El arte, creador de vida

Los secretos del arte egipcio

No hay artistas en el antiguo Egipto. No existe distinción entre lo manual y lo intelectual. El que crea trabaja con su espíritu y con sus manos. Ser artesano es crear vida. No es casual que los más importantes personajes del Estado, en el Imperio Antiguo, sean antiguos artesanos que practicaron numerosos oficios. Se desconocía la noción de estético, de hermoso, de gracioso. El artesano no crea obras de arte por capricho, para complacer al público o venderlas a los aficionados. Las estatuas, las estelas, los templos son elementos esenciales. Sin ellos no es posible vida espiritual o social alguna. El gran secreto del arte egipcio es ser útil y luminoso: ambas nociones están expresadas por cierto con la misma palabra, akh, en lengua jeroglífica. El artesano, en efecto, realiza en la tierra lo que los dioses crean en el cielo. Por eso, en los textos se afirma que las estatuas están vivas. Una vez que la piedra ha sido correctamente tallada, es preciso además animarla. Se dice que el ba, el alma-pájaro, se desliza dentro del cuerpo de piedra. Se abren los ojos y la boca de una estatua; estelas y sarcófagos poseen ojos que contemplarán eternamente nuestro mundo. El arte egipcio no es un repertorio de obras muertas, pasadas, sino un conjunto de creaciones dotadas de una vida inalterable. Cuando los obreros extrajeron del suelo la célebre estatua de madera llamada el «jeque el-Beled», un notable barrigudo del Imperio Antiguo, de rostro sereno, huyeron lanzando gritos. ¡Habían reconocido al alcalde de su pueblo, muy vivo, con los ojos abiertos! Y muy a menudo, en los dédalos del Museo de El Cairo, el visitante se detiene, sorprendido, ante estatuas como las de Rahotep y Nefret, cuya vida interior transparenta bajo la piedra.

Los artesanos egipcios eran iniciados. Una inscripción nos dice que los secretos del maestro escultor no eran sólo de orden técnico. Fue primero iniciado en los misterios del templo, le revelaron los secretos de las palabras divinas, el modo como los dioses crean el mundo. Vio la luz en las tinieblas; puede practicar la magia.

Para el egipcio, lo que cuenta, es lo real, no lo aparente. Los dibujantes egipcios eran perfectamente capaces de inventar complicadas perspectivas, trampantojos, etc. Pero eligieron lo que se denomina, incorrectamente, «convenciones» que son, en realidad, criterios de representación considerados indispensables. Así, en las escenas que pueden contemplarse en el interior de los templos y las tumbas, se advierte que los personajes están de perfil aunque los ojos estén de frente; que se nos muestra el contenido de los objetos, aunque ello sea teóricamente imposible; que los jardines se levantan en vertical para que puedan detallarse, cuando sólo debiéramos ver una línea horizontal. En resumen, el artista olvida voluntariamente la estética y nos muestra lo que debe verse. Pensemos también en esas extraordinarias representaciones de divinidades con cabezas de animal, como Sobek, hombre-cocodrilo, Anubis, hombre-chacal o Bastet, mujer-gata. Deberían ser monstruosas, repugnantes. Poseen, por el contrario, una extraordinaria belleza, de modo que en ningún momento tenemos la sensación de contemplar a criaturas híbridas.

Los personajes representados gozan a menudo de una eterna juventud, en especial los faraones. No importa su edad física. Lo que cuenta es el poder, el brillo del rey-dios. Cuando el faraón desea evocar la vejez, la meditación, el recogimiento, sus maestros escultores crean estatuas como las de Sesostris (Museo de Luxor) en las que a través de un cierto «realismo» se traducen todas estas nociones.

En las mastabas podremos ver a los dueños de los dominios representados en un tamaño grande, mientras las mujeres e hijos son de tamaño muy pequeño. La voluntad simbólica es clara: el dueño del dominio ocupa aquí sus funciones de jefe, análogas a las del faraón con respecto al Estado. Es responsable de todo lo que ocurre en las tierras que están a su cargo y a él se le exigirán cuentas en caso de incidente o de mala gestión. En cambio, en las escenas de intimidad, en los grupos esculpidos, la mujer es «igual» al hombre y se sabe que los egipcios consideraron siempre la familia como un tesoro sin igual. Se casaban jóvenes y deseaban, por lo general, dos hijos. Nada más conmovedor que esas obras de piedra que inmortalizan familias, con una expresión de serenidad, de gozo interior lo que estuvo unido en la tierra lo estará en el cielo; del escriba meditando al faraón en su trono, la estatuaria egipcia está profundamente marcada por la serenidad. Los personajes miran ante sí o levantan un poco los ojos al cielo, hacia esa luz de la que brotaron y hacia la que regresan.

Una arquitectura para la eternidad

Cada generación debe construir su casa. No está hecha para perdurar y se construirá con materiales perecederos. Lo mismo ocurre con las ciudades donde se desarrolla la existencia cotidiana de los humanos. Los templos, en cambio, deben erigirse con piedras de eternidad para durar millones de años.

El tiempo ha respondido a las exigencias de los egipcios. Sólo la arquitectura sagrada, la de los templos y las tumbas, ha sobrevivido, en la medida en que el propio hombre no las ha saqueado y destruido.

En esta arquitectura, como en las demás expresiones del arte egipcio, la estética no desempeña papel alguno. Hemos recordado la función del templo, su importancia vital. Lo mismo ocurre con las mastabas del Imperio Antiguo o las tumbas posteriores que no fueron concebidas para albergar despojos mortales sino para generar fuerzas de resurrección.

Templos y tumbas no están «abandonados». Se hallan siempre en estado de funcionamiento, en especial gracias a los jeroglíficos. En cierto modo, al «visitarlos», participamos en esta eternidad que los egipcios supieron transmitir.