Edfu
o la omnipotencia de Horus

Dado su prodigioso estado de conservación, Edfu es el templo por excelencia. No es una causalidad que su protector, Horus, que es también el del faraón, velara con tanto celo por este edificio que nos ha llegado intacto.

Nos dirigiremos a Edfu saliendo de Luxor o de Asuán. Lo fundamental es prever el mayor tiempo de visita posible. Capital del segundo nomo del Alto Egipto, Edfu fue una ciudad importante y rica del Imperio Antiguo. Ciudad de Apolo, según los griegos, era la sede de Horus, simbolizado por un disco solar alado, o dicho de otro modo, de la luz en movimiento. Conocido por estos lugares con el nombre de Horus de Behedet, el dios es también halcón u hombre con cabeza de halcón.

La impresión que Edfu ofrece es sencillamente extraordinaria. Quedamos convencidos de que no falta ni una piedra, ni una escultura, ni un relieve. Ahí está el templo, junto a una ciudad moderna sin especial interés. Es esa masa enorme que nadie puede ignorar, ese territorio sagrado protegido por altos muros contra los cuales se quiebran las miradas profanas. Todo está preparado para funcionar. Bastaría con que la procesión de los sacerdotes apareciese, que los iniciados entrasen en el templo, y todo volvería a comenzar como ayer, se celebrarían de nuevo los ritos.

Sin ninguna duda, Edfu es un milagro. Su conservación se debe a la magia de Horus, que veló por su templo preferido. Los racionalistas crean algo distinto. Para ellos, todo se explica por un largo período bajo la arena, durante el cual sólo las partes altas del edificio eran visibles. Los miembros de la expedición a Egipto, en 1798, comprobaron que algunos fellahs habían construido sus moradas en torno al templo e, incluso… ¡en el tejado! Edfu era entonces una especie de fortaleza en la que refugiarse durante las expediciones de los salteadores del desierto. Sólo en 1860 el francés Mariette comenzó a desenterrar Edfu, cuya gran sala de columnas estaba cubierta hasta el nivel de los capiteles. Otro francés, Chassinat, se empeñó en otra tarea, mucho más gigantesca: copiar los largos textos que llenaron no menos de 15 volúmenes in-folio, la mayoría de los cuales, por desgracia, siguen pendientes de una traducción.

Edfu es el templo perfecto, el templo símbolo en toda su pureza. Nos lleva de la luz del mundo exterior al secreto del sanctasanctórum, a través de una sucesión de salas.

El gran templo, como hemos subrayado, está prácticamente intacto, salvo por algunos desperfectos en las cornisas. Le faltan dos obeliscos que precedían la entrada y los grandes mástiles para banderolas que adornaban la fachada. Por sus dimensiones (137 m de largo, 80 m de ancho) Edfu es el mayor templo de Egipto tras el inmenso complejo de Karnak. No olvidemos, sin embargo, que ese santuario era el centro de un conjunto sagrado cuyos otros elementos han desaparecido (los almacenes, las viviendas de los sacerdotes, los talleres) o están mal conservados (el mammisi).[26] El lago sagrado todavía no se ha despejado.

El paraje de Edfu siempre estuvo consagrado al halcón de Horus. Allí iba a posarse la rapaz, símbolo del dios. Allí estableció su área en la tierra de los hombres. El edificio actual es, por tanto, el último y el más vasto de una serie de monumentos levantados a la gloria del dios. La colocación de la primera piedra tuvo lugar el 23 de agosto de 237 a. J. C, bajo el reinado de Tolomeo III Evergetes, concluyendo la construcción en 57 a. J. C Durante dos siglos, Edfu fue la mayor obra de Egipto, afirmando la perennidad de Horus, dios nacional, en la época en que Egipto no era ya una gran potencia. Si conocemos esas fechas, conocemos también el nombre del arquitecto: un tal Imhotep, cuyo nombre recuerda extrañamente el del sabio Imhotep, creador de la pirámide escalonada de Saqqara. ¿Hay algún modo mejor de expresar que el gran antepasado, el patrón de todos los Maestros de Obras, presidió la elaboración del más perfecto de los templos? «Sostengo la cuña de madera y el mango del bastón del cetro —dice el rey Maestro de Obras—, durante la ceremonia de fundación; sostengo el hilo con la diosa Sechat; mi mirada sigue el curso de las estrellas; mi ojo observa la polar, he establecido las cuatro esquinas del templo». Como siempre, la construcción empezó por el sanctasanctórum, es decir por lo esencial. Los Maestros de Obras de la Edad Media conservaron esta tradición en la construcción de las catedrales. Por lo que se refiere a los escultores encargados de «ilustrar» las paredes con escenas rituales, siguieron un manual muy preciso cuyos distintos aspectos se conocen. El artesano egipcio, que nunca se consideró un artista «libre» de hacer lo que le placiera, era un auténtico creador porque respetaba la armonía divina.

La inauguración dio lugar a una de las más formidables fiestas nunca celebradas en el suelo de Egipto. Los corazones estaban jubilosos. Toda la población se unió al formidable acontecimiento. No se ahorró alimento ni bebida. Se vistieron suntuosas ropas de lino blanco. Buey, oryx, gacela, vinos de calidad estaban en el menú. En la ciudad florida flotaban aromas de perfumes preciosos, incienso u olíbano. Las jóvenes eran hermosas, nadie tenía ganas de dormir. Durante toda la noche se festejó a Horus y su templo.

Horus de Behedet es el dios celestial por excelencia. Es un inmenso pájaro cuyas alas tienen la envergadura del cosmos. Se posó en una carta, en el Océano primordial, en el origen de los tiempos. Con su mirada creó el mundo. Emprendiendo el vuelo, sobrevoló la tierra y, de pronto, se detuvo en el cielo. Acababa de reconocer el lugar donde deseaba que fuese edificado su templo: Edfu, que se convirtió en la «percha de Horus». Puesto que a los egipcios les gustaba concretar el símbolo hasta en sus aspectos más materiales, existía en Edfu un colegio para especialistas en la cría del halcón. Cada año, se elegía una de las rapaces para que se convirtiese en la encarnación viva del dios Horus. Se lo introducía ritualmente en su función, durante una fiesta especial y se mostraba, desde lo alto del pilón, el halcón elegido por el dios para representarle.

En su estado actual, Edfu nos permite comprender la estructura de un templo egipcio completo en todas sus partes. Encarna el recorrido de un iniciado que parte de la puerta monumental de acceso, el pilón, atraviesa un patio al aire libre, entra en una sala de columnas, pasa por una segunda sala y avanza por el templo cubierto cuyo corazón es el sanctasanctórum, templo dentro del templo, rodeado por una especie de deambulatorio y de capillas.

Antes de llegar al templo, era preciso cruzar una muralla que ha desaparecido casi por completo. Por encinta de este muro sobresalía el pilón monumental, figuración en piedra de la montaña del horizonte donde se levantaba el sol. El pueblo tenía acceso al atrio que precedía a la puerta de acceso al edificio sagrado. Pero los profanos no podían seguir adelante. Allí se reunían, discutían, intercambiaban informaciones, se celebraban las fiestas, con muchos bailes y música. Allí se consultaban los oráculos. Se hacían preguntas a las estatuas de los dioses, que movían la cabeza para decir «sí» o «no». Se iba también a presentar quejas ante un tribunal que actuaba al aire libre, ante las puertas del templo, allí donde se protegía a los débiles contra los poderosos y donde se escuchaban sus quejas.

El pilón (n.º 1 en el plano) está constituido por dos grandes torres entre las cuales se abre una puerta, cerrada antaño por batientes de madera. Las dos torres son las montañas del horizonte por entre las que se levanta el sol. Por lo demás, está muy presente en Edfu, en forma de un sol rodeado por dos serpientes-uraeus que lo protegen contra las fuerzas negativas. Por encima, un «balcón de aparición» donde los sacerdotes presentaban a la muchedumbre el halcón elegido anualmente para encarnar al dios. Se accede a él por una escalera interior, pues ambos macizos del pilón están huecos y albergan varias cámaras distribuidas en cuatro pisos. En la fachada exterior de las torres del pilón, se distinguen perfectamente unas ranuras que servían para alojar los grandes mástiles de madera sujetos por zarpas de metal. Escena esencial: la victoria del rey sobre sus enemigos, a los que derriba ante Horus y en honor del dios. Pero el faraón no es sólo jefe de guerra, también «ilumina» a sus adversarios desde el interior, los alumbra como tinieblas. Pues él es el heredero de los dioses, el que mantiene el equilibrio del mundo como exige el principio de luz. El faraón dirige a Horus estas palabras: «Toro, oryx, caza acuática y todos quienes te son infieles, arden en tu altar y tú abrevas con vino, cerveza, bebidas fuertes, ritualmente puros». Por lo demás, lo vemos en el lado oeste, consagrando estos animales que se asimilan a los enemigos de la luz.

Pasemos entre las dos torres del pilón y crucemos la puerta. Desembocamos en un gran patio (n.º 2). Una columnata lo bordea por tres de sus lados. Al fondo, la fachada de la primera sala de columnas. Éstas son vegetales. Aquí nos encontramos al aire libre, en la marisma de los orígenes donde nacieron las primeras formas de vida. El halcón acudía a retozar y a buscar presas. El patio estaba lleno de exvotos y estatuas dedicadas por los particulares y acogidas de ese modo en el interior del templo para representarlos ante el dios. Los profanos que no tenían acceso a los misterios podían beneficiarse, así, del culto. Sus nombres vivían, participaban indirectamente en los ritos.

La fachada de la primera sala de columnas (n.º 3) es austera: está cerrada por un muro que llega a media altura. A cada lado de la puerta, cerrada antaño, hay tres columnas que aguantan el techo de esta sala. En los seis paneles que acompasan la fachada, el rey hace ofrendas a los dioses. Se advierte, sobre todo, la presencia, a la izquierda de la entrada, de un extraordinario halcón Horus, uno de los más imponentes esculpidos nunca. Tocado por la doble corona, permanece atento, vigilante, casi amenazador. El ser impuro no escapará de sus garras. Sólo deja pasar a quienes son dignos de acceder al interior.

Al cruzar esta puerta que lleva al interior, no olvidemos dos pequeñas salas de considerable importancia: a la izquierda, la «casa de la mañana» (n.º 4): a la derecha, la «casa de los libros» o biblioteca (n.º 5). En egipcio, las palabras «mañana» y «adoración» son indisociables, pues están formadas con la misma raíz. Por la mañana, en efecto, con el sol naciente, el ser humano lleva a cabo su primer acto de adoración a la luz que nace en la naturaleza como en su propio corazón. La pequeña sala corresponde a la fe necesaria para penetrar en el templo. Ahora bien, esta fe, este conocimiento interior, deben verse completados por cierto saber y cierta práctica de los libros sagrados. A este conocimiento sagrado daba acceso la casa de los libros. En esta curiosa y pequeña estancia, apretujada entre dos columnas, como la «casa de la mañana», no se encontrarán anaqueles cargados de libros sino columnas de jeroglíficos que dan el título de las obras. Se trata, pues, de una biblioteca reducida a lo esencial, que facilita la lista de lo que un iniciado debe conocer para descifrar el templo: los rituales, los tratados de observación del Cielo, la obra que describe el recorrido cósmico de la barca solar, el manual de decoración del templo, el libro de las fiestas, el del culto, y el tratado de geografía sagrada. Detalle esencial: más del 80 por ciento de estos títulos exigen una luz artificial para ser descifrados. Quiere decir esto que los libros sagrados estaban «ocultos» en la penumbra, reservados a quienes hacían el esfuerzo necesario para comprenderlos.

Las jambas de la puerta recuerdan que, al cruzarla, entramos en el cielo: están adornadas con escenas cósmicas, divinidades celestiales, listas de horas del día y de la noche que permiten realizar acciones justas en el momento justo.

En el interior de la primera sala de columnas reina la penumbra. Las poderosas columnas parecen muy cerca unas de otras. Símbolos de los tallos de las plantas de la marisma primordial, sólo están iluminadas por la luz del cielo, procedente de aberturas practicadas en el techo. Una vez cerrada la puerta, tras el paso de los autorizados a entrar en el lugar, las tinieblas del interior del templo prevalecían sobre la claridad exterior. Acababan el parloteo y las pasiones, y sólo silencio interior y recogimiento. El iniciado dirigía sus pasos por los fulgurantes rayos de luz que iluminaban esta o aquella columna, según los momentos del día, descubría una a una las escenas de ofrendas.

Al fondo de la sala se abre un pasaje hacia la segunda fila de columnas (n.º 6), más pequeña que la anterior y cuyo techo es sostenido por doce columnas. Es una sala de festejos que comunica con tres pequeñas estancias de función muy concreta.

La primera, a la derecha, es la sala del tesoro (n.º 7). En ella se recuerdan los nombres de las regiones mineras de donde se extraían las riquezas indispensables para embellecer las estatuas divinas y los templos. A la izquierda de la sala, la cámara del Nilo (n.º 8), que aporta prosperidad inagotable. En el laboratorio (n.º 9) están inscritas recetas de perfumes y ungüentos con los que se cuidaban las estatuas divinas y se curaba a los humanos.

La segunda sala con columnas da a la cámara de las ofrendas (n.º 10) que comunica con las escaleras, una de las cuales lleva al tejado del templo. Viene a continuación la «cámara de enmedio» o sala de la Enéada (n.º 11), flanqueada a la izquierda por una capilla dedicada al dios Min (n.º 12) y a la derecha por un pequeño conjunto que comprende un patio con un altar y una capilla (n.º 13 y n.º 13 bis) donde se procedía a vestir al dios.

Delante de nosotros, el sanctasanctórum (n.º 14), un verdadero templo dentro del templo, rodeado de un corredor al que dan unas capillas. Ese misterioso corredor por el que circula la energía divina corresponde exactamente al deambulatorio de las catedrales de la Edad Media. Allí están inscritas escenas del mito de Horus, celebrando la victoria del dios sobre las potencias maléficas.

Dentro del sanctasanctórum, un altar sobre el que se depositaba la barca del dios precede a un naos de una belleza que corta el aliento. Aunque la estatua divina haya desaparecido, aunque no existan las puertas del naos, la Presencia sigue allí. El espíritu de Horus no ha abandonado su tabernáculo. La piedra de ese naos es extraña: diríase que desprende luz, que el granito brilla en la oscuridad. El sanctasanctórum simbolizaba la colina primordial que emergió de las aguas en el origen del mundo: en resumen, es semejante a la pirámide del Imperio Antiguo o al corazón del cenotafio de Abydos del Imperio Nuevo, por poner sólo esos dos ejemplos. Siempre y en todas partes, desafiando el tiempo y el espacio, los egipcios aplicaron el mismo simbolismo viviente.

Cada una de las capillas dispuestas alrededor del sanctasanctórum tiene su propia función; una de ellas está especialmente consagrada a las telas, otras forman un pequeño templo osiríaco.[27] En el corredor y en el muro exterior del sanctasanctórum se desarrollan numerosas escenas que cuentan la leyenda del dios Horus, desde su nacimiento hasta su triunfo sobre todos sus enemigos, que son a la vez los de Egipto, los de su padre Osiris y los del hombre prudente.

Hay, aunque sea sólo en ese sanctasanctórum y sus capillas, una gran profusión de detalles correspondientes a un simbolismo y a una teología tan sutiles y profundas que toda una vida no bastaría para determinar todos sus aspectos. Tengamos presente sobre todo el recorrido iniciático que Edfu nos revela. Cruzamos primero la muralla de ladrillo, que separa el mundo de los dioses del de los hombres; luego descubrimos la mole del templo, el misterio, la ciudadela fortificada que repele a los enemigos de la luz. Nos presentamos ante el pilón, montaña de piedra donde se levanta el sol de la conciencia. Dignos de franquear la puerta, accedemos a un mundo nuevo, el gran patio, donde reina todavía una luz exterior. Viene luego la entrada en el templo cerrado, el descubrimiento de la luz interior. Nos dirigimos hacia la presencia divina. El techo del templo desciende, el suelo asciende. Aprendemos a hacer la ofrenda, pasamos por la «cámara del Medio» donde los dioses se nos revelan y accedemos, por fin, al sanctasanctórum, o donde reina la Presencia.

El culto «regular», es decir cotidiano, comprendía tres servicios; el más importante era el matutino. El segundo se celebraba a mediodía, el tercero al anochecer. Por la mañana, se preparaban las ofrendas alimenticias. El sumo sacerdote, actuando en nombre del rey, penetraba en el sanctasanctórum y rompía el sello que cerraba las puertas del naos. Corrido el cerrojo, contemplaba la estatua donde se encarnaba la potencia divina que él despertaba «en paz» con fórmulas rituales. Alimentaba esa potencia, la vestía, la incensaba. Luego cerraba de nuevo las puertas del naos, se alejaba de espaldas y borraba las huellas de sus pasos. El silencio reinaba de nuevo en el sanctasanctórum. A mediodía, el naos permanecía cerrado. Se renovaban aspersiones y fumigaciones. Al anochecer, se procedía a una purificación con el incienso y se celebraba un ritual de ofrenda. La divinidad iba a enfrentarse con las tinieblas, el mundo y la existencia humana eran cuestionados de nuevo hasta el siguiente amanecer.

Edfu es también la fiesta en los múltiples aspectos que nos dan a conocer los textos del templo. Hemos evocado ya la fiesta de la coronación del halcón, que corresponde a la vez a la consagración del faraón vivo, protegido por Horus, y a la encarnación, renovada arto tras arto, del espíritu del dios en su animal sagrado presentado a la población.

Esta coronación del halcón era indisociable del Arto Nuevo, fiesta en la que se revelaba la potencia viva de la Luz que residía en «el palco del halcón». Al cambiar el arto, el mundo corría el riesgo de regresar al caos. Al final del ciclo la potencia divina en la tierra estaba agotada, al menos en sus manifestaciones terrenales. Las estatuas estaban «vacías» de energía, de modo que es necesario recargarlas. Para conseguirlo se celebraba el rito de la «unión con el disco solar». Una gran procesión, llevando las estatuas divinas, subía al tejado del templo el día de Arto Nuevo. A la cabeza, el rey y la reina seguidos por unos sacerdotes llevando máscaras con la efigie de los dioses y por nueve sacerdotes encargados del naos. Se dirigían hacia el «quiosco de la regeneración», en la esquina nordeste. La luz del Nuevo Arto iluminaba entonces las estatuas de piedra, transformándolas en seres vivos.

La fiesta de la victoria recuerda la lucha de Horus contra Seth. Cada arto, los sacerdotes representaban un drama litúrgico en el que hacían el papel de los dioses. Se utilizaba el lago sagrado, identificado con la marisma primordial habitada por una temible criatura, el hipopótamo de Seth, que perturbaba la paz y el equilibrio del mundo. Para lograr que esta situación cesara, se organizaba una expedición. Encabezada por Horus, como arponero. La misión es arriesgada. El hipopótamo macho es muy peligroso durante un combate. La madre de Horus, Isis, está muy inquieta pero alienta a su hijo: de su combate depende la suerte del universo. Horus combate y triunfa. Con su arpón golpea diez veces al hipopótamo, que alcanza cada vez en un órgano vital. Las puertas del cielo se abren para Horus, Egipto queda purificado del mal. Se celebra el regreso triunfal de Horus, el hipopótamo es despedazado.

La fiesta del nacimiento del joven dios se celebraba en el mammisi; allí salía a la luz, con la protección mágica de las divinidades, un joven dios Horus encargado de reunir las Dos Tierras, el norte y el sur. El faraón, por su parte, era identificado en su misión de mediador. Cada año volvía a ser joven, contemporáneo del origen de los mundos, amamantado de nuevo por la diosa-madre que le ofrecía el líquido nutricio del universo.

La fiesta de las bodas sagradas de Horus de Edfu y Hator de Dendera, llamadas de «la perfecta unión», era motivo de gran alegría. Al final de un viaje en barca, Hator iba a pasar dos semanas de festejos con su divino esposo, ofreciendo así un período de vacaciones a los campesinos. Horus y Hator se dirigían al desierto, al lugar donde reposaban los dioses «muertos» en los orígenes de la creación; los devolvían a la vida durante la fiesta, obteniendo de ellos la alegría en el corazón de los hombres y la prosperidad de los cultivos.

Numerosos sabios vivieron en aquel lugar privilegiado. Uno de ellos fue muy celebre: Isi, que vivió en el Imperio Antiguo, bajo el reinado del faraón Teti. Visir, por lo tanto primer ministro y el personaje más importante del Estado después del rey, Isi fue un juez equitativo que nunca pronunció una mala palabra contra nadie, siempre dijo la verdad, hizo el bien y veló para que todo el trabajo ordenado por el faraón se ejecutara correctamente. Por razones que ignoramos, este grandísimo personaje terminó sus días en Edfu, lejos de la capital. Sorprendió a la población por su nobleza de corazón y su prudencia, hasta el punto que fue beatificado y venerado como un dios. Edfu, es cierto, fue un paraje privilegiado para la revelación de los misterios. Y no podríamos concluir mejor nuestra breve visita al templo de Horus sino con estos extractos de la «regla de los iniciados», grabada en los muros del edificio: «Todos vosotros que tenéis acceso ante los dioses, todos vosotros que estáis en servicio mensual en el templo de Horus, el gran dios, señor del cielo, volved vuestros rostros hacia esa casa donde Su Majestad os ha colocado. Avanza por el cielo, pero ve lo que pasa aquí abajo. Está satisfecho de vosotros cuando todo está de acuerdo con la regla. No hagáis iniciación abusiva: no penetréis en el templo en estado de impureza; no digáis mentiras en esta morada; no estéis ávidos de bienes; no digáis lo que es inexacto; no aceptéis la corrupción; no hagáis diferencia entre un pobre y un hombre poderoso; no añadáis al peso y a la medida, sabed disminuir más bien; no os toméis libertades con el celemín; no reveléis lo que hayáis visto en los misterios de los templos; no os arriesguéis a robar los bienes del dios; guardaos de concebir en vuestros corazones un pensamiento profano. Más rico de beneficios es un instante pasado al servicio de Dios que toda una existencia de opulento».

En función de esta regla de sabiduría vivieron en Edfu hombres de excepcional calidad, colocados bajo la protección del halcón divino.