La historia del Valle se confunde con la del Imperio Nuevo que cubre tres dinastías, la XVIII, la XIX y la XX (hacia 1552-1069 a. de C.). Este Imperio Nuevo, durante el que Egipto apareció como el centro de la civilización y la sabiduría, nació en dramáticas circunstancias.
Hacia 2050 a. de C., Tebas se convirtió en una ciudad importante; se erige ya, en la orilla este, el primer Karnak, mientras los muertos son enterrados en la orilla oeste. Los soberanos de la XI dinastía hacen excavar sus sepulturas en la montaña de Occidente, aunque la capital se halla en el Medio Egipto donde se edifican todavía pequeñas pirámides. A finales de la XII dinastía se produjo la invasión de los hicsos, pueblos asiáticos que ocupan el norte del país; en Tebas, a finales de la XVII dinastía, tras largos años de ocupación, ruge la revuelta. Con el impulso de grandes damas de firme carácter, se forma un ejército de liberación, decidido a expulsar al invasor y a reunificar las Dos Tierras.
El príncipe Ahmosis vence a los hicsos y se convierte en fundador de la XVIII dinastía. Probablemente fue enterrado en Tebas, pero no en el Valle de los Reyes, que no se inauguró bajo su reinado; el emplazamiento de su tumba sigue siendo un enigma.
El personaje merecería ser mejor conocido, pues su acción fue decisiva; su reinado fue largo, un cuarto de siglo aproximadamente (1552-1526), y dio a su país una filosofía política destinada a evitar otras invasiones. Descansaba en la voluntad de mantener una zona de seguridad entre Egipto y los países de Asia y enviar cierto número de cuerpos expedicionarios, en períodos regulares, para desalentar sediciones y conspiraciones. No se trataba de colonizar sino de prevenir cualquier tentativa de agresión en un mundo inestable donde no faltaban aventureros y jefes de guerra.
Al Egipto del Imperio Nuevo le gusta la paz y se procura los medios para preservarla; practica una muy activa política de disuasión, que se traduce también en la recepción de riquezas y tributos. ¿No es acaso el dios de Karnak, Amón, «El oculto», quien ha dado la victoria a Faraón? Nada será demasiado hermoso para su santuario. El Imperio Nuevo celebra la gloria de Amón; Ahmosis, «El que nació de la luna», ha dado el primer paso.
Durante veinte años, Amenhotep I (1526-1506), tal vez más según otras cronologías, reina sobre el Doble País unido de nuevo. Es el primer rey del Imperio Nuevo que incluye a Amón en su nombre, que significa «El principio oculto (Amón) está en su plenitud (hotep)». El emplazamiento de su tumba, como veremos, plantea problemas; cierto es, sin embargo, que ese faraón de apacible reinado fue el primero que separó la tumba real, excavada en el desierto, del templo donde se celebraba el culto del poderío real, transfigurado y deificado.
¿Por qué semejante innovación, sino para insistir, de un modo espectacular, en el simbolismo de la dualidad que marca la historia de la civilización egipcia? Templo y tumba, distintos en la forma y en el emplazamiento, no lo son en el espíritu. Indisociables, forman los dos elementos complementarios de una unidad energética por la que circulan la potencia vital, más allá de la muerte. La tumba es el lugar secreto donde perdura el alma de Faraón; el templo es el lugar visible donde algunos especialistas practican los ritos.
Amenhotep I fue considerado el protector del paraje del Valle y de la necrópolis de Occidente; los constructores le invocaron de buen grado, como un genio bueno capaz de inspirarles y guiar su mano.
Aunque el reinado de Tutmosis I sólo duró unos quince años (1506-1493), es particularmente importante porque fue, al parecer, el primer faraón que hizo excavar su tumba en el Valle de los Reyes. «El que nació de Thot», el dios de la sabiduría, del conocimiento y de las ciencias sagradas, disponía de las competencias necesarias para inaugurar tan extraordinario paraje.
Su principal colaborador fue el maestro de obras Ineni, que trabajó en secreto y en silencio; «sólo yo —proclama en un texto tan célebre como enigmático— vigilé la construcción de la tumba. Nadie vio, nadie oyó. Procuré con atención construir lo más perfecto que existía, y velé por el buen desarrollo de los trabajos; hice cubrir las paredes de revoque. La obra fue tal que los antepasados nunca vieron otra igual». El guía del maestro de obras fue la sabiduría que albergó en su corazón; hizo que la sepultura del rey fuera inviolable para satisfacer su deseo.
Aunque la morada de eternidad de Tutmosis I fue, sin embargo, descubierta, veremos que plantea serios problemas de identificación. La tumba de Ineni, por su parte, es bien conocida; fue excavada en el «valle de los nobles» y lleva el número 81. Fue despejada a finales del siglo XIX. Ineni, arquitecto poderoso y respetado, director de la doble casa del oro y de la plata, director del doble granero de Amón, constructor de la primera tumba del Valle de los Reyes, de la parte central del templo de Amón en Karnak, maestro de obras con Amenhotep I, Tutmosis I, Tutmosis II, Tutmosis III y Hatshepsut, dignatario anciano, cargado de honores y sabio entre los sabios, eligió como última morada una sepultura inconclusa del Imperio Medio. En vez de un espléndido monumento, optó por la humildad y la tradición, siguiendo con sus pasos las huellas de sus antepasados. Sabemos también que dispuso la tumba de su hijo Nefer, «El perfecto», en Dra Abu el-Naga.
Sucesor de Tutmosis I, Tutmosis II es un rey muy enigmático. Los especialistas en cronología no se ponen de acuerdo sobre la duración de su reinado, ¡tres años, ocho años o doce años! De él, de su política, no sabemos casi nada. Su tumba, que durante mucho tiempo se creyó que era la sepultura núm. 42 del Valle, tal vez se halle en otra parte. ¿Ese misterioso faraón quebró tal vez la tradición inaugurada por Tutmosis I eligiendo otro paraje, tal vez Deir el-Bahari? En este campo, nos haremos más preguntas que respuestas daremos.
Con Tutmosis III, que reinó más de cincuenta años, la elección del Valle se impuso de un modo definitivo. A partir de entonces, a excepción de uno o, tal vez, dos reyes, todos los monarcas egipcios, hasta el final del Imperio Nuevo, eligieron el paraje como última morada.
Desde esa época, se lo considera sagrado y especialmente precioso; soldados y policías velan por él. Ningún profano puede franquear su entrada, muy estrecha, practicada entre dos rocas. Todas las tumbas deben excavarse y decorarse en secreto. Los accesos son luego tapiados, bloqueados y disimulados. Un mapa, que forma parte de los secretos de Estado, se halla en los archivos del palacio y de la Casa de Vida.
Sesenta y dos tumbas se excavaron en el Valle, cincuenta y ocho en el Valle de los Reyes propiamente dicho y cuatro en la rama occidental; existen inicios de tumbas abandonadas, tumbas sin inscripciones que tal vez estuvieran destinadas a reyes y otros tipos de sepulturas para personas no reales, a las que se les concedió, pues, un inmenso privilegio.
Casi todas las tumbas fueron más o menos desvalijadas, a excepción de tres, la de los padres de la reina Teje, la gran esposa real de Amenhotep III, padre del célebre Akenatón; la de Maiherpri, un soldado; la de Tutankamón, descubierta en 1922 por Howard Carter. Sus tesoros fueron transportados al museo de El Cairo, donde se exponen en salas contiguas; pueden advertirse numerosos parecidos entre los magníficos objetos de los padres de Teje y los de Tutankamón.
De Ramsés I a Ramsés XI, de 1295 a 1069, doscientos veintiséis años, dos dinastías (la XIX y la XX), y una sucesión de magníficas tumbas en el Valle; pero también, tras el reinado de Ramsés III (11 Solí 54), una lenta erosión del poder faraónico y una degradación económica. Ramsés III había logrado rechazar dos tentativas de invasión y mantener la prosperidad de las Dos Tierras; sus sucesores verán cómo se desmorona la gloria del Imperio Nuevo.
Durante la XIX dinastía, la del gran Ramsés II, es probable que graves inundaciones devastaran una parte del Valle y causaran serios daños a las tumbas más expuestas. Cierto número de observadores, antiguos o modernos, evocaron las lluvias torrenciales que lo destrozan todo a su paso y amenazan los monumentos colocados al pie de una ladera.
Mientras la entrada de las tumbas de la XVIII dinastía está cuidadosamente disimulada y enterrada, los Ramsés adoptaron una posición muy distinta. El acceso a la tumba se convierte en un majestuoso portal, absolutamente visible. Ciertamente, el Valle estaba muy vigilado; pero el debilitamiento del poder central y los tumultos interiores debieron de convertir aquellas sepulturas en fáciles presas para los ladrones.
El ser que está enterrado en el Valle de los Reyes es un faraón, término procedente de dos palabras egipcias, per âa, cuyo significado es «El gran templo». Simbólicamente, no es hombre ni mujer sino un ser cósmico encargado de hacer vivir la Regla divina en la Tierra y poner orden en vez de desorden. Por lo tanto, un hombre o una mujer pueden convertirse en faraón; el Valle de los Reyes alberga dos tumbas de mujeres que fueron elevadas al cargo supremo, Hatshepsut y Tausert.
Las grandes esposas reales de la XIX y de la XX dinastías fueron enterradas en un valle específico que se abre al sureste del Valle de los Reyes, frente al pueblo de Deir el-Medineh. En esta necrópolis, la más septentrional de la montaña tebana, se excavaron por lo menos ochenta tumbas que albergan también a hijas de rey e hijos de Ramsés III. Al parecer, al principio, ese «Valle de las Reinas» estaba reservado a los príncipes, a las princesas y a sus educadores. La primera gran esposa real que fue admitida en él se llamaba Sat-Ra, «La hija de la luz divina», madre de Seti I y esposa de Ramsés I.
Como han subrayado varios egiptólogos, el Valle de las Reinas es la única necrópolis tebana abierta en dirección al Nilo y los cultivos, al mundo de los vivos pues; la decoración de las tumbas utiliza pocos episodios del viaje del sol por el más allá, pero recurre al repertorio de escenas del Libro de los muertos y señala la última etapa de la resurrección del ser real.
Al fondo del Valle de las Reinas, en efecto, se dispuso una estrecha garganta que simboliza la matriz de la diosa Hator, soberana de Occidente, dama de las estrellas y dueña del nuevo nacimiento. Durante las lluvias, en la gruta se formaba una cascada; así se evocaba la llegada del agua celeste que transforma la muerte en eternidad. Así se simbolizaba, de modo monumental, el útero de la vaca cósmica donde resucitaban los seres que el tribunal de Osiris reconocía como justos.
El Valle de las Reinas se llama ta sekhet neferu, «el lugar de los lotos», símbolo de renacimiento solar; también puede traducirse por «el lugar del cumplimiento» es decir de la resurrección. Si el alma franqueaba el lugar de las pruebas, el Valle de los Reyes, «salía a la luz» en el Valle de las Reinas. Se advierte que los distintos sectores de la necrópolis tebana no fueron elegidos al azar y se dispusieron de modo que celebraran, en la Tierra, los ritos del más allá.
A partir del reinado de Ramsés IX (1125-1107), Egipto entra en un período de crisis. Una invasión libia provoca trastornos sociales y económicos; los obreros tienen hambre y se declaran en huelga. La región tebana es presa de convulsiones que el poder central no consigue dominar. En el año 9 del reinado de Ramsés IX se comete un crimen abominable: el pillaje de algunas tumbas. El esplendor de los sepulcros reales había aguzado ya la codicia de pandillas de ladrones, más o menos organizadas, pero sus tentativas, perpetradas contra las tumbas de Seti II y Ramsés II, habían abortado gracias a las consignas de seguridad que se aplicaban todavía en el Valle.
Los desvalijadores del año 9 no se atrevieron a atacar el Valle de los Reyes; con la probable complicidad de altos funcionarios, penetraron en las tumbas de la XVII dinastía y en algunos sepulcros del Valle de las Reinas. En el momento del reparto se produjo un altercado y uno de los bandidos habló demasiado; toda la banda fue detenida. Comenzó un largo proceso. Khaemuaset, visir y gobernador de Tebas, quiso establecer toda la verdad y procedió al examen de numerosas tumbas. Con gran satisfacción por su parte, advirtió que la última morada de Amenhotep I estaba intacta y que el Valle de los Reyes no había sufrido daño alguno. El tribunal se reunió en el templo de Maat, la Regla universal, construido en el paraje de Karnak, en el interior del recinto de Montu. Los diecisiete acusados reconocieron sus crímenes; habían excavado un túnel para penetrar en la sepultura del rey Sobekemsaf III, la de la reina Nubkhas y en algunas tumbas privadas. Tras haber violado los sarcófagos y despojado a las momias de sus joyas, las habían quemado.
Los profanadores pertenecían al personal de los templos de la orilla oeste; ninguno de ellos había sido iniciado en la cofradía de Deir el-Medineh, encargada de excavar y decorar las tumbas del Valle de los Reyes. Obligados a guardar secretos, los artesanos habían respetado sus compromisos.
La ejecución de los culpables no bastó para restablecer el orden. Ramsés X, la duración de cuyo reinado es incierta, parece ejercer cierto control sobre Nubia y, en consecuencia, mantener todavía las riendas del Estado. Su tumba, que lleva el núm. 18, no ha sido explorada más allá del primer corredor y es una de las obras futuras del Valle.
Cuando el último de los ramésidas, Ramsés XI, sube al trono en 1098 a. de C., se enfrenta con disturbios cada vez más serios. Hambre, inseguridad, huelgas, expediciones libias, abusos de poder de potentados locales. Esta descripción es, sin duda, demasiado apocalíptica, pero cierto es que la autoridad central vacila.
Al cabo de una larga evolución, los sumos sacerdotes de Amón se han convertido en príncipes del sur de Egipto; Tebas les pertenece. El país está de nuevo partido en dos.
Hacia el año 18 del reinado de Ramsés XI, unos desvalijadores violan las tumbas del Valle de los Reyes. Ya no tienen en cuenta la advertencia formulada por Ursu, dignatario de Amenhotep III: «El que profane mi cadáver en la necrópolis y rompa mi estatua en mi tumba será un hombre odiado por Ra; no podrá recibir agua en el altar de Osiris y no podrá transmitir sus bienes a sus hijos».
Esta vez, la cosa es muy grave. Una banda bien organizada, aprovechando la falta de vigilancia, se ha apoderado de numerosas riquezas. El oro, la carne de los dioses, excita su codicia. Altos funcionarios, extranjeros e, incluso, artesanos de Deir el-Medineh participan en la conspiración y compran testaferros que, en la tumba de Ramsés VI, actúan con rara violencia destrozando la momia y deteriorando el sarcófago.
Detener a los culpables y castigarlos no bastará. Se adopta una decisión dramática: es preciso abandonar el Valle de los Reyes. El Estado no es ya capaz de velar por la seguridad del paraje. De ese modo, en el año 19 del reinado de Ramsés XI, se asiste a un acontecimiento extraordinario: se proclama una nueva era, llamada «renovación de los nacimientos». Por una acción mágica, se suprime el pasado y se vuelve a poner en orden la creación. El sumo sacerdote Herihor está en el inicio de la mutación; el poder se distribuye entre él mismo, que reina en el sur, Ramsés XI y Smendes, que controla el norte del país y reside en Pi-Ramsés, la capital creada por Ramsés II. Egipto cambia, Pi-Ramsés pronto será abandonada en beneficio de Tanis, donde serán enterrados los faraones de la XXI dinastía. A la muerte de Ramsés XI, en 1069, Smendes subirá al trono mientras los sacerdotes de Amón seguirán afirmando su supremacía en la región tebana.
Triste destino el del último de los Ramsés que, en veintinueve años de reinado (1098-1069), ve como Egipto se disloca ante sus ojos. Tebas y el sur se le escapan, luego Pi-Ramsés y el norte; la capital sagrada y la capital económica pasan a otras manos. Aunque el país no se sume en la guerra civil, sus divisiones lo debilitan. Ramsés XI no fue capaz de mantener la unidad de las Dos Tierras, su tumba fue la última excavada en el Valle, pero es probable que su momia nunca fuera depositada allí.
El gran pozo inconcluso del sepulcro contenía restos diversos, especialmente fragmentos de un equipo funerario que databa de la XXII dinastía; hay rastros de un comienzo de incendio. Un estudio reciente prueba que esta tumba sirvió de taller donde se fabricaron objetos destinados a las procesiones y donde se «trataron» algunas momias reales amenazadas. Los cristianos la utilizaron como establo y cocina. Tal vez el sumo sacerdote de Amón, Pinedjem I, iniciara una restauración con la intención de convertirla en su propia tumba; pero la hipótesis parece frágil en la medida en que la era de la «renovación de los nacimientos» se había proclamado ya, poniendo fin al papel del Valle como necrópolis real.
Pinedjem I, que fue sumo sacerdote de Amón (1070-1055) y luego rey de Egipto (1054-1032), merece nuestro agradecimiento; a él le debemos la última inscripción jeroglífica del Valle y gracias sobre todo a este hombre piadoso se salvaron muchas momias reales. Pinedjem I comprendió que sus esfuerzos para proteger el paraje y sus reales ocupantes serían inútiles; los desvalijadores no retrocederían ante nada para apoderarse del oro, las joyas y los amuletos. Tomó pues una decisión desgarradora pero ineluctable: cambiar de lugar las momias reales.
A decir verdad, esta medida de protección se había llevado a cabo por etapas; varias tumbas, especialmente el sepulcro de Seti I, habían albergado temporalmente los ilustres cuerpos. Antes de Pinedjem, Smenedes, aunque fuera rey del norte, hizo restaurar la tumba de Amenhotep I y preservar la tumba de Tutmosis II. Ciertamente fue en la tumba desocupada de Ramsés XI donde quitaron a las momias cierto número de objetos preciosos y se recuperó el oro, que se había convertido en un material precioso al final de la explotación de las minas de Nubia. En realidad, muchos de los «pillajes» de las tumbas reales son el resultado de ese gran cambio de la XXI dinastía durante el que se sacaron momias y equipo funerario de su lugar original.
El escondrijo se eligió con cuidado y la elección se reveló excelente puesto que será necesario esperar a 1881, como veremos para que el secreto sea descubierto. Pinedjem hizo que le enterraran en el más venerable de los sarcófagos, el de Tutmosis I, el fundador del Valle; el sumo sacerdote que llegó a Faraón rendía así homenaje a su antepasado.
En 900 a. de C, la mayoría de las tumbas del Valle habían sido vaciadas; las Divinas Adoradoras de Anión, que formaban una dinastía femenina reinante en Tebas, eligieron algunas de ellas como sepultura. Las grandes tumbas ramésidas, con su visible portal eran de fácil acceso; no ocurría lo mismo con los sepulcros anteriores de entradas enterradas y ocultas.
En aquel primer milenio antes de Cristo, el Valle de los Reyes siguió siendo un paraje sagrado, cada vez más enigmático y misterioso Allí remaban las sombras de gloriosos faraones; con el declive del poder egipcio y el progresivo abandono de Karnak, el Valle se hundió en las tinieblas.