Cuéntase que un hombre llegó al infierno y fue recibido por una rubia azafata de minifalda y gorrito azul con el lema Welcome to Hell. La azafata condujo al recién llegado a una suite de lujo con cama king-size, baño de mármol, jacuzzi y una guardarropía de verano para la noche y el día, con etiquetas de Madison Avenue, la Calle Serrano y la Via Condotti y zapatos de charol, sandalias y mocasines de lujo. De allí, el recién llegado fue conducido a un área de recreo con bar abierto y restoranes de cinco estrellas junto a una playa tropical plantada de palmeras, rebosante de cocotales y con servicio de toallas.

—Yo esperaba otra cosa —dijo el recién llegado.

La azafata sonrió y lo condujo a un sitio escondido en la espesura donde se encontraba una pesada puerta de fierro que la muchacha levantó, dejando escapar una llamarada atroz y la visión de un lago de fuego donde miles de seres desnudos se retorcían atormentados por diablos colorados, con colas puntiagudas, que se mofaban de los condenados, pinchándoles con tridentes y recordándoles que esta cárcel era eterna, sin remisión posible: el lago, la oscuridad, el sitio del “dolor y los dientes crujientes” (Mateo 25:30), el espacio del “fuego insaciable” (Marcos 9:43). El que entra aquí no sale, pese a las teorías heréticas de una redención final de las almas gracias a la misericordia universal de Dios. Pues si Dios es la caridad infinita, al cabo tiene que perdonar a Lucifer y liberar a las almas condenadas al infierno. Anatema, anatema sea. Al diablo quien crea en la misericordia de Dios.

Este es el infierno para católicos, dijo la azafata cerrando la puerta de metal.

No es cierto.

Yo, que estoy muerto, lo afirmo.

¿Qué sucede, entonces? Ustedes, lectores capturados en las redes de mi intriga novelesca, tendrán que esperar hasta la última página para saberlo. Yo, Josué, que vivo en otra dimensión, puedo continuar la historia suspendida y pedir la ayuda de uno de mis nuevos amigos, Ezequiel, a quien encontré jugando a la baraja española en un lugar cuyo nombre he olvidado y que de plano no es de este mundo. Le pedí que pasara del solitario al tute, accedió, perdió y yo le pedí en pago (ya que no circulan dólares, euros o libras allí) que me prestara unas alas para sobrevolar al mundo y así proseguir mi relato interrumpido.

Ezequiel, que es un cuate a todo trapo (buena gente, sí, pero también envuelto en togas, o sea sábanas con grecas como las que usa James Purefoy en la serie de televisión Roma) me pidió acompañarme porque, me dijo, su territorio había sido la antigua Jerusalén y jamás había trascendido las fronteras de Moab, Filistia, Tivia y Sidón, enemigos todos de Israel, y los desiertos que conducen a Riblá, ciudad que Yavé prometió exterminar para demostrar quién era el mero mero en el Antiguo Testamento (en el Nuevo, Jesucristo es la superestrella).

Claro, deseaba conocer la Ciudad de México, un sitio que las crónicas más antiguas no mencionan, aunque en materia de leyendas todas acaban pareciéndose entre sí: las ciudades se fundan, se expanden, crecen, culminan y decaen porque no fueron fieles a la promesa de su creación, porque se agotan en batallas perdidas de antemano, porque el caballo no fue herrado a tiempo, porque murió la abeja reina y con ella pereció su casta de zánganos… Porque voló la mosca.

Sí, le dije a mi nuevo amigo el profeta Ezequiel, yo te voy a llevar a una ciudad que se empeña en destruirse a sí misma y no lo logra. Cambia mucho pero no muere nunca. Su fundación es peculiar: una laguna (que ya se secó), una roca (que se convirtió en barrio residencial), un nopal (que sirve para cocinar capeados y rellenos), un águila (especie en extinción) y una serpiente (lo único que sobrevive).

No lo hubiera dicho. Ezequiel exclamó que la serpiente era la protagonista del paraíso, la estrella del Edén, el reptil más histórico de la historia, hay dos mil setecientas especies de serpientes que se reúnen, para simplificar las cosas, en diez grupos familiares, se arrastran pero escucha, Josué, ¿me oyes?, la serpiente es un animal que oye, tiene aperturas auriculares, tambores, tímpanos, caracoles que cantan y recogen la vibración de la tierra: saben cuándo va a temblar, cuentan las paletadas de los entierros, soportan que las cubran con supercarreteras de asfalto, sobreviven a todo y nos esperan parpadeantes, con ojos de vidrio. Con la lengua, las muy cabronas, no saborean: detectan olores, las culebras tienen el olfato, Josué, en la lengua, se lo tragan todo porque pueden extender la mandíbula inferior y capturar a un águila, sí, vengarse del animal volador con la astucia criminal del animal arrastrado.

Ezequiel me miró entre divertido y asustado.

—Tienen doble sexo. Hermipenes, los llaman.

No reí. Se impacientó.

—¿Para qué soy bueno?

—Para volar, profeta.

Le mostré —así, con la mano alzada y las cartas desplegadas— mi baraja ganadora: póker de ángeles, cuatro ángeles, cuatro rostros, cuatro alas, caras de hombre, de león, de toro, de águila y las cuatro alas con sus cuatro rostros unidos entre sí como en un nervioso abanico dispuesto a escapar de mis manos, levantando el vuelo con Ezequiel agarrado a mis talones, descubriendo que las maravillosas alas de la baraja no sólo tenían rostros, sino manos de hombre para abrir el cielo (que es una constelación de ojos, por si no lo saben) y dejarnos llevar por un viento tempestuoso hasta sobrevolar un valle ahogado en brumas de gas tatemado, cercado de montañas erosionadas. Sitio difícil de distinguir aunque lo conocía de sobra. Un ruidoso receptáculo de flechas encendidas llamando desde el cielo encapotado que perforamos con nuestras alas. Ezequiel y yo, el profeta cada vez más animado, en su elemento, un cojuelo demonio bíblico capaz, lo adiviné, de levantar los techos del pastelón podrido de México Distrito Federal Titlán de Tenoch Palacios ciudad de los sitiada City Das Kapital de la Pública Res, Toro Encerrado, escuchando la voz de trueno del poco optimista profeta Ezequiel, sepárate de la apariencia de tu ciudad,

ve más allá del rostro, Josué,

escarba en la tierra, hijo mío,

llega al sitio perdido,

escarba hasta encontrar el sucio santuario,

siéntate encima de los alacranes,

cocina el pan impuro sobre los excrementos,

entra al santuario profanado por el hombre,

la pobreza, la peste y la violencia,

observa la desolación de los templos,

mira los cadáveres arrojados al pie de los ídolos,

toma, Josué, toma el rollo de papel,

come el papel

para contar las historias de las casas rebeldes

soporta sus faltas

profetiza conmigo contra las tribus encabronadas de México

deja de ser enemigo de tu propia persona

por un momento, detente

te pondrán obstáculos

espera

tu espíritu se subleva

ellos se ponen en guardia

tú aguanta, Josué

clausura la memoria del burdel de la Hetara

(Durango entre Sonora y la Plaza Miravalle)

cierra los ojos a la miseria de la casa de Esparza

(somewhere entre Coapa y Culhuacán)

olvida para siempre la casa de María Egipciaca

(Berlín entre Hamburgo y Marsella)

olvida la soledad de la casa de Lucha Zapata

(Chimalpopoca al sur de Río de la Loza)

olvida las faltas de la casa grande de Aragón

(debajo del Río Consulado)

prevé las faltas de la casa de Monroy

(Santa Fe de los Remedios)

y sobre todo, Josué, absuelve las faltas de la juventud de Jericó…

(Praga entre Reforma y Hamburgo).

Llevado por su pasión profética (en él profesional e innata) Ezequiel exclamó, son casas rebeldes, sentadas sobre alacranes, son tronos de pólvora, te pondrán obstáculos, tú ponte en guardia, tú soporta la falta de la ciudad, tú no anticipes la ruina y el oprobio, antes vive y deja vivir pero un día hazles conocer las abominaciones de sus padres, los nombres de las turbas, saca tu rollo de papel y escribe, Josué…

Ezequiel me agarró del cogote y luego me soltó al vacío.

Caí de cara.

Oí su voz: Enciérrate en tu casa.

Pensé: Te voy a desobedecer, profeta.

No lo pude decir porque mi lengua estaba sellada contra el paladar.

Luego escuché el ruido de las alas, el gran rumor que se alejaba a mis espaldas, y aunque estaba postrado, sentí que algo llamado a sí mismo el espíritu me penetraba a medida que Ezequiel se iba de vuelta al cielo donde los profetas escriben, como los novelistas, la historia de lo que pudo ser.

Yo tenía papel en la boca. Y no recordaba el rostro del profeta.

Tenía papel y tenía tierra. Caí de bruces a donde me arrojó Ezequiel: una lápida. La sangre me corrió de los labios a la tumba y aclaró la escritura. Si el profeta me ordenó “Escribe”, ahora la actualidad me decía “Lee”.

Tardé en darme cuenta. La noche era un fuego oscuro como el consabido infierno de los católicos, aunque la luz que caía sobre mi espacio auguraba la siguiente aurora y ese inminente sol me instaba a ser, por unos minutos, el ladrón de la noche que el gran poema del mundo, escrito por los vivos para los muertos pero también por los muertos para los vivos, confunde con el sueño.

Véanme ustedes, lectores, lean conmigo a medida que la aurora con sus dedos de uñas largas rasga el velo nocturno y el viento de la meseta se lleva el polvo que cubre la tumba donde yazgo, bocabajeado, arañando para leer con pena la inscripción que dice, al cabo

ANTIGUA

CONCEPCIÓN

y debajo, con letra más chica

Nació y Murió sin Fecha

El misterio de esta lápida se bastaba a sí mismo. Si esa era la instrucción de la difunta, yo en el acto la disputé. El seco anuncio de la tumba de la llamada “Antigua Concepción” (¿era nombre, título, atributo, promesa, recuerdo?) despertó en mi ánimo, agitado por la aventura con Ezequiel, una continuidad del misterio. El profeta había puesto allí la semilla… La “Antigua Concepción” hacía crecer un árbol en mi pecho. ¿Quién era?

—¿Quién eres? —pregunté tirado allí, sin fuerzas físicas.

—Qué bueno que me lo preguntas —contestó la voz de la tumba—. Yo soy la Antigua Concepción.

Mis ojos no demostraron miedo, sino un asombro interrogante que ella, la “Antigua Concepción”, debió agradecer porque continuó hablando desde la profundidad de la tierra.

Yo soy la Antigua Concepción.

He esperado en vano que alguien visite mi tumba.

Nadie llega hasta aquí.

¿Sabes dónde estás?

No, contesté, salvo en algún paraje de la ciudad.

Entonces no te diré dónde estás. Promete.

Prometo.

Guarda para ti mi historia. Es esta. Me llamo la Antigua Concepción porque al nacer me bautizaron Inmaculada Concepción de María pero acabaron llamándome “Concha” y lo que es peor, “Conchita”. Conchita, nombre de falsa taconeadora de flamenco, Concepción, nombre de virgen atribulada, que ignora quién y a qué horas la preñó, ¡ya vamos llegando a Pénjamo! ¡Su gran variedad de pájaros! Inmaculada es nombre de culo santificado y bendito, ¡bah!, concepcionero, peor, nombre de paraguayo que nunca ha visto el mar, ¡ja!, concepcionista, pinche monja al servicio de los panchos (los santos Franciscos, no el trío de cantantes). Conceptear o decir pendejadas ingeniosas. ¡A mí con dogmas, joven!, yo que soy etimológicamente he-re-je: escojo, no es-coge, ni es-cogida, y menos ahora, a un metro de pro-fun-di-dá.

Suspiró y la tierra como que tembló tantito.

Desde niña me sublevé contra los diminutivos.

“Los diminutivos disminuyen”, grité con escándalo y a un Julio no le van a decir Julito ni a un Rafael Falito ni a mi Concepción Conchita. ¡Concha de su madre!, exclamó con una extraña risotada.

¿Y “Antigua”?

A los veinte años de edad yo ya sabía lo que quería ser. No tenía más competencia que el misterio y más misterio que la grandeza.

Me casé y asumí mi forma eterna.

Dejé de ser Conchita.

Dejé de ser Concepción Martínez, niña bien y soltera. Me convertí en Concepción Martínez de Monroy, casada.

Me peiné severamente hacia atrás y me coloqué una toca de monja sobre la cabeza.

Me vestí con un ropón carmelita.

Metí mis llaveros en las hondas bolsas del hábito.

Ya no tuve que usar ropa interior nunca más.

Me senté sobre algodones.

Nadie volvió a reconocer mis formas y el que las imaginó, de plano se equivocó.

Ocupé un trono sin insignias.

Me bastó un hoyo en el asiento para que mis necesidades humanas cayeran sobre un bacín de porcelana con el retrato del presidente en turno.

No preguntes. El que peor te caiga.

Yo nací en 1904, siete años antes de que fuera presidente don Francisco Madero, Apóstol de la Revolución, muerto a traición por el usurpador Victoriano Huerta en 1913. Igual que Allende y el traidorzuelo Pinochet con voz de marica. Yo tenía trece años cuando se promulgó la Constitución. Dieciocho, cuando era presidente mi general Álvaro Obregón, el manco que perdió el brazo en Celaya dándole en la madre a Pancho Villa y diecinueve cuando mataron a traición a Villa y sólo quince cuando mataron a traición a Emiliano Zapata y cumplí veinticuatro cuando un mocho se despachó a Obregón de un balazo en la cabeza mientras el general comía totopos en un restaurante del sur de la capital. ¡Más totopos! Fueron sus finales, memorables palabras. Yo me casé con mi marido el general Maximiliano Monroy porque sabía que a él no me lo iban a matar porque él era de los meros hombres que inventaron la revolución, los que dispararon primero y averiguaron después.

Mi marido don Maximiliano fue muy tenorio de joven. Yo me aproveché de sus maldades para hacerme fuerte, independiente y sin necesidad de él. Apenas lo conocí el tiempo de hacerme un hijo. Me llevaba treinta años. Te digo que empezó mujeriego y terminó patético. Yo, sin pestañear siquiera. Nomás te cuento. De una revolución se sale muy listo o se sale muy pendejo, pero nunca se sale indemne. Mi marido salió de a tiro pendejo. Protagonizó la penúltima revuelta militar en 1936, creo que nomás por pura costumbre de andar siempre sublevado. De a tiro idiota, te digo. No se percató de que los tiempos habían cambiado, la revolución se iba a volver institución, los guerrilleros se iban a bajar del caballo para subirse al Cadillac, no había más reforma agraria que la venta de lotes residenciales en Las Lomas, la libertad del trabajo acabaría con los obreros sindicalizados al mando de líderes sinvergüenzas, la libertad de prensa sería dispensada por un monopolio del papel concentrado por nuestro compadre Artemio Cruz, ¡épocas heroicas, chamaco!, el que no transa no avanza, vivir fuera del presupuesto es vivir en el error y si no apareces fotografiado en un coctel aunque sea del bribón bandolero Nazario Esparza, de perdida, no eres nadie y si no casas a tu hija con un dispendio de millones florales, eclesiásticos, banquetables, fotografiables y jotografiables, es que la niña es puta y su padre pobre y un político pobre es un pobre político, alguien dixit…

Echó un suspiro como un temblor.

Antes fueron años de un vasto, muchacho, vastísimo desplazamiento de fortunas, del viejo mundo patriarcal de las haciendas y el peonaje, de la usurpación de la victoria liberal de Benito Juárez por la dictadura personal de Porfirio Díaz y del aprovechamiento del mercado libre para que la tierra pasara de manos del clero a manos de los terratenientes y a los propietarios originales, los campesinos, trompetilla y a chingar a su madre, mozuelo: tengan su reforma agraria.

Me aterré. O sea, salió un dedo obsceno de la tierra.

Te cuento esto para que conozcas lo que está enterrado aquí conmigo: la historia del país, nuestro pasado que encarnó mi marido el general Maximiliano Monroy, actor de todas las etapas de esta tragicomedia nacional, la guerra civil que duró veinte años y nos costó un millón de vidas no tanto en el campo de batalla sino en las balaceras de cantina, según sé que ha dicho un góber de veras precioso, González Pedrero, ¡ja!

Una grandísima carcajada salió retumbando de las profundidades de la tierra y el dedo volvió a su lugar.

Un millón de muertos en un país de catorce millones de habitantes. ¿Cuántos somos ahora?

Ciento veinte millones, le susurré a la tumba como al oído de la mujer amada. (¿Me imagino diciéndole a la enfermera Elvira Ríos oye, quiéreme mucho mira que soy uno de los ciento veinte millones de mexicanos? ¿O a la puta de la abeja en la nalga, déjate coger por ciento veinte millones de nahuatlacas? ¿O a la desprotegida Lucha Zapata piensa que no estás sola, te circundan ciento veinte millones de ciudadanos, amada mía?) ¡Ciento veinte millones!, exclamó la voz de la tumba. ¿Qué pasó, pues?

Salud. Alimentación. Deporte. Educación. Iba a decir todo esto. Me pareció un sacrilegio introducir la estadística en una conversación con la muerte, aunque al rato ella me dio la desmentida de la vida: La Muerte es la Reina de la Estadística, aunque las guerras le abruman un poco la contabilidad…

Es el país de la traición, así es la peor cuenta de México, machacó doña Antigua. En 1910, Madero traicionó a don Porfirio que se creía presidente de por vida. En 1913, Huerta mandó matar a Madero. En 1919, Carranza mandó matar a Zapata. En 1920, Obregón mandó matar a Carranza. En 1928, Calles se hizo el distraído mientras asesinaban a Obregón. Sólo mi general Lázaro Cárdenas acabó con las matanzas.

Pero mató a su marido, señora.

Lo ajustició por pendejo, dijo ella muy sabrosa. Quién le manda… Merecido se lo tenía…

Pero…

Nada, ciruelo, no te hagas ilusiones. Todo ha sido traición, mentira, crueldad y venganza. Tú nomás trata de anticiparte. Sigue mi ejemplo. Hay que crear poderes económicos previos a las decisiones del gobierno. Y hay que temerle a los lambiscones. Son las dos reglas de la Antigua Concepción. He dicho. Hazte poderoso por tu cuenta y manda a la chingada a los aduladores. He dicho.

Pero Concepción, Conchita, la Antigua Concepción, no había dicho. Ahora, seguía hablando para contarme que su marido el general era un verdadero saltimbanqui revolucionario que lo mismo sirvió a Villa que a Obregón, a Obregón que a Carranza, a Calles que a Cárdenas y cuando don Lázaro acabó con las insurrecciones mediante la fuerza de las instituciones, el general Maximiliano no se dio por vencido, se “alzó” en la frontera proclamando el Plan de Matamoros y el único moro muerto fue él, ahogado de borracho y sin perforación de bala cual ninguna en una cantina texana de Brownsville, donde se refugiaba el muy coyón…

No sabía si compadecerla de sus desventuras uxoriales. No me dio tiempo. Ya iba por otro carril.

Mi marido el general me llevaba treinta años de edad. Pero era un bebé a mi lado. Me bastó (jovenzuelo usted y jovenzuela yo) echar una mirada a lo que ocurría para tomar una decisión: anticiparme al porvenir. Hacer primero lo que vendría después: ¿Me entiendes, pollo? Yo había heredado haciendas en Michoacán y Jalisco. Las repartí entre los campesinos antes de que la ley agraria lo dictaminara o, sobre todo, lo pusiera en práctica. Me dije que el país iba a emigrar de las provincias desganadas y empobrecidas por dos décadas de revolución a la capital, al centro. Compré oportunamente terrenos en despoblados del Distrito Federal, Morelos y el Estado de México, cuyo valor se ha multiplicado por miles. Me pregunté, chamaco, ¿por dónde van a pasar las carreteras que hacen falta? Compré terrenos, llanos de huizache, montañas de pino, muros de basalto, lo que tú digas, porque ahora había que llegar rápido al mar, a las fronteras, al corazón de las sierras con camiones repartidores de comestibles y combustibles que yo organicé en flotillas nacionales carburadas para el petróleo a cuya nacionalización en 1938 yo me adelanté, a mis treinta años, adquiriendo fajas de riqueza potencial probable en el Golfo, que ya eran mías, mexicanas, desde 1932 y que luego le cedí, chavalillo, date cuenta y afila colmillo, al gobierno y a Petróleos Mexicanos, junto con mi pinche anillito de bodas para contribuir al pago de la expropiación, sortija que debí, la mera verdad, enterrar en la tumba de mi para entonces finado y vetusto marido el señor general don Maximiliano Monroy —q. e. p. d.

Creo que la mujer me guiñó desde el fondo del sepulcro.

No me creas cínica ni aprovechada, dijo. Cuanto te he relatado fue posible porque se movieron miles y miles de gentes, se acabó la separación impuesta por una geografía de volcanes y desiertos, montes y pantanos, costas ahogadas de manglar, cordilleras de puño cerrado: se acabó, niños, mujeres y vacas, trenes, caballos y guerrilleros, se movieron, muchacho, en todas las direcciones, de Sonora a Yucatán, del Río Santiago al Río Usumacinta, de Nogales a Tapachula, de gringolandia a guatepeor, por entre campos secos y cosechas perdidas, dejando huérfanos y viudas regadas por todas partes, creando riquezas nuevas al lado de la eterna miseria, porque sabes, pollito, sólo cuando las fortunas cambian, sólo entonces nos reconocemos, sabemos quiénes somos…

No sé si su mirada sepulta me preguntó: ¿Y hoy, qué?

Hoy vamos volando a ciudadano de la Narconación, opiné. Ella se detuvo en un punto del pasado. Ya no me entendía.

¿Han oído ustedes, lectores y lectoras, un suspiro desde la tumba? Escúchenlo ahora. Resulta que no es grave, sino acaso, gracioso. Resulta que no es hondo, sino, al llegar a la costra terráquea, superficial.

Continuó la Antigua Concepción: Me adelanté a la industrialización que pudo tener lugar gracias al petróleo nacionalizado y a la mano de obra campesina liberada por la reforma agraria. Pero ya no me adelanto a nadie más porque en 1958 dejó la presidencia don Adolfo Ruiz Cortines y yo me dije, este es el mejor presidente que hemos tenido, un hombre maduro, severo pero con humor, más listo que las arañas, escondido detrás de una máscara severa, adusta, ojerosa, penetrante, para disfrazar la ironía que es arteria de la verdadera inteligencia, y sobre todo una cabeza de sabio grecorromano ahorcada por una corbata de moño y puntitos blancos, el presidente que sabía tragar camote sin hacer gestos, el tullido aparente que caminó los seis años de la cuerda presidencial sobre el vacío y dio el ejemplo de cordura, serenidad, ironía y tolerancia que este país necesita: sobran los ideólogos iluminados, los rancheros ignorantes, los machos capados por su harén de cotorras, los acróbatas de circo político, los maquiavelos de huarache, los ondulados tenorios en Maserati, los esperpentos físicos que no pueden mirarse al espejo sin pelearse con el mundo y salir a matar, y sobre todo los matones, los que le roban su legitimidad a nuestra revolución y nos entregan, ciruelito, a los volados de la democracia, ¡ay!

Supuse que su ¡ay!, era en demérito de la democracia y nostálgico del autoritarismo ilustrado, pero no dije nada. Allá ella. De veras que era “Antigua”.

Prosiguió: Tú nomás recuerda, ciruelo, que antes era el presidente el que dispensaba justicia, el que escuchaba quejas, el que recibía peticiones. ¡Antiguo Rey!

Ahora sí, la exclamación se prolongó, quejumbrosa, en el espacio por un lapso que la Antigua Concepción interrumpió con estas palabras: Mira, fue entonces que yo me retiré a mi puesto en la barrera de primera fila y le pasé los trastes a mi único hijo, Max Monroy.

Hizo una pausa satisfecha.

Estoy contenta con él. Es como yo, ya verás, aunque menos folclórico. Se anticipa a los acontecimientos. Sabe lo que hay que hacer antes que nadie. Sabe cuándo se compra y cómo se vende. Es discreto. Su vida no es objeto de reseñas o chismes. Nunca ha aparecido en la revista Hola! Nunca ha apadrinado bodas de rocanroleros. Nunca le ha dado el sol. (¡No es albur!) Se parece mucho a la noche. Vive en una torre de Santa Fe, al poniente de la ciudad. Búscalo. Te conviene. Creo que concluyó: Tú no te hagas ilusiones. Nomás trata de anticiparte tantito a las catástrofes…

Recordaría más tarde estas palabras de la Antigua Concepción: El estado es una obra de arte celosa, enemiga del individuo libre y del poder económico. Recuerda bien mi lección: hay que crear poderes económicos previos a los actos de gobierno.

He indicado, desmemoriado lector, que una vez al mes llegaba al buzón del edificio de Praga un sobre con el consabido cheque para mi manutención. Tan acostumbrado estaba a esta puntualidad que la gracia acordada ya no me conmovía. Quienquiera que fuese mi obsequioso e invisible patrón, el tiempo resolvía dos cosas. La gratitud, por reiterada, sería antipática. Y el donante, por desconocido, resultaba grato, cómodo y olvidable.

Sólo que en este día, al pasar por Praga a cambiarme de ropa, echar un vistazo y recoger el cheque en la fecha acostumbrada, el cheque no estaba en el buzón. Como era un documento certificado, no me alarmé. Sólo que no sabía a dónde o a quién dirigirme para reclamar. Se me ocurrió que, en caso de apuro, podría hablarle al profesor Sanginés.

En todo esto pensaba mientras subía los primeros treinta y nueve (¿o serían cuarenta?) escalones a nuestra periquera y encontré la puerta abierta y el sobre con el cheque mirándome directo a los ojos, sostenido por dos manos que reconocí en el acto.

¡Había regresado!

Iluminado u oscurecido por la experiencia, el hermano pródigo estaba aquí. El otro dióscuro, mi gemelo, el otro hijo del cisne, el compañero de la gran expedición del Argos al Ponto Euxino para recuperar el Vellocino de Oro, signo y destino de nuestras vidas, símbolo del alma en busca de sí misma: de la verdad.

Dejó caer el cheque y me abrazó, no sé si con emoción, aunque sí con fuerza. Abrazábamos nuestro pasado compartido, sí. También el porvenir que siempre nos unía, aunque nos separase a veces el tiempo y la distancia. París, Londres, Florencia, Roma, Nápoles, Viena, Praga, Berlín, las tarjetas postales me permitían seguir las rutas de sus viajes, aunque su residencia constante era la Rue Poissonière en el Deuxième Arrondisement de París.

¿Traería todas estas ciudades, todas estas direcciones, en su mirada joven de veinticinco años?

Había adelgazado. Los permanentes mofletes de la niñez que no se resigna del todo a abandonar nuestras facciones habían cedido, derrotados, el cuerpo facial a una delgada ficción de la adolescencia, como si el tiempo tuviese un cincel que nos va esculpiendo la cara que al cabo tendremos y de la cual, a partir de cierto momento, nos haremos responsables. No tenía barba ni bigote. Y estaba rapado como un recluta del ejército. Acaso por esa desnudez facial los ojos claros le brillaban más que nunca, ocupando el lugar protagonista de una facies que no se distinguía por la nariz chata o los labios delgados. Un cráneo rapado. Unos ojos brillantes, los mismos pero distintos, guardianes a la vez de un pasado juvenil y de un porvenir maduro.

Me abrazó y olí el sudor recordado.

Jericó había regresado.

—Pareces un pelón de hospicio —le dije.

—Punched in —me contestó y enseguida, como recordando y corrigiendo—: Vámonos que son rieles.

Confieso que la vuelta de Jericó me produjo sentimientos encontrados. Tras de la ausencia, ambos entrábamos a la mitad de la veintena con una separación que ponía a prueba la amistad juvenil. Esta privaba, en principio, sobre cualquier otra consideración, aunque ni yo ni él —imaginaba— éramos ajenos a la usura del tiempo. La segunda consideración, sin embargo, tenía que ver con mi cercanía a Lucha Zapata y la cuestión cotidiana y vital de saber dónde me lavaría los dientes, ¿en el apartamento de Praga con él, o en la casita de Chimalpopoca, con ella?

No permití, al principio, que escoger entre una y otra fuese un problema que entorpeciese mi regocijo. Ver de nuevo a Jericó era no sólo renovar mi propia juventud sino, sobre todo, rescatarla y prolongarla, aunque con un anticipo dulciamargo de que, también, empezaría a perderla. Hasta el momento de su partida, mi amigo era lo que ustedes ya saben porque lo han leído aquí: el muchacho independiente, audaz, que me dio mi lugar en la escuela secundaria, salvándome de ser el “puerquito” de la bola de cabrones que se iban a cebar sobre mí y mi prominente nariz como se hubieran aprovechado, para sus bromas, de un bizco o un lisiado. Jericó se plantó “a la mitad del foro”, obligó a los “gandules”, como les diría doña María Egipciaca, a respetarme. Iniciamos la camaradería que ahora, después de estar separados, el retorno pondría a prueba.

Admito, también, que una serie de impresiones contradictorias se sucedían en mi ánimo el día que encontré a mi amigo de regreso en el apartamento de Praga. Su aspecto físico era novedoso. No sé si era mejor. Sí, había perdido un poco la persistente baby fat en la cara. Se veía un poco más afilado, más tenso, más recatado. No sé si la cabeza rapada le iba bien o mal. Podía inclinarme del lado de la moda y aceptarla como una de las múltiples maneras de declaración capilar de la época: melenas largas, cabezas rapadas, cabelleras multicolores, afros, mohicanos, cónsul romano, dreadlocks rebeldes, sólo que la combinación de la cabeza rapada y el rostro esbelto resaltaba la extrañeza de la mirada desnuda. Los ojos azules, redondos, fijos, agrandados de manera inconmensurable por la desnudez de toda la cabeza, creaban en mí una impresión contradictoria. Veía en esos ojos pelones una inocencia desacostumbrada que con un mero parpadeo se convertía en una mirada cínica, amenazante y sagaz. Confieso que me maravillé con ese tránsito instantáneo de un perfil psicológico, no sólo el siguiente, sino el opuesto.

Lo extraño (¿o sería lo justo?) es que sus palabras al regresar a México también parpadeaban pasando de una ingenuidad que me parecía fuera de lugar en el hombre cinicón y aventado que yo conocía, a una gravedad que tardé en identificar con el nombre propio de la ambición. ¿Podríamos reanudar nuestra intimidad?

Contó cosas tan simplonas como que al llegar a la Plaza de la Concordia se hincó y besó el suelo. Reí: ¿como un acto de libertad? No sólo, me contestó: como un acto de fidelidad a lo mejor del Viejo Mundo (yo disimulé una contracción nerviosa de desaprobación: ¿a quién se le ocurriría llamar a Europa “el Vejo Mundo”?) y sobre todo, continuó, a Francia, la capacidad francesa de apropiarlo todo redimiendo en la cultura al crimen.

—Hay un brandy Napoleón. ¿Te imaginas un brandy Hitler?

No iba a discutir la diferencia enorme entre el “buen” tirano bonapartista y el “mal” tirano nazi porque, en su tirada, Jericó ya estaba inmerso en una divertida comparación de perfiles nacionales europeos y los clisés que los acompañaban (los franceses tienen vida sexual, los ingleses tienen botellas de agua caliente), desembocando en el afiebrado asombro de haber conocido “todas las lenguas que vemos en el cine” y la enumeración de Rue Lepique, Abbey Road, Via Frattina, Puerta del Sol y sobre todo las calles, las plazas de Nápoles donde, dijo, se identificó con la posibilidad de ser corrupto, inmoral, asesino, ladrón y poeta sin consecuencias, como parte de la costumbre y acaso del paisaje de una libertad tan acostumbrada que no deja huella de mortalidad, perviviendo, dijo, en la tradición.

—¿Por qué no podemos ser napolitanos? —exclamó con cierta grandilocuencia, propia del amigo que me confrontaba con la arrogancia de un Byron que yo estaba viendo como una pose antipoética y lo que es peor, simplona, inocente, indigna. ¿Por qué somos, en Europa, sólo comanches, mariachis o toreros?

Rio redimiéndose.

—Debemos defendernos de ser parte del folclor nacional.

Este era Jericó, mi viejo compañero, pasado por el cedazo de una experiencia que quería, lo entendí, compartir conmigo a un nivel de exaltación y camaradería que lo llevaba a arrancarse la camisa, gesticular y asumir la caricatura de un deslumbramiento que debía concluir —conocía a Jericó— con una acción desmedida, irónica, en cierto modo flagelante de su propio ego.

—De rodillas en la Concorde —repitió hincándose en medio de la sala con los brazos abiertos en un acto a la vez grotesco, tierno y que yo entendía, sin entenderlo, como un adiós a la juventud, un despojarse de las vestiduras del turista, la piel del payo que cubre al viajero en tránsito, del alma del “argentino que todos llevamos adentro”: el súper-ego.

Conociendo a Jericó, no dejó de extrañarme este despliegue como parte de sus debilidades. Acaso quería indicarme que bajo la apariencia del retorno había un compañero que jamás había partido. O al contrario, me pedía auxilio para despojarse de la lejanía y de sus experiencias y regresar al punto en el que nos separamos, sabiendo que ello era imposible. Éramos los mismos pero éramos otros. Yo tenía la experiencia del estudio en la UNAM, del magisterio de Sanginés, de la visita a San Juan de Aragón, del encuentro misterioso con Miguel Aparecido y de la extraña y comprometida relación con Lucha Zapata. ¿Qué tenía Jericó que ofrecerme, aparte de la tarjeta postal que acababa de darme?

—La libertad —dijo como si leyera mi pensamiento.

—¿La libertad es hincarte a dar gracias en la Plaza de la Concordia? —dije sin mucha amabilidad.

Afirmó con la mirada baja.

—¿Qué vamos a hacer? —dijo entonces y nuestra vida cambió.

La cambió Jericó como cambió él mismo, su actitud corporal, su semblante, en el momento inmediato, cuando disparó las cuestiones que quería comunicarme después de su prólogo en el escenario de la minimización turística y el abandono mental.

¿Qué vamos a hacer?, repitió. Hay muchas posibilidades de éxito. ¿Cuáles son las tuyas y las mías? Más bien, Josué, ¿cuál es el éxito digno de ti y de mí?

Yo no le iba a contestar con las razones que acabo de darles a ustedes y que se reúnen en la palabra “experiencia”, pues sólo a partir de ella mis expectativas comenzaban, así fuesen aún nebulosas, a dibujarse. Sabía que Jericó no abundaría en el relato de sus experiencias europeas que (empezaba yo a darme cuenta) jamás me revelaría, más allá de la tarjeta postal que me acababa de regalar. Sus años de ausencia iban a ser un misterio, y Jericó ni siquiera me desafiaba a penetrarlo. Había en esta actitud byroniana que digo una apuesta: el pasado ha muerto y el futuro empieza hoy. Adivina lo que gustes.

En consecuencia, cambié de actitud. En vez de preguntarle por su pasado, le propuse compartir nuestro porvenir.

—¿Qué queremos? —repitió y añadió—: ¿A qué le tememos?

Continuó diciendo que él y yo sabíamos —o debíamos saber— lo que no pudimos ser o hacer. Recordó una conversación anterior sobre no “ir jamás a un baile de quince años, a un té danzante, a un bautizo, a la inauguración de restoranes, florerías, supermercados, sucursales de bancos, celebración de generaciones universitarias, concursos de belleza o mítines en el Zócalo”. Nunca interesarse en la rocanrolera Tarcisia que se casó con el millonario ruso Ulyanov, descalzos ambos, con leis hawaianos al cuello e invitados que amanecían bailando hip hop en la arena a las siete de la mañana.

—Hora, Jericó, en que comieron el menudo en honor del padre de la novia…

—Que es oriundo de Sonora. ¿Habrías rechazado la invitación?

—No, Jericó, ni pensarlo, no me interesa ser…

—¿Ni aunque se trate de tu propia boda?

Sonreí o lo intenté. Recordé mi admiración hacia la capacidad que tenía Jericó de tomar la vida muy en serio.

Le dije que yo sentía superadas esas pruebas, ¿él no? Me abstuve de mencionar, por ahora, a Lucha Zapata, a Miguel Aparecido, a los niños de la alberca siniestra de San Juan de Aragón. Acaso Jericó me respondió indirectamente diciendo que no bastaba con no hacer lo que no hicimos. Ahora debíamos decidir qué íbamos a hacer. Se puso de pie y me tomó con rigor de los hombros. Me miró con sus ojos de plato holandés. No teníamos, ello era manifiesto, talento para la música, la literatura, el tenis, el esquí acuático o de montaña, las carreras de automóvil o la dirección de cine, no teníamos alma de actuarios, contadores, agentes inmobiliarios, porteros y toda la gente triste que se conforma con su pequeño destino… dijo.

—¿Qué nos queda?

Le dije que me lo dijera. Yo lo ignoraba.

—La política, Josué. Clarísimo, mi hermano. Cuando no sirves de barrendero o de compositor, cuando no puedes escribir un libro o dirigir una película o abrir una puerta o vender unos calcetines, pues te dedicas a la política. Vámonos que son rieles.

—¿Eso vamos a hacer? —le dije, con falso asombro.

Jericó rio y me soltó los hombros.

—La política es el último recurso de la inteligencia.

Me guiñó un ojo. En Europa aprendió, dijo, que la misión del intelectual era tener atormentado de palabras al poder.

—¿Qué quieres hacer entonces? —le pregunté.

—Aún no sé. Algo enorme. Dame tiempo.

Pensé sin decirlo que la libertad es incertidumbre. Esto había yo aprendido.

Él no leyó mi pensamiento:

—Puede haber muchas tentativas de éxito. ¿Cuál es digna de ti y de mí?

No supe qué decirle. Me embargaba otro sentimiento. Por encima, más allá de las palabras y las actitudes, esa mañana de nuestro reencuentro en la periquera de la calle de Praga permanece en mi ánimo, sobre todo ahora que he muerto, como la hora de un terror. ¿Podíamos reanudar la intimidad, la respiración común que nos había unido de jóvenes? ¿Podíamos volver a sentir la emoción primaria de la juventud? ¿Fue todo lo vivido sólo prólogo, preparativo para una meta que aún no sabíamos, de verdad, definir? ¿Era nuestra amistad el único y pobre abrigo de nuestro porvenir?

Jericó me abrazó y me dijo en inglés, como si respondiera a todas mis interrogantes, let’s shrug it out, bitch.

Atarantado por las excursiones aéreas en alas del profeta Ezequiel y los aterrizajes en la tierra profunda donde yace doña Antigua Concepción, agotado de tanto cielo y tanta historia, abatido por las grandes promesas, me fui caminando muy despacio hacia la colonia Juárez y el apartamento de la calle de Praga sin saber de dónde venía, dónde había quedado el panteón secreto que pronto se disipó entre ruidos de motores, respiraciones exhaustas, ring-ring de bicicletas y truenos en el cielo encapotado, tratando de dejar atrás las experiencias ganadas y concentrarme en los accidentes particulares, las carencias personales y los pequeños vicios y virtudes de los hombres y las mujeres con nombre propio aunque sin apelativo histórico.

Borracho de la historia cronológica de la Antigua Concepción como ebrio del apocalipsis sin fecha del profeta Ezequiel, con cuánta paciencia y humildad subí las escaleras de la casa de Praga, dispuesto a centrar de nuevo mi humanidad en la amistad de Jericó y en el cuidado de Lucha. Tales eran mis prioridades, pronto disueltas por la mueca urgente de Jericó al recibirme.

—Vamos al Pedregal. Ha muerto la madre de Errol.

Habían pasado años sin regresar a la mansión ultramoderna convertida en adefesio neobarroco por el dictatorial mal gusto de don Nazario Esparza. “Hagan como que no han visto nada”, nos había recomendado Errol refiriéndose, no sé si a los pleitos de sus padres o al horror transilvánico de su casa. Recordé la ausencia de cualquier iniciativa por parte de nuestro amigo una vez que él mismo provocaba un altercado entre sus padres. O quizás recordaba mal. Hacía seis, siete años que no veía a mi viejo compañero de escuela o visitaba su hogar.

Ahora, desde la puerta de entrada los crespones negros anunciaban el luto de la familia. Pensé que la casa estaba enlutada desde siempre, cerrada con candados de avaricia, falta de compasión, desconfianza, poco amor, escasa serenidad. Sólo que al acercarme, con Jericó por delante de mí, al féretro de doña Estrellita de Esparza, sentí que, más bien, la compasión y la serenidad, al menos, sí habían habitado esta lóbrega mansión, sólo que eran virtudes que vivían en espera de la muerte y sólo en la presencia sometida, ausente, de doña Estrellita.

La miré muerta. Su rostro de cera había sido despintado aún más por la mano fría de la Muerte, la Cara de Harina, y caricaturizado por el colorete y el lápiz labial que el agente fúnebre (o el maldito don Nazario) le habían untado en la cara grisácea. Lucía doña Estrellita un peinado que parecía postizo, muy cuarentas, muy Joan Crawford, alto y relleno. Sus manos de fantasma reposaban sobre el pecho. Con un sobresalto, me di cuenta de que la señora lucía su delantal de ama de casa, criada y cocinera, y esta, quería decirle a Jericó, esta sí que era una burla final del siniestro don Nazario, dispuesto a mandar a su esposa en calidad de criada de la Eternidad y ama de casa celeste. Don Nazario recibía sin emoción o parpadeo siquiera las condolencias de su consabida clientela, que le daba el pésame y luego se disolvía de nuevo detrás de un velo de rumores, conversaciones inaudibles y paso de bocadillos, con la obsequiosidad colectiva de un deudo y la singularidad de modos y modas disímiles, pues entre quienes lo conocían desde sus humildes inicios y quienes lo reconocían en sus actuales cumbres, había desde hoteleros de paso hasta gerentes de cadenas de hotel.

Miré a doña Estrellita para no mirar a la concurrencia.

A pesar de todo, el cadáver seguía ostentando una simulación de beatitud y la sonrisa eterna de quien va a una boda de gente que no le importa pero que merece cortesía. En la muerte, doña Estrella se aburría con confianza y si había perdido la costumbre de llorar, no era por culpa suya. Sólo un detalle desentonaba, porque el delantal era como un uniforme. La señora tenía un paliacate amarrado al cuello.

Rojizo, alto, florido, don Nazario recibía las condolencias al uso. Hubiera querido evitarlo. No pude escapar de la fila de dolientes. Me precedió Jericó, cuyo rostro era la compostura misma aunque con una raya de sarcasmo en el labio superior. Don Nazario me dio la mano sin mirarme. Yo se la di sin mirarlo a él. Yo buscaba a Errol.

—No está —me murmuró Jericó.

—¿Qué te parece? —le pregunté.

—¿Esperabas que viniera?

—La mera verdad, sí —dijeron, más que yo mismo, mis sentimientos—. Era su madre…

—Yo no —sentenció Jericó por encima de mi opinión.

Nos abrimos paso entre la multitud de dolientes. Se les veía en las caras: nadie quería a esta familia. Ni a don Nazario. Ni a doña Estrella. Y mucho menos al dispensable rocanrolero y marica, Errol. Todos estaban allí por obligación y por necesidad. Todos le debían algo a Nazario Esparza. Don Nazario los tenía sujetos a todos. No había amor. No había duelo. No había esperanza. ¿Qué esperábamos?, le pregunté con la mirada a Jericó a medida que nos abríamos paso entre el gentío y cercados todos por esa selva de coronas fúnebres que convierten a los entierros mexicanos en auge de los floristas: hazte florista y haz tu fortuna: todos estamos en tránsito.

En medio de la selva fúnebre me tropecé con una mujer y le ofrecí disculpas. Fuera de lugar, llevaba un cigarrillo en una mano y una copa de champaña en la otra. Se tropezó conmigo, la ceniza me cayó en la solapa y un chubasco de La Viuda en la corbata. La mujer se detuvo y me sonrió. Hice un esfuerzo perdido por reconocerla o decirme a mí mismo, ¿dónde la he visto antes?, nunca dirigiéndome a ella, “¿dónde nos hemos visto?” por una especie de mandato tácito que yo mismo no me explicaba y que no correspondía a la amabilidad de la bella mujer que se acercaba con movimientos de pantera, de animal de presa. Falsa rubia, morena clara con brochazos de sol en el pelo y los labios artificialmente húmedos.

—Oyes tú —le ordenó a un mozo—, tráile una copa al señor.

—Perdone. No es el momento —dije.

—Una copa —volvió a mandar y el mozo inquirió como si no oyese bien—: ¿Mande usted, señora?

—Una copa, te digo. Ándale.

El mozo no le contestó. Nos miró a mí y a Jericó, que ahora me seguía entendiendo menos que yo sobre el nuevo escenario de la mansión Esparza.

El camarero nos dijo:

—Bienvenidos, don Jericó, don Josué. Esta siempre es su casa.

Y se fue a buscar las copas que le ordenó la señora que ya tenía la champaña en la suya, el cigarrillo en la boca y el uniforme Chanel de vestido negro. Nos miraba con gracia e ironía parejas.

—¿Buscan a Errol? —dijo la muy taimada.

Asentimos.

—Búsquenlo en un cabaret de mala muerte por las calles de Santísima. Allí toca el piano. ¡Ya vas, Barrabás!

Nos aventó una risa artificial y dándonos la espalda se fue canturreando entre los dolientes que instintivamente le abrían paso, como si ya la conocieran y lo que es más, la respetaran, y lo que es peor, la temiesen…

Mi amigo y yo nos miramos con preguntas no dichas. A lo lejos, don Nazario recibía pésames con sus ojos de fondo de botella. Desde lejos, olía a vómito. Desde lejos, se oía cómo sonaba su llavero.

Traspasamos la muralla de guaruras que guardaban entradas y salidas, recordando a doña Estrella gracias a una memoria tácita: nadie, salvo su hijo y el camarero, quizás, la recordaron por aquellos muchos detalles que ahora, en su honor (y el nuestro) recordábamos como si los compartiésemos con nuestro cuate Errol, el pelón de la secundaria.

Que si ella nunca se reía de un chiste porque no los entendía.

Que si creía que todos le perdonaban la vida.

Que si su marido había dicho una vez que de joven era tonta pero encantadora.

Que si ella guardó esta frase como un tesoro.

Que si por lo demás sentía siempre que siempre estaba de más.

Que si no entendía la palabra “superflua”.

Que si ni siquiera sabía desconfiar de las criadas (nos constaba lo contrario).

Que cuando la regañaban, cantaba como si anduviera en otra cosa.

—¿Qué te parece la fortuna de papá?

—Muy bien.

—No, el origen.

—Ay hijo, cómo serás.

—¿Cómo soy?

—Desagradecido. De eso comemos.

—Mierda.

—No seas grosero. Todo se lo debemos al esfuerzo de tu padre.

—¿Esfuerzo? ¿Así le dicen ahora al crimen?

—¿Cuál crimen, hijito?

—Papá es un lenón.

—¿Un león?

—No, un músico, John Lennon.

—No te entiendo.

—O un revolucionario: Lenin.

—Hijo, me llenas la cabeza de murciélagos.

Ya en la calle, fría y despoblada esa noche, Jericó me preguntó:

—Oye, ¿qué significa ese paliacate colorado que le pusieron a la doña en el cuello?

Yo no sabía y en la calle del Pedregal sólo había largas hileras de coches lujosos y choferes aburridos.

No supe, al regreso de Jericó, si revelarle mi relación con Lucha Zapata o mantenerla en secreto. Opté por la discreción. Desde la escuela, mi amigo y yo lo habíamos compartido todo, tanto las ideas como las putas, centrándonos en una vida bastante ascética de estudios intensos y propósitos aún informes que no nos atrevíamos a llamar “ambiciones”.

—Cástor y Pólux, los dióscuri, hijos de un dios y un ave, dos mortales adorados como divinidades —sin serlo—. Famosos por su valentía y su pericia. Desterrados por Zeus a vivir días alternados en el cielo y en el infierno.

El lector sabe hasta qué grado la unión fraternal de Cástor y Pólux, de Josué y Jericó, excluía muchas relaciones comunes en muchachos de nuestra edad. Ni familia ni novias ni más amigo que Errol y las enseñanzas compartidas de Filopáter. Ahora, empero, nos separaban años en los que yo actué sin él y así pude dejarme guiar por Antonio Sanginés, penetrar la cárcel de San Juan de Aragón, entrevistar a los presos, dejarme impresionar por la personalidad diabólica de Miguel Aparecido y, sobre todo, hacerme cargo de Lucha Zapata.

Decidí reservarme la existencia de la mujer pelirroja que vivía al lado del Metro.

Revelársela a Jericó me hubiese colocado en la desventaja de darle a conocer todo lo mío sin conocer, a cambio, casi nada de lo suyo. Porque el humor superficial con el que mi amigo relataba su experiencia europea no era propio de su personalidad conflictiva y penetrante, audaz e irónica. Llegué a pensar que Jericó me mentía, que acaso no había pasado años en Europa, que las tarjetas postales las enviaba alguien en su nombre… Qué curioso. Todo esto vino a mi ánimo porque al regresar, recordarán ustedes, Jericó me soltó una frase en inglés que me sonó rara,

Let’s shrug it out, bitch,

una frase que no entendí, que no supe traducir pero que no encajaba en la cultura europea y tampoco en la latinoamericana. Por exclusión —deduje pensando como Filopáter—, sólo puede ser norteamericana.

No le di mayor importancia a esto, por más que el asunto quedase suspendido en mi ánimo en espera de una clarificación que vendría o no, porque lo que Quijote le dice a Sancho sobre los milagros —suceden pocas veces— puede trasladarse a los misterios —cuando se revelan, dejan de serlo— y yo confieso aquí y ahora que quería que Jericó tuviese una verdad oculta para mí, puesto que yo la tenía para él y se llamaba Lucha Zapata.

No paso por alto que el carácter de la mujer Zapata me ponía a prueba, dándome ganas, a veces, de abandonarla o al menos de compartir la carga y con quién sino con Jericó. Digo que mantuve el secreto porque me lo pedía no sólo mi propia dignidad frente a mi amigo, sino la esencia misma de la relación con la mujer. Es otra forma de decir que en estos meses Lucha Zapata había llegado a depender cada vez más de mí y eso jamás me había ocurrido. Antes yo dependía de otros. Ahora, una mujer desvalida, reducida a sí misma y salida de esa reducción sólo por mi presencia (pensaba yo entonces) dependía de mí para salvarse.

La urgía a abandonar la droga. Siguió consumiendo estupefacientes hasta que se le agotó la reserva escondida. Entonces bebió más de la cuenta. Sólo que el alcohol no suplía del todo a las anfetaminas de rigor. Sentí que se acercaba al punto de la crisis y decidí hacerme fuerte ante ella y soportarle todo —sus gritos, sus insultos, sus depresiones, sus desplomes— en nombre de su eventual salud. En pocas palabras: me hice cargo. Y si ahora resumo cosas que ella dijo en el tiempo al que aludo es, quizás, para anunciar cosas que hizo. Sólo que éstas, al cabo, se niegan a permanecer debajo de la alfombra (el petate, en el caso de Lucha Zapata) y se imponen a las palabras, reduciéndolas a la ceniza de la palabrería.

—Quiero la felicidad para mí y para todos —solía decir en sus momentos de exaltación, como si volviera a robar un avión en un hangar del aeropuerto internacional y se dispusiese a tirar volantes a la ciudad desde el aire, condenándonos a todos a la alegría.

—No tolero la miseria —exclamaba enseguida—. Me ofende que la mitad de mi pueblo viva en la pobreza, mendigando, robando, sin esperanzas, esquilmado por los poderosos, engañado por los políticos, abandonado a la fatalidad de haber sido siempre y por qué no, dime Josué, por qué no seguir siendo miserables para siempre, dímelo o me muero aquí mismo…

Era con esta pasión con la que Lucha Zapata evocaba un pasado —el de nuestra gente siempre amolada— que rara vez aplicaba a ella misma. A veces yo le ponía trampas para que hablara de su vida anterior a nuestro encuentro. Nunca la saqué —o pocas veces, la verdad— de la evocación de nuestro momento en el aeropuerto y de su vista aérea de una desgracia colectiva que, para ella, era eterna, no tenía tiempo: México estaba amolado desde siempre y para siempre, sin remedio…

—Quiero la felicidad para mí y para todos. No tolero la miseria. ¿Qué puedo hacer, Saviour?

A veces se violentaba mucho y se daba de cabezazos contra las paredes, como si quisiera expulsar del cráneo un cerebro, decía, secuestrado. ¿Pa’ qué, por quiénes?, le preguntaba sin recibir más contestación que un hondo quejido que era como oír la protesta de sus pulmones renegridos por el tabaco y la droga.

Entonces se abrazaba a mí sin defensas, como una almohada vieja, como un fantasma derrotado que se sabe divorciado para siempre de un cuerpo visible, y decía “me expulsan porque me drogo, soy una viciosa, si tuviera cáncer no me expulsarían, me cuidarían, ¿no es cierto, Saviour?”. Me miraba con ojos tan desamparados que yo nomás la abrazaba aún más fuerte, como si temiese que en esos momentos de ternura extrema ella se me fuera para siempre, eximiéndose de la vida con un suspiro que en el siguiente momento se convertía en llamarada que me quemaba el cuello. La apartaba de mí. Me miraba con un odio intenso, me acusaba de tenerla encerrada aquí, yo le abría la puerta del patío y la invitaba a salir, ella me llamaba horrendo, tipo autoritario, hecho a imagen del poder, un perseguidor, un enemigo, no un salvador como ella creía.

—¡Déjenme vivir mi vida! —gritaba desesperada, mesándose la corta cabellera y arañándose las mejillas.

La detenía con fuerza, agarrándole los puños, acercándolos a mi propia cara.

—Anda, Lucha, si quieres arañar, aráñame a mí, anda…

Me decía entonces Saviour, no seas tan mandón, me acariciaba los cachetes y cantaba la canción de referencia, soy un pobre venadito que habita en la serranía y como no soy tan mansito no bajo al agua de día, de noche poco a poquito y en tus brazos, vida mía.

Yo ya sabía que esta canción del “pobre venadito” era el código del amor. De esta manera, Lucha me invitaba a culminar la acción del día, fuese esta cual fuese, con un momento erótico que podía ser calmante de una borrasca pasada o anuncio de la tormenta por venir, suave pendiente de la paz reencontrada por un instante o preludio de la tranquilidad que, seamos sinceros, ella y yo queríamos obtener y compartir sin saber muy bien cómo.

Todo esto sucedía en medio del esfuerzo por abandonar la droga supliéndola con alcohol hasta darme cuenta de que el tequila no daba el mismo “high” que las anfetaminas, regresar a éstas y comprobar, ay ay ay, que la droga escondida se iba consumiendo, que ni el tabaco ni el alcohol la suplían y que yo era el culpable de todo.

Yo sabía muy bien que cualquier persona que acompañase a Lucha Zapata sería “el culpable” de una situación cuya responsabilidad era de ella. Pedir que la asumiera era pedirle peras al olmo, como diría la invicta y sentenciosa María Egipciaca. Lucha Zapata necesitaba a otro para culparlo. Yo, el que fuese, no importaba. Jamás, ella misma. Ella misma, nunca. Y yo apuntaba sus acusaciones y sus actos de violencia por el simple hecho que ya dije: quería hacerme cargo de una persona.

Hasta el día en que ella no aguantó más.

Pero antes cantó: “Quisiera ser perla fina de tus lúcidos aretes pa’ morderte la orejita y besarte los cachetes”.

Digo que Jericó nunca mostró curiosidad por mis prolongadas ausencias del apartamento que compartíamos en la calle de Praga. Ni me asombró ni se lo agradecí. Yo tampoco andaba de metiche en la vida de él. Tenía mis dudas.

¿Cómo viajaba Jericó? ¿Qué clase de pasaporte tenía? ¿Dónde estaba el pasaporte? ¿Cómo se llamaba, al cabo?

Jericó, ¿qué? Me di cuenta de que una arraigada gratitud por la protección que el campeón del patio escolar le daba a su desvalido narizón me impedía ver a mi amigo bajo otra luz que no fuese la de eso que en derecho romano se llama amicus curiae.

Una de las grandes tentaciones cuando dos personas viven juntas consiste en hurgar en los asuntos del otro. La tentación de abrir cajones, leer diarios personales y correspondencia ajena, husmear clósets, moverse como cucaracha debajo de las camas a ver qué esconde el otro bajo el colchón, en las bolsas de los trajes…

No necesito decirles, a ustedes que me leen y son todos, sin excepción, gente decente, que su memorioso autor Josué Nadal —yo— nunca se rebajó a andar de curioso. Ello no me impedía cultivar ciertas dudas, todas tan poco comprobables que morían antes de nacer.

¿Cómo se apellidaba Jericó?

¿Había realmente pasado cuatro años en Europa, con domicilio en París?

¿Era una farsa su evocación europea, tan teatral y primaria? Hincarse en la Plaza de la Concordia, cómo no, eso ni siquiera lo hacía Gene Kelly con música de George Gershwin y si Jean Gabin o Jean-Paul Belmondo pasaban por allí, no movían un párpado.

¿Por qué Jericó nunca empleaba esas expresiones corrientes en el habla cotidiana francesa y que yo sólo conocía por viejas películas de la nouvelle vague? Ça alors. A merveille. Quand même. Raison d’être. Savoir faire. Laissez faire. Franglais.

¿Por qué, en cambio, se le escapaban dichos norteamericanos? Shove it. Amazing. Let’s shrug it out, bitch.

Y sobre todo, referencias que me eran desconocidas a músicos juveniles —Justin Timberlake— o programas de televisión localizados —Entourage—. Let’s shrug it out, bitch.

Digo que no inquirí, pero sospeché sin prueba alguna y sin gana tampoco de romper el compromiso de la discreción, aunque me metí a consultar en “Espectáculos” de Reforma quién era Justin Timberlake y qué era Entourage.

Otras preocupaciones, mucho más importantes, planteaba Jericó con su habitual rapidez mental y cierta infantil audacia disparándolas, a veces, cuando yo regresaba sin explicaciones de una noche con Lucha Zapata; ¿quiénes somos, Josué?, ¿cómo somos?, ¿por qué somos?, ¿para qué somos?, sin obtener más que una ondulante sonrisa mía y la urgencia de bañarme, rasurarme, hacerme presentable después de la agotante sesión de gendarmería en la Cerrada de Chimalpopoca. Sospeché que Jericó me recibía con esta salva de interrogantes abstractas a fin de no hacerme las preguntas concretas. ¿De dónde vienes? ¿Dónde pasaste la noche? ¿A qué hueles tan raro?

Las preguntas se quedaron en el aire debido a una novedad.

Resulta que nuestro altillo, tan encuerado al principio, se fue llenando de aparatejos que llegaron a nuestra puerta en camiones de entrega y luego subían a la periquera portados por hombres morenos de fuertes espaldas y bigotes ralos.

¿Quién nos enviaba una láser fax machine, una televisión anchota de 46 (o 52 o 70) pulgadas? ¿Quién reponía nuestro viejo teléfono negro e inservible por un teléfono blanco de película italiana y luego nos hacía llegar un par de portátiles Sony Walkman y al rato —Creative Zen, Samsung YP-T9— otros aún más modernos con música, películas, calendarios y direcciones? Esto último me interesaba sobre todo. ¿Qué direcciones tenía yo, aparte de la mía y la de Lucha Zapata? No tardó en encenderse el foco. O más bien, el Sony Walkman con el nombre en la pantallita del maestro Antonio Sanginés y los teléfonos de su domicilio, el número de su casa en Coyoacán y sus oficinas en el Paseo de la Reforma.

Allí mismo aparecía el mensaje que decía:

Los espero el dos de julio a las seis

de la tarde en mi casa.

Lic. Antonio Sanginés.

Los espero. No te espero. Los. Plural.

Por lo pronto, yo esperé a Jericó. Entró con la cabeza en alto, riendo.

Entonces, de nuevo, los dos.

El maestro nos recibió en su caserón de Coyoacán, rodeado como siempre de una prole ruidosa de niños pequeños que corrían en triciclos, volaban con los brazos abiertos haciendo ruidos de motor y terminaban trepados en el sillón de orejas del profesor, recostados pacíficamente en su regazo o amenazando una catástrofe desde lo alto del respaldo.

—Fuera, muchachos —dijo riendo Sanginés y nos miramos Jericó y yo cuando, con el mismo aliento, dijo—: Pasen, muchachos.

Quería posicionarnos de inmediato en lo que el derecho romano llama capitis diminutio, una suerte de disminución de la personalidad, por pérdida —Rodolfo Sohm dixit— del estatuto de libertad, de ciudadano o por la mínima alteración de ser expulsado de la familia.

A mí, de forma sobrada. Yo era discípulo en la Facultad de Derecho, él era mi conductor de lecturas y mi guía de profesión. Él me envió a hacer la famosa “práctica forense” a la cárcel de San Juan de Aragón. Él dirigía mi tesis profesional. Pero, ¿Jericó? ¿Qué relación podía tener con Sanginés? Traté de averiguarlo en la forma del saludo, siempre tan reveladora en país de abrazos, palmadas, diminutivos y aumentativos, sospechas apartadas, regocijos disimulados: América Ibérica es también América Itálica, tierra de elegantes apariencias, culto de la bella figura y memoria de maquiavelismos en cadena modulados para rememorar deudas o para olvidar agravios.

Lo cierto es que Sanginés sólo nos dijo “Pasen, muchachos”, con un implícito “tomen asiento” en dos sillas de cuero frente al sillón orejero del anfitrión. Éramos, simplemente, dos estudiantes sujetos a examen a título de suficiencia.

Los niños salieron. Los discípulos se sentaron. El mensaje lo abrevio: Sanginés sentía que habíamos cumplido un aprendizaje. Con lo cual me sentí en el escalón de un gremio medieval preguntándome si esta relación no era, en efecto, un trasunto, así fuese universitario, del medievalismo que es santo, seña y acaso orgullo de la América Latina, un continente que a diferencia de los Estados Unidos de América, nación sin antecedente más poderoso que ella misma, sí tuvo Edad Media y en consecuencia tiene —tenemos— de México a Perú categorías mentales que excluyen el albedrío que no sea arbitrado por la Iglesia o el Estado. Los gringos son pelagianos sin saberlo, descendientes del hereje que postuló la libertad individual sin necesidad de cribas institucionales, frente a su vencedor, Agustín de Hipona, para quien la gracia no era individualmente asequible sin la intervención de la Iglesia. Los norteamericanos, que no tienen Pelagio ni Edad Media, sí tienen Lutero, Reforma, puritanismo, calvinismo y toda la herejía (repito: es-co-ger) necesaria para dictarse con un amplísimo margen reglas de conducta al borde de las instituciones. Nosotros, no. Aunque el lector notará el provecho constante de las lecciones del padre Filopáter en la preparatoria.

Creo que Sanginés leía mi pensamiento porque en el acto determinó mi destino. Yo acabaría de cursar la carrera (me faltaban sólo un año y un par de materias que podía aprobar en examen a título de suficiencia) y concluir la práctica forense en la cárcel de San Juan de Aragón.

—Empieza a preparar tu tesis. El tema es Maquiavelo y la creación del Estado —dictaminó, añadiendo—: Es preciso que des fin a tu entrevista con Miguel Aparecido —antes de volverse a Jericó y decirle—: Te has negado a seguir una carrera. Crees que la experiencia es la mejor universidad. Voy a ponerte a prueba. Preséntate mañana mismo a las oficinas de la Presidencia de la República en Los Pinos. Están avisados.

Y volviéndose a mí.

—Y a ti te esperan, Josué, en la oficina de don Max Monroy en el edificio de la colonia —mejor diría la nueva ciudad— de Santa Fe.

Suspiró, como si anhelase una ciudad modesta que ya no podía volver a ser y poniéndose de pie dio fin abrupto a la entrevista, dejándome con cierto mal sabor de boca que no sabía si atribuir a una actitud poco relacionada con el trato por lo común amable del profesor Sanginés o, con mayor gravedad, a una melancolía muy semejante a la de los adioses, como si aquí terminase una etapa de mi vida.

Caminamos Jericó y yo en busca de un taxi hacia la Avenida Universidad y nos distrajimos cruzando el parque de los Viveros de Coyoacán, respirando hondo, sin propósito previo, porque estábamos en uno de los escasos pulmones de una metrópoli asfixiada.

—¿Qué te parece? —me preguntó.

—Bueno —me encogí de hombros—. Sigo en lo mismo.

—No, el que cambia eres tú. Max Monroy es un hombre muy poderoso.

—Bah. Quizás no llegue a conocerlo nunca.

Añadí:

—Conociéndote a ti, Jericó, yo creo que no sólo vas a conocer al presidente…

Me interrumpió:

—Él me conocerá a mí aunque no me vea —y añadió—: Mira, apúrate y recíbete. Tenemos veinticinco años. No podemos seguir esperando. Necesitamos un puesto. No podemos dar como ocupación “pienso” o “soy”. Tenemos que ser y hacer.

Sonreí de vuelta.

—Siempre puede uno convertirse en un viejo perpetuamente joven, como Jelly Roll Morton, Compay Segundo o Mick Jagger.

El lector notará que quería poner a prueba en Jericó la alianza que había sospechado con la cultura pop norteamericana por encima de una pretendida filiación francesa que, ya se los dije, me parecía sospechosa. Lo malo es que si hablas de jazz y de rock, aterrizas a fuerza en territorio angloamericano. Francia ama el jazz pero no le da nada más que amor.

Jericó no me hizo caso. ¿Quiénes somos? ¿Qué tenemos? ¿Nombre, ocupación, estado? ¿Somos un terreno baldío?

—Terrain vague —dije con mi cómica sospecha.

Jericó no se inmutó:

—¿Un basurero de lo que pudo ser? ¿Un catálogo de debe y haber perdidos? ¿El fondo de la olla, siquiera? ¿Quihubo, pues? ¡Me cae!

—¿Un ronco cesto donde se acumulan las cosas? —añadí citando a Neruda pero pensando en las tareas pendientes, no sólo la carrera de leyes, no sólo el misterioso prisionero Miguel Aparecido, sino sobre todo el compromiso inconfesable con una mujer que requería protección, a la que no podía dejar sola, suelta, desvalida…

Lucha Zapata era el nombre que se me quedaba en la punta de la lengua como un pájaro en jaula abierta que no sabe de verdad si su salud depende de salir volando o de permanecer encerrado y a merced del alpiste.

Jericó no fue más allá. Había en él, cuando salimos del gran jardín de los Coyotes, una reserva nueva, desacostumbrada, que sin duda tenía que ver con la posición que Sanginés acababa de ofrecerle y que ahora ocupaba nuestras cabezas. Aunque, en retrospectiva, me pregunté si la desacostumbrada frialdad del maestro se debía a la inédita presencia de Jericó, provocando un sesgo en el trato que sólo evocaba, en mi pecho, un sentimiento dual de nostalgia por la atención que antes me dispensaba el maestro y de reproche por el actual.

Sin despedirse, Jericó saltó a un camión en marcha con una agilidad peligrosa y yo detuve un taxi para regresar a la casa de Lucha Zapata, indeciso ahora sobre mi hogar y dirección auténtica.

A menos —sonreí— que esta no fuera la penitenciaría donde me aguardaba —quién sabe para qué— Miguel Aparecido.

—Vámonos que son rieles —gritó Jericó desde el camión. Shrug it out!

Noté nerviosa, rara, distinta y distante a Lucha Zapata cuando regresé esa noche a la casa de la Cerrada Chimalpopoca junto al ruidoso Metro de la Doctores. Se ocupaba con movimientos estáticos de preparar la merienda, evitando mirarme mientras cortaba en dos los aguacates, calentaba las tortillas, les embarraba la carne verde de la fruta, drupa mantecosa que alivia la acidez del maíz mexicano. Sabía que yo admiraba —y me admiraba de— este “profesionalismo” hogareño de mi amiga. Poseía una especie de disciplina doméstica opuesta al desorden de su vida de alcohólica y drogadicta. Era una excelente cocinera y yo me las arreglaba para tenerle siempre llena la alacena de todos esos regalos del mercado que convierten a la comida mexicana en un don de los dioses para un país de mendigos.

Agua en la boca: chile gordo, chile habanero, azafrán, jitomate, huitlacoche, epazote, machaca, cochinita, chotes, chicharrón y orégano. Yo los compraba en La Merced muy de mañana, asistido por una anciana vivaz con trenza color de heno, doña Medea Batalla. Ella se presentó ante mí con ojos de capulín a decirme:

—Deje que lo ayude, licenciado.

—¿Cómo sabe? —dije con la mirada. Ella se tocó un ojo.

—Me los conozco, licenciado. A un licenciado lo ves venir de lejos… Igual que me huelo a los malosos.

Yo me limitaba a reunir en una canasta el producto. Lucha lo convertiría en salsa de albañiles ciegos, sopa de elote y rajas, uchepos, morelianas, enchiladas de plaza y chayotes rellenos. Yo me admiraba de una concentración y destreza que tanto contrastaba con su desorden vital, preguntándome si preguntarle dónde había aprendido a cocinar era el pretexto para hacerla remontar el olvido en el que se empecinaba.

Ella se defendía. Su memoria estaba encerrada bajo llave y su cocina, me daba a entender, era parte de una sabiduría atávica, popular, que no se enseñaba. Se nacía, en México, sabiendo cocinar. Por eso me esmeraba en llevarle el mejor producto, con la esperanza implícita de que un día, comiendo bien, recordara algo y viviera mejor.

Era una esperanza flaca, por no decir vana.

—¿Trajiste cerveza? —me preguntó, de pie, tambaleándose.

—Se me olvidó —dije, recién llegado de la entrevista con Sanginés y Jericó.

—Pobre diablo —me sonrió con los labios torcidos. Se rio—. La cerveza te da frío adentro —añadió sin consecuencia.

Le pedí que se calmara, se recostara, ¿qué cosa quería?, a sabiendas de que pedirle “calma” a una persona de estas era igual que decirle: Estás loca.

Dijo con dulzura repentina que sentía debilidad por los aguacates. Le dije que saldría a comprar una buena dotación enseguida. Me arrepentí. Lucha necesitaba mi presencia. Estaba desvalida, a un paso de la muerte…

—¿Qué quieres de mí? —habló desde una caverna interna.

No le dije nada.

—Mi pasado. Tienes hambre de mi pasado. Eres un metiche —dijo recriminándome por lo que yo no era, como lo demuestra mi vida con Jericó—. Un metiche. Un averiguador. Un narizón.

Se fue con violencia sobre mi nariz. No me costó desviarle la mano. Cayó en el petate. Me miró con inmenso dolor y un resentimiento aún mayor, no exento de ese gran pretexto del fracaso mexicano: sentirse derrotado, ser siempre el perdedor y obtener la salvación, acaso, gracias a la bendición de la derrota. No celebramos el éxito, salvo como pasajero anuncio de la derrota eventual en todo.

—Ya ves —murmuró—. Eres el poderoso. Eres el arbitrario. Me empujas. Me tiras al suelo. ¿Ves por qué vivo como vivo? Porque el poder es arbitrario, arbitrario, arbitrario…

—Caprichoso —dije por un afán estúpido de encontrarle sinónimos a la derrota.

—¿Capricho? —me reviró Lucha Zapata—. ¿Tú crees que vivir y morir es sólo un capricho?

—No dije eso —quise, con torpeza, excusarme, yo de pie, ella hincada sobre el petate, mirándome desde el suelo.

—¿’Tons qué? —preguntó con una voz de derrota y victoria combinadas, ardiente y seca.

No dije nada y ella se abrazó a mis rodillas murmurando quiéreme, Saviour, sólo te tengo a ti, no me dejes, ¿qué te hace falta para quererme más?, ¿qué necesitas para saber que me haces falta?

Me miró como creo que se mira arrodillado, en verdad, al “Salvador” que me llamaba.

¿Sí quería saber de su pasado? Como en la canción, sólo si le conseguía lo que le hacía falta, Saviour, dependo de ti, no quiero echarme a la calle, estoy aquí contigo pero tú debes darme lo que necesito, por favorcito, Saviour, ayúdame a recuperar lo bueno y dejar atrás lo malo, necesito alivio primero, luego te juro que me compongo, me vuelvo buena, ya no me dañaré más a mí misma, Salvador, Saviour, sal y consígueme lo que me falta y te juro que me reformo, date cuenta que tengo dos yos como el señor merengue, y el otro yo manda más que yo misma, ¿qué voy dejando atrás?, ayúdame a recuperar el alma, Saviour, tú sabes que yo soy buena, no creas que tengo gusto por lo malo, no creas que me gusta lo feo, es a pesar de mí, quiero ser buena, mira, quiero tener un hijo contigo, Saviour, hazme un hijo ahoritita mismo para que me redima…

Cayó dormida. Yo ya sabía que su sueño era una muerte anticipada. Salí a conseguir lo que quería. Regresé. La vigilé. Pasé la noche en vela. A las seis de la mañana, Lucha Zapata despertó, me miró con angustia desde el petate desnudo y la súplica en su mirada la apacigüé en el acto dándole inyección y jeringa, ayudándola a atarse el brazo, mirándola viajar del infierno al cielo y caer dormida de nuevo.

Regresé esa noche. Estaba sentada en una sillita mexicana de esas con asiento de paja y respaldo colorido, como una niña castigada. Le sonreí. Levantó la mirada. Un cielo venenoso se debatía entre sus párpados. Se abrazaba a sí misma con una violencia contenida.

—Quieres que me arrepienta, nomás para darte gusto —me escupió—. Eres como todo el mundo.

Le acaricié la cabeza. Se apartó con desdén.

—¿Crees que me puedes domar? —se rio—. A mí ni el amor me doma. Enamorarse es someterse. Yo soy independiente.

—No —le dije sin tristeza—. Dependes de la droga. Eres una pobre esclava, Lucha, no presumas de independiente. No me hagas reír. Me das pena.

Pegó un grito animal, un verdadero alarido de fiera herida, arbitrarios, arbitrarios, empezó a gritar, creen que la costumbre se puede domar, nada me doma, ¿dónde dejaste mi casco de aviador?, sólo volando me pacifico, llévame al aeropuerto, dame un avión, déjame volar como pájaro libre…

Se levantó, se abrazó a mí.

—Hazlo por tu mamacita.

—No la conozco.

—Entonces por caridad.

—No la tengo.

—¿Qué tienes?

—Amor y compasión.

—Compadécete a ti mismo, cabrón.

¿Y el Demonio de las consecuencias, qué?

Dirán mis distinguidos lectores que ir de casa de Lucha Zapata a la prisión de Miguel Aparecido era pasar de un infierno a otro. No hay tal. Comparada con la casa de la Cerrada de Chimalpopoca, el penal de San Juan de Aragón era apenas un purgatorio.

Tenía el pase otorgado por el profesor Sanginés. Fui de reja en reja hasta la celda de Miguel Aparecido. El prisionero se puso de pie al verme. No me sonrió, aunque en su rostro vi una amabilidad desacostumbrada. Nos miramos antes de que yo entrara a la celda. Era evidente que queríamos complacernos. ¿Qué quería él de mí? Yo, de él, sólo más información para mi tesis, aunque ahora que Sanginés había determinado el tema de la misma —Maquiavelo y la creación del Estado— yo me preguntaba qué tenía que ver el pensador florentino con la prisión mexicana.

No tardé en enterarme.

Miguel Aparecido tenía cierto trato que, en realidad, consistía en una serie de preámbulos, no sé si con la intención de educarme. Su figura fuerte, varonil, poseída de un aura de fatalidad junto con un aire de voluntad, me recibía de pie, con los brazos cruzados y las mangas arremangadas, revelando unos brazos de vello casi rubio en la luz incierta de la celda y en contraste con el aspecto gitano, la piel oliva y los ojos del criminal: azul-negro con lunares amarillos.

—No quiere salir de la cárcel —me había advertido Sanginés—. El día que cumplió su primera condena y salió, enseguida cometió un crimen para poder regresar.

—¿Por qué?

—¡Averígüelo Vargas! Me confundo.

—¿Usted lo defiende, maestro? —pregunté con cierta audacia.

—Él me ha dado instrucciones para salvarlo de la libertad.

—¿Por qué?

—Pregúntaselo.

Lo hice y Miguel Aparecido me regaló una sonrisa turbia.

—¿Que por qué me gusta la cárcel, chamaco? Podría decirte cosas como ésta. Porque me libro de las apariencias. Aquí adentro no tengo que pretender que soy lo que no soy o que soy lo que los demás quieren que sea. Aquí puedo reírme de todas las convenciones de la cortesía, los cómo les va, cuánto gusto, a sus órdenes, para servir a usted, hagamos cita para vernos, cómo están en su casa, ¿a dónde van de vacaciones?, ¿cuánto le costó ese reloj tan fino?, ¿no le estoy quitando el tiempo?…

Me reí sin quererlo y él se puso serio.

—Porque me libro de pertenecer a cualquier clase pero sobre todo a la clase media a la que tanto aspiramos. Ellos quieren ser libres, figúrate. Yo quiero ser prisionero.

—La clase media es muchas —volví a atreverme—. ¿De quién se quiere usted liberar?

Sonrió.

—Tutéame o te madreo aquí mismo.

Lo dijo con un tono salvaje. No me dejé amedrentar. No sé qué tenía de mi lado. El encargo del maestro Sanginés. La diferencia con Jericó. La prueba cotidiana, fortalecedora, de atender a Lucha Zapata. O una reciente confianza en mi propia superioridad de estudiante, de hombre libre, de ciudadano capaz de hacerle frente a un criminal reincidente cuya estacada en el terreno de la grandeza era la decisión de permanecer en la cárcel. ¿Para siempre? ¿Hasta cuándo?

No tardó Miguel Aparecido en voltearme el fuego aun antes de que yo destapara la primera carta. Me dijo que yo era muy joven pero quizás no acababa de entender una cosa. ¿Qué? Que la juventud consiste en atreverse. Envejecer es perder la audacia, continuó.

—¿A qué te atreviste tú? —le pregunté adaptándome al tuteo, difícil frente a un ser tan prohibitivo como este.

—A matar —dijo con sencillez, aplomo y finalidad.

Yo no me atreví a continuar con un “¿por qué?” o “¿a quién?” que de antemano carecía de respuesta. Concluí en el acto que Miguel Aparecido dejaba en suspenso esta cuestión porque darle respuesta era conocer la fatalidad de la trama y yo —pasando apenas del “usted” al “tú”— sólo tenía derecho a los prolegómenos.

—¿Sabes lo jodido de la cárcel? —reasumió el prisionero—. Aquí ya no eres nada. Primero, no eres nadie. Quedas separado del mundo. Te tienes que inventar otro mundo y luego hacerte una nueva relación con un mundo que sólo te importa si tú mismo lo creas, ¿sabes, escuincle?

—Licenciado —dije con dignidad.

Él rio.

—’Ta güeno, mi lic. Aquí uno entra y primero se pregunta, ¿quién me protege? Al rato, después de las humillaciones, los golpes, las mentiras, las promesas incumplidas, las soledades, las torturas, las puñetas, los gemidos que no sabes si son porque cagas o te masturbas, la arrogancia de los carceleros, el sadismo de los otros presos, aprendes a protegerte a ti mismo. ¿Cómo?

Me tomó de los hombros. Tuve miedo. Lo hizo sólo para apartarme y verme fijamente a los ojos, sin aceptar cualquier evasión de mi mirada. Si acabé mi vida azotado por la resaca en una playa de Guerrero, debo añadir que en esta escena con el terrible Miguel Aparecido empecé en verdad a ahogarme más allá de cualquier circunstancia anterior de mi vida.

—¿Estás encarcelado injustamente? —dijo el clásico en mi corazoncito.

Contestó que en cierto modo sí, pero al cabo, realmente no.

Leyó la grave interrogante en mi rostro.

—Yo estoy aquí por una gran injusticia —dijo.

—Pero sigues aquí por tu gusto —añadí sin énfasis.

Negó ligeramente.

—No. Por mi voluntad.

—No entiendo.

Dio unos pasos en redondo.

—Primero te da coraje. Estás entambado.

Iba midiendo las palabras con giros alrededor de la celda y estos movimientos me asustaron más que sus palabras. Cuadró la mandíbula. Le tembló la nariz recta.

—Luego te asombras de estar aquí y de sobrevivir al horror inicial y a la impotencia permanente, cabrón… digo, licenciado —sonrió mirándome—. Enseguida te sientes derrotado, de a tiro dado a la desgracia.

Se detuvo y me miró muy feo.

—Al final vuelves al coraje, pero esta vez para vengarte.

—¿De quiénes? —dije a punto de caer en las trampas del Conde de Montecristo.

—De quién, cabrón, de quién nada más. De uno solo.

Lo miré con expectación. Los dos sabíamos que no había respuestas prematuras y que este sería el código de “honor” entre nosotros: nada antes de su tiempo.

Como antes pensé en Edmundo Dantés, ahora derivé hacia el doctor Mabuse, el prisionero que gobierna sus crímenes desde una celda berlinesa. ¿Hay algo nuevo en estas historias carcelarias? Mirando a Miguel Aparecido me dije que sí. Los argumentos se asemejan porque son parte del mismo destino: la libertad perdida. En la cárcel, más que en cualquier otro espacio, nos percatamos de que no hay libertad porque vivimos al día, porque nuestras metas son vanas, frágiles y al cabo inalcanzables, porque la muerte se encarga de cancelar nuestro contrato y no nos enteramos, muertos, de lo que nos sobrevivió y de lo que pereció con nosotros y, a veces, antes de nosotros. Basta recorrer una calle agitada e intentar, en vano, darle trascendencia a las vidas que pasan rumbo a la muerte, anticipándola, tratando de negarla, sometidas todas a desaparecer en un vasto anonimato colectivo. ¿Salvo el músico, el escritor, el artista, el filósofo, el arquitecto? Aun ellos, ¿cuánto perdurarán? ¿Quién, reconocido hoy, será desconocido mañana? ¿Quién, ignorado hoy, será descubierto mañana? Pocas figuras políticas y militares sobreviven. ¿Quién era chambelán de Isabel I cuando Shakespeare escribía, quién secretario de Estado norteamericano contemporáneo del oscuro marinero y escribiente Herman Melville, quién secretario general de la Confederación Nacional Campesina cuando Juan Rulfo escribió Pedro Páramo? Eheu, eheu: fugaces, aprendí en la famosa clase de Derecho Romano: la fugacidad es nuestro destino pero la libertad es nuestra ambición y tardaremos mucho —lo comprendí de rayo mirando al prisionero ante mí— en entender que no hay más libertad que la lucha por la libertad.

¿Entonces por qué este hombre se negaba a ser libre, perpetuaba su prisión y casi se ufanaba de ser prisionero? Me bastó mirarlo para entender que Miguel Aparecido no libraba sus verdades así como así. Me bastaba ver cómo me miraba para saber que me tocaba corresponder con mi paciencia a su misterio, lo cual empeñaba una parcela de mi futuro y de mi propia libertad a la vida de este extraño sujeto que al fin, una vez entendidos los plazos impuestos por el eterno encarcelado, me dijo algo concreto y me pidió algo explícito.

—De aquí sólo se sale por tres razones. Porque te mueres. Porque cumples la condena. O porque te escapas.

Si lo miré con interrogante, fue sin querer.

—Y sólo te escapas, otra vez, si no te mueres, porque eres un chingón para fugarte o porque tienes influencias poderosas —prosiguió—. Ayer salió de aquí un preso por puritita influencia. Y eso me da mucho coraje.

Creo que si el Diablo existe, en ese momento Miguel Aparecido se me apareció como Luzbel, Satanás, Mefisto, el Príncipe de las Tinieblas envuelto en las sombras de una historia inmensa de venganzas acumuladas, deseos arrebatados, voluntades aplazadas, destinos arbitrarios y noches sin luz.

—Hay que castigar al hombre y a la mujer que lo liberaron injustamente.

Aún no entiendo cómo sobreviví esa mañana a la presencia diabólica de Miguel Aparecido.

—Busca a tu amigo Errol Esparza. Dile que debe vengarse.

La orden me retumbó en la vasta oquedad de los silencios carcelarios.

—Debe vengarse.

—¿De quiénes?

—El hombre es Nazario Esparza. La mujer es Sara Pérez, la Sarape, vieja puta de casa de La Hetara.

La vendetta ordenada por Miguel Aparecido quedó aplazada por otras urgencias. Sanginés envió a Jericó a Los Pinos como joven ayudante de la oficina presidencial. A mí me destinó a colaborar en la dirección de las empresas del poderoso Max Monroy por el rumbo de Santa Fe en un nuevo confín de la troglodita Ciudad de México.

Las distancias entre los barrios extremos de la capital pueden implicar hasta dos horas de viaje. Del apartamento en Praga a la Cerrada de Chimalpopoca y ahora a mi inesperado destino en Santa Fe, mediaban tantas distancias como de Rotterdam a La Haya y de La Haya a Ámsterdam, y eso sin contar mi paso por la cárcel de San Juan de Aragón.

¿Qué me quedaba hacer? Mi desconcierto me impuso una salida: visitar de nuevo a la señora enterrada en el panteón sin nombre, cuya ubicación yo desconocía, y pedirle consejo. Los muertos no tienen horarios. A menos que la eternidad sea el reloj sin manecillas donde se funden los tiempos.

Me dije estas palabras caminando por el Paseo de la Reforma, indeciso en cuanto a mi o mis, en plural, destinos, cuando el cielo se oscureció y de lo alto de la columna de la Independencia bajó volando el Ángel de la misma, me apresó del cuello y me levantó en alto con un aullido o llanto o suspiro —todo a la vez— que se mofaba de mí al tiempo que me preguntaba, desconcentrándome: —¿Conoces el sexo de los ángeles?

Quería contestar: no tienen, por eso pueden ser ángeles, sólo que el ser que me llevaba por los aires se impuso a mis palabras y me habló con una voz de hombre y yo reconocí esa voz, era mi viejo amigo Ezequiel, el profeta envuelto en un viento tempestuario que me llevaba volando sobre castillos y rascacielos, lomas suntuosas y montes pelones, barrios de lodo y jardines de rosas, pronunciando al vuelo sus recomendaciones, ponte en guardia, no les temas, háblales aunque no te escuchen, ayuna, avísales que llegará un profeta entre ellos, diles que escuchen las voces de la multitud, y yo escuché una gran carcajada cuando el profeta Ezequiel, que también era, en sus momentos libres y cuando le daba por el trasvestismo, el Ángel de la Independencia, me soltó y yo vi que una de sus patas brillaba pero era una pata de becerro.

La tormenta navegaba mi caída. Un suelo repentino la cegaba. Una fronda verde la apaciguaba.

Caí de bruces.

Frente a mí, de nuevo la tumba de la

ANTIGUA

CONCEPCIÓN

Y la voz reconocida:

Dale tres vueltas a mi tumba, Josué. Gracias por venir solo. Vivimos en un mundo escoltado. Nadie se mueve sin escolta. Dicen que dizque por seguridad. Puras potatoes. Es por puritito miedo. Vivimos en el miedo. Se nos frunce el apellido, por decirlo con cortesía.

El suspiro hizo temblar la tierra.

Tú no —continuó—. Tú no tienes miedo. Por eso vienes solo a verme. Se te agradece. Solo y tu alma. Porque aunque no lo creas, tienes un alma, hijito. Cuídala. No la cambies por un plato de lentejas o por una sopa de frijoles.

—Señora —le dije—, voy a trabajar en la oficina de Max Monroy. De su hijo, señora…

Ya lo sé.

—¿Quién se lo dijo?

La tierra tiembla. Es su manera de hablar. Me llegan mensajes cada vez que tiembla.

—¡Ah!

Sometí mi propio asombro y añadí con rapidez:

—¿Qué clase de mensajes, señora?

Que vas a entrar a un mundo nuevo, ciruelito. Antes, en el mundo que yo conocí, era el presidente de la república el que dispensaba justicia, escuchaba quejas y recibía peticiones, ¡antiguo rey! Una vez llegué con mis quejas y peticiones al presidente Adolfo Ruiz Cortines, el último presidente. Él ni me miró. Sólo dijo: No me molestes. Entonces, le contesté, no seas presidente. Levantó la mirada y en sus ojos borrachos de sol vi lo que era el poder: una mirada de tigre que te hacía bajar los ojos y sentir miedo y vergüenza.

Creo que en ese momento la tierra donde estaba enterrada la señora era un enorme ojo de ciclón.

Ella debió leer mi pensamiento.

No seas ojete, dijo con la grosería valentona que ya le conocía. Si vas a trabajar con mi hijo, mejor pon mucho ojo. Max Monroy es mi heredero. Es un ser de otra estirpe. De la mía. Los millonarios de antes son unos pordioseros al lado de Max Monroy. Fíjate, los conocí a todos. Se hicieron ricos gracias a la revolución, que los elevó de la nada abriéndoles oportunidades que antes les negaban a los de abajo. Federico Robles luchó en Celaya con Obregón contra Villa y el Manco desde entonces lo mimó, lo encauzó en la política y cuando la política o se volvió peligrosa o dejó de rendir, lo encaminó a los negocios en lo que era entonces tierra virgen o como decía el propio Robles, un hombre fuerte pero sentimental, que se decidió a construir sobre los campos desolados de la batalla, incluso manchándose la conciencia, hubo de sacrificar los ideales para construir un país, sentirse con derecho a todo porque había hecho la revolución, sentado las bases del capitalismo, creado una clase media estable e inventado el verdadero poder mexicano, que “no consiste”, Federico Robles decía, en el despliegue de la fuerza, “sino en tomar al país del cogote” y ser “los grandes chingones”, y ese mismo hombre, me consta, era capaz de describir a una mujer amada, de respetarla, de amarla sin levantarla ni hundirla, dándole una dulce brutalidad, la fuerza que una mujer —ella, Hortensia Chacón— necesitaba para querer y merecer su vida. Esto yo lo sé. O el caso de Artemio Cruz, otro millonetas salido de la nada, de un jacal jarocho, que hizo fortuna chaqueteando, cambiando con mucha oportunidad de un bando al otro, traicionando a medio mundo para hacerse de un periódico y dedicarse a hacer fortuna sirviendo al poderoso en turno… que era, al final de cuentas, él mismo, el mero Artemio Cruz…

Otro suspiro sísmico.

¡Ay! Y sin embargo era un hombre, tuvo amores, los perdió, Artemio Cruz tenía una herida, chamaco, ¿tú tienes alguna?, no veo cicatrices en tu cuerpo…

—¿Entonces qué ve, señora?

Ay, veo la ignorancia de ti mismo. Tú no sabes quién eres. Todavía no lo sabes. Artemio Cruz tenía una herida de amor abierta y se pasó la vida tratando de cerrarla. Fracasó. Y fracasó por su propia culpa. Nada más. Tuvo un hijo valiente. Lo perdió. En cambio, ese califa de la frontera norte, Leonardo Barroso, ese sí que no tiene perdón. Era un rufián que no conoció un día de compasión, ni siquiera hacia su propio hijo defectuoso, al que le quitó la esposa, prostituyéndola, ¿me oyes?, la tal Michelina Laborde, de esas putitas de sociedad que se venden al mejor postor, sin vergüenza cual ninguna porque para tener vergüenza hay que tener coco, tantita cabeza nada más, y estas pendejitas de sociedad mueven la nuca y oyes el rodar de una canica aunque los ojos les parpadeen como calculadoras. Leonardo Barroso era un miserable lameculos de los gringos, padre de otro hijo cruel y misógino, hijo y nieto del incesto con la mentada Michelina pero abuelo de una mujer valiente, sagaz y perversa, María del Rosario Galván, a quien de repente conocerás en tu nueva vida. ¡Generación tras generación, degeneración!

Yo interrogué en silencio. Ella leía el silencio.

¿Sabes, hijito? A veces siento… pues nostalgia por los tiempos idos. Sólo que ya no tenemos monedas de oro, como en la antigüedad, para conmemorar lo que vivimos. Tenemos fotos, tenemos cine, tenemos tele. Esa era nuestra memoria: fotografiable, fumable, archivable. Ahora todo cambió y allí viene la historia de mi hijo Max Monroy. De tal palo etcétera. Sólo que Max no es astilla. Es tronco. Es como el Árbol del Tule de Oaxaca, un gigantesco sabino con cuarenta metros de altura y cuarenta y dos metros de ancho y dos mil años de vida. Y aunque Max Monroy sólo tenga ochenta y tantos años, es como si encarnara dos milenios por ser tan sabio y chingón aunque sea mi hijo y lo es porque de su padre por fortuna no heredó nada sino la vaga memoria de un país destrozado por su propia épica, chamaco, de eso no se puede vivir para siempre, digo de la épica, y en México lo épico de la revolución lo justificó todo, el progreso y el atraso, la construcción y la corrupción, la paz y la política. Todo en nombre de la revolución. Hasta que la matanza de Tlatelolco dejó encuerada a la revolución. Encuerada pero cagando sangre, cómo no.

¿Cómo competir con la épica?, tembló la voz de la señora, en la cual no se disimuló una cierta satisfacción con sí misma, de sí misma…

Adelantándose —afirmó desde la tumba— como yo. Ya te lo conté. Me adelanté a todo y por eso pude heredarle a mi hijo Max Monroy una fortuna independiente, no sujeta al favor presidencial o al vaivén político. Eso lo agotó mi miserable esposo. El general vivió un mundo de tormentas atormentado por los insultos, los desafíos físicos, los elogios desmedidos, los lambiscones, las culpas eventuales, en soledad, ¿crees que tantísimos hijos de la chingada como ha habido en México nunca se sentían culpables, tú lo crees?

Max Monroy, exclamó desde el sepulcro su madre invisible, pero infatigable, ¡Max Monroy!

Y luego en voz muy baja y barajando épocas, los muertos, los campos secos, las cosechas perdidas, los niños huérfanos, todos al monte, huyendo siempre, los niños, las mujeres, las vacas, al monte, al monte, al monte… Algún día teníamos que quedarnos quietos, conformes, obedientes… El pueblo se agotó. O lo agotó la boda de la miseria con la injusticia. ¿Quién sabe?

La voz se iba apagando.

La señora se perdía en los recuerdos de lo que quería olvidar.

Todo era impredecible…

—Lo sigue siendo, señora —me atreví, contribuyendo.

La muerte, las cosechas, la descendencia…

—¿Quiere que le diga algo a su hijo? ¿Un recado?

El silencio sepulcral fue seguido de una vasta carcajada.

Nuestras almas revolotean como vampiros…

Al cruzar el río, los perros quedan detrás de los soldados…

Los soldados desollando chivos, asando puercos, ¡se acabó!

Mis tetas se hincharon durante todo un año.

Para amamantar a mi hijo.

Anda, dale tres vueltas a mi tumba.

Desperté sobre el petate de la casa de Lucha Zapata y miré con desconcierto la luz del alba. En mi memoria inmediata no estaban el cementerio ni la dirección o el código postal de donde yo venía sino un río inexistente en esta meseta desolada y seca y sofocada. Un río que era como un dedo trunco señalándome el camino del mar.

Ustedes, que ya conocen mi desenlace, pueden creer que invento a posteriori los eventos del pasado. Les juro que no es así. Y la razón es que esa madrugada hubo una recurrencia de continuidades asombrosas entre mis horas en la tumba de la Antigua Concepción y mi despertar en la casita de Lucha Zapata.

Pues como si la voz de la madre muerta de Max Monroy se continuase en la de la amante viva de Josué Nadal que soy yo mismo, el narrador de esta historia, Lucha Zapata caminaba descalza y con un camisón blanco del petate a la cocina y de regreso al petate describiendo, evocando, alucinada, como una sonámbula, un encuentro en una calle vieja y olvidada, sórdida y perdida. Lucha encuentra en un rincón de la noche (así son sus palabras, ahora son sus palabras, no las mías) a un hombre en harapos y cubierto de periódicos. Hay una gran oscuridad. Los ojos del hombre son muy negros y brillan. Todo en él está gastado, salvo la mirada.

Ellos se miran. Él le da la mano a Lucha. Se levanta sin decir palabra y conduce a la mujer a lo largo de las calles de la noche. Se detienen frente a una ventana iluminada. Adentro se celebra una fiesta. Ha de ser una ocasión de familia. Una niña de unos ocho o nueve años divierte a todos haciendo cabriolas, diciendo chistes y cantando canciones. Lucha se muestra encantadora, abre la puerta (que ya estaba abierta) y entra, moviéndose hacia la niña que es el centro de atención. Lucha se acerca. La niña la mira y se retira, cada vez más, hacia un rincón oscuro de la sala.

Cuando Lucha la arrincona, la niña se sienta en una silla tiesa. Parece castigada. Lucha me dice que la niña está allí, aunque en realidad está muy lejos. Se abraza a un oso de peluche. Se cubre con la frazada que le da seguridad.

—¿Quién eres? —le pregunta la niña a Lucha—. ¿Qué haces aquí? No te queremos. Vete de aquí.

Lucha quiere decirle algo pero las palabras no le salen. Lucha no entiende el porqué del rechazo de la niña. Se siente humillada. Sale corriendo. Se tropieza con un triciclo blanco adornado con una canasta de flores. Se levanta y en la calle se entrega en brazos del hombre moreno que la conduce lejos de allí.

El camino desciende abruptamente. Les rodea una noche gigantesca, irresistible como un carnaval: Lucha se deja llevar por sus pensamientos, sus pensamientos la llevan muy lejos del sitio donde está. La noche la va transformando —dice, me dice esta mañana—, conduciéndola a un mundo donde los sentidos gozan de paz y suficiencia al tiempo que se agitan cruelmente, pidiendo más, siempre más…

—¿Sabes, Saviour? —se dirige de repente a mí—. El placer es un poco de orgullo y otro tanto de odio hacia ti misma. Un sentimiento de desesperanza. Junto a una sensación juvenil de vida eterna…

Dice que era miembro de una pandilla que la protegía y le daba lo que necesitaba. Comparó su soledad anterior y olvidó su calor familiar. Ahora era parte de una pandilla.

Dio nombres:

—Maxi Batalla. El Florido. El Tasajeado. El Cacomixtle. El Sabor de la Tierra.

No me dijeron nada. Ella lo sabía y continuó.

—Te conviertes en parte de una legión de outsiders, de extraños o extranjeros, como gustes. Tu vida es de nadie. De día, duermes.

Una noche —prosigue— de ese grupo anónimo, sin rostro, un individuo emerge. Es un muchacho moreno, alto, esbelto. Ella dice que entre los dos nace un sentimiento de amor, ternura y mutuo reconocimiento. Una atracción.

—Ya no soy un rostro en la muchedumbre nocturna, Josué.

Yo no digo nada. Por primera vez, ella recuerda. No la interrumpo por nada del mundo. Dejo para otra ocasión reunir las piezas del rompecabezas. No digo que ella ha conocido dos veces por primera vez a un hombre. El sueño tiene su propia lógica y no la entendemos. También se equivoca llamando “anónimo” a un grupo cuyos nombres ella “recuerda”.

—Sí.

Dijo que con él se sintió totalmente libre y abierta. Él le ofrecía una salida. No un regreso a los valores convencionales sino un movimiento hacia valores propios, pensantes, creativos.

—Quería ser sincera con él. Quería regresar con él a la ventana iluminada de la casa.

Lucha Zapata abrió los ojos y me di cuenta de que cuanto me había dicho lo había dicho sin mirar.

—Él entendió. Entendió de dónde venía yo. Entendió cuánto dejaba detrás de mí y cuánto le debía a lo mismo que negaba con tanto afán rebelde… Una noche, durmiendo lado a lado, él despertó y me atrajo hacia su cuerpo. No sé si fue a la hora del amanecer o al huir el sol. Entendí, eso sí, que después de ir conmigo a la casa iluminada, él se dispuso a ser como yo, ¿me entiendes?, como le fuese posible. Me hizo el amor y al venirme entendí que con él yo podía alcanzar un compromiso. No regresaremos ni al mundo que yo dejé ni al mundo donde él me encontró. Crearemos juntos nuestro mundo.

Dijo que esa fue la concesión. Juntos los dos saldrían de la ciudad doliente. Esa fue la concesión de Lucha. La de él, compartir con ella una última noche en el paraíso artificial, evocando a Baudelaire, “incendiado por el amor de la belleza, no podré darle mi nombre al abismo que me servirá de tumba”, porque lo que ambos ignoraban era que el cuerpo de él, que sexualmente era de ella, ya no era de ella orgánicamente.

—Traté de despertarlo —gritó Lucha esta mañana—. Lo sacudí, Saviour. Lo toqué. Era la estatua helada de la muerte… ¿Y qué hice entonces, Saviour? Lo abandoné. Abandoné el cadáver en el cuarto de hotel. Salí a la calle. Me dejé caer en el centro de la noche deseando morirme si con ello lo resucitaba a él.

Quise levantarme del petate para coger los brazos agitados y las manos que arañaban sus ojos y ella gritó que la dejara, que tenía que arrancarse su propia piel, su identidad propia, salvaje, ciega, violenta, buscando la muerte —la abracé muy fuerte—, cortejando a la muerte —la tomé de las manos—, corriendo la cortina de la nada sobre cualquier propósito creativo que pudiera derivarse de una vida cada vez más, para siempre jamás, tan temeraria.

Se me colgó del cuello.

—Saviour, soy la novia muerta de una memoria viva. No hay mañana mañana. Pierdes todo sentido del tiempo. Cada día es idéntico al anterior y al que sigue. ¡Qué chinga, Saviour!

—Si quieres —le dije—, no pospongas más tu muerte, Lucha Zapata.

—No pospongo —me contestó—. Apresuro.

Nadie negará, hermano Angelo, mis buenas intenciones. Quería ser arquitecto. Quería ser creador. Soy veneciano. Miro la luz temblorosa de Tiépolo. La encarno en la arquitectura luminosa de Paladio. Entre aquella luz y esta arquitectura, se puebla el norte de Italia: tenemos luz y tenemos forma. Ser arquitecto después de Paladio. Iluminar después de Tiépolo. Hermano Angelo: ambas cosas me fueron negadas. Viajé de Venecia a Roma —tenía veinte años de edad— en el séquito de Francesco Vernier, embajador de la ciudad de Venecia ante el Pontífice. Miré la eternidad de sus ruinas. Miré la fugacidad de Roma en su papado. Muere el Papa. Cambia la corte. Roma se llena de familias nuevas reclamando puestos, favores, comisiones. ¿Ciudad Eterna? Ciudad fugaz, transitoria. ¿Ciudad Eterna? Sólo la piedra muda permanece.

Por eso quería ser arquitecto, hermano. Veía el mundo inerte y quería animarlo con la arquitectura. Quería crear. La inercia del mundo me dijo: no. Ya hay bastantes obras de ayer y hoy. Nadie necesita a un arquitecto más. No pienses en las obras que no podrás hacer. ¿No? ¡Ah! Entonces pensaré en las obras que no podré hacer.

No encontré un mecenas. Sin mecenas no se hace nada. Así encontré un mecenas. El pueblo de Roma, pidiéndome, Piranesi, Giovanni Battista Piranesi, yo seré tu mecenas, Roma yo con mis ruinas, mis rincones desconocidos, mis basureros hurgantes, mis sarcófagos devastados, yo me ofrezco a ti, Piranesi, a condición de que no reveles mis secretos, no me muestres a la luz del día, sino en la profundidad más oscura del misterio…

Te reclaman, ¿por qué no estudias mejor el desnudo? ¿Por qué te empeñas en retratar jorobados, gente estropeada, cuadroni magagnazi, sponcherati storpi? ¿Por qué no muestras la verdad estética? ¿Por qué?

Porque yo apuesto a la infidelidad estética. ¿Aunque sea fea? No. Porque posee otra belleza. ¿La belleza de lo horrible? Si el horror es la condición para acceder a la belleza desconocida, latente, por nacer, sí… ¿Desprecias así la belleza antigua? No, encuentro el lugar que se niega a ser antiguo. ¿Y qué lugar es ese? ¿Hay lugar que no envejezca?

Reúno a mis custodios. Convoca a mis testigos, hermano Angelo. Leones de piedra, miradas. Puentes de piedra, suspiros. Muros de piedra, encierro. Bloques de piedra, cárceles.

Introduciré en el espacio de la prisión máquinas y cadenas, sogas y escaleras, torreones y lábaros, travesaños podridos y palmeras enfermas. Una escenografía. Humo invisible. Cielo engañoso. ¿Qué cosa respiramos, hermano? ¿Qué cielo nos ilumina? Velos. Allí están en el cielo y el humo. Pero son inciertos, intocables, parte de la escena, distracciones pasajeras, iluminaciones teatrales: humo y luz para una cárcel sin entradas ni salidas, la prisión perfecta, la cárcel dentro de la cárcel dentro de la cárcel. Profusión de escapes: no llevan a ninguna parte. Lo que entre se queda aquí para siempre. Lo vivo muere. Se vuelve excrecencia. Y la excrecencia, ruina.

¿El mundo es una cárcel? ¿La cárcel es un mundo?

¿Se libera la cárcel de sí misma en el diseño previo de mi autoría? —lo digo yo, Giovanni Battista Piranesi—. ¿O es mi propia imagen la que encarcela a la prisión?

No hay seres humanos aquí. Pero hay la humana pregunta sobre el origen de la luz. Y si no hay más luz que la pregunta, la pregunta se convierte en negación del destino, sombrío como estas cárceles, cámaras sepulcrales de un cielo en disputa eterna. No hay seres humanos en el cielo perdido. Hay prisioneros. El prisionero eres tú.

Me envenenaron, fray Angelo, los ácidos de los que me sirvo para grabar. Me mató mi arte. ¿Sobrevivirán mis cárceles? Creo que sí. ¿Por qué? Porque son las obras que no pude hacer: son las ruinas de los edificios que no pude construir.

Sin embargo, morí con la ambición de diseñar un nuevo universo. Sólo que nadie me lo pidió y debí partir con una sola angustiosa pregunta. ¿Cómo encarcelar a la vida a fin de arruinar a la muerte?

Te lo pregunto a ti, mi hermano Angelo Piranesi, porque eres monje trapense y no puedes hablar.

Ni padre, ni madre, ni perrito que te ladre, solía declinar su reconocida ternura la carcelera de mi niñez y adolescencia, doña María Egipciaca, significando mi insignificancia en el vasto orden de las relaciones humanas, comenzando por la familia. La fortuna, si no la virtud, me fueron deparando más tarde relaciones fugaces (con la enfermera Elvira Ríos), más o menos permanentes (con la atormentada Lucha Zapata) o muy vulgares y a la vez misteriosas (como con la puta de la abeja tatuada en la nalga).

Ahora, la decisión (al parecer inapelable) del maestro Antonio Sanginés me conducía a las puertas del edificio Vasco de Quiroga en la novísima y floreciente zona de Santa Fe, un viejo erial abandonado en el camino a Toluca, lleno de precipicios arenosos y baldíos de yeso blanco, que de la noche a la mañana, impulsado desde el gran corazón reventado de la urbe mexicana, se desparramó primero sólo para levantarse enseguida en un vasto valle de cemento y vidrio, rascacielos verticales, supermercados horizontales, estacionamientos subterráneos y todo, siempre, vigilado por los centinelas de vidrio y cemento que eran como las levantadas gafas del sol imponente, empeñado en vengarse del desafío de una arquitectura escandinava hecha para abrirle campo al astro en un país, el nuestro, donde la sabiduría ancestral nos pide muros anchos, sombras largas, rumores de agua y café caliente para combatir el exceso dañino de la luz del sol.

Lo extraño —me dije al acercarme al edificio Vasco de Quiroga— es que en Santa Fe el prelado español de ese nombre fundó una utopía con el propósito de proteger a la población indígena recién conquistada y ofrecerle una sociedad —otra sociedad— inspirada por las ideas de Tomás Moro: la utopía de la igualdad y la fraternidad pero no de la libertad, ya que sus reglas eran tan estrictas y limitadoras como las de cualquier proyecto que se propone igualarnos a todos.

Frente al edificio, la estatua blanca del prelado, de pie, acariciando la cabeza inclinada de un niño indígena. En el edificio, una entrada vigilada por clásicos guardaespaldas de cabeza rapada, camisa blanca y viejas corbatas de cintillo, trajes y zapatos negros y sacos abultados por los indisimulables instrumentos del oficio. Los guaruras miraron con indiferencia la estatua del protector de los indios sin entender nada aunque, acaso, seguros de que ser pistoleros protectores de políticos, potentados y hasta prelados en el México de la vasta inseguridad del siglo XXI era una forma remunerada de la utopía. La verdad es que detrás de las grandes gafas negras de los guaruras y a los pies de sus proporciones físicas de armario, no había ni reflejo ni fundamento para utopía alguna.

Cumplí los requisitos de seguridad. Pasé por los arcos triunfales de la sospecha universal. Acudí al elevador y salí a la planta número 12 del edificio. Una muchacha bajita y morenita aderezada por grandes gafas de marco blanquinegro como un anuncio de los amores de Pierrot y Colombina sobre los que caía el delgado aguacero de esos peinados uniformes de secretarias, enfermeras y dependientas varias que bailan encima de las cejas como si huyeran del cráneo, me dijo el consabido “Por aquí, señor” y seguí su triunfal taconeo (anunciaba su salvación de quién sabe qué destino peor que la muerte: la adiviné arrinconada, violada, azotada, hambrienta ¿por qué no?, bastaba un ¿águila o sol? del destino), con la fatal certeza de que caminaba detrás del triunfo permitido. Un centímetro más allá y la señorita…

—Ensenada, para servir a usted.

—¿Apellido o primer nombre?

—Todo eso y más. Allí nací, señor —dijo con desparpajo mi pequeña guía por los pasillos del poder empresarial.

—Ensenada de Ensenada de Ensenada de —dije con fingido asombro.

A ella esto no le gustó. Abrió una puerta y me dejó allí, en manos de la siguiente mujer, sin siquiera despedirse. A la mujer número 2, una matrona afable de amplias preocupaciones, le di mi nombre. Ella se levantó, abrió una puerta de cedro y me invitó a pasar a un acuario.

Digo bien. Las luces de la oficina donde me hallaba nadaban, sin delatar su origen, al encuentro con la luz que entraba, tamizadas por cristales acuamarinos y al abrazarse ambas luces, la invisible de adentro y la filtrada de afuera, creaban una atmósfera de poder sometido. No sé si la expresión es más fuerte y menos afortunada que la realidad. Lo que quiero decir es que la iluminación de este despacho era una creación que aprovechaba la luz natural y la artificial también para crear un espacio visual que no podía ser sólo decorativo, ni siquiera símbolo de una función o de un poder sin énfasis.

No tardé en comprender que el espacio que me recibía no había sido inventado para mí o para nadie sino para la mujer que se levantó del sillón posado junto a un escritorio revolvente y que aquí ella pasaba casi tantas horas como un pez en un acuario. La oficina era suya, no mía. Me sentí intruso. Ella se puso de pie. Yo tenía una vaga paideia de la cortesía hispanomexicana: las mujeres no tienen por qué ponerse de pie cuando llega un hombre.

Lo que pasa es que Asunta Jordán —pues así se me presentó— no era una señora común y corriente sino lo que las luces y su simbología me daban a entender. No una mujer con poder ni de poder, aunque sí una mujer poderosa.

Yo sabía de antemano que pisaba los terrenos del gran Max Monroy, un hombre octogenario, fuerte, riquísimo e hijo de mi fantasmal amiga la Antigua Concepción que yacía enterrada en un panteón misterioso. Pero si en algún momento abrigué la fantasía de que mi relación con la madre me aseguraba el acceso inmediato al hijo, Asunta Jordán apareció ahora interponiéndose en el camino, pidiéndome cortésmente que tomara asiento e iniciando en el acto y en balde un monólogo instructivo, como si yo, inmerso en esta caverna platónica donde las luces de la ciudad real eran vagas y ondulantes sombras en el cielo raso de la oficina, tuviera otra atención fuera de la que le prestaba a esta mujer de altura media tirando a alta, dueña de un cuerpo vigoroso, puntual, profesional que yo me dispuse a adivinar de abajo hacia arriba, empezando por los zapatos negros, de tacón bastante alto, con escote amplio por donde pude adivinar el principio (el origen, el nacimiento) de sus senos antes de ascender por las piernas cruzadas que ella descansó cuando (creo que) me vio mirándolas, con sus medias color carne que conducían a la falda (que ella restiró instintivamente hacia abajo, acercando la mano con una pulsera, una pulsión, un pulso silencioso a los muslos) y a la chaquetilla del conjunto sastre azul oscuro de rayas separadas sobre una blusa color vino. Llevaba perlas en el cuello, un solo brillante en la oreja y luego la cabeza de barbilla levantada como si ese gesto anunciase el tranquilo desafío de los labios entreabiertos, los ojos oscurecidos, la nariz alerta, la frente sin preguntas ni respuestas y la cabellera tornasolada y corta, cuidadosamente casual.

Registré la realidad y el misterio de esta mujer, cayendo de inmediato en la cuenta de que la realidad era un misterio y que ella lo guardaba celosamente como si alguien, mirándola, pudiese creer que la realidad no era más que eso: la realidad. Mirando por vez primera a Asunta Jordán, resumí mi anterior experiencia en materia femenil diciéndome a mí mismo que cuando se habla —y se habla mucho— del “misterio” de una mujer, en verdad se está trasladando al sexo femenino una serie de vicios para destacar las virtudes del sexo masculino o, al revés, dándole a la mujer virtudes que de manera tácita nombran nuestros vicios masculinos. ¿Quién, por ejemplo, guarda mejor un secreto: ellas o nosotros? ¿Quién es más estoica, en el sentido prístino (Filopáter dixit) de “vivir de acuerdo con la naturaleza”, lo cual se presta a todas las interpretaciones porque auspicia todos los vicios y todas las virtudes que son acordes con la misma? Y ¿hay algo que la naturaleza exima de su reino, de las alturas místicas a las bajezas morales, de la santidad al sexo?

Admito que en la presencia de Asunta Jordán todo esto venía a mi ánimo, no de manera premeditada sino instantánea, disolviendo mi cuestionamiento dual en una sola afirmación unitaria: la fachada de Asunta Jordán era la del deber, de allí su atuendo, su voz, su secretariado —pese a la oficina de mareas acuáticas, más propia de una sirena que de una secretaria ejecutiva. ¿No era todo ello algo más que una concesión a los sentidos, era una invitación más que un capricho?

Me detuve en la mirada oculta (igual que la de los guaruras) por gafas oscuras que de repente ella se arrancó, revelando unos ojos que serían hermosos si no fueran tan duros, inquisitivos, mandones y que lo eran —hermosos— a pesar de ser todo lo que digo.

—Usted no me está escuchando, señor.

—No —le respondí—, la estaba mirando.

—Disciplínese.

—Creo que mirarla bien es la primera disciplina en este lugar.

No sé si sonrió o se enojó. Su boca admitía muchísimas lecturas. Sus ojos negrísimos delataron la artificialidad de la cabellera de rayos solares y solicitaron —pensé entonces— más íntimas investigaciones.

Que nadie le diga que yo hablo sin parar o que no escucho consejos. Que busque un equilibrio. Que le traiga un poco de concierto al país. Que le dé a México un aire de triunfo. Y sobre todo, que no se le vaya todo el tiempo, señor presidente, en satanizar a su antecesor o en pagarle favores a quienes lo apoyaron.

Me contó Jericó que el Señor Presidente de la República, don Valentín Pedro Carrera, lo recibió en el despacho oficial de Los Pinos con estos conceptos y le pidió que tomara asiento en una silla notoriamente más baja a la del jefe del Ejecutivo mientras éste iba recorriendo con los dedos largos los bustos de los héroes —Hidalgo, Juárez, Madero— que adornaban su vasta y desnuda mesa de trabajo. Además de héroes, muchos teléfonos y detrás del asiento de Jericó, tres aparatos de televisión silenciosos pero transmitiendo imágenes constantes.

Le dijo a Jericó que buscaba siempre sangre nueva para ideas nuevas. El licenciado Sanginés había recomendado a Jericó como un muchacho inteligentísimo, muy culto, preparado en el extranjero y sin ninguna experiencia política.

—Menos mal —rio el presidente—. Corrígeme a tiempo, Jericó —dijo con la campechanía del tuteo inmediato autorizado, también, por la diferencia de edades: Valentín Pedro Carrera frisaba la cincuentena pero decía en broma que “de los cuarenta para arriba no te mojes la barriga”.

—¿Conque muy culto, no? Pues cuídame mucho porque yo no lo soy. No te midas, corrígeme a tiempo, no vaya yo a hablar de la novelista brasileña Doña Sara Mago o de la filósofa árabe Rabina Tagora.

Lanzó otra carcajada, como queriendo aflojar tensiones y poner a Jericó de buenas y receptivo para lo que el señor presidente Carrera pensaba decirle.

—Mi filosofía, joven, es que aquí debe haber rotación de individuos, pero no de clases. Y es necesario rotar a los individuos porque si no las clases se alborotan de ver las mismas caras. Se alborotan los de abajo porque la permanencia de los de arriba les recuerda la ausencia de los de abajo. Se alborotan los de arriba porque temen que una gerontocracia se perpetúe y los jóvenes nunca pasen de subsecretario o de oficial mayor, o de plano, de perico-perro…

Angostó la mirada hasta parecer un chino-ario, pues sus facciones españolas se mestizaban con la tez morena y ambas con una mirada oriental.

—Te he llamado tras de hablar con mi viejo consejero Sanginés a fin de que me des una mano en un proyecto que me traigo.

Se atusó el bigote rojizo, entrecano.

—Te explico mi filosofía. La meseta mexicana no es sólo un hecho geográfico. Es un hecho histórico. Es una altura llana, o un alto llano, que nos permite mirar la estatura del tiempo.

Jericó entrecerró los ojos para no bostezar. Esperaba todo un ejercicio oratorio. No fue así.

—Pero al grano, Jero… ¿Me permites llamarte así?

¿Qué iba a decir “Jero” sino nada más que un consentimiento cabeceado? Dice que no se intimidó ni se rebajó al “como usted guste, señor presidente”.

El cual prosiguió explicando que no sólo de pan vive el hombre, sino de festejos e ilusiones.

—Hay que inventarse héroes y heredarlos —dijo Carrera acariciando las testas inocentes de los bronceados prohombres de la Nación—. Hay que inventar “el año” de algo que distraiga a la gente.

—Sin duda —dijo Jericó, atrevido—. La gente necesita distracción.

—École —continuó el presidente—. Mire —acarició las tres cabezas, una tras otra—. A mí la Independencia, la Reforma y la Revolución me pasaron de noche. Yo soy hijo de la Democracia, fui electo y sólo le doy cuentas a mis electores. Pero le repito, no sólo de urnas vive la democracia y aquí y en China hay que crear fechas memorables que a la gente le dé orgullo, memoria a los amnésicos y porvenir a los insatisfechos.

No dijo “he dicho” pero hagamos de cuenta. Dice Jericó que le envió al Ejecutivo una sosegada mirada de interrogación.

—Las fechas conmemorativas nacen de fechas sin importancia —aventuró mi amigo y se dio cuenta, andaba calando, de que al presidente no le gustaba que lo vieran desconcertado.

—O sea —continuó Carrera— que un presidente tiene que tener un hedonómetro.

Jericó fingió cara de idiotez. La vanidad presidencial fue restaurada.

—Hay que medir el placer, la felicidad, el gusto de la gente. Tú que eres tan culto —asomó la cola la ironía—, ¿crees que existe una ciencia de la felicidad? ¿Cuánta felicidad necesita el mexicano medio? ¿Mucha, poca, nada? Óyeme bien. Te habla la voz de la experiencia, ¡faltaba más!

Aunque la mirada era la de la saña más perversa.

—Este país ha vivido siempre en la miseria. Desde siempre, una masa de chingados y encima nosotros una minoría de chingones. Y créeme, Jero, si queremos que siga todo así, hay que hacerles creer a los jodidos que aunque estén jodidos son más felices que tú y yo.

El rostro se le tranquilizó.

—O sea, mi buen Jero. Yo no quiero que los mexicanos sean ricos. Yo quiero que sean felices. Mira nada más a los gringos. ¡Qué cara les resulta la prosperidad! Trabajan sin descanso, comen mal, seguramente joden de prisa, puro quickie suburbano, no tienen vacaciones, no tienen seguro social, se retiran a los cincuenta años y se mueren a la vera de una cortadora de pasto. Mucho trabajo, mucho dinero y poca satisfacción… ¡Vaya felicidad! En México, al menos, ha habido siempre un cierto bienestar, ¿cómo te diré?, pues pastoral, tú feliz con tu tortilla por aquí y tus tequilas por allá…

Otra vez el ogro.

—Se acabó, joven. Demasiada información, demasiados apetitos, demasiada envidia. Max Monroy con sus aparatitos manuales ha llevado la información a los rincones más alejados. Antes uno podía gobernar casi en secreto, la gente se creía el informe anual del primero de septiembre, creía que mientras más estadísticas más felicidad, ¡me lleva el carajo, Jero! Eso ya no. La gente se informa y se inconforma y a mí me toca llenar los huecos que le van quedando a la fiesta patriótica, el desfile conmemorativo, las ceremonias que suplen la imaginación, apaciguan los ánimos, la sed y el hambre.

Le dio una pequeña cachetada amistosa a Jericó.

—Necesito sangre joven. Gente nueva, con ideas, con preparación. Como tú. Te avala Sanginés. Me sobra y basta. El buen lic nunca me ha fallado y si estoy aquí en gran medida se lo debo a don Antonio Sanginés. ¡Vaya! —suspiró—. Este país se divide entre la crema, la leche aguada, el yogur y la vil cajeta. Tú decides.

Miró a Jericó como se mira a un condenado a muerte que acaba de ser perdonado…

—Piensa positivo, mi joven colaborador. Piensa en la eficacia del desfile y la fiesta. La ceremonia es la capa de la dignidad que todos pueden colocarse sobre los hombros, ocultando los harapos. Tráeme ideas. Vamos celebrando los deportes y los deportistas, las canciones y los cantantes, las marcas de cerveza y los dulces nacionales, vamos celebrando hasta a los ex-gobernadores. Inventa famas, muchacho. Crea museos y más museos. Desfiles y más desfiles. Mucha música, mucho trombón. Mucha Marcha Zacatecas. Y no desestimes la trascendencia política de mi encargo. Pregúntate: ¿Conoce la gente sus propios intereses? Max Monroy quiere que los conozcan. Yo pienso que no los ignoren, nomás que los sustituyan por las conmemoraciones. Monroy quiere convertir el lujo en necesidad, a la larga. Quiere que la gente vaya dando por descontado que merece lo que antes le costaba. Si eso prospera, Jero, el poder se acaba, desbordado por la exigencia crítica. Si la riqueza se convierte en necesidad, el poder se vuelve innecesario porque la gente sólo se satisface con lo que los demás no tienen y el poder sólo se satisface con lo que los demás ya tienen. Si no, dime, ¿qué carajos prometemos?

Se levantó. Tendió la mano robusta. Los anillos le hicieron daño a Jericó. El presidente lo miró muy fijo. Como un tigre a su presa.

—Ni se imagine que hablo más de la cuenta.

—No, señor presidente.

—Lo que usted repita nadie se lo creerá pero yo se lo cobraré.

—Cómo no, señor presidente.

—Ni se le ocurra que puede inaugurar su carrera política a mis costillas.

—Si lo cree, despídame.

El presidente rio fuerte, revirtiendo al “tú” familiar.

—No te preocupes. Te daré pensión. Y otra cosa.

—Dígame, señor.

—No se me apendeje.

Sonó el teléfono. El presidente se acercó a contestar. Escuchó. Dijo entre silencio y silencio:

—No olvidaré sus palabras… No deje de llamar a mi secretario… Ojalá nos volvamos a ver… A ver cuándo…

—No sé —me dijo Jericó— por qué cada una de estas frases anodinas me sonaba a amenaza.

Sobre todo cuando el presidente se despidió de Jericó pidiéndole que fuera discreto, no metiera la pata y no se hiciera notar.

—Sé discreto, no metas la pata, no te hagas notar.

Y Jericó sólo pensó, “¿En qué quedamos?”.

Yo soy un hombre leal, me dijo Miguel Aparecido el día que regresé a la cárcel de San Juan de Aragón impelido por las circunstancias.

—Yo estoy aquí porque quiero —añadió y yo asentí porque ya lo sabía.

Él no se inmutó. Si repetía este salmo, era porque lo consideraba necesario. Quizás era sólo un preámbulo.

—Yo estoy aquí para cumplir una condena que no me impuso la ley, sino la vida.

Le di a entender que lo seguía con atención.

—Sigo aquí por lealtad, quiero que entiendas esto, amigo Josué. Sigo aquí por mi gusto. Porque si saliera de aquí, mataría a quien más debería querer.

—¿Deberías? —me atreví.

Dijo que nadie lo obligaba a estar aquí, sino él mismo. Dijo que si saliese de aquí cometería un acto imperdonable. Habló como si la penitenciaría fuese su salud. Le creí. Miguel Aparecido era un hombre sincero. Un tigre enjaulado, con sus brazos eternamente arremangados, sobándose los antebrazos de vello casi rubio con pertinencia, como si fueran las armas de un guerrero solitario que teme vencer en la batalla.

—Te digo esto, Josué, para que entiendas mi dilema. Estoy aquí porque quiero. Me gusta la cárcel porque la cárcel me protege de mí mismo. Me gusta la cárcel porque aquí tengo un mundo que comprendo y que me comprende.

Me hizo una sonrisa de capo pero no me asustó (si esa era su intención) porque yo no estaba preso ni era sujeto de una mafia. Porque yo, señores, era libre —o creía serlo.

Él sólo rio.

—Pregúntale a cualquier preso. Habla con el Negro España o la Pérfida Albión. Consulta con Siboney Peralta. ¿No lo has hecho, mi vale? Ellos son una tumba. Ni te afanes. Si les hablas de mi parte, sin embargo, ellos mismos te dirán lo que yo te digo. En la cárcel de San Juan de Aragón hay un imperio interior y yo soy la cabeza. Aquí, muchacho, no sucede nada que yo no sepa y nada que no quiera o pueda controlar. Sábetelo: hasta los motines eventuales son obra de mi pura voluntad.

Se frotó la cara con las manos. Sonaban a lija. Me mentía.

Dijo que él sabía oler el aire y que cuando la atmósfera se ponía muy pesada era necesaria una gran trifulca interna para limpiar el ambiente. Aquí hay, cuando hacen falta, dijo, motines en serio, un caos de sillas rotas golpeando los muros, mesas del comedor hechas añicos, arañazos contra las puertas de fierro, policías heridos, incluso muertos. Violaciones, abusos, placeres sexuales disfrazados de castigos, ¿me entiendes? Aquí mordemos los candados.

¿Por qué me mentía?

—Y entonces el humo desciende. Quedan algunas cenizas. Pero regresamos a la paz. La paz es necesaria en una cárcel. Por aquí pasan muchos inocentes —me miró con una especie de pasión religiosa que me turbó—. Hay que respetarlos. Ya viste a los niños de la piscina. ¿Tú crees que deben condenarse para siempre? Pues yo te digo que si esta cárcel fuera lo que son casi todas, a saber, campos de concentración donde los carceleros son los peores criminales, donde la policía trafica con la droga y el sexo y es más culpable que el peor criminal, entonces me suicidaría, chamaco, porque si aquí hubiera caos sería porque yo soy impotente para establecer el orden necesario. Necesario, Josué, sólo eso, ni más ni menos; el orden indispensable para que la cárcel de San Juan de Aragón no sea ni paraíso ni infierno, no, sino sólo, y ya es mucho, un pinche purgatorio.

Como que se quedó sin aire y yo me sorprendí. Miguel Aparecido era para mí un hombre de fierro. Quizás, porque en realidad yo no sabía quién era. ¿Me mentía?

Me tomó de los hombros y me miró como debe mirar un tigre a su presa mortal.

—Cuando aquí pasa algo que se me escapa de las manos, me encabrono.

Lo repitió sílaba tras sílaba.

—Me en-ca-bro-no.

Tomó aire y me contó que aquí vino a dar un sujeto al que Miguel, al principio, no le dio mayor importancia. Más bien le dio un poco de risa. Era un mariachi que luego fue policía o a la inversa, da igual, pero que era un estafador nato. Resulta que este mariachi o polaco o lo que fuera, participó en una escandalera de barrio hace unos años cuando la propia policía, encargada del orden, creó un desorden donde no lo había, porque la gente de la zona se gobernaba a sí misma y administraba sus propios crímenes sin hacerle daño a nadie. Al policía o mariachi de referencia le dieron una paliza fenomenal cuando los vecinos y los “guardianes del orden” se enfrentaron una noche trágica en la que los gendarmes fueron sacrificados por la multitud, quemados, encuerados, colgados de las patas como escarmiento: no vuelvan al barrio, aquí nos gobernamos solos. Pues resulta que el mariachi o polaco o puro pedo, por nombre Maximiliano Batalla, se escabulló y fingió que estaba mudo y paralítico sólo para que su mamá, una vieja muy templada pero muy sentimental de nombre Medea Batalla, lo cuidara, lo alimentara y lo llevara en silla de ruedas a rezarle por su recuperación a la Virgen de la Purísima Concepción.

“Anda, Maxi, canta, ¿no ves que te lo pide Nuestra Señora?”

—Y Maxi cantó —prosiguió Miguel Aparecido—; cantó tan bien las rancheras que engañó a su mamacita haciéndose pasar por mudo y tullido mientras lo visitaban sus compañeros de artes —mariachis y policías y motos y matones—, y Maxi los organizaba para una serie de crímenes citadinos que iban de la inocencia de robar el correo que venía de Estados Unidos porque los trabajadores a veces son tan ignorantes que mandan los dólares en una carta, hasta atacar a mujeres preñadas para robarlas en los cruces de avenidas, cuando reina la confusión de los semáforos, los policías de tránsito y el escape de los motores.

La Banda del Mariachi —como se le llegó a conocer— invadió centros comerciales por el puro gusto de sembrar el pánico, sin robarse nada. Infiltró la ciudad con un ejército de mendigos, sólo para poner a prueba dos cosas: que a un criminal disfrazado de mendigo no le pasa nada, pero que a un mendigo todos lo creen criminal.

—Es una apuesta —dijo muy serio Miguel Aparecido—. Es el azar —añadió casi como si rezase—. La mera verdad es que la Banda del Mariachi alternaba sus crímenes serios con vaciladas puras, sembrando, cual era su propósito, la confusión en la ciudad.

La banda de Maxi se organizó para estafar a los migrantes más allá del simple robo de los billetes en el correo. Fueron muy perversos. Organizaron a la gente de los barrios de donde salen los trabajadores migratorios para apedrear a los que regresaban, porque sin ellos el barrio ya no recibía dólares y en México —yo miraba a Miguel cuando Miguel no me miraba a mí— los pueblos se mueren sin los dólares de los migrantes, los pueblos no generan nada…

—Salvo trabajadores —dije.

—Y desconsuelo —añadió Miguel.

—Entonces —quise precipitar el relato—, ¿qué cosa hizo Maximiliano Batalla que tú no le perdonaste?

—Matar —dijo con gran serenidad Miguel Aparecido.

—¿A quién?

—A la señora Estrella Rosales de Esparza. La madre de Errol Esparza. La esposa de Nazario Esparza.

Luego Miguel Aparecido, como quien no quiere la cosa, pasó a otros temas o regresó a los del principio. Yo me quedé pasmado. Recordé el cadáver de doña Estrellita expuesto en la casa del Pedregal el día de la velación. Recordé al siniestro don Nazario y lo supe capaz de todo. Evoqué a la nueva señora de la casa y no supe de qué era capaz. Mi memoria más cierta y más tierna se dirigió a Errol, nuestro viejo cuate de la secundaria, el cabeza de huevo. Reprimí mis sentimientos. Quería escuchar al prisionero de San Juan de Aragón.

—¿Sabes lo que significa la esperanza? —me preguntó.

Dije que no.

—Tienes razón. La esperanza sólo trae sinsabores, castigos y desilusiones.

Creí que iba a ver sentimental por primera vez a este hombre. No debí ilusionarme.

—¿Qué pasaría si te escaparas? —me atreví a preguntarle.

—Aquí, el caos. Afuera, quién sabe. Aquí, la gente se marchita. Pero si yo no estuviera aquí, las calles estarían llenas de cadáveres.

—¿Más? No te sigo.

—No le mires las nalgas a la luna, cabrón.

Yo era pasante de Derecho. Yo era joven empleado de las compañías de Max Monroy. Yo era audaz.

—Quisiera liberarte.

—La libertad es sólo las ganas de ser libres.

—¿Libres de qué, Miguel? —le pregunté, lo admito, con una sensación de ternura creciente hacia este hombre que sin quererlo él o yo se convertía en mi amigo.

—De las furias.

La furia del éxito. La furia del fracaso. La furia del sexo. La furia del resentimiento. La furia del coraje. La furia del amor. Todo esto pasó por mi coco.

—Libre, libre.

Con un impulso que yo diría fraternal, el preso y yo nos abrazamos fuerte.

—El Mariachi ha salido de aquí libre. Lo liberaron las influencias de Nazario Esparza. Maximiliano Batalla es un peligroso criminal. No debe andar suelto.

Estornudó.

—¿Sabes, Josué? Entre los criminales de San Juan de Aragón no sólo hay rateros, no sólo hay inocentes, no sólo hay niños a los que hay que salvar, no sólo hay ancianos que se mueren aquí o muertos por la violencia que a veces no controlo. Llenan la alberca sin avisarme. Algunos niños se ahogan. Mi fuerza tiene límites, ciruelo.

El tigre me miró.

—También hay asesinos.

Intentó bajar la mirada. No lo logró.

—Los hay porque no tienen otro recurso. Digo, si examinas las circunstancias, entiendes que fueron obligados a matar. No tenían otra salida. El crimen era su fatalidad. Eso yo lo acepto. Otros matan porque se les acaba la capacidad de aguantar. Te soy franco. Soportan a un jefe, a una esposa, a un bebe gritón, carajo, óyeme, es espantoso lo que te digo, lo sé, ríete, Josué, toleras a una suegra hija de su chingada, pero un día estallas, ya no, la muerte les urge: mata y la muerte propia se asoma detrasito nomás. Yo entiendo la atracción y el horror del crimen. Vivo todos los días con el crimen. No me atrevo a condenar al que mata porque no le queda otro recurso. Hay quienes matan por hambre, no lo olvides…

Su pausa me espantó. Todo su cuerpo se estremeció sin debilidad. Esto es lo que me asustó.

—Pero el crimen gratuito, eso no. El crimen que no te involucra. El crimen por el que te dan dinero. El crimen de Judas. Eso no. Eso sí que no.

Volvió a mirarme.

—Llegó aquí Maximiliano Batalla y yo no supe leer su cara. Su cara de criminal a sueldo de un millonario cobarde. De eso me reprocho, chamaco. Ahí te lo encargo.

—¿Cómo te enteraste?

—Entró aquí un preso que lo conocía. Me lo contó. Al cabo yo controlo todo. El Mariachi no controla ni el trombón. Es un pendejo. Pero un pendejo peligroso. Hay que acabar con él.

Entonces Miguel Aparecido se despojó de toda semblanza de ternura o serenidad y se me presentó como un verdadero ángel del exterminio, lleno de sagrada cólera, como si mirase a un abismo en el que no se reconocía, como si faltara obediencia en el cosmos, como si naciera dentro de él un Demonio que exigía forma, sólo eso, la forma que le permitiera actuar.

—El criminal salió sin mi permiso.

Me miró con un cambio súbito, implorante.

—Ayúdame. Tú y tus amigos.

Me exasperé.

—Si salieras de aquí, tú mismo te vengarías, Miguel. No sé de qué. Podrías actuar.

Y sus palabras finales ese día fueron al mismo tiempo una derrota y una victoria.

—Sólo soy un hombre fiel si permanezco aquí. Para siempre.

El secreto de Max Monroy —Asunta me daba una clase sentada a contraluz en su despacho-acuario, sentada de tal manera que sus súper-piernas me distrajeran y esa era su prueba más segura— es saberse anticipar.

—Igual que su madre —dije de puro metiche.

—¿Tú qué sabes?

—Lo que saben todos, no sea usted tan misteriosona —le sonreí de vuelta—. Existe la historia, ¿sabe?

—Max se adelantó a todos.

Asunta procedió a darme una clase que ya conocía por boca de la Antigua Concepción. Sólo que lo que en la madre de Max Monroy era espontáneo y gracioso, en la boca de Asunta la ejecutiva de Max Monroy era fabricado y pesado, como si Asunta repitiese una clase para principiante: yo.

Decidí, sin embargo, ser un buen alumno frente a esta (lo admito), la mujer más atractiva que hubiera conocido. Elvira Ríos, la puta de la abeja, mi actual pioresnada Lucha Zapata, palidecían ante esta mujer-objeto, esta cosa bella, atractiva, sofisticada, elegante y supremamente deseable que ahora me daba clasecitas sobre el genio del hombre de negocios. Me daba cuenta de que repetía una lección muy aprendidita. Se lo perdonaré por guapa.

¿Qué hizo Max Monroy?, me dice una Asunta de mente, lo advierto, conflagrada cuando menciona al súper patrón.

—¿Cuál ha sido el secreto de Max Monroy?

Según Asunta, no hay un solo secreto, sino una especie de constelación de verdades. No fue el primero, me cuenta, en poner la telefonía moderna al alcance de todos. Fue el primero en prever un posible atasco de líneas por falta de oferta y exceso de demanda abriendo la posibilidad de comprar ahora y pagar después pero a condición de pasarse con nosotros, a las compañías de Max Monroy.

—¿Por qué? No sólo porque Max Monroy ofreció en un solo paquete teléfono, computadora, vodafonía, O2, todo el paquete, Josué, pero sin contratos engañosos, sin cláusulas onerosas. A Max no le importó ocultar gastos, no quiso explotar, añadir cláusulas en letra ilegible. Todo en letra grande, ¿me entiendes? En vez de precios altos y altas utilidades, propuso bajos precios y utilidades constantes con un gesto de libertad, ¿me entiendes? Max Monroy es quien es porque respeta la libertad del consumidor, esa es la diferencia. Cuando Max le pidió al consumidor que abandonara las redes establecidas con anterioridad su oferta fue la libertad. Max le dijo a cada consumidor: Elige tu propio paquete mensual básico. Te lo doy a precio fijo. Te permito usar todo lo que quieras de nuestra red, películas, telefonía, información, cuanto gustes y como gustes. Max se dirigió a grupos específicos ofreciéndoles un precio fijo a cambio de una constelación de servicios, asumiendo los costos operativos y subsidiando las operaciones cuando hiciera falta.

Asunta se ajustó el saco azul marino de rayas que era su uniforme y ello debió moverla a decir que Max Monroy era un gran sastre.

Me reí.

Ella no:

—Un gran sastre. Óyeme bien. Max Monroy nunca ofreció un servicio de comunicación igual para todos. A cada cliente le prometió: “Esto sólo para ti. Esto es tuyo. Es tu traje”. Y lo cumplió. A cada cliente le ofrecemos una sastrería individual.

Creo que miró con displicencia crítica mi atuendo clásico de traje y corbata grises. Me miró como se ve a un ratón. Sus ojos me pidieron, sin decirlo, “Más contraste, Josué, una corbata roja o amarilla, un cinturón más macro o unos tirantes llamativos, vete guapo, Josué, cuando te quitas el saco para trabajar o para amar, no te vistas como burócrata de Hacienda cuando vienes a la oficina, ¿cómo acostumbras vestirte en tu casa? Busca una mezcla moderna de elegancia y comodidad. Ándale”.

—Sans façon —dijo en voz muy baja—. Charm-casual.

—¿Diga? —dije, adivinando el talento mimético de Asunta Jordán.

—No. Que Max Monroy inventó la sastrería individual para cada consumidor y cada consumidor se sintió especial, privilegiado, al usar nuestros servicios.

—¿Nuestros? —me permití arquear una ceja.

—Somos una gran familia —tuvo que decir la mujer, decepcionándome con el lugar común y remontándome, por un instante, a la nostalgia original de las pláticas filosóficas con el padre Filopáter.

—Las demás compañías ejercen presión. La competencia es intensiva. Hasta ahora, les ganamos a todos porque toda nuestra actividad se dirige siempre a tantos sectores como nos es posible, a tantos consumidores como nos sea imaginable. Nuestra estrategia es multisegmentaria. Crecimiento con utilidad. Figúrate nada más. ¿Qué se te hace?

El discurso de Asunta se fue perdiendo hasta convertirse en un eco lejano. Ella seguía hablando de Monroy, sus empresas, nuestras compañías. Yo me perdía cada vez más en la contemplación de la mujer. Las palabras se perdían. La vida también. Ignoro por qué en ese momento, ante esta mujer, tuve por primera vez la sensación de que hasta entonces la infancia, la adolescencia y la primera juventud eran como un río largo y lento que se dirigía con plena seguridad al mar.

Ahora, mirando a la mujer, embarcado en esta nueva ocupación dictada por el abogado Sanginés —y no supe en este momento si agradecerle o reprocharle sus cuidados, su esmero hacia mí y hacia Jericó— sentí que, lejos de bogar en paz hacia el mar, remontaba el curso del río, contra la naturaleza, con movimientos cortos, abruptos, en cascada, violando las leyes que hasta entonces habían regido mi existencia para librarme a una velocidad vital —¿o era mortal?— que se movía hacia atrás pero en realidad fluía hacia un mañana desafortunado, hacia una brevedad creciente que al acercarse física, violentamente al origen, en realidad me anunciaba la brevedad de mis días a partir de hoy. Todos llegamos a saber esto. Yo lo supe ahora.

¿Era Asunta la persona que al tocar la mía le daría, al menos, sentido y tranquilidad al “gran evento”, la cosa “importante” de Henry James: la muerte? No sé por qué pensaba yo estas cosas, sentado frente a Asunta esta mañana en una oficina de Santa Fe. ¿Autorizaba el sentimiento de la fatalidad otro, al parecer muy opuesto, el del deseo que empecé a sentir frente a ella?

¿Prolongaba esta mañana de sol plomizo mi conversación de la víspera con Miguel Aparecido? ¿Me ensombrecía, sin quererlo, la misión que me encomendó el prisionero: vengar a la madre de nuestro cuate el Pelón Errol Esparza?

Callé. De esto no se habla aquí, so pena de ser irrelevante a la gran máquina empresarial de Max Monroy, porque si algo intuía con certeza era que el mundo empresarial al que me había introducido de un golpe el licenciado Sanginés, sacándome de un semi-retiro infantil, estudiantil, puñetero, prostibulario y crepuscular en esa clase media que abandonó los valores para dejarse llevar por la corriente —pensaba en Lucha—, este “nuevo mundo” excluía todo lo que no fuese auto-referencial: la empresa como origen y meta de todas las cosas.

¿Y la Antigua Concepción?, me pregunté en ese momento. ¿Estaba chiflada o era la súper-magnate? ¿O ambas cosas?

Asunta, he dicho, estaba sentada de tal forma que yo no podía evitar un vistazo ocasional, discreto, a sus piernas. Empecé a creer que era a partir de esas bellísimas extremidades largas, depiladas, enfundadas en medias color carne, sedosas a la vista mortal, que nacía mi sentimiento de pasión.

Digo pasión. No cariño, ni amor, ni gratitud, ni responsabilidad, sino pasión, la más libre, la menos amarrada a obligaciones, la más gratuita. Un sentimiento que fluía de las piernas de Asunta a mi mirada falsamente distraída, engañosamente discreta…

El mundo es transformado por el deseo. Mientras ella seguía enumerando las compañías de Max Monroy para las cuales yo empezaría a trabajar desde ahora, todos mis tiempos —mi pasado, mi presente, mi porvenir, con los nombres prestigiosos de la emoción: recuerdo y deseo, memoria y premonición— se daban cita en este instante y en la persona de esta mujer.

Pensé que la vida se va rápido. Nunca antes lo había pensado. Ahora sí y asocié la fugacidad al miedo y el miedo a la atracción. Jamás, admití, una hembra me había atraído tanto como en ese momento me atrajo Asunta Jordán. Y lo peligroso era que la pasión y la mujer que la provocaba comenzaban, sin pedir permiso, a transformar mi propio deseo, que dejaba, de alguna manera, de ser mío pero no era aún —¿lo sería alguna vez?— el de ella.

En esa pregunta anidaría desde ahora —lo supe ya— mi porvenir entero. Asunta me convertía, sin quererlo ella, en un hombre inflamado. ¡Cuidado, cuidado!, me dije sin utilidad alguna. Me sentí vencido por la atracción de la mujer y en ese mismo momento, sin quererlo, sin saberlo, supe que mi vida con la indefensa Lucha Zapata llegaba a su término.

La atracción de Asunta Jordán fue inexplicable. Fue instantánea. ¿Mea culpa? Porque al tiempo que me parecía deseable, también me parecía aburrida.

¿Era Lucha Zapata una adivina? No le dije nada al regresar esa noche a la Cerrada de Chimalpopoca. La encontré vestida, de nuevo, de aviadora. Noté su parecido a la célebre Amelia Earhart, la valerosa gringa que se perdió para siempre en un vuelo sin brújula por el Pacífico Sur. No me había dado cuenta. Se parecía en algo. Amelia Earhart era una pecosa sonriente, como esos trigales norteamericanos que le ríen al sol. Usaba el pelo muy corto, supongo que para volar mejor y colocarse firme el casquete de aviador. Usaba pantalones y chaqueta de cuero.

Igual que Lucha Zapata ahora.

—Llévame al aeropuerto.

Pedí un taxi y nos subimos los dos.

La dejé que hablara.

—No me preguntes nada.

—No.

—Recuerda lo que te dije un día. En esta sociedad eres deudor perpetuo. Hagas lo que hagas, siempre acabas perdiendo. La sociedad se encarga de que te sientas culpable.

Yo no dije lo que pensaba. Yo no la corregí ni le indiqué que a mi parecer la gente era lo que hacía, no lo que la obligaban a hacer. Ella era quien era, pensé en ese momento, por voluntad propia, no porque una sociedad cruel, maldita, villana, la hubiese orillado a serlo.

—¿Tú qué elegirás, Saviour? —me preguntó de repente, como para exorcizar la fealdad implacable de la ciudad que se desmoronaba a lo largo de sus acantilados de cemento.

—Depende. ¿Entre qué y qué?

—Entre lo inmediato y lo que dejas para otro día.

—No te entiendo.

—No mires pa’ fuera. Mírame a mí.

La miré.

—¿Qué ves?

Sentí unas ganas inesperadas de llorar. Me contuve.

—Veo a una mujer que quiere volver a volar.

Ella me apretó el brazo.

—Gracias, Saviour. ¿Sabes lo que voy a hacer?

—No.

—Soy libre y puedo escoger. ¿Cantante de rancheras? ¿Poeta?

—Tú dices.

—¿Sabes que me han invitado a un reality show?

—No. ¿Qué es eso?

—Tienes que mostrar el aspecto más humillante de tu persona. Pides de comer de rodillas. Te caes de borracho.

El Salto del Agua. Los Arcos de Belén. José María Izazaga. Las cúpulas antiguas. Las ruinas modernas. Nezahualcóyotl. La Candelaria.

—Finges —continuó Lucha Zapata—. No finjas. Es como vivir en un campo de concentración nazi. Eso es la televisión. Un Auschwitz para masoquistas. Te privas. Te animalizas. Comes rancio. Tus toallas están embarradas de caca. Las batas están llenas de bichos. No te dejan dormir. Suenan sirenas de ambulancia día y noche.

Gritó:

—¡Te cambian el día por la noche!

El ruletero no dejó de conducir pero volteó a verme.

—¿Ocurre algo? ¿Está bien la señora?

—No es nada. Está triste nada más.

—Ah —suspiró el chofer—. Es que se va de viaje.

Chifló una parte de “México lindo y querido, si muero lejos de ti”.

Yo la calmaba. La acariciaba.

—¿Sabes? En Estados Unidos llaman a las mujeres “número”. Number. ¿Cuál será mi número?

—No sé, Lucha.

Me pareció inútil hablar. Ella, vestida de aviador, se veía muy cansada, muy desengañada, como Dorothy Malone en el cine de los cincuentas.

—Ya no sé razonar —murmuró.

—Tranquila, Lucha, tranquila.

Entramos por la Calzada Ignacio Zaragoza a la larga avenida que conduce al aeropuerto.

—No quiero acabar en mosca de bar.

—¿Qué?

—Barfly, Saviour.

El chofer chiflaba, “que digan que estoy dormido y que me traigan aquí…”

Llegamos. Las filas de taxis y autos particulares me hicieron pensar que el cielo era demasiado chiquito para tanto pasajero.

La ayudé a bajar.

Se apostó el casquete y los goggles.

—¿A dónde te llevo?

—Con las mujeres nunca se sabe —sonrió.

—¿Te espero de vuelta? —dije como si no acabara de oírla.

—La aviación te enseña a ser fatal —concluyó y se fue caminando sola, abrazada a sí misma y se tambaleó un poco. Me adelanté a socorrerla. Volteó a mirarme con una seña de negación y movió los dedos con ternura, despidiéndose.

Se perdió en la multitud del aeropuerto.

Y otra vez, como en uno de esos sueños que se repiten y se disuelven en el olvido sólo para ser recordados en la segunda vuelta, crucé miradas con una mujer que caminaba detrás de un maletero joven de movimientos galanes, como si acarrear equipaje dentro del aeropuerto fuese un acto escénico glamoroso a más no poder. Esa mujer moderna, joven, rápida, elegante, con movimientos de pantera, de animal de presa, seguía con angustia al maletero.

La miré igual que antes. Sólo que esta vez la reconocí.

Era la nueva señora Esparza. La Sarape. La anfitriona de la velación de la anterior esposa de Nazario Esparza. La sucesora de la madre del cuatezón Errol. Sólo que ahora, al verla de nuevo, sabía algo gracias al prisionero de San Juan de Aragón, Miguel Aparecido.

La mujer era una asesina.

Es posible que yo haya vacilado un instante. Es posible que al “vacilar” me haya detenido demasiado tiempo en esa palabra que entre mexicanos adquiere la categoría de festejo, anarquía, burla, desorden: el vacile, el vacilador, el vacilón, una avenida verbal que conduce directamente a la plaza de “el relajo” y sus callejuelas “relajear” y “relajiento” que reducen el mundo al caos, el ridículo y el sinsentido, dejando atrás otra paráfrasis, el albur, que es en sentido recto un azar o riesgo pero que en habla mexica recurrente es juego de palabras de doble y triple sentido, no me corretées las lombrices, entonces no andes de gañote, no te pases de choriqueso, ¿me pasas el pan?, pancho cena esta noche, no chingues, no hay pedo, ni zoca ni zócalo, zácate zacatecas, ¡ay Sebastián!, que pone a prueba el ingenio callejero porque en los salones es peligroso y puede conducir a pleitos violentos, duelos, y asesinatos.

—¿Ves a esa mujer que entra al bar? Pues antes me daba hasta las nalgas.

—Oye, es mi esposa.

—Ay, cómo ha crecido…

Digo lo anterior para que los sobrevivientes entiendan por qué perdí minutos tan preciosos después de divisar a la segunda mujer de Nazario Esparza siguiendo a un maletero, sabiendo que asesinó a la madre de Errol según la más que confiable versión de Miguel Aparecido en la Peni de San Juan de Aragón y debiendo, en el acto, detenerla a la fuerza, expulsar cualquier miedo a que el maletero defendiese a su cliente (¿por qué se me ocurrió algo tan poco probable?), confrontarla, si no con los hechos, sí con mi pura fuerza física (¿sería superior a la de ella?) y conducirla a la oficina de seguridad del aeropuerto, denunciarla, hacerle justicia a mi cuate el Pelón Errol y a su difunta mamacita, todo esto cruzó mi mente al mismo tiempo que una banda de mariachis se interponía entre mi vacilación y mi prisa, seis personajes vestidos de charro, pantalones a rayas y saco negro, todo abotonado con plata y seis sombreros tamaño techo, labrados con oleajes de oro, ocultándoles las caras que yo no tenía el menor deseo de ver, temiendo acaso reconocer al famoso Maximiliano Batalla fugado o liberado sin justicia de la cárcel antes mencionada y presunto asesino de la también publicitada doña Estrella de Esparza…

La criminal Sara P. desapareció entre los mariachis que avanzaban (como si el traje y los sombreros no bastaran) con el ultraje sonoro de sus propios instrumentos, ajenos a su histórico origen como bandas matrimoniales, musique pour le mariage de las tropas de ocupación del imperio francés, austrohúngaro, checo, belga, moravio, lombardo y triestino que contraían matrimonio con lindas mexicanas al son del mariage-mariachi y ahora pasaban interrumpiendo la justicia de mi voluntad de aprehender a la presunta o probada criminal, imposibilitado por las estrofas berreadas por el avance musical de la banda cantando

De terno canario y plata

iba vestido el torero,

guapo y ungido y valiente

de figura pinturero

para recibir al hombre flaco, sonriente aunque melancólico, con una fresca cicatriz en el carrillo, el pelo embarrado con goma de tragacanto, elevado a las alturas por la turba de admiradores que lo cargaban en ancas gritando “torero, torero” mientras el susodicho diestro parecía dudar de su propia fama, disipándola con un gesto airoso de la mano, como dispuesto a morir la vez siguiente, como riéndose con tristeza de la gloria que a él le daban los aficionados que lo cargaban y los mariachis que ahora intentaban tocar un pasodoble desafinado mientras “la figura” saludaba con desgano y más que celebrar una victoria parecía despedirse del mundo a tiempo ante el asombro incomprensivo de los rebaños de turistas ¿gringos, canadienses, alemanes, escandinavos?, asoleados, inmunes a los cambios climáticos, que se formaban en grupos de jóvenes y viejos que querían ser jóvenes, con sandalias de playa, playeras con nombres de hoteles, clubes, localidades de origen, colegios, confundidas primera, segunda, tercera y ninguna edad en el alborozo forzado de haber gozado de vacaciones en un país, los USA, tacaño en otorgarlas, fatigando a sus trabajadores con el desafío de cruzar un continente interminable que se extiende de luminoso a luminoso océano, mientras que los europeos se formaban en fila como quien recibe un premio merecido y un consuelo estival ganado, sin que ellos lo supieran, por el gobierno francés del Frente Popular y Léon Blum (¿quién era Léon Blum?) en 1936, antes de que se acabaran las vacaciones.

Me abrí paso entre mariachis, turistas, la afición y la figura, en busca intuitiva de un remanso de paz, ya que el objeto de mi persecución había desaparecido para siempre en la nube de comida rancia y bebidas entibiadas que emanaban de los comedores transitorios como un aire viciado que nunca había visto el sol: el inmenso túnel que es un aeropuerto idéntico a todos los demás aeropuertos del globo respiraba sudores, grasas, flatulencias, evacuaciones de los WC estratégicos, pero lo volvía todo sanitario gracias a grandes e intermitentes bocanadas de aire fabricado, con olores sutiles de menta, camomila y violeta, para recibir y soportar a la siguiente estampida de niñas de colegio que iban a una vacación colectiva identificadas aún no por sus diminutos bikinis sino aún sí por sus delantales azul marino, sus zapatos sin tacón, sus medias de popote, sus sombreros de paja con listón, el emblema de la escuela grabado sobre el cardigan. Olían a dulce sudor infantil, a bocas irrigadas por sopa de habas y a dientes templados por chicles Adams. Hacían un ruido infernal por la obligación clara de mostrarse alegres ante la perspectiva de una vacación europea, pues todas sus caras decían “París” y ninguna “Cacahuamilpa”.

A esta ola siguió la de los muchachos con camiseta de fútbol que cantaban a todo pulmón lemas incomprensibles, codas partisanas más viejas que ellos mismos, siquitibúms, bimbombáms, rarrarrás, recordándome la escuela secundaria donde se inició mi vida de relación con el padre Filopáter, con el Pelón Errol Esparza y con mi hermano del alma Jericó sin apellido: el barullo de los jóvenes me acercaba al pasado pero me instalaba en el más presente de los presentes cuando un grupo de muchachos me agarró por las espaldas, me despojó del saco y me metió en una de las camisetas coloradas del equipo, escuela, secta, liga, unión, alianza, federación, pandilla, clan, fratia, orden, hermandad, gremio, club, escuadra, firma, división, rama, capítulo y mercado común de la más fuerte y fugaz de las naciones: el Club Juventud, que es patada en el culo y delirio del alma, creerse inmortal y saberse chingón, poseedor de todo y dueño de nada, inconsecuencia del pasaje, celebración del momento, potencia seminal, oportunidades perdidas, ríos en la arena, océano del porvenir, sirenas que lloran: les vi y me vi, volvieron a mí todos los días de una juventud que moría, apremiada, entre una banda de mariachis, un torero melancólico, unas niñas de vacaciones, unos adolescentes con camiseta de fútbol y una mujer perdida cuyo domicilio, no obstante, yo conocía. Bastaba llegar hasta la casa del Pedregal con una orden de aprehensión arreglada por el abogado Sanginés para poner a parir piedra volcánica al sinvergüenza Nazario Esparza y a su concubina consagrada.

En cambio, yo estaba capturado por las turbas que entraban y salían de un aeropuerto con sólo dos pistas para veinte millones locales y quién sabe cuántos foráneos. Dejé de contar. Me derrotó la anarquía inútil. El temblor secreto de la autodestrucción. El caos que se presentaba sin salida, ahogándome en su mera existencia.

Sentí ganas de orinar.

Entré al estratégico lavabo, preguntándome ¿cómo llegue hasta aquí?

Produje mi habitual cerveza de riñón.

Me lavé las manos.

Me miré en el espejo.

¿Era yo?

Detrás de mí, había una persona sentada en un excusado.

No había cerrado la puerta.

Los pantalones se le arremolinaban en los tobillos

La camisa le cubría las partes nobles.

Miré su cara reflejada en el espejo.

Me miraba con gran melancolía.

Era la cara de un payaso triste.

Me miró preguntándome sin hablar:

—¿Cómo le respondemos a un mundo sin sentido?

Era la voz de un payaso enfermo.

Caía sobre su cabeza una luz ondulante.

Me sentí mal.

Quería devolver.

Me equivoqué.

Abrí la puerta de un clóset en vez de la puerta del water.

Estaba aturdido.

Dentro del clóset, un hombre garboso y joven, moreno, con los pantalones alrededor de los tobillos como si fuera a cagar, se cogía a una mujer con la falda arremolinada sobre la cintura y los calzones trabados entre los tacones de los zapatos.

Ella me miró con un sobresalto extraño, como si esperase ser descubierta y gozase con la idea de que un tercero la viese fornicar.

Era una mujer moderna, joven, con postura de animal de presa pero ya no tenía la elegancia que antes le regalé. Le miré la nalga. Tenía tatuada una abeja. Yo me quité la camiseta colorada del club de la pelota.

Cuando entramos juntos —Errol, Jericó y yo— a la casa del Pedregal de San Ángel, no sabíamos lo que nos esperaba.

Sara estaba detenida allí. Yo tenía la ventaja sobre Jericó de haberle visto la abeja en la nalga. No le dije nada porque en ese momento había cierta tensión entre los dos. Y además, “las circunstancias” nos empujan a guardar algunos secretos sin desconfiar, en verdad, el uno del otro. Yo abandoné la casa de la Cerrada de Chimalpopoca, inhabitable sin la vida que compartí con Lucha Zapata. Me tomé la libertad de largarme dejando la puerta abierta, como si el azar fuese el próximo habitante de la modesta casita de la mujer que tanto me apasionó. La pasión se vuelve morbo si sólo cuenta con una casa deshabitada para conmemorarse como si el amor pasado fuese un fantasma. Yo decidí que la intensidad de mi relación con Lucha requería un acto final que no fuese como un telón de teatro. Ella se fue. Yo me estoy yendo. La casa permanecería abierta, como si convocase a una nueva pareja. Como si el destino de nuestro “nido” fuese llamar a las aves por venir.

No sé. Sólo cuando ella se fue, me di cuenta de lo mucho que la necesitaba, lo mucho que la quería. Había una cierta deslealtad cínica en este sentimiento, toda vez que, con admitida ingenuidad, yo ya había decidido enamorarme de la esbelta y elegante Asunta Jordán. Lo que no pude prever es que el trío de las mujeres que me concernían acabarían por integrar otro espectro del pasado, en cierto sentido remoto, pues entre los 18 y los 25 años de un hombre media una galaxia.

La “operación Sara” —pues fue todo un operativo— implicó decidir, primero, entre regresar a la cárcel a hablar con Miguel Aparecido a fin de que me iluminara; consultar con el abogado Sanginés a fin de que me orientara; buscar a Errol en algún cabaret del centro de la ciudad; y consultarle a Jericó, toda vez que en nuestra vida erótica habíamos compartido a la puta de la abeja en la nalga.

Esta última era la proposición más difícil. Ya he contado que mi vida con Lucha Zapata me alejaba de Jericó y del apartamento de la calle de Praga. La situación parecía convenirnos a ambos a partir de esta premisa: ni Jericó me preguntaba sobre mis ausencias constantes ni yo indagaba sobre sus actividades cuando regresó a México. Sólo que ahora mis ausencias se volvían presencias. Sin la casa de la Cerrada (sin Lucha) yo regresaba a mi vida habitual (en el apartamento de Praga). Sólo que ahora volvía a convivir con un Jericó que había aprovechado mi ausencia para envolver su propia presencia en un misterio que la vida cotidiana amenazaba con disipar.

A lo anterior, cabe añadir que yo multipliqué mi actividad como empleado de la compañía de Max Monroy en Santa Fe y como pasante de Derecho obligado a escribir una tesis sobre Maquiavelo, en tanto que Jericó ingresó a la casa presidencial de Los Pinos, donde el propio Señor Presidente, en un acto que podía parecerme insólito o irrelevante, le había dado a mi amigo —él me lo contó sin mover un músculo de la cara— el encargo de organizar algo así como festivales, conmemoraciones y distracciones nacionales para una juventud “despolitizada”. ¿Era importante? ¿Era baladí? Como Jericó no inquiría sobre mis actividades, yo tampoco averiguaba sobre las suyas. El hecho es que la detención de la segunda mujer de Nazario Esparza nos comprometió, a él y a mí, a ubicar a nuestro viejo camarada el ex-pelón Errol que según la presunta criminal, tocaba la batería en un antro del primer cuadro de la ciudad.

Haberme contado que había entrado al despacho del presidente y recibido el encargo me colocaba, sin embargo, en condición de deslealtad. Jericó me tenía confianza. Yo a él ¿qué le iba a decir? Mi relación con Lucha era sólo mía, era algo casi sagrado, no podía ser dicha por mí ni manoseada por terceros, así fuera mi fraternal amigo Jericó. ¿Lo traicionaba con mi secreto? ¿Debí abrirme a él? ¿Lo invitaba a que él, también, me traicionara a mí? El hecho es que Jericó me contaba que colaboraba con Los Pinos, cosa que yo ya sabía porque así nos lo había dicho Sanginés y él ya sabía que yo trabajaba con Max Monroy. Jericó desconocía a Lucha Zapata. Ahora, desconocía a Asunta Jordán. Yo le llevaba dos ventajas en las personas de dos mujeres. ¿Era yo el socio desleal de nuestra vieja amistad? ¿O él no me contaba más de lo que yo sabía o de lo que yo ocultaba?

Con este tipo de sospecha me di cuenta, gracias a pequeños indicios (actitudes, saludos, despedidas, intenciones que asomaban la cabeza y desaparecían como pequeñas serpientes en la vida doméstica compartida), de que nuestra amistad se enturbiaba y yo lo lamentaba de verdad: Jericó era la mitad de mi vida y su compañerismo era una manera de borrarme a mí mismo de mi propio pasado…

El asunto del aeropuerto y mi decisión de denunciar a la mujer y al maletero que tan alegremente fornicaban en el baño de hombres abría en realidad la ocasión para reconciliarme con Jericó, evitar una ruptura y reiniciar, los dos juntos, una pesquisa que significaba, al cabo, reanudar un lazo, atar un hilo antes de que se rompiese y unir por donde habíamos dejado la historia: en el entierro de la señora Esparza, en el destino trunco de Errol.

—¿Dónde está Nazario Esparza? —fue la primera y lógica pregunta de don Antonio Sanginés cuando le expusimos un caso cuyos precedentes él conocía mejor que nosotros y las consecuencias, es posible, también.

Aunque no se contestó a sí mismo, sí nos proporcionó algunos antecedentes. Sanginés había manejado uno que otro asunto de Esparza, sobre todo la situación testamentaria dejada por el deceso de doña Estrellita, quien había aportado su propia fortuna a un matrimonio de separación de bienes con provisión de herencia entre los cónyuges supérstites en tanto que el contrato matrimonial con la señorita Sara Pérez Ubico era de comunidad de bienes, o sea, al morir don Nazario, su segunda mujer entraría en posesión de dos fortunas: la de su marido y la de doña Estrellita.

—Que se cuide don Nazario —suspiró Sanginés, uniendo los dedos frente al mentón.

—El Mariachi Batalla es un asesino —me dijo Miguel Aparecido en la cárcel—. No sé quién lo metió aquí y por qué no fui capaz de detenerlo.

Él también se llevó las manos a los labios y de allí a la nariz.

—Casi siempre, yo me huelo a tipos como ese gracias a mi red de informantes y hago que los expulsen de aquí. No sé cómo se me escapó este sujeto. Algo no funcionó correctamente —frunció el ceño Miguel Aparecido—. ¿Qué? ¿Quién? ¿Cómo?

—¿Expulsen? —comenté como si sospechase un impulso natural en quien estudiaba para mi tesis sobre Maquiavelo.

—Tú me entiendes —dijo con un subtexto siniestro Miguel Aparecido—. El caso es que, suelto, Maximiliano Batalla puede cometer cualquier exceso. Ya te conté sus antecedentes.

—¿Qué te hace creer que ha actuado en concierto con Sara P.?

—¿Quién es el maletero con el que fornicaba? ¿Quién era el maletero?

Este fue el menor de los misterios. Sanginés no tardó en averiguar que el falso maletero del aeropuerto era Maximiliano Batalla: un disfraz oportuno que mi descubrimiento ligaba a la deshonesta mujer de don Nazario Esparza, implicada por ello mismo en los crímenes de Maxi.

Como una caja de Pandora, la suma de acontecimientos se abría revelando un misterio tras otro. ¿Quién había sacado de la cárcel a Maximiliano Batalla? ¿Qué cosa, aparte del sexo, unía a la mujer de Nazario con el Mariachi Batalla? ¿Eran cómplices? If so, ¿en qué, por qué, para qué?

Tales fueron las hipótesis que la mente legalista de Antonio Sanginés desplegó ante mí, persiguiendo de una manera inesperada mi educación jurídica en un tiempo por demás práctico y que implicaba, en primer término, recuperar a nuestro cuate Errol Esparza y llegar juntos, como anuncié al principio de este capítulo, a la casa de su familia en el Pedregal de San Ángel.

Entretanto, a partir de la presunción de importancia que también es parte de la juventud y de una cierta impaciencia natural por saber más, yo le insinuaba a mi aparente jefa y secreto amor Asunta Jordán que me hablara del mero mero, Max Monroy, sin revelar jamás —ello era una prueba tácita de mi discreción y de la convicción creciente de que algunas cosas no deben saberse— que yo hablaba con la madre del tycoon en el cementerio donde la santa señora estaba sepultada.

—Ya entendí lo de sus negocios —le dije una mañana—. No necesitas abundar. Ya párale.

Ella rio.

—No tienes idea de cómo se expande Max Monroy.

—Dime.

—¿Desde el principio?

—¿Por qué no?

Yo sabía que Asunta me iba a contar lo que yo ya sabía, aburriéndome mortal. Pero ¿qué es el amor hacia una mujer sino una obsesión independiente de las tonterías que repita como disco rayado? Me resigné.

Asunta me relató que Max Monroy no era un self-made man (yo reflexioné que de negocios modernos no se habla sin introducir anglicismos) sino heredero de una fortuna volátil y de otra constante. Su padre, el general, había “carranceado”, como se decía en la época de la corrupción oficial en etapa de combate revolucionario a las órdenes del primer jefe Venustiano Carranza: robado. Pero aquello era como robar pollos en un gallinero sin tocar al gallo o disputarle su dominio. Ranchito por aquí, casita por allá, manada mansa por aquí, bronco tropel por allá, como que las cosas eran fáciles de obtener e igualmente fáciles de perder. En cambio, la madre de Max tenía bola de cristal y se adelantaba a los acontecimientos. Siempre uno o dos pasos por delante de la ley y del gobierno, quedaba bien con éste y consolidaba aquélla: comunicaciones, bienes raíces, industrias, bancos, crédito, constructoras, hasta agotar las posibilidades de la pequeña revolución industrial mexicana y el papel concomitante de intermediario para inventar compañías de la nada, recibiendo fondos usando nombres distintos y huyendo de las soluciones finales. La carrera de Max Monroy ha sido un ejemplo de fluidez, añadió Asunta. Él no se casa para siempre con nada. Avizora lo que viene en camino. Se adelanta a todos. No excluye a nadie. No es un monopolista. Todo lo contrario, cree que el monopolio es la enfermedad que mata al desarrollo capitalista. Esto, dice Max, no lo entienden los capitalistas principiantes, que se creen inventores del agua tibia aunque a veces son segunda generación y el agua la hirvieron sus padres.

—Ve la nómina de negocios de Max Monroy, Josué. Verás que no ha monopolizado nada. Pero se ha adelantado a todo.

Opina que las soluciones finales son casi siempre malas. Sólo aplazan y engañan. En cambio, las soluciones parciales son mucho mejores. Entre otras cosas, porque no pretenden ser finales.

—¿Nunca tomó partido?

—No, me dijo: “Asunta, la vida no es asunto de partidos o de cronología. Es cuestión de saber qué fuerzas actúan en un momento dado. Buenas o malas. Saber cómo resistirlas, aceptarlas, encauzarlas”.

—¿Encauzarlas, Max?

—Como conclusión es deseable. Pero por mucha voluntad y mucha previsión que le pongas a un asunto, mi señora, el azar siempre jugará su carta. Estar preparado para lo inesperado, darle la bienvenida a la fortuna —buena o mala— y sentarla a cenar, como Don Juan al Comendador, eso…

—Don Juan se fue al infierno, Max…

—¿Quién te dice que no llegó al infierno y lo transformó a su imagen y semejanza?

—Quizás él ya vivía su propio infierno en el mundo.

—Es posible. Cada cual vive, o se inventa, sus cielos e infiernos en la Tierra.

Las puertas de tu cielo son las verjas de mi infierno, escribió William Blake —cité yo— y añadí, pretencioso: —Es poesía.

Le guiñé el ojo a Asunta. Me arrepentí en el acto. Ella me miró con gravedad. ¿Por dónde toreaba a esta mujer? Porque era toro, no era vaca. ¿O era un hábil cordero que es cordera?

—No creo que Max Monroy lea poesía. En cambio, conoce muy bien las puertas de los cielos y las cercas de los infiernos del mundo de los negocios.

Yo estaba dispuesto a aprender, le di a entender a Asunta.

—“La posición de las estrellas es relativa”, me dice Max a cada rato y creo que por eso nunca me ha dicho “Haz esto”, sino “Sería mejor si…”

—¿Entonces no te sientes inferior o sometida a él, una simple empleada de Max Monroy?

Si Asunta se ofendió con mis palabras, no lo demostró. Si pensó ofenderse, me devolvió una sonrisa.

—Yo le debo todo a Max Monroy.

Me miró de una manera vedada. Quiero decir: sus ojos me dijeron “No avances más. Detente allí”. Sin embargo, algo adiviné en ellos que me pedía aplazar, y sólo aplazar, la cuestión. Ella movió el cuerpo de una manera que me dio a entender la disposición de su espíritu a contestar mis preguntas, sólo me pedía tiempo, tiempo para conocernos más, para intimar un poco… Eso quise creer.

Digo: Eso leí yo en la postura de la mujer, en su manera de moverse, darme la espalda, mirarme de reojo, esbozar una sonrisa triste que le diese promesa y gracia a un relato pretérito y grave.

—Lo interesante de Max Monroy es que habiendo podido establecerse at the top, hasta arriba desde un principio, prefirió ir paso a paso casi como aprendiz del gremio de las finanzas. Él sabía que su peligro era sentarse a una mesa dispuesta de antemano en la que el mayordomo llamado Destino te ordena: come.

¿Sonrió Asunta?

—Mejor, él salió a cazar al reno, él mismo lo descuartizó, le sacó las entrañas, cocinó la carne, la sirvió, la comió y colocó la cornamenta encima de la chimenea del comedor. Como quien no quiere la cosa.

Esto lo dijo Asunta con una especie de sinceridad administrativa que me irritó bastante. Como si la admiración hacia otro hombre, por más que fuese su jefe y ella “le debiera todo”, me restara a mí la posición, diminuta acaso, que quería merecer.

—¿Nunca comete errores Max Monroy? —dije con bastante estupidez.

—Te diré. Para qué es más que la verdad. No es que cometa o deje de cometer errores. Max Monroy sabe escapar a las exigencias del momento y ver más lejos que los demás.

—Es perfecto —comenté adobando con más y más estupideces mi propia atracción hacia Asunta.

Ella no lo tomó a mal. Ni siquiera dudó de mis intenciones, irritándome aún más. ¿Esta mujer me consideraba incapaz de una cabronada?

—Él escapa a las exigencias del momento. Se adelanta. ¿Eso lo entiendes, no es cierto? —me preguntó y me di cuenta de que con su pregunta me decía que sabía lo que yo intentaba y que, de paso, no le importaba. Max Monroy se anticipa.

Asunta me miró con seriedad.

—Va por delante de los tiempos.

—¿Y qué pasa si cambias con el tiempo?

—Te derrota, Josué. El tiempo te derrota.

“Date cuenta, Asunta, de la velocidad de las cosas. Sólo en mi vida, México pasó de ser un país agrícola a un país industrial. Antes fueron ciclos muy lentos. Un ciclo de siglos (a Max le gustan las aliteraciones, Josué) para el país agrícola. Una docena de décadas para el país industrial. Y ahora, Asunta, ahora…”

Un gesto excepcional: Max Monroy pega un puño contra la palma abierta de la otra mano.

“Y ahora, Asunta, un tiempo veloz, una carrera global, sin fronteras, sin banderas, sin naciones, al mundo de la técnica y la información. China, Japón, hasta la India, hasta Rusia —no menciono a los Estados Unidos, sería una redundancia—… El mundo global es un mundo tecnoinformativo y el que no se sube a tiempo al tren, va a tener que caminar descalzo y llegar tarde al destino.”

—O no viajar —comenté.

—O por lo menos comprarse huaraches —sonrió ella.

“Asunta, hay cosas que yo no digo pero que tú sabes. Entiéndelas y nos llevaremos bien. Trabajemos juntos. En México, en toda la América Latina, tomamos la retórica por realidad. Progreso, democracia, justicia. Nos basta pronunciarlas para creer que son ciertas. Por eso vamos de fracaso en fracaso. Señalamos un objetivo para México, Brasil, Argentina… Nos convencemos de que con las palabras, las leyes conducentes, el listón cortado y el olvido inmediato logramos lo que dijimos querer… Decimos palabras que se burlan de la realidad. Al final, la realidad se burla de las palabras.”

—¿Max Monroy le gana a la realidad?

—No. Se anticipa a la realidad. No admite pretextos.

—Sólo textos —afirmé paladinamente.

—Lo que no admite es la locura de las simulaciones que tanto le gustan a nuestros gobiernos y a algunos empresarios.

Asunta me estaba contando que Max Monroy era todo aquello de lo cual Max Monroy se distanciaba, y aquello de lo que se distanciaba era la ilusión y la práctica cotidiana de la política latinoamericana.

—Él va por delante de sus tiempos —dijo con irritante admiración la mujer que yo deseaba.

—¿Sus tiempos nunca lo derrotan?

—¿Cómo? —dijo ella con asombro fingido—. Nomás veme diciendo. A ver, ¿con qué? Hazme el favorcito, nada más.

Con la vejez, dije, con la muerte, dije, con saña, más imantado por el deseo de amar a Asunta que por el respeto que le debía a la Antigua Concepción, mi interlocutora radical, es decir, la raíz de mi posible sabiduría, de mi fortuna, de mi destino.

“—Y de tu mente, ciruelito. ¿Crees que puedes visitar mi tumba impunemente?

“—No, señora, no lo creo, perdóneme.

“—Respeta entonces a mi hijo y no adelantes vísperas, pendejo.”

¿Era yo el emisario secreto de la Antigua Concepción en el mundo que heredó y fortaleció su hijo Max? Me preguntaba por mi rol en esta telenovela y lo que más me inquietaba era mi deseo carnal hacia una mujer que me aburría: Asunta Jordán. Voy a dejar que hable Sara Pérez, Sara P., la segunda mujer de Nazario Esparza. Confieso que su vocabulario no sólo me ofende, aunque menos que los hechos que las palabras ostentan. Ostentosa: Sara P. hace gala de sus virtudes, entre las que destacan la vulgaridad, el cinismo, la ignorancia, acaso el humor negro, posiblemente un oculto deseo de seducción, qué sé yo…

Ante todo, corrijo mi pasada aseveración. Jericó se excusó de acompañarnos a la casa de los Esparza.

—No tengo tiempo —nos mandó decir a Sanginés y a mí—. La Presidencia es muy exigente. Además, no sé en qué puedo contribuir… Sorry.

A Errol no lo pudimos localizar. Sanginés mandó un verdadero cuerpo expedicionario a recorrer los viejos antros de la ciudad y los nuevos de los barrios alejados, los de la alta y los de la baja: nuestro cuate no apareció en ningún lado, se esfumó, la ciudad era muy grande, el país más grande aún, las fronteras porosas, Errol podía estar en cualquier ciudad de Estados Unidos o de Guatemala. Había que ser un nuevo Cabeza de Vaca para salir a encontrarlo. Y en nuestro siglo ya no había El Dorado como en el XVI, salvo como nombre de algún casino de Las Vegas.

Total: sólo Sanginés y yo nos presentamos, escoltados por los policías y los secretarios de juzgado, a escuchar la declaración de Sara Pérez de Esparza. La mujer estaba sentada en una especie de trono colocado en el centro de la sala de recepción que yo recordaba presidida en otra época por la tímida castidad de la primera mujer de Esparza, la madre de Errol y ahora por la hembra que yo no podía dejar de asociar, en retrospectiva, a un acto de sexualidad grosera en el clóset de un lavabo de hombres en el Aeropuerto Internacional Benito Juárez; a un paso apresurado precedida por un maletero y vestida como Judith rumbo a Betulia, “de tertulia”, por los inmensos y populosos corredores del mismo; a una jornada luctuosa en memoria de su predecesora doña Estrellita; a otro paso por el aeropuerto el día en que me topé por vez primera con Lucha Zapata y finalmente, a la noche en que Jericó y yo nos cogimos a esta misma mujer en el burdel de La Hetara.

Pero entonces ella usaba un velo y sólo pude identificarla por la abeja tatuada en la nalga, que volví a ver en la esperpéntica escena del lavabo aéreo.

Ahora, Sara Pérez de Esparza estaba sentada en su trono semigótico y seudoversallesco, propio de su extraña mezcla de gustos omnívoros, pues yo empezaba a creer que en esta mujer todo se daba, lo peor y lo mejor, lo más vulgar y lo más refinado, lo más deseable y lo más repugnante, sin pasar por ningún matiz de sentido común. Sentada en su trono, arañando los antebrazos con uñas plateadas tan largas como cimitarras, vestida como estrella de La Dolce Vita con un palazzo-pijama de los años sesenta, negro y dorado con delfines nadándole entre pecho y espalda, entre rodilla y rabadilla: el atuendo extrañamente demodé de camisa suelta para mostrar con generosidad los pechos. Los anchos pantalones de marinero. Pies descalzos, aunque con anillos en cuatro dedos de cada pie, una joyita brillante incrustada en cada dedo pequeño y varias argollas de esclava en los tobillos, haciendo juego con toda la orquesta metálica que le sonajeaba en las muñecas compitiendo con el silencio sepulcral de los gordos anillos y todo contrastando con la desnudez del cuello, como si Sara no quisiera nada que distrajese de la atención debida a su escote, al orgullo que sentía de sus tetas, bubis, melones, tomajones, pechugas, quién sabe cómo llamaría ella misma a esos enormes e inmóviles tubérculos que asomaban fijos como una doble lápida donde estaba enterrada la sensualidad natural de este ser artificial, semejante a una muñeca mecánica a la que cada mañana había que darle cuerda con una llave de oro: Sara P. tenía montada sobre su extravaganza corpórea una cabeza relativamente pequeña, agrandada por los rizos de pelo rubio que ascendían como cordilleras hacia una frente rasurada y restirada para coronarse con perlas negras, dando una espantosa impresión de que las joyas se comían la cabellera, todo ello para consagrar un rostro rígido, restirado, bello de una manera vulgar y obvia, como un atardecer de despedida cinematográfica, como un calendario de garage, como una estampa de soldado, chofer de taxi, mecánico o adolescente anarquista.

Fija la mirada tiesa y llena la boca como una cereza paralítica. Nerviosa la nariz incontrolable. Sepultadas las orejas por la gravedad pesante de los aretes tricolores: unos extraños, obvios y desagradables pendientes con los colores de la bandera nacional. La vi por primera vez de cerca, detallada.

Era una mujer camuflada. Los olores. Las arrugas. La risa. Todo estaba controlado, rígido, re-hecho como un hechizo.

Ella habló y desde el primer instante yo sentí que sus palabras eran a la vez las primeras y las finales de su vida. Un discurso bautismal y sepulcral a la vez.

Doña Hetara, la madrota del prostíbulo de Durango, administraba los gustos de sus clientes y la fortuna de sus pupilas. No era una de esas dueñas de burdel que sólo manejan el negocio de putas. Bien abusada doña Hetara. Mucho colmillo. Ni un pelo de tonta. Ella decía siempre: Di-ver-si-fi-car-se. Y ahí tienen que no sólo administraba un bulín, sino una escuela de monjas donde doña Hetara, que era muy caritativa, mandaba a las huilas envejecidas a vestirse de religiosas y pretender que educaban a las huilas jovencitas que buscaban marido. Porque en el fondo no hay puta que no aspire al matrimonio. Les arde que los hombres no les digan “mujeres” sino “viejas”. Ser “vieja” es ser puta, morralla, envoltura de tamal, olla de mole… Ser “mujer” es ser amante que puede llegar a ser esposa y madre.

Después de una temporada para foguearse en el burdel de la calle de Durango, Sara fue enviada al colegio de monjas dizque a refinarse y allí la conoció don Nazario Esparza, siempre a la caza de sensaciones novedosas y carnes frescas para su “insaciable apetito” o sea, ¿de qué le servían todas las mueblerías, los hoteles, los cines y los centros comerciales, de qué le servían las camas si no podía gozar en ellas con una buena vieja?

—No se afane, don Nazario. No busque más lo facilito. No coma ansias. Avance despacito. Cómprese la idea de que todavía es galanazo. Está usted muy enterito, la mera verdad. Muy girito.

Y así fue seducido el millonetes este por la conventual niña Sarita, que vivía en un cenobio en donde la abandonaron sus padres.

—¿La abandonaron, señora?

—Digamos que la entregaron.

—¿No la han vuelto a ver?

—No se preocupe, don Nazario. Exigimos una buena suma por entregarla y no la dejamos ver nunca más. Sarita está solitita. Sólo lo tendrá a usted, caballero.

Según él mismo decía y su hijo Errol nos contó.

A usted y una surtida banda de mariachis, rateros, vagos, mafufos, drogadictos, padrotes, bongoseros y todos los que ella no había conocido pero imaginaba, pues por su cabeza pasaban más hombres que en un ejército, los que se la cogieron y los que pudieron cogérsela de haber sabido las monerías que albergaba el cuerpo dispuesto de Sara P. Como una mariposa bellísima que podía convertirse en oruga a placer, imitar a la perfección los modales de las de arriba y practicar a la ruindad los vicios de las de abajo. Yo la vi de anfitriona fúnebre el día de las honras de doña Estrellita, era fina pero una fina falsa, algo desentonaba en el gesto, el vestido, sobre todo la manera de dar órdenes, de tratar a la servidumbre, el desprecio altanero, la falta de cortesía, la esencial mala educación de Sara P. expuesta con un desdén que la asimilaba a lo que creía, la muy bruta, despreciar.

Cómo no, Sara llegó a la mansión del Pedregal con la virginidad intacta y don Nazario se gozó el privilegio de desvirginarla. Era un virgo de scotch tape fabricado con astucia por las falsas monjas del disoluto convento, que lo mismo restauraban virgos que cocinaban moles. Don Nazario ¿qué iba a saber? No había fornicado virgen en su pinche vida salvo la casta pero estrecha señora Estrellita, que tenía un candado síquico entre las piernas, y como Sarita le dio ese placer inédito, de allí en adelante se convirtió en esclavo de su mujer la falsa monjita. Nazario, que era un emperador romano acostumbrado a arrojarle monedas al populacho. Nazario, que exigía ser centro de atracción. Nazario el del temperamento colérico y la ira ciega. Convertido en poodle, perrito faldero, muñeco de la cabrona, sensual, voraz, impasible Sarita: el pontífice vencido por la lujuria desacostumbrada de la falsa sacerdotisa que poco a poco se desnudaba el alma, provocaba la lujuria, vomitaba palabras gruesas, exigía posturas animales, hazme la leona, Nazario, hazme lo que le gusta a todos los hombres, tigre, no sólo a ti, goza mi cono, quiero gozarlo, quiero que lo gocen todos, el mariachi, el maletas, el ruletero, el alfarero: fórmame, Nazario, como si fuese tu maceta.

¿Le repugnaba a don Nazario? ¿Le importaba que ella dijese que le daba a él lo que le gustaba a todos, no sólo a su marido? ¿Se reía de él contándole experiencias sexuales que, decía, eran sólo imaginarias y ahora se las exigía al viejo cada vez más turulato, ausente, atolondrado con tanta excitación, tanta novedad, sin darse cuenta de que ella, aun en la más cercana intimidad, lo veía de lejos, con desprecio, como si lo leyera, como si fuera el periódico de antier o un anuncio del Periférico? Pero no se daba cuenta de que no lo humillaba. Sólo lo excitaba más y más, le encendía la imaginación. Esparza veía a Sara en todas las posiciones concebibles, la imaginaba fornicando con otros hombres, gozaba más y más de este sexo vicario.

Ella lo odiaba —dice— pero él la apresaba como a una perra. Llegó a desear que el pene se le quedara para siempre dentro de ella. Tuvo ganas de castrarlo. Le decía que mientras más amantes la gozaran, más semen se le quedaría atesorado adentro. Imagina, Nazario, imagíname cogiendo con quienes nunca has conocido.

—Nomás te cuento. Las putas: las tomas de nalgas, son las más baratas. Si se ponen encima del hombre, son las más caras.

Sólo que al mismo tiempo le daba cada vez más miedo su matrimonio con el vejete. Le dio por verse como no era, avara, cavernaria, espectral. Deseó con fervor la muerte del hombre que la amaba, la deseaba y al mismo tiempo la tenía arrinconada por el lujo y la ambición.

Fue cuando Nazario le hizo el favor de quedarse tullido después de un enérgico 69. El viejo se excitó demasiado y se quedó medio tieso con una hemiplejía que le impedía hablar más allá de un maullido de arroz con leche. Entonces ella volvió a sentir la tentación de castrarlo y hasta meterle el pene flácido en la boca. Pero tuvo una mejor idea. Poco a poco fue escalando una política de humillaciones empezando por mostrarse con las tetas al aire ante el hombre paralítico. Confundirlo paseándose ante su mirada idiota, disfrazada de luto un día, como para coctel otro, de enfermera en fin, sacándolo al patio sin sombra del Pedregal en la silla de ruedas para que se tatemara un poco, horas y horas al rayo del sol, a ver si se me muere de una insolación y Nazario Esparza enfundado en un pijama de lana y una bata de cuadros escoceses, sin zapatos, tratando de evitar la mirada del sol y observar cómo le crecían las uñas amarillentas de los pies…

¿Sola? Sara se rio largo rato, con modos de señorita pudibunda a veces, con carcajadas prostibularias otras, qué va, me traje a la casa a todos los que antes sólo mencioné, mariachis, vagos, toalleros de burdel mis cuates que me traían los paños tibios después del amor, bongoseros que le tocaban música tropical mientras yo le bailaba al viejo tieso, padrotes que le hacían de todo, cocinaban y servían de comer. Sacaban al ruco a asolearse en el mediodía de la pinche meseta, como un puerco rostizado, aunque ella lo mimaba también, se le metía en la cama y jugueteaba con él, le decía al oído anda hazme lo prohibido, le susurraba qué tiernas son las momias, y si él alargaba los dedos temblorosos ella le daba un manazo y le decía “quieto, veneno” y luego se desnudaba y hacía el amor con el Mariachi frente a la mirada atónita, desesperada, ilógica, de Nazario Esparza, quien le hacía señas locas para que se metiera a la cama con él.

—¿En tu cama, Nazario? En tu cama sólo te haces pipí.

Culminó, relata, con lo que ella llama el “cachuchazo popular”. Todo el reparto de servidores y parásitos reunidos en la casa del Pedregal escenificaron frente a Esparza la violación colectiva de Sara P. Ella exageró las poses, los gritos de placer, las órdenes de acción, incluso exageró la falsedad con unos orgasmos que repercutían en las facciones momificadas de Nazario Esparza como un espejismo de la vida, un oasis perdido del poder, un desierto semejante a la muerte.

Que le llegó, declaró la mujer, en medio de la última orgía escenificada. La comprobó el bongosero que sabía medir de lejos los latidos del mundo tropical. Lo atestiguó el pachuco que registraba a los muertos imprevistos en casas de prostitución. Nadie lo vio morir. Aunque el Mariachi, que abrazaba a Sara en ese momento, dice que oyó, como en una canción de despedida, las palabras de La Barca de Oro:

“Yo ya me voy… sólo vengo a despedirme.

Adiós mujer… Adiós, para siempre adiós.”

¿Será verdad, o poesía?

¿Dónde lo enterraron?, preguntó Sanginés, en cuyas facciones se hacía presente un desagrado que contrastaba, debo admitirlo, con mi propia fascinación: el relato rocambolesco, surrealista, al cabo inenarrable de esta mujer despojada de toda noción moral, enamorada de su mera presencia sobre la Tierra, poseída de su incalculable vanidad, encerrada en una gloria idiota, sin más realidad que la de sus actos desconectados entre sí sólo para formar una cadena de servidumbres que escapan a la conciencia del sujeto, todo ello, en ese instante, cerraba una etapa de mi juventud que empezaba en el burdel de la calle de Durango cuando junto con Jericó gozamos a la hembra de la abeja tatuada en la nalga y terminaba ahora, con la hembra sentada en un trono de utilería y el sexo pintado en la cara para tener boca y hablar.

Pensé, durante los siguientes días, que mis relaciones con las mujeres no acababan de consumarse, terminaban abruptamente y carecían de algo que a mi edad empezaba a imponerse como una necesidad. La duración. Una relación duradera.

Junto con Jericó, habíamos leído a Bergson en la preparatoria y el tema de la duración, gracias a esa lectura, a veces reaparecía en nuestras conversaciones. Bergson hace una distinción muy clara entre la duración que podemos medir y otra que no se deja capturar con fechas porque corresponde al fluir íntimo de la existencia. Lo vivido es indivisible. Contiene el pasado como memoria. Anuncia el porvenir como deseo. Pero no es ni pasado ni futuro separados del instante. Todo instante, por esta razón, es novedoso aunque todo instante es pasado del recuerdo y anhelo del porvenir.

(Uno entiende por qué la filosofía de Bergson fue el arma de los intelectuales del Ateneo de la Juventud —José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Antonio Caso— contra el positivismo comteano que se había convertido en la máscara ideológica de la dictadura de Porfirio Díaz: todo se justifica si al cabo se progresa: una diosa moderna, en el Palacio de Minería de la Ciudad de México, se proclama, con brillo y opacidad de emplomados, divinidad de la industria y el comercio. Era la cortesana de la dictadura.)

¿Qué contiene este movimiento del instante que abarca lo que fuimos y lo que seremos? Por un lado, instinto. Por el otro, inteligencia. La gente, frente al acto de creación, frente a Miguel Ángel o Rembrandt, Beethoven o Bach, Shakespeare o Cervantes, habla de inspiración. Wilde dijo que la creación es diez por ciento inspiración y noventa por ciento transpiración. O sea: crear supone trabajar y tanto Jericó como yo pensamos que la producción de talentos frustrados en América Latina es tan grande como la producción de plátanos porque nuestros genios están esperando la inspiración y gastan las posaderas, esperándola, en cantinas y cafés. El diez por ciento, sin embargo, está esperando pacientemente al lado del noventa que puede hacerse presente, cómo no, en un bar o un café, aunque es mejor recibido en un cuarto lo más despoblado posible, con pluma, máquina o computadora a la mano y un esfuerzo concentrado que lo mismo puede darse, por lo demás, en un avión, un hotel o una playa. El texto no admite pretexto.

Intención e inteligencia. Creo que mi amigo y yo, en una larga relación iniciada en el patio deportivo de un colegio religioso, no necesitábamos pronunciar esas palabras para entenderlas y vivirlas. No eran la única base de nuestro acuerdo, afirmado el día en que me fui a vivir con él a la calle de Praga. Hoy, sin embargo, dos o tres días después de oír a la maldita (¿o era bendita en la compasión?) Sara Pérez de Esparza, Jericó llegó al piso compartido y dijo a boca de jarro que había llegado el momento de vivir separados.

Yo no me inmuté.

—Hoy mismo me voy.

Jericó tuvo la gracia de bajar la cabeza.

—No. El que se va soy yo. Quédate aquí. Es que —levantó la mirada— voy a estar viajando mucho por toda la república.

—¿Y?

—Y voy a estar recibiendo toda clase de visitas.

—Tienes oficina.

—Tú me entiendes.

No quise detenerme en lo obvio y creer que Jericó necesitaba mudarse para tener mayor libertad amatoria. Quizás ya la había tenido mientras yo me dedicaba a Lucha Zapata y ahora, sin ella, la promesa de mi presencia constante le echaba a perder uno que otro “romance”.

Entendí que había algo más cuando Jericó dijo de forma abrupta,

—Nada me obliga a vivir contra mí mismo.

—Claro que no —asentí con seriedad.

—Contra mi propia naturaleza.

Ni siquiera se me ocurrió que mi amigo iba a revelarme sus inclinaciones homosexuales. Regresan a mi memoria imágenes de la ducha compartida en el colegio y, más provocativamente, del erotismo con la mujer de la abeja posterior. Recordé también lo que me dijo al regresar de sus años de estudios europeos, un viaje planeado con tanto misterio como el regreso mismo y un misterio acrecentado por una cierta falsedad que yo intuía —no sabía, sólo intuía— en las referencias parisinas de un joven que desconocía el argot francés y en cambio empleaba el slang americano, como ahora:

—Mira, como canta Justin Timberlake, Daddy’s on a mission to please. No me lo tomes a mal.

—Claro que no, Jericó. Tú y yo hemos tenido la inteligencia de nunca contradecirnos sabiendo que cada uno tiene sus ideas propias.

—Y su propia vida —exultó mi amigo.

Le dije que así era y lo miré sin hacer gestos, preguntándole retóricamente:

—¿Su propia naturaleza?

No lo dije con trampa, inquina o segundas intenciones, sino en verdad con ganas de que él mismo me explicase cuál era “su propia naturaleza”.

—No somos los mismos —acudió a mi tácita pregunta—. El mundo cambia y nosotros con él. ¿Recuerdas lo que te dije, aquí mismo, cuando regresé a México? Te pregunté entonces, ¿Qué tenemos? ¿Nombre, ocupación, estado? ¿O somos un terreno baldío? ¿Un basurero de lo que pudo ser? ¿Un catálogo de debe y haber cancelado? ¿Ni siquiera el fondo de la olla?

Lo detuve con un gesto de la mano.

—Respira, por favorcito.

—Necesitamos un puesto, Josué. No podemos dar como ocupación “pienso” o “soy”.

—Podemos convertirnos en viejos jóvenes, como algunos músicos, Compay Segundo o los Rolling Stones, ¿por qué no?, ¿no te lo advertí?

—No bromees. Te hablo en serio. Llegó el momento de aplicarnos a la acción. Tenemos que actuar.

—¿Aunque traicionemos las ideas? —dije sin mala uva.

Él no lo tomó a mal.

—Adaptándonos a la realidad. La realidad va a exigir cosas acordes con nuestros talentos aunque discordes con nuestros ideales.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a hacer, voy a actuar de acuerdo con la necesidad y tratando, dentro de lo posible, de mantener los ideales. ¿Qué tal?

—¿Y si los ideales son malos ideales?

—Seré político, Josué. Trataré de que sean menos malos.

Sonreí y le dije a mi amigo que en verdad éramos fieles a nuestra educación católica y a la moral del mal menor en caso de escoger entre dos demonios. ¿Éramos jesuitas?

—Y además, el jesuita va a donde le ordene el Papa, sin chistar, sin demora.

—Pero esa orden era para salvar almas —dije yo con la ironía que me provocaban sus palabras.

—Y las almas no se salvan pasivamente —me contestó con convicción—. Hay que tener una fe absoluta en lo que se hace. Los fines deben ser claros. Las acciones, contundentes. No se construye un país sin acciones implacables. En México hemos vivido demasiado tiempo del compromiso. El compromiso sólo aplaza la acción. El compromiso es wishy-washy.

Se exaltó y lo miré con peligro, casi de reojo.

Dijo que en toda sociedad hay dominantes y dominados. Lo insoportable no es esto, sino que los dominantes no sepan dominar, abandonando a los dominados a una existencia fatal o vegetativa.

—Hay que dominar para mejorar a todos, Josué. A todos. ¿O no?

Lo acusé, sonriendo, de elitismo. Me respondió que las élites eran indispensables. Pero que era necesario unirlas a las masas.

—Élite más masa —sentenció Jericó, moviéndose como animal enjaulado por un espacio, hasta ese momento el nuestro, que ahora él convertía, por lo visto, en una prisión pronta a abandonar.

—¿Te crees inmortal? —dijo.

Reí.

—Para nada.

Me meneó el dedo frente a la cara.

—No mientas. De jóvenes todos nos creemos inmortales. Por eso hacemos lo que hacemos. No juzgamos. Inventamos. No damos ni oímos consejo. Hacemos dos cosas. No aceptamos lo que ya está hecho. Renovamos.

Reí a pesar mío.

Yo también —me dije para mis adentros— creo que voy a vivir para siempre, lo siento en el alma aunque la cabeza me diga lo contrario.

—¿Te parece legítimo que sean los viejos los que controlan todo, el poder, el dinero, la obediencia? ¿Cómo?

—Pregúntamelo el día que sea viejo —traté de ser amable con un amigo, cuyo semblante rijoso y apasionado, hasta cambiar de colorido, lo alejaba de mí por minutos.

Jericó se dio cuenta de que lo miraba y lo juzgaba. Trató de tranquilizarse. Hizo una broma sacrílega.

—Si se cree en la Inmaculada Concepción, ¿por qué no creer en la Maculada Concepción?

—¿Qué quieres decir? —le pregunté un tanto shockeado a pesar de mí mismo.

—Nada, cuate. Sólo que la vida nos ofrece un millón de posibilidades en cada esquina. O mejor dicho, en cada plaza.

Los ojos le brillaban. Dijo que imaginara una plaza circular…

—¿Un rond point? —pregunté a propósito.

—Sí, un círculo del cual salen, pon tú, cuatro, seis avenidas…

—Como la Plaza de la Estrella en París.

—École —dijo con entusiasmo—. El asunto es, ¿por cuál de las seis avenidas te vas a encaminar? Porque al escoger una, como que sacrificas las otras cinco. ¿Y cómo sabes que escogiste bien?

—No lo sabes —musité—. Sino al final de la avenida.

—Y lo malo es que ya no puedes regresar al punto de partida.

—A la plaza original. A La Concordia —sonreí, sin querer, con ironía.

Se me quedó mirando. Con cariño. Con desafío. Con un ruego no dicho: Compréndeme. Quiéreme. Y si me quieres y me entiendes, no averigües más.

Hubo un silencio. Luego Jericó empezó a empacar sus cosas y la conversación reasumió su tono coloquial acostumbrado. Yo lo ayudaba a empacar. Me dijo que me quedara con los discos. ¿Y los libros? También. Pero entonces me miró de una manera extraña que yo no entendí. Los libros eran míos. Él, ¿qué iba a leer de ahora en adelante?

—Seamos barrocos —rio encogiéndose de hombros, como si esa definición convirtiera en consomé de pollo la historia de México y a los mexicanos.

—O seamos audaces —le dije—. ¿Por qué no?

—¿Por qué no? —repitió con una leve carcajada—. La vida se nos escapa.

—Y al Diablo con las consecuencias —di por terminada esta desagradable escena. Le toqué un hombro a mi amigo.

Le ofrecí ayudarle a bajar las dos maletas.

Él se negó.

Me propuse mostrarme indiferente hacia la belleza, la salud y la fortuna. Quise convertir mi indiferencia en algo distante del vicio y de la virtud. Temí caer en la soledad, el suicidio o la justicia. Quise, en suma, evitar las pasiones, considerándolas la enfermedad del alma.

El fracaso estrepitoso de estas, mis nuevas intenciones (mi duda), tuvo que ver con la mera presencia de Asunta Jordán. De nueve a dos, de seis a nueve, de la tarde a la medianoche, jamás estuve lejos de ella durante ese tiempo de mi iniciación en las oficinas del edificio Vasco de Quiroga en la zona de Santa Fe. El edificio mismo constaba de doce pisos de trabajo y dos más para la habitación del presidente de la empresa, Max Monroy, más un techo plano para el helicóptero.

—¿Y tú? —le pregunté a Asunta con una mezcla de audacia y torpeza—. ¿En qué piso vives tú?

Me miró con sus ojos de mar nublado.

—Repite lo que acabas de decir —me ordenó.

—¿Por qué? —dije, tonto de mí.

—Para que te des cuenta de tu estupidez.

Lo admití. Esta mujer, de la que yo me había enamorado, me estaba educando. Me condujo por los doce pisos permitidos, desde la entrada sobre la Plaza Vasco de Quiroga, saludando a los guardias, al conserje, a los elevadoristas y de allí a la segunda, tercera y cuarta plantas, donde el secretariado femenino abandonaba el tecleo y la taquimecanografía a favor de la grabadora y la computadora, donde el secretariado masculino firmaba o rubricaba con iniciales en la correspondencia y dictaba la misma, donde los archivistas trasladaban la vieja y empolvada correspondencia de una compañía fundada por la madre de Max Monroy (mi secreta planeadora del panteón sin nombre) hace casi noventa años, a cintas, disketes y ahora iPods, blogs, memory sticks, usb drives, discos externos, y de allí a la quinta planta, donde un ejército de contables trabajaba, a la sexta, oficina de los abogados al servicio de la empresa, a la séptima, de donde irradiaban las preocupaciones culturales de Max Monroy, ópera, ballet, ediciones de arte, a la octava, espacio dedicado a la invención, y a la novena y décima, los pisos donde se inventaban ideas prácticas para tecnologías modernas.

En el piso once trabajaba yo con Asunta Jordán y todo un ejército ejecutivo, un piso más abajo de los trece y catorce habitados, hasta donde mi imaginación llegaba, por Barba Azul y sus disponibles mujeres.

¿Era Asunta una de ellas?

—No eres ni seminarista ni tutor —me dijo como si adivinase en mí a un héroe de novela decimonónica encarnado por Gérard Philippe—. No eres empleado común y corriente porque aquí llegaste de la mano del licenciado Sanginés, a quien Max Monroy quiere y respeta. Tampoco eres socialmente inferior, aunque no llegas a ser socialmente superior.

Me miró de arriba a abajo.

—Tienes que vestirte mejor. Y algo más, Josué. Más vale no nacer que ser mal educado, ¿me entiendes? La sociedad premia la buena educación. Las apariencias. El habla. Las formas. Las formas son parte de nuestro poder, aunque nos rodeen los majaderos o quizás gracias a ello.

Se explayó —de piso en piso— hablando del cultivo mexicano de las formas.

—Somos los italianos de América, más que los argentinos —me iba diciendo en el elevador—, porque nosotros fuimos virreinato y sobre todo descendemos de los aztecas, no de los barcos.

—Viejo chiste —me atreví. Asunta parecía repetir algo aprendido.

Se rio, como si me aprobara.

—Como no eres nada de eso, te corresponde aprender a ser lo que vas a ser.

—¿Y lo que quiero ser?

—Desde ahora, ya no se distingue de lo que vas a ser.

Para ese efecto —supongo— Asunta me llevaba a las funciones sociales que ella consideraba obligatorias, en otras oficinas y hoteles, entre gente poderosa y a veces pretenciosa y con ambiciones de elegancia, tema que despertaba en la mirada y la mueca de Asunta una serie de reflexiones que ella me comunicaba en voz muy baja, rodeados ambos del rumor rápido del panal social, mientras ella tomaba la copa de champaña en la que sólo mojaba los labios, sin beberla nunca: cuando dejaba o devolvía la copa, el nivel de la bebida era siempre el mismo.

—¿Qué es el lujo? —me preguntaba en esas ocasiones.

Rodeado de ropa, aromas, poses, estrategias, canapés criollos y servidores indios, no supe responder.

—Lujo es tener lo que no se necesita —sentenció con los ojos escondidos detrás de la copa levantada—. Lujo es poesía: decir lo que se siente y piensa, sin darle atención a las consecuencias. Pero lujo es también cambio. Cambian las modas. Cambian los gustos. El lujo trata de adelantarse o por lo menos de alcanzar la moda. La crea, la invita…

Hablaba del lujo no como si lo hubiese inventado, sino porque lo estaba estrenando.

El lujo ignora que la moda y la muerte son hermanas —dije citando a Leopardi y poniéndola a prueba a ella.

—Es posible —Asunta no se inmutó y yo recordé viejas conversaciones con Jericó y Filopáter.

—Y por ser la moda cambio, afecta a nuestro negocio. ¿Qué le ofrecemos al consumidor? Lo más moderno, lo más avanzado, a veces lo más inútil, porque dime tú, si ya tienes un teléfono negro, ¿para qué quieres un teléfono blanco? Te lo voy a decir: porque escoger entre dos teléfonos hoy es escoger entre cien teléfonos mañana. ¿Ves? Lujo crea necesidad, necesidad crea lujo y nosotros producimos y ganamos. ¡No hay fin! ¡No hay para cuándo terminar! ¡Ja!

No pronunció estas palabras como exclamación. Su conducta en estos eventos sociales era muy distinta. Ella se sabía mirada y hasta adivinada. Por encima de las conversaciones, el tintineo de vasos, el aroma de lociones y perfumes, el sabor de salchichas y quesadillas, Asunta Jordán circulaba bajo una especie de luz, como si la siguiese un reflector teatral, buscando siempre el mejor ángulo, haciendo brillar su cabellera, posándose como una abeja insolente en sus labios grandes y rojos a la Joan Crawford, ¿calientes o fríos? Tal era la pregunta que se hacían, acaso, los demás al verla pasar, ¿besa caliente o frío Asunta Jordán?, murmurándole en secreto a Josué, excitando la curiosidad de los invitados, pregúntate Josué, ¿quién te mira, desde dónde te mira?, pregúntate pero tú mismo no mires a nadie, actúa en público como si tuvieras un secreto y quisieras que te lo adivinasen.

Ella no daba entrada. Ella dejaba que la mirasen. Ella imponía el silencio a su paso. Y si se colgaba de mi brazo, era como si yo fuera un bastón, un maniquí ambulante, un prop teatral. Me necesitaba para circular por la recepción sin necesidad de hablar con nadie y excitando la curiosidad de todos cada vez que me decía algo en voz baja, sonriente o muy, muy seria. Yo era su palero. Un accesorio de utilería. Un patiño.

En el mundo real (pues para mí estas excursiones en sociedad eran casi imaginarias), Asunta me puso al tanto de mis deberes con rápida eficacia. Existía un mercado nacional y global de jóvenes entre los veinte y los treinta y cinco años, la Generación Y, así llamada porque sucedió a la Generación X, que ya rebasó los cuarenta y aunque todos se acomodan a lo acostumbrado hasta temer que lo más novedoso los muerda, los de veinte años son el target, el blanco primario de la publicidad consumista. Quieren estrenarse. Quieren diferenciarse. Quieren objetos novedosos. Necesitan técnicas que puedan controlar en el acto y que (al menos en su imaginación juvenil) le estén vedadas a “la momiza”.

Lo muy notable —continuó Asunta— es que en el mundo desarrollado cada generación juvenil que llega es más reducida que la anterior, a causa de la disminución poblacional. Nuevas familias, más divorcios, más parejas homosexuales, menos niños. En cambio, en el mundo de la pobreza —el nuestro, el mexicano, Josué, no te hagas ilusiones— la población crece pero la miseria también. ¿Cómo combinar demografía y consumo? Este es el problema que plantea Max Monroy y a ti, mi joven amigo, te toca descifrarlo. ¿Cómo aumentar el consumo de una población miserable?

—Haciéndolos menos miserables —me atreví a comentar.

—¿Y eso, cómo? —insistió la abeja reina.

Abrí los ojos para pensar claro.

—¿Tomando la iniciativa? ¿Abriéndoles crédito limitado y dándoles tarjetas de duración limitada también? Educando. Curando. Comunicando.

—Comunicando —se adelantó ella—. Haciéndoles saber que pueden vivir mejor, que merecen crédito, tarjetas, consumo, igual que los de arriba…

Mi mirada quería ser inteligente. Ella me rebasaba como un Alfa-Romeo a un Ford.

—¿Y eso, cómo? —volvió a decir.

Asunta se ilusionó, deslumbrándome porque yo la deseaba pero entiendo ahora que para tenerla había que respetarla como lo que era, una mujer ejecutiva, un brazo en las empresas de Max Monroy que, como la diosa Kali, tiene tantos brazos como necesidades.

Yo me conformaba con un par de brazos, dispuesto a que me amaran, acariciaran, ahorcaran. Ella me miró confundiendo mi deseo con la ambición. No son la misma cosa.

—Te diré cómo —chasqueó los dedos, ofensivamente—. Adelántate. Dales el medio de comunicación. Manda un ejército de nuestros empleados de pueblo en pueblo, de ranchería en ranchería. Lleva camiones cargados de aparatitos portátiles. Como los vendedores de llantas cuando las primeras carreteras y los primeros coches fueron promovidos por doña Concha, la madre de Max, en los años veintes. Como los misioneros cristianos, desde antes, llevaron el Evangelio a los indios conquistados. Ahora, Josué, vamos a llevar el medio de comunicación, el aparatito diminuto, llámalo zen creativo, YP-Tq, LGs, como quieras, el juguete, demuéstrale al campesino más pobre, al indígena más aislado, al analfabeta y al semialfabeta, que tocando este botón pueden expresar sus deseos y apretando el otro recibir una respuesta concreta, no las promesas muertas sino el anuncio vivo: mañana le instalamos lo que nos pidió, le damos el celular, el iPod para que oiga música, ya programado, nosotros conocemos sus gustos, el iPhone para que se comunique con sus semejantes, por Dios, Josué, rompe el aislamiento en el que viven tus, nuestros, compatriotas, y una vez que les des los instrumentos gratis verás cómo nace la demanda, se otorga el crédito, se crea la costumbre…

—Y se nos endeudan generaciones —dije con sano escepticismo.

—¿Y? —ella logró sonreír a su pesar—. Tú y yo estaremos muertos.

—¿Y mientras estemos vivos? —dije sin esperar respuesta, ya que el programa de Asunta Jordán parecía agotarse en esta vida, no en la siguiente.

Sin embargo, al pensar esto se me ocurrió que a los ochenta y tres años Max Monroy ya había pensado en el futuro, ya había hecho testamento. ¿Quiénes lo heredarían? ¿Qué obtendría Asunta en el testamento de Max, si es que Max legaba algo? ¿Y a quién más podía Max trasmitirle su fortuna? Reí para mis adentros. A la beneficencia pública. A la Lotería Nacional. A un asilo de ancianos. A su propia empresa, recapitalizándola. ¿A la fiel colaboradora Asunta Jordán?

Divago.

Debí imaginar, ay de mí, que de forma paralela a mi educación técnico-sentimental a manos de la bella, crepuscular, Asunta Jordán en los feudos de Max Monroy, mi viejo amigo Jericó debía estarse instruyendo políticamente en la hacienda de nuestro chascarreante presidente.

El maestro don Antonio Sanginés me informó que Jericó seguía trabajando en las oficinas presidenciales de Los Pinos. Me invitó a cenar una noche a su caserón de San Ángel y después de la consabida ronda infantil —los niños ya en pijamas— despachó a éstos y a mí me sentó a cenar no sólo platillos sino biografías, como si, conductor que era de los destinos asignados a mí y a Jericó, ahora le tocara el turno a un nuevo acto: la biografía del presidente.

—¿Cuánto conoces del presidente Valentín Pedro Carrera? —me preguntó antes de acometer un consomé al jerez.

—Poco —le contesté con la cuchara en reposo—. Lo que leo en los periódicos.

—Te cuento. Para que sepas dónde y con quién trabaja tu amigo Jericó: Valentín Pedro Carrera ganó la elección presidencial con la inestimable ayuda de su esposa, Clara Carranza. En los debates pre-electorales, cada candidato se ufanaba de su maravillosa vida familiar. Los niños eran un deleite —le brillaban los ojos a Sanginés y desde la planta superior se escuchaba aún el barullo pre-nocturno de los chiquillos—. Y la esposa era la mujer ideal, madre amorosa, colaboradora desinteresada, Primera Dama porque ya era primera compañera (a los parientes había que esconderlos).

Todos los candidatos cumplían estos trámites consabidos. Sólo Valentín Pedro Carrera pudo tragar grueso, suprimir un lagrimón, sacar una pañoleta de colores, sonarse recio y anunciar:

—Mi esposa Clara Carranza se está muriendo de cáncer.

En ese instante, nuestro actual mandatario ganó la elección.

¿Quién va a votar, quizás no a favor del candidato, pero sin duda por la salud, agonía y probable muerte de doña Clara, elevada a la santidad y el martirologio conjuntos de ese instante televisivo en que su marido se atrevió a decir lo que nadie sabía y si lo sabían, lo guardaban en los viejos armarios de la discreción?

El candidato está casado con una mujer heroica, estoica y católica que bien puede morir antes de la elección —vote por el viudo Carrera—, después de la elección —¿qué será primero, el entierro o la inauguración?—, durante la ceremonia —¡qué valiente doña Clarita, se levantó de la cama para apoyar a su marido cuando rindió protesta de hacer guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen!— o en los primeros meses del nuevo gobierno —se agarra a la vida, no se muere para no desalentar al Señor Presidente— o cuando, al cabo, la señora entregó el alma y Valentín Pedro Carrera convirtió el luto personal en duelo nacional. No hubo iglesia sin réquiem, avenida sin carteles con fotografías de la fugaz Primera Dama, oficina sin moño negro en la ventana, cuartel sin bandera a media asta o domicilio privado sin crespón.

Virtuosa, inteligente, caritativa, entregada, leal, ¿qué virtud no se posó, como una paloma sobre una estatua, en el alero espiritual de Doña Clara Carranza de Carrera? ¿Qué dolor no se retrató en el rostro compungido aunque estático del Primer Magistrado de la Nación? ¿Qué mexicano no lloró viendo en la tele las repetidas imágenes de una vida santa dedicada a hacer el bien y morir mejor?

Una pendeja. Una mujer ignorante, tonta, fea, de la cual emanaban olores desagradables. Una extraña mujer inaprensible por su manía de hablar siempre de perfil. Un acicate, empero, para un hombre mediocre y acomplejado como Valentín Pedro Carrera.

—¿De qué tienes recuerdos, zonzo? —le decía en las cenas a las que asistió, en privado, Sanginés.

—Tengo nostalgia de volver a ser nadie —le contestaba él.

—No te hagas ilusiones. No eres nadie. ¡Nadie, nadie! —empezó a chillar la dama.

—Te estás muriendo —le respondía él.

—¡Nadie, nadie!

Sanginés explicó lo obvio. El afán de poder nos conduce a esconder defectos, fingir virtudes, exaltar una vida ideal, ponernos las mascaritas de la felicidad, la seriedad, la preocupación por el pueblo y encontrar, cuando no las frases, siempre las actitudes apropiadas. El hecho es que Valentín Pedro Carrera explotó a su esposa y ella se dejó explotar porque sabía que no tendría otra oportunidad de sentirse famosa, útil y hasta querida.

Ni él ni ella fueron sinceros, y esto comprueba que para llegar al poder la falta de sinceridad es indispensable.

—Valentín Pedro Carrera fue elegido sobre un cadáver.

—Nada nuevo, maestro —lo interrumpí—. Era la regla en México: Huerta mata a Madero, Carranza derrumba a Huerta, Obregón elimina a Carranza, Calles se alza sobre el cadáver de Obregón, etcétera, repetí como perico.

—Un etcétera sin sangre: el principio de la No Reelección nos salvó de las sucesiones asesinas, aunque no de las sucesiones malagradecidas de herederos que al cabo le debían el poder al antecesor —al fin Sanginés tomó su consomé helado.

—La obligación de liquidar al antecesor que le dio el poder al sucesor —complementé.

—Reglas de la República Hereditaria.

Sonrió Sanginés antes de proseguir, habiendo probado con una cucharada mis elementales conocimientos políticos debidos, como todos saben, a las secretas informaciones que me daba la Antigua Concepción en un panteón sin nombre.

Se hicieron muchos chistes sobre la pareja presidencial. Doña Clara ama al presidente y el presidente se ama a sí mismo. Tienen eso en común. Y el humor negro tuvo su agosto. En La Merced se vendieron muñecos del presidente claveteado de alfileres por su esposa con la leyenda: Muérete tú primero.

Que es lo que en realidad ocurrió. Sin el amuleto de la mujer moribunda y a medida que se disipaba el recuerdo de Clara Carranza, la mártir de Los Pinos, y del concomitante dolor de Valentín Pedro Carrera, éste se quedó sin la gracia salvadora, que consistía en vivir la agonía de la espera. A veces se diría que el presidente hubiese querido vivir él mismo la agonía de doña Clarita, asegurar que siguiera sufriendo, que continuara sirviéndole políticamente y que ella no le amenazara a cada rato:

—Valentín Pedro, ¡me voy a suicidar!

—Para qué, mi amor, para qué…

—El hecho —continuó Sanginés abandonando el consomé— es que las debilidades de Valentín Pedro Carrera no tardaron en aparecer, como las grietas en un muro de arena. Se presentaron asuntos que requerían la decisión del Ejecutivo. Promulgar y ejecutar leyes. Nombrar funcionarios. Nombrar oficiales del Ejército. Dirigir la política exterior. Conceder indultos y privilegios y habilitar puertas y aduanas. Carrera los dejaba pasar. Cuando mucho, se los encargaba a los secretarios de Estado. Cuando no lo hacía, los secretarios actuaban por su cuenta. A veces, lo que hacía un secretario contradecía lo que decía otro secretario, o viceversa.

—Estamos negociando.

—Basta de negociaciones. Hay que ser firmes.

—Nos entendemos con el sindicato.

—Basta de contemplaciones con el sindicato.

—El petróleo es pertenencia del Estado.

—Hay que abrir el petróleo a la iniciativa privada.

—El Estado es el ogro filantrópico.

—La iniciativa privada carece de iniciativa.

—Habrá una carretera de Papasquiaro a Tangamandapio.

—Que anden en burro.

—Colaboraremos con nuestros buenos vecinos.

—Los vecinos son ellos. Nosotros somos los buenos.

—Entre México y los Estados Unidos, el desierto.

La verdad, prosiguió Sanginés, es que el presidente cometió el error de formar un gabinete con pura gente amiga o de su generación. La receta resultó fatal. Los amigos se enemistaron, protegiendo cada cual su pequeña parcela de poder. La idea generacional no siempre se llevó bien con la idea funcional. Ser de una generación no es una virtud: es una fecha. Y con las fechas no se juega, porque ninguna posee virtudes intrínsecas más allá de su presencia —por demás fugaz— en el calendario.

—¡Hojas muertas! —exclamó Sanginés cuando el criado entró portando un platón de arroz con plátanos fritos, y al ofrecérmelo, me dijo con respeto—: Buenas noches, señor Josué.

Alcé la mirada y reconocí al antiguo camarero de la casa de Errol Esparza, despedido por la segunda y ahora derrocada señora Sarita Pérez.

—¡Hilarión! —lo reconocí—. ¡Qué gusto!

Él no dijo nada. Se inclinó. Me serví. Miré de reojo a Sanginés. Como si nada. Se retiró.

—Empezó a circular el rumor —continuó mi anfitrión—. El presidente no preside. Inaugura obras. Dice vaguedades. Sonríe con un rostro más florido que un clavel. Los infaltables maledicientes empiezan a hablar de un sexenio maldito. Llegan a insinuar, en el segundo año de gobierno, que la longevidad en el puesto es fatal para la reputación del gobernante.

—Y para su salud también.

Guiado por una brújula loca, Carrera metió el dedo gordo en la política externa, refugio tradicional de un presidente de México sin política interna. Le salió mal. Los norteamericanos aumentaron la guardia armada de la frontera norte con crecientes muertes de trabajadores migratorios. Los guatemaltecos abrieron la frontera sur para invadir a México con trabajadores centroamericanos. Al presidente sólo le quedó pasearse por el Foro de Davos vestido de esquimal y pronunciar un discurso en la Asamblea de la ONU al cual no asistieron sino los delegados del África Negra, que son muy corteses.

—¡En mala hora se me murió Clarita! —exclamó una noche el presidente.

—Lo que le hace falta es que se le muera la mitad de su gabinete —me atreví a decirle—. Su incompetencia se refleja en usted, señor presidente.

—¿Qué me aconsejas, Sanginés? —me dijo con expresión desolada.

—Sangre nueva —le dije—. De allí —liquidó el último plátano frito sin hacer ruido— la presencia de Jericó en la oficina presidencial.

—Qué buena idea —dije con sinceridad aunque sin convicción, tratando de adivinar las segundas intenciones de don Antonio Sanginés, verdadera Chucha cuerera, titiritero y sabelotodo, entendí en ese momento, de nuestras vidas. La de Jericó. La mía.

—Te cuento lo que ha hecho tu compañero en Los Pinos.

No era pregunta. De todos modos, asentí.

—Juntó atribuciones dispersas entre los secretarios de Estado por sugerencia del presidente. Nombramientos, exigencia de rendir cuentas, consultar con el Ejecutivo antes de actuar, reunirse en consejo de ministros presidido por Valentín Pedro Carrera, reportarse periódicamente. Y por parte del presidente, adelantarse a los ministros en la relación con sindicatos, patrones, universidades, el cuarto poder, los gobernadores, el Congreso: de todo se encargó día tras día Jericó, estableciendo una red de control presidencial que a cada líder o segmento de actividad le hicieron entender que su responsabilidad era frente al Jefe del Estado y que los demás miembros del gabinete no eran agentes autónomos ni voces autorizadas sino meros empleados de confianza del presidente a los cuales éste podía retirarles en cualquier momento lo mismo que les otorgó por un rato: su confianza.

—Señor presidente —le decía Jericó—: recuerde que en la oposición usted pudo ser un hombre puro. Ahora, en el poder, tiene que aprender a ser menos puro.

—¿A mancharme las manos?

—No, señor. A hacer compromisos.

—Fui electo por la esperanza de los ciudadanos.

—Ahora le toca pasar de la luz electoral a la sombra de la experiencia.

—Hablas como un cura con fervor, jovenazo.

—Hablo para que me entienda.

—¿Qué quieres que entienda?

—Que yo estoy aquí para servirlo y que lo sirvo fortaleciéndolo.

—¿Cómo?

Una vez que echó a andar el aparato oficial inmediato, Jericó le pidió al presidente autoridad para atender un asunto absolutamente central.

—¿Cuál será, joven?

—La juventud, viejo —se atrevió a replicar Jericó y entendió lo que ocurría, lo que podía ser, si el presidente de la república, en ese pequeño detalle (“la juventud, viejo”) admitía el poder de su joven edecán y se abría a la acción que Jericó le ofrecía con palabras de enorme compromiso—: Lo hago por usted, señor presidente. Lo hago por el bien de la patria.

—¿Qué cosa, ciruelo?

—Lo que le propongo, señor —dijo Jericó revirtiendo al respeto.

—Si nos la vamos a pasar juntos —me dijo Asunta una tarde perezosa—, más vale que te cuente mi vida. Quiero que sepas quién soy porque yo te lo conté, en vez de que de los diez pisos de abajo suban los rumores.

—¿Y qué me obliga a creerte? —le dije con un dejo de ironía, sólo para protegerme de la oleada oscura de su mirada y de la respiración llena de vagos perfumes nocturnos que nos empezaban a rodear. Esta mujer me gustaba. Me aburría, me asustaba y me gustaba.

La verdad es que antes de hablar de sí misma, Asunta me habló de Max Monroy y yo, lerdo de mí, tardé en darme cuenta de que esta era su manera de decirme, Mira, Josué, esta soy yo, la mujer que te habla de Max Monroy es la mujer que te habla de sí misma. Tú puedes quedarte con la certeza de que sólo te hablé de él y te equivocarás. Te lo advierto a tiempo. No sé otra manera de contarte mi vida que contarte mi vida con el hombre que determina mi vida.

—Max Monroy: Tú, que escribes una tesis sobre Maquiavelo bajo mi dirección —me dijo el maestro Sanginés—, sabes que el fin no siempre justifica los medios. Max Monroy decidió desde el primer momento que la manera de obtener los mejores fines es olvidarse de ellos y actuar como si los medios fueran los fines. Gracias a esta filosofía, potenció al máximo su propio negocio. Hombre de medios, Max les dio el valor de fines, convencido de que éstos se desprendían de aquéllos como el día de la noche. Él desconfía de las soluciones finales: siempre son malas, dice, porque te califican para siempre y te cierran las puertas de la renovación. Peor aún: si la solución final fracasa, tienes que empezar de nuevo. En cambio, si un medio no te da resultados, tienes a la mano un repertorio de otros medios que no son finales sino parciales, tan desechables como un klínex. Aunque si tienes éxito, se presentan como fines. Esto es lo que Max Monroy rechaza. Jamás un fin. No celebra nunca el éxito de un fin sino la viabilidad de un medio. Conoce esto bien, Josué. Todo lo que Max Monroy logra es sólo un medio para alcanzar el siguiente medio, jamás un fin. El dice que la palabra “fin” sólo sirve para terminar una película, encender las luces de la sala y pedirle al pueblo, con cortesía, que se retire sin necesidad de recoger las botellas de coca cola o llevar al basurero las palomitas de maíz regadas por el piso.

—La película de Max Monroy, Josué, desconoce la palabra fin. De este modo, me entiendes, él no admite nunca fracasos. Algunas tentativas tienen éxito. Otras no. Éstas, él las abandona a tiempo. A veces se ve obligado a proclamar la victoria después de mi fracaso: un programa que no tuvo éxito de público, una innovación suya que fue superada en poco tiempo por la competencia, Max cambia de tema, no se refiere a lo que ocurrió, pasa al siguiente asunto. De este modo no deja rencores en su camino. Nadie se da por vencido. Nadie se considera triunfador. Pero la caja registradora no deja de sonar —me dijo Asunta el otro día.

—Monroy es famoso por haber dicho que gracias a él abandonamos el ábaco. Él pisó terrenos nuevos sólo para abrir terrenos aún más novedosos. Lo que quiero decir es que se cuida de que sus éxitos no sean fracasos pagados a cambio del éxito. Max es visto como un empresario invulnerable al que hay que detener o eliminar. Él navega en silencio por las aguas de la fortuna. Es un maestro del logro callado, del suceso sigiloso. Se acepta su poder. Él procura que la envidia no pase de ser un devaneo de la conversación o un avión sin motor destinado a rodar de aeropuerto en aeropuerto —refrendó, otra noche, Antonio Sanginés.

(Pensé en mi atribulada y queridísima Lucha Zapata. Mi sincera aunque desconfiada Asunta Jordán continuaba el discurso mientras sus ojos brillaban más, como para alejar la noche próxima.)

—Max Monroy es como la serpiente. Se enrolla en sí mismo. Es un círculo que se basta. Cuando se asoma desde el último piso de este edificio reconoce que nos rodea el peligro de la ciudad. Al mismo tiempo, escucha el rumor de la circulación y dice que el tráfico es la música de los negocios.

—¿La sinfonía del capitalismo?

Asunta rio. ¿Lo dijo ella? ¿Lo dijo Sanginés? ¿Me lo dije a mí mismo? El discurso sobre Monroy es, en mi cabeza, uno solo, como un abanico con una sola tela y muchas varillas.

—Hablar de capitalismo es creer que algo lo puede sustituir. Max lo llama mundialización, globalización, internacionalismo. Se trata de un fenómeno planetario, corregido si se puede por luces sociales. Max ha ido siempre por delante de sus tiempos. Reconoce que en México hay clases y diferencias abismales entre pobres y ricos. Su utopía —estamos en el barrio de Tata Vasco y de Tomás Moro, ¿recuerdas?— es que haya cada vez menos diferencias y que nos convirtamos en un solo río, con mareas incesantes, un solo flujo rumbo a un mar, si no de mayor igualdad, al menos de mayores oportunidades. En eso se distingue de los políticos convencionales. Max quiere crear la necesidad para crear el órgano. Los políticos crean el órgano y se olvidan de la necesidad. Es lo que opone a Max con nuestro presidente.

(¿Y a mí con Jericó convertido en concejal de la presidencia?)

—Porque esto es lo que sucede, Josué —continuamos Asunta, Sanginés, yo mismo en idéntico discurrir sin capítulos, imantados por la personalidad de Max Monroy—: A quienes creen que el mundo está hecho, Max les pregunta qué falta por hacer y se adelanta haciéndolo. Su lema cotidiano es Nunca creas que no queda nada por hacer. Pregúntense cuánto han hecho ustedes y cuánto encontraron hecho o dejaron que se hiciera. Eso, Max aprieta el puño, es lo que falta por hacer.

—¿Y la gente, Asunta? ¿Es Max Monroy la máquina que me has descrito? ¿No trata con seres humanos? ¿Vive encerrado como un águila sin alas allá arriba en su nido?

Yo mismo, Sanginés, Asunta nos reímos de nuevo, como si mis preguntas nos hicieran cosquillas.

—Max Monroy sabe usar máscaras. Dicen que tiene una cara de póker vitalicia. Sabe fingir. Se acerca amenazante. Vuelve a ser cordial. Pero el que lo vio amenazar no olvida la amenaza. Conoce el precio del silencio. No hiere a nadie sin hacerle creer que él mismo cerrará la herida. Y a veces, dando a entender, si así le conviene, que la herida jamás cerrará. No adula a nadie. Ni se deja adular. Dice que el adulador, el lambiscón, adormece la inteligencia del adulado. Max hace favores cuando es necesario. Pero me dice a cada rato que por cada favor tendrá un ingrato y cien enemigos. De los negocios, no dice una palabra. Que hablen los políticos. Que se comprometan. Que se equivoquen. Max Monroy, zípper en la boca. Max Monroy, pico de cera.

—¿No se siente culpable de nada?

—Dice que los ángeles se encargarán de discutir sus vicios y sus virtudes. ¿Para qué adelantarse al cielo? —dijo sobre Max la voz colectiva.

—¿Nunca pide nada? ¿Deferencias? ¿Privilegios?

—Respeto. Fue eso lo que me dio —dijo Asunta, abriendo mucho los ojos y mirándome de frente—. ¿Me preguntabas por mí? ¿Te contesté con Max? ¿Sabes quién soy gracias a Max? ¿Me imaginas, Josué, mi pequeño Josué, antes de Max? ¿Te imaginas a una niña de la provincia seca, del Norte espinoso, con unos padres que querían convertirla en niña bien inútil y mantenida, lo que pude ser? ¿Me ves capturada en una familia regida por tres reglas insoportables “No se habla de eso. Los errores no se corrigen. No se siente pena de nada, niña”? ¿De nada? ¿De dónde sacaron mis padres que todo lo que hacían estaba autorizado, sabiendo que no hacían nada que valiese la pena desautorizar? El norte, el desierto, el vacío, las carreteras que no conducen a ninguna parte, las montañas de lejos, el desierto a la mano, el mar una mentira piadosa, el clima indeciso siempre entre el sofoco y la aurora. Un marido en el desierto. Pronto, que la nena no se nos quede. ¿Es lo máximo? No. ¿Es lo mínimo? Tampoco. ¿Quién es? Vende coches. Camiones. Trocas. En Torreón. ¿Está enamorado? ¿Es un calculador? ¿Tenemos más que él? ¿Él tiene más que nosotros? ¿De dónde salió Tomás González? ¿De dónde salió Asunta López Jordán? ¿Quiénes son más, los González o los López? ¿Quién presume de qué, díganme nada más? ¿Quién se ufana de su cacto, de su desierto, de su roca, de su adoquín o tortilla, háganos el favor nada más? ¿Por qué presume tanto, de qué presume el presumido? ¿Por qué la noche de bodas te muestra el pene y te dice, Mi amorcito, te presento a King Kong, desde ahora va a dormir con nosotros? ¿Por qué presume de todo, salvo de ti? ¿Por qué habla de ti, Asunta López Jordán, como de su peoresnada? ¿Por qué le presume a sus amigos que tú cuidas de la casa pero él es un macho que necesita viejas más alegres y cachondas que tú, la Ernestina y la Amapola y la Malva Bizca y la Culitos, todas las putas del Norte más algunas de Arizona y Texas cuando se va dizque a comprar refacciones?, cómo no, cabrón, ¿así les dicen ahora? ¿Por qué empiezas a joderlo también, Asunta López de González, por qué le dices rasúrate, me raspas al amarme, usa desodorante, juega golf, haz algo, mete en su jaula a King Kong?

—La jaula de un gorila —me dijo Asunta Jordán sin otro comentario— y yo una muñeca neumática…

—Neumática, continuó Asunta, pero gracias a la neura, atenta, alerta y por ello peligrosa: atenta, alerta gracias al horror de mi marido y de mi familia, convencida de que esas virtudes mías, en la sociedad provinciana, eran defectos, yo era peligrosa pero acaso en otra sociedad ser violenta, ser inesperada, era una virtud. En mi pueblo yo desataba reacciones negativas. Cuando Max Monroy, hace quince años, llegó a inaugurar la fábrica automotriz y yo fui con mi marido a la recepción después, Max Monroy echó un ojo y vio una grey de mujeres contentas y una manada de hombres presumidos y vio a una mujer descontenta que era yo y humillada que era yo y orgullosa que era yo y distinta que era yo y esa misma noche me fui con él y aquí me tienes.

—Me decías que una mujer es un lujo.

—No. Un trofeo.

—¿Por qué?

—Por incómoda. ¿Dónde colocas un Óscar? Me lleva. Por decir lo incorrecto. Por no querer quedar bien.

—¿Eso vio en ti Max Monroy?

—Por eso es Max Monroy.

(Ella se detuvo sola en medio de la pista de baile. Su marido Tomás se había largado sin despedirse. Las parejas bailaban. Las familias se sentaban en los tres costados de la pista. La orquesta animaba a la nación desde el cuarto costado. Las parejas bailaban. Ella se detenía sola en el centro de la pista. No miraba a nadie. No sabía si la miraban a ella. Ya no le importaba. Entonces se acercó Max Monroy y la tomó del talle y de la mano sin decir palabra.)

Mi placentero (aunque inquietante) trabajo en la oficina de Santa Fe fue interrumpido (y no sería la última vez) por el licenciado Antonio Sanginés. Me pregunté a mí mismo si mi deuda con el profesor sería eterna. Decían los herejes citados por otro profesor, Filopáter, que la prueba final de la misericordia de Dios será perdonar a todos los condenados y vaciar de un golpe el infierno. No que mi deuda con Sanginés fuese infernal. Todo lo contrario. Soy un hombre agradecido. Era (y soy) muy consciente de todo lo que le debía al maestro. Sin embargo, no podía dejar de preguntarme: ¿hasta cuándo le deberé pagar mis deudas —estudios, dirección de tesis, comidas en Coyoacán, ingreso a la Peni de San Juan de Aragón, entrevistas con el preso Miguel Aparecido, incluso noticias sobre el destino de mi compañero Jericó en las oficinas presidenciales— al profesor y licenciado don Antonio Sanginés?

Pregunta sin respuesta inmediata, que sin embargo me obligaba, sin duda porque no tenía contestación, a suspender mis trabajos en la oficina de Vasco de Quiroga y al lado de mi platónico amor Asunta Jordán y a preguntarme a mí mismo: ¿a dónde conducía la estrategia de Sanginés respecto a la cárcel de San Juan de Aragón y el prisionero Miguel Aparecido? ¿Qué quería, en el fondo, Sanginés, abriéndome con llave maestra las crujías de la cárcel? Porque yo entraba a la prisión como Pedro por su casa, con toda clase de facilidades y aun de consideraciones como esta: Dejarme solo con Miguel Aparecido en la celda de un hombre fuerte y centrado en una resolución personal cuyo origen y destino yo desconocía: quedarse encarcelado aunque cumpliese su sentencia; y si llegaba a ser liberado, cometer un nuevo crimen que lo mantuviese encarcelado.

Un nuevo crimen. ¿Cuál era el primer crimen, el crimen original, el delito que Miguel Aparecido quería pagar eternamente, pues la solución final de este enigma era morir encarcelado? Sin embargo, ¿era cierta esta conclusión mía, tan fácil y melodramática? ¿Existía un punto final que concluyera el castigo de Miguel en la conciencia de Miguel, permitiéndole al cabo salir de su celda? Saber esto significaba saberlo todo. Desde el principio. El origen de esta historia. La resolución de los misterios que aquí he venido hilvanando y la conversión del misterio en destino. Estas verdades el preso no parecía dispuesto a revelarlas.

Menos hoy. Entré a la celda. Él me daba la espalda. La alta y lejana luz embarrotada dibujaba las rayas en su cuerpo que el uniforme gris no poseía: era como si sólo el sol usase el traje a rayas de las antiguas prisiones.

Entré y Miguel no volteó a verme. Más me hubiera valido que lo hiciera. Porque cuando lo hizo, me dio la cara una bestia pavorosa. La cabellera revuelta, las mejillas arañadas, los ojos rojos como un atardecer ominoso, la nariz herida, los labios y los dientes sangrantes.

—Por Dios, Miguel…

Me adelanté a abrazarlo, con un instinto natural de alivio. Él no quería socorro. Me rechazó con brutalidad. Aparté la mirada, sabiendo que él me miraba sin cariño.

Enseguida, algo dentro de mí me dijo, “No apartes la mirada. Mira directamente a este hombre. Míralo como lo has visto antes. Como un ser humano vulnerable, adolorido, desconcertado, que rechaza tu cariño sólo porque lo necesita, porque no tiene otro apoyo que no seas tú, tú mismo, mi pobre Josué doble de sí mismo”.

Pensé esto y sentí lo que todos sabemos pero nunca decimos en voz alta, porque es a la vez un misterio y una evidencia. Miré a Miguel Aparecido y me vi reflejado en él no como en un espejo, sino sólo en una pregunta: somos cuerpo, somos alma y jamás sabremos cómo se unen la carne y el espíritu.

Miré los ojos sin apego de Miguel Aparecido, afiebrado por el temor del día, y en ellos me vi por un instante a mí mismo… Vi que los dos pertenecíamos, libre yo, prisionero él, a un mismo dilema: ¿merecíamos todos ser castigados por el delito de un solo hombre?, ¿se podía salvar el alma si no se salvaba, también, el cuerpo?, ¿podía nuestro cuerpo cometer delitos sin castigar al alma?, ¿podía el alma pecar y el cuerpo permanecer limpio de delito?

Cuando digo que todo esto vi en la mirada de Miguel Aparecido digo que lo estaba viendo en el reflejo que de sus ojos regresaba a los míos. Recordé a Filopáter y su lectura de San Agustín, la miseria humana requiere siempre, llegue tarde o temprano, el solaz, el alivio, el consuelo que la religión otorga mediante la promesa de la resurrección de la carne y el mundo con la promesa de la libertad en esta vida. Pensé mirando de nuevo (no sé si por vez primera) a Miguel Aparecido esta tarde que religión y libertad se asemejan en que creen en lo increíble: la resurrección de la carne o la autonomía del individuo. Acaso este último sea el misterio mayor. Porque no pudiendo saber si vamos a resucitar, aceptamos el secreto de la fe. Pero sabiendo que podemos ser libres, la ausencia de libertad nos abre una baraja de posibilidades angustiosas: combatir por la libertad o renunciar a ella; actuar o abstenerse; mancharse las manos o usar guantes… Si escogemos una carta, sacrificamos a las demás. En la vida no hay cambio de cartas. Si te tocan cuatro ases, ya chingaste. Si te toca pachuca, ya te jodiste. Aunque a veces, con un par de cincos ganas la partida y salvas la vida. Juegas con la mano que te dieron y si crees que puedes pedir otra, te equivocas. Quienquiera que reparte las cartas lo hace sólo una vez. Tenemos que jugar con la pachuca o con el póker que el destino nos dio.

¿Miraba yo, en este hombre herido por fuera y por dentro, la fatalidad de una existencia que en verdad desconocía hasta ahora? Miguel Aparecido aparecía (por así decirlo) ante mí como un ser extraño pero sereno siempre, dueño de un secreto y cómodo con su propio misterio, celoso de lo que se guardaba entre pecho y espalda, intolerante cuando le ofrecían ser libre, enigmático cuando decidía ser prisionero

Esta era mi idea del hombre. Miraba lo que ahora, al entrar a la celda, vi ante mí.

El Miguel de antes no era el de ahora y yo ya no podía apostar a la verdad. ¿Era Miguel el hombre severo y fatalista de ayer? ¿O era el animal destructivo y sin traílla de hoy?

Es extraño cómo, al desatarse un ser humano de los hábitos adquiridos y quitarse las máscaras acostumbradas, surgen sentimientos bárbaros, no en el sentido usual de salvajismo o atrocidad, sino en la acepción más plena de ser anterior a la convención, a los límites y, sobre todo, a la idea de la persona. Este Miguel Aparecido era eso, un hombre anterior a sí mismo, como si todo lo que el mundo (y yo) sabíamos de él fuera un gran engaño, una pura apariencia, la piel de un fantasma cuyo cuerpo y alma, escondidos, eran otro. Este.

Mirándolo con gran intensidad, recordé sus palabras contundentes. Él contaba con la lealtad de los demás presos. El Brillantinas y el Gomas. El Ventanas. Siboney Peralta. El Negro España y la Pérfida Albión. Me dijo entonces, aquí muchacho no sucede nada que yo no sepa y nada que yo no quiera o pueda controlar.

—Sábetelo: hasta los motines eventuales son obra de mi voluntad.

Me había dicho antes que él sabía oler el aire y que cuando la atmósfera de la cárcel se ponía muy pesada era necesaria una gran trifulca interna para limpiar los aires cuando hacía falta, aquí había motines en serio y luego regresa la paz. Porque la paz, dijo, era necesaria en una cárce

—Por aquí pasan muchos inocentes. Hay que respetarlos.

Había visto a los niños de la piscina. No debían condenarse para siempre.

—Pero si aquí hubiera caos sería porque yo soy impotente para asegurar el orden indispensable para que la cárcel de San Juan de Aragón no sea ni paraíso ni infierno sino, y ya es mucho, un pinche purgatorio.

En aquella ocasión, me había tomado de los hombros mirándome como un tigre.

—Cuando aquí pasa algo que se me escapa de las manos, me encabrono.

Encabronado. El motín de sillas rotas golpeando los muros. Las mesas del comedor hechas añicos. Policías heridos, agonizantes, muertos. Los candados mordidos primero, abiertos después. A mordida limpia.

Maximiliano Batalla. La Banda del Mariachi. El Brillantinas y el Gomas. El Ventanas. Siboney Peralta el que ahorca y canta. Hasta la Pérfida Albión y el Negro España. Sobre todo Sara P, la viuda de Nazario Esparza, la asesina junto con Maxi Batalla de doña Estrella de Esparza la mamá de Errol…

Todos. Todos. Se fugaron de San Juan de Aragón. Esta vez Miguel Aparecido ni provocó ni controló el motín. Maxi y Sara aprendieron la lección, desataron la furia apenas contenida de la población criminal, juntaron a los presos, organizaron el motín, destruyeron, escaparon.

—¿Quién? —le pregunté enardecido por él, como él, a Miguel Aparecido.

Me miró como un muerto que no pierde la esperanza de resucitar.

—Tú, Josué.

No, negué con la cabeza, asombrado, yo no.

—A ti, Josué, te toca averiguar qué pasó. Cómo pudieron Maxi Batalla y Sara la puta organizar la fuga. Por qué me abandonaron mis aliados. ¿Quién los organizó, quién los favoreció, quién les abrió las puertas?

Me miró de una manera iluminada y perversa, traspasándome la obligación que él, desde la cárcel, no podía cumplir, dotándole de una especie de aureola vengativa con la voluntad de engañarme, hacerme creer que si yo descubría la verdad fuera de estos muros revelaría también la verdad que se quedaba aquí, encerrada, más que entre las paredes de la cárcel, entre las paredes de la cabeza de Miguel Aparecido.

No supe ver la debilidad del tigre que me miraba a mí con la insatisfacción de no haber comido porque no había matado. No supe ver que la verdadera amenaza de Miguel Aparecido consistía en decir la verdad.

Sólo entendí que no era la fuga de Sara P. y el Mariachi, ni siquiera —y era peor— la del Brillantinas y el Gomas, el Siboney y el Ventanas, Albión y España lo que me volvía loco, sino el derrumbe de mi ilusión: Miguel no era, como él lo creía, el mandamás de la Peni, el mero mero, el caïd. Eso es lo que le ardía: el derrumbe de su autoridad carcelaria. La pérdida del reino creado con el sacrificio de la libertad. Ser la cabeza del imperio interior de la prisión.

—Estoy aquí porque quiero.

—Yo soy la cabeza.

—Cuando aquí pasa algo que se me escapa de las manos, me encabrono.

—Me en-ca-bro-no.