Antes de poder abordar el Valle de los Reyes, es preciso dirigirse a Luxor, en el Alto Egipto, a seiscientos cincuenta kilómetros al sur de El Cairo. En la orilla este del Nilo se yergue la inmensa ciudad templo de Karnak, de la que el templo de Luxor forma parte.[1] Pequeña ciudad, perezosa y apacible, antaño, Luxor se ha convertido en una fábrica turística a donde afluyen decenas de embarcaciones de crucero. Desde esta orilla este, la mirada descubre el acantilado y la montaña líbica que se yerguen, hoscos, enigmáticos y casi hostiles, en la orilla occidental. Tras esa barrera montañosa, perdida a veces en la bruma matinal, tras el circo rocoso de Deir el-Bahari, se oculta el Valle de los Reyes, centro de una región aislada y árida presidida por el-Kurn, «el cuerno». Dominando esta depresión, la «cima», parecida a una pirámide, vela por las sepulturas reales; allí vive la diosa del silencio que sometía a ruda prueba a los artesanos encargados de construir y decorar las tumbas.
El Valle es el inicio de un ued excavado por las lluvias que desgastaron el calcáreo y formaron una depresión donde reina a menudo un intenso calor. Para llegar hasta allí, hay que seguir la carretera que sale del embarcadero, atravesar la zona de cultivos y, luego, sin transición alguna, serpentear por el desierto y sumirse en un paisaje de rocas y colinas. Este camino es el que siguieron, hace más de tres mil años, las procesiones funerarias que conducían a los reyes de Egipto hasta su última morada. Al norte del templo de Seti I, en Gurna, la montaña se convierte en una barrera protectora; impone respeto al peregrino y anuncia la grandeza del paraje, tan alejado del mundo de los hombres y de sus preocupaciones cotidianas.
Moldeado en la prehistoria por el lecho de los torrentes y las lluvias tormentosas, el Valle se divide en dos ramas; la del oeste, la más vasta, sólo comprende cuatro tumbas, dos de ellas sepulturas reales. La del este, considerada como el Valle de los Reyes propiamente dicho, recibió el nombre árabe de Biban el-Muluk, «las puertas de los reyes».
La entrada del paraje, antes de la ampliación debida a la construcción de la carretera moderna, era un estrecho paso; daba acceso a un anfiteatro delimitado por abruptos acantilados. Un cuerpo de policía especializada, alojado en una fortaleza, velaba por esa puerta de piedra.
Aquí se despliega una vida secreta, inmutable, que sólo el silencio permite advertir. Algunos gavilanes, murciélagos, un zorro de las arenas y algunos perros son los únicos huéspedes de ese paisaje mineral, insensible a las fluctuaciones del tiempo. La puesta en escena de la naturaleza es de perfecta eficacia; los muros de piedra parecen muy altos, la impresión de aislamiento es absoluta aunque los cultivos y el mundo exterior están relativamente cerca. El sonido circula de un modo sorprendente, de modo que los pasos del paseante resuenan de acantilado a acantilado.
El flujo de los turistas y la intrusión de la modernidad no eliminan el carácter sacro del paraje; el Valle fue creado con un espíritu y en un universo radicalmente distintos del nuestro, regulados por un rey-dios, Faraón, y una economía basada en la prosperidad del templo y la solidaridad. Ni deseos de rentabilidad ni búsqueda del beneficio material; lo esencial era descubrir un punto de condensación de la energía donde se unieran armoniosamente el cielo y la tierra. El Valle es uno de los lugares del planeta donde ese matrimonio es perceptible del modo más evidente; como escribe Romer, se trata de un «emplazamiento cuidadosamente elegido y controlado por grandes dramas cósmicos», el principal de los cuales es la muerte y la resurrección de Faraón.
El Valle no es fúnebre; muy al contrario, recibe la luz, unas veces de modo aparente en sus rocas y sus acantilados, otras de modo secreto en la paz de sus tumbas. No es humano, en la medida en que se sitúa más allá de la existencia terrestre. «Paisaje antropófago», escribe con razón Flaubert, porque devora lo humano para que aparezca lo divino. ¿Acaso el Valle no es «el bello Occidente», el más allá presente en la tierra y hecho visible?
En el sello del Valle, grabado en las puertas de las sepulturas, figuraba el chacal Anubis sobre nueve enemigos atados. Simbolizaban las fuerzas del mal y los poderes destructores que debían ser controlados y sometidos; Anubis, detentador de los secretos de la momificación, es también el buen guía por los caminos del otro mundo.
¿Por qué ese atractivo por el Valle, por qué esa fascinación, si no porque oculta respuestas para los problemas más esenciales y nos hace participar, más o menos conscientemente, en su misterio? Durante cinco siglos, estuvo inscrito en la piedra y revelado en los muros de las tumbas: para Egipto, la existencia terrestre de Faraón era sólo un paso entre la luz de la que provenía y el paraíso en el que era admitido como ser «de voz justa».
Llegar a esa vida de eternidad, más allá del tiempo y del espacio, exige una ciencia del más allá que debe practicarse aquí abajo. Las tumbas del Valle están consagradas a la transmisión de esta ciencia. No es el rey fulano el que resucita, sino Faraón y, a través de él, su pueblo. En este lugar, del que ningún visitante sale indiferente, se celebra el juego de la vida y de la muerte. El Valle es un lugar de vida porque las moradas de los faraones, en vez de reducirse a sepulturas, son libros de enseñanzas, gracias a los jeroglíficos y a la imagen.
Como escribió Forbin, director de los museos de la Restauración, al visitar «el valle sagrado», «todo a mi alrededor decía que el hombre sólo es algo por su alma; rey por el pensamiento, frágil átomo por su envoltura, sólo la esperanza de otra vida puede hacerle vencedor en esta continua lucha entre las miserias de su existencia y el sentimiento de su origen celestial… En estos lugares de tinieblas, me creía bajo el poder de Aladino, bajo un hechizo mágico; me parecía estar guiado por la luz de la lámpara maravillosa, y a punto de ser iniciado a algún gran misterio».
Este mundo cerrado, tan estéril en apariencia, tenía un nombre extraordinario: sekhet aat, ¡«la gran pradera»! Este simple detalle muestra la distancia que existe entre la visión egipcia de la muerte y la nuestra. Las piedras del Valle y sus tumbas son la traducción sensible de un paraíso celeste; para la mirada atenta, es la pradera maravillosa donde Faraón, tras haber superado las últimas pruebas, pasa una eternidad serena.