Isná es un curiosísimo edificio, tratado a menudo con negligencia por las guías más completas. A 58 km al sur de Luxor, la ciudad de Isná es una plaza comercial; fue la capital de un nomo en el Antiguo Egipto y se veneró en ella a un pez sagrado que evocaba las aguas primitivas donde se formó la vida. Por allí pasaban caravanas cargadas de productos importados del Sudán. Se vendían camellos. Centro comercial próspero, sobre todo en el Imperio Nuevo, Isná era el punto de llegada de pistas que conectaban el Valle del Nilo con los países del sur. Nada de ello resulta sorprendente; cuando se llega a Isná por el Nilo, se abandona el embarcadero para entrar en las calles de un gran pueblo árabe y nos preguntamos adonde vamos a llegar. No hay masa de piedras a la vista ni templo en el horizonte. Y, de pronto, salta la sorpresa: en plena ciudad, a 9 metros por debajo del nivel de la calle, una gran sala con columnas (33 x 16,5 m). Esta única parte que subsiste del templo está curiosamente aislada en ese agujero, vestigio al margen del tiempo y del espacio de los hombres.
Esa extraña sala de columnas es todo lo que se ha conservado de un templo tolemaico, último avatar de un edificio anterior construido en la XVIII dinastía, en esta ciudad del dios carnero Khnum. Isná dormita. No veremos allí edificios modernos. Artesanos y comerciantes viven todavía al compás de los siglos pasados, están lejos del progreso. Todo parece aquí cerrado, misterioso, encerrado en sí mismo. La fachada de la sala con columnas presenta muros que tapan la vista y la aíslan del profano. Los sacerdotes entraban por puertas laterales.
Los cristianos transformaron la sala en iglesia. Los árabes la habitaron y la rodearon de casas. A comienzos del siglo XIX, concibieron el proyecto de derribarla y utilizar las piedras para reparar el embarcadero de época romana. Finalmente, se consideró más oportuno utilizar el viejo edificio como almacén para el algodón.
En tan miserable estado descubrirá Champollion el templo en 1828. Hoy está ya despejado, y muchas sorpresas aguardaban a quienes iban a conceder cierta atención al lugar sagrado de la Latopolis de los griegos, llamada Ta-se-nit en egipcio y apodada «la Heliópolis del Alto Egipto».
Podía sospecharse la importancia del monumento sabiendo que Khnum era una de las imágenes del creador. Modelaba el mundo y los seres en su tomo. Una importante fiesta local celebraba la entrega del torno al divino alfarero. Tras la reconstrucción del templo por Tolomeo VI, los emperadores romanos sintieron un indudable afecto por Isná: en sus paredes puede verse a Claudio, Vespasiano, Tito, Domiciano, Nerva, Adriano, Antonino Pío, Septimio Severo, Caracalla. En ellas se evoca, incluso, una oscura historia romana, muy ajena a Egipto, la muerte de Ceta, asesinado por Caracalla. En la sala de columnas, construida en tiempos de Claudio (41-54) y cuya última inscripción data de mediados del siglo III d. J. C., se evocan misterios esenciales de la religión egipcia. Un texto explica además que la sala es una pétrea espesura de papiro, un conjunto de columnas florales que se elevan ante la majestad del dios camero Khnum, el buen pastor de los habitantes de la tierra. Se pasea por estas marismas y las contempla con júbilo. Aquí brota la vida, la vida en su aspecto vegetal; gracias a la presencia del dios, la prosperidad agrícola está asegurada.
Khnum, el carnero creador, tenía dos esposas; una reinaba sobre la campiña, la otra era una diosa-leona. El dios-hijo era Heka, en relación con la magia. En su torno, Khnum modelaba dioses, hombres, animales, pájaros, peces, vegetales. Había aparecido sobre un altozano de tierra batida cuando la tierra se hallaba aún en tinieblas; el cielo no había nacido y el suelo no se había solidificado aún. Aguas y cielo permanecían confundidos. Cuando el Creador abrió los ojos, brotó la luz y se organizó el cosmos. «Contó» su tierra santa, la ordenó de acuerdo con los números y colocó el universo en su templo. En su lago sagrado, el Carnero recibía el loto viviente, constituido por la simiente de los Ocho dioses primordiales. Pero Khnum debía utilizar también su poder contra las fuerzas de las tinieblas; cuando los hombres se rebelaban contra los dioses, Khnum sabía manejar el palo y el bastón para castigar a los enemigos de la luz.
Khnum no es el único dueño del templo. A su lado reina una misteriosa diosa, Neith, soberana de los dioses del cielo, de la tierra y del mundo intermedio. Primogénita de las divinidades, aparecida en los orígenes, su emblema son unas flechas cruzadas, trazos de luz que evocan también el tejido cuyo secreto posee. Soberana de la ciudad de Sais, en el Delta, su animal sagrado es el pez lates, símbolo de la resurrección; por otra parte, se ha encontrado en Isná un cementerio de peces. Sin duda por ello la diosa es una excelente nadadora se mueve en las aguas del Océano de los orígenes; «ella convirtió en luminosas las miradas de sus ojos y la claridad se hizo», explica un texto.
Los textos de la sala de columnas de Isná tienen la función de revelar los misterios de la creación del mundo; en este edificio macizo, poco acogedor, poco espectacular, fue posible descifrar, no sin dificultades, algunos de los escritos jeroglíficos más esenciales y profundos. Gracias al trabajo de un egiptólogo francés, Serge Sauneron, muerto prematuramente en un accidente de circulación en Egipto, hemos podido apreciar la profundidad del pensamiento de los iniciados egipcios, hasta el último aliento de su civilización, y hemos podido comprender que la tierra de los faraones era la fuente del hermetismo y el esoterismo presentes en el cristianismo primitivo y en los tiempos de las catedrales.
Aunque parece de buen tono denigrar el grabado de la sala de columnas de Isná, considerado pesado y torpe, se está de acuerdo sin embargo en apreciar los capiteles de las 24 columnas y algunas de las escenas simbólicas. La más importante de todas ellas es la entrega del torno de alfarero a Khnum (n.º 3 en el plano); está asociada a la fiesta del «levantamiento del cielo» que permite el nacimiento espontáneo de la luz y el aire. Al «despegarse», el cielo y la tierra permiten que la humanidad exista. Y, mucho más tarde, cuando a los galos sólo les dé miedo que caiga el cielo, harán implícita referencia a la tradición egipcia. Puesto que el dios Khnum está asociado a la diosa Neith, existe una fórmula para el establecimiento del torno cósmico en el vientre de los seres femeninos, que contendrá de este modo una matriz a imagen de los dioses.
La escena de la caza con red (n.º 4), muy difícil de descifrar por desgracia, forma parte del antiguo acervo de la religión egipcia. Las potencias maléficas, las energías negativas son así capturadas y no aniquiladas. Una vez dominadas, a los sabios les será posible liberar la luz que se ocultaba en ellas, bajo las tinieblas.
Las escenas de fundación (n.º 5) se integran en un ritual de tases inmutables: implantación de estacas tras la agrimensura, vertido de la arena en un foso, moldeado del primer ladrillo, utilización de la plomada, donación del templo a su verdadero dueño, la divinidad, listas escenas deben conectarse con las figuraciones del techo, donde se distingue un zodiaco, constelaciones y el circuito solar. El templo contiene el universo, se ha construido en función de sus leyes.
Dos curiosidades de Isná: un texto compuesto sólo por cocodrilos (n.º 6), y otro sólo por carneros (n.º 7). Se trata de juegos de escritura, verdaderos rompecabezas que no han sido descifrados aún.
Ciudad santa, villa de fiestas sagradas y misterios reservados a los iniciados que deseaban profundizar en los mecanismos de la creación, Isná estaba concebida como un taller donde las fuerzas divinas daban la vida. Todos los seres proceden de un solo Padre, dicen los textos. El torno del alfarero cósmico funciona eternamente. Con sus siete palabras, Neith, varón y hembra a la vez, manifestado por la bóveda celeste, teje el mundo. Padre de los padres, Madre de las madres, el arquitecto divino que comenzó a ser en el inicio crea sin cesar por amor a la creación. Por ello crecen viñedos, flores, lotos; por ello la divinidad ha hecho luminosa la naturaleza que, día a día, teje su red de luz.