EPÍLOGO

Tras largas horas de estudio en el templo de Karnak, después de haber centrado mi atención en algunas columnas de jeroglíficos que por sí solas evocaban todo un universo, me dirigía hacia Luxor. Era a finales de invierno, al caer la tarde. El templo cuyas columnas son las más hermosas de Egipto, se adornaba de oro en el ocaso. Pensé en el genial arquitecto Amenhotep, hijo de Hapu, en las alegres fiestas que animaron antaño el edificio, en los ritos secretos celebrados por los iniciados en la penumbra del templo cerrado. Aquellas piedras están vivas. Los jeroglíficos hablan, las escenas cuentan, reactualizan gestos y ritos grabados para siempre en la conciencia del Hombre.

Fui de pronto consciente de que había alguien a mi espalda. Me volví hacia el Nilo. Lo que contemplé superaba el entendimiento. Ninguna palabra podría describirlo. Muy bajo en el horizonte, el sol del anochecer había estallado fraccionándose en mil colores, del rojo sangre al amarillo dorado. El cielo y el río se confundían. El tiempo se había detenido para permitir que se expresara el hechizo de Atum, luminaria del anochecer. Muy pronto el astro del día desaparecería entre las tinieblas, se hundiría bajo tierra, en un mundo peligroso e inquietante donde unos demonios atentarían contra su vida. Tendría que luchar para renacer, para reaparecer la próxima mañana.

Antes del gran combate, la luz se hacía serena. Atum, el Creador, ofrecía a la mirada ese conocimiento del anochecer, tan por encima de las posibilidades del hombre que la única actitud posible era la de la veneración.

Eso era el hotep de los egipcios, ese estado de conciencia traducido por una palabra que significa a la vez «puesta de sol», «plenitud» y «ofrenda». En esta luz postrera antes de la noche se revelaba la civilización egipcia. Y comprendí entonces por qué Egipto era la tierra de los dioses, por que el viaje a Egipto es un viaje a la eternidad.