La comida es una gran ceremonia en la Ciudad de México. Diríase que es la ceremonia de la jornada. En España e Hispanoamérica se llama almuerzo. El verbo es almorzar. En México, comer. Se come con verbalidad ancestral que sería caníbal si no estuviese domesticada por una variedad de viandas que suman la riqueza de la pobreza. Comida de la miseria, la mesa mexicana convierte los más pobres elementos en exóticas recetas de lujo.
Ninguna mayor que el aprovechamiento de gusanos y huevas para elaborar platillos suculentos. Por eso esta tarde (el almuerzo o comida mexicana que se respete no empieza antes de las 2:30 de la tarde o acaba antes de las 6:00 p.m., a veces con prolongaciones de cena y cabaret) estoy compartiendo una mesa en el inmortal restorán Bellinghausen de la calle de Londres, entre Génova y Niza, con mi viejo maestro don Antonio Sanginés, saboreando los gusanos de maguey envueltos en tortillas calientes embarradas de guacamole y en espera del platillo de huazontles capeados en salsa de chile guajillo.
Voy a contrastar (porque se complementan) esta comida a las tres de la tarde con la reunión nocturna en la terraza abierta en el último piso del Hotel Majestic que mira al Zócalo, la Plaza de la Constitución, donde las botanas tradicionales no mitigan los perfumes ácidos del tequila y el ron, ni la presencia de Jericó la inmensidad de la Plaza.
Don Antonio Sanginés llegó puntualmente al Bellinghausen. Me levanté de la mesa para recibirlo. Trataba de ser aún más puntual que él, en un país donde p.m. quiere decir “puntualidad mexicana”, o sea impuntualidad asegurada, esperada y respetada. Algunos —Sanginés a la cabeza, los presidentes en seguida; el abogado por buena educación, el mandatario porque el Estado Mayor se la impone manu militari— siempre están a tiempo y yo me había permitido reservar una mesa con tres cubiertos, en espera de que Jericó se uniese a nosotros tal y como rezaba la invitación que le dejé en Los Pinos. Se acercaban las fiestas de fin de año y algo en el espíritu tan formal y convencionalmente amistoso de esa época me llevaba a esperar que el maestro y los dos alumnos nos reuniésemos a celebrar.
No había visto a Jericó desde la tensa reunión en Los Pinos con el presidente Carrera y mis jefes Max Monroy y Asunta Jordán, con quien me encontraba entonces por primera vez desde los escarceos nocturnos que ya relaté y que tan mal parado me dejaron ante mí mismo en calidad de peeping tom, o sea mirón inmoral y desfavorecido sexual a son de bolero. “Solamente una vez”, como las viudas a las que el novio se les muere la noche de bodas. Me presenté, pues, con mi mejor cara de palo, en calidad de changuito que ni ve, ni oye, ni dice nada. Sabía que esa misma noche Jericó me había citado en el Hotel Majestic del centro. Mi espíritu insistía en esperarlo a la hora de la comida, en aras de una resurrección de las más cordiales memorias y esperanzas que año con año nos precipitan en brazos de Santa Clos y los Reyes Magos. “El Niño Dios te escrituró un establo”, escribió López Velarde en La suave patria. Y añadió, para calificar su ironía: “y los veneros de petróleo el Diablo”. Debo anticiparles a ustedes que llegué al almuerzo con la primera estrofa, sospechando que la segunda se impondría en la hora nocturna.
—¿Y Jericó? —dije con inocencia al tomar asiento en el restorán.
—De él se trata —respondió Sanginés. Guardó silencio y tras ordenar la comida se animó.
El abogado había estado días atrás en una reunión en la casa presidencial con Jericó y el propio Valentín Pedro Carrera. Mientras Sanginés aconsejaba prudencia al presidente frente a las acciones de Max Monroy, Jericó lo invitaba a tomar represalias contra el empresario.
—Yo buscaba el punto de acuerdo. Las fiestas ordenadas por el presidente servían un propósito.
—Circo sin pan —interrumpió Jericó.
Yo continué.
—La política es armonía de factores, síntesis, aprovechamiento por una parte de las ideas ventajosas de la otra. Vivimos en un país cada vez más pluralista. Hay que conceder un poco para ganar algo. El arte de la negociación consiste en llegar a acuerdos, no por cortesía, sino tomando en cuenta los intereses legítimos de la otra parte.
—Por ese camino lo único que se logra es restarle legitimidad al gobierno —dijo con petulancia Jericó.
—Pero gana legitimidad el Estado —esgrimió Sanginés—. Y si hubieras asistido a mis lecciones en la Facultad, sabrías que los gobiernos son transitorios y el Estado permanente. Es la diferencia.
—Entonces hay que cambiar al Estado —agregó Jericó.
—¿Para qué? —dije con fingida inocencia.
—Para que cambie todo —enrojeció Jericó.
—¿Para qué, en qué sentido? —insistí.
Jericó dejó de dirigirse a mí. Le dio la cara al presidente.
—La cuestión es saber qué fuerzas actúan en un momento dado, buenas o malas. Cómo resistirlas, aceptarlas, encauzarlas. ¿Se da usted cuenta de esas fuerzas, presidente, cree que se contentan con divertirse en los caballitos y la rueda de la fortuna que usted les ofrece?
—Pregúntese, le pregunté a Carrera —prosiguió Sanginés—, qué tan dispuestos están, además, esas fuerzas al compromiso.
—¡Compromiso, compromiso! —exclamó esa noche Jericó mientras taqueábamos en el restorán de la azotea del Hotel Majestic—. Ya no hay compromiso posible. El presidente Carrera es un timorato, un frívolo que desperdicia las ocasiones…
Sonreí.
—Tú le ayudas, mi cuate, con tus famosos festejos populares…
Me miró con un cierto aire de perdonavidas y luego estalló en carcajadas.
—¿Tú te crees ese cuento?
Dije que yo no, pero al parecer, él sí.
Jericó extendió un brazo desde la mesa en la terraza al inmenso Zócalo capitalino.
—¿Ves esa plaza? —dijo retóricamente.
Dije que sí. Él siguió.
—Nos ha servido de todo. Desde el sacrificio humano hasta los desfiles militares hasta las pistas de patinadores sobre hielo hasta los golpes de Estado. Es la plaza milusos. Cualquier payaso puede llenarla si grita alto y duro. Ese es el tema.
Volví a asentir, sin hacer la pregunta tácita:
—¿Y ahora?
—Ahora —dijo Jericó con un acento que le desconocía—… Ahora mira lo que no quieres ver, Josué. Mira las calles aledañas. Mira a Corregidora. Mira a 20 de Noviembre. Mira a los lados. Mira al Monte de Piedad. Mira a Correo Mayor.
Yo trataba de seguir su guía urbana. No, que no parase de mirar, que no me distrajera. Que ahora mirara más atrás, a Correo Mayor, a Academia, a Jesús María, a Loreto, a Leona Vicario. ¿Qué veía?
—Lo de siempre, Jericó. Las calles que indicas.
—¿Y la gente, Josué, y la gente?
—Bueno, los transeúntes, los peatones…
—¿Y el tráfico, Josué, el tráfico?
—Bueno, fijándome un poco, muy escaso, poco automóvil, bastantes camiones…
—Ahora júntalo todo, Josué, junta a la gente dispersa en las calles alrededor del Zócalo, cierra la plaza con los camiones, haz descender de los camiones a los guardias armados, junta a los guardias y a la gente que es mi gente, Josué, ¿me entiendes? Gente colocada por mí en los cuatro rincones de la plaza, armados de pistolas y garrotes con clavos y manoplas y cachiporras, únelos a la gente que desciende de los camiones armada de mágnums, uzis y carabinas. Ve los puestos de ametralladoras en el Monte de Piedad, el Ayuntamiento, aquí mismo en el hotel. Trata de oír las campanas de la Catedral. ¿No oyes nada?
Dije que no, tratando de penetrar el delirio del discurso, pero insistiendo en darle gusto a mi enemigo.
—Están mudos. Los péndulos están amarrados para no repicar.
—¿Para siempre? —quise seguirle la corriente (como a un niño, como a un loco).
—No. Volverán a repicar cuando tomemos el poder.
—¿Tomemos? ¿No es muchos? —dije con semblante de palo, a la Buster Keaton, intentando la imparcialidad serena ante la creciente y ardorosa argumentación de mi amigo.
—Sí —afirmó febrilmente Jericó—. Muchos. Muchísimos. ¿Y tú? ¿Cuento contigo? —dijo con calentura.
—¿Y yo qué, mi cuate?
—¿Con nosotros o contra nosotros?
—Le advertí al presidente —me confió Sanginés a la hora de la comida en Bellinghausen— que más valía precaver que remediar.
—Vamos a ver quién puede más, Toño, si Monroy o yo —dijo como ufanándose el presidente.
—No se sienta tan seguro de que el enemigo esté sólo fuera de casa.
—¿De manera que hay enemigo adentro? —arqueó las cejas Carrera—. Cómo será usted desconfiado, mi buen lic. No coma ansias.
—Sí —lo miré de frente—. Pero eso no es lo malo.
—¿Qué puede ser peor? —Carrera se mostró impositivo, como en los buenos tiempos.
—El enemigo de afuera. El descontento al que se refirió Monroy, señor presidente.
—¿No bastan las fiestas para distraerlos? —preguntó Carrera cayendo de vuelta en la frivolidad.
—Es que las fiestas se están convirtiendo en otra cosa muy distinta.
—¿En qué, Sanginés? No seas tan misteriosón.
—En brigadas. En fuerzas de choque. En amenazas contra el orden establecido.
—¿Y Jericó, pues’n?
—Él los ha organizado.
—¿Jericó? ¿Dónde? ¿Cómo?
—Desde aquí, mi amable don Valentín Pedro Carrera. Desde esta oficina. Debajo de sus bigotes.
—¿Quién se lo dijo?
—Cherchez la femme.
—No me salga con sus franchutadas.
—Monroy vino con su consejera, Asunta Jordán.
—Buena la vieja —como que se relamió Carrera—. Auméntele el salario.
—No trabaja para usted.
—¡Ah! De todos modos, buena la vieja.
—Yo le he traído a la suya.
—¿La suya de quién?
—La suya de usted, señor presidente. Su respuesta a Max Monroy y Asunta Jordán. Una persona joven, con ideas frescas, graduada de La Sorbona.
—Y dale con los gabachos. Oh, la la!
—Necesitamos ayuda. El enemigo se nos metió en casa. No se quede solo con la víbora del hogar. Porque usted puede ser muy grillo, pero témale a las víboras.
Sanginés caminó a la puerta. La abrió. Entró una joven mujer seria pero amable, elegante, bella y con un brillo de poder en los ojos, el vaivén de la melena, la severidad del traje sastre, la elegancia del zapato y el relumbrón de las piernas.
—Señor presidente, le presento a su nueva asistente, la señorita María del Rosario Galván.
—Anchanté, mamuazél —Carrera se inclinó a besarle la mano sin dejar de levantar la mirada.
De manera que yo sabía ahora lo que Sanginés sabía sobre Jericó. Y me resistí a creerlo porque, ante todo, creía en la amistad que nos unía, desde la escuela, a mi amigo y a mí.
El Centro de la Ciudad de México es como el país mismo: una superficie sólo sirve para esconder la anterior, y ésta a la que le sigue. Si el país se estructura en pisos ascendentes de las costas tropicales a las zonas templadas a los valles altos y a un reparto desigual entre desiertos, llanos y montañas, la ciudad enmascara un corte vertical que la lleva de las modernidades caprichosas de nuestro tiempo a un remedo de bulevares y mansardas que heredamos de la emperatriz Carlota de Bélgica, “Carlotita” para sus íntimos, y de un barroco colonial flagrante a una ciudad española construida sobre las ruinas de la metrópoli azteca, Tenochtitlan. La Ciudad de México, como si quisiera proteger un misterio que todos conocen, se disfraza de muchas maneras: sus cantinas, sus cabarets, sus prostíbulos, sus parques, sus avenidas, sus restoranes de lujo, sus fondas populares, sus iglesias, sus mansiones resguardadas por altos muros y bardas eléctricas y uñas de acero, sus vastas barriadas y casuchas de un piso y techos planos, sus tlapalerías, sus abarroterías, sus talleres mecánicos, sus madres envueltas en rebozos y con el bebé en brazos, sus niños pedigüeños, sus vendedores de billetes de lotería, su armada de taxis color perico, sus negras camionetas blindadas, sus camiones materialistas cargados de varilla, ladrillos, bolsas de cemento, tejas y rejas para una urbe en perpetua construcción y reconstrucción, la ciudad para siempre inacabada, como si en esta ausencia de conclusión residiese la virtud de la permanencia… México como un vasto portaviandas en donde el primer platillo es siempre el último. Sopa seca, sopa aguada, mole de pollo, camotes…
Así iba yo rumiando y enumerando con un caos reflejo al de la ciudad, en busca de las calles que con un énfasis misterioso pronunció Jericó durante nuestro encuentro en la terraza del Hotel Majestic. Entonces era de noche y las luces embellecían el vacío. Ahora es el mediodía y yo no quiero que el Centro Histórico se me ande disfrazando más. Quiero reconocer las calles de Correo Mayor, Academia, Jesús María y Corona, la Santísima y su campanario que parece una tiara patriótica, la Plaza de Santo Domingo y su templo hundiéndose en la placenta de la vieja laguna indígena, acaso nostálgica de sus canoas y canales y calzadas para siempre desaparecidas: la Ciudad de México es su propio fantasma insepulto, irrevocable.
Había fachadas nobles de tezontle y mármol, portones de madera labrada, ventanas de enrejados y patios de flores: nada podía yo ver. El comercio callejero ocultaba calle tras calle, veinte mil vendedores ambulantes me ofrecían aparatos de radio, ropa y bisutería, hasta un televisor me ponían de golpe frente a las narices para que me viera reflejado en su grisácea superficie de plata balín: creí, viendo mi rostro a la vez sorprendido y lejano, que lo que aquí mercaban los veinte mil pochtecas, los mercaderes guiados por la larga nariz del dios que los precede con un haz de duelas y de dólares, eran todos versiones de mi propia vida, de los rostros que pude tener, de los cuerpos que pudieron ser el mío, de los olores que pudieron emanar de mi boca, mis axilas, mis nalgas, mis pies y que ahora se confundían, eran parte y emanaciones de la multitud que me empujaba, me ofrecía, me rozaba con gracia, me tocaba con grosería, me traía y me llevaba ¿a dónde?, ¿qué buscaba yo?, ¿la pandilla evocada por Jericó?, ¿podía creer mi viejo amigo cada vez menos —cada vez más, mi nueva Némesis— que él podría movilizar todo este mundo hugolino del crimen travieso, de la supervivencia con guiño, de la independencia feroz frente a los poderes aquí burlados, aquí sometidos a la simple ley de la supervivencia? ¿Podía Jericó convertirlos en un ejército articulado para la toma del poder? ¿Tendría razón Sanginés? ¿Para averiguar la verdad andaba yo aquí? Para saber si Jericó tenía razón o no. Si él creía domar a esta silbante serpiente escurrida entre calle y calle, mercado y mercado, merced y merced, ¿sí?
La hidra de mil cabezas que es la Ciudad de México. En todo caso, si no hidra, era pulpo y Jericó creía que el pulpo tiene un solo ojo. Basta verlo sabiendo que no es Medusa, que no puede paralizarnos con la mirada, porque el pulpo no se ocupa de mirar. Quiere abrazos. Tiene tentáculos.
Como en busca de un respiro, caminé entre la multitud comprobando que México D.F. tiene veintidós millones de habitantes, más que toda la América Central, más que la república de Chile, por cuya calle ambulaba ahora rumbo al templo de Santo Domingo preservado por el padre dominico Julián Pablo de los desastres postergables y a veces, de los impostergables también. Me salvé de los toreros que zigzagueaban con las mercancías en las manos como armas de asalto y en Santo Domingo encontré la resurrecta profesión de los “evangelistas”, hombres y mujeres sentados en sillas de madera bajitas frente a viejas máquinas de escribir Remington, oyendo el dictado de hombres y mujeres analfabetas que querían hacer llegar al lejano pueblo, a las familias del campo, la montaña y la provincia, sus arrepentimientos, las palabras de amor y a veces de odio que estos amanuenses ponen sobre el papel y cobran; doble si, como lo aconseja la seguridad, son los propios “evangelistas” los que escrituran el sobre y cobran la estampilla, prometiendo depositar la carta en el correo.
—A veces, Josué, nos dan mal la dirección o ésta no existe, la carta nunca llega y entonces pueden pasar cosas tan tristes como el olvido o tan violentas como la venganza contra el escribano culpable de que la carta no llegara a su destino —aunque no tuviese, en verdad, destino alguno.
—¿Y qué es el destino? —continuó la voz que traté de ubicar, de reconocer, en la fila de escribanos populares sentados al frente del viejo edificio de la Inquisición—. No es la fatalidad. Es sólo la voluntad disfrazada. Es el deseo final.
Pude unir voz y mirada. Un hombrecito pequeño, calvo pero peinado de prestado, dueño de huesos quebradizos y manos enérgicas, blanco de tez aunque tirando a una palidez amarillenta, pues un par de curitas cubrían las heridas mínimas de una mejilla y del cuello, vestido con un viejo traje negro a rayas grises, camisa de cuello demasiado grande, desabotonada en la garganta y adornada por una corbata ancha, pasada de moda, que más bien semejaba la cortina de un pecho vencido, escuálido, castigado a golpes de contrición. Vestido de prestado. Ropa de segunda mano.
Las miradas se unieron y reconocí al viejo padre Filopáter, el guía de generosa minucia durante la primera juventud de Cástor y Pólux, Josué y Jericó. Retuve las lágrimas, tomé las manos de Filopáter y estuve a punto de besarlas. No sé qué me retuvo. El pudor o la desconfianza ante las uñas que, a pesar de estar tan recortadas, guardaban señales de mugre en las esquinas. Aunque esto, acaso, sólo se debía al trabajo con la vieja máquina y una cinta bicolor a todas luces rebelde, pues al apoyar Filopáter con descuido una tecla, la cinta entera se desenrolló con algo parecido a la infinitud.
—Maestro —murmuré.
—Maestro lo serás tú —me contestó risueño.
Aceptó mi invitación. Nos sentamos en un café de la calle de Brasil, Filopáter con su pesada máquina (tan grande como su cabeza) bajo el brazo y al cabo ocupando una silla en nuestra mesa, muda la máquina, pero invitada.
Miró a la máquina.
—¿Sabes? Cada palabra que escribes golpea al Diablo.
Quise reír, amable. Él alargó una mano y me detuvo.
—Le escucho, como siempre, con respeto, maestro.
Que no le dijera así, respondió con un instante de enojo. Él era sólo un escribano y eso, dijo, le bastaba (quería precipitar dos cosas) para explicar su historia. Cuando nos servían el café, él evocaba a San Pablo, “Si no puedes ser puro, sé cuidadoso” y concluía con las palabras de Santo Tomás, “Sólo la virginidad puede igualar al hombre con el ángel”.
—¿Qué me quiere decir, padre?
Se resignó a que le dijera así, con tal de olvidar la “maestría”. Estuvo a punto de suspirar. Me miró como quien retoma una vieja conversación. Como si entre las palabras de hoy y las de ayer no mediasen calendarios.
—Me hubiera gustado ser trapense —sonrió—. Los hermanos de la Trapa sólo pueden comunicarse con pies o manos, gestos y silbidos. En cambio yo, ya me ves. Si no trapense, entonces sí atrapado en la trampa de la palabra…
—Usted nos enseñó a no tenerle miedo a las palabras —recordé con buena intención.
—Pero hay quienes sí le temen al verbo, Josué, y lo digo con toda intención. Jesús dijo yo soy el Verbo y quiso decir varias cosas…
—Quiso decir que él era parte de la Trinidad —recordé y repetí con una especie de entusiasmo sonrojado, como si de esta memoria dependiese no sólo mi juventud, sino el adiós a la misma: el reencuentro con nuestro profesor me indicaba que un ciclo terminaba pero que el siguiente tardaba en manifestarse.
—Quiero decir que la Trinidad es Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo… Y el Verbo es el atributo del Espíritu pero lo comparten el Padre, el Hijo…
Quise ver admiración en los ojos de Filopáter. Sólo encontré misericordia. Porque sabía lo que yo quería decir, lo iba a decir él, y nos compadecía a los dos por saberlo y decirlo, como si pudiésemos ser no sólo precristianos sino paganos verdaderos, ausentes de la fe en Cristo porque la ignorábamos, pero condenados a estar ausentes aunque la conociésemos.
—La Trinidad es un misterio —retomó el padre la palabra—. No puede ser conocida por la razón. Es una verdad revelada. Pone a prueba la fe. O crees, Josué, o no crees…
No iba a decirle que yo dejé de creer porque él sabía que nunca creí. Por eso dijo enseguida:
—Lo asombroso es que, al mismo tiempo, la Trinidad, el Verbo, trasciende a la razón pero no está peleada con la razón.
—¿El dogma de la Trinidad no es incompatible con la razón? —pregunté porque quería empujar las palabras de Filopáter a una propuesta que no fuese conclusión, sino confrontación. Su estado actual me decía con claridad que algo grave había ocurrido para que abandonara la enseñanza, que era su vocación desde la juventud, cuando daba clases en la Javeriana de Bogotá a los hermanos Pizarro Leongómez y luego, cuando las agitadas mareas de la política colombiana lo arrojaron a México, donde recaló en nuestra escuela secundaria.
—No —dijo con una energía recobrada—. No lo es. Pero esa es la verdad que la intolerancia clerical puede emplear contra uno si uno intenta conciliar la verdad de la fe y la razón de la verdad. No sólo es más fácil —¿adiviné un desacostumbrado desdén en la voz del padre?—. Es más cobarde. Mientras sostengamos que la fe es verdadera aunque no sea cierta, estarás protegido por un dogma que es una paradoja que le debemos a Tertuliano: “Es cierto porque es increíble”. Definición de la fe…
El café era malo, con leche, era peor. Filopáter lo sorbió casi como un sacrificio. Era colombiano.
—Si apuestas, en cambio, por la racionalidad de la fe, te expones a la censura de quienes prefieren negarle razón a la religión sólo porque ellos no sabrían explicar racionalmente su fe y optan, así, por una fe a ciegas, la fe de las tinieblas.
Filopáter se exaltó.
—No —golpeó sobre la mesa y volteó el tarro de vidrio del azúcar, desparramándolo—. Hay que sostener el misterio con la razón y fortalecer a la razón con el misterio. Ni la fe excluye a la razón ni la razón destruye a la fe. Decir esto desprotege al dogmático, al pasivo, al que quiere imponer una verdad como los inquisidores bajo cuyos muros me encontraste apoyado esta mañana o esconderse detrás del muro negando la obra de Dios…
—¿Qué es? —pregunté con cierta impertinencia—. ¿La obra de Dios, qué cosa es?
—La redención del mundo mediante la fatigosa afirmación de la razón humana.
La azucarera de vidrio había rodado de la mesa al piso, donde se estrelló en añicos, granulando el suelo del lugar como una nevada que perdió el rumbo en el trópico.
La dueña del local acudió apresurada, entre alarmada, enojada y obsecuente con la clientela.
—Pro vitris fractis —dijo con solemnidad Filopáter—. Cóbrese un impuesto por el vidrio roto, señora.
Vayan con paso de tigre. Estudien los locales. Se pasean por las oficinas públicas. Averiguan. ¿Dónde están las instalaciones de teléfonos y telégrafos? ¿Cuáles les parecen los lugares de menor resistencia? ¿El Zócalo? ¿El Paseo de la Reforma? ¿Las barriadas lejanas, Los Remedios, Tulyehualco, San Miguel Tehuizco? ¿Las secretarías de Estado, Correos, las empresas privadas, las casas de apartamentos? Estúdienlo todo. Díganme cuáles les parecen. Reclutan en las penitenciarías. Yo Jericó veré que salgan por orden mía Maxi Batalla y Sara Pérez, Siboney Peralta, el Brillantinas, el Gomas y el Ventanas, basta una orden de la Presidencia firmada por mí sin que el presidente se entere: que se unan los criminales a los braceros que no encuentran salida a la frontera: prométanles chambas en California; a los desocupados de la Ciudad de México, a los trabajadores insatisfechos, prométanles que van a ser ricos para no tener que trabajar; prometan: prométanle a los migrantes expulsados de Estados Unidos, a sus familias que ya no recibirán dólares mes con mes, a los que no encuentran empleo en México y sólo ven el horizonte del hambre: prometan. Empiecen por el paro, el tortuguismo, el robo de partes, el autoaccidente, los incendios provocados, hasta que se incendie y detenga la ciudad: tú, Mariachi Maxi, ve de comercio en comercio; tú, Brillantinas, imprime unos pases falsos; tú, Siboney, ve a los funerales a ver a quién reclutas; tú, Gomas, ve de barbacoa en barbacoa inventando rumores, se cae el gobierno, hay represiones, hay huelgas, ¿dónde?, ¿allí?, ¡vayan!, armen, recluten a los jóvenes humildes, denles amor, díganles que ahora van a respetarlos por sus pistolas. El rencor. El rencor. El rencor es nuestra arma. Exalten el rencor. El resentimiento mexicano es el abono de nuestro movimiento. Pregúntale a cada muchacho: ¿quieres arruinar a alguien, quieres vengarte de alguien, quieres obtener lo que mereces, lo que te niega la injusticia, la maldad, la envidia, la desigualdad, tus padres, tus jefes, estos millonarios jóvenes, estos políticos corruptos? El rencor. La tradición maldita del rencor. La más constante tradición mexicana. Toma la pistola que te voy a dar, toma la uzi, toma la macana, la cachiporra, la reata, todo sirve para atacar, hagan listas, muchachos, ¿a quiénes quieren arruinar, a quién le quieren hacer pagar sus culpas? ¡Hagan listas!, encuentren los lugares de menor resistencia, los más vulnerables, hospitales, farmacias, centros comerciales. ¿Creen que podemos tomar el aeropuerto?, jajajá, háganse invisibles, no se miren entre sí hasta la hora del ataque, corten los conductos de agua, gas, electricidad, aíslen a los barrios de la ciudad, aíslen al centro, a las colonias clasemedieras, a las poblaciones fantasma, sin nombre, donde muere la ciudad: siéntanse unidos y no se rindan. Se admiten las venganzas personales.
—¿Crees de verdad que las masas te van a seguir, Jericó?
—Distingue entre la retórica y la realidad. Tengo que invocar a las masas para justificarme. Sólo necesito un cuerpo de choque para triunfar. Un grupo pequeño y decidido. Eso de la clase avanzada es retórica marxista trasnochada. Si esperas a que las masas actúen, Josué, puedes esperar a que las vacas regresen.
Una vez más, me sorprendió su mundo de dichos y referencias norteamericanas. Espera a que las vacas regresen. Wait for the cows to come home.
—Todo el pueblo… —dije por introducir una idea (a ver si es chicle y pega)—. La masa obrera.
—Todo el pueblo is too much.
—¿Quiénes entonces?
Un grupo pequeño, dijo Jericó, un grupo pequeño frío y violento para la táctica insurreccional.
—La masa obrera…
—¡No me hace falta! —exclamó Jericó—. Basta un grupo de choque. El grupo de choque representa a la masa de los insatisfechos. ¿Te das cuenta de que medio millón de trabajadores han regresado a México de Estados Unidos y no encuentran más que miseria y desempleo?
—¿Destacamentos?
—Armadas. Basta con que yo diga desde Los Pinos: repartan armas para defender al jefe del Estado.
Reprimí la risa. La convertí en dudas. Logré decir:
—No te van a hacer caso.
Enrojeció. Rabioso. Vi algo loco en su mirada. Como diciéndose y diciéndome, me van a obedecer.
—Poca gente —dijo como si rezase—. Terreno limitado. Objetivos claros, la vanguardia pa’lante, la masa atrás.
Entretanto, debo decir que más que la táctica insurreccional prevista por Jericó, me interesaba Jericó mismo, su evolución, su ambición. ¿Tenía de qué sorprenderme? ¿No había sido este mi primer amigo? ¿No fue Jericó quien me dio la mano en la escuela, defendiéndome de los cabrones montoneros? ¿No fue Jericó quien me llevó a su apartamento cuando se derrumbó “la Casa de Usher” de la calle de Berlín? ¿No fue él quien me arrimó a lecturas fundamentales? ¿No discutíamos juntos con el padre Filopáter? ¿No nos conocimos desnudos bajo la ducha? ¿No nos cogimos en pareja a la puta de la abeja en la nalga? ¿No éramos Cástor y Pólux, los dióscuri, fundadores de ciudades, Argonautas pares de Jasón y el arquero Falero y Linceo el vigía y Orfeo el poeta, y el heraldo hijo de Hermes y correo de Lápida que antes fue mujer y Atalanta de Calidón, que lo seguía siendo: Argonautas surcando los mares en busca —tú Jericó y yo Josué— del vellocino de oro, que cuelga en un olivar lejano, vigilado de noche y de día por un dragón insomne? Miré intensamente a Jericó, como si la mirada directa siguiese siendo la garantía de la verdad, el faro de la certeza, como si los hombres más maliciosos del mundo no hubiesen entendido —desde siempre— que la mirada directa asociada a la franqueza, la humildad, la comprensión y la amistad es la máscara de la falsedad, el orgullo, la intransigencia y la enemistad. Debía saberlo. No lo quería saber. Hasta este momento en que lo narro, yo insistí en evocar nuestra juventud estudiantil como lo más valioso de nuestro pasado, la amistad que era razón de ser, santo y seña, fe de nacimiento de la relación entre Josué y Jericó. Había que expresar esa realidad hasta el fondo, hasta el último minuto —me dije—, so pena de perder el alma.
Mis referencias a las ideas e imágenes que nos unían eran sólo un modo de decirme y decirle a Jericó:
—Toda amistad reposa sobre un mito y lo representa.
Pregunté:
—¿A quién, además del vellocino, guardaba la bestia? Me contestó: —A un fantasma. El espectro de un rey exiliado cuyo regreso devolvería la paz al reino.
—Recobrar a un fantasma para sacrificar a una república —musité entonces y Jericó sólo me preguntó:
—¿Qué era más interesante, recobrar el vellocino o devolver al fantasma?
—¿Coronar a un espectro?
Ahora entiendo que esta pregunta ha colgado sobre nuestros destinos porque Jericó y yo fuimos Cástor y Pólux, parte de la expedición eterna en busca de la voluntad y la fortuna, mero pretexto, sin embargo, para recuperar a un espectro y traerlo de vuelta a casa.
—¿Ya viste? —le tendí el periódico sobre la mesa.
—¿Qué?
—Lo que pasó en el zoológico.
—No.
—Un tigre murió mordido por otros cuatro tigres.
—¿Por qué?
—Tenían hambre.
Indiqué con un dedo.
—Le devoraron las entrañas. Mira.
Quizás sólo quería indicarle que él y yo nos hicimos amigos gracias a la deuda. Eso nos unió. Sobre la deuda fundamos una alianza para toda la vida.
¿Irá Valentín Pedro Carrera a las oficinas y residencia de Max Monroy en el edificio “Utopía” de la Plaza Vasco de Quiroga? ¿O iría Max Monroy, de nuevo, a la residencia y oficina del presidente en Los Pinos?
—Que venga él —aconsejó la novata María del Rosario Galván.
—¿Por qué? —preguntó Carrera, dispuesto a admirar la belleza de la joven mujer a cambio de perdonarle los errores y pasar por alto las opiniones.
—Pues porque usted es… el presidente…
Carrera sonrió.
—¿Sabes lo que hacían los reyes antiguos para ejercer sus derechos?
—No.
—Iban todos los años de aldea en aldea. No le pedían a la aldea que fuera a verla a ellos. Ellos iban a la aldea, ¿me entiendes, lindura?
—Claro —ella intentó recobrar la compostura—. Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma va a la montaña.
—Eso mero, jarocha.
El presidente sonrió con indulgencia y se dirigió al terreno neutral aprobado por sus representantes y los de Max Monroy. El Castillo de Chapultepec, ahora Museo Nacional de Historia y escenario de Niños Héroes, Imperios Habsburgos y Dictaduras Porfiristas. Monroy accedió a llegar primero y ver el panorama leonado de la ciudad desde las alturas como si viese la inexistencia misma. ¿Para qué pretender que se era dueño de nada cuando se era dueño de todo? En cambio, el presidente llegó a la explanada del Alcázar como si fuese un niño héroe a punto de arrojarse al vacío envuelto en la bandera. Como si le esperase el trono de la dinastía que durante más tiempo (dos siglos y pico) ha gobernado a México: los Habsburgo. Como si se dispusiera a gobernar durante tres décadas porque oiga, María del Rosario, aquí hay que llegar pensando que uno es eterno, si no, pierde seis años el primer día…
¿Ver o no ver la llegada del poderoso empresario Max Monroy? ¿Hacerse el distraído, sorprenderse, saludarse, abrazarse?
—¡Ah!
El abrazo de los dos hombres fue registrado por cámaras y micrófonos antes de que Valentín Pedro Carrera y Max Monroy avanzaran diez pasos para alejarse de la publicidad y los guaruras. María del Rosario Galván y Asunta Jordán, prácticamente idénticas en sus atuendos profesionales de traje sastre, media oscura y tacón alto, cerraban el paso a la prensa y entretenían a los invitados.
—¿Tregua, mi querido Max? —la sonrisa del presidente disipó el smog capitalino—. ¿Reunión de dos almas? ¿Primus inter pares? ¿O puro show, mi estimado? ¿Abrazo de Acatempan?
—No, mi querido presidente. Una batalla más —Monroy no sonrió.
—Si divides no imperas —reflexionó Carrera tratando de capturar la mirada de Monroy.
—Y si imperas a güevo divides pero gobiernas las divisiones.
—Cada cual su filosofía —casi suspiró Carrera—. Lo bueno es que cuando hay un peligro, sabemos unirnos.
—Entiéndalo en términos de mutua conveniencia —dijo con gran suavidad Monroy.
—¿Quiere decir que cuento con usted, Max?
—Siempre cuentas —logró sonreír Monroy—. Lo que no entiendes, Valentín Pedro, es que mi política es parte de tu poder. Sólo que tu poder dura seis años. Mi política no es sexenal.
—¿Tons qué? —dijo entre amable y falsamente sorprendido el presidente.
—Entonces todo acaba por contraerse, entiéndelo. Se contrae el sexenio. Se contrae una vida. Se contrae una época.
—¿Cómo? —exclamó con sorpresa (o fingió estar sorprendido) Carrera—. Mira que me crece la panza y se me cae el pelo. No me vaciles.
—Claro —continuó Monroy muy sereno—. Con mi política yo logro lo que a ti te falta. Si nos quedáramos sólo con tu política, nos quedaríamos a medias. Tú crees en el circo sin pan. Yo creo en el pan con circo. Yo creo en la información y trato de comunicársela a la mayoría. Tú crees en la conspiración reservada a una minoría. Por eso creo que, a la larga, yo puedo sin ti pero tú no puedes sin mí.
—Monroy, oye…
—No me interrumpas. Nunca nos vemos tú y yo. Aprovecho para decirte que hay que merecer mi respeto.
—¿Y la admiración?
—Para las vedetes.
—¿Y el aprecio?
—Soy paciente. Todos se han ido. Y los que quedan, me piden favores. Nuestras historias individuales no cuentan. ¿Quién se acuerda del presidente Lagos Cházaro? ¿Quién sería el secretario de Hacienda del Generalísimo Santa Anna?
Qué extraña mirada le dirigió al empresario el político.
—Somos parte de la suma colectiva. No te andes creyendo otra cosa.
—¿Qué me cuentas, Max?
—¿Por qué se lo digo? Pues porque rara vez nos vemos.
Asunta —que me cuenta lo anterior en la medida en que escuchó algo, adivinó más y leyó labios— me dice que Carrera suspiró como si las palabras de Monroy sellasen una realidad consabida. Ni el presidente iba a cambiar su política de distracción nacional sólo porque su operador oficial, Jericó, lo había traicionado aprovechándose para buscar una base propia de poder que resultó ser perfectamente ilusoria, ni Monroy iba a abandonar la suya de dotar de medios de información a los ciudadanos. La crisis acaso demostraba que mientras mejor informado estuviera el ciudadano, menos oportunidades tendría la ilusión demagógica.
—¿O los carnavales oficiales? —preguntó Carrera como si leyese (Asunta cree que lo leía) el pensamiento de Monroy.
—Mira, presidente: lo que tú y yo tenemos en común es el dominio posible de los medios de comunicación reales el día de hoy. Los alborotadores creyeron que tomando centrales telefónicas iban a tomar el poder. ¿Sabes una cosa? Mis telefonistas son todos ciegos. Ciegos, ¿me entiendes? De esa manera escuchan mejor. Nadie oye mejor que un ciego. En cambio, los mil ojos son de los miles de aparatos celulares, los móviles que suplantan a la televisión, a la radio, a la prensa. Yo le doy a cada mexicano, sepa o no leer y escribir, un mensaje, una familia, un pasado, una herencia. Ellos constituyen la verdadera red de información nacional e internacional.
—Puede que tenga razón —continuó Carrera—. Nomás piense que al pájaro sólo se le canta una canción, para que la entienda.
—Subestimas a la gente —Monroy no se dignó mirarlo—. Es tu eterno error.
—Cuando no hay papel, te limpias con lo que esté a la mano —hizo un gesto vulgar Carrera, como quien emplea un medieval torche cul.
Monroy ni lo miró.
—Nada más no ignores lo que necesitas para sobrevivir.
Carrera levantó los hombros.
—No era necesario ni disparar un solo tiro, ya ves.
—Es que en realidad la fortaleza estaba vacía —empapó Monroy los ánimos.
—No, la verdad es que usted es una chucha cuerera. Nomás que lo disimula —dejó Carrera escapar una admiración hacia Max. Max miró con mentira insinuante a Carrera.
—Este pobre chico… tu colaborador…
—No me chingues, Max —el presidente no dejó de sonreír—. Ganamos los dos, no la jodas.
—Está bien, tu empleado. ¿Se llama…?
—Jericó.
—Jericó —Monroy no sonrió—. Quién sabe qué manual anticuado leyó.
(La técnica del golpe de Estado de Curzio Malaparte, murmuró de lejos María del Rosario Galván: Napoleón, Trotsky, Pilsudski, Primo de Rivera, Mussolini…)
—No le tengamos miedo a una insurrección pandillera como esta, presidente, ni a una imposible revolución como las de antes. Tenle miedo al tirano que llega al poder por el voto y se convierte en dictador electo. Témele a eso.
(Pensé, cómo no, en la Antigua Concepción madre de Max Monroy y su versión épica, revolucionaria de una historia que ¿estaba enterrada con ella?)
—La deshonra —murmuró Max Monroy.
—¿Qué cosa? —el presidente sólo oía lo que quería oír.
—La deshonra —repitió Monroy, y después de fingir que admiraba el paisaje—: No hagamos intrigas menores. Ejerzamos la ironía.
—¿Qué cosa?
—La ironía. La ironía.
—No le entiendo.
—Quiero decir que es muy difícil, en todo caso, mantener la fuerza.
—¿No te digo?
—No me diga.
Una minoría intolerante, me dijo Jericó, esa es la clave para llegar al poder, hay que energizar la base con el ejemplo de una minoría enérgica, hay que privilegiar los prejuicios de los resentidos, hay que demonizar la fuerza: los santos no saben gobernar.
¿Qué esperaba Jericó? El presidente, sencillamente, se sirvió del ejército. Los soldados ocuparon carreteras, puentes, caserones, depósitos de alimentos, depósitos de municiones, cruces de avenidas, bancos: el ejército cercó a los seguidores de Jericó como a los ratones en una trampa. Les vedó la salida, les regaló un imperio efímero alrededor del Zócalo que ni siquiera interrumpió las tareas de Filopáter y los demás escribanos en la Plaza de Santo Domingo. Cohetes, humo, jarangas, un día de fiesta excepcional, una obligatoria alianza de Monroy y Carrera, tan efímera como la frustrada rebelión de Jericó.
Los grupos reunidos por Jericó quedaron aislados en el centro, entre el Zócalo y Minería, nunca se logró la comunicación con la masa supuestamente rebelde y ciertamente injuriada, Jericó había operado a partir de una ideología fantástica y de un poder revocable: la ideología decantada de sus lecturas y su posición dentro de la boca del ogro: la oficina del presidente.
Ahora yo escuchaba, pensaba, veía, y sentía un dolor profundo, como si la derrota de Jericó fuese mía. Como si los dos hubiésemos vivido un gran sueño intelectual que, para serlo, no toleraba la prueba de la realidad. Al cabo, ¿éramos mi amigo y yo apenas apéndices del anarquismo, nunca artífices de la revolución? ¿Perdían las ideas leídas, escuchadas, asimiladas, todo valor si las llevábamos a la práctica? ¿Tan grande era nuestra confusión entre las ideas y la vida? ¿No resistían aquéllas el soplo de ésta, derrumbándose como estatuas de polvo apenas las tocaba la realidad? ¿Nos hacíamos ilusiones?
La pandilla del Mariachi y Sara P., Siboney Peralta, el Brillantinas, el Gomas y el Ventanas regresó a la prisión de San Juan de Aragón. Allí los esperaba Miguel Aparecido.
El presidente se retiró primero del Castillo, murmurando entre dientes (Asunta lo escuchó), “Antes, el verdugo vendía la carne hervida de sus víctimas” y Max, que lo siguió segundos más tarde, le comentó a Asunta:
—Una cosa es basarse en la realidad. Otra cosa es crear la realidad.
Y enseguida:
—Vámonos, que está muy fuerte el sol y a la luz del día se cometen muchos errores.
El presidente nomás suspiró:
—Tomar decisiones es muy aburrido. Verdad de Dios…
Iba de salida.
—Miserable vejestorio. Pinche ruco. Momia de mierda.
Miguel Aparecido golpeó los puños contra la pared de la celda, hablando con un tono a la vez herido y vengativo, sonoro y sofocado, como si le salieran de la boca, más que palabras, animales, insectos, roedores, guajolotes, somormujos, avutardas y mandrágoras, tan íntima a su sentir era la palabra y tan desesperada ésta por encontrar salidas, símiles, sobrevivencias.
—Encierra a un hombre atado de manos con un gato y pídele que se defienda.
Me miró con ferocidad.
—Se defenderá con los dientes. No hay de otra.
¿Qué lo alteraba tanto? Había vencido. Los criminales liberados por las influencias de Jericó estaban de vuelta entre rejas y yo no les garantizaba el futuro. La pasajera fuerza de Jericó —su capricho— había hecho algo más que soltar a una cuadrilla de bandidos. Había violado la voluntad de Miguel Aparecido, el amo de la cárcel, el mero mero, el gran chingón dentro de estos muros. Miguel se sintió burlado.
Sin embargo, había algo en su cólera que iba más allá de Jericó, de la fuga y el retorno a prisión de los criminales, de la burla a la voluntad misma del hombre de tez olivácea y ojos amarillentos y músculos voluntariosos, mantenidos duros, flexibles gracias a la disciplina del encierro, como si los días y los meses y los años de la cárcel se contasen en ejercicios de lagartija, flexión de rodillas, trompadas contra el aire, brazos adelantados en durísima flexión contra los muros de la prisión, imaginarios saltos de cuerda, como un pugilista que se prepara para la gran pelea, venciendo con voluntad el rumor citadino que se colaba por los pasillos y catacumbas de la cárcel.
Tomó con violencia el periódico.
—Mira —dijo traspasando con un dedo la imagen de Max Monroy y, de paso, la del presidente—. Mira.
Miré.
—¿Sabes que nunca se ha dejado retratar?
—¿El presidente? Sale a toda hora en periódicos, televisión, desplegados… Nomás le falta anunciar la lotería.
—Monroy —dijo Miguel como si en ese nombre se concentrara toda la amargura del mundo. Una saliva amarillenta corrió por los labios del presidiario. El tigre devorado por otras bestias sangrientas en el zoológico de Chapultepec reapareció, duplicado, en la mirada—. Monroy… Chingada madre, por lo menos había tenido la discreción de no salir retratado, el pudor de no dejarse ver, el viejo cabrón hijo de su puta madre…
Confieso mi discreción. O mi cobardía. No salí en defensa de mi vieja conocida del camposanto, la “puta madre” de Max Monroy, la Antigua Concepción.
—Y peor, peor —silabeó Miguel—, peor su hijo de la chingada, el hijo de Max Monroy.
—¿Quién es? —dije, inocente ¿pero inquieto?
Esta es la historia que me contó esa tarde Miguel Aparecido en una celda de la cárcel de San Juan de Aragón, después de explayarse un rato más en la diatriba, la explicación pedida y la no pedida también… Sentí una extraña emoción: Miguel Aparecido parecía un reloj de arena ansioso por vaciar el contenido de una hora en otra, aunque angustiado por la fuga fatal del tiempo. La fuga del tiempo era la evasión de su narrativa y si yo era su escucha privilegiado, aún no sabía, en aquel momento, hasta qué grado, tan intenso, tan personal, la narración de Miguel me concernía…
Creí que al principio él vacilaba entre el vacío y la incoherencia. Quería creer que al final de la historia ambos, él que hablaba y yo que le escuchaba sin decir palabra, podríamos encontrarnos en algo parecido a la misericordia y de allí pasar al conocimiento. Ahora este era sólo un deseo (un propósito, inclusive) mío. El discurso de Miguel Aparecido iba por otro lado.
Dijo que estaba encarcelado por orden de Max Monroy. Me atajó con velocidad: claro que se habían cumplido los requisitos judiciales. Claro que pasé por un juzgado. Claro que se oyeron testimonios y se dictó sentencia. “Claro que me condenaron a treinta años de cárcel por un crimen que no cometí…”
—Tres décadas de encierro, a partir de los veinte años de edad —rememoró pero con la voz de quien, al recordar, también conmemora.
Me miró con aire de desafío.
—Me porté bien, Josué. Palabra que me empeñé. Me propuse ser el mejor alumno de la Peni. Puntual, trabajador, servicial. Todo contra mi propio carácter: lavar excusados, levantar excrementos, trapear vómitos… Todo con tal de salir de aquí. Salir por un solo propósito.
Estuvo a punto de bajar la mirada.
La sostuvo.
—Matar. Yo quería salir para asesinar a Max Monroy. De eso se me acusó falsamente. De intento de asesinato. Ahora quería merecer mi acusación. Salí. Preparé el acto, ahora sí en serio. Rondé el edificio de la “Utopía”. Imaginé mil maneras de liquidar al hijo de la chingada. De repente él intuyó, no supo, sólo se las olió, que algo pasaba porque sabía que yo andaba suelto. Seguro que pensó: ¿Cómo le hago para entambar de vuelta a este cabrón? Porque seguro se dio cuenta de que en este segundo ráund, o él me mataba a mí o yo lo mataba a él…
Miguel Aparecido estaba realizando un gran esfuerzo para mantener la mirada fija en mí, los ojos bien abiertos, tan amarillos como los de una raza cánida, Miguel-lobo de mandíbula fuerte como un candado, brazos y piernas prisioneros pero ansiosos de salir y correr velozmente hacia su presa, pero triste, afligido por el encierro que él mismo se impuso, me lo revela ahora, dejó de rondar las oficinas de Max Monroy, regresó a la cárcel, pidió la ayuda de Antonio Sanginés, quiero volver a la Peni, mi licenciado, por favor que me admitan de vuelta en la cárcel, por su madre se lo ruego, por favorcito, sálveme del crimen, no quiero matar a mi padre, si en realidad quiere usted a Max Monroy regréseme a la Peni, mi lic, usted lo puede, usted es influyente, hágame el favor, sálveme del pecado entambándome luego luego, acúseme de lo que guste, pero sáqueme de la libertad, quíteme las ganas de matar, sálveme de mí mismo, pónganme los grilletes de mi libertad…
—Regresé a la cárcel, Josué. Sanginés me inventó un delito cualquiera. Yo no sé cuál. Ya no me acuerdo. Creo que resucitó la pena anterior con razones que se me escapan. Sanginés es un leguleyo. Se las sabe todas. Es capaz de resucitar a un muerto. Es capaz de sacarle agua a las piedras. Pero no es capaz de borrar la memoria que uno arrastra libre o prisionero…
Sibila Sarmiento tenía doce años de edad cuando decidieron casarla. Todos estuvieron de acuerdo en que el matrimonio era muy deseable pero era mejor esperar a que la niña creciera. A su primera menstruación. A que le salieran pelos en las axilas. Todo eso. Sibila aún jugaba a las muñecas y cantaba rondas. El matrimonio era deseado. También era prematuro, dijo la familia de la niña.
La madre del presunto novio enfureció. Una oferta de matrimonio a nombre de su hijo no se rechazaba. El matrimonio no era cuestión de pelos o de reglas. Era un acto de conveniencia. La familia de Sibila Sarmiento sabía perfectamente que sólo la boda de los hijos, ahora mismo, sin demora, unía los nombres y las propiedades de los Sarmiento y los Monroy, triunfaba la gran unidad y la gran productividad de las tierras —Michoacán, Jalisco, Zacatecas— en liquidez contante y sonante antes de que la ley del mercado y las sucesiones las parcelase o, en un acto de reiterada demagogia se las diera a los campesinos, las convirtiese en ejidos y a todos nos mandara a la miseria.
—¿Conocen la canción? Cuatro milpas tan sólo han quedado… Pues únanse los hijos para que se unan las tierras y cuando venga la inevitable fragmentación nos quede algo más que cuatro milpas… Después de la tempestad…
La tormenta era nada menos que la extensión de las ciudades, la mancha urbana, la población explosiva, pero la Antigua Concepción persistió en su vocabulario a la vez revolucionario y feudal, agrarista y receloso de las ciudades: ¡estaba loca! Decía que venía una nueva tormenta agraria, recurrente en México. Se declararían nulas todas las enajenaciones de tierras, aguas y montes pertenecientes a pueblos, rancherías, congregaciones o comunidades hechas por el poder anterior en contravención de la ley y abolidas por el nuevo poder en confirmación de la ley. Se hacía bolas. Es lo malo de vivir tantos años. Y sin embargo, tenía la razón de la bruja: adivinaba con metáforas. Los migrantes regresaban a México y no encontraban ni tierra ni trabajo. El maíz gringo liquidaba a la milpa mexicana. Los pueblos se iban muriendo. Viviendo en el pasado, la Antigua Concepción profetizaba el presente. Como todos los profetas, se contradecía y se hacía bolas.
—Las tierras iban a pasar de pocas manos a menos manos pasando por muchas manos, según ella —explicó Sanginés—. Se exceptuó el dominio ejercido sobre no más de cincuenta hectáreas y por más de diez años. Esta razón invocaba la señora Concepción poseída de una suerte de voraz locura en la que se mezclaban épocas pasadas y por venir, reforma agraria y explosión urbana, lugar de la herencia y voluntad de empezar de nuevo, sexo maduro y sexo infantil: se impuso a su hijo porque en el fondo deseaba a su hijo y quería castrarlo casándolo con una niña impúber, incapaz de dar o recibir satisfacción…
—Nomás por fastidiar…
Uniendo el patrimonio de los Sarmiento y el de los Monroy se juntaban cuarenta y nueve hectáreas, se titulaban las hectáreas sobrantes a nombre de las comunidades agrarias, se quedaba bien con Dios y con el Diablo, se daba un ejemplo de solidaridad social sacrificando algo para salvar algo y la condición era la reunión de las tierras a guardar con el matrimonio de una niña de doce años, Sibila Sarmiento, y un hombre de cuarenta y tres, Max Monroy, mediante actas matrimoniales que podían ser disputadas dada la edad de la contrayente pero que existían en virtud de la deshonestidad de autoridades civiles y eclesiásticas de los desolados campos del centro de México y que, por encima de todo, aunque la contrayente fuera menor de edad, consumaba la unión de las fortunas y acertaba en las previsiones de doña Concepción, la Antigua Concepción: “A mí mis timbres: las tierras son nuestras y las podemos repartir; el matrimonio es de ellos y que se las arreglen como puedan. A joder se ha dicho”.
—Tú no conociste a mi abuela —dijo Miguel y yo no me atreví a contradecirlo—. Era una bruja, tenía pacto con el Demonio, se proponía algo y lo lograba, cayera quien cayera, era insaciable, jamás tenía riqueza suficiente, si tenía mucho le parecía poco y quería más, valiéndose de todos los engaños, las tretas más siniestras, los pactos más corruptos con tal de no sólo preservar sino aumentar su poder. Y todo ello sin referencia a la realidad histórica y política. Ella vivía en su propio tiempo, el tiempo de su fabricación. Sibila Sarmiento era una pieza indispensable para burlar todas las leyes: la infancia, la edad del matrimonio, la ley agraria, incluso la personalidad de su hijo, a fin de obtener lo que quería: un pedazo de tierra más. Y digo “tierra” y no “terreno” porque cada terreno que adquiría mi maldita abuela era para ella la Tierra, el mundo entero, un universo encarnado en cada pulgada de tierra, la tierra era su carne, la encarnaba, y aunque yo no sé a dónde fue enterrada, sospecho, Josué, que para ella su tumba es otro rancho del cual quiere hacerse propietaria. Y oye, nunca para beneficio de ella, sino en favor de “la revolución”, de la entelequia que ella creía promover asociando su voluntad a su fortuna. Así eran ellos —creo que suspiró Miguel Aparecido—. Así construyeron nuestro país. Diciéndose: si es bueno para mí, es bueno para México. Dime, ¿qué conciencia no se salva si repite este credo hasta creerse su propia mentira? ¿No es esta la gran mentira mexicana: robo, mato, encarcelo, amaso una fortuna y lo hago en el nombre de la patria, mi beneficio es el de la nación y en consecuencia la nación debe agradecerme mi rapiña?
Miguel Aparecido bajó la mirada que me había sostenido, como yo la mía, durante este discurso.
Continuó Miguel:
—La voracidad de la mujer se ensañaba en ese tema: adquirir propiedades, sumar suelo, como si de ella sola dependiese la tradición secular de fundar la fortuna en la propiedad de la tierra, como si ya adivinase el momento en que las grandes fortunas no dependieron más de ser dueños de la tierra, sino luego de las fábricas y ahora de las comunicaciones: tal era, dijo Miguel en resumen, la conclusión de Max Monroy. No ser como su madre. Cambiar la orientación de su riqueza. Abandonar el campo y la industria. Entregarse a las comunicaciones. Construir un imperio del futuro, lejos de la tierra y la fábrica, un universo casi impalpable que le cerrase el paso a su madre, un mundo de móviles e Internet que ofreciese, en vez de lodazal y humo, videos, redes, música, juego y sobre todo información junto con el derecho a doscientos mensajes gratuitos y media hora de voz libre a cada dueño de un móvil-Monroy.
¿Y Sibila?
Imagínense que la noche cae sobre un rostro. La noche cayó sobre el rostro de Miguel Aparecido. Trató de rescatar su relato entrecortado por toda clase de emociones, balbuciente y por eso raro en él, incluso ajeno al hombre que yo conocía.
Sibila Sarmiento, madre a los catorce años. Despojada de su hijo a los quince. Condenada a moverse como fantasma, sin entender qué había pasado, por una ranchería abandonada, desamoblada, al cuidado de criados ausentes que no le dirigían la palabra. ¿Entendía su marido, Max Monroy, lo que ocurría? ¿O él también se ausentó de una situación que no era otra cosa que el capricho rudo y poderoso de su madre, la vieja monstruosa matriarca enamorada de su propia voluntad, de su capacidad para demostrar su fuerza propia en toda ocasión, para compararse favorablemente con el general su marido, tenorio y vacilador, para creer que se adelantaba a los acontecimientos, que era dueña de la bola de cristal, que la realidad le hacía los mandados porque ella no sufría la realidad, ella creaba la realidad, su capricho era la ley, el capricho más caprichoso, la crueldad más gratuita, la voluntad menos confiable, la razón más irracional: ahora me hago de las tierras de los Sarmiento, ahora caso a mi hijo soltero y cuarentón con una niña de doce años, ahora declaro loca a la chamaca y la hago encerrar en el Fray Bernardino porque la pobre idiota no distingue entre la soledad de una ranchería y el desamparo de un manicomio, púdraseme ahí, babosa, muéraseme ahí sin darse cuenta, a ver quién puede contra la voluntad, el poder, el capricho de una mujer que ha vencido todas las contrariedades con la fuerza de su albedrío, una hembra que se desprende de cualquier obligación innecesaria; la madre del niño a la casa de la risa; el niño a la calle, que se las arregle solo, sin apoyo, que se forme como machito sin protección de nadie, a ver cómo le hace, pinche escuincle, si tiene con qué, saldrá adelante, si no, pues que se lo lleve la chingada: todo por ti, Max, todo para que tú crezcas y te afirmes sin lastres, sin obligaciones de familia, sin hijos que cuidar, sin esposa que te joda, te regañe, te cargue, tú libre, hijo mío, tú soberano gracias a la voluntad de tu madre magnífica la Antigua Concepción, no Concha, no Conchita, no, sino la madre de la voluntad, el antojo, el capricho, la creación misma, la determinación… La dueña de la fortuna. El ama del azar.
—Me hice en la calle, Josué. Crecí como pude. Puede que hasta agradezca el abandono. Lo agradezco, pero no lo perdono. Me defenderé con los dientes.
Regresé con el padre Filopáter a las arcadas de Santo Domingo. Me pregunté qué cosa me llevaba de vuelta. Adivinaba algunas respuestas. El interés por el personaje y sus ideas. El misterio que rodeaba su exclusión de la enseñanza y del orden religioso. Sobre todo (porque Filopáter era algo así como el último recuerdo de mi juventud), la memoria del momento en que aprendí a leer, a pensar, a discutir mis ideas, a sentirme, si no soberano sí independiente de los acongojes de la niñez, la sujeción a una ama dominante y sobre todo la ignorancia acerca de mi origen. María Egipciaca no era mi madre. Lo sabían mis huesos. Lo supo mi cabeza cuando la confianza le fue retirada a la tiránica ama de llaves de la calle de Berlín. Ello no resolvía, por supuesto, el enigma de mi origen. Pero ese misterio me permitió arrancar mi vida a partir de un inicio determinado por mí, por mi libertad.
Jericó era el símbolo de mi independencia, de mi promesa de independencia personal. Pero en la ecuación fraternal de Cástor y Pólux intervenía, trinitario, el padre Filopáter. Él precipitaba nuestra curiosidad intelectual, le daba puerto y abrigo a lo que pudo ser un navegar sin rumbo, por más solidarios que fuesen los jóvenes navegantes. Si ahora redescubría a Filopáter el evento pronto adquirió una razón: la lejanía de Jericó me devolvía a la cercanía del sacerdote. Porque si algún “padre” tuvimos en común mi amigo y yo, él fue el maestro de la escuela Jalisco, El Presbiterio que nos reveló la sintaxis de la dialéctica, el elemento lúdico (a fin de no caer en el ridículo) de las posiciones ideológicas y aun teóricas. Asumir la filosofía de Santo Tomás contra el pensamiento de Nietzsche era un ejercicio, sí, pues ni yo ni Jericó éramos tomistas o nihilistas. Lo interesante es que Filopáter encontrase en Spinoza el equilibrio entre dogma y rebelión, pidiéndonos, con sencillez, que la ideología del conocimiento no precediese al conocimiento mismo, haciéndolo imposible.
—La verdad se manifiesta sin manifiestos, como la luz cuando desplaza a la oscuridad. La luz no se anuncia ideológicamente. El pensamiento, tampoco. Sólo la tiniebla impide ver.
¿Había sido la postura de Filopáter frente al dogma lo que al cabo lo excluyó de la comunidad religiosa, como a Spinoza mismo? ¿Se distanció demasiado el padre de los principios de la fe para instalarse en las evidencias de la fe? Estas eran las preguntas que yo mismo me hacía cuando se reunieron los acontecimientos, caóticos o fatales, que aquí he rememorado, rompiendo las ligas que hasta entonces me ataban a la amistad (Jericó), al deseo sexual (Asunta), a la ambición (Max Monroy) y a una caridad no consentida (Miguel Aparecido).
¿Qué me quedaba? El azaroso encuentro con Filopáter en Santo Domingo se apareció ante mí como una salvación, si por salvación se entiende no un juicio favorable en el tribunal de la eternidad, sino la cabal realización de nuestro potencial humano. Ser lo que somos porque somos lo que fuimos y lo que seremos. La cuestión de la trascendencia más allá de la muerte queda en suspenso durante la edad de la salvación en la Tierra. ¿Es ésta lo que determina aquélla? ¿De lo que realizamos en la vida dependerá lo que nos suceda después de la muerte? ¿O a última hora, con independencia de nuestros actos, vale una redención final provocada por la confesión, por el arrepentimiento, por la conciencia final de la verdad que nos acechaba desde un principio, y a la que sólo le damos crédito al morir?
La respuesta de Filopáter (y acaso la razón de la exclusión) era que le otorgaba a cada ser humano un valor en sí mismo, independiente de su pertenencia a grupo, partido, iglesia, clase social. Este ser individual e inalienable podía, sí, afiliarse a un grupo, partido, clase o iglesia a condición de no perder su radical valor personal. ¿Fue esto lo que el orden religioso no le perdonó a Filopáter: la terca afirmación de su persona sin menoscabo de su pertenencia al clero, su negativa a entregar la personalidad a la grey, desapareciendo, agradecido, en la multitud de la ciudad, del monasterio, del partido? Había sido fiel a lo que nos enseñó. Era hijo favorito de Baruch (Benoit, Benedetto, Benito, Bendito) Spinoza, excomunicado de la ortodoxia hebrea, irreducible a la ortodoxia cristiana, hereje para ambas, convencido de que la fe se agota en la obediencia y se expande en la justicia.
Esperaba, de regreso a Santo Domingo y a la conversación con Filopáter, lo que me dio mientras caminábamos de la plaza a las calles de Donceles por República de Brasil, una continuación de la plática anterior, aunque parte de mi atención consistía en cruzar las calles multitudinarias, impidiendo que el buen páter fuese atropellado por camiones, autos, bicicletas, o comercios rodantes.
—No quiero que te hagas bolas con las razones de mi exclusión —dijo entonces y entendí que el milagro de su existencia era no morir atropellado—. Mi falta fue sostener que Jesús no es delegado del Padre. Jesús es el Dios porque encarna y el Padre no lo tolera. ¡Anatema, anatema! —Filopáter se golpeó el pecho escuálido haciendo volar la corbata anticuada mientras yo lo auxiliaba a cruzar la calle—. Y mi conclusión, Josué. Si lo que digo es cierto, Dios sólo se le aparece al más indigno de los hombres.
—¿Al más incrédulo? —dije impulsado por las palabras de Filopáter.
—No creo en un Dios totalitario. Creo en el Dios contradictorio consigo mismo que encarnó en Jesús. Tuviste mi alma hasta la muerte, dijo Jesús el hombre en Getsemaní. Y si dijo Padre, ¿por qué me has abandonado?, ¿que no nos diría a todos nosotros? Hombres, ¿por qué me han abandonado? ¿No ven que soy sólo un hombre desvalido, condenado, fatal, sin providencia alguna, como ustedes mismos? ¿Por qué no se reconocen en mí? ¿Por qué me inventan un Padre y un Espíritu Santo? ¿No ven que en la Trinidad yo, el hombre, Jesús el Cristo, desaparezco divinizado?
Cuando al cabo entramos por el portón de la casa número 815 de la calle de Donceles a un callejón techado, oloroso a musgo y raíz putrefacta, Filopáter me condujo a una habitación al fondo del profuso patio, evitando con una mirada que imaginé temerosa la escalera que conducía a la planta residencial, como si allí habitara un fantasma.
El aposento de Filopáter era en realidad un taller con mesas dispuestas, me di cuenta, para un trabajo preciso: pulir cristales. Una mesa, dos sillas, un camastro, paredes desnudas sin más adorno que el crucifijo encima de la cama. Como mirase más tiempo del debido hacia el lecho, Filopáter me tomó del brazo y sonrió.
—No cabe una mujer en mi cama. Figúrate. El celibato es obligatorio para los sacerdotes desde el Consejo Laterano de 1135, sólo que Enrique, obispo de Lieja en el siglo trece, tuvo sesenta y un hijos. Catorce en veintidós meses.
—Una mujer —dije por decir, sin imaginar las consecuencias.
—Tu mujer —dijo para mi enorme sorpresa Filopáter.
Vio el asombro seguido de la incomprensión en mi rostro, pasó por mi mirada la de Asunta Jordán, por mis orejas la voz de la enfermera Elvira Ríos, por mi nariz el olfato de las putas de la señora Hetara, pero mi boca sellada no pronunció el nombre que Filopáter se encargó de decir:
—Lucha Zapata.
Y luego murmuró:
—Quizás la voz de Satanás le dijo a Jesús en el Calvario: “Si eres Dios, sálvate bajando de la cruz”.
Subí con miedo al apartamento de la calle de Praga. En cada peldaño, un paso en falso me amenazaba. En cada rincón, un enemigo acechaba. Ascendí lentamente acompañado por una legión de demonios desatados por la visita al escondrijo de Filopáter en el centro de la ciudad inmensa. En las sombras, los súcubos adoptaban formas intangibles de mujer para seducirme y condenarme. Peores eran los íncubos que se ofrecían a mí como satánicos amantes masculinos. Y el horror de mi ascensión era que los íncubos eran hombres con el rostro de Asunta y los súcubos mujeres con las facciones de Jericó, como si yo quisiera borrar de mi visión el rostro de Lucha Zapata evocado por la visita a Filopáter en la calle de Donceles. Luego supe que todo era premonición.
Abrí nervioso, apremiado, la puerta del apartamento. Guardaba las llaves en el bolsillo y antes de prender las luces la voz de Jericó me pidió —me ordenó— desde la sombra: —Sin luz. No enciendas la luz. Hablemos a oscuras.
Acepté la invitación. Poco a poco, como suele suceder, mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y la sombra de Jericó se fue perfilando con mayor claridad.
No mucha. El hombre, mi amigo, se reservaba una zona de penumbra propia que lo protegía de un mundo que se le había vuelto hostil. Si no lo sabía yo. La orden de detención había salido de la presidencia con la saña que se le reserva a un traidor.
—El Judas —sería desde entonces la expresión presidencial para referirse a Jericó—, el Judas.
Ahora, Jericó el Iscariote estaba escondido en el lugar más obvio y por ello más oculto: nuestro apartamento de la calle de Praga.
—¿Recuerdas a Poe? Lo leíamos juntos. La carta robada está a la vista de todos y por eso nadie la ve.
—Corres peligro —le dije con un rebote cariñoso del corazón pero sin atreverme a invitarle: Huye. No quería que, perseguido, se sintiese también expulsado. ¿Qué iba yo a hacer sino respetar la voluntad de Jericó, aun a sabiendas de que podría aparecer como su cómplice, su encubridor?
—Lárgate. No me comprometas.
No me atreví a decir esto.
Él lo dijo por mí.
Me evitó el dolor.
—Ya sabes, old pal. Tanto ambicionamos en la vida, tanto leímos, estudiamos, discutimos para acabar valiendo lo que se paga a un delator.
Me encabroné.
—Yo no soy ningún Judas.
Se encabronó.
—Eso me llaman en la Presidencia.
—No tuve nada que ver —balbuceé—. Yo no soy un traidor. Yo no trabajo en el gobierno.
—¿Serás entonces mi cómplice?
—Soy tu amigo. Ni traidor ni cómplice.
Le pedí sin palabras que me entendiese. No quería pedirle que se fuera de aquí. ¿A dónde se iba a ir? Sabía que yo no lo entregaría. Se aprovechaba de nuestra amistad. ¿La sacrificaba? Yo rechazaba esta idea, viendo a Jericó acorralado por las sombras, fracasado en su ilusoria toma del poder, obra de una fascinación fascista extemporánea, imposible en nuestro tiempo, producto de una imaginación, ahora lo entendí, exaltada por sí misma, por el pasado, por una inteligencia febril y perversamente idealista. Mi amigo Jericó sin apellido. Como los reyes. Como los sultanes. Como las dictaduras asiáticas.
—Gracias, Monroy. Su monitoreo nos ha permitido vigilar todos los preparativos del Judas.
Max Monroy no le dijo al presidente que para algo servía tener a la mano todos los hilos de la información.
Valentín Pedro Carrera no podía ahorrarse la broma.
—Hasta bien tarde se guardó la información, don Max. Este Judas casi se sale con la suya y se nos vuelve Cristo, ah qué caray.
Monroy meneó la cabeza hundida en los hombros.
—Ya nadie se sale con la suya —sentenció—. Todo está fichado. No hay movimiento subversivo que no se conozca. Si tardé en informarle es porque la mayoría de estas revoluciones abortan luego luego. Duran lo que el veranillo de San Martín. ¿Por qué añadirte preocupaciones, señor presidente? Bastante tienes con la preparación de tus ferias populares.
El presidente no acusó el golpe. Le debía demasiado a Monroy. Monroy se sintió tantito avergonzado, como si abusara de su propio poder.
—Cuando se trata de cosas serias, yo estoy a tus órdenes, señor presidente.
—Lo sé, don Max, lo sé y lo aprecio. Créamelo.
¿No sabía Jericó, vestido de sombras, lo que sabía yo en la oficina de Monroy gracias a la información de Asunta?
—¿Nos equivocamos de época? —pregunté sin sorna.
Él prosiguió como si no me oyese.
—¿Nacimos a tiempo o fuera de tiempo?
Dijo que le importaba saberlo.
Evocó nuestra niñez y la primera juventud, los dos educados sin familia, sin conocer a nuestros padres, sin saber siquiera si teníamos padres, ignorando siempre quién nos mantenía, nos pagaba las escuelas, la ropa, la comida…
—Porque alguien nos mantenía, Josué, y si no lo averiguamos fue por pura y simple comodidad, porque era muy a toda madre recibirlo todo sin deber nada, no preguntábamos y nadie nos preguntaba, tuvimos la mesa puesta, ¿la merecíamos, champ? ¿No llegó el momento de rebelarte ante un destino que te fabricaron otros, y salir a crear tu propio destino?
Yo no sabía qué decirle, salvo que su presencia en ese momento era para mí como un tributo al pasado que compartimos él y yo. Era una manera de decirle que dudaba de nuestra camaradería en el porvenir. Este era, al cabo, un momento de melancolía.
Jericó no era tonto. Agarró al vuelo mis palabras y las adaptó a su propia situación, él estaba aquí y era el amigo que yo evadía para no dañarlo y que él, ahora, agarraba del cuello como el poeta rebelde al cisne “de engañoso plumaje”. Jericó quería torcerse el cuello a sí mismo, tal era su vocación dramática.
—¿Recuerdas nuestro encuentro inicial, Josué? Recuérdalo y ve sumando los hechos de nuestra relación. ¿Aceptas que fui yo quien siempre te empujó a actuar? Contra la autoridad escolar, contra las convenciones del pensamiento, contra las buenas costumbres, ¿aceptas que yo siempre te empujé hacia el camino que mi vida nos iba abriendo?
—Es posible —le contesté tanteando un terreno que se abría movedizo.
—No —dijo con ferocidad—. No fue posible. Fue cierto. Así fue. Yo siempre iba por delante, ¿cómo que no?
—Hasta cierto punto —yo quería jugar porque no quería la tormenta que la mirada de Jericó me enviaba desde la sombra.
—Créetelo aunque no lo creas…
Él rio. No sé si se rio de la situación, de mí o de él mismo.
—Te detuviste, Josué. No me seguiste hasta el final del camino.
—Es que al final del camino había una barranca —le dije sin ánimo de condenarlo.
Él lo tomó de otra manera.
—No te atreviste a caminar conmigo hasta el final del camino. No traspasaste conmigo la frontera, Josué. No te atreviste a explorar el mal en ti mismo. Porque siempre supimos, los dos, que así como hacíamos el bien, podíamos hacer el mal. Más todavía: que mientras más “buenos” fuésemos, menos completos seríamos. Cada acción de nuestras vidas significa caminos al filo del abismo. Un precipicio es el bien. El otro es el mal. No te confundas, hermano. Tú y yo no caímos ni en el bien ni en el mal. Sólo caminamos por la calle de la ambigüedad como que sí, como que no… Había que decidirse. Hay un momento que nos exige la definición. ¿Que depende de dónde nos encontramos, con quiénes tratamos, qué nos influye? Seguro, sure, yo me encontré en el centro del poder político. Y desde allí, Jericó, no tenía más opción para ser yo mismo, para no convertirme en títere del poder, que oponerle poder al poder, poder de otro signo, Jericó, el poder del mal, ya que, mira tú, el poder del bien, ¿a dónde nos ha llevado? A una democracia parecida a la rueda del ratón, que corre y corre sin ir a ningún lado. ¿Que opté por la acción contraria? ¿Que esa acción lleva el estigma del mal? Reclámamelo si gustas. Ándale.
Respiró como un tigre.
—Yo sí. Eso hice. Explorar el mal en mí mismo. Descendí a la profundidad de mi propio mal y descubrí que el mal es el único enemigo válido de un hombre valiente… El mal como valor, ¿me entiendes? El mal como prueba de tu hombría.
Reaccioné con un enojo pudoroso.
—No quiero que se perpetúe la matanza, es todo. No quiero oler más sangre después del siglo en que nacimos, Jericó, el tiempo del mal llevado al extremo de saberse mal y celebrar el mal como el gran bien de la voluntad y la fortuna… Siento asco, ¿tú no cabrón?
(Por mis ojos abiertos pasaron los cuerpos de las trincheras del Marne y de los campos de Auschwitz, del río ensangrentado de Stalingrado y de la selva de sangre de Vietnam, de los cadáveres juveniles de Tlatelolco y de las víctimas de Chile y Argentina, de las torturas de Abu Ghraib y de las justificaciones, cadavéricas también, de nazis y comunistas, de milicos brutos y de presidentes aterrados, de gringos enloquecidos por la diferencia incomprensible de no ser como los demás y de racionalistas franceses aplicando “la cuestión” en Argelia: me dije ahora que el resumen probable de la historia es que podíamos desmenuzar y clarificar las modalidades de la cultura del tiempo pero no sabíamos evitar el mal del tiempo. ¿Cuánto valía, en la vida de Jericó y de Josué, exaltar el conocimiento del bien como valladar contra la preferencia del mal? ¿Era nuestra “cultura” el dique contra la marea del Demonio? ¿Sin nosotros, nos habríamos ahogado todos en el mar del mal? ¿O con, o sin, nosotros el mal del tiempo se habría hecho presente en medidas que no importaban a la luz de una sola niña gritando desnuda, incendiada para siempre, en un camino de la selva de Indochina?, ¿de un niño judío conducido a la fuerza fuera del ghetto de Varsovia con las manos en alto, la estrella en el abrigo y el destino en la mirada?)
—No quiero que se perpetúe la matanza —dije entonces de manera que puede parecer inconsecuente. En ese instante, era la única respuesta que me dictaba la situación—. Quiero que sigamos siendo Cástor y Pólux, los hermanos amigos…
—¿Vamos a ser Caín y Abel, los hermanos enemigos?
—De ti depende.
—No te atreviste… No me acompañaste —insistió de manera que me pareció inhóspita y lúgubre.
—Creo que te equivocaste, Jericó. Leíste mal la situación y actuaste en consecuencia. Actuaste mal.
—¿Mal? Había que hacer algo —dijo en un tono de súbita modestia, bastante inesperada e irreal en él.
—Puedes hacer algo. No puedes hacerlo todo —me respondí con creciente humildad y me culpé de estar tratando a un amigo, sin desearlo, con condescendencia. Esto era insultante. Confié en que él no se diera cuenta. ¿Me equivoqué?
No hubo tiempo de responder. Escuchamos con claridad las pisadas en la escalera. Era la medianoche y en este edificio, aparte de nuestro apartamento, sólo había oficinas que cerraban a las siete. Por un instante, creí que Jericó iba a esconderse en el clóset. Se movió. Se detuvo. Escuchó. Escuché. Escuchamos. Los pasos ascendían. Eran pasos de mujer. El cliqueteo de los tacones la delataba. Ambos, separados por un par de metros, aguardábamos. No había nada que hacer sino, por un instante, separarnos como si sólo uno hubiera de morir, solitario.
La puerta se abrió. Asunta Jordán nos miró a los dos, como si los dos metros de separación no existieran. Nos miró como si fuésemos uno solo, Cástor y Pólux, los gemelos fraternales, no Caín y Abel, los hermanos enemigos.
Apagó la antorcha que traía en la mano. No era necesaria. Las luces ya estaban encendidas. La carta robada estaba a la vista de todos.
Afuera, las estatuas góticas de la iglesia del Santo Niño de Praga no nos dieron su blanca sonrisa.
“No terminé de contarte”, decía Lucha Zapata en la carta que le dictó a Filopáter y que ahora el padre me entregaba.
¿No terminó? Ni siquiera empezó. Y yo nunca le pedí: cuéntame tu pasado. No por incuria. Por amor. Lucha Zapata me daba y me pedía un cariño al que le sobraban los recuerdos. De tal manera se estableció nuestra relación, sin memoria pero no amnésica, porque la ausencia de pasado era una manera radical de radicarse en el presente, el amor como raíz de la pasión instantánea que no recuerda nada, no prevé nada porque se basta a sí misma.
Este era el signo mismo de mi relación con Lucha Zapata, y si ahora ella me escribía lo hacía, es cierto, en nombre del azar y de la libertad. No se traicionaba a sí misma. Arrojaba una botella al mar. ¿Leería yo estas páginas? No dependería tanto de mi voluntad como de mi fortuna. Si yo no hubiera recorrido las calles del Centro Histórico en busca de indicios de lo que preparaba Jericó (¿y no era esta, por más que yo la disfrazara de deber oficial, una forma enferma de la traición al amigo?) no me hubiera topado con el padre Filopáter en la Plaza de Santo Domingo. Él pudo rechazar mi acercamiento. Por pudor. Porque su nueva vida era una fractura respecto a su vida anterior. Porque yo no tenía derecho a resucitar el pasado.
No fue así. Me recibió, me reconoció, me recordó, me condujo al pobre aposento al fondo de un jardín envenenado de la calle de Donceles donde Filopáter remedaba la vida de Spinoza puliendo cristales.
Allí pudo terminar este asunto. Si yo había dejado de ver al antiguo profesor durante once años, ¿por qué no habría de abandonarlo para siempre después de este breve y fortuito encuentro? Esta es la cuestión y nadie se salva de ella. Nos encontramos. No nos encontramos. Si no nos encontramos, ¿qué cosas dejarían de ocurrir? ¿Qué oportunidades se perderían?, ¿qué peligros se evitarían? Pero si nos encontramos, ¿qué cosas sucederían?, ¿qué oportunidades se presentarían?, ¿qué peligros se harían actuales?
Jericó tenía razón: Acaso estamos siempre en un gran cruce de caminos, una plaza circular de la cual parten avenidas que a su vez conducen, cada una, a otras tantas plazas de las cuales parten otras tantas avenidas. Seis, treinta y seis, doscientas dieciséis, infinitas plazas, infinitas avenidas para una vida finita a la cual sólo le garantiza dirección lo que hacemos con las manos, con las ideas, con las palabras, con las formas, colores, sonidos, no lo que hacemos con el sexo, la relación social, la vida familiar: éstas se evaporan y nadie recuerda a nadie después de la tercera o cuarta generación. ¿Quién era tu bisabuelo, cómo se llamaba tu tatarabuelo, que cara tenía tu antepasado más remoto, el que vivió antes de la fotografía, el que no tuvo la suerte de ser pintado por Rubens o Velázquez? Somos parte del reparto del gran olvido colectivo, un libro de teléfonos sin números, un diccionario de páginas en blanco, donde ni siquiera persisten las huellas digitales de quienes las manosearon…
¿Por qué, entonces, me dejaba Lucha Zapata esta carta-confesión en la que detallaba su vida criminal al lado de personajes que llegué a conocer por la vida prostibularia de mi primera juventud, por mis visitas a la casa de los Esparza y a la cárcel de San Juan de Aragón…? ¿Por qué rompía Lucha con un relato criminal el silencio que fue la música de nuestra relación amorosa? Aquí aparecía Lucha Zapata entrenándose en el crimen, primero como parte de bandas de pedigüeños, falsos ciegos, lisiados, tiñosos, incurables, lo que sea su voluntad, lo que nos regale la fortuna, Lucha comiendo el pan de los afligidos en esquinas transitadas, de Avenida Masaryk al camino del aeropuerto, con la mano tendida, recitando oraciones, coplas, Dios se lo pague, lo que guste su merced, alabado sea Dios, simulando llagas sangrientas a la entrada de las iglesias, hernias a la entrada de los hospitales, calenturas a la entrada de los restoranes, ligándose en una escala ascendente con ladrones, matones, rufianes, grumetes especialistas en desvalijar casas, devotos que roban en las iglesias, apóstoles que saben usar ganzúas y abrir puertas, capeadores que roban a plena luz a los peatones; matones, asesinos a sueldo, expertos en la cuchillada, alcahuetes, mancebos de burdeles, gente joven sin destino aunque también viejos criminales sin más salida que el crimen, soldados viejos, pensionistas arruinados, perseguidos por quiebra, falta de pagos, hipotecas vencidas, moneda devaluada, ahorros evaporados, empleos suspendidos, seguros inexistentes, ve, Josué, cómo se entrelazan la virtud y la fortuna, el azar y la necesidad, la inocencia y la culpa en la legión de los que roban por necesidad porque otros, ¿sabes?, necesitan robar o roban sin necesidad, como otros matan por gusto y otros innecesariamente y otros porque necesitan matar, ¿eres caritativo, comprendes, tienes la caridad suficiente para perdonar sabiendo, Josué, o sólo puedes querer si no sabes? ¿Sólo puedes amar a Lucha Zapata si ignoras a Lucha Zapata?
Sí, era una visión, una aviadora expulsada del campo aéreo por intentar robar un bimotor en un hangar, un espectro con gorra y anteojos y chamarra de cuero que cayó por azar en mis brazos cuando despedí a Jericó que volaba a estudiar a Francia y vi pasar a Sara P. precedida de un falso maletero que resultó ser el bandido y mariachi Maxi Batalla. ¿Era esta la verdad? ¿Todo lo demás era ficción? ¿El mariachi no estaba apaleado y mudo como creía su mamacita, sino vivito y coleando? ¿Sara P. era parte de la banda criminal organizada por Jericó para asaltar el poder por la violencia porque le parecía inútil la legalidad y confundió la acción revolucionaria con un problema policiaco, que es lo que recibió en recompensa: el desastre, la fuga, la cárcel?
¿Todo al cabo se ataba en un haz que reunía los hilos de la trama en este encuentro azaroso con Filopáter y en la lectura, aún más fortuita, de una carta que me escribió Lucha Zapata sin perder esperanzas de que yo la leyera un día? “Me recuerdas mal”, era el estribillo de la carta. Y otra vez: “Me diste el pulso de la felicidad”, y más lejos: “Tenía que angustiarme para quererte”.
Una carta dictada a Filopáter por Lucha.
¿Por qué? ¿Qué sabía ella?
¿No pudo escribir sin necesidad de amanuense?
¿Tenía que ser Filopáter el escribano de nuestro destino?
¿O era esta la manera de confesarme lo que jamás me había dicho en persona, pues nuestro trato, recuerden, excedía toda referencia al pasado? Pero el elemento del azar predominaba sobre la voluntad de Lucha. Quizás yo nunca pasaría por la Plaza de Santo Domingo. Quizás yo nunca volvería a ver a Filopáter. Ese era el punto con el que coincidían la voluntad y el azar de Lucha y el mío. Dictando una carta a un escribano público con la esperanza de que yo lo encontrase y él me diera la carta a leer. Como ahora, cumpliendo una profecía más que incurriendo en una coincidencia, yo lo hacía, leyéndola.
Al principio de todo, ¿había un jardín de niños?, ¿había una madre hostil, amargada porque la juventud es una seducción que no dura, porque la hija se sentía triste y solitaria y quería expulsar las sombras y la madre le decía no muestres las pechugas y ella le decía a la madre odio cómo te vistes y ambas se decían cosas como el amor es que las cosas salgan bien sólo para que la madre volviese a la cargada?, ¿no te lo advertí, no te dije que sólo podías vivir al lado de tu madre? Y Lucha quería conservar un momento, uno solo, precisamente en el que la madre y la hija fuesen admiradas juntas, al mismo tiempo, linda pareja, si parecen hermanas, expulsando las sombras, la amenaza, el engaño, “¿no te dije que sólo podías vivir con tu mamá?” antes de tirarse a la calle, a la mendicidad voluntaria, al crimen, a la compañía de Maxi Batalla y Sara P. y Siboney Peralta, el Brillantinas y el Gomas, y el pícaro y violento licenciado Jenaro Ruvalcaba de triste memoria en este mi curso de la criminalidad sujeta al dominio carcelario de Miguel Aparecido pero suelta, fuera de la prisión, suelta como una jauría de bestias hambrientas, colmillos afilados, bocas babeantes y ojos enrojecidos por la vigilia indeseada, por la ambición política de Jericó.
Yo era parte de toda esta historia. Yo conocí el reparto de la voluntad y también el de la fortuna. Yo había amado a esta mujer que se salvó del crimen y el castigo gracias a su azaroso encuentro conmigo en el aeropuerto y gracias a nuestra vida compartida, accidentada, verdadera montaña rusa de las emociones, alcohol y droga, buena comida y mejor sexo: ¿de qué me iba yo a quejar, si supe evitar los vicios y gozar de las virtudes?, ¿de qué?
Asunta Jordán entró al apartamento de la calle de Praga con toda la autoridad de su gesto sobrado, su taconeo autoritario, su uniforme de alta empleada, un rostro de pocas pulgas, unos ojos que lograban vernos al mismo tiempo a mi amigo y a mí. Fue perentoria y no había nada que alegar. Abajo esperaba un auto blindado seguido por dos carros más con gente armada. Me resigné. Jericó tuvo un reflejo nervioso como de animal atrapado. Ella jugó un instante con mi resignación y con la fatal rebeldía de él.
No era lo que temíamos. Jericó era protegido por Max Monroy contra la decisión presidencial de aniquilarlo. Judas. Jericó era conducido al edificio de Max en la Plaza Vasco de Quiroga, por el rumbo de Santa Fe. Asunta era la encargada de la operación. Jericó, hasta nuevo aviso, estaría escondido en un apartamento del edificio “Utopía”, al lado del que ocupaba Asunta. Yo, con asco en la boca, decidí separarme, adelantarme a casa de Filopáter, pasar una semana en ese rincón al fondo del jardín cubierto en la calle de Donceles y hasta entonces regresar, acaso purificado, al edificio de Santa Fe. Leí la carta de Lucha Zapata.
A mi regreso entré a un ambiente enrarecido.
Asunta me recibió en su despacho sin levantar la mirada de la computadora que la distraía.
—Está en el apartamento del treceavo piso, al lado del mío. Toma las llaves.
Me arrojó un manojo y lo recogí tratando de adivinar su intención. No necesitaba llaves. Max Monroy tenía el prurito de vivir con puertas abiertas:
—No tengo nada que ocultar.
Era su mejor disfraz, yo lo había entendido. El hecho de que la probable presencia de Jericó requiriese llaves y puertas cerradas me alarmó como puede alarmar la presencia en nuestra casa de una bestia feroz a la que se alimenta para sobrevivir pero a la que se encierra para que no nos mate.
Recordé la noticia del zoológico. Un tigre muerto por las mordidas de otros tigres hambrientos. Cinco tigres. ¿Por qué fue atacado el tigre que murió devorado, por qué ese tigre y no cualquiera de los cuatro atacantes? ¿Qué unió a los agresores contra un animal de su misma estirpe? ¿Fue el puro azar, la mala fortuna del quinto tigre? ¿Hubiera podido ser la víctima verdugo de otro tigre?
La imagen de un Jericó enjaulado me provocó el recuerdo de una figura invisible, en extremo móvil, mi amigo, que iba y venía por la ciudad y el mundo sin explicación, sin papeles de identidad, sin apellido siquiera: Jericó a secas, la simbiosis perfecta de la voluntad y la fortuna, libre como el viento, sin ataduras de familia, sin amores conocidos. Casi, de no ser tan tangible en nuestra familiaridad, un fantasma: mi hermano espectral, la mitad de Cástor y Pólux, la dualidad fraternal inconcebible en la separación… ¿Quién había encarcelado al viento? ¿Quién tenía bajo llave al espíritu libre?
La respuesta la conocía. Max Monroy. Y la respuesta se sumaba a la legión de preguntas que yo me venía haciendo en esta temporada. ¿Qué interés tenía Max Monroy en rescatar a Jericó y traerlo aquí, al seno de la gran familia, empresa y hogar de la Utopía? Imaginé por un segundo que todo esto era una treta de Monroy para desafiar al presidente, demostrando dónde se hallaba el verdadero poder. ¿Plantó Monroy a Jericó en las oficinas de Los Pinos sólo para que mi amigo engañara al presidente haciéndolo creer en una falsa fidelidad y aprovechando el trampolín del poder para escenificar un golpe de estado fallido, ridículo, fracasado de antemano, como lo esperaba Monroy, demostrándole al presidente que él, Monroy, poseía la información conducente a la crisis y que por poseer la información poseía el poder verdadero: calibrar la amenaza, dejar pasar las acechanzas sin porvenir, ahogar en la cuna las rebeliones y cortarles la cabeza si se levantaban? ¿Todo había sido una gran mascarada de Monroy frente a Carrera, una demostración de dónde se hallaba el poder verdadero?
¿O las acciones de Jericó habían sido independientes de Monroy? ¿Mi amigo había actuado, infructuosamente, por su cuenta, capturado en una ilusión fenecida de la revuelta, imposible en el mundo moderno de la información y el poder omnipresentes y omnímodos, el 1984 de Orwell escenificado día a día, sin drama, sin símbolos innecesarios, sin crueldades totalitarias, sino disfrazado en la más absoluta normalidad y habituado a la técnica de la castración con guante blanco?
Asunta Jordán no me miraba. Su entera devoción la dedicaba a leer la huella digital, saltarse el password, apoyarse en los dos gigas de la memoria, conectarse con la red inalámbrica, demostrarme sin mirarme siquiera que el mundo ideológico habitado por el pobre Jericó era una ilusión del pasado, algo tan antiguo como las pirámides.
—Más viejo que un bosque… —decía de sí mismo Max Monroy…
Mas si Jericó era un agente ajeno tanto al poder presidencial de Carrera como al poder empresarial de Monroy, ¿a quién representaba? ¿A sí mismo, nada más? Ustedes conocen el trato de mutuo respeto que nos dábamos mi amigo y yo. Ni él inquiría en mi vida personal ni yo me metía a averiguar la suya. La cuestión que quedaba en la sombra era, desde luego, la vida de Jericó durante los oscuros años de su ausencia. Yo obraba con buena fe. Quería a mi amigo. Amaba nuestra vieja amistad. Si él decía que había estado ese tiempo en Francia yo se lo creía, por más que me pareciese postiza su cultura francesa y concluyentes sus referencias culturales, pop, al mundo norteamericano. ¿Dejaba a propósito escapar Jericó exclamaciones gringas —Let’s shrug it out, bitch— y nunca francesas? ¿Quería darme a entender que me engañaba, le ganaba su viejo hábito de jugar con la realidad, engañar para divertir, enmascarar para revelar? ¿Quería intrigarme, ponerme en la situación de inquirir sobre él, convertirlo en mi propio misterio, trasladar a Jericó las interrogantes que no me hacía a mí mismo? ¿Sabía acaso que mis misterios no eran tales? ¿Sabía lo que aquí he relatado, cuanto saben ustedes: mis amores con Lucha Zapata, mi relación con Miguel Aparecido, mi ingreso a la empresa de Max Monroy, la revelación reciente del parentesco de Miguel Aparecido con Monroy, mis pláticas secretas con la madre de Monroy, doña Antigua Concepción, en fin, mi amor infatuado hacia Asunta Jordán, el placer de la noche y la humillación de la mañana siguiente, la fugacidad de mi goce con ella y la entrega procaz, espantosa, de la relación de gratitud de Asunta con el anciano jefe de la tribu: Max Monroy?
Acaso, con estas preguntas, disfrazaba mi propio misterio, mi origen anterior a la vida con María Egipciaca en el caserón de Berlín.
Sentí que había borrado voluntariamente todo recuerdo de antes de los siete años, aunque también pienso que de antes de esa edad no tenemos recuerdo alguno, salvo lo que nos cuentan nuestros padres. Yo no tenía padres. Jericó, por lo visto, tampoco. Ya he relatado de qué manera él y yo nos congratulábamos de no tener familia, si la familia era como la de nuestro cuate el Pelón Errol. Este era un disfraz más, quizás el más sofista de todos. El hecho es que Jericó no tenía apellido porque había renunciado a él. Su ejemplo me llevó a mencionar rarísima vez el que yo tenía en la escuela, en la universidad, en el empleo. Josué Nadal. Quizás lo desechaba por emular a Jericó. Quizás me incomodaba un apellido sin ascendencia conocida. Quizás, él y yo, preferimos ser Cástor y Pólux, hermanos legendarios, sin apellidos…
En este gigantesco rompecabezas, ¿dónde quedaba Jericó? ¿Quién era Jericó? Tuve la sensación angustiosa, radicada en la boca del estómago, de desconocer por completo a la persona que creía conocer más que a nadie: mi hermano Jericó, el valedor de la fraternidad entre Cástor y Pólux, los argonautas destinados a la misma aventura. Recobrar el vellocino de oro…
El hombre desnudo, la bestia que me recibió en el apartamento secreto de Utopía, estaba en cuatro patas sobre una cama revuelta.
Lo recordé en la misma postura, desafiante pero sonriente, seguro de sí mismo, dueño de un futuro tan misterioso como cierto en la casa de putas de La Hetara: quién sabe qué sucedería, pero sucedería para él, para Jericó, gracias a su voluntad y por su fortuna. ¿Y la necesidad? ¿Podía mi amigo excluir lo necesario de lo voluntario y lo afortunado? Lo recordé ahora como antes, el día en que me anunció su partida, moviéndose como un animal enjaulado por el espacio que fue el nuestro, que se convertía en una prisión que él iba a abandonar —sin imaginar siquiera que iba a terminar aquí, otra vez en cuatro patas, pero esta vez enjaulado de a deveras, entabicado, prisionero ahora como, acaso, siempre lo fue de sí mismo: Jericó guardado, mapeando la cárcel de su lecho.
Su cuerpo blanquecino se desbocaba en una cabeza furiosa, revuelta también, de ojos inyectados, labios sulfurosos y dientes asesinos, como si acabara de devorar al tigre del zoológico. Su cuerpo se veía grotesco, alargado, en perspectiva deforme, detrás de la cabeza rubia que acaparaba en ese momento la persona entera de Jericó, como si cuanto en él latiese, tripas y testículos, corazón y caparazón, se concentrase en una monstruosa y agresiva cabeza que era víscera, cojón, uña y sangre del animal que avanzaba sobre el lecho a cuatro patas, fijo en mí, haciendo gala de su ferocidad verbal, de su dialéctica febril, hay hombres amados por muchas mujeres, cabrón Josué, hay hombres a los que ninguna mujer ama, pero yo amo a una sola, tú has tenido a todas, yo sólo quiero a una, déjamela, cabrón, ¡déjamela o te juro que te mando matar!, ¿te crees con derecho a todo lo que yo no tuve?, ¡te equivocas, hijo de la chingada!, te lo regalo todo, como siempre, pero déjame a esta mujer, una sola mujer, ¿por qué me chingas, cabrón Josué, por qué no me dejas a la única mujer que deseo, la única mujer que me ha hecho sentirme hombre, la mujer que me capturó y me domó y me arrebató el misterio y el poder de la interrogación, la mujer que se niega a ser mía porque dice que es tuya y Asunta me rechaza diciendo que te pertenece a ti, que no puede ser de nadie más, cabrón hijo de tu puta madre, libérala, jijo de puta, déjala libre para mis tanates?, ¿no somos como hermanos?, ¿no compartimos a las putas?, ¿por qué quieres a Asunta sólo para ti, pinche roñoso, deja de filorarte, pinche pipilejo, ponte guapo, ya sábanas, ya sábanas…?
Y pegó un grito salvaje:
—¡Te voy a matar, pinche pipilejo, o me sueltas a la vieja o te juro que te mando a empujar margaritas!
Lo dijo de manera tan horrible, allí en cuatro patas encuerado sobre la cama, los testículos bailándole entre las piernas, la cara de animal feroz, como si todo lo que en verdad era Jericó saliese a retratarse en ese rostro amenazante que ya no era el del valiente compañero Pólux sino el del hermano asesino Caín.
Jericó babeaba encuerado, en postura bestial, concentrando en mí, me di cuenta, las frustraciones tan opuestas a una vida que tuvo lugar en los escenarios del éxito, desde la escuela hasta el día de hoy. Jericó el sobrado, el más salsa, el triunfador, el protector, el misterioso, el que no enseñaba las cartas, el que ganaba al juego con cara de póker, ahora mostraba las cartas y tenía pachuca: ni un miserable par de cincos, y eso que se habían eliminado los números menores. Era este sentimiento encuerado —física, moralmente desnudo— lo que concentraba el odio de mi hermano Caín contra mí, y cuando apareció Asunta detrás de la cama de Jericó y la miré, entendí el juego perverso de la mujer. Fuesen cuales fuesen los motivos de Max Monroy para salvar a Jericó de la venganza presidencial y traerlo al amparo de Utopía, el juego de Asunta, por muy lateral que fuese a las intenciones de Monroy, era el que hería de muerte a Jericó.
Miré a Asunta al fondo de la recámara, con los brazos cruzados sobre el pecho, la figura ejecutiva disfrazando el origen de esposa provinciana subyugada al macho infeliz, y la supe victoriosa y dueña de la intriga. Supeditada al designio de Max pero independiente de él: Asunta le había hecho creer a Jericó que ella era mi amante, que en este edificio la única Utopía era la satisfacción erótica que ella y yo nos proporcionábamos y que yo, además de con la enfermera Elvira Ríos y la abandonada Lucha Zapata, había colmado mi vida sexual en noches de éxtasis con Asunta Jordán. ¡Me lleva la chingada!
Esto le contó Asunta a Jericó. Así se vengó de la traición de Jericó, por más que Monroy hubiese sido el artífice de su salvación, cosa que quedaba por demostrarse.
Nada de esto importaba.
Mi mundo se venía abajo con la mirada asesina de Jericó. No quise creer que detrás de nuestra amistad fraternal, larga y probada, un desdén que era máscara del odio fuera el rostro real de nuestra relación. Porque era odio concentrado el que brillaba en las fauces de un Jericó animalizado por la derrota, por el desdén erótico de Asunta, por el engaño probable de Monroy, por el triunfo político del presidente Carrera, por la humillación de saber que, de no ser por la aparición de Asunta en el apartamento de la calle de Praga, él, Jericó, estaría muerto de un balazo, víctima de la ley fuga o entambado en San Juan de Aragón con sus pobres conspiradores. Expuesto a la venganza implacable de Miguel Aparecido.
Temía por él.
Debí temer por mí.
¿De manera que vas a escribir tu tesis sobre mí, Josué? ¿Qué piensas decir? ¿Vas a repetir los mismos lugares comunes? Nicolás Maquiavelo, ¿el calculador, hipócrita, helado manipulador del poder que nunca ejerció, sólo aconsejó? ¿Vas a hablar de mis pilares, la necesidad, la virtud y la fortuna? ¿Vas a escribir que la necesidad es el estímulo de la acción política aunque en su nombre también se traiciona y se ambiciona? ¿Vas a repetir que la virtud es manifestación del libre arbitrio aunque también puede ser la máscara del hipócrita? Y, al fin, ¿vas a decir que comparo a la fortuna con la inconsistencia femenina, caprichosa, inconstante, concluyendo que dura más quien menos depende de ella?
¡Misógino, Maquiavelo! ¿No me casé con Marietta Corsini por obtener, en un solo himen, la virginidad y la fortuna?
Ah, Josué, no repitas las fatigadas razones que me persiguen de siglo en siglo. Sé más temerario. Ten la audacia, mi joven amigo, de penetrar en mi biografía verdadera, no la de los historiadores “serios”, no, sino la de mi existencia real, vulgar, chusca, cachonda: Nicolás Maquiavelo lo dice en voz alta para que todos lo entiendan: “No conozco nada que dé más felicidad, haciéndolo, pensándolo, que fornicar. Un hombre puede filosofar todo lo que quiera, pero la verdad es ésta”. Así lo escribí y ahora te lo repito. Todos lo entienden. Pocos lo dicen. Puedes citarme. Me friega que se ignore mi gusto por las mujeres y el sexo. ¡Que lo ignoren! ¡Qué más da! Pero si tú vas a escribir con veracidad sobre mí, repetirás conmigo que dulce, ligero, pesado, el sexo crea una red de sentimientos sin los cuales, me parece, yo no podría ser feliz.
Míralas: Una se llama Gianna, otra se llama Lucrecia, otra más La Tafani. Te digo una cosa más allá de los nombres: el deseo sólo responde a la naturaleza, no a la moral. ¿Que la Riccia era una prostituta conocida en toda Florencia? Eso no disminuía en un ápice el placer que me daba. Fue mi amante durante diez años. No le importaba que cambiase mi fortuna. Ella no cambiaba. Los amigos cambiaron. Ella no. ¿Y La Tafani? Graciosa, refinada, noble, jamás podré elogiarla como ella lo merece. El amor me enredó en sus mallas. Eran redes tejidas por Venus, mi joven amigo, suaves y sensibles… Hasta el día en que las redes se endurecen y te aprisionan y no puedes deshacer los nudos y no te importa el castigo. No olvides, Josué, que todo amor es perdonado y perdonable si te da placer a ti. Yo tuve relaciones con mujeres y también con hombres. Era otra época. El homosexualismo era común en Florencia.
En común, todos mis amores tuvieron dulzura, porque la carne amada me dio deleite y porque al amar olvidé todas mis penas, al grado de que prefería la cárcel de amor a que la libertad, sí la libertad, ¡ay!, me fuese concedida.
Recuerdo y saboreo todo esto porque El Príncipe, la obra que tú estudias por indicación de tu profesor Sanginés, fue recibida en 1513 como una obra del Diablo (Nicolás Maquiavelo, Old Nick, el Demonio, el sosías de Belcebú, Belial, Azazel, Mefisto, Asmodeo, Satanás, el Deva, el Cacodemonio, el Maligno, el Tentador, y más familiarmente, Viejo Nick pero también Viejo Harry, Viejo Ned, el Dickens, el Rasguño, el Príncipe de las Tinieblas), todo porque traje la luz al quehacer político, a nadie engañé, les dije así son las cosas, les guste o no, no es juicio moral mío, son realidades políticas nuestras, léanme con seriedad, no me inspiran las tinieblas sino la luz, aprendan que un buen gobierno sólo se acuerda con la calidad del tiempo y el mal gobierno se opone al espíritu del tiempo, aprendan que los gobiernos antiguos son seguros y manipulables y que los gobiernos nuevos son peligrosos porque desplazan a las autoridades de los gobiernos anteriores y dejan insatisfechos a sus partidarios que creyeron que con el poder obtendrían todo lo que sólo se puede dar con cuentagotas, en la tensión entre la legitimidad del origen que no asegura, para nada, la legitimidad del ejercicio…
¿Para qué sigo? La política es sólo la relación pública entre seres humanos. La libertad es la regularización del poder. Los hombres están locos y quisieran ver el origen del poder en la revelación sagrada, en la naturaleza, en la raza, en un contrato social, en la revolución y en la ley. Yo les digo que no. El poder es sólo el ejercicio de la necesidad, la máscara de la virtud y el azar de la fortuna. Insoportable. ¿Sabes? Para restaurar mi ánimo, a veces regreso del campo y me cambio de ropa. Me pongo togas y medallones, sandalias de oro y coronas de laureles y entonces, solo, converso con los antiguos, con los griegos y los romanos, mis pares…
Es una gran mentira: una ficción. La verdad es que necesito la ciudad. Amo la ciudad, sus obras, sus plazas, sus piedras, sus mercados, sus cuerpos. La dulzura de un rostro me permite olvidar mis pesares. El calor de un sexo me invita a abandonar a mi familia, haciéndola creer que me he muerto. ¡Locura!
Y sin embargo, aquí estoy de vuelta en la oficina, sirviendo al Príncipe, recordando acaso que el amor es travieso y se te escapa del hígado, de los ojos, del corazón. Sólo la administración de la ciudad —la política, la polis— me salva, Josué, del ardor suicida del sexo y de la imaginación penosa del ayer histórico, en espera de mi viaje al infierno, un lugar mucho más divertido que el cielo.
Entiende, entonces, mi sonrisa. Entiende el retrato que me hizo Santi di Tito y que se encuentra en el Palazzo Vecchio. ¿Ves ahora por qué sonrío? ¿Te das cuenta de que sólo hay dos sonrisas comparables, la de la Gioconda y la mía? Ella era la Mona Lisa. ¿Seré yo, Maquiavelo, el Mono Liso? No es albur. Si quieres llámame, en mexicano, Maquiavelo, el Chango Resbaloso.
—El error de Jericó —me comentó Sanginés durante esta nueva comida, ahora en el Danubio de las calles de Uruguay—, consistió en creer que una masa insatisfecha iba a seguir a una vanguardia revolucionaria. No vio dos cosas esenciales: primero, que la masa revolucionaria es una invención de la vanguardia revolucionaria. Segundo, que cuando la masa se ha movido es porque llegó al extremo de la paciencia. Eso no ocurre —o aún no ha ocurrido— aquí. La mayoría de la gente cree que puede alcanzar una situación mejor. La gente se hace promesas a sí misma. La gente, si quieres, se engaña a sí misma. Vete. Vale. El trabajador se va de migrante a California, a Oregón, a las Carolinas. Vale. Pero la gente ve los anuncios y lo que quiere es ser así, como el anuncio. Tener automóvil, casa propia, irse de vacaciones, qué sé yo, tirarse a “La Rubia de Categoría”. ¿Has visto, Josué, las caras de las gentes cuando salen de un cine, imitando —involuntariamente, sin duda— a la estrella que acaban de ver?
—Nicole Kidman —intervine por decir algo, cuando debí prestar atención a la fuente de mariscos que el Danubio ponía frente a mí—. Errol Flynn —añadí insólito, por recuerdo del Pelón nuestro amigo, pero también con cierta burla, como si Sanginés me estuviese enseñando lo que yo ya sabía y yo, por respeto, pretendía seguir aprendiendo, como cuando era su alumno en la Facultad de Derecho.
—Hemos creado una sociedad —continuó Sanginés mientras, según su costumbre, hacía bolitas con las migajas del bolillo—, que en su mayoría desea ascender, tener cosas, autos, mujeres, ropa, sol, y si me apuras, educación para los hijos, póliza de vida, seguro social, hospital y televisora.
—No les basta el bolillo —traté de intervenir como monarca francés—. Quieren el pastel.
Sanginés acarició el mantel como para librarlo de arrugas o migajas —y para no hacerme caso.
—También hay salidas desesperadas —argumentó para no cejar—. Irse de trabajador migrante a los Estados Unidos, desafiar las balas de los guardias, las alambradas y los muros, el camión de los polleros que te pueden abandonar o dejar que te mueras de asfixia…
¿Se parecía el mantel del restorán, blanco y desnudo, a un desierto fronterizo? ¿Eran el salero y la pimienta los faros que guiarían la posición de nuestros platillos, ordenados ya, en camino ya, sopa de habas, ceviche, filete chemita con puré de papa…?
Sanginés me miró de forma sombría. Guardó un silencio que prolongó insoportablemente la espera y aumentó sin redención inmediata el hambre. Pocas veces lo he visto tan pesimista. No quería mirarme. Se atrevió a mirarme.
—La frontera se va a cerrar. El muro del Norte será peor que el muro de Berlín. Ese lo dictaban la ideología comunista y la paranoia soviética. El muro que va a correr del Pacífico al Golfo, de San Diego-Tijuana a Brownsville-Matamoros lo dicta el racismo irracional. Se necesitan los trabajadores que el mercado norteamericano no posee. Pero hay que impedirles la entrada porque son prietos, son pobres, trabajan bien, resuelven problemas y ponen en evidencia la discriminación peleada a muerte con la necesidad…
Yo tenía ganas de sopear el plato con una tortilla: las palabras de Sanginés, que debían quitarme el apetito, me daban hambre.
—Los empresarios gringos pagan sueldos bajos a los migrantes y no quieren pagar sueldos altos al trabajo local, también hay que considerar —argumenté porque eso le gustaba a Sanginés.
La sopa de habas le fue servida. Yo había ordenado un ceviche acapulqueño. Él metió la cuchara grande. Yo usé el tenedor pequeño. Comimos.
—Ese no es el problema. Estados Unidos se va quedando atrás. Tienen una fuerza obrera de tiempos de la revolución industrial. Las ciudades de chimenea humeante se mueren. Detroit, Pittsburgh, se mueren. Se murieron Carnegie y Rockefeller. Nacieron Gates y Blackberry. Pero los norteamericanos no renuncian al gran sueño industrial que los fundó como potencia. Los chinos y los hindúes se gradúan de las universidades norteamericanas. Los chicanos se gradúan.
—Sólo que los chinos regresan a China y la engrandecen y los mexicanos regresan a México y ni quien los pele, maestro…
Sin quererlo, volteé el salero. Sanginés, cordial, lo puso en su lugar. Yo, sin pensarlo dos veces, ahuequé la mano, recogí la sal derramada y me quedé con ella. No sabía dónde colocarla.
—Eso lo entiende Max Monroy —dije sin pensar—. No lo entiende Valentín Pedro Carrera. Max busca soluciones a largo plazo. Carrera siente que el sexenio se le acaba y quiere aplazar el fin dando gato por liebre. Sus festejos, sus vaciladas…
¿Hizo Sanginés un gesto de disgusto? ¿O las habas le resultaban más amargas de lo previsto? Vacié de manera idiota la sal sobre el ceviche. Comí sin mirarlo. Si uno se pone a seleccionar el pescado, acaba quedándose con las aceitunas.
Le dije que él, Antonio Sanginés, era abogado de ambos, de Carrera, de Monroy. Le pedí que me analizara a uno y a otro, al presidente y al magnate, al cabo los dos polos del poder en México (y en Iberoamérica). Me devolvió una mirada que me anunciaba ya:
—Yo no quiero pronunciar las palabras de la desgracia. No seré yo…
Bueno, le interrumpí, yo seguía preparando la tesis profesional que él mismo me sugirió, Maquiavelo y el Estado moderno, de manera que nuestras pláticas eran, pues, como parte del curso, ¿o no?
Busqué la sonrisa cómplice, aprobatoria, y no la encontré.
—Todos podemos sentir celos, odio o desconfianza. El hombre de poder debe eliminar los celos, que lo llevan a querer ser otro y acaba siendo menos que sí mismo. Debe evitar el odio, que nubla el entendimiento y precipita acciones irreparables —reclamó Sanginés.
Se le atoró un haba en la dentadura que sospeché, sólo en ese momento, postiza. La extrajo y la dispuso con cuidado en el platillo del pan.
—Pero debe cultivar la desconfianza. ¿Es un defecto? No, porque sin desconfianza no se gana poder político o económico. El cándido no dura mucho ni en la ciudad de Pericles ni en la ciudad de Mercurio.
—¿Cuánto dura el que sólo desconfía?
—Quisiera ser eterno —sonrió Sanginés.
—¿Aunque sepa que no lo es? —le devolví, con un gesto irónico, la sonrisa.
—La capacidad de autoengaño de un político es in-fi-ni-ta. El político se cree indispensable y permanente. Llega el momento en que el poder es como un automóvil sin freno en una carretera sin fin. Ya no te preocupa meter el freno. Ni siquiera te importa conducir. El vehículo ha alcanzado su velocidad propia —su velocidad de crucero, y el poderoso cree que ya nada ni nadie lo detiene.
—Salvo la ley, maestro. El principio de la no-reelección.
—La pesadilla de quienes quisieran haberse reelegido y no pudieron.
—¿No pudieron? ¿O no quisieron?
—No los dejaron.
—A Álvaro Obregón lo asesinaron por haberse reelegido.
—A otros no se los permitió una insurrección del gabinete. O una falsa creencia de que, escogiendo al sucesor, éste sería un títere dócil en manos del antecesor. Sucedió todo lo contrario. El “tapado” de hoy destruyó al monarca de ayer porque el nuevo rey tenía que demostrar su independencia de quien lo designó sucesor.
—Aventuras de la monarquía sexenal mexicana —comenté viendo que nuestros platos vacíos eran retirados como ex-presidentes.
Dijo Sanginés que le resultaba asombroso que la lección no se aprendiera.
—A Carrera le aconsejé, desde el primer día; imagine el último día. Recuerde que estamos sujetos a las leyes de la contracción. El presidente quiere ignorar la sinéresis política. Todos decimos a-ho-ra. Él dice ora, como si le pidiese a Dios: Diosito santo, dame seis años más…
—Now —sonreí—, now now now —con intención paleológica.
—Es el terror de saber que hay un después —Sanginés recibió el filete gordo y suculento con una salivación involuntaria de la boca y una gratitud líquida de la mirada, como si esta fuese la última cena. ¿O la primera? Porque en todo caso, jamás nos habíamos reunido él y yo a platicar de una manera tan concluyente, como si un capítulo de nuestra relación se cerrase aquí y otro, quizá, se iniciase. Yo ya no era el imberbe joven estudiante de Derecho. Él ya no era el magister colocado por encima de la pelea sino un gladiador celoso, intrigante, influyente, un manager de box con un campeón en cada esquina del ring y, lo vi claro, una apuesta imperdible: pierda quien pierda, Sanginés gana…
—No hay que subestimarlo —dijo muy serio aunque con una punta de arrogancia—. Lo he visto actuar de cerca. Posee un tremendo instinto de supervivencia. Buena falta que le hace, sabiendo como sabe (o debería saber) que un mandatario llega con la historia y luego se va cuando la historia ya lo dejó o sigue sin él. No quiere saber, sin embargo, que los errores se pagan al final. O acaso lo sabe y por eso no quiere pensar en la salida.
Me miró con una melancolía intensa.
—No lo juzgues con severidad. No es un hombre superficial. Sólo tiene una idea distinta del destino político. Quiere hacer, Josué, una política con alegría. Es su honor. Es su pérdida. Trae en los genes la omnipotencia del monarca mexicano, azteca, colonial y republicano. Todo lo que pasó antes, si es bueno, debe justificarlo. Nada de lo que ocurre después, si es malo, le concierne. Y si no se reconoce el bien que hizo, es por pura ingratitud. Prefiere evocar a nombrar. Estornuda con una sonrisa y sonríe estornudando, para engañar a los demás… Son sus máscaras: reír, estornudar.
—¿Se engañará a sí mismo, maestro? —recogí la mezcla del jugo de la carne y el puré de papas con un pedazo de bolillo.
No sé si Sanginés suspiró, o si sólo lo hizo en mi imaginación. Dijo que a veces Valentín Pedro Carrera se ensimismaba, juntando las manos nudosas en la frente, como si le doliera la cabeza. Se veía viejo en esos momentos.
Sanginés me miró con intensidad.
—Creo que dice algo como “demasiado tarde, demasiado tarde…” pero reacciona sacando su portable, picando teclas y consultando, o fingiendo que consulta…
—¿Y Max Monroy? —interrumpí a fin de que Sanginés no cayera en la pura melancolía.
—Max Monroy —no sé si Sanginés se permitió un suspiro—. A ver, a ver… Son distintos. Se parecen. Me explico…
Buscó inútilmente un platillo que no llegaba porque no lo había ordenado. Tomó un vaso vacío. Evitó mi mirada. Él se miraba a sí mismo. Continuó.
—El poder cansa a los hombres, aunque de forma distinta. Carrera se exaspera a veces y en ello veo su cansancio. Tiene exabruptos inadmisibles. Dice cosas de una violencia sin consecuencias. Por ejemplo, cuando pasa frente a los frescos de Diego Rivera en Palacio, “No se pinta un mural con agua tibia, Sanginés”, y al sentarme a trabajar: “Abrimos una columna de haber para Nuestro Señor Jesucristo, porque la del debe la voy a llenar ahorita”. Trata de evitar la violencia pero puede ser despectivo y hasta grosero al referirse a “la viruela callejera”. Prefiere que el gobierno funcione en paz. Pero le cuesta admitir el cambio. Prefiere hacer lo que hizo: inventar festejos populares para entretener y distraer a la gente. De vuelta, convirtió al Zócalo en pista de patinar. De vuelta, abrió piscinas infantiles en zonas sin agua. Heridos en las pistas. Ahogados en las piscinas. No importa: Circo sin pan.
—Diviértanse, muchachos —añadí sin mucho sentido, sospechando que hablando del presidente, Sanginés evitaba hablar de Max Monroy.
Sanginés asintió.
—Cuando le digo que todo esto no resuelve problemas, Carrera me responde: “El país es muy complejo. No trates de entenderlo”. Ante eso, Josué, me quedo sin palabras. ¿Injusticia, intolerancia, resignación? Con estos hechos prepara su lecho nuestro mandatario y noche a noche se acuesta con estas palabras paradigmáticas: “Tomar decisiones aburre”.
—¿Le consuela saber que algún día lo verán desnudo?
—¿Desnudo? Su piel es su traje de gala.
—Quiero decir sin memoria.
Sanginés ordenó un expreso y me miró atento.
De seguro le llamó la atención que yo equiparase “desnudez” y “memoria”. Es que me doy cuenta de que en mi imaginación la memoria es como un sello en el que la cera retiene la imagen, sin necesidad de verterla. La plática con Sanginés me colocaba ante el dilema de la memoria. Memoria inmediata: pedir un café expreso y no recordarlo. Memoria mediata: ¿al cabo, la poseería?
—Un hombre sin memoria sólo tiene la acción como arma —dijo Sanginés.
—¿Al presidente se le acabó la paciencia? —insistí.
—Se la acabó tu amigo Jericó.
No iba a dejar que yo hablara. Y yo no quería hablar.
—Jericó le tomó el pelo al presidente. Le ofreció lealtad y le dio traición. Eso es lo que no perdonó Carrera. Todo lo demás que te he dicho esta tarde quedó atrás, se derrumbó y el presidente se quedó solo —y solamente— con la lengua negra de la ingratitud y la de la soledad, que es aún más amarga.
Sabía el café menos amargo que su relato. Yo sentí que interrumpirlo era algo peor que una necedad: era una falta de respeto.
—Es listo. Se dio cuenta de que para aplastar a Jericó no le bastaba la fuerza pública, aunque te conste que la empleó. Jericó le dio la oportunidad al presidente de demostrar su fuerza social, su representatividad nacional. Y para eso necesitaba a Max Monroy.
—Monroy no quiere a Carrera. Me consta, maestro, lo vi yo mismo. Monroy humilló a Carrera.
—¿Qué político serio no ha tragado mierda, Josué? ¡Es parte de la profesión! Tragas sapos sin hacer gestos. ¡Bah! Carrera necesitó a Monroy para demostrar unidad ante un conato de rebelión. Monroy necesitó a Carrera para dar la impresión de que sin Monroy la República no se salva.
—Trato entre rateros —traté de ironizar.
Sanginés me pasó por alto. Dijo que entendiera a Max Monroy. Dije que jamás lo había subestimado (incluyendo su vida sexual, que yo había conocido y nunca repetiría por respeto a mí mismo).
—Es difícil no estimar a un hombre que nunca se deja halagar. Sabe que en el halago se pierden los mejores hombres…
Me miró con algo parecido a la sinceridad:
—En México existe una palabra redonda, salivosa e insuperable: el lambiscón. El que adula para obtener favores. En mis tiempos se hablaba del FUL. Frente Único de Lambiscones. Hoy se hablaría del FUT, Frente Único de Traidores.
—¿Y Monroy? —dije para no demostrar que no sabía de qué me hablaba. ¡El ful! ¡La Edad de Piedra!
—Monroy.
—No soporta al adulador. Es su gran fuerza en medio del ambiente nacional de lambiscones políticos, profesionales, empresariales.
—Pero… —interrumpí y no me atreví a seguir. El nombre, la figura de Miguel Aparecido se me quedaron en la punta de la lengua. En vez, se me salió preguntar—: ¿Y Jericó?
—Está a buen recaudo —contestó sin mirarme Sanginés. Lo dijo de una manera tajante y hasta desagradable. Salimos a la calle.
Afuera del Danubio, llovía. Los vendedores de lotería nos acosaban. El chofer de Sanginés se bajó del Mercedes, nos ofreció un paraguas y nos abrió la puerta.
—¿A dónde te llevo, Josué?
No supe qué responder.
¿Dónde vivía yo?
Subí como autómata al Mercedes, ajeno al intenso movimiento de la Ciudad de México. Yo habitaba la Zona Rosa, convertida de nuevo en el barrio bohemio, oasis de la violencia circundante de la ciudad y de todos modos, más regla que excepción de la amenaza latente. Traté de confortarme con esta idea…
Lo que nos hablamos Sanginés y yo en el coche es demasiado importante y lo dejo para otra ocasión.
Asunta Jordán me recibió de nuevo en su despacho y no levantó la cabeza. Revisó papeles. Firmó cartas. Rubricó documentos. Me dijo que Jericó estaba “a buen recaudo”. ¿Qué significa esto? Que no molestará más. ¿Está muerto?, pregunté precipitando el tema. Está a buen recaudo. ¿Ya no dará más guerra, quería decir?
Traté de dominar impulsos conflictivos. ¿A buen recaudo? ¿Qué significaba esta fórmula? La recordaba de mis estudios de derecho. Sobre todo de derecho romano. Recaudar es cobrar dinero. También significa custodiar o guardar. Y por último, quiere decir conseguir con súplicas lo que se desea. Todo esto dice el tumbaburros académico. Estar a buen recaudo. Lo está Miguel Aparecido, voluntariamente, en su celda de San Juan de Aragón. Lo están, a pesar suyo, Maxi Batalla y la sinvergüenza Sara P., en la misma prisión. ¿Dónde está Jericó? Un impulso fraternal que se negaba a morir agitaba mi pecho. Mi amigo Jericó. Mi hermano Jericó. Cástor y Pólux ayer. Caín y Abel hoy. Y la mujer que lo sabía todo no me decía nada. Revisaba papeles, no como una manera de disfrazarse o alejarse de la situación, sino como parte de la tarea diaria de una oficina que debía funcionar. La oficina de la Utopía en la Plaza Vasco de Quiroga del extenso barrio de Santa Fe en la interminable Ciudad de México.
Asunta Jordán.
—¿Por qué le hiciste creer a Jericó que tú y yo éramos amantes?
—¿No lo somos? —dijo sin levantar la cabeza de los papeles.
—Una sola vez —traté de disimular mis bad feelings.
—Pero intensa, ¿no? No digas que fue un quickie, ¿no?
Quería decirme confórmate, una vez nada más, pero como para toda una vida. ¿Eso quería decirme? No lo sé. No quería decir lo que estaba pensando. Asunta le dijo a Jericó que ella era mi amante porque de esa manera…
—Le dije que sólo era tuya y que no podía ser suya.
—O sea, me utilizaste.
—Si así te parece.
—¿A quién quieres? —le pregunté con insolencia.
Ella me miró al fin y en sus ojos vi uno como triunfo en la derrota, un fracaso victorioso. Pasaron por los ojos de Asunta su niñez provinciana, su matrimonio con el odioso y despreciable dueño de King Kong, su encuentro fortuito con Max Monroy y la sencilla desnudez disponible de Asunta, la inocencia con que se plantó en el centro de la pista de baile y esperó lo inevitable, sí, pero lo evitable también, lo que pudo ser y lo que no pudo ser. Que Max Monroy se acercara a ella, la tomara del talle y ya no la soltara nunca más.
Creo que en el fondo más profundo de la intimidad de Asunta ese instante lo definía todo. Max la tomaba del talle y el pasado se convertía en eso, un pretérito pétreo, algo que nunca ocurrió. Max la tomaba del talle y ella se entregaba por entero, sin reserva, a lo que más deseaba en el momento: un hombre fuerte, un protector que la abrigara contra la miserable mediocridad de su destino. Pero la mujer que yo conocía (y, ¡ay! una sola vez bíblicamente) se lo debía todo a Max Monroy y esto la humillaba en cierto modo, la volvía inferior a sí misma, la colocaba en una situación de obligada gratitud con Max pero de obligada insatisfacción con ella misma, con su voluntad de independencia.
Entendí en ese momento la inteligencia de Monroy. El hombre que la salvó no le exigió una gratitud banal. Fue él quien le demostró confianza total a Asunta. No necesitó subrayar su vejez. No necesitó pedirle a Asunta que le diera lo que él necesitaba de ella. Rigor profesional constante y esporádico rigor erótico. Fui testigo de ambos. ¿Había algo más? Por supuesto. Max le daba a Asunta poder y sexo. Le daba también independencia. La dejaba querer a quien ella quisiera, con dos condiciones. Él no debería enterarse de nada. Ella podía amar a otro sabiendo que contaba con la aceptación de Max Monroy.
Jericó era uno de tantos. Pero ella sabía que a Jericó había que destruirlo. Y que su destrucción consistía no sólo en negarle el sexo, sino en decir que su sexo me pertenecía a mí, a su hermano Josué. Así, su obligación hacia Max y su libertad personal se satisfacían, lo entendí, pero al precio de la enemistad mortal de Jericó hacia mí. Cástor se convertía en Caín.
Ella sabía que él me odiaría. Lo dijo Jericó allí en la cama, en cuatro patas, encuerado, como un animal, él siempre me lo había dado todo, él me precedía en todo, desde que nos conocimos, primero él, luego yo. Con Asunta él era el segundo, no el primero. ¿Cómo iba a tolerar esto su infinita vanidad? La vanidad, yo lo sabía, idéntica a la ceguera… La ceguera moral, política, humana de Jericó… Sólo ahora la miraba. Juro que antes nunca lo sospeché. ¿Cuántas cosas se reserva la amistad más íntima?
—Pero eso no es cierto —le dije con brutalidad—. Tú eres de Max Monroy.
No levantó la mirada.
—Yo soy de mí misma. Yo sólo le pertenezco a Asunta Jordán. Chanchan. Telón.
Me enervaba, me desconcertaba, me enfurecía que dijera estas cosas sin mirarme, firmando papeles de nuevo, revisando memos, apuntando fechas en su calendario…
—¿Y Monroy? —pregunté con la visión ciega del amor grosero y bestial, compasivo y senil, artificial y piadoso, entre Asunta y Max sepultado en mi silencio obligado, en mi ridículo sentido de la discreción…
Eso sí la obligó a mirarme de nuevo por un instante antes de volver a sus papeles. La mirada me dijo:
—Soy de Monroy. Se lo debo todo. Es más. Soy como él. Yo también soy Max Monroy porque Max Monroy me hizo lo que soy. Soy Asunta Jordán porque así lo decidió y lo quiso Max Monroy. Max Monroy me sacó de la provincia y me elevó a donde estoy. Puedes pensar que un puesto de administración, por privilegiado que sea, en la gran organización de Max, es poca cosa en el esquema general de las cosas, pero aprender a hablar, a vestirme, a conducirme con inteligencia, frialdad y el necesario desprecio… eso no lo puedes pagar nunca.
Lo dijo haciendo gala de sinceridad aunque con una arrogancia mal disfrazada. Bajó la mirada. Para ella, estar donde estaba era la Utopía, sí, el lugar de la felicidad imaginaria, satisfacción al cabo comparativa respecto a una cosa anterior, que se dejó atrás y a la cual no se quiere regresar. Mirándola sentada allí, inmersa en su trabajo, casi fingiendo que yo no me encontraba de pie frente a ella, me costó separar la persona de Asunta de la función de Asunta y en medio de ambas, con el delgado filo de una navaja, introduje la idea de la felicidad. Porque al final de cuentas, ¿por qué trabajaba, por qué se vestía, se peinaba, actuaba y mentía esta mujer sino para mantener una posición, sí, una posición que le aseguraba esa felicidad mínima a la que tenía derecho, sobre todo comparativamente? Recordé su historia. La esposa sometida al vulgar machismo atarantado, hereditario, sin brújula, de un pobre diablo inconsciente y majadero, su marido. Su destino en la clase media de la árida sociedad de los desiertos del norte. El México fronterizo, tan satisfecho de ser lo más próspero del país, el norte industrial, sin indios, sin la miseria extrema de Chiapas o Oaxaca, el México clasemediero satisfecho de sí mismo frente a la mano tendida del sur mendicante. El México esforzado y orgulloso de serlo frente a la gran ciudad y capital devoradora, gorda, ojerosa y pintada, el gorila urbano del D.F. aplastando con sus nalgas peladas al resto de la nación…
Pero ese mismo norte del cual venía Asunta era el sur de la frontera con la prosperidad yanqui, era south of the border, down Mexico way, la riqueza del norte mexicano era la pobreza de la frontera norteamericana. El pasaje de trabajadores clandestinos por Arizona y Texas. La barda de púas. El camión del coyote. La bala del agente fronterizo. La maquila de Ciudad Juárez. El narco de Tijuana a Laredo. La gangrena. El pus. Lo que recordaba siempre Sanginés cuando nos reuníamos.
Y de todo esto, extraía esta mujer una semblanza de felicidad. ¿Y qué era la felicidad, me pregunté esta mañana, de pie frente al escritorio de Asunta, su propia frontera frente al empleado inferior o el amante ocasional? ¿Era la felicidad un hecho interno, una satisfacción, o era un hecho externo, una posesión? No veía en Asunta una semblanza de beatitud si por beatitud se entiende felicidad. ¿Era felicidad sinónimo de fortuna? Quizás. Hasta cierto punto. Sólo que en Asunta Jordán, yo veía una fortuna demasiado dependiente de cosas que no eran suyas. Por ejemplo, la voluntad de Max Monroy, origen de la “felicidad” de Asunta Jordán en el sentido de poder, de bienestar. ¿Y herencia? ¿Qué diría el testamento de Max acerca del destino de Asunta? Y metido en el tema, ¿se acordaría Max de su hijo Miguel Aparecido, el preso voluntario de San Juan de Aragón? ¿Se acordaría?
Ella me dijo una vez:
—Yo tengo sueños alertas. También tengo vigilias oníricas. Sábetelo. Verdad de Dios. ¿Me entiendes…?
—¿Y qué más? —insistí para no darle la última palabra dándosela.
—Antes de que yo misma rompa mis cadenas Max me libera de ellas. Pero me entrega las llaves para que me haga ilusiones.
Yo miraba a Asunta. ¿Había la mujer logrado desterrar el deseo y el miedo? ¿Era esta la verdadera felicidad, no desear, no temer? ¿Era esta la serenidad? ¿O era simplemente el disfraz de una pasividad que cuenta la felicidad como ausencia de temor y ausencia de voluntad? Si la ataraxia significaba serenidad, acaso el precio era la pasividad. La calma de Asunta, lo sabía, lo supe, era resultado de una voluntad forzosa y forzada. Era una satisfacción que la premiaba por haber superado la mediocridad de su pasado matrimonial. Era también una insatisfacción que en nombre de la gratitud hacia Max se alejaba del libre disfrute del amor escogido por ella.
¿Me amó a mí?
Leyó mi pensamiento.
—Espero que no te hayas hecho ilusiones, mi pobre Josué.
Dije que no, mintiendo.
—Si me acosté contigo —no levantó la mirada— fue porque Max me lo permitió. Max me permite el placer sexual con hombres jóvenes. Conoce las limitaciones de su, bueno, tercera edad. Me deja gozar. El pacto con él es permanente. Con los demás, es pasajero.
Se me ocurrió que por su cabeza pasaba una certeza: Max sabía de sus amores, se los permitía, los respetaba. Quizás hasta los gozaba, con tal de que no interfirieran en la relación profesional de la mujer. Acaso la prueba de su amor hacia Max consistía en serle infiel con la seguridad de que para él, eso era parte del amor. Creo que entendí, pensando en Max y Asunta, que quererse mucho y llevarse bien puede conducir a la indiferencia y al odio. Max Monroy ha de tolerar las “traiciones” de Asunta porque las quiere y las necesita.
—Solamente una vez —logré entonar, como si la letra de un bolero sublimase todas nuestras emociones.
—Exacto. Como en las canciones.
—¿Y Jericó?
—¿Jericó qué?
¿Por qué se presentó Asunta ante él como mi amante, desencadenando un odio mortal que fue, al cabo, más que mi falta de solidaridad con su proyecto político, lo que acabó con nuestra vieja amistad?
—¿Por qué?
Se negaba a mirarme. Esta vez entendí la razón. Antes no me miraba por altanera y poderosa. Ahora su mirada ausente era vergonzosa y vergonzante. Tuvo el valor de levantar la cabeza y mirarme derecho.
—Soy de Max Monroy. Se lo debo todo. Es del carajo deberle todo a una sola persona. Del carajo.
Cuando la escuché decir esto, supe que Asunta era a la vez feliz e infeliz. Su pasión me inquietaba más que su indiferencia. Conmigo, hizo el amor con los ojos abiertos.
Por eso no necesitó explicarme más. Entendí que Asunta le mentía a Jericó diciéndole que yo era su amante y a mí diciéndome que sólo una noche lo fue para ganar, Dios mío, lo entendí, me dolió, me desnudó la vida entenderlo, para ganar una sola posición de libertad frente a Max sin dañar a Max pero dañando sin reparación posible la fraternidad antigua de Josué y Jericó, de Cástor y Pólux.
Caín y Abel.
¿Se daba cuenta Asunta de lo que había desatado? Quizá su egoísmo se confundía con su satisfacción verdadera, esa cornisa de felicidad a la cual ella creía tener derecho, aun a costa de una guerra fratricida que a los ojos de ella acaso era apenas una guerra galana, de esas que se hacen como quien juega, sin riesgo verdadero… ¿Y el abismo?
No se daba cuenta. Sentí una suerte de compasión hacia Asunta Jordán y un destino que ella preciaba acaso sólo por comparación. Era en realidad un destino, me pareció entonces, despreciable, ilusoriamente liberado, en verdad enajenado.
—¿Con quién anduvo tu amigo Jericó antes de todo esto?
—¿Con quién?
—Mujeres.
—Putas. Sólo putas.
—El muy bruto se enamoró de mí.
Yo no daba crédito y no la interrumpí.
—Me dijo que por primera vez se enamoraba de una mujer.
—¿Qué le dijiste?
—Lo que ya sabes. Que yo era tuya, Josué.
Y añadió inmersa de vuelta en los papeles.
—No tienes de qué preocuparte. Lo hemos puesto a buen recaudo.
Yo no sé si la memoria es una forma de la encarnación. En todo caso, ha de ser un estímulo para el espíritu que a través del recuerdo logra revivir. Aunque quizás la memoria sólo consiste en retener un instante y devolverle, al momento, su movimiento. ¿Es la memoria apenas una cicatriz? ¿Es el pasado que yo mismo no reconozco? Aunque, si no lo conozco, ¿cómo puedo recordarlo? ¿Es la memoria una mera simulación de que recordamos lo que ya olvidamos o, lo que es peor, lo que nunca vivimos?
Yo hubiese querido darle a la memoria el sobrenombre de la imaginación. Sanginés no me lo permitió. En ese lento viaje del Danubio en las calles de Uruguay a mi encarcelado altillo de la calle de Praga, el abogado dijo lo que dijo porque había ocurrido lo que había ocurrido. La fraternidad de Cástor y Pólux se había transformado en la rivalidad, el odio de Caín y Abel. Las memorias pasajeras, un guión diferente, ¿cuál era la diferencia, la diferencia profunda, no la obvia y contable?
Trato de reproducir, con mis propias palabras, desde la cicatriz de la memoria, lo que Sanginés me contó esa tarde de lluvia que todo lo desvanecía como una manga de agua sobre un espejo móvil.
Yo conocía la historia de Miguel Aparecido, contada por él mismo detrás de las rejas de la cárcel de San Juan de Aragón, y la compartía con las evocaciones terribles de su abuela, la Antigua Concepción, surgidas como un temblor desde la tumba escondida donde yacía la no tan venerable señora, autora de la fortuna de los Monroy a pesar de la violenta frivolidad de su marido el general y a favor de su hijo mimado Max Monroy, al que la difunta anciana manipuló a su gusto, al extremo de casarlo a los cuarenta años con una niña adolescente a fin de apropiarse de las tierras de ésta, sin consideración alguna a los sentimientos o voluntades de la inocente Sibila Sarmiento o del propio Max, célibe hasta ese momento por obra y gracia de la voluntad implacable de su madre: la voluntad y la fortuna se asociaban como una sola figura en la cabeza de la Antigua Concepción. Obraba con ambas al fincar la fortuna de los Monroy y legársela a su hijo. La condición era que éste, Max, se sometiese a la voluntad de su madre para heredar. Y si entre una y otra se colaba, intrusa, desagradable, punible, enfadosa, ingrata, la necesidad, ante la necesidad se inclinaría con gesto de repugnancia, tapándose las narices, la vieja matriarca del batón carmelita, segura de que, algún día, su hijo Max le agradecería la necesidad en nombre de la fortuna.
Encarcelada la desvalida Sibila Sarmiento en un manicomio, abandonado el hijo de Max y de la loca a crecer combatiendo en las cercadas calles homicidas de la capital: viajo con Sanginés por la ciudad de la luna, si la luna tuviese ciudad. O aún más, si la luna fuera una ciudad, no sólo sería como esta. Sería esta. La ciudad doliente (¿la ciudad oliente?) por donde me pasea en Mercedes Antonio Sanginés: el viaje del recuerdo postergado, la expedición de la memoria como pasado irrenunciable.
El Mercedes es conducido por un chofer. Sanginés sube el vidrio que nos separa del conductor y prosigue:
—Llegó un momento en que la potente matriarca decidió que su hijo Max podía caminar solo, sin las andaderas maternas, con un destino propio, liberado de la necesidad que ella asumió sin pensarlo dos veces aunque a la tercera ocasión se dijo:
—A Max le dejo, a cambio de la necesidad, la voluntad y la fortuna.
La voluntad y la fortuna, musitó Antonio Sanginés.
Max Monroy.
—Es dueño —inició Sanginés su relato durante el lento recorrido del Centro Histórico a la Zona Rosa— de una seguridad nada ostentosa. Invisible. Ya lo viste cuando se reunió con el presidente Carrera en el Castillo de Chapultepec. ¿De dónde le viene? No lo heredó de su madre, que era como un cruce de la Coatlicue devoradora azteca y la Guadalupe protectora nacional. Hubo de pasar, sin embargo, por una etapa de desprendimiento. Heredar a la madre pero alejarse de ella. Sólo la muerte de doña Conchita su mamá se lo permitió al cabo. Antes, como ella, para probarse ante ella, te lo digo para que lo sepas, admitió la corrupción. Debió someter a caciques y jefes políticos, igual que su madre. No los mató. Los compró. Con energía. Con astucia. Sabía que eran comprables. Les permitió robar pero con el pretexto de que al hacerlo, oye la paradoja nacional, construían, creaban. Entendió la lección de su madre: había que convertirse en revolucionarios sin revolución. ¿De qué se espantan? La clase media ganó la revolución igual que en Francia, igual que en Estados Unidos. No hay revolución sin clase media y México no fue excepción. La revolución que excluye a la clase media no es una revolución proletaria. Es una dictadura “del proletariado”. En México, los héroes murieron jóvenes. Los sobrevivientes se hicieron viejos y se hicieron ricos. Max Monroy compró, sugirió, insinuó, amenazó, y también construyó y supo por dónde caminar. Adivinó el futuro más pronto que los demás y engañó a los demás haciéndoles creer que el presente era el futuro.
¿Cómo saber si Sanginés suspiraba cuando la lluvia se convirtió en granizo, golpeando el techo y los vidrios del automóvil como un tambor de Dios?
Caciques. Gobernadores. Empresarios. ¿Cómo les ganó Monroy la partida? Odiando lo que hacían pero ganándoles en su propio juego. Antes de que el cacicón de San Luis actuara por su cuenta, Max le enviaba a un general del ejército a hacerse cargo de la plaza “para su propia seguridad, Señor Gobernador”. Cuando el caciquillo de Tabasco se disponía a comprar voluntades en la capital para construir la carretera fifty-fifty, Max se le adelantaba adquiriendo la constructora que sólo le daba al góber precioso un veinticinco por ciento. Etcétera. No abundo. Así se convirtió Max en intermediario, creador de coaliciones (non sanctas, si te apetece) entre el gobierno federal y los gobiernos locales, quedándose con la parte del león no sólo financiera, sino políticamente. Volviéndose indispensable para todos.
¿Era el Colegio de las Vizcaínas lo que fue, un refugio de niñas pobres y viudas ricas que me obligaron a pensar, para no perderme dentro del memorioso relato de Sanginés, en las dos mujeres de Esparza, doña Estrellita la santa y la putarraca Sara P., ambas salidas de conventos ciertos o apócrifos como este cuyos óculos y pináculos se volvían invisibles en el atardecer lluvioso? ¿Quería pensar en esto, en ellas, porque temía, sin razón obvia, lo que me revelaban las palabras del profesor Sanginés?
¿No quería pensar en otra extensión de la cárcel, el manicomio donde fue encerrada Sibila Sarmiento la madre de Miguel Aparecido?
Sanginés proseguía. Corredor. Agente. Intermediario y heredero de su madre. Imaginé a un Max Monroy joven, disimulando el secreto a voces de su fortuna heredada para actuar como un ambicioso principiante: ¿no era esto lo que deseaba la temible Concepción?, ¿que su hijo se ganase la herencia desde abajo, con esfuerzo, comprometiéndose, manchándose si hacía falta, igual que todos?
—Inventó compañías de la nada —prosiguió Sanginés—. Para cada una recibía capital que invertía en otras, nuevas compañías. Barajó nombres de empresas. Se justificó diciéndose —diciéndome, Josué— que había que dejar atrás el país de la miseria, romper los cotos cerrados de México, crear mercados, comunicar comunicados, traerle la modernidad al país.
La modernidad contra los cotos cerrados. Comunicando. El pergamino arrugado de montañas y precipicios, selvas y desiertos, valles y volcanes, que con un puñetazo Cortés el Conquistador le describió a Carlos el Emperador: un pergamino arrugado, eso es México. ¿Cómo aplanarlo?
—Lo animaban, Josué, el sueño y la voluntad de fundar un reino colectivo junto con un imperio privado. ¿Es posible?
Volvió la caprichosa granizada, como realidad de lo puramente nominal, a la fuente del Salto del Agua al lado de la Capilla de la Inmaculada Concepción y yo imaginé a un país preñado por la sed como condición de la pureza. Un país pergamino.
—No sé, maestro…
Él no me hizo caso.
—Reino colectivo. Imperio privado. ¡Ah! Imposible, mi buen Josué, sin la debida obsecuencia final al poder político. Sólo que Max adivinó en qué consistiría el cambio en México: de la burguesía dependiente del Estado al Estado dependiente de la burguesía.
—¿Sin darse cuenta —me atreví a intervenir— de que los imperios privados se levantan sobre arenas movedizas?
Vi a Sanginés sonreír.
—Tenías que contar con los factores incalculables…
—¿Y la fama? ¿Cómo administraba Monroy su fama?
Ahora Sanginés lanzó una risotada.
—La gran reputación es peor que la mala reputación y ésta es mejor que ninguna reputación. Te darás cuenta de que Max Monroy optó por la imitación divina. Como Dios, está en todas partes y nadie lo puede ver.
Capté la doble intención de la frase. Me abstuve de comentar. Luchaba contra la comodidad del Mercedes, cuyos muelles me adormecían. Bastante había dicho al dudar de que Max no supiese que los cimientos de todo poder son pura ilusión. El emperador está desnudo. Lo vestimos nosotros. Y luego, cuando le reclamamos que nos la devuelva, el monarca se enoja: la ropa es suya.
—Max Monroy —continuó Sanginés— se dio cuenta de una cosa. Sus pares, adversarios, cómplices, sujetos, no leían y no se informaban a fondo, navegaban confiados en el puro instinto. Max convirtió a Unamuno en una especie de Biblia personal que le otorgaba, como una aureola del espíritu, el sentido trágico de la vida. De esa lectura repetida sacó algunas conclusiones que lo diferencian y lo guían, Josué. Los vicios peores son la pureza y la presunción. Compartir las penas no es una consolación. El mal es la envidia del bien ajeno, la amargura. Y la pregunta es esta: ¿cómo ser dueños de nuestras pasiones sin sacrificarlas?
Detrás de los vidrios empañados del auto, volvían igualmente empañadas las imágenes vedadas de Max Monroy y Asunta Jordán acoplados en la oscuridad del sexo, más negra que la de la recámara, y cuando expulsaba, una vez más, esta visión de mi cabeza, Sanginés ya comentaba, como si leyera mi torpe pensamiento, que Max Monroy no permite que la ambición y la lujuria se le impongan a la razón.
—Se le pueden imponer a la virtud. No a la razón.
Opiné con audacia que nuestros deseos son una cosa y nuestras lealtades otra muy distinta, evocando lado a lado las figuras de Asunta Jordán y de Lucha Zapata.
—No intenta corregir los errores de los demás —sonrió Sanginés— y rehúsa los placeres notorios. ¿Sabes una cosa? Monroy nunca ha ido a Aspen, donde nuestros ricos se sienten del primer mundo porque hay nieve y ellos esquían. Nunca ha ido a Las Vegas, donde nuestros políticos le devuelven a la fortuna lo que le arrebatan a la necesidad.
—¿Qué lo hace feliz, en cambio? —dije como si no lo supiera y envalentonado, sin más razón que la severidad de las palabras, por el nombre de los Arcos de Belén que me redimían del anonimato de la vecina Plaza del Capitán Rodríguez M. al lado del Registro Civil. Este enigma me desplazó con lasitud: ¿quién era, quién sería el Capitán Rodríguez M. que merecía plaza propia?
No creo que Sanginés haya dejado su propia pregunta sin respuesta. La adivinó en mi ignorancia y saberlo me dio una emoción extraña, más queda. El abogado se fue por la tangente. Me dijo que ese pent-bouse habitado por Monroy en el edificio “Utopía” era la propia utopía del empresario, lo más lejos posible de lo que llamaba “las calles condenadas”, estas mismas arterias por donde circulábamos ahora Sanginés y yo, las calles “malditas” que Monroy veía desde lo alto con esos sus ojos de vidrio roto.
—“Se me olvidan los nombres de las calles”, eso dice desde su mirada Max Monroy. Y es cierto.
Sanginés me tomó la mano y la soltó en el acto.
—Empieza a distraerse. A veces, te lo admito, se vuelve incoherente…
Me chocaron sus palabras.
—¿Por qué me dice esto?
—Dice que ya no bebe porque el alcohol da lapsos mentales y él no quiere descuidar su vida y lo que lega. Cosas como estas.
—¿Asunta es su heredera? —interrogué con impertinencia.
—Dice que la senectud es como un contrabandista que te mete en la cabeza ideas que no son tuyas. Dice que sus órganos se adelantan a su muerte.
—¿Asunta es su heredera? —insistí.
No quise ver la sonrisa torcida de Sanginés.
—A veces delira. Dice que se va caminando solo y desnudo y loco por una gran plaza vacía… Es cuando Asunta lo protege de sí mismo…
—No me contesta usted…
—Lo oí decirle a Asunta, “¿Vas a vivir sin mí?”.
—¿Qué contestó ella? —pregunté ávido, como si de verdad, al morir Max, Asunta me sería heredada.
—Ella dice, “Sí, pero no podré volver a amar sin ti”.
El coche frenó ante una luz verde porque la luz contraria era verde también y los coches se inmovilizaban con chillidos y bocinazos impotentes.
—El fin de la vida es súbito e inexplicable —logró decir Sanginés por encima del ruido.
—¿Del poder o de la fuerza? —dije en voz tan baja que él, quizás, no me escuchó porque continuó como si nada—. Créeme que vive un momento final en el que la vida se le va en tomar más y más píldoras, no para aliviarse, ni siquiera para sobrevivir, Josué, sino apenas para orinar… Como un…
—Animal —interrumpí brutalmente.
—Cosa… Cosa —murmuró Sanginés como si dudase sobre lo que diría enseguida—… Cosa…
No me miró. No quería mirarme. Interrumpí su mirada.
—Miguel Aparecido no es un animal. No es una cosa. Es el hijo de Max Monroy. ¿Por qué no me habla de eso, maestro? Ese abandono, esa irresponsabilidad, dígame nada más, ¿ese abandono no condena la vida entera de Max Monroy, no lo descalifica como hombre y como padre…?
El ruido de los cláxones desorbitados, de los silbatos policiales, de las voces encabronadas, no logró mitigar mi propia voz encendida, como si, en nombre de mi amigo Miguel Aparecido, yo adquiriese un tono recriminatorio más fuerte que toda la cacofonía de la ciudad, ese ruidero que entraba disipado hasta la celda de Miguel Aparecido, como si México D.F. no le concediera la paz ni a los prisioneros —ni a los muertos.
Se decidió a mirarme. Ojalá yo la hubiese evitado. Porque en esa mirada de Antonio Sanginés, enlatados él y yo en un auto detenido en el crucero de Chapultepec y Bucareli, vi mi propia verdad aplazada, mi propio destino desviado y al cabo recobrado, el origen extraviado de un niño que vivía en la calle de Berlín al cuidado de una gobernanta tiránica…
Dijo Sanginés con calma:
—Toda una vida buscando un sitio propio, una posición personal. Eso dice Max. Y añade: No quiero regalársela a nadie. Que luchen. Que se valgan.
—¿Quiénes?
—Los hijos —dijo Sanginés con cierta brutalidad arrepentida.
—Su hijo, Miguel Aparecido —corregí con espontaneidad.
—La esperanza de que el coraje y la voluntad demostrada por él la repitan sus hijos. Querrás decir.
—Su hijo —insistí—. Eso quiero decir…
—Si no, la bandeja de plata es igual al puente de plata —insistió él.
—He visitado a Miguel Aparecido. Usted lo sabe, maestro. Usted me permitió entrar a la prisión de Aragón. Conozco la historia de Miguel. Sé que su padre lo trató con desprecio y crueldad. Sé que Miguel salió de la prisión dispuesto a matar a Monroy. Sé que regresó a la prisión para no hacerlo, para alejarse de la tentación del parricidio… Lo entiendo, don Antonio, entiendo a Miguel, palabra que sí…
—Más bien —no sé si Sanginés sonrió o si el juego de las luces encendidas de repente a lo largo de la avenida fingió la sonrisa—… Que se valgan por sí mismos los muchachos. Que conozcan dificultades. Que alcancen por sí mismos la felicidad y el poder. Pero que no se repita el destino de Miguel Aparecido, el abandono y el crimen por determinación de mi poderosa, invencible madre doña Concepción.
Que no se repita —repitió dos o tres veces Sanginés—. Que ahora mis hijos se formen solos pero no desamparados. Que cuenten con todo, casa, criados, mensualidades, pero no con el amortiguador mortal de un padre rico, no con la lasitud, el abandono, la frivolidad, la malhadada seguridad de no tener que hacer nada para tenerlo todo. Que ellos tengan algo para tener algo. Los pongo a prueba. Usted hágales llegar el dinero cada mes, licenciado. Que no les falte nada. Pero que no les sobre nada. Quiero para mis hijos una vida propia, sin culpas ni odios…
Era claro que Sanginés, por vez primera, enfrentaba su emoción, abandonaba su recta seriedad de abogado discreto y consejero avisado, para librarse a una especie de catarsis que corría más veloz que el auto al abandonar la glorieta de Insurgentes para tomar Florencia hacia el Paseo de la Reforma.
Lo miré con cierto asombro. Quería abandonar la discreción, la seriedad, no sólo frenarlas.
—Los dejó libres, sin las intolerables presiones y los deformantes afectos de una madre —dijo Sanginés en su nueva tesitura emocional.
—¿Los dejó? ¿A quiénes? —quise aclarar sin éxito—. ¿Los…? ¿A…?
—Los dejó libres para que fueran ellos mismos, no una proyección de Max Monroy…
—¿Libres? ¿A quiénes, maestro? ¿De quiénes me habla? —insistí, con calma.
—Que mis hijos no repitan mi vida…
—¿Mis hijos? ¿Quiénes, por favor? ¿De quién?
—Que hagan su vida. Que no se contenten con heredarla. Que nunca se crean que no queda nada por hacer…
El Mercedes se detuvo frente a la casa de apartamentos de la calle de Praga. Un sentimiento de malestar, de inconformidad, unido a la sensación humillante de ser usado, me movió a descender del auto…
—Adiós, maestro…
Sanginés bajó también. Yo saqué la llave y abrí la puerta. Sanginés me siguió, alterado y nervioso. Yo comencé a ascender por la escalera que me conducía a la planta alta. Sanginés me seguía con acechanza, impaciencia, algo parecido al dolor. Yo no lo reconocía. Imaginé que actuaba impulsado por un deber que acaso no era propio. Actuaba impulsado por alguien. Tal era la intranquilidad nerviosa de su conducta.
La escalera estaba a oscuras. En mi piso no encendía la luz. Todo era sombra y reflejo de la sombra, como si no existiese la oscuridad total y nuestra mirada, ¿no acaba por acostumbrarse a la negrura, negándole al cabo su dominio?
—No quiso dejarlos a la deriva del crimen, como a Miguel Aparecido —urgió Sanginés.
No le contesté. Comencé a subir. Él venía detrás de mí, como un fantasma repentino, necesitado de la atención que yo le negaba, acaso porque temía lo que me decía ahora y podía revelarme después. Pero no había después, el abogado quería hablar ahora, me perseguía de escalón en escalón, no me dejaba en paz, quería arrebatarme la paz…
—Al manicomio lo dejaban entrar a Max Monroy…
—¿El manicomio? —alcancé a decir sin detenerme, urgido por llegar al amparo de mi altillo, asombrado por la falta de continuidad lógica en un hombre que enseñaba la teoría del Estado con la precisión de un Kelsen.
—Él mantenía el manicomio, les daba dinero…
—Le entiendo… —quise ser, a pesar de todo, cortés.
—Lo dejaban entrar. Lo dejaban a solas con la mujer.
—¿A quién? ¿Con quién?
—Sibila Sarmiento. Max Monroy.
Yo iba a detenerme. El nombre me frenó el movimiento pero me apresuró el pensamiento. Sibila Sarmiento, la joven desposada de Max Monroy, encerrada en la casa de orates por la maldad de la Antigua Concepción.
—La madre de Miguel Aparecido… —murmuré.
Sanginés me tomó del brazo. Quise desprenderme. No me dejó.
—La madre, un año, de Jericó Monroy Sarmiento y al año siguiente, de Josué Monroy Sarmiento.
“Está a buen recaudo”. La frase repetida por Sanginés y por Asunta sobre el destino de Jericó ahora me atormentaba. Hablaba de mi hermano. Me abría las grandes interrogantes asociadas a los recuerdos de nuestro encuentro en la escuela Jalisco, El Presbiterio… ¿También esa colisión fue preparada de antemano, no fue un simple azar el que nos reunió a mi hermano y a mí? ¿Hasta dónde fue la voluntad de Max Monroy la que dirigió nuestras vidas? Más allá de las mensualidades que uno y otro recibíamos sin averiguar de dónde venían. ¿Quién se pelea con la buena fortuna? Más acá de las coincidencias que no quisimos interrogar porque las tomamos como parte natural de la amistad. Por mi memoria pasaban todos los actos de una fraternidad que, ahora lo supe, era espontánea en nosotros, pero vigilada y auspiciada por terceros. Y esto era una violación de nuestra libertad. Habíamos sido utilizados por los sentimientos de culpa de Max Monroy…
—Créelo, Josué, Max se sentía responsable del destino de Miguel Aparecido, Miguel lo amenazó de muerte, Max sabía que la culpa era de doña Concepción, no quería culparla a ella, quería hacerse responsable él mismo y la manera de asumir la obligación era hacerse cargo de ti y de Jericó, asegurando que no les faltara lo indispensable pero que no los relajara lo superfluo, era su intuición moral, que ustedes fueran libres, que hicieran sus propias vidas, que no se sintieran agradecidos con él…
Esto me dijo Sanginés en el cubo de la escalera.
—¿Pensó revelarnos la verdad un día? —me volví confuso y enojado hacia Sanginés—. ¿O se iba a morir sin decirnos nada?
Me arrepentí de mis palabras. Al pronunciarlas, entendí que me asociaba fraternalmente a Jericó, a sabiendas de que si Sanginés revelaba los secretos de Max era porque Max ya había desterrado a Jericó, como si toda la vida nos hubiera puesto a prueba y sólo ahora el gigantesco error vital de Jericó me diera a mí la primogenitura. Jericó —era la sentencia sin razón o absolución— había sido puesto a buen recaudo… ¿Qué significaba esto? Mi malestar, en ese momento, era físico.
Había un afán semejante al latido del corazón en las palabras de Sanginés.
—Max dejó que la voluntad y la fortuna jugaran libremente para formar el destino…
—¿Y la necesidad, maestro? ¿Y la cabrona necesidad? ¿Puede haber voluntad o fortuna sin necesidad? —me volví a mirarlo sin distinguirlo bien en la oscuridad, creyendo que mis palabras eran ahora mi única luz.
—No les faltó nada…
—No me diga eso, por favor. Hablo de la necesidad de saberse querido, necesitado, carnal, caliente. ¿Me entiende? ¿O ya no entiende nada? ¡Me lleva…!
—No les faltó nada —insistió Sanginés como si continuase, hasta el último momento, cumpliendo su función administrativa, negando las emociones que su figura ávida, nerviosa, afanosa, no sé, distante de lo que él era pero revelando lo que también era, revelaban.
—¿Y Jericó? —me detuve fotografiado ante mí mismo como un ser de luces y sombras fugitivas.
—Está a buen recaudo —repitió Sanginés.
La frase no apaciguaba el recuerdo vívido pero doloroso de mi fraternidad con Jericó, los intensos momentos que vivimos juntos, leyendo y discutiendo, asumiendo posiciones filosóficas a instancias del padre Filopáter. Jericó San Agustín, yo Nietzsche, ambos conducidos por el religioso a la inteligencia de Spinoza, convirtiendo la voluntad de Dios en la necesidad del hombre. ¿Fuimos, al cabo, fieles a la necesidad en nombre de la voluntad? ¿Era esto lo que mi hermano y yo deseamos como fin cuando nos amábamos fraternalmente? ¿En esto consistió nuestra gran coincidencia, en asociar la necesidad con la voluntad?
Pasaban por mi cabeza una escena tras otra. Los dos unidos en la escuela. Los dos convencidos de que no tener familia era mejor que tener una familia como los Esparza. Habíamos sellado un pacto de camaradas. Sentimos la calurosa satisfacción adolescente de descubrir en la amistad la salud de la soledad. Juntos hicimos un proyecto de vida que nos acercase para siempre.
—Habrá quizá, ve tú a saber, separaciones, viajes, viejas. Lo importante es sellar ahora mismo una alianza para toda la vida. No dirás que no…
Para toda la vida. Recuerdo esas tardes del café al salir de la escuela y luce opaca la otra cara de la medalla. Una alianza para toda la vida, un proyecto de vida que nos acercase para siempre. Pero, ¿no había él mismo, en esa ocasión, planteado obligaciones que eran todas imposiciones suyas? Haz esto, no hagas lo otro, rechaza invitaciones frívolas de sociedad. Y también, despreciarás a “la manada de bueyes”. Pero también, hagamos un plan de lectura, de superación intelectual, “selectivo y riguroso”.
Así fue y ahora agradezco la disciplina que él y yo nos impusimos y deploro la docilidad con la que lo seguí en otros asuntos. Aunque me felicité a mí mismo porque, al vivir nuestros destinos, él y yo respetamos nuestros secretos, como si parte de la complicidad amistosa incluyera la discreción acerca de la vida privada. Ni él se enteró de Lucha Zapata y Miguel Aparecido, ni yo de la vida de Jericó durante sus —¿cuántos?— años en otra parte. ¿Europa, Norteamérica, la Frontera? Hoy no lo sabría decir. Hoy no sabría nunca más si Jericó me decía la verdad. Hoy no sólo no sabía ya nada de la identidad de Jericó, salvo la verdad cegante de mi parentesco fraternal con él. No podía culparlo de nada. Yo le había ocultado tanto de mí como él de sí. Lo terrible era pensar que, “puesto a buen recaudo”, Jericó ya nunca podría contarme lo que no sabía de él, lo que, acaso, él se atrevería a contarme si supiera, como yo, que éramos hermanos.
Entenderlo me llenaba de rencor pero también de dolor. Una vez, cuando regresó a México, me pregunté si podíamos reanudar la intimidad, la respiración común que nos unió de jóvenes. ¿Fue todo lo vivido sólo un prólogo irrepetible? Insistí en pensar que nuestra amistad era el único abrigo de nuestro porvenir.
Me costaba y me dolía pensar que toda nuestra vida se resolvía en términos de la traición.
Regresaron también, como para suavizar el dolor, los momentos de una extraña atracción que no desembocó en el encuentro de los cuerpos porque una prohibición tácita, extraña también, nos detenía al borde del deseo en la regadera de la escuela, en la cama de la puta, en la convivencia del altillo de Praga…
¿Se había detenido la amistad en la frontera de una relación física sujeta a todos los accidentes de la pasión, el celo, la incomprensión, la atribución de intenciones no comprobadas que atormenta aunque atrae a los amantes? Por vías misteriosas, el deseo que se hizo sentir bajo la ducha o en el prostíbulo se sometió a esa misteriosa prohibición, tan fuerte como el deseo mismo. Un deseo que, visto a la distancia, es la primera pasión, la de la convivencia y la contigüidad, confundido el deseo incestuoso con estas virtudes y por ello prohibido con una fuerza que puede negar a la fraternidad misma…
¿Qué podíamos hacer entonces, él y yo, sino sentirnos dioses prohibidos? Teníamos Jericó y Josué la posibilidad permanente de violar el mandamiento de la prohibición que sólo los dioses transgreden sin pecado. ¿Quién nos lo impidió? Qué fácil me sería hoy, después de todo lo ocurrido, imaginar que fue el “latido de la sangre” lo que nos frenó. Sentirnos en lo más hondo hermanos sin saberlo nunca… O acaso él y yo no temamos por qué recurrir al incesto, puesto que el incesto entre hermanos es una rebelión contra los padres (dice Segismundo desde el diván) y nosotros no teníamos ni padre mi madre.
La verdad, me digo ahora, es que el tiempo y las circunstancias nos alejaron de toda tentación: cuando Jericó regresó de su ausencia (¿Europa? ¿Estados Unidos? ¿La Frontera?) los hechos mismos nos fueron separando gradualmente, las dudas se manifestaron, la Nápoles de Jericó quizás no era Italia napolitana sino apenas Nápoles, Florida y a su París, París, Texas… Las afinidades electivas se manifestaron con cordialidad primero, con creciente antagonismo, en los espacios del trabajo, en mi lento aprendizaje en la torre de la Utopía mientras él ascendía velozmente en el palacio de la Topía. Yo era un libro abierto. Jericó era un mensaje cifrado. Quizás este era mi empeño. ¿No era mi vida un secreto para todos salvo para mí, y si dejó de serlo es porque ahora lo digo y lo escribo? Quizás Jericó, como yo, es autor de un libro secreto como el mío, el libro de él que yo ignoraba tanto como él el mío. La suma de los secretos, sin embargo, no abolía la resta de las evidencias. Jericó había ejercido una influencia real sobre el poder presidencial. Se había sentido autorizado para ir más allá del poder que le fue otorgado al poder que él quería otorgarse. Se equivocó. Creyó engañar al poder y el poder lo engañó a él. Y cuando se supo, mi pobre amigo, acorralado por la realidad que sus ilusiones desdeñaron, no encontró más descargo para salvar su personalidad que enamorarse de Asunta… Quiso vencerme en ese territorio final del triunfo que es el amor. Y aun allí, Asunta me dio la victoria. Derrotó a Jericó diciéndole que ella era mi amante.
¿Por qué mintió la mujer? ¿Qué la llevó a darle esa puntilla al gran animal, esa cosa viva, palpitante, más allá de toda lógica, carnal y carnicera, caliente y cariñosa que es la amistad entre dos hombres? Dos hombres que son hermanos aunque no lo sepan y desembocan en la enemistad feroz provocada con perversidad por Asunta Jordán: por primera vez, mi hermano Jericó deseaba a una mujer y esa mujer, para humillar y paralizar a Jericó, se declaraba amante mía, regalándome un laurel sexual que yo no merecía. Asunta le presentó a su Jehová, Max Monroy, la cosecha de Abel su Josué y la de Caín Jericó y como el Dios terreno prefirió la mía a la suya, Jericó el cainita se dispuso a matarme. Creo ahora que el fracaso de su insurrección política, la manera como se engañó a sí mismo acerca de la voluntad y número de sus seguidores, fue idéntica a la ceguera del hombre: Jericó no supo distinguir entre la realidad de la realidad y la ficción de la misma. Ahora entiendo, por fin, que esto, la ficción, se impuso a la realidad, porque era la que más se acercaba a la voluntad fratricida de mi hermano: su guerra acaso no era contra el mundo, era contra mí. Una guerra latente desde siempre, aplazada acaso porque la personalidad de Jericó era más fuerte que la mía, sus triunfos más aparentes, su capacidad de intriga mayor y su alianza con el secreto más oculta: personalidad, éxito, imaginación, misterio.
Estas eran las armas de mi hermano, sólo que no las pudo emplear contra mí porque… ¿Por qué? Ahora que entro a la cárcel de San Juan de Aragón gracias, de nuevo, a los buenos oficios del licenciado Antonio Sanginés, ahora que paso junto a las celdas desde donde me miran como animales enjaulados el mulato cubano Siboney Peralta, los rateros Gomas y Brillantinas, el Mariachi y la Sara P., enrejados todos, miro hacia abajo, a la piscina de los niños encarcelados, Merlín el rapado deficiente y Albertina que era niño que fue niña y el niño elocuente Ceferino reo de abandono y la Chuchita mirando sus lágrimas al espejo y la niña Isaura soñando con un volcán, y Félix el tristísimo feliz, y allí mismo pasamos como fantasmas Jericó y Josué, ahora me pregunto por qué si tan fraternales fuimos, tan protegidos al cabo, tan lejos de los destinos arruinados de estos niños de Aragón, no fuimos Félix y Ceferino y Merlín, ¿por qué?, los niños abandonados, los desamparados como nuestro hermano Miguel Aparecido. En este extraño contrapunto carcelario aparece de repente, en mi cabeza, la figura de Asunta Jordán como una revelación repentina, Asunta, Asunta, ella impidió la repetición de la sentencia bíblica y al mismo tiempo la aseguró. Jericó, el antiguo Cástor, no me mató a mí, el hermano Pólux, porque esta vez Caín no mató a Abel, ahora lo supe, apenas hoy, gracias a ella, gracias a la mujer, gracias a Asunta Jordán que desvió el destino de la historia fatal, antigua: Jericó no destruyó a Josué, Caín no mató a Abel gracias a la mujer, la adivina, la sacerdotisa, la hechicera salida de un desierto fronterizo entre la vida y la muerte, rescatada de la oscuridad mediocre por un hombre que reconoció en ella, con sólo tomarla del talle durante un baile de provincia, que en ella había una fuerza terrena, el poder que él, sometido al capricho voraz de su madre, no tenía: ¿sería ella, la mujer codiciada, admirada, temida, censurada por mí, la autora de mi salvación? Ella condenó a mi hermano enemigo. Ella, so pretexto de salvarlo de la venganza de Carrera, lo llevó a la mansión de la Utopía y allí lo exhibió ante mí, lo degradó ante mí, ante mí lo puso encuerado en cuatro patas y lo privó del destino cainita de matarme con el pretexto de los celos…
Pretexto. Ah, ¿cuál sería entonces el texto?
Si te envío a alguien, Miguel Aparecido, cuenta, habla, no lo dejes en ayunas. Recuerda.
Era el mismo. Pero era diferente. Los ojos azul-negro punteados de lunares amarillos. Una mirada de violencia templada por la melancolía. Una tristeza que rehuía la compasión. Cejas muy pobladas. Ceño oscuro y ojos con un rayo de luz. Rostro viril, de mandíbula cuadrada, rasurado con cuidado. Piel oliva claro. Nariz olfateante, recta y delgada. Cabeza entrecana, peinada hacia adelante, rizada hacia atrás.
Era el mismo. Pero era mi hermano.
¿Lo sabía? ¿Desde cuándo? ¿Lo ignoraba? ¿Por qué?
Me dio la mano al estilo romano, tomándome con fuerza el antebrazo y mostrándome de nuevo un poder desnudo que corría de la mano al hombro.
—Veinte años.
—¿Por qué?
—Pregúntale.
¿Cómo le iba a demandar una respuesta a algo que nos rebasaba y nos definía? Hijos del mismo padre y de la misma madre. Vi el rostro de Miguel Aparecido, inmóvil y desafiante. Me turbó la imagen de nuestro padre Max Monroy y su abominable derecho de pernada en el manicomio. Lo imaginé de noche, o de día, qué más daba, llegando al manicomio a visitar a nuestra madre Sibila Sarmiento. Ella estaba encerrada. No sé si esperaba la llegada de Monroy como una salvación posible o como una confirmación de su condena. Acaso sólo sabía que este hombre, padre de sus tres hijos, la deseaba con furia, la desnudaba sin pedir permiso, se entregaba a la pasión que ella le infundía y que ambos, Max y Sibila, compartían, ella porque aunque fuese en esos instantes fugitivos de las visitas de Max se sentía querida y requerida, libre para mirarse desnuda con placer, avasallada por la pasión del hombre que le mesaba la cabellera y le besaba la boca y le excitaba los pezones y le acariciaba el pubis, el clítoris y las nalgas con una fuerza irresistible que la liberaba de esta cárcel a la cual su propio amante la había condenado, porque Sibila Sarmiento era un placer en el cautiverio y un peligro en la libertad. Y Max Monroy amando físicamente a Sibila en libertad y no por mandato de su tiránica madre, no tenía otra manera de vengarse —sin inquietud filial— de la maldita Concepción.
Los ojos de tigre de Miguel Aparecido me decían que él entendía. Me pedía que yo aceptase. Sibila nuestra madre logró el amor de Max nuestro padre. Esa fue la compensación suficiente de su encierro en el nosocomio. Ella podía recibir el amor de Max y quedarse satisfecha, acaso agradecida porque tenía el amor del mundo sin las acechanzas del mundo. Al cabo, recibir a Max y amar con él era lo mismo que ser libre sin el peligro de la vida, de la ciudad, del mundo que la rodeaba como una gigantesca amenaza disipada sólo por las visitas del hombre y luego por los meses sucesivos de espera: que nazca un hijo, y mucho más tarde otro, y enseguida un tercero y todos al mismo tiempo.
Miguel Aparecido. Jericó. Josué.
La Purísima Concepción descendió sobre el vientre de Sibila Sarmiento con intermitencias desconocidas. Para ella —imagino ahora— el instante era eterno, todo sucedía al mismo tiempo, no había tiempo real entre las visitas del hombre que la desvirgó a los catorce años y el hombre que la embarazó entonces, y otra vez, y una tercera: Yo creo que para ella todo sucedía en el mismo momento, el acto del amor era siempre el mismo, el embarazo uno solo, el niño el único, no Miguel, no Jericó, no Josué, un solo niño naciendo siempre, dispuesto a salir del encierro, la cárcel, el manicomio, el vientre, en nombre de Sibila Sarmiento. Paridos en una celda, por eso dignos de la libertad. Nacidos en la miseria y por eso destinados a la fortuna. Engendrados en la impotencia y por eso herederos del poder.
Mi hermano Miguel me dio el brazo al estilo romano y no tuvo que decir nada. El pacto fraternal estaba sellado. El dolor era otro nombre de la memoria. Nos miramos con hondura en las miradas. Lo que teníamos que decir del pasado estaba dicho. Nos tocaba hablar del porvenir. La sintonía, en este aspecto, era total.
Hubo unos minutos de silencio.
Nos miramos a los ojos.
El desacuerdo no tardó en brotar.
Dijo que se sentía contento de que estuvieran encarcelados de vuelta el Brillantinas y el Gomas, Siboney Peralta y toda la tropa maldita que acompañó a Sara P. y al mariachi Maximiliano Batalla en su catastrófico intento de sublevación.
Le dije que los vi de paso, enjaulados, ahora que vine a verlo a él.
—Pues míralos bien, mi hermano, porque no los volverás a ver…
Él mismo me miró de tal suerte que no pude evitar el frío en la espalda. Supe en ese instante que la banda de Sara P. y el Mariachi sólo saldría del tambo con las patas por delante.
—¿Y Jericó? —me atreví a decir, abruptamente.
—Era gente de él —respondió Miguel Aparecido—. Él los soltó de la cárcel desde la Presidencia. Él los organizó. Eran su gente.
Me miró con esos ojos azul-negro que digo y los puntos amarillos adquirían la vida propia de la inteligencia jamás satisfecha.
—No calculó. No se dio cuenta. Tenía una idea medio mafufa de que con una vanguardia que actúe, las masas le seguirán. Se equivocó. Creyó que penetrando como lo hizo las oficinas del poder, podría él mismo alzarse con el poder. Muy vivales, cómo no… ¡Ya vas, Barrabás!
Le dije que era una vieja enfermedad creer que el poder se contagia… No se dio cuenta de que el poder no se hace el hara-kiri. El poder se protege a sí mismo.
—Entiende lo que significó la reunión pública del presidente Carrera y el magnate Monroy en Chapultepec —me había dicho Sanginés—. Ninguno fue a ver al otro por gusto. Son rivales. Pero entienden que cada uno tiene su fábrica de dinamita y que las fábricas de dinamita hay que ubicarlas a distancia unas de otras para que no se vuelen entre sí. Cada parte —Carrera, Monroy, el poder, la empresa— tiene una especie de veto sobre la otra. Se unen cuando se sienten amenazadas por una tercera fuerza exógena, extraña a la endogamia del poder. El poder se origina en el poder, no fuera de él, como una célula se forma dentro de otra. Esto es lo que no entendió Jericó. Creyó que podía encabezar una fuerza popular que lo llevase a la cumbre. No entendió que el movimiento del pueblo, cuando ocurre, es porque es necesario, no artificial, no producto de la voluntad mesiánica.
—Las revoluciones también crean élites —apunté.
—O las élites las encabezan.
—Aunque también surgen del pueblo.
—Sí —aceptó Sanginés—. Las clases dominantes tienen que renovarse para no aniquilarse. Lo pueden hacer pacíficamente, como ha ocurrido en México. Lo pueden hacer con violencia, como también ha ocurrido en México. El revolucionario sabe cuándo puede y cuándo no. En eso consiste su talento político: cuándo sí y cuándo no.
—Si esto lo sabían ustedes, digo, tanto Carrera como Monroy, ¿por qué no dejaron que Jericó se extinguiese sólito y su alma, sin más seguidores que esta bola de matoncitos encarcelados aquí? ¿Por qué?
Sanginés me respondió con la más sabia de sus sonrisas, la que yo recordaba de las clases en la facultad, lejos de la mueca atroz que le deformó el espíritu cuando me seguía en la oscuridad por la escalera de Praga. La sonrisa que yo admiraba.
—Tengo la confianza de ambas casas, la del poder político y la del poder empresarial —continuó.
Cerró los ojos con beatitud. Eso yo ya lo sabía.
—¿Y sabes por qué confían en mí?
No quise responder con alguna broma ofensiva.
—No.
—Porque saben que poseo toda la información y no ando preocupando a nadie con lo que sé.
—¿Qué cosa? —no fingí inocencia: era inocente.
Dijo que en México, en cada país latinoamericano, se están fraguando rebeliones de día y de noche, con la esperanza de marcar un hasta aquí y desde ahora como lo hicieron, digamos, Bolívar o Castro. Dijo que no entraría en las razones por las cuales era difícil que volvieran a ocurrir revoluciones “como las de antes”. El poder actual es más sofisticado, mejor informado, las sociedades tienen mejores expectativas, la izquierda conoce los caminos electorales, pero a la derecha habrá que limitarle su voracidad innata con sustitos de vez en cuando.
—Me pareció, Josué, que la aventurita de Jericó, tan secundaria, tan mínima, tan abocada al fracaso, al cabo tan poco peligrosa, me ofrecía la oportunidad de alertar al poder sin costo excesivo y de pegarle un susto a la derecha. Y de paso, desinflar la grotesca visión que el muy ambicioso Jericó había adquirido de sí mismo.
La sonrisa de Sanginés era muy ofensiva.
—Leyó a Malaparte y a Lenin. Se sintió un pequeño Mussolini local. ¡Pobrecito!
—Pero en realidad no había peligro —insistí movido, a mi pesar, por un sentimiento hacia Jericó que rebasaba la fraternidad para reclamarse, sencillamente, de la amistad.
Sanginés sabía disfrazar sus sonrisas.
—Exacto. Porque no lo había, podíamos pretender que sí lo había.
—No entiendo, me vale…
Sanginés no celebró su pequeño triunfo lógico.
—Las amenazas mayores se combaten en secreto. Las menores deben denunciarse como advertencia a las mayores de que sabemos lo que quieren y controlamos lo que hacen. Y para darle al público la oportunidad de saberse, a un tiempo, amenazado y seguro.
Miré con una saña desacostumbrada a Sanginés.
—Es mi hermano, maestro, es digno de un poco de respeto… de compasión… de…
Sanginés siguió como si nada.
—Carrera y Monroy pueden ser rivales, pero no víctima uno del otro. Parar a Jericó lo demuestra con eficiencia. A la hora del peligro, los dos poderes se unen.
—Es mi hermano —insistí.
Y era hijo de Monroy.
Sanginés me miró con una frialdad ardiente.
—Era Caín.
¿Era Caín nuestro hermano?, quise preguntarle a Miguel Aparecido en la celda de Aragón y no me atreví. En su mirada azul-negra había una prohibición. Si Jericó era Caín, él y yo no éramos Abel.
—¿Era Caín? —insistí ante Sanginés.
—Era tu hermano —asintió con crueldad saludable el abogado Sanginés, diciéndome que no había mejor ejemplo que este para dar una lección probatoria de la inutilidad de la rebeldía y de la cobardía de una reacción sin cojones. Ganaron el Estadista y el Empresario, así con mayúsculas.
Caín y Abel.
Esto lo leí con una vasta, innombrable claridad en la mirada de mi hermano Miguel. No éramos Abel. No nos habíamos salvado hábilmente de la maldición ni de la buenaventura. Habíamos asumido, sin darnos cuenta cabal, la responsabilidad de cuidar al hermano. ¿No era Jericó nuestro hermano?
—Era Caín —dijo Miguel Aparecido.
No tuve que pedir explicaciones. Recordé la maldición que me arrojó Jericó desde la cama de Asunta, con una mirada asesina y un desdén revelado por la máscara del odio. Jericó desnudo en cuatro patas, animal capturado, amenazándome, te voy a matar, pinche pipilujo, babeando, frustrado. El odio concentrado de mi hermano Caín. Y mi duda dolorosa: ¿había estado siempre dentro de Jericó el odio que me mostró esa última vez? ¿Me “patronizó” de jóvenes, me miró siempre de arriba abajo, no soportó ni mi independencia ni mi supuesto triunfo amatorio con Asunta?
¿Era este el fin de la historia? No. Yo no sabía qué había sido de Jericó. La pregunta me comía todo el cuerpo como un ácido sin reposo que se concentraba en el corazón sólo para huir de mi alma y recordarme, el alma, que estaba capturada en un cuerpo.
Conocía de antemano la respuesta de Miguel Aparecido. Parecía la contestación pactada por todos, por Sanginés, por Asunta, por Miguel.
—¿Dónde está Jericó? ¿Qué ha sido de Jericó?
—Ha sido puesto a buen recaudo —me respondió Miguel Aparecido.
A pesar de esta declaración terminante, yo sabía que esta historia no terminaría nunca.
Quise suavizar mis propios temores diciendo, ¿igual que Sara y el Mariachi y el Gomas y Siboney?, ¿puestos a buen recaudo?, ¿encarcelados todos?, ¿todos en paz?
Entonces Miguel Aparecido me miró con una extraña mezcla de desprecio y compasión.
A pesar de esta declaración terminante, yo sabía que la historia no acababa nunca.
—El peor de todos anda suelto —me dijo Miguel Aparecido y yo no quise ponerle nombre a nadie que yo conociese porque mi espíritu no toleraba más culpas, más vergüenzas, más capitulaciones.
—¿Quién? —me precipité—. Todo está en…
Me cortó con un nombre olvidado: Jenaro Ruvalcaba.
Regresó a mi memoria, con esfuerzo, el pícaro que una vez conocí durante mis primeras visitas a la cárcel de San Juan de Aragón. El licenciado Jenaro Ruvalcaba era un penalista de escaso renombre. Me recibió con cortesía en su celda. Era un hombre ligero y rubio de una cuarentena de años. Me dijo que la población carcelaria era gente quejosa y estúpida que no sabía qué hacer con la libertad.
—¿Y usted cómo le hace?
—Acepto lo que me da la cárcel —se encogió de hombros y procedió a un análisis razonable de cómo conducirse en prisión: no aceptar visitas que venían por compromiso, dudar de la fidelidad de la visita conyugal…
—Los dos te van a traicionar —gritó de repente.
—¿Quiénes?
—La mujer y su amante —se levantó y se agarró la cabeza—. ¡Los traidores!
Cerró los ojos, se jaló las orejas y se fue contra mí a golpes antes de que el guardia le diese un bastonazo en la nuca y Ruvalcaba cayera, llorando, en el catre.
—¿Anda libre? —le dije a Miguel sin ocultar mi terror, pues el tal licenciado era una amenaza comprobada.
—Nunca andará libre —comentó Miguel Aparecido—. Es prisionero de sí mismo.
Entonces me contó la historia siguiente.
Ruvalcaba no carecía de talento. Lo formó la desgracia. Una banda criminal secuestró a su padre, a su madre. Mataron al padre. A ella la dejaron libre, para que sufriera. La madre era una mujer valiente y en vez de sentarse a llorar, decidió formar a su hijo Jenaro y darle una carrera de abogado penalista para defender a la sociedad de criminales como los que mataron al papá. Jenaro estudió Derecho y se convirtió en penalista. Sólo que al mismo tiempo que se preparaba para defender la ley quería ser mártir de la ley. Sentía admiración y repulsión parejas tanto hacia su padre como hacia quienes lo mataron.
—Viejo pendejo, ¿cómo se dejó secuestrar y asesinar por esa pandilla…? Me lleva…
—Mi padre era un valiente que se dejó matar para que mi madre saliera libre… Me lleva…
Así, entre la admiración y el desprecio, se formó el carácter dividido, esquizoide, de Jenaro Ruvalcaba, a la vez defensor del derecho y violador del mismo: fruto envenenado que se fragmenta constantemente en trozos enemigos.
Dijo Miguel que, para hacer el cuento corto, se creó en la mente de Ruvalcaba una división entre lo prohibido y lo permitido que se resolvió, al cabo, en una situación de comedia. Ruvalcaba sublimaba su escisión sicológica molestando a mujeres. Su vicio consistía en subir al transporte público —el Metro, los camiones de pasajeros, los taxis colectivos— y hostigar a las mujeres. No me preguntes por qué motivo en esta actividad encontró la conciliación de sus tendencias opuestas. El hecho es que su placer maniático era tomar el Metro o el autobús y primero mirar a las mujeres con una intensidad molesta porque era más que otra cosa intrusa. Se recargaba en las pasajeras. Las recriminaba si ellas lo miraban feo. Les ponía las manos en las caderas. Les sobaba las nalgas. Iba derechito al pezón con los dedos. A veces era disimulado, a veces, agresivo. Si lo recriminaban o lo denunciaban, Ruvalcaba decía: —Es una vieja coqueta. Ella me incitó. Yo soy un abogado penalista. Sé de estas cosas. ¡Viejas cachondas! ¡Viejas insatisfechas! ¡A ver quién les hace el favor!
Ruvalcaba derivó un deleite suplementario cuando las mujeres empezaron a defenderse… Algunas le encajaban alfileres. Otras, horquillas. Pocas, anillos con filo cortante. Todo esto excitaba a Ruvalcaba: lo veía como contrapartida de sus propias acciones, reconocimientos de su audacia, conspiración involuntaria entre la víctima y el agresor. A ellas les gustaba que les tocaran las nalgas, que les rozaran el pubis, que les acariciaran las tetas. Eran sus cómplices. Sus cómplices, repetía exaltado, mis cómplices.
De allí —continuó Miguel— su asombro cuando se inauguró el llamado “transporte rosa” sólo para mujeres. El letrero “sólo para damas” lo excitó en extremo. Ruvalcaba se disfrazó de mujer para subir al Metro impunemente, causando un escándalo fenomenal cuando, maquillado y con peluca rubia, le metió mano a una pasajera gorda y se inició un jaleo digno del Rosario de Amozoc, una trifulca que acabó con la parada del Metro y la entrega colectiva de Jenaro Ruvalcaba a la policía.
Como el pícaro era abogado, convenció al juez de que su presencia disfrazada tenía por objeto asegurarse de que la ley se cumplía a plenitud y que las mujeres, si se les amenazaba, eran capaces de defenderse. El juez, por prejuicio machista, perdonó a Ruvalcaba pero, sintiéndose magistrado de película de Cantinflas, asesorado por comedia de Lope, lo mandó exiliado al occidente del país, donde el indiscreto y falaz Ruvalcaba no tardó en asociarse con el dueño de una plantación de aguacates, que era el frente de una operación de narcotráfico presidida por el propio Don Aguacate, encantado de contar con un abogadillo tan ducho en engaños como el Lic. Jenaro.
Desde la plantación michoacana, Ruvalcaba le prestó grandes servicios a Don Aguacate supervisando el embarque de la droga, el lavado de dinero, los préstamos, las inversiones en transporte y la reconstrucción constante de la plantación para que siguiera siendo vista como emporio de palta y no mercado de rata… De todo se ocupó Ruvalcaba en beneficio de Don Aguacate: de comprar protección, de la relación con los compradores gringos, del embarque y desembarque en lanchas rápidas, de la adquisición de revólveres mágnum y fusiles de asalto AR-15. Aprendió a matar. Se despachó a tiros a numerosos rivales del narco y le agarró un gusto especial a cortarles la cabeza después de matarlos.
De todo hasta que Don Aguacate le dijo que las cosas se estaban poniendo color de hormiga porque en este negocio no faltaban delatores y sobre todo grandes cabrones que querían ascender a costa del poderoso en turno y quítate tú para que me ponga yo…
—Total, mi Jenarito, que estamos más fichados que una huila carcamalera y si queremos seguir en este bisnes no nos queda otra que cambiar de cara, o sea, que nos metan navaja en la careta o sea que nos espera el cirujano plástico.
—Cambie de cara usted, Don Aguacate, que está más feo que una mentada en ayunas, y no se meta con mi perfil de astro de pantalla. ¿Qué diría mi mamacita que Dios tenga en su gloria?
Con estas palabras, Jenaro Ruvalcaba se fugó de Michoacán y vino a dar de vuelta a la Ciudad de México, donde su vicio postergado —meterle mano a las mujeres en metros y autobuses— floreció en la más peligrosa rutina de cobrar y pellizcar a las mujeres en taxis colectivos, contando a veces con la complicidad del chofer, a veces arriesgándose a que éste lo bajara ante las protestas de los usuarios, buscando salidas de astracán disfrazado de mujer o de niño marinero por cuyos cortos pantalones se asomaban atractivos poco infantiles.
Hasta que la venganza de Don Aguacate se extendió de Michoacán al D.F. y, denunciado como asesino, traficante y lo que es peor, trasvestista y pedófilo, Jenaro Ruvalcaba vino a dar con sus huesos a la cárcel de Aragón.
—Donde lo conocí —dije con una inocencia perturbada.
—Y de donde salió gracias a la imprudencia arrogante de nuestro… Jericó… —dijo con cierta turbación Miguel Aparecido, quien no se resignaba a compartir la fraternidad ni con Jericó ni conmigo. Era como si su singularidad de hijo de Max Monroy hubiera sido, de alguna forma, violada por la verdad, y aunque a mí me estimaba desde antes, no estaba dispuesto a extender el cariño a un hombre que como Jericó no necesitaba (fue la lápida que Miguel Aparecido le endilgó) ser comelón de su propio ego.
—Tú y yo, en cambio —me abrazó—, vamos a comer en el mismo plato.
Y se separó de mí.
—Cuídate, hermano. Cuídate. No todos están a buen recaudo.
¿Desde cuándo no cenaba en casa de don Antonio Sanginés?
Ahora que regreso al caserón de Coyoacán lo hago, claro, a invitación del maestro y con la clara conciencia de que esta vez no concurrirá, ni fue invitado, mi hermano Jericó. No me atreví a preguntar por él. Conocía la respuesta formulada de antemano y convertida en consigna:
—A buen recaudo…
La ambigüedad de la expresión me perturbaba. Significaba precaución y cuidado: un “alerta” verbal que remitía a estar en seguridad o bien custodiado. Lo inquietante de las palabras era que no decían con claridad si alguien “puesto a buen recaudo” estaba seguro, sí, custodiado, también, encerrado, acaso, cuidado quizás, ¿por quién?, ¿para qué? Imaginé, con un temblor involuntario, a mi viejo amigo, reciente enemigo y siempre hermano Jericó Monroy Sarmiento entregado a la custodia perfecta de la muerte, a la seguridad del sepulcro, a la precaución de la eternidad.
Si era esto lo que me llevaba de regreso a la casa colonial de Sanginés repleta de libros, estofados y muebles antiguos, él no se mostró dispuesto a caer en la repetición —asaz banal— del “buen recaudo”. Pronto apareció la razón de su compañía y apenas llegué, Sanginés me condujo al desayunador de azulejos poblanos y entró en materia diciendo que “el sueño ha terminado”.
La interrogante de mi vida le autorizó a proseguir. Los setenta años de dictablanda mexicana, a partir de 1930, habían asegurado crecimiento económico y social sin democracia, pero con seguridad. Sanginés le daba la bienvenida a la democracia. Lamentaba la falta de seguridad porque identificaba a la democracia con el crimen…
Me miró con una extraña ensoñación que hablaba a las claras de las décadas de servicio de Sanginés como profesor de derecho, como consejero áulico de presidentes de la república, como miembro de los consejos de administración de las empresas privadas de Monroy. Toda una carrera basada en el parecer juicioso y la advertencia oportuna, en la asesoría y el dictamen, objetivos y sin más interés que la conciliación del interés público y privado en beneficio de la nación.
No necesitó decirlo. Yo lo sabía. Sus ojos me lo comunicaban. Pero el gesto agrio del rostro no sólo desmentía todo lo anterior: lo extraviaba, lo disputaba, lo deseaba a pesar de los pesares. A pesar de lo que pudo ser visto como acomodo, oportunismo, halago, los vicios del asesor se detenían en la ribera del cortesano para asumir las virtudes del consejero, de la inteligencia objetiva, de la razón indispensable para el buen gobierno de la persona y del Estado, de la empresa, de la sociedad, en suma. No había de qué excusarse. Si yo no sabía las reglas del juego, ya era tiempo de aprenderlas. Si no quería aprenderlas, me quedaría a la intemperie, a la buena de Dios. Recordé al Sanginés implorante, desacostumbrado, rogando comprensión para Monroy en el cubo de la escalera de Praga. Esta cena en su casa, lo comprendí enseguida, borraba aquella escena de la escalera. Como si no hubiera ocurrido.
Todo esto entendí entonces porque Sanginés me lo comunicó de forma indirecta, a través de gestos, virtudes y solicitaciones que resumían, sin duda, la larga travesía que juntos habíamos realizado, confluyendo en un punto de su larga vida y de la corta mía.
Crecí, dijo, en una sociedad en la que la sociedad era protegida por la corrupción oficial. Hoy, continuó de manera tajante pero con un dejo mitad de crítica, mitad de resignación, la sociedad es protegida por los criminales. La historia de México es un largo proceso por salir de la anarquía y la dictadura y llegar a un autoritarismo democrático… Me pidió, con una pausa, que perdonara la aparente contradicción: no lo era tanto si apreciábamos la libertad de artistas y escritores para criticar salvajemente a los gobiernos revolucionarios. Diego Rivera, en el mismísimo Palacio Nacional, describe una historia presidida por jerarcas políticos y religiosos corruptos y mentirosos. Orozco se vale de los muros de la Suprema Corte para pintar a una justicia que se carcajea de la ley desde la boca pintarrajeada de una puta. Azuela, en medio de la lucha revolucionaria, novela a la revolución como una piedra rodante por el abismo, desnuda de ideología o propósito. Guzmán da cuenta de una revolución en el poder que sólo se interesa en el poder, no en la revolución: todos se mandan asesinar unos a otros para seguir enfilados a la presidencia, que es la gran vaca dispensadora de leche, cajeta, quesos, mantequillas surtidas y seguridad sin democracia: un mugido reconfortante.
—Hoy, Josué, el gran drama de México es que el crimen ha sustituido al Estado. El Estado desmantelado por la democracia cede hoy su poder al crimen auspiciado por la democracia.
Quizás yo sabía esto, hasta cierto punto. Nunca lo había admitido con la dolorosa claridad de Sanginés.
—Ayer nada más —prosiguió Sanginés—, una carretera del estado de Guerrero fue bloqueada por criminales uniformados. ¿Eran falsos policías? ¿O eran sólo policías reales dedicados al crimen? Lo que pasó en esa carretera pasa en todas partes. Los tripulantes de los camiones y automóviles bloqueados fueron brutalmente interrogados, a culatazos. Los viajeros fueron obligados a descender. Sus celulares fueron arrojados a una pila de basura. Entre los viajeros venían tipos infiltrados al servicio de los criminales. Reinó la confusión. Resulta que algunos policías creyeron de buena fe que estaban interceptando estupefacientes y billetes falsos. Pronto fueron desengañados por sus jefes, incitados a unirse a la banda criminal o ser abandonados allí mismo, encuerados, por rejegos y pendejos.
—Policías inexpertos. Policías corruptos. ¿A quiénes le vas? —preguntó Sanginés.
Las cárceles están repletas. Los criminales, dijo, ya no caben.
—Tú viste la prisión de San Juan de Aragón. Allí se llegó a un acuerdo entre el sadismo carcelario y el mínimo orden asegurado por Miguel Aparecido. No es la regla, Josué. Las cárceles de México, de Brasil, de Colombia, de Perú, ya no tienen espacio para los criminales. Los sueltan luego luego para que entren los nuevos malhechores. Es el cuento de nunca acabar. Criminales reincidentes. Detenidos sin juicio. Defensa imposible. Abogados mal pagados incapaces de defender a los inocentes. Jueces muertos de miedo. Jueces improvisados. Tribunales sin capacidad de trabajo. Testimonios falsos. Ninguna consistencia. Ninguna consistencia… —deploró el abogado y casi exclamó—: ¿Cuánto tiempo crees que dure así la democracia latinoamericana? ¿Cuánto tardarán en regresar las dictaduras, aclamadas por el pueblo?
No recordaba un suspiro de Sanginés. Ahora vi salir de su gesto agrio un aire de fatalidad más que de resignación.
—Fojas y más fojas —hizo un gran gesto, airoso al cabo, con la mano—. Nos ahogamos en papel…
—Y en sangre —me atreví, por vez primera, a intervenir.
—Papeles empapados de sangre —entonó Sanginés casi como un sacerdote canta el réquiem eterno.
—¿Y usted prefiere que a la ley la manche el gobierno y no el crimen?
—Quisiera un poco más de piedad —dijo el licenciado como si no me escuchara.
—¿Para quién? —apunté.
—Para los pobres y para los ambiciosos que han perdido el rumbo y la fe en los demás. Sobre todo para éstos.
Pensé en Filopáter y su propio sacerdocio desamparado. En ese instante, el grupo de tres chiquillos rio detrás de la puerta del desayunador de azulejos y Sanginés puso cara de asombro. Los niños corrieron hacia él, se le treparon al regazo, a los hombros, lo despeinaron y todos rieron.
Me di cuenta, gracias a mi prolongada ausencia, de que estos tres niños seguían teniendo entre cuatro y siete años. Igual que la última vez. Igual que todas las veces.
Sanginés sorprendió la sorpresa de mi mirada.
Rio.
—Mira, Josué: cada par de años me renuevan a la prole. Son tres niños que logro rescatar de la cárcel de Aragón. Tú viste la piscina subterránea donde estos pobres chicos juegan y a veces son arrojados al agua y a veces se salvan nadando y a veces se ahogan, reduciendo la población carcelaria…
Vio el horror de mi mirada. La suya me rogó que entendiese la piedad que le permitía a él, cada dos o tres años, salvar a dos o tres niños del horror.
—¿Y luego? —interrogué.
—Otro destino —dijo someramente.
—¿Y el destino de Jericó? —me atreví con enojo.
—A buen recaudo.
Me tomó la mano.
—Nunca me he casado. Te agradezco la discreción. Buen viaje…
—¿Cómo? —me sorprendí—. ¿A dónde?
—¿No te vas a Acapulco? —Sanginés fingió una sorpresa poco creíble.
Soñé. Y en el sueño, es bien sabido, las figuras entran y salen sin orden explicable, las voces se superponen y las palabras de uno se continúan en la cola de otro antes de reiniciarse, con tono diferente, en otra, otras voces…
El espacio que habito (o que sólo creo o sueño) es tan transparente como el agua, tan sólido como el diamante. Es un espacio helado, en todos sentidos: hay que bracear con rigor para avanzar, hay que dejarse llevar por la corriente, hay que tocar fondo para dar pie sabiendo que no existe… Lo allegado y lo ajeno se suceden como una misma realidad y no sé a quién atribuir las voces que no acabo de definir porque se incorporan y se desvanecen con la rapidez de un parpadeo.
Las voces hablan con tonos perentorios, de abogacía, de jurado, pero se disipan cuando avanza la figura blanquecina, de cabeza calva y grande, hundida en los hombros, semejante a un autorretrato de Max Beckmann en el que la linterna del rostro es apenas el reflejo de la sombra externa que lo ilumina: calvo, de párpado pesado y sonrisa inexplicable, Beckmann quiere reflejar en su rostro el tema constante de su obra: la crueldad, las trincheras y los cadáveres de la guerra, el sadismo errático del hombre contra el hombre. ¿Qué refleja Max Monroy?
En este instante de mi sueño, el autorretrato de Max Beckmann asume la forma de Max Monroy, fugitiva, gris, esclava de inciertos desplazamientos, presa de un dolor físico que le posaba entre el movimiento y la quietud, dueño de una dignidad que contrastaba brutalmente con el parloteo de papagayos de las demás figuras fugitivas del sueño, ¿eran Asunta Jordán, Miguel Aparecido, la Antigua Concepción, afirmando, interrogándome, voces chirriantes, acusatorias, vulgares, dispares a la dignidad cuasi-eclesiástica de la figura gris de Max Monroy, preguntándome, cargándole las culpas a este hombre que había sido revelado como mi padre, acusándolo como para decirme que no creyera en él, que no me acercara a él, por más que la dignidad presente del hombre y mi cercanía onírica a su figura pareciese el escenario del encuentro que ambos requerimos, padre e hijo, interrumpido por las voces? ¿Crees que Max Monroy es un tipo generoso? ¿Crees que visita a su mujer Sibila Sarmiento por puritita caridad? ¿O porque el cántaro de su sadismo se llena a rebosar cogiéndose a una prisionera, a una mujer sin voluntad que además es la madre de sus tres hijos? ¿Tú qué crees? ¿Crees que por pura beneficencia Max mantuvo alejados a sus otros dos hijos, Jericó y tú, dizque para que se formaran solitos, sin más ayuda que la indispensable, sin la carga de ser hijos de Max Monroy, niños bien de Jaguar y avioneta, viejas y viajes, sorna y soborna, tú y él haciéndose con sus propias fuerzas, sus propios talentos? ¿Tú lo crees? Qué va. Lo hizo por sórdido, como un entomólogo que pone a sus arañas a correr por el patio a ver qué se les ocurre para sobrevivir, a ver si se salvan escurriéndose por las paredes, a ver si no las aplastan de un zapatazo, a ver, a ver… Juega, Max juega con los destinos. ¿Y sabes por qué? Nomás te cuento: porque de esa manera se venga de su vieja mamacita la Antigua Concha, se venga de que la cabrona ruca lo manipuló, le impuso su voluntad, lo manejó como a un títere de feria, de esos de antes con medias color de rosa y traje de luces, que todavía se ven en las fiestas de pueblo. Trato de ver la vida de Max Monroy como una larga, larguísima venganza contra su madre, la venganza que no pudo hacer mientras doña Concepción vivía y llenaba al mundo con una imperiosa voluntad, alta y fuerte e imprevisible como una ola gigantesca hecha de faldas y escapularios y uñas rotas y sandalias de monja afiebrada, la Antigua Concepción: ¿quién resiste ser concebido no de una santa vez sino todo el tiempo, concepción tras concepción, parido mañana tarde y noche, la impuesta obligación no sólo de querer, ni siquiera de venerar a su santa madre, sino de obedecerla, ¿me oyes?, hasta en lo que ella no mandaba? Obligado a imaginar lo que la mamacita santa le pedía hasta cuando ella no pedía nada. ¿Creerás que muerta la Antigua Concepción Max Monroy se liberó de su influencia? Pues no lo andes creyendo. A veces lo sorprendo musitando solo, como si hablara con un ser invisible. Y cuando deletreo sus palabras sé que habla con ella, le pide perdón por desobedecerla, admite que ella lo habría hecho mejor o de otra manera o no habría hecho nada, ella habría sabido cuándo actuar y cuándo quedarse quieta, dejando pasar el cortejo sin oír a la banda, mustia como un escorpión antes de picar y entonces Max Monroy actúa como si ya le hubiera picado el insecto, sólo que se diferencia de su madre en que ella era un ser aparatoso, estruendoso como una banda de mariachis birolos y él como contraste es tranquilo, calmado hasta la perversidad, astuto y quieto, como si sólo así, como tú lo has visto, pudiera actuar diferenciándose de su madre sin ofender la santa memoria de la progenitora, ser él sin renegar de ella… “Se avanza despacio”.
—¿Sabe dónde está enterrada la señora? —pregunté con aire de inocencia.
—Nadie lo sabe —continuó la voz de voces—. Ni el mismo Max. Entregó el cuerpo de la señora Concepción a un grupo de criminales a los que sacó de la cárcel con la promesa de liberarlos y les encargó enterrar el cadáver de la Concepción donde quisieran, pero que nunca se lo dijeran a él… Ni a nadie más. Para qué te cuento.
—Qué confianza en…
—Ninguna. En vez de liberarlos, los secuestró. Nadie sabe dónde fueron a dar. Nunca se supo más de ellos. Imagínate nada más.
—Pero está Miguel, él si está en la cárcel…
—Miguel Aparecido es el único ser con el que Max Monroy no ha podido. Miguel Aparecido optó por quedarse encerrado en una celda de San Juan de Aragón como precaución contra su propia voluntad de salir a asesinar a su padre y su padre aceptó esta salida, o este encierro, como un compromiso entre dos seguridades: la de él y la de Miguel. Ni Max liquidaba a Miguel ni Miguel a Max. Pero Max pagaba una condena infinita, peor que la muerte misma, y Miguel vivía su vida creando un imperio interno en la prisión…
—No controlaba a los sádicos que mataban a los niños…
—Era parte del compromiso.
—¿Cuál compromiso?
—Entre Miguel y las autoridades. Te doy este a cambio de esto otro. Cambalache.
—¿Quieres decirme que los carceleros tienen derecho a matar a algunos chicos y Miguel derecho a salvarlos?
—Eso mero petatero.
—¿Cómo escogen? —dije sin horror en mi voz onírica, perdiendo el orden de los actos, sus palabras atribuibles a Asunta, Miguel, la Antigua Concepción, no sé…
—Escogen al azar. Águila o sol. Cara o cruz. Este se queda en la cárcel. Este otro se ahoga en la alberca. ¡Qué suerte tienen los que no se persignan!
—¿Y los que saben nadar? —dije sin mucha consecuencia.
—Esos también se salvan.
Continuó la voz del sueño:
—Se le escapan los peores criminales, encabezados por el Mariachi Maxi y la puta de la abeja, la maldita Sara P… No todo sale a pedir de boca, ¿no es cierto?
—Han sido puestos a buen recaudo —repitió el coro la frase sacramental.
—¿A buen recaudo?
—Son de Miguel. No les garantizo la salud.
—¿Igual que mi hermano? ¿Igual que Jericó?
—De eso no se habla.
—¿A buen recaudo? ¿Qué? ¿Cómo? ¿Nadie me lo va a…?
—Te lo puedo demostrar.
—¿Qué? ¿No en…?
Las voces se disipaban. Se disipaban. Se disipaban. Eran voces insignificantes que llevan sueños para distraernos de lo que quisiera convocarnos y apenas adivinamos.
En cambio, la figura de Max Monroy avanza hacia mí, los hombros altos, la cabeza hundida en el cuerpo, desafiante, como queriéndome decir que los insultos, los abusos físicos, los elogios y las culpas no rozaban siquiera a un hombre de acción que también era un hombre solitario: acción y soledad, soledad y acción, unidas, nunca se agotan, decía la voz de Monroy en el sueño, el registro de los motivos del hombre es muy vasto, hay avaricia, hay deseo, hay rencor, rara vez hay plena satisfacción, Josué, si cumples un deseo el deseo engendra otro deseo y así sucesivamente, hasta que las penas afloran porque no salió el sol y no acabamos de entender que nuestros deseos son una cosa y nuestras lealtades otra muy distinta y que para obtener lo que se desea hay que separarse de toda lealtad, enseguida, hijo, sin dañar a nadie: eso es lo que no entienden los que me detestan, envidian o acusan: no tuve que dañar a nadie para ser quien soy…
Avanza hacia mí precedido de ese olor raro de animal recién salido de una cueva que Asunta evocó un día.
—Ser viejo no es ser impune —dijo la sombra de Monroy—. Tampoco es ser inmune.
Se lanzó, en la lógica del sueño, a hacerme la lista de sus achaques y de las medicinas que tomaba para aplacarlas. Soy viejo, dijo, los viejos nos sentimos amenazados por los jóvenes. Me estoy osificando. Anda, toca mis huesos. Ándale.
No me atreví. O viví las transiciones sin lógica del sueño. Max Monroy decía cosas separadas por los instintos oníricos que disuelven la concreción de las cosas, las nuevas empresas trastornan el viejo orden, los viejos las resisten, yo las creo, yo soy mi propia oposición…
—Admito que la edad avanzada desarrolla mayores dosis de cinismo, una medida de escepticismo y un grado de pesimismo. ¿Por qué?
Le dije que no sabía.
—Hay que saber decir no.
—Ah.
—Ser viejo no es ser impune —repitió—. No es ser inmune —repitió—. Hay que saber mirar muy al fondo de mis ojos para saber quién soy. Quién fui.
La voz retumbó como a lo largo de una galería de espejos.
Dijo que le dolían las articulaciones.
Dijo:
—Hay cosas que no quiero saber.
Le pregunté a Asunta Jordán:
—¿Por qué te muestras casi desnuda en las fiestas y conmigo sólo en la oscuridad?
—¿Por qué es tan largo tu pene? —creo que le preguntó ella.
—Para enfriar mi semen —contestó Monroy.
—¿Y qué cosa es acostarse con Max, como tú, Asunta?
—Tú qué sabes…
—Los he escuchado.
—¿Nos has visto?
—Estaba muy oscuro. No chingues.
—Negro. Estaba negro, cabrón espía…
—Anda, no te hagas, contéstame…
—No seas metiche, te estoy diciendo. ¡Narizón habías de ser!
Esta reprobación, que parecía venir de Asunta, en verdad me la dio la Antigua Concepción: sentí el ultraje de su mano arrugada y cargada de pesados anillotes, casi en postura, más que de atacarme a mí, de defender a su hijo Max, que avanzaba como un espectro, blanco como la cal, en medio de hondas campanadas, desconcertado y con unos ojos que decían:
—Tengo ganas de dormir…
Avanzaba hacia mí Max Monroy, esperando ser interrumpido, queriéndolo, anticipándolo.
La campana doblaba con una sonoridad ahogada.
Max me dijo:
—¿Qué, por quién toca?
Yo tuve el coraje de contestarle:
—¿Quién detenía el destino?
—¿Tú el mío o yo el tuyo? —dijo con una voz desesperada, de protección indeseada, antes de que el sueño entero se desvaneciera…
Quienes me han acompañado a lo largo de esta… ¿Cómo llamarla? ¿Agonía? ¿Angustia mental, dolorida pasión?… Quienes me acompañan (tú, semejante, hermano, hipócrita, etcétera) saben que mis pláticas internas son todas ambición de diálogos con sus mercedes, intentos de apariencia desesperada y realidad agónica por escapar del sitio de mi epidermis y decirles lo que me digo a mí mismo, sin la certeza de la verdad, con la inseguridad de la duda…
¿Cómo no iba a regresar a mi alma, a cada instante, la persona de Jericó, puesto “a buen recaudo” mientras voy caminando lentamente del apartamento de Praga a un destino incierto? Peatón del aire porque aunque mis pies pisaron las banquetas de Varsovia, Estocolmo y Amberes, mi cabeza no tenía brújula. O más bien: el norte era Jericó, en más de un sentido. Punto cardinal de mi vida, viento que la enfría, estrella polar, guía, dirección y sobre todo frontera, límite de algo más que territorios, frontera de exilios, distancias, separaciones que la vida de Jericó volvió irremediables…
¿Se nos acabó la vida antes que la juventud?
¿En qué momento?
Yo quería y admiraba a este hombre, mi hermano. Resumía ahora mi vida a su lado en una pregunta: lo que nos sucedió, ¿nos sucedió libremente? ¿O sólo fuimos, al cabo, una suma de fatalidades? ¿Nos rebelamos contra destinos particulares —sexo masculino, huérfanos, aspirantes a la inteligencia ¡y cómo!, traductores del talento intelectual a la vida práctica—, no seremos médicos ni mecánicos, Josué, seremos hombres políticos, influiremos sobre la vida de la ciudad… La ciudad que él me describía, alargándola con un gesto del brazo, desde la terraza del Hotel Majestic, negando que fuésemos títeres de la fatalidad, sólo para llegar, exhaustos, a nuestro destino escogido como compromiso propio, voluntad personal, sólo para descubrir, al final del camino, que todo destino es fatal, y se nos escapa, cierra la vida como una puerta de fierro y nos dice: Esta fue tu vida, no tienes otra y no fue lo que quisiste o imaginaste. ¿Cuánto tardaremos en aprender que por más voluntad que tengamos, el destino no puede ser previsto y la inseguridad es el clima real de la vida…?
Y a pesar de todo, Jericó, ¿no hubo un cierto equilibrio, una armonía final, una mesura involuntaria en cuanto tú y yo hicimos y dijimos? La necesidad por un lado, el azar por otro, nos rebasan y nos colocan, al cabo, en la cresta de una ola, al filo de la muerte, conscientes de que, si no conocemos nuestros destinos, al menos somos conscientes de tener un destino…
¿Cómo se manifestó nuestro destino compartido en la medida en que no fue compartido, sino que cada uno escogió por su cuenta a sabiendas de que éramos inseparables: Cástor y Pólux, aun antes de saber que éramos hermanos: Caín y Abel? Y no sé si de muchachos no luchamos el uno contra el otro sino contra la necesidad que parecía imponerse a nosotros. ¿Cómo nos perdimos? Júzgame si quieres. Yo no te juzgo. Sólo constato que poco a poco, en el piso de Praga, viendo el Zócalo desde el Hotel Majestic, poco a poco tu rostro cedió el lugar a tu máscara sólo para revelar que tu máscara era tu verdadero rostro… Hablamos del tigre devorado en el zoológico por los otros cuatro tigres enjaulados. ¿Por qué ese tigre y no uno de los que lo atacaron?
—Usa la fuerza como a un animal que sueltas para dañar y luego devuelves al corral doméstico.
Lo soltaste, Jericó. No lo pudiste domar. El tigre no regresó al zoológico. Tú te convertiste en el animal, mi hermano. Tú creíste que desde el poder derrotarías al poder para convertirte en el poder. Tú me dijiste: sé violento, sé arrogante, acabarán por respetarte y hasta llegarán a adorarte. Creíste que bastaba designarle un destino a la muchedumbre para que te siguieran sin motivo propio, sólo porque tú eras tú y nadie se te podía resistir. Y cuando fracasaste, acusaste de traición a las masas que no te hicieron caso, a Max Monroy porque no te consultó, a Valentín Pedro Carrera porque se te adelantó, a Antonio Sanginés porque te adivinó a tiempo, a Asunta porque me prefirió a mí.
Me detuve en la calle de Génova, en la entrada del túnel que conduce a la Glorieta de Insurgentes. La oscuridad de esa boca urbana me dio una sensación de agonía, esa palabra donde la competencia y la muerte se asocian riéndose de nosotros y se mofan de nuestros desafíos, inspiraciones, potencias…
¿Cuál fue el pecado, Jericó? Penetro a la plaza llena de jóvenes mexicanos disfrazados de lo que no son para dejar de ser lo que son y me cae como una revelación tu desinterés por los demás, tu impotencia para penetrar la mente ajena, tu soberbia, Jericó, tu rechazo de los que sobran en el mundo, que son la inmensa mayoría del mundo. La mobocracia, dijiste una vez, la masocracia, la demodumbez, la raza, esa raza que encarna ahora, al penetrar la oscuridad del túnel, en un tope, un topetazo que une mis labios a otros labios, un beso fortuito, inesperado, seco, desconocido, acompañado de un olor que quiero reconocer, un tufo, un sudor, algo pegajoso, un incienso de marihuana y cebo, el olor urbano de tortilla y gasolina…
Rápido, fugaz, el beso que nos une nos separa, el túnel aclara su luz propia y nos vemos las caras Errol Esparza y yo, Josué antes Nadal de Nada, ahora Monroy de un reino…
Me abracé a Errol, el Pelón Esparza, como a mi pasado, mi adolescencia, mi pensamiento precoz, todo lo que fui con Jericó y que, en versión disminuida aunque nostálgica, me devolvía ahora Errol gracias a un encuentro fortuito en la Glorieta de Insurgentes.
¿Qué me dijo? ¿Qué me mostró? ¿Adonde me llevó? Que a los antros de los emos no podía llevarme porque allí sólo entraban los chavos jóvenes y no los apretados como yo, vestidos como para ir a una oficina (¿un entierro, una boda, un baile de quince años, un bautizo, todo lo prohibido por Jericó?) y en la glorieta se juntaban en grupos silenciosos las chicas y los chicos adolescentes sin mirada porque todos se tapaban los ojos con flecos y usaban crepé en la nuca, vestidos de negro, con heridas propias en los brazos, dibujos tatuados en las manos, muy flacos, más oscuros que morenos, sentados en las jardineras, silenciosos, abruptamente impulsados a besarse, decorados de estrellas, perforados de pies a cabeza, me sentí impulsado al mismo tiempo a mirar y a evitar la mirada, sospechoso del peligro y atraído por una curiosidad malsana hasta que Errol, mi guía por este pequeño parainfierno o inferedén plantado como un ombligo en el centro de la ciudad, me dijo:
—Les gusta que los mires.
Una tribu de cuerpos flacos, oscuros, estrellas, calaveras, perforaciones, flacos, ¿cómo no iba a compararlos con las tribus del Zócalo en las que Jericó confiaba para asaltar el poder y en el que Filopáter se ganaba la vida tecleando en Santo Domingo? Jamás, con Jericó, me había acercado a este universo por donde ahora caminaba guiado por Errol, convertido en el Virgilio de la nueva tribu mexicana que él, a pesar de su edad —que era la mía—, parecía conocer quizás porque, flaco y melenudo, vestido de negro, no aparentaba su edad y había penetrado este grupo al grado de acercarse a una muchacha y besarla a fondo y luego al compañero de ésta, que me preguntó:
—¿Mamaseas?
Miré a Errol. Él no me devolvió la mirada. El muchacho oscuro me besó en la boca y luego me preguntó si yo tenía vocación para el sufrimiento.
Traté de contestar.
—No sé. No soy como tú.
—No me estigmatices —contestó el muchacho.
—¿Qué quiso decir? —le pregunté a Errol.
Que no distinguiera entre la razón y el sentimiento. Me veían como un tipo pensante que controlaba sus sentimientos, me dijo Errol, así ven a todo extraño. Quisieron que liberaras tus emociones. Mis emociones. ¿No les iba yo dando vueltas y más vueltas en la caminata por la Zona Rosa? Qué otro extremo, qué exteriorización de mis emociones podía yo añadir a la interiorización que aquí he narrado. Un golfo generacional se abría ante mí. En ese instante, en Insurgentes, con Errol y rodeado de la tribu de los Emos quizás dejé de ser joven, el eterno joven Josué, el aprendiz de la vida, graduándome y a un paso de la jubilación por esta cabila de adolescentes decididos a separarse de mí, de nosotros, de la nación que aquí he descrito, analizado, evocado a cada rato, con Jericó y Sanginés, con Filopáter y Miguel Aparecido. Una secesión.
Ahora, en la Glorieta de Insurgentes, este miércoles de mi vida al atardecer, sentí que el país ya no me pertenecía, había sido apropiado por los muchachos entre quince y veinte años, millones de jóvenes mexicanos que no compartían mi historia y hasta negaban mi geografía, creando una república aparte en esta mínima Utopía de una plaza en la Ciudad de México, otra en Guadalajara, otra en Querétaro: la otra nación, nación amenazante y amenazada, país rechazado y rechazante. Ya no era el mío.
¿Leyó Errol mi mirada esa tarde que paseábamos alrededor de la plaza hundida de Insurgentes?
—Sólo tratan de suplir un dolor con otro. Por eso se cortan los brazos. Por eso se perforan las orejas.
¿Suplir un dolor con otro? Hubiese querido decirle a mi amigo que yo también tuve una estética tribal, tuve inconformidad, tuve depresiones, no pude dejar de enamorarme (Lucha Zapata, Asunta Jordán) y sufrir. ¿Sólo era distante mi estética, no mis sentimientos? Esta necesidad súbita de identificarme con los jóvenes de la plazoleta estaba destinada, lo sabía, al fracaso. Valía en sí misma, pensé, valía como intento de identificación, por más que físicamente yo jamás podría ser parte del pueblo nuevo de una oscuridad al cabo romántica, deseosa de morir a tiempo, de salvarse de la madurez… de la corrupción…
Eran románticos, me dije y le dije a Errol.
—Son románticos.
Adiviné la exaltación personal, el deseo de salir de la gran sombra de la pobreza y la mediocridad y hacerse visibles, liberar las emociones prescritas por la familia, la religión, la política…
—No me estigmatices.
—¿Cómo se llaman?
Darketos. Metaleros. Skatos. Raztecos. Dixies. Forman grupos, crews. Se apoyan. Se defienden. Son agradecidos. Son los emos.
De repente, la paz —la pasividad— del mundo emo fue rota con una violencia que el propio Errol no esperaba, tomándome de los hombros para guiarme fuera de la glorieta. Las entradas de Génova, Puebla, Oaxaca, se cerraban con la invasión de jóvenes gritando niños imbéciles, putos, córranlos, arrojando piedras mientras los emos se cubrían los rostros y decían —no gritaban— igualdad, tolerancia, respeto y ofrecían los brazos a las heridas de la agresión, hasta que los patinadores tomaron la iniciativa y con sus patinetas aletearon a los agresores y regresó una suerte de paz seguida de una lenta migración nocturna a otros rincones de una ciudad sin sosiego, que era y no era la mía.
—Quiero matar a Maxi Batalla y a Sara P. —dijo Errol cuando nos sentamos a beber unas cervezas en un café de la glorieta—. Mataron a mi madre.
—Se te adelantaron —le advertí.
—¿Quién? ¿Quiénes? —mi amigo tenía los labios llenos de espuma.
—Mi hermano Miguel Aparecido.
—¿Dónde? ¿Quién?
—En la cárcel de San Juan de Aragón.
—¿Qué? ¿Los mató?
No supe contestarle. Sólo sabía que el Mariachi Maxi y la puta de la abeja en la nalga estaban “a buen recaudo” y que con ello, acaso, se cerraba la historia de mi época y se abría la nueva historia, la de los muchachos de la plaza que un día, le recordé a Errol, crecerían y serían empleados, comerciantes, burócratas, padres de familia tan rebeldes como sus propios padres de familia, pachucos y tarzanes, hippies y rebeldes sin causa, flotas y chavos banda, generación tras generación de insurgentes al cabo domados por la sociedad…
—¿Tú entiendes, Errol, por qué si hay cinco tigres en una jaula cuatro se juntan para matar a uno solo?
—No, cuatezón, de plano no.
Quedamos en volvernos a ver.
—Te hace falta una vacación —me dijo Asunta Jordán cuando regresé a la oficina de Santa Fe—. Te ves estragado. Te hace falta un descanso.
Deseché, por sanidad mental, la idea de un complot. ¿Por qué querían todos mandarme de vacaciones? Me miré al espejo. “Estragado”: viciado, dañado. ¿Arruinado por las malas compañías? Pasó como relámpago por mi mente el reparto de mi vida: María Egipciaca, Elvira Ríos, Lucha Zapata, Filopáter, Max Monroy, la propia Asunta, Jericó… ¿Malas o buenas compañías? ¿Responsables de mis “estragos”? Me quedaba el honor suficiente como para decir que sólo yo —y nadie más— era responsable de mis “daños”.
Me miré al espejo. Me veía saludable. Más o menos. ¿Por qué esta insistencia en mandarme a descansar?
—A Acapulco.
—Ah.
—Max Monroy tiene allí una linda casa. Por el rumbo de La Quebrada. Aquí tienes las llaves.
Las arrojó, con gesto de desdén aunque con sonrisa de amistad, sobre la mesa.
Era una casa por el rumbo de La Quebrada, me explicó Asunta. Databa de fines de los treinta, cuando Acapulco era un pueblo de pescadores y sólo había dos hoteles: La Marina en pleno centro y el Hotel de La Quebrada, que descendía de los cerros para instalarse en una terraza desde donde se podía admirar a unos clavadistas intrépidos que esperaban el oleaje propicio para arrojarse al estrecho brazo de agua entre las rocas precipitadas y angulosas.
Ahora Acapulco había crecido hasta tener millones de habitantes, centenares de hoteles, restoranes y condominios, playas contaminadas por el desagüe incontrolado de los mencionados hoteles, restoranes y condominios y una extensión cada vez mayor hacia el sur de la ciudad, de Puerto Marqués al Revolcadero y hasta la Barra Vieja, en busca de lo que Acapulco antes daba como fe de bautismo: aguas límpidas, playas peinadas, paraísos perdidos…
Llegué a la casa de Max Monroy en La Quebrada un solitario lunes con una sola maleta y los libros que quería releer para ver si algún día presentaba la tesis de abogado, Maquiavelo y el estado moderno. Erskine Muir, que explica al florentino a través de su tiempo, los estados italianos, Savonarola, los Borgia; o Jacques Heers, que ve a un historiador poco riguroso aunque apasionado, poeta y autor de piezas galantes y cantos de carnaval cuya imaginación literaria aplica a la razón de Estado, haciéndole creer a las generaciones que el carnaval es en serio y la curiosidad la ley. Maurizio Piral, que interroga la famosa sonrisa de Nicolás como la autora del libro que Nicolás no escribió: el libro de la vida, su paradoja, su incertidumbre. Un hombre malinterpretado, insiste Michael White: su lucidez mental se olvida, su duplicidad y ambición se consagran. Sebastián da Grazia envía a Nicolás al infierno que es, claro, sus contemporáneos. Franco Fido estudia la paradoja de un escritor que escribe “La Biblia de sus propios enemigos” comenzando con la conversión por los dramaturgos isabelinos de Nicolás en “Old Nick”, el Diablo en persona, hasta su grosera invocación retórica por el Duce Mussolini. Los jesuitas, los ignorantes, Fichte: ¿quién no se ha ocupado del “italiano más famoso de Europa”, sobre todo los propios italianos que lo redujeron a los límites municipales, confesionales y académicos…?
Todo esto traía en mi mochila. Los comentarios indispensables. Sobre todo, los del hombre de Estado hablándole a Maquiavelo de poder a poder: Napoleón Bonaparte se siente la encarnación maquiavélica del Príncipe Nuevo en contra del Hereditario, pero ansioso de perdurar, a su vez, en el poder: ser sucedido, el Nuevo, por sus descendientes, que serán los Herederos…
Digo lo anterior para que el lector conozca mis buenas —mis magníficas intenciones— al retirarme a Acapulco cargado de literatura maquiavélica, con un dejo de melancolía, inevitable saldo de mi historia personal reciente, sin imaginar que el maquiavelismo verdadero no venía en mis mochilas sino que me esperaba en la casa de La Quebrada a la cual se llegaba ascendiendo por las curvas montañosas sobre la bahía hasta alcanzar una altura de roca y penetrar a una mansión que se precipitaba, sin distinción de estilo más allá de un vago “californiano” de los años treinta, a las cocinas, las habitaciones y las estancias al servicio de una vasta terraza sobre el Océano Pacífico y, más abajo aún, la estrecha playita privada. El todo era como uno de esos portaviandas de blanca porcelana que mi guardiana María Egipciaca me preparba con cinco platillos superpuestos, de la sopa aguada a la sopa seca al pollo a las verduras al postre… el camote.
—La construyó Max Monroy para Sibila Sarmiento —me dijo sorpresivamente Asunta Jordán cuando llegué a la terraza y ella avanzó hacia mí, jaibol en mano, descalza, vestida con un palazzo-pijama que ya conocía por andar hurgando en su clóset. Blusón suelto. Pantalón ancho. Negro con ribetes y grecas doradas.
Me ofreció la bebida. Fingí naturalidad. No me contó demasiado. No era la primera sorpresa que esta mujer me daba. Miró hacia el mar.
—Sólo que Sibila Sarmiento nunca llegó a habitarla. Vamos, ni siquiera llegó a verla…
Ella me vio a mí. No me miró. Me vio allí: como una cosa. Una cosa necesaria pero incómoda.
Asunta rio a su manera:
—Max se hacía ilusiones de que algún día podría traer aquí, a Acapulco, a la madre de sus tres hijos y ofrecerle una vida reposada a orillas del mar. Vaya. ¡Qué ilusión!
La mirada se tornó cínica.
Una más de las ilusiones de Max. Imaginaba que un día doña Concha lo liberaría de la dictadura materna a la que lo tenía sometido.
—Hombre a la vez complicado y simple, a Max Monroy —prosiguió— le cuesta digerir. Todo le toma tiempo. Nunca eructa, ¿sabes? Hay cosas que no quiere saber. No quiere… y otra cosa. Entre la utilidad y la venganza, siempre se queda con lo útil.
Brindó con la copa. Casi me guiñó un ojo.
—Lo contrario que yo…
Rio.
—Luego pega como un rayo…
Me indicó que tomara asiento en una silla de ratán. Seguí de pie. Al menos en esto podía rebelarme contra lo que ya sentía como la implícita dictadura de Asunta Jordán. A ella no le importó.
—¡Max Monroy! —exclamó como si convocara la puesta de sol—. Un hombre civilizado, ¿a poco no? Un hombre razonable, ¿no se te hace? Siempre pide sugerencias. Está abierto a las sugerencias. Ah, pero no a la crítica. Una cosa es sugerir. Otra cosa es criticar. Criticarlo es creer que no puede pensar por sí mismo, que requiere orientación, la opinión de otro… Falso. La sugerencia debe detenerse a medio camino entre dos extremos abominables, Josué, mi buen Josué: el halago y la crítica.
Me dijo que ella criticaría, por ejemplo, esta casa inútil, deshabitada… Una mansión para un fantasma, para una loca. O para una loca fantasmal.
Sonrió.
—Imagínate a Sibila Sarmiento deambulando por aquí, sin saber dónde se encuentra, sin mirar siquiera hacia el mar, ajena a la luna y al sol, prisionera de la nada o de una esperanza tan chiflada como ella. Que Max regrese y la rescate del asilo. O que por lo menos le haga otro hijo. ¡Otro heredero!
—Agradéceme, Josué… Me vine volando a prepararte la casa para que estés cómodo. Estaba cerrada como con un corcho. ¡Y en este calor! Airearlo todo, sacudir los muebles, estirar las sábanas, poner toallas y jabones, mira nada más, todo para recibirte como tú te lo mereces…
Quién sabe qué imaginó en mi mirada que la obligó a decir:
—No te preocupes. Todos los criados se han ido. Estamos solitos. Solitititos.
Me acarició la mejilla. Aguanté.
Dijo que no todo estaba listo.
—Mira. La piscina está vacía y se han acumulado hojas y basuras. Hay un aire de abandono, a pesar de mis cuidados. Hay hierbas sin cortar. Las palmeras están grises. Y es que Max siempre dijo cosas como “quiero que me entierren aquí”. Qué curioso, ¿no te parece? Ser enterrado en un lugar que nunca visitó…
—Nadie va con anticipación al cementerio —me atreví a opinar.
—¡Cuán verdadero! —impostó la voz—. ¿No te lo dije siempre? Eres listo, cabrón Josué, eres bien listo, listillo. Y me arrojó el contenido del vaso de whiskey al pecho.
—Nomás no te pases de listo.
Mantuve la tranquilidad. Ni siquiera me llevé la mano al pecho. Miré distraído al sol poniente. Ella retomó su aire de hostess tropical.
—No quiero vecinos —dijo Max.
Hizo un gesto panorámico.
—Y se le hizo, Josué. Aquí no hay nadie. Sólo hay una montaña empinada y el mar abierto.
—Y una playa allá abajo —añadí para no dejar y sentí que Asunta se incomodó.
—No esperes que nadie desembarque allí —dijo con un tono villano.
Quise ser frívolo.
—Me basta tu compañía, Asunta. De eso pido mi limosna.
La camisa se me pegaba al pecho.
—Puedes desayunarte con champaña —dijo ella en un tono entre la diversión y la amenaza—. En todo caso —suspiró, le dio la espalda al mar—, aprovecha el lujo. Y piensa una cosa. El lujo es adquirir lo que no se necesita. En cambio, se necesita la vida… ¿No?
Rio. Su alma se iba desnudando poco a poco. No de repente, porque yo la venía observando desde que la conocí, desdeñosa y ausente, paseándose por los cocteles con el celular pegado a la oreja, imponiendo silencio, no dando entrada a la conversación con nadie. Debí entenderla como lo que era y para lo que era. Una mujer atenta y por ello peligrosa. Porque la atención extrema puede desatar reacciones violentas e inesperadas: es el precio de darse cuenta, de darse demasiada cuenta.
Si algún día, como un adolescente, me enamoré de esta mujer y de sus atributos visibles, si los hubo, los había ido perdiendo poco a poco, hasta culminar en la jugada siniestra de presentarse como mi amante ante Jericó y enloquecer a mi hermano con la primera gran pasión de su extraña vida de austeridad sin meta, de lujuria sin entusiasmo, de amante sin amor. Sabía que la malicia de Asunta rebasaba mi capacidad de querer y la helada ambición de Jericó. Éramos, de algún modo, los peones de un gran ajedrez que desembocaba en la solución, por lo visto ritual, de “poner a buen recaudo”.
—¿Y Jericó? —insistí—. ¿A buen recaudo también?
—De eso no se habla.
—¿A buen recaudo? ¿Qué? ¿Cómo? ¿Nadie me lo va a decir?
—Te lo puedo demostrar.
—¿Qué? ¿No en…?
—¿Qué cosa es ser puesto a buen recaudo…? Espera tantito…
—¿Todo para no regresar al hoyo perdido del desierto, Asunta, al pueblo del norte donde no eras nadie y soportabas a un marido macho, insolente y odioso? ¿Todo por gratitud al hombre que te sacó de allí y te llevó a esta cumbrecita tuya de los negocios y la influencia…?
—Yo habría salido de allí con o sin él —dijo con la cara muy apretada Asunta.
—No lo dudo. Tienes agallas.
—Tengo cabeza. Tengo un coco muy listo. Pero Max fue una suerte que se presentó. Habría habido otras oportunidades.
—¿Cómo confías en el azar?
—La necesidad, no la suerte. Yo habría encontrado la manera de escaparme.
¿Maestra del juego? ¿Ama, incluso, del gran Max Monroy? Estas interrogantes bullían en mis ánimos este atardecer frente al Pacífico mexicano.
Como si leyera mis ideas, ella exclamó:
—A mí nadie me bendijo. Nadie me eligió. Me hice sola. Me cae…
—Eres la creación de Max Monroy —le espeté.
—Nadie me bendijo. Me hice sola —se molestó.
—Ya te veo abandonada en Torreón sin Max Monroy, pinche provinciana insatisfecha…
Yo no sé si de algún rincón del alma me salía esta defensa de mi padre, aunque comprendí que Asunta se me fuera a arañazos a la cara… La contuve. Le bajé los brazos. La obligué a dejarlos alargados sobre las caderas. La besé con algo de pasión, algo de desdén; en todo caso una mezcla incontrolable de mis propios sentimientos, que acaso no eran muy distintos de la emoción que cualquier hombre puede sentir si tiene abrazada a una mujer hermosa, por más enemiga que sea, por más que…
Por un momento suspendí mis razones y liberé mis sentidos. Todos tenemos un corazón que no razona y no me importó que Asunta no respondiese a mis besos omnívoros, que sus brazos no me abrazaran, que yo me olvidara de mí mismo antes de arrepentirme de mis acciones, antes de pensar que ella era la culpable y que en toda esta situación —lo sentí comiéndome el carmín de sus labios— todos nos estábamos reservando el secreto más secreto del alma…
Porque una emoción personal suelta como un animal, aunque no sea correspondida, puede abolir por un instante las jerarquías acostumbradas del amor, el poder y la belleza. ¿Por qué se dejaba Asunta besar y palpar sin corresponderme pero permitiéndome?
La aparté de mí imaginando que diría algo. Lo dijo.
—Tengo la mala costumbre de ser admirada —me informó con un aire de suficiencia cínica y hasta alegre—. Me vale…
—Seguro. Lo malo es que tu apariencia no alcanza a disfrazar tus verdaderos deseos. Yo creo que…
—¿Qué son? —me frenó—. ¿Qué son…? ¿Mis deseos…?
—Servir a Max Monroy y ser independiente de Max Monroy. Imposible —afirmé mi propia inteligencia del asunto, la defendí como en un extremo, arrinconada.
—Max me protege de mí misma —fue su respuesta—. Me salva de la mala suerte. De mi mala suerte, tienes razón, la mala fortuna de mi vida anterior…
—Hay personas que son como biombos de otras. Tú eres el biombo de Max. No existes —le escupí las palabras con una especie de saña frívola, como queriendo dar por terminada la escena, largarme ya, dar por concluida la farsa, recoger mi maleta y mis libros y largarme para siempre de la tela de araña tejida por Asunta alrededor de un hombre, Max Monroy, que se revelaba como mi padre y al cual yo debía, me dije confusamente, honrar, conocer y honrar, acercarme a él en vez de a Maquiavelo, carajo, ¿en qué pensaba? Le agradecí a la mujer Jordán que me sacudiera, que me sacase de la vasta ilusión juvenil de que yo podía continuar mi vida como si nada, voy a escribir mi tesis, voy a recibirme… ¿Y luego, y luego?
Salí de este ensueño diciéndome que el deber es independiente del deseo. Mala fortuna. Pero así es.
Quién sabe qué leyó Asunta en mi mirada. La vi con un trasfondo de locura súbita.
—Eres demasiado inteligente para ser amada —le dije como consecuencia lógica de mis propios pensamientos—. ¿Qué opina de eso Max Monroy?
Ella empezó a hablar con un nerviosismo desacostumbrado, como si la respuesta a mi pregunta fuese, todo al mismo tiempo, invocación al sol para que desapareciera cuanto antes y nos dejase a los dos en la más profunda oscuridad, sí, aunque también eran frases inconexas, palabras disfrazadas que ya olvidé porque al cabo Asunta regresó a su lógica implacable, afirmativa.
La loca Sarmiento estaba encerrada para siempre en el asilo, dijo y en su voz resonaba el ocaso del día.
Tu hermano Jericó ha sido puesto a buen recaudo, dijo y una armada de nubes oscuras anunció la noche próxima.
Tu hermano Miguel Aparecido languidece en una celda de Aragón y no saldrá de ella porque teme matar a su padre Max Monroy.
—¿Y Max Monroy, y él?
—Ya te dije que hay cosas que Max Monroy no quiere saber. No quiere saber que se va a morir. Sanginés le ha preparado un testamento en el que los herederos son Sibila Sarmiento, Miguel Aparecido, Jericó Monroy Sarmiento y Josué Monroy Sarmiento…
—¿Y tú, Asunta? —pregunté sin mucha premeditación.
—Yo a la cola —dijo la pobre muchacha del norte, la provinciana a la que vi ahora disfrazada de gran ejecutiva, sin palazzo-pijama, sin celular omnipresente, sin copa en la mano: la vi con un vestidito de percal, zapatos sin tacón, pelo a la permané y cara de colorete, aretes de porcelana y un diente de oro.
Así la vi y ella sabe que la vi así.
Que mi imaginación la encueraba y la regresaba al desierto.
—¿Y tú, Asunta?
—No te atrevas a burlarte —dijo con saña helada—. Yo a la cola siempre. Yo sólo heredo una limosna.
—¿Y quieres heredarlo todo?
—Porque lo merezco todo. Porque nadie ha hecho tanto como yo por Max Monroy.
—¿Qué vas a hacer?
—Yo quiero heredarlo todo.
—¿Qué vas a hacer?
—Ya lo sabes.
—No te atreverás. Yo ya sé lo que buscas. Yo le hablaré a Max. Yo…
No, negó con la cabeza agitada y la mirada fría, nadie le dirá nada a Max, nadie porque no habrá nadie, nadie más que yo, iba diciendo la mujer con una voluntad enloquecida y la mirada del mal más temible, el egoísmo radical, la seguridad de que el mundo está allí para servirnos junto a la inseguridad espantosa de que el mundo puede dejarnos a la intemperie, puñado de polvo en un desierto calcáreo en vez del frondoso paraíso que era y fue el rostro de Asunta, dos jardines en uno o un solo páramo feroz de su joven imaginación… El rostro de Asunta Jordán. Ya no sé si las luces agonizantes del día le dieron ese aire casi mitológico de gran vengadora: una Medea enloquecida no por el celo sexual sino por el celo monetario, el afán de ser ella la heredera de la gran suma ignorando que el dinero no es de nadie, circula, se consume y va a dar al charco inmenso de la basura. Quizás porque ella sabía esto, se elevaba a sí misma de Medea celosa a Gorgona del poder, abarcante, reina de un imperio que se le escaparía de las manos si no se dotaba a sí misma de ojos sangrientos, rostros temibles y cabellera de serpientes, como la coronaban este atardecer el sol y el océano. Amada por Poseidón, poseída por nuestro padre Monroy, ¿había que matarla para que de su sangre naciera un puñal dorado que la matase a ella antes de que ella me matase a mí, y a Miguel Aparecido, y a Sibila Sarmiento y al propio Max Monroy, como quizás ya había matado a Jericó? En los ojos de tiniebla fulgurante de Asunta Jordán vi la simplicidad de la fortuna y la complejidad de la ambición. ¿O tendría el tiempo Asunta Jordán de mirarme para convertirme en piedra? ¿Y no era cierto que…?
—Aunque me mates, te seguiré mirando —me dijo con aliento de whiskey y carmín cuando me aparté de ella convocado por los rumores de rama pisoteada que aumentaban a mis espaldas dándole la cara a Jenaro Ruvalcaba, ligero, rubio, seguido de una banda confusa de gente sudorosa y oscura, todos armados con machetes, y el mismo Ruvalcaba me dio el machetazo en la nuca que me envió con la cabeza sangrante al pozo de la piscina sin agua y en medio de las botellas vacías y las hierbas que crecían sin orden entre cicatrices de cemento…