Aquí está mi cabeza cortada, perdida como un coco a orillas del Océano Pacífico en la costa mexicana de Guerrero.
Mi cabeza no sólo añora mi cuerpo. No sé a dónde fui a dar de la nuca para abajo. Quizás mi cadáver acéfalo también ha sido puesto “a buen recaudo”. Quizás, sin embargo, el sacrificio del cuerpo ha sido la condición para que mi alma se libere de la existencia puramente vegetativa y asuma una nueva vida de relación. Vida de relación: ¿no es esta la vida propia del animal? ¿Me hago ilusiones creyendo que, perdido mi cuerpo, mi espíritu asciende a una región sólo habitada por el ánima? ¿Y ánima no es ya, de arranque, animal?
De ánima. ¡Qué curioso, qué inesperado cómo en la mente, si no regresa, al menos se avecina el conocimiento adquirido años antes, las lecturas jóvenes que tantas veces he mencionado en este mi manuscrito de sal y espuma! Materia y forma. Potencia y acto. Sólo la muerte me confirma que ahora no soy más que un acto en potencia, una materia a la caza de su propia forma. Ahora siento mi alma como la promesa de un sentido renovado, pero ahora sin contenido y por ello listo a recibirlos todos. Soy algo posible, me digo en este extremo de mi existencia. Aún no soy. Aunque ya soy, acaso, inmortal por la paradoja de haber muerto, sólo por eso…
Alma ánima animal: mi cabeza yace en la playa y la bañan las tibias olas del Mar del Sur. No sé ya si me confundo, si hablo de mi ánima y hablo al mismo tiempo de mi animal. Mas si he vuelto a ser ánima de animal, eso significa que he regresado al embrión, a la formación de animal y hombre, al instante de similitud de las especies: su hermandad.
Me detengo allí porque basta la idea para acelerar mi mente y enviarme a una secuela evolutiva que no deseo porque siento que me aleja de una fraternidad oscuramente recobrada con el mundo, sí, pero con mis hermanos también. ¿Cómo se llamaban? ¿Cuántos éramos? ¿Dos, tres…? El gran océano convierte mi cabeza cortada en caracol marino y me repite historias antiguas que sólo el mar guarda y las olas murmuran… Dos hermanos… Vuelven sus rostros, vuelven sus cuerpos, vuelven sus nombres en cada pulso del oleaje benefactor y atroz que impulsa hacia adelante y vence hacia atrás el movimiento todo del universo…
Se cruza una idea insana en mi cabeza. Cástor y Pólux. Mi hermano Jericó y yo gozamos de la inmortalidad sólo en días alternos. Siento el espanto. ¿Puedo quedarme más de un día con la inmortalidad y negársela, en consecuencia, a mi hermano? ¿Puede él hacer lo mismo y dejarme abandonado, para siempre, a la deriva sin un día más de vida? Expreso este horrible pensamiento mirando un tropel de caballos que corren sobre las olas pidiendo a gritos agua, agua, aunque el agua los rodea, de esta agua no beberás, a lo largo de esta agua correrás velozmente, surcarás el mar y protegerás al marino con el fuego de tu recuerdo incendiando el alto del mástil, tú y tu hermano nos daremos el uno al otro la emoción de la vida, el amor, el combate, el poder y la gloria, el secuestro de hembras, nos agarramos al mástil de fuego y los corceles del mar nos arrastrarán a un destino que distingo en la misma playa a donde yo llegué ya estando ahí…
Un pelícano se bambolea cerca de la costa.
Su voz llega hasta mí.
“El gusano es un error”, dice.
Y bastan estas palabras para regresarme al sitio donde me encuentro y a la terrible pérdida de la vida, al holocausto interminable de la inexplicable muerte de todos nosotros, los seres humanos… Y no entonces la inmortalidad alternada, ni los caballos del mar, ni el mástil de fuego, ni el temor de matar o ser matado cuando dejo de ser inmortal, nada de eso se hace presente, sino esto que aquí yace, una cabeza cortada por machete y eso que aquí no está, un cuerpo perdido, un tronco de cavidades huecas dividido por el diafragma, depósito mortal del corazón, los pulmones, la pleura, antesala del estómago, el hígado, la vejiga, los intestinos, los riñones, ¿qué me queda?
¡Aaaaah! Me doy por satisfecho. Soy dueño de mi cabeza, por más cortada que esté. Esplenio, trapecio, tráquea. El hueso hioides sigue sosteniendo mi lengua. Mi cara tiene boca. Mi cráneo contiene encéfalo. Mi cerebro, mi cerebro aquí yaciente tiene aún una corteza de materia gris que se me escapa por las narices, deja de envolver la materia blanca que se me sale por los ojos. ¿Dónde quedó el cerebelo que controlaba el movimiento de lo que perdí: el cuerpo? ¿Qué postura, ningún equilibrio?
Respirar. Circular. Dormir. Qué dolor perderlo todo. Qué ilusión creer que las áreas nuevas de la cabeza pueden perderse sólo para darle vida activa a las más antiguas… Piel. Orificios. Cabeza. Tronco. Extremidades. Eran yo. Me vi al principio en el espejo de mi cuarto de baño. Tengo veintisiete años de edad. Me acaricio las mejillas. Me afeito la barba y el labio superior. Recuerdo que debo rescatar mi físico antes de que sea demasiado tarde. Cierro los ojos. Imagino mi cara. Mata india de pelo negro. Ojos oscuros hundidos en las cuencas de un esqueleto facial casi transparente. Cejas invisibles. Boca amable. Delgada. Sonriente. Orejas ni grandes ni chicas. Rostro flaco. Piel pegada al hueso. Cabellera brotando como matorrales nocturnos que crecen en el fondo del mar con la poca luz que atraviesa la hondura.
El gran sargazo de la muerte anticipada.
El mar que asciende en breves oleadas, obligándome a tragarlo antes de que llegue a los orificios de mi gran nariz, narizón, nariguetas, narigudo, narizado…
Entonces las inmensas algas negras surgieron al mismo tiempo del mar y del cielo y ocurrió el milagro: en el aire, mi cabeza y mi cuerpo dispersos se reunieron y la voz que ya conocía, que reconocí, me dijo el cielo se abre, el tiempo del exilio se acaba, el viento tempestuoso nos arrastra, ¿me recuerdas? Soy Ezequiel, el profeta que une las alas del mundo y salva al hombre del fuego y de las olas, devolviéndote, Josué, al aire que te pertenece y donde tendrás nueva compañía: ¡qué error, qué gran error andar creyendo que las almas se van al cielo o al infierno, a nuevos claustros de nube o de llama! Las almas no caben ni en el cielo ni en el infierno, que son espacios cercados. Las almas habitan el espacio infinito. Oye el ruido de mis alas, oye las voces de cuanto ha existido. Yo te hablaré pero tú verás, Josué. Verás rostros duros y corazones tenaces. Verás tu casa rebelde. Tu padre. Tus hermanos. La puta de Babilonia. No saben que hay una profetisa que los mira y te protege. Están sentados sobre alacranes. Comen papel y creen que es ambrosía. No te escuchan porque no quieren. Háblales aunque no te escuchen. Tú eres el gran rumor, eres la gran advertencia. La ciudad se muere, les adviertes, Josué en alas del profeta Ezequiel que soy yo, la ciudad te pondrá obstáculos, la ciudad se pondrá en guardia porque a ti te penetró el espíritu y por eso desobedeciste, no te sometiste a la casa del orden, la ambición, el ascenso, la comodidad, el compromiso, Josué, no te encerraste en tu casa, no sellaste la lengua contra el paladar, ayunaste, viste el santuario ensuciado por la peste y la guerra, la ruina y el oprobio, el crimen, la desolación de los templos, los cadáveres vivientes postrados ante los ídolos, mira, Josué, mira desde los aires a la ciudad doliente, ciudad oliente, ¿crees que la has abandonado para siempre?, ¿crees que has dejado tu casa sin acabar de construirla? Ah, Josué, sólo la muerte nos permite ver el futuro; si viviésemos para siempre seríamos el porvenir y lo desconoceríamos, si siguiésemos en la tierra seguiríamos creyendo en nuestra individualidad y no veríamos la verdad que nos acompaña: la verdad es otra persona, acaso otras personas, pero sin duda hay una persona sola, delegada por la Providencia, designada por los dioses, fabricada por la Naturaleza, la persona que te guarda, no como un ángel, sino como el buen Demonio, la presencia que te acompaña, la diablilla que viste y no viste, conociste y desconociste, abrazaste y abandonaste, la mujer que se dio entera a ti, te probó y te comprobó como hombre y te dejó cuando fue necesario que llegaras solo, como llegamos todos, hasta los ángeles, sobre todo los profetas como yo, a nuestro destino… Se apartó. Te mintió para que no la añoraras. Adivinó desde siempre tu necesidad, Josué, tu razón para dar la batalla en las tierras de Judea desde las montañas de Nero y Pisga hasta la orilla del mar, tu batalla personal, Josué, la de tu individualidad irrepetible pero no solitaria, has tenido compañía, Josué, la cercana asistencia de la única persona a la que realmente amaste y realmente te amó, con entrega, con rebeldía, con disgusto acaso, con pasión siempre y fue esto, la pasión que es paso por la vida, que es sufrimiento, soportar contrariedades, padecer enfermedades, mover el alma para el placer y para la pena, desear, apasionarse, ¿quién fue el Demonio de tu pasión?
Perdido en el paso diario de la vida, acaso no te diste cuenta, Josué, de que alguien te conoció y de allí en adelante te acompañó, incluso en la ausencia, invisible pero siempre presente: tu mujer-Demonio, tu diabla personal… Porque al vivir, la violencia y la costumbre, la costumbre interrumpida por la violencia, o al revés, Josué, te impidieron distinguir, hasta muy tarde, hasta la última hora de tu vida, entre el buen y el mal Demonio. Tu cancerbera María Egipciaca, tu enfermera fugaz Elvira Ríos. Tu contradictorio, sabio y acomodaticio maestro Antonio Sanginés. Tu oscuro hermano encarcelado por sí mismo y en sí mismo Miguel Aparecido. Tu otro hermano Jericó, al que tanto amaste, tanto odiaste y en medio tanto te sirvió para medir los infinitos grados del hombre entre el amor y el odio. Tu madre desconocida Sibila Sarmiento a la que sólo puedes dedicarle el réquiem de la piedad. Tu lejano padre Max Monroy, tan impenetrable por ser su propio partido, partido único, tan seguro de no perder nunca, convirtiendo la mentira en la verdad y la verdad en la mentira para desde allí moverse y afirmar el poder de los viejos temerosos de que los jóvenes los amenacen, trastornando el origen probado de todas las cosas que ellos crearon: esto temía Max, no los puso a prueba a ti y a tu hermano para ver si daban la batalla contando con todas las comodidades salvo la de saber quiénes eran, no porque quiso evitar el destino brutal e inhumano que le impuso a Miguel Aparecido, no, sino el miedo que les tenía si los dejaba libres sin las ataduras que al cabo, con un sofisma deleznable, les impuso: les doy todo para vivir menos lo que me amenaza a mí. Esto sabía Asunta, ¿sabes?, que el viejo les tenía miedo y que acaso, si ella los liquidaba a ustedes para que no heredasen, Max lo entendería como un acto más de fidelidad de la mujer: no para que no heredasen, sólo para que no se presentasen como lo que eras tú y fue Jericó: los hijos de Monroy que Monroy no metió en la cárcel, porque en el destino de Miguel Aparecido tú y tu hermano Jericó han de ver no lo que no les sucedió sino lo que les pudo suceder: padres e hijos se devorarán entre sí, la casa rebelde se sentará sobre alacranes, los hogares desolados se extinguirán, los cadáveres se inclinarán ante los ídolos y las casas serán antorchas…
—¿Y Lucha Zapata?
Volábamos sobre las montañas de México, con rumbo desconocido. Las aguas se precipitaban de los cerros al mar, desolando las altas mesetas. Miré salinas y pantanos. Vi las aves huyendo y las manadas de toros en los valles y las cabras en las rocas, volamos sobre una vaguada de huesos, y Ezequiel se dijo a sí mismo, profetiza sobre estos huesos, tal es el mandato de Dios, envuelto en un feroz ruido de trueno y relámpago, volando sobre las montañas: profetiza, Josué, profetiza que todos estos huesos serán tu casa, y yo me rebelé, aun a costa de mi vida, porque Ezequiel podía soltarme y yo no quería morir dos veces sin repetir:
—Lucha Zapata.
Quizás fue una respuesta a mi ruego —pues Lucha Zapata era ya mi oración final—: en un cúmulo de nubes distinguí a gente que conocía; acercándome en el vuelo, vi a Alberto-Albertina devuelto a su condición de niña: desnuda, con la lánguida V de sus muslos luciendo la límpida \|/ de su sexo, me reconoció, me saludó y a ella se unieron las manos agitadas de los niños ahogados en la piscina de San Juan de Aragón, la Chuchita desnuda, encantada de no tener que vestirse más, Merlín que era parte de la pandilla de idiotas utilizado para colarse a las casas pudientes, rapado, ahora sí idiota pero feliz, con la boca entreabierta y el moco suelto, Félix el de la cara tristísima, despojado ahora de la culpa anciana que vi en su cara al recorrer la cárcel, pero con los dientes siempre llenos de restos de tortilla y huevo: me saludaron con regocijo, como celebrando que me uniese a ellos, a su condición para mí misteriosa aún, aunque la rápida transformación de los cúmulos en cirros luminosos y moribundos como un ocaso y el anuncio de la dispersión de las nubes en estratos me indicaba que la visión angelical no se vería aquí, que este cielo era engañoso, que las nubes al cabo sólo son hielo en suspenso, vapor de agua pronto a regresar a su origen y destino, que es el abrazo inmenso del mar, de donde yo provengo y de donde ya no sé si salí y no sé si regresaré.
Los niños me saludan y esto me alegra. Me irrita que de una choza medio derruida en la falda de un volcán salga agachada, vestida de negro, con un bat de béisbol en la mano, parte del paisaje volcánico de arena negra, mi anciana Némesis, María Egipciaca, la carcelera de mi infancia, agitando el bat y gritando o chirriando o silbando, una viejita se murió barajando, una viejita se murió barajando…
Di gracias. Ni Elvira Ríos ni Lucha Zapata se encontraban en el cementerio del aire.
Jericó tampoco.
Tampoco Asunta Jordán.
—¡Lucha Zapata!
Pero Ezequiel no me hacía caso. Sobrevolábamos la meseta de Anáhuac y desde un sitio escondido entre pedregales y tejambres, frondosos pirules y sauces doloridos, se levantó la voz que reconocí, ahora con acentos plañideros a veces, autoritarios otras, la voz de la Antigua Concepción sobreviviendo a los desastres enumerados por Ezequiel y en combate abierto con el profeta, no le creas, hijo mío Josué, tú que me has dado tu compañía, ahora espero que nada nos separe más, no le creas al falso profeta que te trae zarandeado por los aires, pinche merolico, no le creas nada, el poder se ejerce donde se puede, en la vida o en la muerte, se ejerce donde se puede, no donde se quiere, esa es mi diferencia contra este sacamuertos metesillas don Ezequiel de la boca grande y las alas negras, pregúntale si hay política con ética, pregúntale nomás, pregúntale si existe algo fuera del palacio de la política y el templo del dinero… pregúntale, Josué…
Batió las alas Ezequiel, demasiado tarde, dijo, sin hacerle caso a la Antigua Concepción que nos dirigió la palabra desde su tumba, cállate anciana, no hay que reclutar tropas al ponerse el sol y ella le contestó con una vasta carcajada, los derechos de un suplicante son sagrados, desde el principio del mundo, yo te suplico, devuélveme a mi nieto, déjalo caer, cabrón agorero, adivino de mierda, suelta tu presa, es mi nieto, es mío, es libre para caer, ¿o qué no?
Es libre para abrir el camino de la muerte, suspiró Ezequiel sin arredrar a la Antigua Concepción, libera a mis hijos, ya no son Caín y Abel, ya no luchan uno contra otro, sino contra la necesidad a la que deben someterse, ¿me oyes, meco ala mojada?, cada hombre es sólo la espuma de una ola mientras vive, la grandeza es un accidente que la muerte no perdona porque ella es más grande que todo, ¿me entiendes, hocicón con alas?, ¿qué vas a darle a Josué?, ¿ni totopo ni tortilla ni una gordita de la Villa? ¡Miserable mago de miércoles, devuélveme a mi nieto, ten piedad, sé justo! Y el profeta: es injusto no saberse mortal y la muerte es la justicia de la inmortalidad, es necesariamente mío, grita la Antigua Concepción, la necesidad te rebasa, le contesta Ezequiel, devuélveme a Caín y a Abel para que se reconcilien en mi seno, ahora gime la perversa abuela y Ezequiel: ellos no están en lucha el uno contra el otro, sino contra la voluntad y la fortuna a la que deberán someterse.
—Son sonámbulos —gritó la vieja—. Yo los despertaré.
—Son destino —murmura Ezequiel y emprende un vuelo aún más alto que deja atrás el panteón donde yace la Antigua Concepción, gritando todo está perdido, no engañes a Josué, no seas camote, no te dé pena, cuida tu casa, deja la ajena…
La voz se fue apagando entre el smog y los motores.
Yo insistí:
—¿Lucha Zapata? —como para disipar los acontecimientos que me sofocaban.
Entonces Ezequiel me tomó del cogote y me dijo ella, ella fue tu Demonio bueno, tu compañera, me lo dijo cuando dejábamos atrás los montes y alcanzábamos la altura de la meseta y la Ciudad de México se extendía infinita, brillante en las luces del atardecer como parda en la luz del día y Ezequiel murmuraba las palabras de Dios a sangre te perseguiré, la sangre te perseguirá, la sangre no te odiará y Lucha Zapata será tu ángel vengador, Lucha Zapata es la única persona que jamás te traicionó, ahora te vengará, mírala desde lo alto, mírala entrar al edificio de la Utopía sin dar de gritos, sin nombrarte con cada pulso de su corazón y con cada batir de sus pulmones, al fin sembrando el terror en el edificio, nadie la detiene, ni siquiera Ensenada de Ensenada, esto rompe todas las reglas, esto no está previsto, Lucha llega arrastrada por el viento, nadie la sabe distinguir del aire aunque todos sienten el fuego del huracán hasta que Lucha Zapata entra, rompiendo vidrios y astillando puertas, al santuario de Asunta Jordán y la sorprende con las narices hundidas en el ordenador y Asunta no tiene tiempo de resistir una puñalada y otra y otra y otra, puñalada de hielo puñalada de sueño puñalada de vigilia desesperada puñalada rasgando el aire para clavarse en el cuello la espalda las tetas los ojos de Asunta Jordán que resiste manoteando, se cubre la falda como si la puñalada le llegase al sexo, trata de limpiarse y cae de boca sobre el ordenador que transmite una oración sin sentido ni destinatario…
Caen sobre Lucha Zapata.
La toman.
No mires más, Josué. No mires. Tu destino en la tierra ya se cumplió. Las flechas del exterminio han sido disparadas. Los nombres de los fantasmas han sido dichos. Soporta los crímenes de la ciudad. Profetiza contra la ciudad. Y ahora, Josué, olvida el gran rumor a tus espaldas y toma un rollo de papel para contar una narración incompleta…
Estos son los nombres de las tribus: los dice desde la cárcel de Aragón tu hermano Miguel Aparecido, que aún vive.