preciso; ¿cómo estar seguro de que, durante un milenio de silencio arqueológico, ningún curioso penetró en el interior de una tumba cerrada desde mucho tiempo atrás? En 1792, un tal Browne discute con algunos habitantes de Assiut, en el Medio Egipto, y con los aldeanos de Gurna, en Tebas-Oeste, donde la mayoría de las casas fueron construidas sobre tumbas de nobles que sirven de sótanos o de despensas; esas entrevistas le revelan que varias tumbas del Valle sólo han sido abiertas durante los treinta últimos años, por incitación de un buscador de tesoros, el hijo de un jeque. Tras la visita de Pococke, algunos sepulcros habían sido cubiertos de arena y, luego, desenterrados de nuevo; pero Browne, cuyo testimonio es discutido, se convence de que han sido descubiertas nuevas tumbas; él mismo ha visto sus pinturas y considera «que representan los misterios».
¿Fue engañado Browne por algún charlatán? El enigma perdura. Y se perfila ya una expedición de un nuevo tipo.