La XXI dinastía vive el abandono del Valle como necrópolis real. En ese siglo XI a. de C., el destino de Egipto depende más del norte que del sur; mientras las civilizaciones mediterráneas sufren serios trastornos, la parte meridional de las Dos Tierras se empeña, cada vez más, en preservar las antiguas tradiciones. ¿Cuál fue el destino reservado al Valle de los Reyes entre la XXI dinastía y la conquista de Alejandro Magno? A decir verdad, la documentación se muestra muy silenciosa. Es probable que la célebre necrópolis ya no estuviera custodiada como en tiempos de su esplendor; pero es imposible precisar la fecha exacta en la que las autoridades decidieron dejar abiertas las grandes tumbas ramésidas, vaciadas ya de su contenido por los desvalijadores o por el propio Estado, para poner a buen recaudo el mobiliario fúnebre en escondrijos, algunos de los cuales no han sido todavía encontrados.
En una época difícil de determinar, el Valle se convirtió en un lugar turístico; los griegos dieron a las tumbas el nombre de «siringas» porque, a su entender, se parecían a las largas flautas de los pastores. De fácil acceso, anchas y altas de techo, las hermosas sepulturas de finales de la XIX dinastía y de la XX dinastía, fueron, probablemente, accesibles ya en la Antigüedad. Se las recorría fácilmente y se las descubría gracias a sus grandes portales decorados; en la Época Baja, habían servido además como sepultura para momias de particulares.
Hacia 60 a. de C, el viajero griego Diodoro de Sicilia visita el Valle. «Son admirables —escribe hablando de las tumbas—, y no dejan a la posteridad posibilidad alguna de crear nada más hermoso.» En conversaciones con los sacerdotes conocedores de la historia del Valle, Diodoro supo que más de cuarenta sepulturas reales habían sido excavadas en aquel extraordinario lugar; la mayoría parecían haber sido destruidas y sólo quedaban once.
Setenta años más tarde, un viajero romano apasionado por la geografía, Estrabón, quedó igualmente maravillado por los esplendores del Valle; también él recogió la tradición oral según la cual habían existido unas cuarenta tumbas.
Griegos y romanos apreciaron mucho la excursión al Valle; al igual que algunos vándalos modernos, dejaron huellas de su paso en forma de inscripciones; se inventariaron más de dos mil. La más antigua, descubierta en la tumba de Ramsés VII, data de 278 a. de C. Fenicios, chipriotas y arameos no se quedaron atrás. Las primeras inscripciones son respetuosas y alaban la belleza del paraje; luego se hacen narcisistas y deplorables, como la inscripción de un romano que se burla de las tumbas y utiliza una venerable pared para informarnos de su nombramiento como gobernador.
En el siglo I a. de C. el Valle de los Reyes es, por primera vez, víctima de un turismo de masas.
El cristianismo se implantó progresivamente en Egipto adoptando dos formas: una comunitaria con monasterios que mezclaban trabajo y meditación y la otra individual con gran cantidad de eremitas y anacoretas, algunos de los cuales fueron temibles fanáticos, empeñados en destruir los templos, incendiar las capillas y hacer desaparecer las imágenes de las diosas porque el diablo se encarnaba en un cuerpo de mujer.
El Valle fue colonizado; las tumbas se convirtieron en celdas, y la de Ramsés VI fue utilizada incluso como iglesia. Los nuevos ocupantes apreciaron la grandeza del paraje y el silencio que allí reinaba; sin estar lejos del Nilo y de los cultivos se hallaban, efectivamente, en otro mundo, transido de más allá. Escribieron su nombre en las paredes, transformaron las moradas de los faraones en cocinas, establos y dormitorios donde se encontraron utensilios domésticos, restos de alimento y de plantas alucinógenas que, sin duda, favorecían el éxtasis místico. Se produjo un milagro: no destrozaron de arriba abajo aquellas sepulturas paganas, llenas sin embargo de divinidades y figuras extrañas. La magia del Valle lo preservaba del desastre.
El cristianismo sólo triunfó definitivamente en Egipto en el siglo VI d. de C.; Filae, el último templo «pagano» todavía en actividad, había sido cerrado de un modo brutal y sangriento[3] y ya nada se oponía a la supremacía de la nueva religión. Provincia del Imperio bizantino, Egipto practicaba un cristianismo teñido de herejía que se apartaba a menudo del dogma; se anunciaban serios conflictos, habría podido desarrollarse una cultura original, vinculada con las civilizaciones mediterráneas.
Pero Egipto fue gobernado de un modo deplorable por un decadente Bizancio que se entregó a los árabes sin ni siquiera pensar en defenderse. En 537, el conde Orión visita el Valle de los Reyes; es el último viaje de un notable bizantino antes de la conquista árabe.
Aunque el reinado de Ramsés VII no sea especialmente desconocido, su tumba tiene el honor de llevar el número 1, según el inventario establecido en el siglo XIX. Vaciada de su contenido, fue ya visitada en la antigüedad.
Ramsés VII, hijo de Ramsés VI, gobernó tal vez ocho años (1136-1128); sin embargo, existen muy pocos lugares donde figure el nombre de este soberano. ¿Su reinado fue mucho más corto o no ejerció ya un real dominio sobre el país? Por lo común, la época se describe en términos siniestros: inflación galopante, negra miseria, país empobrecido, hambruna, poder central inexistente, robos, acaparamiento de productos alimenticios, etc. Este cuadro apocalíptico debe matizarse mucho pues no disponemos de testimonios tan precisos y hay que estudiar mucho los documentos para describir la situación de un modo tan sombrío. Ciertamente, Egipto no tiene ya el esplendor de los gloriosos días del Imperio Nuevo, pero es seguro que no conoce semejante debacle. Sin duda sufre una crisis económica, cuya magnitud no puede precisarse.
La tumba está bastante degradada y no figura en el circuito de visitas. Su monumental entrada se abre al pie de una especie de colina; en el corredor, el rey hace ofrendas al dios solar, Ra-Horakhty, y la barca del sol, con el que Faraón se identifica, desciende hacia las profundidades. El oro es el color dominante; reina una impresión de claridad y serena alegría en ese mundo donde la regeneración tiene primacía. En la cámara del sarcófago, cuyo techo está decorado con figuras astrológicas y astronómicas, vela una magnífica figura de la diosa de la magia, la terrorífica leona Sekhmet que se convierte en la dulce gata Bastet para quien conoce las fórmulas rituales capaces de apaciguarla.
Sesenta y siete años de reinado del más ilustre de los faraones, Ramsés II (1279-1212), llamado a menudo «el Grande»: de norte a sur, su nombre figura en una increíble cantidad de monumentos, como si hubiera construido todo Egipto. Aunque fue, efectivamente, un excepcional constructor, Ramsés II hizo, sobre todo, restaurar numerosos edificios; sus maestros de obras, en incesante actividad, edificaban, consolidaban, reparaban.
Ramsés II es víctima de una mala reputación: la de un jefe de guerra cuya mayor hazaña fue la victoria sobre los hititas, en Kadech. En realidad, ni siquiera es seguro que aquella batalla se produjera y se ha establecido que ninguna de las dos naciones obtuvo un triunfo militar. Frente a frente, ambos ejércitos tomaron conciencia de que un enfrentamiento no serviría para nada; Ramsés y el soberano hitita prefirieron, pues, concluir un tratado de no beligerancia que aseguró la paz en Oriente Próximo durante varios años. Ramsés II la aprovechó para embellecer su país y celebrar el poder divino; la conclusión de la inmensa sala hipóstila de Karnak basta para demostrar el genio de sus arquitectos.
El rey estableció su capital en Pi-Ramsés, en el delta, en el emplazamiento del actual Tell el-Daba; Tebas no era ya el centro vital del país y el rey residió frecuentemente en el norte para mantenerse informado de las evoluciones políticas y militares en Asia. Abandonada en beneficio de Tanis durante la XXII dinastía, Pi-Ramsés era una ciudad espléndida, surcada por canales y célebre por sus parques y sus floridos jardines.
Uno de los más importantes designios de Ramsés II consistió en preservar el equilibrio del país; al norte, construyó Pi-Ramsés, trabajó en Heliópolis, la ciudad santa en tiempos de las pirámides; en el Medio Egipto, se ocupó de Hermópolis, la ciudad sagrada del dios Thot; en el sur, en Tebas, amplió Luxor y Karnak, hizo construir un inmenso «templo de los millones de años» en la orilla oeste; cubrió Nubia de santuarios, el más célebre de los cuales es Abu-Simbel, que comprende dos templos, uno dedicado al faraón resucitado y el otro a la gran esposa real Nefertari.
Ramsés, «el Hijo de Ra», veló para que se respetara un prudente equilibrio de cultos: Seth en el norte, Ra en Heliópolis, Ptah en Menfis, Amón en Tebas. Quiso evitar que los más vastos dominios de Amón incitaran a los sacerdotes tebanos a confundir poder espiritual y poder temporal hasta el punto de olvidar la autoridad suprema de Faraón, el único sacerdote, mediador entre el cielo y la tierra.
Fue Ramsés II —y no Horemheb— quien arrasó Aketatón, la capital de Akenatón y de Nefertiti, consagrada a uno de los aspectos de la luz divina, Atón; el hijo de Ra, que puso de relieve esa misma luz en su más amplia función, ocultó pues el episodio atoniano, etapa de transición.
El «templo de los millones de años» de Ramsés II, el Ramesseum, donde se veneraba el principio inmortal encarnado en el ser de Faraón, sigue siendo uno de los lugares más conmovedores de Tebas-Oeste. El edificio ha sufrido mucho; sólo se yergue todavía, potente y majestuosa, la sala de columnas que precedía al naos. En el suelo, un gigantesco coloso derribado; entre el pilono y el templo, una acacia a cuya sombra es agradable sentarse durante el fuerte calor.
¿El mayor de los faraones no hizo que le construyeran la más vasta y suntuosa de las tumbas? Inventariada con el número 7 fue por desgracia desvalijada ya en la antigüedad tardía; mobiliario y tesoros fueron robados o transferidos. Sin duda fue también llenada de escombros y su acceso se hizo difícil. Durante una campaña de excavaciones, en 1913-1914, Harry Burton consiguió, al parecer, penetrar en aquella masa pedregosa para introducirse bastante en la sepultura. ¡Es sorprendente que la última morada de Ramsés II no haya sido nunca excavada por completo! Ciertos arqueólogos estiman que vaciarla exigiría un trabajo excesivo. No podemos estar de acuerdo con esta opinión y deseamos, sin excesivas esperanzas, que se haga justicia a la tumba del gran monarca.
Según K. A. Kitchen,[4] se descendía por un corredor correspondiente a los cuatro «pasos del dios»; venía luego una sala donde Faraón se encontraba con las divinidades y donde se celebraban algunos ritos sobre la momia, luego la sala donde estaban depositados los carros reales. El alma de Ramsés los utilizaba para combatir a los enemigos en el más allá. El recorrido proseguía por un nuevo corredor cuyos muros mostraban los ritos de la «apertura de la boca»; concluía en la «sala de la Regla» donde Faraón era reconocido como justo por el tribunal del otro mundo. Esta «sala de la Regla» marcaba un cambio de eje, en ángulo recto; una estrecha puerta daba acceso a la «morada del oro», de ocho columnas, que daba a varias estancias pequeñas, entre ellas un tesoro, un «lugar de plenitud de las divinidades» y la «sala de los que responden», encargados de los trabajos de construcción en la eternidad. En el centro de la «morada del oro» se hallaba el imponente sarcófago del rey, su matriz de resurrección. Ni publicación ni estudio de conjunto alguno permiten describir una decoración esculpida y pintada cuyo esplendor puede imaginarse. Sabemos que Ramsés hizo inscribir en las paredes pasajes de todas las grandes colecciones llamadas «funerarias»; su tumba aparecía como una suma teológica en la que estaba presente el conjunto de las fórmulas de resurrección.
La momia de Ramsés II tuvo un destino más afortunado que su sepultura. En el año 25 de Ramsés XI, el sumo sacerdote Herihor hizo que la sacaran del sarcófago, amenazado por los desvalijadores, y la colocó en la tumba de Seti I. Cuando ésta, a su vez, estuvo amenazada, Ramsés II emprendió un nuevo viaje, bajo la protección del sumo sacerdote Pinedjem. Esta vez, la medida fue eficaz; el escondrijo de Deir el-Bahari, donde el faraón descansó en compañía de otros muchos soberanos, permaneció intacto hasta el siglo XIX.
Ramsés II, sin embargo, no había llegado al término de sus desplazamientos. Del escondrijo de Deir el-Bahari, salió hacia el museo de El Cairo donde el monarca estuvo algún tiempo expuesto a las miradas de los turistas. Tras haberse cerrado al público la sala de las momias reales, se advirtió que ciertas criptógamas amenazaban la integridad del venerable cuerpo. Se tomó la decisión de enviarlo, para tratarle, a París, a donde Ramsés llegó en septiembre de 1976. Tras siete meses de examen y tratamiento, la momia, ya curada, regresó a Egipto. Deseemos, y también aquí sin grandes esperanzas, que las momias reales recuperen algún día su morada de eternidad, pues una sala de museo nunca será sino un mal menor.
Los médicos que cuidaron al ilustre paciente, muerto a edad muy avanzada, advirtieron que sufría espondilartrosis y arteriosclerosis; en el tórax estaba el corazón, la nariz había sido remodelada y se habían introducido granos de pimienta en el abdomen, la garganta y la nariz. Muchos otros detalles, como la coloración rojiza de los cabellos, se deben a un atento estudio; lo cierto es que el rostro de Ramsés II conserva su grandeza y su poder tres milenios después de su muerte. La autoridad natural del soberano sigue inscrita en sus rasgos; estamos efectivamente ante uno de los más notables faraones de la epopeya egipcia, imbuido de su función y consciente de sus inmensos deberes. El siglo de Ramsés II fue, en muchos aspectos, un tiempo feliz; su momia es serena y grandiosa.