El Egipto faraónico era duro de pelar. Filae sólo había cerrado sus puertas en el siglo VI d. de C. y, en el cristianismo triunfante, perduraban muchos elementos de la antigua religión, más o menos disimulados. El mito de la venida de Cristo-Rey era sólo una adaptación del mito de creación de la civilización egipcia, el del rey-dios; la Virgen reinterpretaba la inmensa figura de Isis dando a luz un hijo salvador y redentor; las primeras comunidades monacales se inspiraron en la regla de los templos y conservaron el vínculo que Egipto consideraba más fundamental: el de la mano con el espíritu.
Egipto se orientaba pues hacia un cristianismo a la oriental y una cultura copta donde se mezclaban aportaciones faraónicas, griegas, romanas y bizantinas; rehacer la Historia sería imaginar, sin gran esfuerzo, un país cristiano, muy abierto a las influencias mediterráneas y polo de equilibrio entre Occidente y el mundo árabe. Pero se trata sólo de una utopía, y es preciso llegar al año 639 (o 642) que modificó radicalmente el destino de Egipto.
El país no resistió mucho a los conquistadores, deseosos de apoderarse de una tierra rica y mal defendida; Bizancio, en plena descomposición, fue incapaz de percibir la importancia cultural y estratégica del antiguo país de los faraones. Los cristianos, cierto número de los cuales había deseado la desaparición de una administración bizantina opresiva e injusta, se desilusionaron muy pronto; en nombre del Corán, fueron combatidos y despojados de sus bienes. El ejército invasor llevó a cabo algunas matanzas y la mayoría de los monasterios desaparecieron. El pequeño grupo de eremitas del Valle de los Reyes fue exterminado o dispersado.
Espesas tinieblas cayeron sobre el Egipto de los faraones. Al revés que los precedentes invasores —persas, griegos, romanos, bizantinos—, los árabes no sentían interés ni respeto por los fabulosos monumentos que descubrían. Los valores musulmanes, es cierto, eran radicalmente distintos a los valores del antiguo Egipto. Así, para los sabios que vivían en los templos, era necesario formular lo divino en una obra; Amón, el dios oculto, debe incorporarse a una estatua que no es él, aunque revela su misterio sin desnaturalizarlo. La religión musulmana, en cambio, prohíbe cualquier representación de lo divino. La civilización egipcia, que osaba mirar cara a cara a la muerte, fue una sociedad feliz que no despreciaba el goce de vivir y los placeres sencillos; se bebía, de buena gana, cerveza y vino. Los conquistadores árabes arrancaron casi todas las viñas. Egipto no conoció ningún dogma, ningún libro santo que afirmara una verdad revelada y definitiva; el Islam impuso el Corán. Podríamos establecer un largo catálogo; lo esencial es comprender que la cultura islámica no se halla en la prolongación ni en la continuidad de la cultura faraónica; el lugar de espiritualidad no es ya el templo sino la mezquita. Cementerios de un nuevo tipo reciben a los muertos, se celebra otro culto, se instauran nuevas costumbres.
Los valores espirituales fueron modificados, los hábitos corporales también; el antiguo Egipto, tan justamente celebrado por el esplendor de sus vestiduras y atavíos, no veía en la desnudez ultraje alguno a las buenas costumbres. Campesinos y pescadores trabajaban desnudos durante los períodos cálidos, hombres y mujeres se bañaban desnudos, Faraón y su esposa no se vestían para comer con sus hijos, como muestran escenas de la época de Akenatón. El Islam cubrió los cuerpos y los ocultó, sobre todo los de las mujeres; largos vestidos negros, muy poco aconsejables, sin embargo, en un país cálido, se heredan, curiosamente, de una moda cristiana que había consistido en vestirse así para llevar luto por Cristo.
Cien años después de la invasión árabe, la noche del olvido ha cubierto ya el Egipto de los faraones. Tebas y el Valle de los Reyes desaparecen de los mapas y de la memoria de los hombres, como si nunca hubieran existido. Los eruditos árabes, tras haber preguntado si pirámides, templos y tumbas ocultaban fabulosos tesoros se desinteresaron de ellos por completo y ni siquiera los evocaron en sus escritos, como si el pasado faraónico no estuviera ante sus ojos. Cuando Champollion llegue a Luxor, no verá gran cosa del admirable edificio, ocupado por familias que, desde hacía siglos, habían acumulado gran cantidad de desechos. Cierto número de monumentos fueron salvados por la arena; total o parcialmente invadidos, escaparon así de la destrucción. La mayoría de los templos, que no tenían ningún valor sagrado para los nuevos ocupantes, sirvieron así de canteras.
Desde la conquista árabe hasta el siglo XVI, ningún viajero occidental, que sepamos, se aventura más allá de El Cairo; Egipto se ha convertido en un país hostil, cerrado y peligroso. Nadie sabe lo que ocurre en el sur; sólo la capital atrae a unos pocos aventureros.
El Valle de los Reyes yace en el abandono y el silencio; sin duda fue considerado un lugar inquietante, poseído por genios maléficos y temibles. Ningún texto árabe lo menciona.
En 1589, primer rayo de luz: un veneciano, cuyo nombre no se ha conservado, camina hasta Nubia. Pasa por la antigua Tebas aunque no la identifica y no permanece en la orilla oeste. El viajero no carece de audacia y consigue sobrevivir en un entorno tan insólito como inquietante, dejando aparecer ciertos sentimientos admirativos ante los antiguos monumentos.
1668 señala el renacimiento, timidísimo, del Valle. Por primera vez desde hace unos diez siglos, dos exploradores, los padres capuchinos Protais y François, evocan la existencia de Biban el-Muluk, «Las puertas de los reyes»; pero corresponde al jesuita Claude Sicard el mérito de haber identificado formalmente las ruinas de Tebas y las del Valle de los Reyes, durante su viaje al Alto Egipto, entre 1707 y 1712. Tras un milenio de total oscuridad, el paraje recupera una identidad.
Claude Sicard, y que nos perdone, era un rudo mocetón que, convencido de su fe y de su valor, no temía nada. Su erudición y un agudo sentido de la observación le permitieron descubrir con exactitud los vestigios de la gran capital del Imperio Nuevo y la prestigiosa necrópolis real; esta pequeña hazaña exigía mucha perspicacia.
«Los sepulcros de Tebas —escribe refiriéndose al Valle— están excavados en la roca y son de sorprendente profundidad. Se entra en ellos por una abertura más alta y ancha que las más grandes puertas cocheras. Un largo subterráneo de diez o doce pies de ancho lleva a unas cámaras, en una de las cuales hay una tumba de granito elevada cuatro pies; por encima hay una especie de imperial que la cubre y da un verdadero aire de grandeza a todos los demás ornamentos que la acompañan. Salas, cámaras, todo está pintado de arriba abajo. La variedad de colores, que son casi tan vivos como el primer día, hace un efecto admirable.» El padre Sicard visitó diez tumbas, cinco correctamente conservadas y cinco medio derruidas; al no poder descifrar los jeroglíficos, no pudo indicar los nombres de sus ocupantes. Leyendo con atención su relato, se adivina que se sintió particularmente impresionado por el colosal sarcófago de Ramsés IV; admiró también la extraordinaria frescura de los colores que le produjo la sensación de que el pintor acababa de concluir su obra. ¡Feliz jesuita que contempló lo que nuestros ojos ya nunca verán!
No sin ansiedad, Claude Sicard se hundió en las profundidades de la tierra, iluminándose con una antorcha; la magnitud de las tumbas ramésidas le sorprendió y manifestó un real respeto ante el genio de los constructores. Pero el jesuita no comprendió el objetivo y el significado de las moradas de eternidad; creyó que los bajorrelieves eran anecdóticos y narraban la vida, las victorias y los triunfos temporales de los reyes de Egipto.
El Valle de los Reyes, lugar fundamental de la espiritualidad faraónica, les debe mucho pues a los religiosos de los siglos XVII y XVIII; tras los dos capuchinos y el jesuita, le toca a un clérigo británico, Richard Pococke, entrar en escena. En 1739, ese futuro obispo visita el Valle; aunque Tebas, y especialmente la orilla oeste, siguen siendo lugares peligrosos donde actúan pandillas de bandoleros, Pococke no se preocupa de ello y emprende un primer trabajo de arqueólogo. Ciertamente, como sus predecesores, rinde culto al género literario del relato de viaje, que publicará en 1743 con el título de Description of the East; pero intrigado por el Valle, establece el primer plano conocido e indica el emplazamiento de las tumbas que ha explorado, nueve accesibles de un total de dieciocho descubiertas. El estilo del dibujo es muy poco científico y parece más un cuadro fantástico que la realidad; el documento plantea además delicados problemas. La entrada de las tumbas está situada de un modo extraño y el número indicado parece alto; Pococke advierte la presencia de guardas armados con bastones, cuyo papel consistía ciertamente en obtener el famoso bakshish y no en proteger los monumentos. Nacía la explotación del turista; si viajeros procedentes de tan lejos se interesaban por aquellos viejos sepulcros, ¿no podían convertirse en proveedores de fondos?
Pococke, como Sicard, se extasía ante la frescura de los colores cuyo estado de conservación le deja pasmado; pero nuestro futuro obispo no supera el estadio de la emoción estética y no se pregunta el significado de lo que está viendo; haber sido el primer cartógrafo moderno del Valle basta para su fama. Advirtamos que dibujó bien la entrada del paraje, lamentablemente ampliada más tarde por razones turísticas; se limitaba todavía a un estrecho paso excavado en la roca.
El tiempo de los religiosos concluye; comienza el de los laicos.