En Egipto, nada muere por completo; la Tierra está tan transida de eternidad que no permite que el olvido o la destrucción triunfen de un modo radical. ¿Se desea una prueba evidente? Mientras que la memoria de los grandes faraones que eligieron el Valle de los Reyes como domicilio se ha visto, a veces, bastante maltratada, la de los creadores de sus tumbas se preservó de un modo sorprendente. Esa salvaguarda se debe, en parte, a la necesidad de mantener el secreto sobre el acto misterioso que constituía la excavación de una sepultura real; para responder a esta exigencia se fundó el pueblo de Deir el-Medineh, en la ribera occidental de Tebas, no lejos del Valle, de modo que se reunieran en el mismo lugar todos los gremios indispensables para la obra.
Talladores de piedra, albañiles, yeseros, escultores, grabadores, dibujantes, pintores vivieron allí, juntos, con sus familias, colocados bajo la directa autoridad del visir de Tebas-Oeste. El pueblo poseía su regla y su tribunal, que emitía sentencias soberanas. Un escriba real llevaba un diario que narra las venturas y desventuras de la comunidad; ausencias, enfermedades, ascensos en la jerarquía se anotaban con cuidado. Este documento, y muchos otros testimonios como las modestas ostraca, fragmentos de calcáreo que servían a menudo como borradores escolares, permiten trazar la historia de Deir el-Medineh que, durante cinco siglos, estará vinculada a la de las tumbas reales.
En su apogeo, el pueblo comprendía unas setenta casas construidas en el interior de un recinto de 130 x 50 m, y unas cincuenta fuera, donde vivieron un número de trabajadores que variaba entre sesenta y ciento veinte, sin incluir a sus esposas e hijos. Comunidad pequeña, pues, unida y coherente, en la que sólo se admitían especialistas iniciados en los misterios de su arte.
Esta cofradía, cuya razón de ser era construir moradas de eternidad, fue fiel a su regla casi hasta sus últimos días; durante los procesos que desembocaron en la condena de los desvalijadores, bajo Ramsés IX, ningún miembro de la cofradía se vio inculpado. Los primeros traidores aparecieron, sólo, durante los últimos años de existencia de la comunidad.
El nombre egipcio de Deir el-Medineh era set Maat, «el lugar de Maat», el emplazamiento donde se practicaba Maat, la regla que regenta todos los universos. Maat es la más alta expresión de la espiritualidad egipcia; viviendo de Maat y haciéndola vivir, Faraón permite a Egipto permanecer en contacto con lo divino y prosperar. No es pues indiferente advertir que el pueblo de los artesanos está colocado bajo la protección de esta regla que todos debían aplicar en su trabajo.
Situado en el lecho de un antiguo ued, entre la colina donde fue erigido el pueblo de Gurnet Muray y el acantilado de Occidente, Deir el-Medineh es un paraje encantador. Reina allí un silencio que evoca el gozo de vivir de una comunidad en la que actuaron auténticos genios, cuyas obras admiramos hoy todavía.
Fue Tutmosis I quien, a comienzos del siglo XVI a. de C, fundó la cofradía e inauguró el paraje del Valle. Desde sus orígenes, una muralla rodeó el poblado que formaba una entidad protegida del mundo profano y vigilada por guardias. Sólo penetraban los miembros de la cofradía y su familia más cercana.
Tras el episodio de Amarna, durante el que Akenatón llamó probablemente a los artesanos al emplazamiento de la nueva capital, en el Medio Egipto, regresaron a Deir el-Medineh que Horemheb decidió agrandar. Durante las XIX y XX dinastías, el aumento del volumen de las tumbas exigió un personal más numeroso; la decadencia comenzó bajo Ramsés VI donde ya sólo trabajaban unos sesenta obreros. A comienzos de la XXI dinastía, la comunidad se dispersó; la mayoría de los adeptos fueron acogidos en el templo de Medinet Habu. El paraje de Deir el-Medineh no quedó por completo abandonado; en la XXV dinastía, el rey etíope Taharqa hizo construir allí una capilla dedicada a Osiris y, en la época Ptolemaica, se reconstruyó el templo de la cofradía colocado bajo la protección de Hator y de Maat. Cuando la civilización faraónica se extinguió, algunos anacoretas cristianos ocuparon ciertas tumbas y las degradaron antes que la invasión árabe fuera causa de nuevas destrucciones.
Los artesanos eran enterrados donde vivían; generación tras generación, la comunidad conocía los mismos goces y las mismas penas. Pequeñas casas pintadas de blanco daban a callejas cubiertas; una calle principal atravesaba el pueblo, y sus vestigios son visibles todavía. Provistas de unos fundamentos de piedra, las moradas de ladrillo crudo tenían una entrada, una primera estancia con un altar dedicado a las divinidades domésticas y a los antepasados, y una mesa de ofrendas, una segunda habitación más alta y más grande que servía de sala de recepción, una o varias alcobas, un cuarto de baño, una cocina, un sótano y una terraza donde, en verano, se dormía de buena gana.
Las reuniones de la cofradía se celebraban en oratorios al norte del paraje o en el templo; los artesanos se instalaban en bancos de piedra, a lo largo de los muros. Allí se transmitían los secretos del oficio, allí eran iniciados aquellos a quienes la comunidad consideraba aptos para actuar en el Valle.
Vivir eternamente en el lugar donde se ha vivido y trabajado, éste fue el destino de los hombres y mujeres de Deir el-Medineh. Las tumbas eran señaladas por la presencia de una pequeña pirámide que recordaba los grandes monumentos del Imperio Antiguo. Con la ayuda de este símbolo, la comunidad se vinculaba a los orígenes de la civilización egipcia y a las enseñanzas de los sabios de Heliópolis, la ciudad sagrada de las primeras dinastías.
El plano de las tumbas era sencillo: un patio, una capilla donde se reunían los vivos y las almas de los difuntos, un pozo que llevaba a un sepulcro y una o varias salas subterráneas, decoradas a veces de un modo admirable; la tumba del maestro de obras Senned-jem, en perfecto estado de conservación, permite a los visitantes apreciar el genio de los pintores y dibujantes. Los temas se han extraído del Libro de los muertos: guardianes de puertas, resurrección en forma de un fénix, campos paradisíacos donde siembra y siega la pareja vencedora de la muerte, etc.
Durante la XIX dinastía, las sepulturas se hicieron familiares y se comunicaban, a veces, unas con otras, formando un imperio invisible semejante a las moradas de los vivos; los vínculos establecidos en esta tierra seguían existiendo en el más allá.
Una imaginería estúpida, presente todavía en los libros escolares e incluso en las obras llamadas «cultas», presenta a los artesanos como una masa de harapientos penando bajo un sol de justicia y recibiendo, como único salario, los latigazos de sádicos capataces; la mayoría de películas sobre Egipto, inspiradas en una mentalidad biblista, decididamente antifaraónica, han popularizado por desgracia tales estupideces.
Los hombres encargados de excavar las tumbas reales eran considerados como un cuerpo de élite; preservando los secretos de su oficio, no eran en absoluto unos esclavos. La organización de su trabajo se hacía de acuerdo con la de los navegantes que surcaban el Nilo; los «servidores del lugar de la Regla» formaban una tripulación dividida en dos equipos, el de babor correspondía al barrio este del pueblo y el de estribor, al barrio oeste. Trabajaban alternativamente, en períodos de unos quince días, descansando uno mientras el otro trabajaba en la obra. El piloto de aquel navío era Faraón en persona, uno de cuyos nombres es precisamente «el gobernalle»; dos «vigilantes de la construcción en el gran lugar» enmarcaban a los artesanos.
Los astilleros tenían, para los egipcios, gran importancia porque eran el lugar donde los adeptos eran iniciados ritualmente a su función. La prueba suprema consistía en reunir las diseminadas partes de una barca y reconstruirla, a imagen del cuerpo de Osiris despedazado y resucitado.
En cuanto un faraón subía al trono, reunía su consejo y, tras haber consultado a sus «únicos amigos», elegía el emplazamiento de su morada de eternidad. Se consultaba pues el plano del Valle, que formaba parte de los secretos de Estado mejor guardados, y se encargaba a la comunidad de Deir el-Medineh que preparara la sepultura.
¿Por qué determinado faraón elegía determinado emplazamiento? Somos incapaces de responder. Podemos suponer que el azar y la fantasía no desempeñaban papel alguno en la decisión; sin duda existe una geometría sagrada del Valle cuyas claves no podemos todavía discernir. Comprobamos sencillamente que la orientación de las tumbas era simbólica y no geográfica; los puntos cardinales según los que se organizan el espacio y el tiempo son los del otro mundo.
Los artesanos salían del pueblo por el oeste, trepaban a su derecha y, luego, tomaban un sendero de montaña hacia el norte. A un lado, la cima; al otro, las tumbas de los nobles, los «templos de los millones de años» y los cultivos. La procesión se detenía en un collado donde se había construido un santuario en honor de la diosa del silencio y algunas cabañas de piedra; tras haber celebrado los ritos, ya sólo le quedaba bajar hacia el Valle de los Reyes.
Los talladores de piedra, los primeros en actuar, quebraban el calcáreo con ayuda de instrumentos de piedra y lo trabajaban con cinceles de cobre o bronce, que conferían gran finura al modelado. Se establecía una larga cadena para evacuar, en cestos, los restos de la piedra. Todos los útiles pertenecían a la cofradía, y no a uno de sus miembros; apoderarse de uno era considerado un delito grave. Un escriba, además, anotaba cada día el número de cestos. Desde la edad de las pirámides, la improvisación y el abandono no tenían su lugar en una obra.
Los pulidores de roca desempeñaban un papel determinante; ellos debían preparar del mejor modo la superficie sobre la que se desarrollarían textos y escenas. El alisado de las paredes exigía una mano muy hábil y se advierten diferencias entre las tumbas; tras haberlas recubierto de arcilla, se les daba una capa de yeso destinada a eliminar mohos y humedad. Cuando la roca era de mala calidad, había que revocarla.
En cuanto una pared se consideraba correcta, los dibujantes esbozaban las líneas maestras en función de un sistema de proporciones armónicas; aquella «plantilla», que se dejó a la vista en varias tumbas, permitía organizar el conjunto de la decoración. Aquí y allá, el maestro corregía un trazo imperfecto y hacía modificaciones. El escultor debía grabar los contornos con el cincel, sin cometer errores, el pintor debía colorear las incisiones. La mayoría de las veces, el primer dibujo se hace en rojo, la corrección en negro. Instrumento principal de cálculo: el cordel.
Varios gremios trabajaban al mismo tiempo en la misma tumba, lo que implicaba una rigurosa organización del trabajo y una perfecta distribución de las tareas; es pasmoso el genio de esos creadores, la sorprendente precisión de su mano, la perfección de los jeroglíficos y los personajes. Tumba real, ciertamente, pero también arte real que convierte al Valle en una incomparable obra maestra. Todos los visitantes quedan fascinados por la profusión y belleza de los colores, que, lamentablemente, se degradan de un modo alarmante; los ocres amarillo y rojo se obtenían a partir de sulfuro natural de arsénico y óxido de hierro, los pigmentos negro y blanco del carbono y de la tiza obtenida del calcáreo, los pigmentos azul y rosa del lapislázuli o de la azulita del Sinaí, y de una mezcla de ocre rojo y de tiza. Tales pigmentos eran de excepcional calidad; sólo la contaminación consiguió atenuar su brillo, cuando el tiempo no había podido hacer mella.
Muchos visitantes se cercioran de que en ninguna tumba, ni siquiera en las más profundas, se ve hollín en el techo y se preguntan: ¿Cómo se iluminaban los artesanos, cuando debían trazar los jeroglíficos, de pequeño tamaño a veces, con la más extremada precisión?
Lámparas y mechas se consideraban objetos muy preciosos de los que se establecía una estricta contabilidad. Se fabricaban mechas con fragmentos de tela retorcidos que se mojaban en salmuera y se untaban, una vez secos, con grasa y aceite de sésamo; esta técnica, a la que tal vez debieran añadirse otros ingredientes no identificados, permitía obtener un buen sistema de iluminación porque las antorchas no humeaban.
Muchos secretos del oficio como éste se olvidaron y perdieron; procedían de un íntimo conocimiento del material, de la práctica cotidiana y de la progresiva mejora sobre el terreno. En la tumba núm. 55, se representa un curioso personaje sentado, con una lámpara de mechas encendida en las rodillas. El nombre de este dios es Heh, la eternidad, y está encargado de difundir la luz.
¿Cuánto tiempo necesitaban los artesanos de Deir el-Medineh para excavar y decorar una tumba real? En el caso particular de Ramsés I, la respuesta es fácil puesto que el reinado de ese faraón fue muy corto, menos de dos años. La cofradía, en este plazo impuesto por el destino, fue capaz sin embargo de crear una bellísima tumba, aunque sus dimensiones fueran modestas.
Si confiamos en la tradición según la que la momificación real duraba setenta días, podríamos suponer que dibujantes y pintores sólo gozaban de un cortísimo lapso de tiempo para concluir la decoración de la tumba; en realidad, la obra debía de estar comenzada desde mucho tiempo atrás. Según Jaroslav Ferny es probable que la excavación propiamente dicha no durara más de dos años; por lo que a la decoración se refiere, podía estar acabada en el año cuarto de un reinado. De acuerdo con una hipótesis plausible, seis años de trabajo bastaban para terminar una tumba muy grande, como la de Seti I. Es decir que la expresión «tumba inconclusa» no tiene sentido y, en la mayoría de los casos, la ausencia de pinturas o de grabados se debe a la voluntad de Faraón y su maestro de obras.