Filae, «la perla de Egipto», «la isla encantada», es el lugar más mágico de Egipto. La isla es el dominio de Isis, la mayor de las magas, la diosa cuyos misterios fueron difundidos por toda la cuenca mediterránea y encontraron su último refugio en el Occidente cristiano. Antes de la construcción de la primera presa de Asuán, los viajeros no escatimaban elogios a la encantadora belleza del paraje, pero la presa fue la desgracia de la isla, que estuvo desde entonces sumergida varios meses al año. Sólo las partes altas emergían del agua, de diciembre a junio, y podía temerse en muy breve plazo la degradación de los monumentos que habían resistido la prueba del tiempo. Pierre Loti, al escribir La muerte de Filae, llora sobre el fin cierto del edificio ofreciendo una visión romántica de las barcas navegando entre capiteles, extrañas imágenes de pilones de piedra que parecen islotes; pero, en 1960, un peligro moderno amenaza a la infeliz Filae: la construcción de una segunda presa, más importante que la primera. En cuanto esté terminada, el templo desaparecería definitivamente. Además, las variaciones del nivel del agua descoyuntarían las piedras.
Esta vez, la comunidad internacional reacciona. Se decide desplazar el templo. En 1974 comienzan a desmontarlo. Los edificios abandonan la isla de Filae piedra a piedra para ser montados de nuevo en el islote de Agilkia, muy cercano y fuera del agua durante todo el año. El 10 de marzo de 1980 se celebra la inauguración, el segundo nacimiento del templo. Han colaborado veintidós Estados, se han desplazado 45 000 bloques de piedra, Agilkia ha sido remodelada para que se parezca a Filae.
Hoy como ayer es preciso tomar una barca para dirigirse al territorio sagrado de Isis. Antes del reinado de Nectanebo I (XXX y última dinastía egipcia), Filae era sólo una isla de exuberante vegetación, una mancha de verdor perdida en un paisaje de piedras y áridas montañas. Sin duda, los dioses habían indicado así el emplazamiento de un futuro santuario. Nectanebo I tuvo en cuenta el mensaje y empezó a construir unos edificios consagrados a Isis, en correspondencia con el territorio sagrado de Osiris que se hallaba no lejos de allí, en la isla de Biggeh. Aquel territorio fue llamado «abaton». Era de lo más secreto, pues en él reposaba el propio Osiris. Por ello ningún ser humano podía desembarcar en Biggeh y violar con su presencia el silencio del Abaton. De allí procedía la inundación, es decir los humores que fluían del cadáver de Osiris. Alrededor de la tumba del dios, 365 altares, uno por día. Cada diez días, Isis llegaba de Filae para hacer una libación de leche.
La isla es una tierra santa que no soporta ninguna acción profana. Sin embargo, un tal Petosiris se embriagó en Filae, durante un velatorio. Borracho como una cuba, tuvo la desvergüenza de entregarse a actos lúbricos en compañía de extranjeras. Fue condenado a la pena más grave: se suprimió su nombre, lo que equivalía a condenarle ante el tribunal de Osiris.
Filae es un lugar profundamente nostálgico y conmovedor. En este lugar se grabó, en el año 437 d. J. C., el último texto jeroglífico. Allí practicaron los últimos sacerdotes egipcios sus postreros misterios, muchos años después de que el cristianismo comenzara a difundirse. Los «paganos» de Filae creían aún en la antigua religión. Llegaban peregrinos de Nubia para hacer ofrendas a la gran diosa, a Isis cuya mágica sonrisa sigue hechizándonos todavía.
En el sombrío año 550, Justiniano ordenó cerrar el templo de Isis. Los escribas son expulsados y los sacerdotes linchados. Se derriban las puertas del santuario. Los eremitas cristianos quieren destruirlo todo, porque odian a Isis, a la diosa, a la Mujer. El naos es profanado, la sala de columnas se convierte en iglesia.
Pero Isis no había abandonado su territorio, donde los secretos del viejo Egipto se convierten en sonrisas para mejor iniciar en la enseñanza de los sabios. Isis es fuente de vida, madre que conoce el secreto de la resurrección; nada ocurre sin su consentimiento. Ella manda a los dioses, da su lugar a las estrellas, expulsa con sus palabras a los demonios. Todo lleva su sello, tanto en el cielo como en la tierra. La diosa ha recuperado hoy un dominio. Su culto sigue vivo en el corazón de quienes atracan en la isla encantada.
La isla de Filae (conservaremos el nombre tradicional a pesar de que los monumentos fueran desplazados a Agilkia) comprende un conjunto de edificios, el más importante de los cuales es el gran templo. Curioso templo, en verdad, donde nada es simétrico, donde no se aprecia eje alguno, donde todo parece colocado bajo el signo del Dos: dos puertas monumentales, doble pilón. Todo es orden y desorden al mismo tiempo: dromos, porches, santuario, cada uno con su eje, cada uno con su dirección, como si el resto del templo no existiera; las mismas columnatas olvidan ser paralelas. Pero es deliberado, calculado, consciente: Isis es vida. La vida no es simétrica ni paralela. No responde al orden racional que ha deformado el Occidente. Es ambigüedad, asimétrica, aparentemente incoherente, hasta el momento en que los misterios de la diosa son desvelados a quienes han llevado una vida digna de ella.
Se desembarcaba al sur de la isla, junto al pabellón de Nectanebo I (n.º 2 en el plano). Se pasaba entre dos pórticos que formaban una V (n.º 3), y que daban al templo de Isis. El del oeste estaba cubierto por un techo que simbolizaba el cielo. Bajo las estrellas del cosmos, pues, puestas en su lugar por la diosa y obedeciéndole, el peregrino avanzaba hacia el santuario.
En el lado este de la isla, el célebre quiosco de Trajano (n.º 4), de líneas muy puras, servía de punto de descanso para la barca de Isis durante las procesiones. Algo más lejos, siempre del lado este y muy cerca del gran templo, el pequeño templo de Hator (n.º 5). Con el nombre de «recinto de la llamada», acogía a la «diosa lejana», a su regreso de los parajes nubios, adonde se había marchado, furiosa, en forma de leona. Egipto no podía vivir sin Hator. Por eso se había hecho lo necesario para recibirla de nuevo en las mejores condiciones. Aquí se celebraban alegres ceremonias, con danza, y música. Apaciguada, feliz, Hator asumía sus funciones de soberana de la alegría. Los relieves del templo muestran, además, a simios tocando música, a flautistas y al dios Bes tocando su tamboril o dejando correr sus dedos por un arpa. Música mágica, pues alejaba del templo las fuerzas nocivas, inarmónicas, al tiempo que apaciguaba las pasiones en el hombre para hacerle descubrir la verdadera alegría.
Un gran atrio precede al primer pilón (45 x 18 m, n.º 6 en el plano) del templo de Isis: dos altos macizos enmarcan una puerta más pequeña. En la fachada, varias divinidades de pie, de gran tamaño, y otras sentadas en el trono. El faraón inmola ritualmente a sus enemigos a la divinidad. Pasado el primer pilón, se entra en un gran patio (n.º 7) al fondo del cual se levanta la mole de un segundo pilón (n.º 8).
Una emoción profunda embarga al visitante: es un dispositivo único, una especie de compuerta entre dos puertas monumentales. El visitante se siente un poco prisionero, en un espacio aparte, aislado, lejos del mundo profano, pero todavía no dentro del templo, protegido detrás del segundo pilón. El patio no está vacío: en su lado oeste está ocupado por un edificio independiente, el mammisi (n.º 9), templo del nacimiento donde Isis daba a luz a su hijo Horus. El pequeño edificio, de forma achaparrada, sostenido por pilares con capiteles hatóricos (Isis, considerada como madre de Hator, se aliaba con su hija para dar la vida) no es más que una sala de parto del dios-hijo al que el faraón, al igual que los iniciados se identifica. Isis reina aquí como Mujer primordial, tan vieja como el universo. Aquí renace en espíritu aquel que busca la luz, necesaria para dirigirse hacia la segunda puerta del templo. El mammisi está decorado, naturalmente, con escenas de nacimiento consagradas a Horus, que protegerá a su padre Osiris luchando contra Seth. Se encarnará también en el faraón, y en cualquier ser dispuesto a combatir en favor de la luz.
En el lado este del patio, un pórtico con columnas alberga seis pequeñas estancias de las que la más cercana al pilón contiene una escalera que lleva al techo del templo; una de ellas era la biblioteca sagrada, protegida por el dios Thot, patrón de los escribas, y de la diosa Sechat, soberana de la Casa de la Vida donde se redactaban los rituales.
El segundo pilón (22 m de alto, 32 m de ancho, n.º 8 en el plano) se parece al primero, pero no es paralelo a él; aunque su fachada esté decorada con escenas similares, da acceso a otro mundo, al templo cubierto. Tras él, en efecto, una sala de diez columnas que estaban antaño, como en la mayoría de los templos egipcios, pintadas con colores vivos. Por desgracia, fueron destruidos por el excesivo contacto con el agua; los sabios de la gran expedición francesa de Egipto aún pudieron admirarlas. Allí, a pesar de la presencia de las escenas tradicionales de ofrenda a las divinidades, establecieron los cristianos su iglesia. Curiosamente, esta sala de columnas goza de una iluminación bastante potente, excepcional en esta parte del templo; la luz procede de una abertura en el techo. Es un don del cielo, pues la sala es ante todo un lugar cósmico, por su decoración: buitres con las alas desplegadas, en el techo; barcas que navegan por los cielos, repertorio de las horas correspondientes a distintos momentos del curso solar. El iniciado descubría las leyes del cielo de Isis, aprendía a vivirlas en sí mismo: es ésta regla de la astrología sagrada y condición indispensable para acceder al naos (n.º 11) con 12 cámaras (tantas como signos del Zodíaco). Por debajo, una cripta; por encima, el techo del templo. Entre ambos, el hombre.
Así estaban presentes los tres mundos del universo egipcio. El faraón, en el naos, realiza los gestos de ofrenda ante la gran diosa que le ha desvelado sus misterios. En el techo, el esposo de Isis, Osiris, es venerado en una capilla. También aparece representada una parte del ritual que le es característico. Así, vemos a Osiris muerto y momificado; el faraón interviene ante unas divinidades para que el alma del dios siga viviendo. Se produce entonces el extraordinario milagro: Osiris resucita. Las tinieblas y la muerte han sido derrotadas. El amor y la fidelidad de Isis han triunfado sobre la fatalidad.
En Filae hay otro personaje especialmente venerado: el dios Nilo. Además de los nilómetros, el genio del río recibió una acogida especial en un edificio situado al oeste del segundo pilón, llamado puerta de Adriano (n.º 12). Allí estuvo representada la propia fuente del Nilo, de forma simbólica. Vemos al dios, protegido por una serpiente, derramando el agua de dos jarras. La serpiente es la imagen del ciclo natural que se repite sin cesar. La gruta donde está el dios Nilo es la matriz del mundo, de donde proceden todas las energías. Y los dos vasos contienen un agua celestial y un agua terrenal, líquidos nutricios cuyo origen es divino.
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Es agradable pasear por Filae, demorarse en su enigmático y gran patio, meditar largo rato sobre el tejado del templo, contemplando el paisaje circundante. Ese templo posee un particular encanto, un hechizo que procede sin duda de los ritos y los misterios que durante tanto tiempo se celebraron en este lugar. El Egipto de los sabios se extinguió aquí, en el silencio de estas piedras, ante la majestad de estos pilones y estas columnas. En el recogimiento del templo interior, el secreto de los jeroglíficos fue transmitido por última vez, de boca a oído, antes de partir al exilio.