Cuando Champollion, en 1822, consiguió descifrar los jeroglíficos, rescató del olvido y las tinieblas una de las más hermosas lenguas creada por los hombres. Algunos piensan que el secreto de los jeroglíficos nunca estuvo perdido por completo, pero no tenemos prueba de ello. Tras el cierre del último templo, los cultos rendidos a las divinidades egipcias siguieron practicándose en Oriente y Occidente. Es imposible, por ejemplo, comprender el «milagro» de las catedrales de la Edad Media sin saber que algunos iniciados procedentes de Egipto fueron el punto de partida de las corporaciones de constructores. Tal vez algunos de ellos sabían leer todavía los jeroglíficos o conocían el contenido de ciertos textos. Pero, como quiera que fuere, fue necesario el (re)descubrimiento genial de Jean-François Champollion, sabio de excepcional envergadura, para que fuera posible de nuevo leer los jeroglíficos y descifrar la civilización egipcia.
La lengua de los antiguos egipcios es el egipcio. ¿Qué es eso, una perogrullada? Ciertamente, pero es preciso advertir que, en el Egipto moderno, se habla sobre todo árabe, lengua importada por unos ocupantes tardíos y sin ninguna relación con el antiguo egipcio. Esto es tanto más importante porque, para la civilización faraónica, los jeroglíficos son la «herramienta» sagrada por excelencia; esos signos-palabras crean vida, pensamiento, son «las palabras de los dioses». El árabe sólo se convirtió en lengua única a partir del siglo XVI de nuestra era.
Para captar bien cómo funciona el espíritu egipcio, es preciso saber que existe, desde el origen de la civilización, una distinción entre la lengua sagrada —los jeroglíficos propiamente dichos— y otras diversas formas de lengua profana, utilizadas para las necesidades de la vida corriente. En los monumentos, destinados a superar la prueba del tiempo, sólo se utilizan los jeroglíficos, desde los orígenes hasta el final de la cultura faraónica. Estos jeroglíficos son una lengua escrita —y no oral—, donde sólo se transcriben las consonantes. El «sistema» jeroglífico, con su alfabeto simbólico y fonético de 24 signos, se formó en las primeras dinastías.
Los principios básicos de los jeroglíficos no cambiarán; sólo aumentarán, con el tiempo, el número de signos. De unos 700 en el Imperio Medio, periodo clásico de la lengua, se pasará a varios miles en la época tolemaica.
En el sistema jeroglífico, las «palabras» son dibujos. Pero existe otra forma de escritura, la hierática; es una especie de taquigrafía que los escribas utilizan para escribir rápidamente y donde ya no se reconocen los jeroglíficos.
Además de esta diferencia de escritura, existen evoluciones y modificaciones según las épocas. Por ello se distinguen varios niveles de lenguaje dentro de los mismos jeroglíficos:
—el antiguo egipcio es la lengua del Imperio Antiguo; se utilizó para redactar, especialmente, los Textos de las pirámides, las leyendas que explican las escenas de las tumbas (las mastabas), los textos de las estelas y las estatuas. Es una lengua a menudo elíptica, concisa, que descansa sobre una gramática matemática y un número reducido de jeroglíficos. Muchas inscripciones —dada su concisión— siguen siendo enigmáticas;
—el egipcio medio o egipcio «clásico» es la lengua del Imperio Medio. La gramática evoluciona, pero sus reglas no cambiarán hasta las últimas inscripciones. Un egiptólogo comienza a estudiar los jeroglíficos con el egipcio clásico, pues esta lengua sirvió para redactar numerosos textos literarios, entre ellos la célebre aventura de Sinuhé;
—el neo-egipcio, cuyas primicias se distinguen en los textos de Tell al-Amama, la ciudad del faraón Ajnatón, es sobre todo la lengua de la época ramésida. Acoge cierto número de palabras extranjeras y utiliza mucho la escritura hierática.[5]
Existe una especie de alfabeto en el que cada signo equivale a una consonante.
Por ejemplo: (la piedra) = P
(la pierna) = B
Sólo existen consonantes, pues se consideran inmortales. Las vocales, que sólo servían para pronunciar la lengua en un momento dado, eran pues mortales y no debían pasar a la posteridad.[6]
Los signos del alfabeto transcriben un solo sonido. Pero existen otros jeroglíficos que sirven para escribir dos sonidos (por ejemplo, , el plano de una casa con su entrada, se lee pr) o tres sonidos.
La lengua jeroglífica es, pues, una combinación de símbolos y de sonidos donde cada jeroglífico puede servir para escribir lo que representa ( , es «la piedra»;
es «la casa») o para anotar un sonido en una palabra (por ejemplo
se descompone en
, P +
, N = PN, «aquél»).
Si tomamos la palabra
tenemos dos jeroglíficos,
y
.
se lee PR y la palabra
significa «salir». El signo
, las dos piernas que caminan, no se lee. Es una indicación, un signo «determinativo» que nos ayuda a precisar la categoría de acción en la que se halla la palabra. Con
, sabemos que nos hallamos en la categoría del movimiento.
Otro ejemplo, la palabra
que se compone de tres jeroglíficos:
(una tela doblada) = S
(la pierna) = B
(un buitre) = A,
leyéndose la palabra entera como SBA.
La palabra SBA, escrita
, es decir determinada por la estrella
, significa «estrella».
Esta misma palabra SBA escrita
, es decir determinada por el rollo de papiro
, significa «enseñanza».
Son, pues, dos palabras distintas, aunque existe una relación entre ambas: la contemplación de las estrellas procura al iniciado una enseñanza; cualquier enseñanza válida es una estrella en nuestro camino, una luz que nos guía en la noche.
Los jeroglíficos son una lengua muy difícil que exige numerosos años de práctica; por lo demás, algunos egiptólogos se especializan en una época particular de la lengua.
Los jeroglíficos pueden enseñarnos muchas cosas sobre el funcionamiento del pensamiento humano, sobre el valor de la imagen simbólica, sobre la relación del hombre con las fuerzas vivas del cosmos. Son fuente de una extraordinaria filosofía que algún día merecerá ser expuesta.
Los egipcios escribieron mucho. Por desgracia, las traducciones de buena calidad son escasas, muy poco difundidas y esta literatura, que constituye uno de los más importantes patrimonios culturales de la humanidad, permanece en un gueto intelectual y universitario adonde es muy difícil ir a descubrirla. Alemanes e ingleses llevan ventaja, pues algunos sabios comprendieron que era su deber poner unos textos esenciales al alcance del gran público.
Los eruditos, para mayor comodidad en sus investigaciones, adoptaron la costumbre de dividir la «producción» literaria egipcia en textos religiosos, mágicos, históricos, etc. Estas distinciones, reconozcámoslo, suelen ser artificiales, pues con frecuencia se entremezclan varios géneros.
Del Imperio Antiguo es preciso retener, sobre todo, la inmensa colección de los Textos de las pirámides, la más antigua antología religiosa que reúne tratados teológicos, fórmulas mágicas, elementos rituales, destinado todo ello a la vida eterna del faraón y, a través de su persona simbólica, de su pueblo.
Los Textos de los sarcófagos marcan la transición entre el Antiguo Imperio y el Imperio Medio. La edición —incompleta todavía— proporciona materia para siete grandes volúmenes de textos jeroglíficos que recogen y desarrollan los temas de los Textos de las pirámides. Pero esta vez ya no se trata sólo del faraón; entran en escena los iniciados. Asistimos a escenas dramáticas, como la entrevista con el barquero de las almas; recorremos con el hombre-justo los senderos del otro mundo, sembrados de trampas y peligros sobre los que sólo el conocimiento permite triunfar.
Del Imperio Medio datan hermosos relatos de aventuras, misterio y magia, el más célebre de los cuales es el Cuento de Sinuhé que ha conocido modernas explotaciones literarias muy alejadas del original. Es preciso citar también la odisea del náufrago, que descubre muchos secretos en una isla encantada, las tribulaciones de un campesino maltratado por la justicia que apelará al propio faraón para que se reconozcan sus derechos, el extraordinario diálogo sobre la muerte de un hombre con su alma, las enseñanzas del faraón Amenemhat I a su hijo Sesostris I.
Esta obra pertenece a un género muy particular; transmitir su sabiduría les parecía esencial a los egipcios. El rey asociaba al trono a su sucesor para enseñarle su oficio, para formarle antes de que se viera directamente confrontado a los problemas cotidianos. En el Imperio Antiguo, un visir llamado Ptahotep escribió, a la edad de ciento diez años, una colección de máximas, considerando que su modesta experiencia de la vida podría ayudar a las futuras generaciones a comportarse bien. Punto fundamental: el modo de comportarse en la mesa. Durante un banquete, en efecto, se reconoce el ser profundo de un comensal por su comportamiento y la atención que presta a los demás. Las cosas más pequeñas son dignas de respeto, pues la mirada de Dios se ha posado en la creación entera.
El Imperio Nuevo se caracteriza por la creación del famoso Libro de los muertos cuyo verdadero título es «Libro de salir a la luz». Aunque algunos de sus capítulos fueran depositados en las tumbas para garantizar al difunto un viático que le permitiese pasar sin temor al otro mundo, el libro estaba también destinado a los vivos. Contenía rituales de iniciación, heredados de las anteriores colecciones, Textos de las pirámides y Textos de los sarcófagos.
Del Imperio Nuevo datan también maravillosos cantos de amor donde se mezclan sensualidad y pudor, grandes relatos mitológicos como «la destrucción de la humanidad», cuentos como el del combate entre los dos hermanos divinos, Horus y Seth, o también el Príncipe predestinado que intenta escapar de la fatalidad.
El Egipto tardío producirá también hermosas obras, especialmente colecciones de máximas debidas a unos sabios que evitaron la vanidad; ¿acaso no escribieron: «El verdadero» hombre humilde es como un árbol que crece en un jardín?
Esta enumeración es muy sumaria, pues no tiene en cuenta, sobre todo, numerosos papiros, las inscripciones en las estelas, las estatuas, los muros de los templos… En resumen, las múltiples expresiones del genio «literario» de los antiguos egipcios.