Pasó un año desde los sucesos que hasta aquí he narrado. Acaso ocurrieron cosas en todos los capítulos de mi vida. No regresé con la Antigua Concepción al camposanto sin nombre. No volví a saber de mi cada vez más sentimentalizada Lucha Zapata, que voló con fugacidad de ave de ala herida. Había olvidado por completo a mi siniestra carcelera María Egipciaca. Sabía que Elvira Ríos, mi enfermera, era apenas un decisivo aunque pasajero accidente de la circulación. Doña Estrellita de Esparza estaba enterrada, su despreciable marido don Nazario había sido achicharrado en vida y en patio propio por la encarnación misma de la inmoralidad, la infame y ridícula Sara P., la Lady Macbeth de Tepetate, encarcelada después de una macabra y pendeja autoconfesión en la cárcel de San Juan de Aragón junto con su partenaire de travesuras, el inmortal mariachi Maxi, fugado con la misma Sarape y toda una banda de criminales, para rabia y desesperación del presunto capo del reclusorio, mi amigo Miguel Aparecido, burlado por una pandilla de rufianes y arrojado a una angustia física y moral cuyas dimensiones (lo adivinaba) me faltaba conocer, por más que en sus ojos de tigre enjaulado se asomase un secreto que los párpados azulencos velaban con dificultad. El licenciado don Antonio Sanginés, fuente de tantas noticias y orientaciones en mi vida, se había ausentado de ella (por el momento) y la verdad es que nada de lo anterior me importaba demasiado, y ello por una razón elemental.
Yo estaba enamorado.
Podría faltar a la sinceridad para con ustedes, pacientes lectores, ausentes y presentes al mismo tiempo (presentes si me hacen el favor de leerme, ausentes si no me leen y a veces hasta cuando me leen), y contarles lo que me viniera en gana. En el curso de un año, doce meses, trescientos sesenta y cinco días, ocho mil setecientas sesenta horas, quinientos veinticinco mil seiscientos minutos, treinta y un millones quinientos treinta y seis mil segundos, ¿qué no puede hacer un individuo, más si es autor y protagonista de una novela dictada desde y para la muerte? ¿Qué hazaña le es vedada a mi relato? ¿Qué mentira no vence a mi memoria? ¿Qué recuerdo del pasado, qué deseo del futuro? Vean ustedes: yo me empeño, para mi propia desesperación (y con suerte, la de ustedes), yo estoy aquí, escribe que te escribe, deseando el pasado al mismo tiempo que recuerdo el futuro.
Desear el pasado.
Recordar el futuro.
Tal es, se lo aseguro a ustedes, la paradoja de la muerte. Sólo que hay que morirse para saberlo.
Lo que yo quiero decir ahora es que durante todo un año, dedicado a trabajar en las oficinas de Max Monroy en la noble (pero resucitada) región de Santa Fe, antigua sede de la utopía renacentista de fray Vasco de Quiroga en la Nueva España, yo también renací. Renací para el amor. Me enamoré perdidamente de Asunta Jordán. Y de este hecho cuelga mi historia.
Ya he contado la experiencia de mi entrenamiento para servir de algo en el imperio de los negocios de Max Monroy. Al principio, deseoso de demostrar mi energía y buena voluntad, corría yo (dos escalones a la vez) de piso en piso. Poco a poco iba aprendiendo las lecciones del negocio, su fraseo, sus denominaciones: verbos, adjetivos y sobre todo adverbios no sólo interminables sino sin terminación: la colita del “mente”, advertí muy pronto, no se usaba en estas oficinas. Se decía “reciente” pero no “recientemente”; “paciente” sin “mente” y “original” sin “definitiva”, “ocasional” o “formal” sin mentalidad cual ninguna. Mas no crean ustedes que la eliminación de la terminación era la muerte de la mentada, sino su elevación al rango de lo implícito. Eliminando el adverbio, se daba todo su protagonismo al verbo: definir, ocasionar, formar, pacientar y, si no “recientar”, sí traerlo todo a un hoy preñado de mañana y esterilizado de ayeres inútiles, nostálgicos, meras conmemoraciones.
El “ayer” no registraba en los calendarios de la oficina. Era como si el poder de Monroy se extendiese a convertir en ceniza las páginas del pasado, convenciendo a todos de que todo era hoy (y jamás el retórico hoy-hoy-hoy de un pasado incinerado), sólo el hoy de hoy, el instante con todas las promesas del futuro para que hoy bien hecho desapareciese en una bruma más espesa que cualquier olvido.
Así, todo era novedad en este negocio. Y la novedad consiste en extender constantemente lo hecho hoy a lo que se hace mañana. El blog miniaturizado acabaría escondido en la bolsa de una mujer. Las cámaras personales nos convertían a todos en paparazzi instantáneos. Las páginas Myspace, Mysimon y Dealpilot permiten comparar precios, productos y posibilidades al instante y la multiplicación de acrónimos y títulos —kddi, XAML (el Facebook entry) ebxml, Oracle, Noveli— acabarán por descifrarse, como el nombre egipciaco de Rosetta-Net, en una sola denominación.
Todo, paradoja grande, estaba destinado a acentuar la mayor privacidad a medida que nos convertía a todos en personajes públicos. Una vez ingresados a la blogósfera, ¿quién podía ser nunca más un enigma? Si nuestras vidas están siendo filmadas, ¿qué secretos podemos guardar? ¿Era este el desafío mayor de Max Monroy y sus industrias? ¿Desnudarnos a tal grado que la esencial privacidad se revelase y protegiese?
¿Era esta una invasión paradójica de la vida privada destinada a aislar y proteger lo más secreto de nosotros mismos, lo que se podía resistir a cualquier noticia pública? ¿Nuestra alma? ¿O iría este conjunto de novedades y misterios a la esfera pública y popular, garantizándole a cada ciudadano un acceso directo a la información que antes se reservaban los gobiernos y manejaban las élites?
¿Era, en fin, Max Monroy el emblema del autoritarismo más cerrado o de la democracia más expansiva?
No tardaría en saberlo.
Todo se sabe. Todo se ve. Ya no habrá armarios y, mucho menos, esqueletos en los armarios. Deberemos cuidar al máximo los residuos de nuestra vida privada, invadida por el ojo de una cámara que es hoy —la cámara— el Gran Inquisidor. ¿Y qué hace el Gran Inquisidor de Dostoyevski? Salvar la fe con lo que la ofende. Usar las armas del poder más concreto para defender el poder más espiritual: la Fe.
La Fe —recordé las viejas pláticas con el padre Filopáter— consiste en decir y pensar: “Es cierto porque es increíble”. ¿Puede entonces haber una fe que se proponga creíble gracias a la existencia natural de objetos que lo comprueban? Mas, ¿no se inscribe esta fe en el proyecto del progreso como seguro de vida universal?: vamos siempre hacia adelante, nada nos detendrá, el desarrollo humano es inevitable y ascendente. Hasta que un horno crematorio, un campo de concentración, un Auschwitz, un Gulag, un Abu Ghraib, un Guantánamo, nos demuestren lo contrario… ¡Cómo deseaba, en momentos de dudas como este, contar con la voz del padre Filopáter y recobrar, en el diálogo con él, la juvenil camaradería con mi hermano Jericó! Ser, de nuevo, los dióscuros, Cástor y Pólux, los hermanos fundadores, dos fantasmas luminosos que le dieron la victoria, en la batalla del Lago Regio, a la República Romana.
Escaso héroe, digo que al principio, lleno del ardor profesional del novato, subía y bajaba escaleras. Al cabo, decidí tomar el elevador. Sólo hasta el piso doce, he contado, ya que los dos últimos estaban vedados. En ellos residía, como en los cuentos de hadas, El Ogro, acaso un Barba Azul benévolo que, habiendo eliminado a las mujeres anteriores (¿cuántas “viejas” le tocaban, por década, o en promedio, a un hombre que ya pasó de los ochenta?, ¿cuál es el ratio?, ¿cuál, la recompensa?) residía o radicaba, aunque no creo que se “conformara”, con una sola mujer y ésta era mi propia amada enemiga, Asunta Jordán.
Las relaciones profesionales pueden iniciarse con frialdad y terminar con calor, o al menos, con simpatía. También pueden empezar con cordialidad y acabar con odio —o indiferencia—. En todo caso, verse las caretas todos los días es algo que se paga de una manera o de otra. Mi relación con Asunta no tenía temperatura. Era de una tibieza ejemplar. Ni calor ni frío. Ella tenía la obvia misión de mostrarme y explicarme el funcionamiento del gran elefante corporativo llamado, impersonalmente, “Max Monroy”, con el propósito, sin duda, de prepararme a ejercer funciones: ¿de tuerca, escalón perpetuo, oficial medio y mediano o, al cabo, de jefe, funcionario, jerarca? El rostro impertérrito de Asunta no me daba respuesta.
Sólo que su representación perfecta de la profesionista, su fachada “oficial” permanente, sin cuarteaduras ni ventanas (no hablemos de puertas) acicateaba mi curiosidad. Y como mi curiosidad me resultaba inseparable de mi deseo y éste de mi erótica voluntad de poseer, de la manera que fuese, a Asunta Jordán, di el primer paso en la dirección de lo prohibido.
Penetré, en horas de trabajo, a la penumbra de la recámara de Asunta.
Nada lo impedía, salvo la orden de la fábula: Aquí no se entra. Mas ¿hay algo en un cuento de hadas que inflame más la curiosidad que la veda, o algo que anime más la decisión de violar el secreto, de romper el imaginario candado, que la advertencia: Si entras serás castigado? ¿Si entras no saldrás más? ¿Si entras serás cadáver frío si te va bien, prisionero eterno si te va mal?
Invoqué un pretexto cualquiera para ausentarme a las doce del día. Ascendí al piso trece, donde tenía sus habitaciones Asunta Jordán. Pasé de la luz de la sala a la penumbra de la recámara. Noté que no había ventanas aquí, como si la bella durmiente de mis ilusiones no dejase un solo resquicio abierto a la curiosidad ajena, incluyendo la del astro solar. Evité echarle un vistazo a la cama. King-size, tamaño regio para una reina, Queen-size. Mi mirada, mi olfato, mi deseo, me conducían al espacio aún más oscuro de la ropa colgada en orden de estaciones —el tacto me permitió ir acariciando algodones, sedas, casimires, pieles y si levantaba un poco la mano, tocaba los sombreros de fieltro y paja, de visón y zorro, gorras de béisbol, viseras, la textura inconfundible del sombrero de Panamá, las pamelas (de todas las bodas, salvo la de ella conmigo… Ay…). Nada de esto me interesaba. Mis dedos guiaban a mis ojos y mis ojos a mi olfato. Al fin mi ávida nariz (larga, afilada, recordarán sus mercedes) dio con el perfume que buscaba.
Abrí el cajón donde se disponían las prendas íntimas de Asunta Jordán. Deslumbrado, cerré los ojos y me entregué en primer lugar a la voluptuosidad del olfato, aunque mis manos ávidas no resistieron el deseo de tocar lo que olía y en el combate entre mi nariz y mis manos se mezclaban, con deleite, aroma de lavanda y encaje de pantaletas, olor de pétalos y cúspides de senos, gotitas de perfumes anónimos y calzoncitos con el nombre de Asunta, cajoncitos de seda y sostenes con relleno, hilo dental, bikini, todas las formas de esa exterioridad-interior que era mi única aproximación posible al cuerpo de la amada, acaso más poderosa que la desnudez que no sólo me evadía: ni siquiera me invitaba, ni siquiera me prohibía. Encaje, nylon, seda. Medio fondo. Tirantes.
La veda, así, volaba por encima de mi excitado acercamiento a los cajones donde yacían, en inocente deceso, las prendas íntimas de Asunta. Creo que en ese momento mi exaltación física y mental era tan grande que llegué a desear esta consumación erótica y no otra, física, que sin duda sería menor en su intensidad al acercamiento, pudoroso al cabo, aunque de fogosidad y desvergüenza mentales, que violaban la intimidad de Asunta para incorporarla no a mi propia intimidad, sino al vasto territorio del deseo sin nombre.
Supe en ese instante secreto y sagrado que el deseo nos mueve más allá y más acá de la obtención del objeto del deseo. Supe que deseamos lo que no tenemos y que al obtenerlo, sólo para nosotros, deseamos dominar lo que tenemos, privarlo de su propia libertad y someterlo a las leyes de nuestra propia ambición.
Cerré los ojos. Respiré hondo. Cerré los cajones con miedo de poseer a Asunta más allá de esta secreta violación de su intimidad. Con miedo, sobre todo, de mí mismo, de mi propio deseo y de los límites o falta de ellos que sólo el deseo podría demostrarme, invitándome, como en este momento, a contentarme con los objetos que tocaba y olía o dar el paso de más donde se entrelazan y complican los sujetos del deseo.
La recamarera de Asunta encendió de un golpe las luces de la habitación.
—Y usted, ¿qué anda haciendo aquí?
¿Qué he dejado en el tintero? Quiero decir, sobre mi relación con Jericó. Que me defendió contra los bravucones del colegio, empezando por Errol Esparza en su anterior encarnación. Que me admitió en su casa cuando perdí el hogar huérfano de María Egipciaca (y mucho más). Jericó me enseñó a manejar un automóvil. Me destapó los oídos a la música clásica que coleccionaba en el altillo de Praga. Me abrió los ojos a las reproducciones de los grandes pintores del pasado que tenía reunidas en tarjetas postales. Me empujó a revisar las semillas filosóficas plantadas por Filopáter en nuestras macetas. Extendió nuestras lecturas conjuntas a Dickens y Dostoyevski, Balzac y Beckett. Hasta me enseñó a bailar, aunque con una advertencia a la vez irónica y prohibitiva.
Me invitó una noche a un cabaret y, en vez de conducirme al salón de baile, me llevó a una especie de oficina desde donde se podía observar a las parejas bailando pero sin oír la música. Permanecí desconcertado por un minuto. Luego me entró un ataque de risa viendo las poses, las contorsiones, la comedia insensata, sin gracia, de las parejas capturadas dentro de un acuario por la danza que a todas luces juzgaban graciosa, galana, sofisticada, sensual, libre y libertina: cabeza girando, ojos cerrados en ensoñación o abiertos con falso asombro, manos agitadas como para dar o recibir pelotas invisibles, hombros en calistenias grotescas, piernas liberadas de todo control, a medias entre la oración y la defecación. Y los pies, cucarachas calzadas para evitar la muerte por flit, zapatos masculinos de dos colores, botas rancheras, puntiagudos puñales femeninos, uno que otro zapato tenis, todos entregados a la danza en silencio, el grotesco ritual de los cuerpos engañándose a sí mismos, pretendiendo elegancias, sensualidades, comicidades, que desprovistas de acompañamientos sonoros, reducían los bailarines a la imitación macabra de una muerte anticipada: la danza.
Pensé que la amistad es algo al cabo indescifrable. El orgullo, la generosidad, la ternura, las insuficiencias aceptadas, las reservas acalladas, el valor que va adquiriendo el recuerdo —o la amarga absolución de su pérdida: todo se reúne como en un coro a la vez presente y muy lejano, más elocuente en el recuerdo que en la actualidad, aunque en cada brillo traiga el anuncio de un futuro imprevisible como un disparo de pistola en un concierto de piano.
—Seamos independientes —disparó Jericó—. No nos dejemos imponer opiniones.
Si las palabras me sorprendieron, fue porque contenían una verdad tácita en nuestra relación. Éramos independientes desde siempre, le contesté a mi amigo. Dijo que yo no: yo viví en un caserón como prisionero de una nodriza tiránica y me salvé viniendo a vivir con él.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Tú siempre has sido independiente?
Jericó me miró con una especie de ternura compasiva.
—No me hagas una pregunta que tú mismo podrías contestar o acallar, mi cuate. ¿Somos independientes? Primero pregúntate: ¿Quién nos ha mantenido desde que recordamos?
Lo interrumpí.
—Los abogados. El licenciado Sanginés, el…
Me interrumpió:
—¿Los mandaron? Todos ellos, criados, enviados de otra persona…
—¿Física o moral? —intenté aligerar la plática insólita; él y yo llevábamos más de un año sin vernos y esta reunión en nuestra vieja covacha de la calle de Praga tenía lugar gracias a una iniciativa de él.
No me hizo caso.
—Hemos dado por hecho que no tenemos pasado, que vivimos al día, que los abogados proveerán y que si hacemos preguntas indiscretas, romperemos el encanto y amaneceremos ya no príncipes en la alcoba, sino ranas en el charco… Y sin un clavo.
Le dije que tenía razón. Nunca habíamos inquirido más allá de la situación inmediata. Recibíamos un cheque mensual. A veces Sanginés nos guiaba a las puertas de un misterio pero nunca las abría. Era como si los dos —Jericó, Josué— tuviésemos miedo de saber algo más de lo que ya sabíamos: nada. Opiné, ante la mirada irónica de mi amigo, que acaso nuestra incuria había sido nuestra salvación. ¿Qué o quién habría respondido a nuestras preguntas: quiénes somos, de dónde venimos, quiénes son nuestros padres, quién nos mantiene?
—¿Quién nos mantiene, Jericó? —lo miré como a un espejo—. ¿Somos unos inocentes padrotes? ¿Somos mejores que la Hetara de Durango o la puta de la abeja en la nalga?
Él guardó silencio, evitando asombrarse de mi exabrupto.
—¿Recuerdas al padre Filopáter cuando íbamos a la escuela?
Asentí. Cómo no.
Jericó dijo, después de mirar al suelo, que nunca habíamos entendido —habló por los dos— si Filopáter pretendía ser falso hereje para hacer paladeable la fe, como el falso impío nos lleva por el camino que conduce a la piedad.
—Porque Filopáter hacía dos cosas, Josué. Por un lado, nos hacía ver la necedad de la religión a la luz de la razón. Pero también nos revelaba la tontería de la razón a la luz de la fe.
—Es que la razón compromete a la fe y la fe a la razón —añadí sin pensarlo demasiado, casi como una conclusión fatal y exacta, o sea, como un dogma.
—Un dogma —Jericó leyó mi pensamiento. Éramos Cástor y Pólux de nuevo, los gemelos místicos, los dióscuros. La pareja inseparable.
—Oye, ¿quién determina que un dogma es un dogma? —pregunté, apartándome del abismo de la fraternidad.
—La autoridad.
—¿La fuerza?
—Si te parece.
No sabía por dónde o a dónde me quería llevar. Le contesté que la fuerza no basta. La fuerza requiere autoridad para ser fuerte.
—¿Y la autoridad sin fuerza? —preguntó Jericó.
—Es la moral —aventuré mis palabras.
—¿Y la moral?
—No te diré que es la certeza porque entonces moral y fe serían lo mismo.
—Entonces, la moral puede ser incierta.
—Sí. Creo que la única certeza es la incertidumbre.
—¿Por qué?
—Si te parece, Jericó, sólo te pido que no te sientas superior o inferior. Siéntete igual.
—¿Recuerdas que de jóvenes nos preguntábamos: qué cosa invalida a un hombre, qué cosa lo despoja de valor?
Asentí.
—Contéstame ahora —dijo con cierta pugnacidad.
—Tú y yo estamos embarcados cada uno en su tentativa de éxito. Creo que, sinceramente, aún no acabamos de definirnos. Siempre somos otro porque siempre estamos siendo.
—Yo sí —subió Jericó un grado la pugna.
—Yo no —me encogí de hombros—. No te creo, mano.
—¿Quieres que te lo demuestre?
Lo miré con tanto ánimo (¿adverso, perverso, diverso?) como él a mí.
—Hazlo, cómo no. Te envidiaré porque yo no estoy tan seguro como tú. Me vale.
Esperé a que hablara. Nos entendíamos demasiado bien. Él dudó un instante. Luego observó, esta vez sonriente, que para tener coherencia él me respondía con acciones, no con palabras. Le sonreí de vuelta y me crucé de brazos. Fue un gesto espontáneo pero que indicaba una cierta permanencia mía, en esta hora y también en este lugar que habíamos compartido él y yo desde los diecinueve años de edad.
—No te quedes a medio camino —me espetó de repente.
—Se hace camino al andar, dice la canción.
—Tú me entiendes.
—Porque yo estoy sentado aquí y tú estás parado allá. Basta con que cambiemos de lugar para que toda la verdad inmediatamente anterior se venga abajo, se la lleve el carajo y se vuelva duda.
—Y también memoria —insistí—. Vamos a recordar dónde estábamos antes.
—Aunque no sabemos dónde estaremos después.
—Podemos prever.
—¿Y si nos cae un rayo?
—Vivimos o morimos —sonreí.
—Sobrevivimos —me vio con los párpados entrecerrados y luego abiertos como por órdenes de un sargento interno.
—¿Vivos o muertos? —dudé.
—Vivos o muertos, sólo somos supervivientes. Siempre.
Negué con la cabeza.
—No tenemos padre —dijo Jericó.
—¿Y?
—Si lo tuviésemos, creceríamos para honrarlo, para que se sintiera orgulloso de nosotros.
—Y como no lo tenemos…
—Podemos existir para nosotros mismos.
—¿A condición de honrarnos? —sonreí.
—No te pierdas a medio camino.
Percibí una cierta turbación interna en mi amigo cuando repitió:
—A medio camino. Hay más. Algo más que tú y yo. La patria. La nación.
Reí abiertamente. Le dije que no tenía que justificar la chamba, un empleo en Los Pinos. Quise alegrar y aligerar la situación.
—Todo depende —le dije—. ¿Cuál es la meta?
—Ser superior a todos los que nos desafían —retomó el aire.
—¿No bastaría ser sólo igual?
—Bromeas. Que no digan de nosotros: Son como todos, son los de siempre, los de costumbre, los del montón… ¿De acuerdo?
Dije que era probable, si las palabras de mi amigo indicaban que la superación personal era necesaria, cómo no… De acuerdo…
—¿Somos distintos, tú y yo? —dije después de la obstinada pausa de Jericó.
—¿Qué quieres decir?
—Que tú y yo no tuvimos que sobrevivir. Siempre tuvimos la mesa puesta.
—¿Sin pena ni gloria? ¿Crees que yo sí?
Di un paso que no quisiera haber dado:
—Lo sospecho.
En esa sospecha estaban cifradas las dudas que ustedes ya conocen sobre el personaje llamado, a secas, sin más, “Jericó”, sin apellido, ni siquiera el pasado que a mí me daban la casa de Berlín, el cuidado de María Egipciaca y la enfermera Elvira Ríos, antes de que mi destino y el de Jericó confluyeran como dos ríos de fuego, Cástor y Pólux. Yo era Josué Nadal.
Jericó, sin apellidos, que viajaba sin nombre en su pasaporte, que acaso viajaba sin pasaporte, que acaso —todo lo que mi cariño hacia él escondía ahora se revelaba de repente— no había estado en Francia ni en los Estados Unidos, ni en ninguna parte salvo el escondrijo de su alma… ¿Y no era bastante, exclamé para mí, tener un alma donde refugiarse? ¿No era suficiente?
—Vivos o muertos… Sobrevivientes.
Sentí en ese momento, al oír estas palabras, que una etapa de nuestras vidas (y en consecuencia, de nuestra amistad) se cerraba para siempre. Entendí que a partir de ahora, él y yo deberíamos hacernos cargo de nuestras propias existencias, rompiendo el pacto fraternal que hasta entonces no sólo nos había unido: nos había permitido vivir sin hacernos preguntas acerca del pasado, como si, siendo amigos, nos bastara decir y hacer juntos para complementar las ausencias de la vida anterior.
Era como si la vida hubiera empezado cuando, en el patio de la escuela, él y yo nos hicimos amigos. Era como si, al dejar de serlo, una muerte descalza se acercase a nosotros.
—Max Monroy —me dice esta noche Asunta Jordán— tiene dos reglas de conducta. La primera es nunca contestar a un ataque. Porque abundan, ¿sabes? No puedes ser alguien tan prominente como él sin ser atacado, sobre todo en un país donde el éxito se perdona con dificultad. Asoma la cabeza, Josué, y enseguida te agreden y, si pueden, te decapitan.
—Es que los rencores del país son muy viejos y muy profundos —comenté y añadí socrático porque no quería llevarle la contraria a la mujer—: México es un país donde todo sale mal. Por algo celebramos a los derrotados y detestamos a los victoriosos.
—Aunque nos quedemos con los ídolos. Si te conviertes en ídolo, ídolo de la canción ranchera, del bolero, de la telenovela, del deporte, te perdonan la vida —dijo Asunta con su estilo de humor popular.
—Es que la idolatría aquí es muy vieja —sonreí continuando mi táctica aduladora—. Creemos en Dios pero adoramos ídolos.
Asunta se sacudió este confeti ideológico con una elegante agitación de la cabeza.
—Pero el hecho de no responder a un ataque es un arma terrible. No le dejas una hora de sueño tranquilo al atacante. ¿Por qué no responde Max? ¿Cuándo responde Max? ¿Qué responderá —si responde— Max? ¿Qué armas empleará Max para responderme?
—De este modo —prosiguió Asunta—, Max no necesita hacer nada para contestar a quienes lo agreden. El hecho de no hacer nada provoca pavor y al cabo derrota al atacante, que no entiende por qué no le contestan, luego duda de la eficacia o ferocidad del ataque, enseguida se siente de a tiro pinchurriento porque no merece respuesta y al cabo la agresión y el agresor son olvidados y Max Monroy sigue tan campante…
—Como Johnny Walker —reí entonces.
A ella este chiste no le cayó en gracia. Asunta ya estaba embarcada en el segundo ejemplo que quería ofrecerme a fin de completar el cuadro de la conducta de Max Monroy. Una nube rencorosa pasó por su mirada, evocando, sin mirarme, a quienes quisieron hacerse famosos atacando la fama de Max Monroy. Lección aprendida: sólo lograron aumentarla. Ellos fueron olvidados.
—¿Y el segundo caso?
Asunta regresó como de un sueño.
“Max Monroy es un hombre cauto.” Ella sonrió con cierta nostalgia amarga que no escapó a mi atención. El segundo ejemplo es que Max, que de por sí es un hombre cauto, se vuelve aún más cauto cuando recibe un favor indebido o inesperado.
—¿Indebido?
Si Asunta hesitó fue sólo por un segundo. Luego dijo: Tan indebido como tener encarcelado a un hombre peligroso sólo como un favor al gran Max Monroy.
Busqué en vano un rictus de risa, una intención irónica, un énfasis de enfado en la voz, la mirada, la pose de Asunta. Había hablado como hablaría —si hablase— una estatua.
—Los favores se pagan, creo —continué para que la plática no se muriera, como pudo haberse muerto, allí mismo, ya que yo trataba de atar cabos y juntar lo que sabía con lo que desconocía…
—Los favores se cobran y entonces uno se da cuenta del error que es otorgarlos y se vuelve loco tratando de encontrar una acción que borre la obligación contraída con el que nos hizo el favor —prosiguió—. ¿Te das cuenta?
—¿La muerte? —pregunté con la cara de inocencia que más he practicado frente al espejo.
—¿La muerte? —me contestó ella con una afirmación incrédula al grado de convertirse en pregunta.
—La muerte —prosiguió ya con calma, aunque con cierto acento de súplica.
—¿De quién? —no solté presa.
Acaso ella dudó un momento. Luego dijo:
—La muerte del que nos hizo el favor.
—¿Indebido?
O inesperado. ¿Inesperado?
—El que le hizo el favor se murió.
—Las ventajas de ser viejo —dije con un cálculo amatorio fracasado, lo sabía, de antemano. Ella no se dio por enterada. En cambio, enfatizó que Max Monroy era un self-made man, pero sólo a medias. Heredó mucho (yo me callé mi relación sólo válida si secreta con la madre de Max, la Antigua Concepción).
Si hablase como su madre doña Conchita (con razón se cambió de nombre, rehusando el diminutivo a cambio de la ancianidad voluntaria) diría: El reparto agrario lo benefició igual que a su madre. Se acabaron las viejas haciendas tan grandes como todo el Benelux. Tomaba dos días en tren recorrer las tierras de William Randolph Hearst en Chihuahua y Sonora. —El Ciudadano Kane, interjecté y ella continuó, sin entender la alusión. Repetía la lección—: El treinta por ciento del territorio de México en manos de gringos. Se quebró la hacienda, se creó la comunidad ejidal —todo para todos, cómo no—, se violó la ley agraria, ahora se acumulaban pequeñas propiedades y se robaban tierras campesinas para construir hoteles en las playas, los campesinos no recibieron ni las gracias, ni un whiskicito, ni bañarse en piscinas con forma de riñón, pero la mayoría se largaron a las ciudades, sobre todo a “la ojerosa y pintada” Ciudad de México, a los nuevos sectores industriales creados por la expropiación petrolera. Fortuna de Max: primero reparto agrario; segundo, propiedad comunal; tercero, minifundio: cuarto, ejidatarios sin crédito o maquinaria, sometidos a la ley del mercado, sin protección y ni quinto —y no lo hay malo—, fuga campesina a la industria, creación de mercado interno, saturación de la demanda, desigualdad, desempleo, fuga de brazos a Estados Unidos, dinero devuelto por el trabajador a sus viejas comunidades, explosión del consumo barato.
—¿Y Monroy aprovechándolo todo?
—No es un ladrón —Asunta me miró sin simpatía—. Tiene el dinero de hoy como tuvo el dinero de ayer. Ha construido una fortuna encima de la anterior, la de su madre. Ha multiplicado los bienes de doña Conchita (¡por favor: la Antigua Concepción, más respeto hacia los muertos!), se ha impuesto reglas severísimas de disciplina, justicia, independencia, conoce el golfo que separa a la reputación de la personalidad, protege ésta, desdeña aquélla, es implacable para deshacerse de los incompetentes en los altos mandos, ocupa el centro del centro, se gobierna a sí mismo para gobernar mejor a los demás, no sobreestimula al público…
—¿Y todo para qué? —la interrumpí porque su exaltación de Max comenzaba no sólo a hartarme sino, sobre todo, a encelarme. Me tocaba conocer a Max Monroy mediante el cariño de su difunta mamacita. Me irritaba la admiración repetitiva como un disco, desenfrenada como un orgasmo, de esta mujer cada vez más maldita y acaso, por ello, cada vez más deseada. O al revés…
—¿Por qué? —dijo ella desconcertada.
—O para quiénes… —proseguí, sin atreverme a echarle en cara su falta de sinceridad: cuanto me había dicho me parecía aprendido como una lección que debió memorizar y repetir la leal servidora de Max Monroy.
Ella siguió como si no me oyera.
—Max controla la demanda con lo que la oferta puede dar —dijo como sinfonola.
—Para qué, para quiénes… —le eché un quinto al piano.
—Le hubiese bastado heredar, Josué, sin necesidad de acrecentar la herencia…
—Para quiénes… —dije con mi mejor voz de bolero.
Un temblor de enojo combatió en el cuerpo de Asunta contra una congoja de resignación que me pareció demasiado satisfecha.
—¿Para ti? —la tomé con fuerza de los hombros—. ¿Tú serás la heredera?
—No tiene descendencia, gimió sorprendida la mujer, no tuvo hijos…
—Tiene amante, qué carajos…
Asunta se desprendió de mi creciente debilidad. Creí que el deseo me iba a fortalecer. Me estaba minando: las ganas de quererla. Las ganas nada más.
—¿Qué los une? Él es un anciano. ¿Qué cosa los une, Asunta?
Dijo para mi sorpresa que los unía el olor. ¿Qué olor? Muchos olores. Ahora, el olor raro de un hombre viejo, olor de animal en una cueva. Antes, el olor del campo, donde nos conocimos. Reí mucho. Quizá sólo nos une el olor a vaca, gallina, burro y mierda, dijo seria pero con bastante gracia.
Me miró con una fijeza suspendida entre el amor y el desafío.
—El México pobre y provinciano, mediocre y envidioso, hostil…
Se abrazó a mi cuello.
—No quiero regresar allí. Por nada del mundo.
Esto me lo dijo susurrando. La miré. No sonreía. Esto iba en serio. Tomó mi mano. La miró. Dijo que mis manos eran bellas. Sonreí. Yo no iba a enumerar los atractivos de Asunta.
—Por favor, entiéndeme —me dijo—. Se lo debo todo a Max Monroy. Antes, vivía muy frustrada. Ahora, soy una fuerza dirigida.
—¿Como un misil? —dije con humor fuera de lugar, como si no adivinara algo más serio en el abrazo de la mujer.
Volvió a mirarme.
—Por favor, no me distraigas.
Desperté antes del amanecer. Todos dormían. Anticipé la sorpresa del despertar al lado de Asunta Jordán. Sentí ya el sufrimiento que me esperaba como castigo por obtener lo que más deseaba. Ahora, todos los demás dormían. ¿Qué hay afuera?
La Segunda Audiencia de la Ciudad de México se reunió en 1531 y dejó claro que la esclavitud de los indios favorece a los mineros y a los encomenderos. Sí, pero a expensas de los indios, disiente Vasco de Quiroga, miembro de la Audiencia. El trabajo de los indios es el nervio de la tierra, sentencia la Audiencia. La prosperidad de la tierra depende del respeto a las tradiciones indígenas, responde Quiroga y pasa de la palabra al hecho. Libera a sus esclavos. Se hace sacerdote. Funda en Santa Fe —aquí, donde estás parado, Josué— la República del Hospital, dedicada a salvar a los niños indígenas enseñándoles el castellano junto a la lengua otomí, a cantar y oficiar y también a predicarles el cristianismo a sus padres, sin menoscabo de la sacralidad nativa, sino fundiendo el cristianismo con la religiosidad innata, celebrando, sin velos, sin consagración, la “Misa Seca” como una invitación cordial a la espiritualidad compartida. Quiroga evoca un tiempo común a todos, españoles e indios: una Edad de Oro que renueva en el espíritu mítico de los otomíes y también en la fe de la iglesia cristiana primitiva: los indios, escribe Quiroga, son simples, mansos, humildes, obedientes, carecen de soberbia, de ambición y de codicia. No nacieron para ser esclavos. Son seres racionales. Y si algunos son vagabundos, hay que enseñarles a trabajar. Y si algunos son flojos, es porque los frutos de esta tierra se dan con demasiada facilidad. Indios y cristianos pueden ser hoy lo que fueron ayer y ser así lo que serán mañana. De Santa Fe se expande Vasco de Quiroga a Michoacán, funda el Hospital de Santa Fe a orillas del lago de Pátzcuaro. Respeta la lengua tarasca mientras enseña la lengua española. Se inspira en la Utopía de Tomás Moro. Los indios deben organizarse comunalmente, pues están a la deriva en sociedades rotas en mil pedazos por la feroz conquista que corre como un rayo del Golfo al Pacífico, de la tierra de los otomíes a la tierra de los purépechas, de Oaxaca a Xalisco, más veloz la historia de hoy que la de ayer, quebrada también la historia del mañana si a los indios no se les da lengua y techo, cuidado y doctrina, oficios y dignidad. Tata Vasco, el papá Quiroga, el padre Vasco, le dicen los indios y él les da propiedad colectiva de la tierra, jornada de seis horas, destinar los frutos del trabajo a las necesidades de la vida. Prohíbe el lujo. Organiza a cada cuatro familias bajo un Principal. Enseña Vasco de Quiroga, a cuya sombra trabajas, Josué, que la organización social requiere una economía práctica, que el mundo europeo debe aprender a vivir en armonía con las costumbres indias. ¿Qué nacerá de esta enseñanza y de este respeto mutuo? ¿Vale la pena apostar que la vida simple, el trabajo y la educación crearán una nueva comunidad mexicana, sin conquistadores o conquistados, sino protegida por la libertad y la ley?
—¿Tiene un precio la felicidad? —le preguntas, Josué, a la estatua de fray Vasco de Quiroga, Tata Vasco, frente a la cual pasas todos los días.
—Sí —afirma el fraile—. Hay que reclutar a los indios a la fuerza, para que aprendan a ser felices…
—¿Y la recompensa? —le preguntas a Tata Vasco.
—El renacimiento cristiano.
—¿Y el método?
—Usar la tradición para…
—¿Para dominar?
Fray Vasco no te oye. Había escasez de agua en Michoacán. Quiroga le da un golpe a la roca con su cayado. El agua surge de la piedra cuando la toca el curvo báculo obispal. ¿Te basta el milagro, Josué? ¿Necesitas algo más que un milagro?
Los soldados salvajes de Ñuño de Guzmán el conquistador descienden desde Xalisco, incendian pueblos, toman prisioneros, exigen tributos, especies, labor, se regalan a sí mismos tierras y aguas, extensas y abundantes. La Utopía no es buena para una raza de porteros y vasallos, la Utopía no admite la mita en las minas, la tienda de raya en las haciendas. Plata, ganado, tierras arrebatadas, alcohol para las bodas y los entierros: huye el indio de la Utopía de Tata Vasco, avasallado por las espadas y los caballos de Ñuño de Guzmán, se refugia en los latifundios: vaya un mal mayor por otro menor… Qué le vamos a hacer.
Josué interroga cada mañana a la estatua de fray Vasco de Quiroga, Tata Vasco, en la zona de Santa Fe en México, D.F.
—Soy el padre de tu cultura —le dice un día Tata Vasco a Josué.
Josué se pregunta si su misión consistirá en mantenerla o cambiarla.
—Ándale, ándale, ándale.
Orden, saludo y despedida, comunicación, familiaridad y extrañamiento, esta forma verbal mexicana se presta a tantas interpretaciones como su insularidad nacional lo permite: nadie, fuera de México, dice “Ándale” y un mexicano se revela como tal al decirlo, me dijo el abogado Antonio Sanginés una noche de invierno en su casa del barrio de Coyoacán.
Esta vez, la guirnalda de niños traviesos no se le trepaban al cuello y en la cara del maestro observé una seriedad a la vez acostumbrada y desacostumbrada. O sea: casi siempre, él era muy serio. Sólo que esta vez —lo leí— lo era sólo para mí. Y ese sólo para mí excluía a la otra persona con la que había visto en ocasiones anteriores a Sanginés. Mi viejo cuate Jericó.
—¿Desde cuándo no se ven?
—Desde hace un año.
—Ándale.
Como solía suceder, Sanginés, magisterial, empezó por evocar una serie de referencias sobre su trato con el Señor Presidente Valentín Pedro Carrera. Él se preciaba de su rol de consejero áulico de los poderosos: en el Estado, en la Empresa. Conocía a ambos, en el edificio empresarial de Santa Fe y en el campamento político de Los Pinos. Así lo definió él, con toda sencillez.
Mientras que en Sante Fe Max Monroy presidía un imperio permanente, en Los Pinos Valentín Pedro Carrera era el capataz pasajero de un rancho sexenal. El habitante de la Presidencia se sabía fugaz. El jefe de la empresa aspiraba a la permanencia. ¿Cómo se entendían estos dos poderes?
Sanginés no me lo tuvo que decir. Él se preciaba de ser intermediario entre el ejecutivo político y el ejecutivo empresarial, entre Valentín Pedro Carrera y Max Monroy. Comprobándolo, Sanginés me miró sin pestañear y con la barbilla apoyada en las manos enumeró —sí, enumeró— sus recomendaciones al presidente Carrera, como un Maquiavelo local (yo no diría un florentino de barrio, no, no lo diría, porque después de todo el maestro Sanginés había dirigido mi tesis profesional sobre el diabólico Nicolás): No exagere las expectativas.
No pretenda alargar el sexenio o reelegirse.
La longevidad en el puesto es fatal para la reputación.
Recuerde que los presidentes empiezan en la luz de la esperanza y terminan en la sombra de la experiencia.
En la oposición, la pureza.
En el poder, el compromiso.
Prepárese a tiempo para abandonar el puesto, señor presidente.
Sólo será visto como un buen presidente si sabe ser un buen ex-presidente.
Pausa. Jamás le vi a Antonio una expresión más agria que en ese momento: Exagere.
Alargue.
Ilumine a la nación.
No se comprometa a nada.
Permanezca en el puesto.
No se marche.
Aquí estoy yo.
Ándale, Jericó, ándale.
Sospeché que Sanginés respiraba por la herida y que en el año transcurrido, Jericó se había apropiado de la oreja presidencial, reduciendo a Sanginés a la más absoluta marginalidad.
¿Por qué me llamaba ahora?
Con su habitual circunlocución de abogado novohispano, Antonio Sanginés se lanzó a una narración que nos ocupó buena parte de la noche. Evocaba. Reproducía. Aceleraba. Se detenía.
—Atrás quedaron los tiempos del héroe —le decía Jericó a Carrera (como se lo había dicho Sanginés a Carrera). Un estado revolucionario se legitima a sí mismo. Washington, Lincoln, Lenin, Mao, Castro, Madero - Carranza - Obregón - Calles - Cárdenas. Hasta Tlatelolco y la deslegitimación por vía del crimen contra el puro y simple movimiento que debe acompañar al Estado revolucionario para acreditarlo como tal. Deténgase el movimiento del Estado: lo suple el movimiento de la sociedad. Estados Unidos es maestro de la renovación sigilosa: sus grupos más reaccionarios se adjudican la rebeldía. Las Hijas de la Revolución Americana son un conjunto de ancianas ultraconservadoras que aún usan quevedos y gargantillas y se pintan el pelo de azul cielo.
—Atrás quedaron los tiempos del héroe. Gobierno, Estado y Revolución ya no son lo mismo. El viejo Estado revolucionario ha perdido toda legitimidad. Usted tiene que darle nueva legalidad a la nueva realidad —peroró Jericó.
—Cuente conmigo —le dijo Sanginés al presidente.
—Yo me encargo —le dijo Jericó a Carrera y añadió—: En nombre de usted, por supuesto.
Algo nos une, suspiró Sanginés, algo nos une a tu compañero Jericó y a mí. Hemos ejercido más poder mientras más distanciados hemos estado del poder. Sólo que mi distancia era, al lado de la de Jericó, desinteresada.
Dijo que él aconsejaba velando por el país.
—¿Y Jericó? —le pregunté.
Me miró con tristeza pero no me contestó. Sin embargo, no cabe duda de que el detalle ilumina la vida. Así como un perrito le da vida al tieso retrato de un aristócrata, un gesto de Sanginés me habló alto de su pensamiento. El gesto más banal: tomar una migaja de bolillo y convertirla en una pelota que, al cabo, con un acto insólito el hombre tan educado, arrojó al suelo y aplastó con el zapato. Sólo entonces reanudó.
—Conozco desde siempre a Valentín Pedro Carrera. Te resumo su carrera. Fue un joven idealista. Libró la campaña presidencial con su mujer enferma. ¿Cinismo o compasión? Hizo llorar al electorado. Doña Clarita se murió poco después de que Carrera ganara la elección. Se murió a tiempo. Carrera agarró un segundo aire gracias al duelo y a la soledad. Sólo que el duelo se acaba y la soledad no. Entonces surgen los fuegos de la arbitrariedad, el abuso del poder, una suerte de venganza contra el destino que lo elevó tan alto sólo para despojarlo de lo que el poder le da en abundancia: la apariencia, el uso del aparecer, el abuso de la presencia… Mis consejos, Josué, nacieron de un deseo de domar estos extremos y aprovechar los duelos del poder en beneficio del poder…
No supe qué cosa sorbió Sanginés desde una taza vacía.
—Creo haber descubierto la gran grieta del poder. El poderoso no quiere saber lo que se hace en su nombre. El gran criminal secular, un Al Capone, lo sabe y lo ordena. Pero aun el tirano más temible abre las compuertas de una violencia que él mismo no sabe controlar. ¿Quién asesinó a Mateotti, el último diputado oposicionista que le servía de excusa democrática a Mussolini, dejándolo sin más opción que la dictadura? ¿Detalló Himmler el horror concentracionario más allá de la voluntad enloquecida y abstracta de Hitler, concentrándola en montañas de maletas, pelo, gafas, dentaduras postizas y muñecas rotas en Auschwitz? ¿Hizo Stalin otra cosa que proseguir la voluntad tiránica del revolucionario muerto a tiempo, Lenin el santo laico, entendiéndolo mejor que sus seguidores demócratas, Bujarin, Kamenev…? No Trotsky que era tan duro como Stalin, pero para su desgracia un hombre culto…
Mi mirada atenta era una pregunta: ¿Y Valentín Pedro Carrera?
Sanginés se me fue por la anécdota. Carrera es un hombre enamorado de su propia palabra. Puede hablar sin interrupción durante horas. Es indispensable interrumpirlo de vez en cuando. En favor de él. Para que tome aire. Para que beba un trago. Todos sabíamos que este presidente necesitaba interruptores oficiales. Sus presidensuchas nos turnábamos interrumpiéndolo.
—¿Qué pasa? ¿Creen que todo lo que dicen es interesante? ¿O tienen miedo de callar y ceder la palabra? ¿Tienen miedo de ser contradecidos? ¿Qué pasa? —pregunté con intensa ingenuidad.
—Te digo, es un arte saber interrumpir al presidente. La sagacidad de Jericó consiste en jamás interrumpir. Carrera se dio cuenta: —Usted nunca me interrumpe, Jericó. Se lo agradezco. Pero dígame por qué.
Sanginés estaba presente. Jericó, dice, no dijo nada. ¿Por qué Sanginés estaba allí? ¿Qué le diría Jericó a Carrera en ausencia de testigo?
—El presidente es un boquiflojo. Te lo cuento porque me lo dijo. También es dueño de una suerte de indecisión pedante. Quiero decir, no es un indeciso a la Hamlet, que pesa y sopesa opciones. Su indecisión es una suerte de farsa. Es una manera de decir, paradójicamente, tengo el poder para no tomar decisión alguna y decir lo que me viene en gana.
Insisto: la taza de Sanginés estaba vacía.
—Esa fue la argucia de Jericó, ahora me doy cuenta. Supo que Carrera no actuaba por pura vanidad y prepotencia. Entrambas Jericó actuó por él. Carrera no se dio cuenta y si se daba cuenta, le agradecía a Jericó que le quitara de encima una responsabilidad indeseada: la toma de decisiones es la abeja reina del poder; también puede ser su mosca muerta.
¿Qué deseaba el presidente? Lo imposible:
—Denme soluciones fáciles para asuntos difíciles.
—Ça n’existe pas —musitó Sanginés—. La maldad de Jericó…
Levanté las cejas. Sanginés suspiró. Me daba a entender que sabía de qué hablaba, que su voz no era la de un despechado desplazado de los favores del poder. Quería mantenerse como un consejero fiel. Es más: como un ciudadano responsable. Dejó caer, sin desearlo, las cejas. Me acusé de sentimentalismo. Porque mucho le debía a Sanginés. Por mi vieja camaradería con Jericó. Porque era todavía, en comparación, un inocente…
—Piense técnico. Hable agrario. Viva la libertad. Muera la igualdad. Cuente conmigo. No confíe en demasiados consejeros. El mole lo guisa usted, muchas manos estropean la salsa. Mande a sus enemigos a embajadas lejanas. Y a sus amigos también.
Con estas y parecidas razones, Jericó se le fue insinuando al presidente, alarmándolo a veces (“Tiene usted tomado al lobo por las orejas, no puede liberarlo, pero tampoco sujetarlo para siempre”), animándolo otras (“No se preocupe demasiado, la igualdad es lo más desigual que existe”), concluyendo en ocasiones (el clásico navajazo simbólico en la garganta), advirtiéndole en otras (el no menos clásico ojo abierto por el índice derecho sobre el párpado), elaborando justificaciones (“la política puede ser floja, los intereses son siempre duros”). El presidente le dio tareas simples. Lee los periódicos, Jericó. Infórmame. Yo leeré en la noche lo que me parezca importante.
—¿Qué hizo tu compinche? —se expresó con retórica Sanginés—. ¿Qué crees?
Me miró feo. Yo lo miré bendito.
—Seleccionó la prensa. Recortó lo que le convenía cuando le convenía. Noticias de la tranquilidad y felicidad y prosperidad generalizadas bajo el régimen de Valentín Pedro Carrera: un presidente se va aislando más y más y acaba por creer sólo lo que desea creer y lo que sus lacayos le hacen creer…
Lo interrumpí.
—Jericó… Me parece que… es…
—El cortesano cabal, Josué. No te engañes.
—¿Y usted, maestro? —quise joder.
—Te repito: un consejero fiel.
Ándale, ándale, ándale.
—No abras la boca. No digas nada.
Y yo que tenía preparadas mis frases románticas, mis alusiones sentimentales derivadas de un popurrí de boleros musicales, recuerdos de Amado Nervo, diálogos de películas norteamericanas (¿para qué queremos la luna? Tenemos las estrellas), todo fino, ninguna vulgaridad, aunque temiendo que mis buenos modales en la cama la decepcionaran, quizás ella deseaba un trato más brutal, palabras más groseras (eres mi puta, puta, adoro tu coñito apretado), no, no me atreví, sólo frases bonitas y apenas solté, encima de ella, la primera, ella me soltó ese brutal “No abras la boca. No digas nada”.
Procedí en silencio. Culminé censurando mi boca, la boca que no debía abrir obedeciendo la terminante instrucción de la mujer. Y no es que me queje. Me lo dio todo, menos las palabras. Me quedé dudando. ¿Las palabras sobran en el amor? ¿O el amor sin palabras se queda a medias, incompleto en su formulación sentimental? No debía pensar esto. Ella me lo había dado todo. Me lo había permitido todo. Era como si en ella, en este acto, culminaran amoríos a medias con la enfermera Elvira Ríos, atormentados con Lucha Zapata, venales con la puta de la abeja que acabó casada con el papá de Errol Esparza, entambada como asesina presunta de don Nazario y fugada de la cárcel a pesar de la vigilancia (enfermiza, obsesiva, me dije ahora) de Miguel Aparecido.
Asunta Jordán…
Preámbulos del amor, flechas rotas del Cupido que al fin me daba el gran placer de un sexo completo, instintivo y calculado a la vez, exigente y permisivo, natural y artificial, puro y perverso: ¿qué había en el cuerpo provinciano de Asunta Jordán que lo reunía todo en una sola mujer y en un solo acto? Todo lo que he dicho y nada. Nada, en el sentido de que la mujer expresaba las palabras del acto, éste no encontraba la separación verbal que yo (que todo hombre) quiere darle, aunque luego se arrepienta, o se olvide, de las palabras que exclamó, suspiró, gritó al venirse en plenitud.
¿Hacían falta las palabras? ¿Me decía Asunta que el acto se bastaba a sí mismo, que las palabras lo abarataban porque eran inferiores al placer, placebos verbales, derivaciones, sí, del bolero, de la poesía, de la analogía imposible entre el acto y el verbo del amor…?
—No me toques la cara.
No. No. No. Todas las negaciones del momento me aguaban la fiesta aunque la fiesta había sido memorable y yo era un imbécil que no tenía motivo de queja. Algo hacía mal puesto que, satisfecho como un Dios que al amor crea, la prohibición de hablar le restaba plenitud al acto. Yo no tenía razón. Podía ser mudo de nacimiento y gozar a la mujer sin posibilidad de decir palabra. ¿Por qué intentaba verbalizar, darle oración al acto que había culminado sin necesidad de sentencia alguna? ¿Y por qué me prohibió ella de manera tan terminante y severa: “No abras la boca. No digas nada”?
¿Y por qué, silenciado y confuso, quise subsidiar la palabra prohibida con un gesto amatorio y cariñoso? (Las dos cosas no son la misma: amar es pasión, cariño es concesión…) O con buenas maneras, agradecimiento y ¿por qué no?, el breve prólogo de la seducción…
Sabemos que hemos pasado muchas horas juntos, en la oficina, a veces en un café para distraernos de las obligaciones, a menudo en comidas de trabajo, rara vez en cenas sociales, más veces en cocteles donde ella hacía su aparición como parte del poder de Max Monroy, el poder visible, tangible y deseable de ese hombre tan famoso como misterioso: un año en la oficina de Santa Fe y aún no veía, ni por asomo, al mero mero, al jefe, al boss-man, al caïd.
Sabiendo que ella tenía acceso constante a él y que cuanto yo sabía de él lo sabía por ella (y en secreto, por la voz enterada y enterrada de la Antigua Concepción, pero esto no podía repetirlo)… En la oficina, nadie había conocido, en los diez pisos inferiores y los dos superiores, al patrón Max Monroy. Llegué a imaginar que era una ficción creada y mantenida para hacer creer en un poder intocable y mantener la autoridad de la empresa. Lo creería si, de vez en cuando, Asunta no bajase al suelo de los mortales a compartir conmigo algo dicho o hecho por Monroy —su trabajo, referencia constante; sus dichos, con frecuencia; su vida actual, nunca.
Mi relación con Asunta había sido, pues, puramente profesional. Con la excepción de mi aventura en su boudoir, adivinando, tocando y oliendo la ropa íntima de la mujer, cosa que sólo sabíamos yo y la recamarera que me sorprendió en el acto. ¿Se lo había contado la mucama a Asunta o era tan discreta —o temerosa— que se calló la boca? Yo no lo podía saber y no lo podía preguntar. Si Asunta lo sabía, actuó como si lo ignorara y en ambos casos mi excitación sexual aumentaba: si lo sabía, qué excitante era compartir el hecho como secreto. Si no lo sabía, era aún más emocionante poseer orna sensación que me hacía dueño solitario de su ropa interior cuando ésta no cubría el cuerpo de la mujer. Y en todo caso —emoción, entusiasmo—, qué encanto me producía el recuerdo de esos sostenes, calzoncitos, ligas, medias, ordenadas como un pequeño ejército de la libido en sus clasificados cajoncitos.
¿Cómo acercarme a ella, más allá de la cotidiana relación de trabajo? ¿Imaginando su realidad o realizando su imaginación?
Traté de acercarme acercándome a los que trabajaban en el edificio Vasco de Quiroga como si el indeseado origen de la mujer deseada se avivase en el de los empleados por Monroy en el edificio “Utopía”. Como si al conocerlos a ellos viese a una Asunta rebajada, sin poder aún. Como si, en mi desgraciado rencor, desease ver a la mujer expulsada del Olimpo y devuelta al mini-averno del trabajo anónimo.
Reposaba yo, con los brazos cruzados en alto y las manos a guisa de almohada, cuando escuché los pasos en la escalera y los identifiqué con la persona de Jericó. Eran pisadas fantasmales que me devolvían el eco de mi mejor amistad y, acaso, de mis mejores años. Todo lo turbaba (pues la nostalgia no debe durar mucho) la sensación de que Jericó no sólo llegaba al apartamento que antes compartíamos en la calle de Praga, sino que abría la puerta de entrada con la llave que también compartíamos.
Sentí una cierta desazón: yo era el que ahora vivía aquí y de aquí salía a ocuparme en la cárcel de San Juan de Aragón o en las oficinas de Santa Fe. Yo era, por vez primera, el dueño de casa. La llave de Jericó entrando a la cerradura de la puerta era como una violación corporal y espiritual. Entraba como Pedro por su casa. Me decía, desde la introducción, que este espacio requería ruido suyo aunque lo compartiera conmigo, el advenedizo, el convidado de piedra, el Tancredo de la fiesta brava.
—Despierta, Josué —me dijo desde la puerta llevándose una mano a la frente a guisa de saludo seudo-militar.
—Estoy despierto —dije con desgano, mirando de reojo la sombra que avanzaba.
—¿Ya comiste? —persistió y no me permitió contestar—. Porque yo te pregunto, mi cuáis, ¿quién digiere mejor: el que después de un banquete duerme o el que sale a cazar?
Me encogí de hombros. Jericó interrumpía un ensueño dedicado a Asunta, cómo era, cómo podía hacerla yo, ¿me volvería a amar o nuestro encuentro fue sólo un quickie pasajero, informal, sin consecuencias?
Yo rememoraba, consagrándolo, el cuerpo de Asunta y ahora Jericó proseguía con brutalidad anatómica:
—¿Sales a cazar, vienes a dormir? ¿Cómo lo sabes?
Me picó el ombligo y trazó una raya entre mis costillares.
—Abriéndote la panza.
Rio.
—Allí está la prueba.
Me desamodorré. Me senté al filo del camastro. Jericó preparaba café. Tomaba posesión de algo que, me dije con ofensa, nunca había abandonado. Yo era el intruso. Yo era, casi, el ser mostrenco.
—¿Qué quieres? —dije con el afán de molestarlo.
Él no se inmutó:
—Te quiero a ti —me ofreció la taza humeante de brebaje instantáneo.
—¿A saber?
Se lanzó a un discurso que me pareció interminable. ¿Quiénes éramos él y yo? Dos náufragos de la autoridad paterna. Eso es lo que nos hermana. Carecemos de familia. No tuvimos jefe. Fuimos abandonados, liberados, dejados a la deriva.
—Como gustes.
—¿Y?
—Ello nos obliga a conocer nuestros límites internos. Te das cuenta de que la mayor parte de los seres humanos nunca se hacen en serio la pregunta: ¿Quién soy? ¿Cuáles son mis límites? ¿Por qué? Porque la familia y la sociedad les han marcado el sendero y las fronteras. Por aquí, chamaco, no te salgas del caminito, mira tan lejos como quieras, pero no mires ni a la derecha ni a la izquierda. Ojos fijos en el horizonte que te obsequiamos porque pensamos en ti, m’hijito, y queremos lo mejor para ti, no pienses en nada, todo está pensado de antemano, mocosito, es para tu bien, no te desvíes, no te aventures, no te salgas de un destino que no mereces conocer con independencia, ¿por qué, muchacho, si nosotros ya te lo preparamos? Te preparamos el futuro como se hace una cama, aquí las almohadas, acá los cobertores, entra y duerme, nene, no deshagas la cama, mira que nos costó mucho arreglártela y tenértela lista para que duermas tranquilo, duermas y duermas y duermas, pibe, cabrito, nene, chavo, chamaco, sin preocuparte de nada.
Hizo cara de malo y luego soltó una carcajada.
—¡Despierta, Josué, levántate y anda!
Le dije que lo escuchaba. Él no esperaba una palabra mía. Traía su propio discurso y a mí me correspondía oírlo sin chistar.
—Añado: tú y yo no nacimos para mantener un hogar. Ya ves tu vida sexual. De aquí para allá, que una vagabunda, que una puta, que una enfermera, que una secretaria…
—Ya es algo más que tú, llanero de veras solitario —respingué, enojado de que él supiera lo que yo creí que ignoraba.
—No tenemos amigos —dijo él un tanto desconcertado.
—¿Seremos parte de una civilización desaparecida, tú?
—Estamos obligados siempre a reparar las faltas de nuestro destino, cualquiera que haya sido, Josué. Para qué es más que la verdad…
—¿Otro destino? ¿Cómo?
—Juntándonos con la gente. Organizando al pueblo. Dándonos un baño de masas, como las duchas que tú y yo nos dábamos juntos, pero ahora con millones de seres humanos que quieren ser redimidos.
—¿No se redimirían mejor solos?
—No —casi gritó Jericó—. Hace falta la cabeza, el líder…
—El Duce, el Führer —dije con una sonrisa escéptica…
—El país está maduro —aseveró Jericó, se corrigió y volvió a él y a mí.
—Sí, tú, verdad de Dios, tú sólo tú, y yo sólo yo, no nacimos para ser maridos ni padres de familia, ni siquiera amantes fieles. Tú y yo, Josué, nacimos para la libertad, sin ataduras, con el camino despejado para ser y hacer sin darle cuentas a nadie, ¿me entiendes? ¡Somos libres, cuatezón, libres como el aire, la lluvia, el mar, los pájaros!
—Hasta que un cazador te dispare, caes y sirves de cena. Cómo no…
—Riesgos —rio Jericó—, y el aire puede ser turbado por un ciclón, la lluvia ser tormentosa, el mar agitado y el pájaro, con suerte, invicto, volando hacia la libertad.
—Pájaro viejo quieres decir —dije por armonizar con el júbilo de mi viejo compañero. Hasta canté—: Pájaro herido de la madrugada…
—O sea, Josué, ¿crees que tú y yo tenemos una misión especial, ya que nos es vedado el amor, el hogar, el matrimonio?
—Nos bastaría la amistad —murmuré sin ánimo de ofender o, siquiera, de inquirir.
Él pegó con un puño sobre el otro. Era un gesto de acción, de virtud, de energía y de voluntario afán de dirigir. De dirigirme hacia él, de dirigirse hacia mí, también.
Dijo que el país no avanzaba. ¿Por qué? El presidente es un pusilánime. No ha gobernado con energía. Todo lo hicimos a medias. ¿Tú y yo? No. Los que nos gobernaron. Todo a medias, todo mediocre. Nos creímos el rey de todo el mundo porque teníamos petróleo. Lo vendimos caro. Con el dinero, compramos puras baratijas. Un sexenio de lujo. Nos comportamos como nuevos ricos. No había “mañana”. Bajó el precio. Quedaron las deudas. Otro horizonte. El comercio. Un tratado rápido, para engalanar a otro sexenio. Las cosas son libres para moverse. Las personas, no. Muévanse monedas, acciones, objetos. Quédense quietos trabajadores, aunque sean necesarios en los USA. Vengan porque los necesitamos. Pero si vienen, los matamos. Okey? Fair enough? De entonces para acá, sólo tapamos un hoyo antes de que se abra el siguiente. Somos como el holandesito del cuento, con el dedo metido en el hoyo del pólder para evitar la inevitable inundación. Pero nosotros sólo metemos el dedo en nuestro profundo culo. Y huele feo.
Teatral, mi amigo Jericó apartó de un golpe la cortina del cuarto para revelar, desde nuestra periquera, el caos urbano, omnipresente, de la Ciudad de México, la gran pirámide profunda de Cementos Tolteca y Seguros América y Avenidas Cuauhtémoc, la pirámide cuarteada, hundida en el lodo primigenio y asfixiada en el aire secundario, el tráfico atascado, los autobuses repletos, las calles numerosas pero incontables: las colas de trabajadores a las cinco de la mañana para ir a la obra y regresar a las siete de la noche para regresar a las cinco… Seis horas para trabajar. Ocho para trasladarse. La vida.
—¿Te das cuenta? —explotó Jericó y lo vi así, ahora, en mangas de camisa, camisa abierta hasta el ombligo, pecho lampiño reclamando heroicidad de bronce, despojado sutilmente del baby fat, los mofletes infantiles de una cara consumida por el gesto heroico y el brillo intenso de los ojos pálidos.
¿Me daba cuenta?, preguntó retóricamente señalando a lo bajo y a lo lejos, un país de más de cien millones de habitantes que no puede darle trabajo, comida o educación a la mitad de la población, un país que no sabe emplear a los millones de obreros que necesita para construir carreteras, presas, escuelas, viviendas, hospitales, para preservar los bosques, enriquecer los campos, levantar las fábricas, un país donde el hambre, la ignorancia y el desempleo conducen al crimen y una criminalidad que lo invade todo, el policía es criminal, el orden se desintegra, Josué, el político es corrupto, hace agua la trajinera, vivimos en un Xochimilco sin María Candelaria o Lorenzo Rafael o puerquitos que nos salven: los canales se llenan de basura, los ahogó la mugre, el abandono, las espinas, el cadáver del puerquito, los huesos de pollo, los restos de las flores…
Llegó hasta mí pero no me tocó.
—Josué. Este año he recorrido el país de cabo a rabo. El presidente me encargó formar grupos para la celebración de la fiesta. Lo traicioné, Josué. He ido de pueblo en pueblo formando grupos de choque, organizando a los inmigrantes que no encuentran salida, a los campesinos arruinados por el tlc, a la mano de obra descontenta, incitando a todos, mi hermano, al tortuguismo, al boicot, al robo de partes, al autoaccidente, al incendio y al asesinato…
Lo escuchaba con una mezcla de fascinación y horror y si ésta me impelía a alejarlo, aquélla me conducía al abrazo, una mezcla idiota pero explicable de lo que en mí rehusaba y lo que en mí quería. De pueblo en pueblo, repitió, reclutando en entierros, iglesias, bailes, barbacoas…
—Cumpliendo las órdenes del Señor Presidente, ¿tú me entiendes?, preparando los festejos que tanto le importan a él para distraer, para engañar, para taparle el ojo al macho, Josué, sin darse cuenta de que aquí tenemos una fuerza gigantesca de acción, de gente harta, desamparada, desesperada, dispuesta a todo…
Pregunté sin decir nada: ¿A todo?
—A la sumisión y el abandono, porque esa ha sido la regla de los siglos —continuó leyendo la pregunta en mi mirada—. Al engaño festivo, que es lo que quiere el presidente.
—¿Y tú? —alcancé, al cabo, a meter palabra.
No tuve que decir lo que iba a decir.
¿Y tú?
—Si no quieres oír la respuesta, no hagas la pregunta —dijo Jericó.
“No me toques la cara”. “No abras la boca”. “No digas nada”. Todas estas prohibiciones de Asunta agitaban mi imaginación y me recriminaban, preguntándome si sería tan bruto que no me contentase con el sexo de la mujer, exigiendo de ella una palabrería que fuese, apenas, complemento de mi propia “lírica”: las palabras que en mi imaginario sentimental correspondían al amor físico. Sentía en mí una fuente de caballerosidad poética que quisiera acompañar la more bestiarium, la costumbre animal que es el sexo, con una reducción verbal que fuese algo así como el acompañamiento musical de un bolero o la música de fondo de una película… En todo caso, more angelicarum.
Y Asunta me pedía silencio. Cortaba mis palabras y me dejaba perplejo. Yo no sabía si la demanda de silencio era condición de una promesa: cállate y me volverás a ver. O de una condena: cállate porque no me volverás a poseer. ¿Era esta la sublime coquetería de la mujer, la duda que dejándome en vilo me permitía adivinar lo mejor y lo peor, el deleite renovado o el exilio del placer, el cielo con Asunta y el infierno sin ella?
Quise creer que era sujeto lúdico de la bella encantadora, que volvería a su lecho, a su gracia, a su bendición, la noche menos pensada. Que, en cierto modo, ella me pondría a prueba. Que mi virilidad la había seducido para siempre. Que en secreto ella se diría, quiero más, Josué, quiero más, aunque su coquetería (o su discreción) la moviesen a recatarse para convertir la espera en placer no sólo renovado, sino multiplicado… Me bastaba creer esto para armarme de paciencia y, paciente, obtener muchos regalos. El primero, el don de la virtud. Merecía el amor de la mujer porque yo era fiel y sabía, como un caballero antiguo, esperar sin desesperar, velar las armas del sexo, atender con calma el llamado de mi dama. Esta idea del amor casto embargó mi imaginación durante algunos días. Me lancé a la lectura y relectura del Quijote, ante todo, leyendo en voz alta los pasajes de amor y honra a Dulcinea.
Digo que esta manía duró poco tiempo porque mi carne era impaciente y mi corazón menos fuerte de lo que creía, de tal manera que Asunta dejó de ser Dulcinea-Isolda-Eloísa para convertirse en vil fetiche, al grado que su fotografía en la cabecera de mi cama ocupó un lugar cuasi-virginal, y digo “cuasi” porque una que otra noche no resistí la tentación de masturbarme viendo la cara de la mujer (al revés, es cierto, dado que mi puñeta ocurría tendido en la cama y la imagen de Asunta colgaba, vertical, sostenida por una tachuela) y rindiéndome, al cabo, a la alegría solitaria, olvidado de Asunta, recriminándome por mi debilidad aunque repitiendo aquello de “Cosas sabe Onán que desconoce Don Juan”.
¡Don Juan! Amaba la ópera de Mozart aunque me maravillaba que en ella el seductor no seduce a nadie: ni a la esquiva doña Ana, ni a la campesina Zerlina, ni a la antigua amante doña Elvira, empeñada ahora en la venganza.
Despojado de razones y ocasiones literarias, oníricas, onanistas, fetichistas y etcétera, ¿qué me quedaba, le pido al lector, sino volver al ataque, ser valiente, tomar la fortaleza por asalto? O sea, tener la audacia de regresar a media noche al Castillo de la Utopía, al palacio habitado por Asunta en el piso 13, donde un día me había aventurado para contemplar y tocar y olfatear la ropa interior de mi dama, arriesgarme al ridículo de entrar a su recámara y tomarla por la fuerza —o al éxito de ser aceptado porque, señoras y señores, esto era lo que ella en secreto esperaba de mí: la audacia, el riesgo, la osadía, el atrevimiento, todos los sinónimos que ustedes gusten para suplantar y sostener el puro y simple deseo de probar la carne, de dominar el cuerpo de una mujer llamada Asunta.
Tenía, gracias a mi función administrativa en la compañía, llaves maestras. Pude entrar al departamento de Asunta y desplazarme, como un ladrón que antes ha explorado el terreno, hasta la recámara de mi bella. En el camino me fui acostumbrando a la oscuridad, de tal suerte que al llegar al dormitorio me percaté de la ausencia de Asunta. La cama estaba perfectamente arreglada. No existía prueba de que ella hubiese dormido aquí.
Este simple hecho desató en mí una tempestad de celos y suposiciones aberrantes. Si no estaba aquí, ¿dónde podía andar a la una y media de la madrugada? Deseché las explicaciones más obvias. Estaba en una cena. ¿Por qué no me lo había dicho? Porque no tenía obligación alguna de darme a conocer sus ocupaciones sociales. ¿Se habrá ido de vacaciones? Imposible. Yo conocía su agenda mejor que la mía propia. Asunta era una workajólica que no faltaba a un solo minuto de sus horarios de trabajo. Ah, en el baño… Tampoco. Abrí la puerta y vi un espacio seco y limpio, ayuno de humanidad (o sea, de la humanidad que yo anhelaba). Tuve la sensación de la similitud entre un baño desocupado y una morgue. Perdí la razón. Asunta, sin duda, se escondía debajo de la cama para burlarse de mí. Tampoco. Se metió en su clóset porque le gustaba, perversa, oler y sentirse envuelta por las prendas que antes, cuando era una pequeña esposita de provincia, no podía tener. Nada. ¿Detrás de una cortina, escondiéndose de sí misma? Burla.
¿Qué quedaba por explorar? Mi ánimo exaltado, mis celos en vagas oleadas, mis deseos en agitación tempestuosa, mi pérdida de todo sentido común se manifestaban en el movimiento incontrolable de mi cuerpo, el sudor que me corría por el cuello y las axilas, los nervios que se agitaban en los brazos y en las piernas, la sorda excitación de mi sexo, tenso en secreto reposo, reservándose para la gran fiesta del amor que me esperaba, estaba seguro, en algún rincón de esta falsa utopía de la Santa Fe.
—Max Monroy es un hombre fuerte y seguro, Josué. Tanto, que no cierra nunca con llave la puerta de su apartamento, acá arriba en el piso 14.
Yo sabía que en el techo del edificio había un helicóptero en espera de las órdenes de Max y un ala para los servicios y habitaciones de sus cocineras, guardaespaldas, mozos y aviadores. También, repito, sabía que la inmensa confianza en sí mismo (la vanidad del poderoso) mantenía abiertas las puertas de su apartamento, a donde ahora penetré, con la audacia suprema de un deseo que ahuyentaba cualquier sensación de peligro, recorriendo a ciegas lo que supuse era un salón de estar: las pantallas de TV brillaban solitarias en la noche, como si no se resignasen a estar apagadas y siguiesen transmitiendo anuncios comerciales, telenovelas, comentarios políticos, noticias, películas viejas de día y de noche, con una veleidad inocente, y de antemano fracasada, de conocer conclusión.
Dejé de lado el comedor con sus doce asientos. La biblioteca de lomos brillantes. Los cuadros iluminados de Zárraga, Soriano y Zurbarán (los respeté como si fueran un trío de cantantes). Me atreví a llegar a una puerta que anunciaba reposo y aislamiento.
La abrí.
No me hicieron caso.
Lo que oí al abrir la puerta, las palabras de amor de Asunta para Max, los lectores deben imaginarlas…
Monté al helicóptero detrás de Asunta. Ella se acomodó al fondo del aparato, al lado de una sombra llamada Max Monroy. No tuve tiempo de saludar. Tomé asiento junto al piloto cuando las hélices hacían un ruido de huracán y la conversación —incluso la más elemental, los buenos días— se volvía imposible.
El aparato tomó un alarmante vuelo vertical que parecía apuntar al cielo y a la eternidad por un vago instante, previo al vuelo bajo, peligroso y excitante, desigual y cuestionado, que nos llevó de Santa Fe a Los Pinos, las oficinas del señor presidente de la república don Valentín Pedro Carrera, o sea a un espacio desnudo y pavimentado rodeado de edificios chatos y armados y protegido, a la salida, por un jardín de mastines aullantes al grado de que opacaron —y casi le ordenaron silencio— a los motores del helicóptero.
Bajé antes que nadie y vi por primera vez a Max Monroy. Asunta descendió y le ofreció la mano al ser espectral del fondo del aparato, que apareció ante mí como una sombra, quizás porque eso había sido hasta entonces —desde siempre— para mí Max Monroy, de tal manera que su presencia física me impresionó como si me revelase mi propia alma, como si este fantasma, al hacerse corpóreo, me diese una realidad física que, antes, yo desconocía en mí mismo.
Asunta le ofreció el brazo. Monroy lo rechazó con una caballerosidad enérgica, al filo de la grosería. Avanzó por el pavimento sin mirar a nadie pero mirando hacia adelante, como si para él no existieran accidentes terráqueos. Asunta iba a su lado, con una preocupación visible e irritante muy inferior a los cuidados serios —por no decir severos— que me ofreció la enfermera Elvira Ríos. Yo caminaba detrás de la pareja. A todos nos precedía un oficial del ejército —no supe leer su grado—, pero mis ojos eran sólo para Max Monroy, vestido de negro con camisa blanca y una corbata de moño azul con puntos blancos.
Caminaba derecho, sin decir palabra. La cabeza le reposaba en los hombros como una calabaza sobre un labrantío oscuro. No tenía cuello. La ropa le quedaba, al mismo tiempo, demasiado corta y demasiado larga, obligándome a dudar de su estatura. No era alto. No era bajo. Era tan incierto como su atuendo, una ropa que podría parecer despojada de personalidad si no la portase, personalizándola, este preciso ser humano que, por ello, me pareció en ese instante un hombre disfrazado, pero disfrazado de sí mismo, como si avanzase por el escenario del gran teatro del mundo sabiendo que era teatro, mientras los demás creíamos estar en y vivir con la realidad.
Saber que el mundo es teatro y darle la ventaja de saberse realidad aunque sepamos que no lo es… Me pregunto hasta el día de hoy por qué, viendo a Max descender del helicóptero y avanzar por el pavimento de aterrizaje con ese paso firme aunque mortal de un hombre de ochenta y tantos años, no me dieron risa mi propia vestimenta, la de Asunta, la del piloto que permaneció en la pista mirándonos con una sonrisa que quise juzgar escéptica. Y la del guardia presidencial que nos precedía guiándonos. Pues en el cuerpo de Monroy, su manera de estar y avanzar, adiviné la paradoja múltiple de sabernos disfrazados no cuando vamos a un carnaval sino cuando nos trajeamos diariamente para acudir a nuestros trabajos, nuestros amores, nuestras diversiones, nuestros duelos y regocijos. ¿Y al vernos desnudos? ¿No es éste el disfraz primordial, la toga de piel externa que enmascara nuestra dispersión orgánica de cerebro, huesos, vísceras, músculos sueltos como el contenido de una canasta de compras volcada por el piso, si no fuese por el continente corpóreo?
Los mastines ladraban. Al acercarse Max, guardaron un silencio de belfos babeantes, dejaron pasar, retrocedieron. Sin duda, la precedencia del guardia presidencial los domó. No dejó de llamarme la atención, de todas maneras, que Monroy no hubiese, ni por un instante, disminuido su paso o mirado a los canes, avanzando al paso adquirido como si no existiesen obstáculos o peligros. ¿Invento lo que estoy diciendo? ¿Obedece a una realidad y no a mi interpretación de la realidad? ¿Y no era este el dilema que me ponía en las manos Max Monroy: el eterno problema de saber los límites entre realidad y fantasía, o más bien dicho, entre realidad y percepción de la realidad? ¿Era toda realidad una fantasía en la que un hombre como Max Monroy, posesionado del personaje central del drama, asume como verdadera su propia fantasía y nos conduce a los demás a ser fantasmas de un fantasma, reparto secundario del actor estrella de un auto sacramental pomposamente llamado La Vida?
¿Cómo no iba, en este estado anímico, a recordar mi juvenil lectura de Calderón de la Barca y su Gran teatro del mundo?: la humanidad protagonista espera con impaciencia entre bambalinas a que el supremo director de escena, Dios mismo, la invente y le diga: “¡Acción! ¡Sal al escenario!”. Pero como “la humanidad” es una abstracción, lo que hace Dios en verdad es asignarle un papel propio a todas y cada una de sus criaturas —a Max Monroy, a Asunta Jordán, a Jericó, a mí… a todo el extenso reparto de esta novela que bien podría ser un cortometraje de la superproductora Dios, S. A. de R. L.
Un avance. Un anuncio. Pero con una advertencia: la estrella se llama Max Monroy. Los demás son papeles secundarios e incluso, extras. Los que portamos las lanzas. Los del coro. Los del montón.
¿Y quién era, entonces, este hombre que avanzaba entre armas secretas, perros acallados y una escolta mínima: el oficial, Asunta y yo? Si era un hombre disfrazado, ¿era un disfraz la inmensa dignidad con la que, ahora, subía las escaleras de la oficina presidencial, apretaba las quijadas, mantenía cerrada la boca de labios apretados, invisibles, avanzaba y entraba a la oficina del señor presidente, que sólo estaba acompañado por Jericó, no miraba a Jericó y miraba al presidente con ojos profundos y cuando Valentín Pedro Carrera le daba la bienvenida y le tendía la mano, Max Monroy no le devolvía el saludo y cuando el presidente nos invitaba a tomar asiento y él mismo lo hacía, Max Monroy lo miraba con esa mirada profunda llena de recuerdos y previsiones?
—Siga de pie, señor presidente.
Si Carrera se desconcertó, lo ocultó muy bien.
—Como guste. ¿Prefiere hablar de pie?
Monroy se acomodó en la silla.
—No. Yo sentado. Usted de pie, señor.
Nos miramos entre nosotros un instante. Jericó a mí y yo a él. Asunta al presidente y éste a Monroy. Max a nadie. Y no como prueba de un orgullo aplastante sino, todo lo contrario, como si le doliese ver y ser visto, obligándome a entender, en ese momento, por qué no se dejaba ver nunca. Le dolían las miradas. Lo hería ver y ser visto. Su reino era el de la ausencia. Y sin embargo, esta era la paradoja mayor, su negocio era la visión, la sonoridad, el espectáculo: vivía de lo que él no era; de lo que, acaso, a él le repugnaba.
Perdí por un momento la noción de lo que ocurría. Monroy humillaba al presidente de la república y éste, como única respuesta, se mantenía de pie ante un Monroy sentado y le ordenaba al oficial que nos trajo hasta aquí:
—Puede retirarse, capitán.
Dejando atrás la relación fraternal con Jericó, un doble movimiento me impulsó hacia adelante y hacia el pasado.
Hacia adelante, mi contacto, asaz fugaz, con los otros trabajadores de la oficina de Max Monroy. Como yo había crecido en el aislamiento proveedor de la casa de Berlín, sin más compañía que la severa María Egipciaca y sin más amistades que las de la escuela —Errol y Jericó—, mi roce con otros jóvenes había sido, para no decir inexistente, apenas esporádico. No sé, lectores alertas, si al ejercer el derecho del narrador —amable autoritario— de seleccionar las escenas estelares de mi vida he dejado en un limbo novelesco a las demás personas que me han rodeado en las escuelas, en las oficinas, en las calles.
Ya he contado los afanes que me llevaron, en un momento dado, de la casa de Berlín al apartamento de Praga a la cárcel de San Juan de Aragón a la Cerrada de Chimalpopoca y a la oficina de Max Monroy. Mas como en ésta llevaba ya casi dos años (y aunque mi relación primordial era con Asunta Jordán y, a través de ella, con un Max Monroy que asumía en mi imaginación los ropajes brumosos del fantasma), no podía dejar de observar, aunque en grados inferiores a lo que aquí llevo dicho, a mis compañeros de trabajo y convivir con ellos.
Aquí debo indicar que mis desvelos y preocupaciones, enigmas y humillaciones buscaron salida a dos niveles muy distintos. Mejor dicho: contrapuestos.
Llevaba un tiempo congraciándome con los compañeros de labores. Recuerden por favor que Jericó y yo fuimos criados en una suerte de invernadero, con escaso contacto fuera de la casa de Berlín y con mi celadora María Egipciaca yo y en el encierro de la periquera de Praga, él. Y esto no sucedió debido a un plan predeterminado, sino de manera natural. Ya he contado cómo, en la escuela, Jericó y yo gravitamos el uno hacia el otro con exclusión de la “alegre muchachada”, más interesada en los deportes, las bromas pesadas y, en todo caso, la ley del hogar, que Jericó y yo, pronto hermanados por la curiosidad intelectual y el magisterio de Filopáter. Éramos más amigos de Nietzsche y de Santo Tomás que del Pecas y el Trompas, y el contacto con los demás profesores sólo ocurría a la hora de clase o cuando el inocente perverso Soler nos pesaba los cojones antes del deporte.
Errol Esparza había sido nuestro único contacto con una vida familiar que, a juzgar por la suya, era mejor no tener. Vivir domésticamente, como lo hacía Errol con don Nazario y doña Estrellita, era un himno a los beneficios de la orfandad. Aunque ser huérfano sea un desamparo, a la expectativa de recobrar a los padres perdidos, o una costumbre resignada de no volverlos a ver.
No sé si estas ideas cruzaron por las cabezas de quienes un día se compararon a Cástor y Pólux, los vástagos míticos de una reina y un cisne. Yo perdí de vista a Jericó durante años y aún no sé a ciencia cierta dónde vivió y qué hizo, pues sus recuerdos del tiempo en Francia eran, a todas luces, ilusorios: no había Ciudad Luz en su relato, sino como referencia tan literaria y cinematográfica que el contraste resultaba evidente con las referencias norteamericanas de su cultura. El Baedecker de Jericó llegaba hasta los Estados Unidos y no cruzaba el Atlántico. Arribé, digo, a esta conclusión, pero jamás la quise poner a prueba directamente. Como ya he dicho, no le pregunté nada a Jericó para que Jericó no me preguntara nada a mí.
Y a mí, en cambio, me había sucedido mucho. Lucha Zapata y la casita de la colonia de los Doctores. Miguel Aparecido y la penitenciaría de San Juan de Aragón. Me daba cuenta de que toda esta experiencia resultaba poco común. Lucha era una mujer extraviada y débil en tanto que Miguel y la población de la cárcel eran, por definición, seres marginales y excéntricos. De allí mi decisión de frecuentar, piso por piso, oficina por oficina, a los empleados del edificio de la Plaza Vasco de Quiroga en la zona de Santa Fe, sede del imperio de Max Monroy: ¿quiénes eran los demás?
Era difícil clasificarlos. Con excepción de los arquitectos, que por lo general provenían de familias con recursos y a veces con prosapia. La carrera daba albergue a muchos vástagos de viejas familias medio feudalonas del siglo XIX, desaparecidas con la revolución y ansiosas de recuperar su perdida estatura resignándose a que sus hijos y sus nietos siguieran una carrera “para gente decente” como era vista la arquitectura. Nótese que las casas de playa, campo y ciudad de los ricos nuevos fueron obra de arquitectos hijos de ricos viejos (o nuevos pobres). Los alojados en las oficinas de Monroy no eran excepción. Sus sastres los habían adornado con cortes elegantes, sus camisas eran discretas, rara vez blancas, sus corbatas de marca extranjera, sus zapatos mocasines italianos, sus cortes de pelo a la navaja.
Eran la excepción. Los abogados de la compañía, los contadores, las secretarias, eran hijos de otros abogados, contadores o secretarias, pero su variedad me fascinaba: los frecuenté para saber y asombrarme de la movilidad de ascenso de la que podía aprovecharse una parte de nuestra sociedad. Tomando el café, pidiendo un favor, recibiendo una información, recorriendo como un abejorro el panal del edificio Utopía, conocí al hijo del tendero, del zapatero, del mecánico y del dentista, a la hija de la costurera, la recepcionista y la empleada del salón de belleza y otra vez a los hijos de empleados de Sears, de burócratas menores y de vendedores ambulantes. Vástagos de la Ford, de Volkswagen de México, de los ceranoquistes de Guanajuato, de Millenium Perisur, de agencias de turismo y hospitales, armados de relojes Nivada y zapatos Gucci, de camisas Arrow y corbatas Ferragamo, manejando sus Toyotas comprados con abonos de tres mil pesos, llevándose de vacaciones a su familia en una minivan Odyssey, aprovechando el crédito de Scotiabank, celebrando las ocasiones festivas con una canasta de importaciones de La Europea, eran hombres y mujeres de todos los tamaños: altos y bajos, gordos y flacos, rubios, morenos, prietos y retintos, nadie de menos de veinticinco o mayor de cincuenta: una bancada joven, moderna, acicalada, empotrada en la vida social del capitalismo nacional (y a veces neocolonial y a menudo globalizado), dotados de buenas maneras por lo general, aunque a veces las chicas mostraban cierta vulgaridad chicletera de media calada y tacón alto (como mi nunca bien ponderada Ensenada de Ensenada de Ensenada), siendo la mayor parte de ellas de porte profesional, trajes sastre y peinados severos, como remedando el modelo de la principal Señora de la Empresa, Asunta Jordán. Y ellos, por lo general, corteses, bien hablados y hasta relamidos en su innata amabilidad, aunque apenas se veían entre hombres revertían al lenguaje grueso que certifica la amistad entre machos mexicanos (a fin, entre otras cosas, de disipar cualquier sospecha de homosexualidad, sobre todo en un país donde el saludo entre hombres consiste en abrazarse, acto insólito en un gringo y repelente para un inglés).
Digamos pues que en los doce pisos que me eran permitidos en el edificio Utopía yo trataba de ser modelo de circunspección, trato afable, ausencia de familiaridades, nada de canchanchanerías, piquetes en el ombligo o guiños léperos. En cambio, mi alma sentimental, dolida por el desdén de Asunta, buscaba lo más bajo, lo más falsamente compensatorio: el regreso al burdel de mi adolescencia, pero esta vez sólo para engolfarme y enfangarme hasta las orejas: este fue mi movimiento hacia el pasado a la casa de Hetara donde, de adolescente, me llevó por vez primera Jericó y donde forniqué con la mujer de la abeja en la nalga que un día reapareció como segunda señora de Esparza y luego como amante y socia del pandillero Maxi Batalla, para acabar entambada y luego fugada. ¿Dónde andarían ahora, ella y el Mariachi? ¿Qué sorpresas nos preparaban?
He dejado para el final mi reflexión más elogiosa de Max Monroy y su empresa. Lo digo para limpiarme de mis pecados y reaparecer ante ustedes bajo la luz de la dignidad. Muchos excelentes jóvenes mexicanos becarios se formaron en universidades extranjeras. Acuden a centros de estudios como Harvard, el MIT, Oxford y Cambridge, La Sorbona y Caltech. Se arman de un conocimiento científico formidable. Regresan a México y no encuentran ocupación. Las grandes empresas nacionales importan tecnología. No la generan. Los muchachos formados en Europa y Estados Unidos no encuentran empleo o se regresan al extranjero.
Debo abonarle a Max Monroy —para darles una versión lo más completa posible de lo que vi e hice en su empresa— que haya retenido a los jóvenes científicos y matemáticos de formación foránea en México. Monroy se dio cuenta de una cosa: si no generamos tecnología y ciencia, seremos siempre el furgón de cola de la civilización. Puso a la cabeza del equipo técnico-científico a Salvador Venegas, egresado de Oxford, y a José Bernardo Rosas, alumno de Cambridge, en tanto que a Rodrigo Aguilar, que estudió en la London School of Economics, le dio la coordinación de la planta dedicada no sólo a reunir y a aplicar tecnologías, sino a inventarlas.
El equipo de la empresa se guio por una norma: darle más importancia a la investigación que a la innovación. Venegas, Rosas y Aguilar se propusieron dar el salto informativo de la computación y la comunicación basado en la teoría cuántica de Max Planck. La unidad de todas las cosas se llama energía. La prueba de la energía es la luz. La luz se emite en cantidades discretas. A partir de esta teoría (la ciencia es una hipótesis no comprobada o negada por los hechos; la literatura es un hecho que se comprueba sin tener que probar nada, me dije), los jóvenes científicos aplican el pensamiento a la práctica, perfeccionando un simputer de bolsillo capaz de convertir inmediatamente el texto en palabra y así darle acceso a la información a la población rural y analfabeta de México, de acuerdo a lo exclamado por Ortega y Gasset al entrevistarse con un campesino andaluz: “¡Qué culto es este analfabeta!”. Recortar las distancias entre vanguardias y retaguardias económicas. Atacar el monopolio del saber por una élite. Menos estatismo burocrático. Menos capitalismo antisocial. Más organización comunitaria. Menos distancia entre el espacio económico, la voluntad popular y el control político. Llevarle tecnología al mundo agrario. Darles armas a los pobres. El libro de Julieta Campos, ¿Qué hacemos con los pobres?, era algo así como el evangelio de los intelectuales que trabajaban en el edificio de Utopía.
—¿Cuál fue la orden de marcha que nos dieron? —se preguntó Aguilar—. Activar las iniciativas ciudadanas.
—Los municipios. Las soluciones locales a problemas locales —añadió Rosas.
—La cooperación de los universitarios urbanos con el interior rural —prosiguió Aguilar.
—Poner fin al nepotismo, el patrimonialismo, el favoritismo que han sido las plagas de nuestra vida nacional —añadió Venegas.
El joven científico moreno, concentrado, serio, brillante, concluyó:
—O creamos un modelo de crecimiento ordenado con autonomía local. O fatalmente ahondamos la división entre los dos Méxicos. El que crece, se enriquece y se diversifica. Y el que se queda atrás, se queda igual a sí mismo desde hace siglos, resignado a veces, rebelde otras, desilusionado siempre…
Miré hacia la extensa serie de edificios que, al lado de la Plaza Vasco de Quiroga, continuaban el poder de Max Monroy, el panal horizontal de laboratorios, fábricas, talleres, hospitales, garages, oficinas y estacionamientos subterráneos.
Pensé de nuevo que aquí estableció Vasco de Quiroga la Utopía de Tomás Moro en la Nueva España en 1532 a fin de procurarles asilo a los indios, los huérfanos, los enfermos y los ancianos, sólo para dar paso, más tarde, a una fábrica de pólvora, a un basurero municipal y, ahora, a la Utopía moderna de los negocios: el reino de Max Monroy, largo, alto, vidrioso… ¿a prueba de terremotos? Los volcanes vecinos parecían, a un tiempo, amenazar y proteger.
El lector perdonará mi morosidad narrativa. Si me detengo en estas personas y en estas consideraciones es porque necesitamos —ustedes y yo— un contraste —¿positivo?— con los dramas voluntaristas, los falsos cariños y las pétreas posiciones que se sucedieron en los meses posteriores a este, mi año y meses de virtud y fortuna en el seno de la pequeña comunidad de trabajo de la Plaza Vasco de Quiroga.
De lo cual les doy cuenta enseguida.
Quise interrumpir el relato del encuentro de Max Monroy con el presidente Valentín Pedro Carrera en el despacho de Los Pinos no por razones de suspense narrativo sino para situarme a mí mismo dentro de eso que José Gorostiza llama el sitio de la epidermis: “lleno de mí, sitiado en mi epidermis por un Dios inasible que me ahoga…”.
El Dios que me ahogaba era, al final de cuentas, yo mismo. Ahora, sin embargo, asistía a un duelo de divinidades, el ser supremo de la política nacional y la deidad cívica de la empresa privada. Ya conté cómo llegó Max Monroy a la oficina del presidente y cómo le ordenó al jefe de la nación permanecer de pie mientras Monroy ocupaba una silla tiesa y se sentaba en ella más tieso que la misma silla. Ya vimos cómo el presidente siguió de pie y le pidió al edecán que se retirara.
—Tome asiento —le dijo Carrera a Monroy.
—Yo sí. Usted no —replicó Monroy.
—¿Perdón?
—No se trata de perdonar.
—¿Perdón?
—Se trata de oírme con atención. De pie.
—¿De qué?
—Usted de pie, señor presidente.
Desconocía las razones —viejas deudas, lealtades asimismo antiguas, diferencia de edades, poderes disímiles, complejos inconfesables, yo no sé— por las que el presidente de la república obedecía el mandato de tenerse de pie ante un Max Monroy sentado. Los demás —Asunta, Jericó y yo— permanecimos también de pie mientras Monroy se dirigía al jefe del Estado.
—Más vale que aclaremos las paradas de una vez, señor presidente…
—Cómo no, Monroy. Yo ya estaba parado —dijo con su peculiar humor Carrera.
—Pues ojalá no se caiga al suelo.
—Estaría a sus pies…
—No soy una dama, presidente. Ni siquiera soy un caballero.
—¿Entonces, es…?
—Un rival.
—¿De amores? —dijo Carrera con un tono sarcástico y hasta vengativo, aunque sin mirar a Asunta, mientras Jericó y yo nos observábamos el uno al otro, incierto yo en cuanto a mi función en esta telenovela, ensimismado y hasta cínico —no es contradicción— Jericó en la suya.
Testigos ambos. De la escena y, acaso, de nuestras propias vidas.
—¿Sabes, presidente? Tomó siglos pasar del buey al caballo y otro largo tiempo librar al caballo del yugo y de la correa en el pecho, que lo ahogaba.
¿Se relamió Monroy, cerró los ojos?
—Sólo a principios del último milenio antes de Cristo, allá por el novecientos, se inventó el collar del caballo, liberando a la bestia del dolor y multiplicando su fuerza.
—¿Y? —metió la cuchara un presidente que estaba perplejo o pretendía estarlo detrás de una máscara de seriedad.
—Y que estamos en el punto de quedarnos con el buey o pasar al caballo y enseguida decidir si al caballo lo vamos a maltratar ahogándolo con una correa en el pecho o liberándolo gracias a un collar.
—¿Y?
—Usted ha de pensar, como lo han pensado siempre las élites políticas mexicanas, que la habilidad al cabo se mide con un signo de pesos, con la conclusión de que los ricos son ricos porque son mejores y los pobres son pobres porque son peores.
—Rico lo será usted, Monroy —casi se carcajeó el presidente.
—Soy un rico de antaño —lo interrumpió Monroy—. Tú eres un nuevo rico, presidente.
—Como lo fue tu familia al principio —empezó a defenderse Carrera.
—Lee mejor mi biografía. Renuncié a empezar desde arriba estando arriba. Empecé desde abajo estando arriba. ¿Me entiendes?
—Procuro, don Max.
—Quiero decir que la habilidad no se mide por la cuenta de banco.
—¿Y?
—Del buey al caballo te digo, y del caballo con yugo al corcel liberado.
—Aclárese, se lo ruego.
—Que tú con tus celebraciones quieres que sigamos en la edad del buey porque nos tratas como bueyes, Valentín Pedro. Crees que con ferias de pueblo vas a aplazar el descontento y peor aún, nos vas a traer felicidad. ¿Lo crees de veras? ¿Verdad de Dios?
La mirada frigorífica de Max Monroy pasó como un rayo de Carrera a Jericó. Éste trató de mantenerle la mirada al magnate. Enseguida la bajó. ¿Cómo se mira a un tigre que a su vez nos está mirando?
—Todos somos responsables del malestar social —aventuró Carrera—. Pero nuestras soluciones se oponen. ¿Cuál es la suya, Monroy?
—Comunicar al pueblo.
—Muy lírico —sonrió el presidente, apoyando el cuerpo contra el filo de mesa casi como un desafío.
—Si no lo entiendes serás no sólo tonto, sino perverso. Porque tu solución, divertir es gobernar, sólo aplaza el bienestar y perpetúa la pobreza. La maldición de México ha sido que con diez, con veinte, con setenta o con cien millones de habitantes, la mitad vive siempre en la pobreza.
—Qué quieres, somos conejos —insistió Carrera en su ironía, como si a golpes de sarcasmo pudiese detener a Max Monroy—. Distribuye condones, pues’n.
—No, presidente. Dejamos de ser agrarios hace apenas medio siglo. Fuimos industriales perdiendo el tiempo como si pudiésemos competir con Estados Unidos o Europa o Japón. Nos quedamos atrás en la revolución tecnológica y si estoy aquí hablándote fuerte es porque no quiero, al final de mi vida, que también a este banquete lleguemos tarde, a la hora del postre, o nunca…
Suspiró con cinismo el presidente.
—A aburrir se ha dicho… ¡La gente quiere distracción, mi querido Max!
—No —respondió con energía Monroy—. A informar se ha dicho. Tú has escogido la verbena nacional, el jaripeo, los gallos, los mariachis, el papel picado, los globos y los puestos de fritangas para divertir y adormecer. Yo he escogido la información para liberar. Es lo que vengo a decirte. Mi propósito es que cada ciudadano de México cuente con un aparatito, sólo un aparato del tamaño de una mano que lo eduque, lo oriente, lo comunique con los demás ciudadanos, le ayude a conocer los problemas y a resolverlos solo o con ayuda, pero a resolverlos por fin. Cómo se siembra mejor. Cómo se cosecha. Qué útiles se requieren. Con qué compañeros se cuenta. Con cuánto crédito. Dónde se consigue. Cuáles son las plazas. Campesinos. Indígenas. Obreros y empleados, oficinistas, burócratas, técnicos, profesionistas, administradores, profesores, alumnos, periodistas, quiero que todos se comuniquen entre sí, señor presidente, quiero que cada uno sepa cuáles son sus intereses y cómo coinciden con los intereses de los demás, cómo actuar a partir de esos intereses propios y de la sociedad y no quedarse para siempre varados en la fiesta ridícula que usted les ofrece, el eterno jarabe de pico tapatío.
Creo que Monroy tomó aire. Lo tomé yo, desde luego.
—He venido aquí a advertírselo. Por eso vine en persona. No quiero que te enteres de lo que hago por terceras personas, por los periódicos, por el chisme mal intencionado. Estoy aquí para darte la cara, presidente. Para que no te engañes. Vamos a defender no sólo intereses opuestos sino prácticas antagónicas. A ver con quiénes cuentas: yo ya tengo a los míos. Voy a ver que un número cada vez mayor de mexicanos tenga en la mano ese aparatito que lo defienda y lo comunique para actuar con libertad y en beneficio propio y no de una élite política…
—O económica —dijo con una sorna cabreada Valentín Pedro Carrera.
—Ninguna élite sobrevive si no se adapta al cambio, señor presidente. No sea usted el jefe de un reino de momias.
Si Carrera miró con sorna al desafiante octogenario que se puso de pie desdeñando la mano de Asunta, se inclinó ante Carrera y se fue a la puerta, Monroy no se enteró porque ya le daba la espalda al presidente.
No negaré que la difidencia de Asunta —su desinterés, su falta de confianza amorosa— era peor que su indiferencia —ni cariño ni rechazo hacia mi persona—. Nuestra relación, después de todo lo que he narrado, volvió a un cauce frío y profesional, semejante a un río que se congela pero no se desborda. ¿Corre el agua debajo de la corteza de hielo? Habiendo escuchado las soeces palabras de amor con que Asunta le daba gusto a Max Monroy, no sólo supe que yo jamás podría aspirar a esa “melodía”, sino que haberla oído me privaba para siempre de mi estúpida ilusión romántica. Asunta jamás sería mía for sentimental reasons, como decía un viejo foxtrot que a veces canturreaba, sin razón aparente, Jericó mientras se rasuraba.
Descontado el amor con Asunta, atestiguada su grosería sexual en el lecho de Max, mi espíritu se llenó de una especie de inconformidad malherida. Sabía lo que quería y ahora sólo reconocía lo que hubiera querido. Y ambos se resolvían en una rotunda negación de mis ilusiones. Ni Elvira, ni Lucha, ni al cabo Asunta que me redimiesen de amores perdidos y me abrieran un horizonte de razonable permanencia, pues por más tenorios que nos juzguemos, ¿no aspiramos a una relación permanente, fructífera, con una sola mujer? ¿Qué busca Don Juan en el fondo sino mujer constante, el abrigo de la ternura, la paz a largo plazo?
Que yo haya pensado que Asunta Jordán era esa mujer es la prueba mayor de mi candidez. Yo sé que en mí hay mucho de cándido y si el subtítulo de Voltaire es “el optimismo”, yo debo calificar mis propias grandes esperanzas con la experiencia de las ilusiones perdidas.
¿Qué nos lleva de la pérdida de la ilusión amorosa a la recompensa carnal prostibularia? No sé contestar si antes no dejo testimonio de un hundimiento mío en el placer sexual de la famosa casa de La Hetara, donde Jericó y yo nos cogimos juntos a la puta de la abeja en la nalga que acabó siendo la maldita viuda de Nazario Esparza, madrastra de Errol y cabeza de la banda de criminales del Mariachi Maxi. Pueden ustedes, lectores pacíficos, imaginar que mi roce con esos espectros, demasiado sólidos, del mal me llevó de vuelta al burdel de la calle de Durango a explorar la tierra como en el mandato bíblico, pero también a explorar el cuerpo, superando la cobardía y los desmayos del corazón, bajo el techo de la misericordia sexual que todo lo da sin pedir nada.
Soy La Bebota, cara de ángel, pechos de miel, besos calientes, ardiente sexo anal, soy La Fimia, doy masajes en camilla, soy chiquitita y zarpada, te como a besos, tengo colita pomposa, soy La Emperatriz, me vale todo, no te arrepentirás, la mejor cola, pídeme lo que quieras, oral sin globito, nivel VIP, soy La Choli, muñequita sexi, lomazo infernal, misionerita con garganta profunda, soy La Reina, te levanto las energías, soy ardiente y dominante, conmigo se vale todo, soy impactante, atrévete a conocerme, muera la timidez, te doy colita, ablándate sin miedo, soy La Lesbia, mojadita y zarpada, no busques más, monada, no tengo límites en la cama, soy Emérita, ya volví con mis medallotas, logras todo con mi sexo grupal, fantasías, sumérgete en mis pechos y goza sin límites, soy La Faria, soy sólo para exigentes, no doy besos en la boca porque pierdo la cabeza, soy La Malavida, diosa total, cambio roles, doble penetración y me llamo Olalla, soy muñeca rubia, calentona y multiorgásmica, por la cola todo se vale, soy La Pancho Villa, por mis pistolas, amor entre cactos, te desafío al placer extremo: fusílame, cariño, soy La Lucyana, auténtica colegiala, cojo con uniforme, ya tengo nostalgia de ti, macho, soy La Ninón, nueva en la capital, colita parada, lujuriosa, adicta a ti, soy La Covadonga, devuélveme la virginidad a ver si puedes, sólo admito hombres exigentes, ¿eres tú?
¿Era yo?
¿Podía cerrar los ojos y ver a Asunta?
¿Podía abrir los ojos y sentir su ausencia?
La Pancho Villa me advirtió:
—Todas estas vienen del Río de la Plata. Argentina exporta toda clase de pieles. Sólo yo soy de petate. Ven a buscarlo. ¡Ah! El sexo nos acompaña y no nos cede el paso.