Permítanme presentarme. O más bien dicho: presentar mi cuerpo, violentamente separado (esto ya lo saben) de mi cabeza. Hablo de mi cuerpo porque lo he perdido y no tendré otra oportunidad de presentárselo a sus mercedes, o a mí mismo. Indico así, de una santa vez, que la narración que sigue la dicta mi cabeza y sólo mi cabeza, toda vez que mi cuerpo, separado de ella, ya no es más que un recuerdo: el que aquí sea capaz de consignar y dejar en manos del advertido lector.

Bien advertido: el cuerpo es por lo menos la mitad de lo que somos. Sin embargo, lo dejamos escondido en un clóset verbal. Por pudor, no nos referimos a sus inapreciables e indispensables funciones. Dispénsenme ustedes: hablaré con todo detalle de mi cuerpo. Porque si no lo hago, muy pronto mi cuerpo no será sino cadáver insepulto, ave de carnicería, anónimo lomo. Y si no quieren saber de mis intimidades corporales, sáltense este capítulo e inicien la lectura, muy formales, en el siguiente.

Soy un hombre de veintisiete años de edad y un metro setenta y ocho de estatura. Cada mañana me miro desnudo en el espejo de mi cuarto de baño y me acaricio las mejillas anticipando la cotidiana ceremonia: afeitarme la barba y el labio superior, provocar una reacción fuerte con el agua de colonia Jean-Marie Farina en la cara, resignarme a peinar una cabellera negra, espesa y alborotada. Cerrar los ojos. Negarle a la cara y a la cabeza el protagonismo que mi muerte se encargará de darles. Concentrarme, en vez, en mi cuerpo. El tronco que va a separarse de la cabeza. El cuerpo que me ocupa del cuello a las extremidades, revestido de una piel de color canela pálido y externado en uñas que siguen creciendo horas y días después de la muerte, como si quisieran arañar las tapas del féretro y gritar aquí estoy, sigo vivo, se han equivocado al enterrarme.

Esta es una consideración puramente metafísica, como lo es el terror en sus modalidades pasajeras y permanentes. Debo concentrarme en mi piel aquí y ahora: debo rescatar mi físico, en toda su integridad, antes de que sea demasiado tarde. Este es el órgano del tacto que cubre todo mi cuerpo y se prolonga dentro de él con travesuras anales módicas y permisibles si las comparo con las bromas mayores del género femenino, con su incesante entrar y salir de cuerpos ajenos (la verga del macho notoriamente y el cuerpo del niño sagradamente, en tanto que de mi envoltura masculina sólo salen el semen y la orina por delante y por detrás, igual que chez la femme, la mierda y en casos de estreñimiento, la hostia profunda del supositorio). Canturreo ahora: “Caga el buey, caga la vaca y hasta la niña más guapa echa su bola de caca”. Amplias, generosas entradas y salidas de la mujer. Estrechas, avaras las del hombre: la uretra, el ano, la orina, la mierda. Claros y brutales los nombres. Oscuros y risibles los apodos: tubos de Bellini, asa de Henle, cápsula de Bowmann, glomérulo de Malpigio. Peligros: anuria y uremia. Sin orina. Orina en la sangre. Los evité. Todo es al cabo evitable en la vida, salvo la muerte.

Sudé. En vida sudó todo mi cuerpo, con excepción de los párpados y el borde de los labios. Sudé limpio, salado, sin mal olor, aunque sudar y orinar fueron productos humanos pero distinguibles por la calidad distinta del olor. Nunca necesité de desodorantes. Tuve nobles y limpias axilas. Mi orina sí olió mal, a tugurio olvidado y a cueva sin luz. Mi caca varió con las circunstancias, sobre todo dependiendo de la dieta. La comida mexicana nos aproxima peligrosamente a la diarrea, la norteamericana al retortijón, la británica al estreñimiento. Sólo la cocina mediterránea asegura un equilibrio sano entre lo que entra por la boca y sale por el culo, como si el aceite de oliva y el vinagre de Módena, el producto de las huertas del Mediodía, los duraznos y los higos, los melones y los pimientos, supieran por adelantado que el gusto de comer debe compensarse con el gusto de cagar, muy de acuerdo con las prosas de Quevedo: “Más te quiero que a una buena gana de cagar”.

En todo caso —en mi caso—, la mierda es casi siempre dura y marrónea, a veces enroscada con estética como las de barro que venden en los mercados, a veces diluida y atormentada por los picantes nacionales: mierda mía. Y rara vez (sobre todo al viajar) reticente y mal encarada.

Sé que con estas diversiones, mis queridos sobrevivientes, estoy aplazando lo más importante. Llegar a mi cabeza. Contarles cómo era mi cara tras dar a entender que las nalgas son, como es bien sabido, la segunda cara del hombre. ¿O será la primera? Ya indiqué, al peinarme, que tengo una buena mata india de pelo oscuro y más enraizado que un maguey. Me falta indicar que mis ojos oscuros se hunden en las cuencas de un esqueleto facial casi transparente si no fuese por el disfraz moreno de la piel. (La piel morena esconde mejor los sentimientos que la piel blanca. Por eso cuando se manifiesta es más brutal aunque menos hipócrita.) Resumo: tengo cejas invisibles, boca amable, delgada, casi siempre, y sin razón alguna salvo la de la cortesía, sonriente. Orejas ni grandes ni chicas, apenas adecuadas a mi rostro en extremo flaco, la piel pegada al hueso, las raíces de la cabellera brotando como matorrales nocturnos que crecen sin luz.

Y tengo nariz. No una nariz cualquiera, sino una probóscide grande, por fortuna delgada, pero larga y fina, como un periscopio del alma que se adelanta a la vista para explorar el paisaje y saber si vale la pena desembarcar o permanecer retraído, debajo del mar de la existencia.

El gran sargazo de la muerte anticipada.

El mar que asciende en breves oleadas, obligándome a tragarlo antes de que llegue hasta los orificios de mi gran nariz, sobresaliente entre la playa y la marea del amanecer.

Soy cuerpo. Seré alma.

Narizón. Nariguetas. Narigudo. Narizado. Pinocho. Tapir. Dumbo (a pesar de orejas normales). El alboroto del patio de la escuela no le daba preferencia a los epítetos que me arrojaba la turba de mocosos idénticos en sus uniformes de camisa blanca y corbata azul siempre mal anudada, como si no usar el último botón del cuello fuera el signo universal de una rebeldía dominada al cabo por la doble disciplina del maestro y la religión. Suéter azul, pantalón gris. Sólo en las extremidades lucía esta pandilla escolar su desidia y su brutalidad. Los zapatos de cuero rasgado por el hábito de patear, patear pelotas en el patio, patear pupitres en la clase, patear árboles en la calle, usar las patas para demostrar que, aunque fuera sin palabras, ellos protestaban, nacían para protestar, estaban inconformes. ¿Debí agradecer que a mí sólo me agredían con palabras, no con golpes?

No lo sé. Era tal la ferocidad burlona de sus rostros que a pesar de mi intención estética de distinguir entre los más feos no a los más bellos —no los había— sino a los menos “feroces”, cuando me agredían yo miraba una sola bestia con una sola cara de dientes pelones y ojos con párpados metálicos, como si protegiesen una caja fuerte de sentimientos inconfesables detrás de una reja penitenciaria, pues yo nunca perdí de vista que estos mismos cabrones que me agredían a propósito de mi gran nariz más tarde rezarían con cabezas inclinadas y cantarían el himno nacional con barbillas temblando de orgullo.

En la escuela “Jalisco”, así llamada desde que el liberalismo revolucionario prohibió la enseñanza religiosa y el conservadurismo revolucionario se hizo de la vista gorda y la permitió, pero sólo si las escuelas no proclamaban la fe sino el patriotismo histórico o geográfico: Colón, Bolívar, Patria, México se convertían en seudónimo de escuelas jesuitas, maristas, lasallistas y, en el caso del instituto al que me enviaron, de los Presbíteros Católicos, y por eso, entre nosotros, era conocida la escuela como El Presbiterio y no como Jalisco. Era una manera de burlar la hipocresía compartida del gobierno y del clero. “Jalisco” por fuera. “Presbiterio” por dentro.

Narizón, Pinocho, Nariguetas, me llovían los insultos, me obligaban a moverme hacia atrás mientras ellos avanzaban como una columna militar encabezada por un horrendo muchachillo de cabeza rapada, ojos de alcancía y boca de betabel, orejas cosidas al cráneo y una prestancia de gran asaltante de caminos, un ademán hacia adelante, un gesto de desafío no sólo ante mí sino ante el mundo: era el inconforme más inconforme; se anudaba la corbata sobre el pecho, se la amarraba alrededor del cuello, acentuando su aire de bandido. Lo que son las cosas. Siendo este el cabecilla aparente de la turba escolar, un sentimiento que no pude localizar en su origen decía que el jefe de la guerrilla no la traía contra mí y mi nariz, sino contra algo distinto, más cercano a él, algo que mi presencia disipaba apenas sonaba la campana que daba fin al recreo —o apenas intervenía uno de los maestros que, hasta entonces, ni siquiera miraban lo que me ocurría, como si agredir, así fuese verbalmente, a un alumno no fuera muy distinto de jugar basket, contar chistes o comer tortas.

Yo dispuse mi ánimo. “Aguanta, Josué. No cedas. No devuelvas los insultos. Ármate de paciencia. Gánales con tu serenidad. Ni se te ocurra golpear a nadie. El que se enoja pierde. Mantente serio y sereno. Acabarán por respetarte, ya lo verás.”

Hasta el día en que mis buenos consejos fueron traicionados por mis malos impulsos y le solté una trompada al pelón más peleonero. Se armó la de San Quintín (estudiantes de historia: en esta batalla Felipe II derrotó a Francia y se cubrió de gloria) en medio de una colosal confusión que se convirtió al cabo en derrota y también se invocará el Rosario de Amozoc, cuando todos pelearon contra todos, disolviéndose las dudas en un zafarrancho digno de los pleitos de cantina en las películas del Lejano Oeste. O en un Donnybrook, versión británica de un zafarrancho, fracas, melée, brujajá, clamor, tumulto, julzbalú, pandemonio, charivari, embrollo, logomaquia y, en general, simple y puro desmadre. O sea: el pelón cayó de espaldas contra los compañeros que lo arrojaron de vuelta contra mí aunque el guerrillero resbaló y pegó con la cara contra la baldosa del patio, hecho que provocó una disputa entre dos, luego cuatro, luego siete compañeros acerca de quién había hecho que cayera el campeón y otro chico, decidido, se paró de mi lado, se enfrentó a la muchedumbre escolar y gritó que el siguiente golpe no sería contra mí, sino contra él.

La seguridad de mi defensor se transformó en autoridad sobre una grey que contaba su propia fuerza en el número y no el valor. El silbato del orden profesoral sonó al fin aquella tarde por lo demás tormentosa porque el sol de la mañana iba a bañarse entre cataratas de lluvia vespertina y puntual.

—Es época de aguas —dijo mi sonriente defensor, posando una mano sobre mi hombro.

Le di las gracias. Dijo que no toleraba a los montoneros. Se distrajo y le dio la mano al pelón para que se levantara.

—No llegues tarde a clase, cabrón —le dijo.

El pelón se limpió con la mano la sangre de la nariz, nos dio la espalda y salió corriendo.

Mi nuevo amigo y yo caminamos juntos a lo largo del gran patio de recreo, un espacio rodeado por dos pisos de clases y auditorios y con una cancha de frontón al fondo.

—Si fueran un poquito más cultos, te habrían llamado Cyrano.

—Son unos malditos. No les des ideas. Me llamarían Sir Ano.

—Y si fueras cojo, Nureyev.

Mi salvador se detuvo y me miró con agudeza.

—No tienes una nariz grande. Es sólo una nariz larga. No te dejes de esta pandilla de zánganos. ¿Cómo te llamas?

—Josué.

Iba a añadir el consabido “para servir a usted” de la cortesía colonial mexicana cuando mi protector echó la cabeza para atrás y soltó una larga carcajada.

Así lo quiero recordar siempre, como en ese momento. De mi misma estatura, pero el reverso de mi medalla. Un rostro tendiente a la gordura en el que las mejillas de la infancia no acababan de desprenderse de la leche materna. Sí, una boca de biberón y unos ojos tan tiernos y claros que casi reclamaban el chupete. El cuerpo, en cambio, era vigoroso, el andar decidido, acaso demasiado seguro de su pisar fuerte y su avanzar cuadrado, allí donde mis movimientos tendían a deslizarme sutiles y hasta un poco indecisos, como si no supieran si a mis pies había suelo o vacío, piso o pantano, luz o lodo…

Fue lo primero que noté. Mi pisada incierta y corta. El andar marcial y hasta mandón de mi amigo.

Me percaté de que él no se había presentado. Yo me volví a introducir.

—Josué —le dije sin dejar de caminar.

Él se detuvo como un falso petrificado. Yo lo miré con cierto asombro.

—Josué. Josué —repetí un poquito incómodo—. Josué Nadal.

Mi amigo se convulsionó. La risa lo arrebató, lo dobló sobre sí mismo, al cabo lo obligó a levantar la cabeza, mirar al cielo cada segundo más nublado, mirar enseguida mi cara de asombro, carcajearse aún más al verme, incitar en mí cierto sentimiento de enojo ante una broma no compartida, una gracia para mí un poco desgraciada.

—¿Y tú? —alcancé a decirle disimulando la irritación.

—Je… Je… —alcanzó a su vez a decir entre carcajadas.

Me encabroné tantito:

—Oye, la burla no me…

Me tomó del hombro:

—Que no es risa, compadre… Es asombro…

—Entonces no te burles.

—Jericó. Me llamo Jericó —dijo con súbita seriedad.

—¿Jericó qué? —insistí.

—Jericó a secas. Sin apellido —dijo mi nuevo amigo con un aire abrupto y definitivo, como si en el acto de abrir un libro todo el texto desapareciese dejando sólo el nombre del autor, mas no su apellido.

—Jericó… Vámonos que son rieles.

El río desborda en tiempo de cosechas. Ahora, está seco y las tribus pueden pasar. Pero primero hay que enviar espías a reconocer el terreno. Josué cruza el Jordán disfrazado de mercader y se esconde en un burdel de la ciudad. La ramera vive allí con su familia. Es una mujer cándida y dadivosa. De su cuerpo, de su afecto, de su protección. Está acostumbrada a esconder a hombres prófugos, maridos enemigos, borrachos que necesitan tiempo para recuperarse. Impotentes que también se retrasan y quieren demostrar su virilidad recuperada con el cariño y la paciencia que sólo una puta puede dar porque es su vocación y no sólo su profesión. ¿Sabe la ramera que Josué y sus hombres son miembros de una tribu errante detenida a orillas del Jordán y en busca de la tierra prometida? La puta, que se llama Hetara, cree que no existen tierras prometidas ni paraísos perdidos. Sabe de la locura de Israel y sus profetas. Todos quieren dejar la tierra que les da hospitalidad para seguir a la siguiente nación de la promesa. Pero al llegar allí, enseguida se pondrán a soñar en la siguiente tierra prometida y así sucesivamente hasta agotarse en el desierto y morirse de sed y hambre. La gran puta de Jericó no quiere que su ciudad sea el puerto final de las tribus de Israel. No porque los deteste. Al contrario, ella los ama porque ama la vocación andariega de Israel y quiere que no se queden aquí sólo para que sigan adelante en cumplimiento de su destino interminable.

Porque sabe estas cosas, los clientes del burdel la consultan y ella cuenta fábulas. Algunas, las ha soñado. Otras, las ha recordado. Pero la mayoría las improvisa al calor de las visitas que recibe. Ella es una maga, dicen los familiares que se acogen como perros abandonados a su caridad sensual, que admira a quien le habla y le cuenta el porvenir a sus clientes sólo a partir de quiénes son esos clientes. Ella es realista. Jamás le daría a un hombre un destino que no se encuentre ya en el futuro de ese hombre. Porque a ella le basta una indicación del pasado de cada cliente para imaginar con certeza el porvenir del mismo. No es una mujer cruel. Es una mujer ponderada. Cuando el futuro se presenta feliz, ella rebaja la alegría porque sabe que cualquier giro de la vida puede, inesperado, ensombrecerla. Cuando, al contrario, el porvenir es desgraciado, ella pone una dosis pequeña de optimismo, encaja una broma, encoge los hombros y pasa del augurio al tugurio: su carne, su boca, sus piernas, esto es el porvenir…

Josué llegó a Jericó con una intención pura: explorar la ciudad para tomarla luego y así continuar la reconquista de la tierra de Israel iniciada por Moisés, al cual Josué sirvió como un hijo y prometió, a la hora de la muerte, proseguir el tenaz camino desde las llanuras de Moab hasta las montañas de Nero y la cima de Pisga. Conquistar toda la tierra visible, de Vilead a Dan, tierras de Efraín y de Manases, así como la tierra de Judea hasta el mar. Pero primero había que vencer y ocupar la ciudad a la vista, la primera ciudad, la ciudad de las palmeras: Jericó. Y por eso estaba allí Josué, con el propósito de reconocer la tierra y así conquistarla al día siguiente. Se sentía protegido en el generoso prostíbulo, con sus pungentes olores de sudor y excrecencia, vino derramado, frituras variadas, pelo de bestia quemada, humo de fuegos lentos, techos rojos. Recordaba, empero, la admonición de Moisés, su protector y guía, contra los placeres del sexo y el culto orgiástico de Balaam. Las caricias de la gran puta del desierto le decían, en cambio, que gracias a ella, a su infidelidad, a su protección, caería la ciudad de Jericó y el pueblo judío podría seguir su ruta de fuerza con justicia y justicia con fuerza. Josué le preguntó a la prostituta qué se jugaba esa noche, entre el amor y la guerra. Y ella le dijo que en cada coito del mundo se jugaban la vida y la muerte, el puro y gratuito placer junto al deber de dar nacimiento al producto del coito, la suspensión temporal del deber en nombre del placer y su reanudación fatal al separarse la pareja erótica e imponerse la ley del mundo. ¿Y más allá?, preguntó afanoso Josué, capturado ya entre las piernas de Hetara, que así decidió llamarla, con fuego en su placer y con el entendimiento de que aquí, en el lecho de esta mujer, se preparaba tanto para la victoria como para la derrota.

¿Atribuiría una u otra a esta hora de alegría? ¿Le perdonaría la víctima su fugaz concupiscencia? ¿Se la cobraría caro a la hora de la derrota? Josué precipitó el acto y Hetara se sintió autorizada, sentada con las piernas cruzadas sobre el camastro de paja, a decirle Josué, ganarás la batalla pero no agotarás el destino. Tu pueblo se debatirá para siempre entre la permanencia en un solo lugar o la promesa del siguiente lugar por conquistar, un lugar mejor que el anterior, y así sucesivamente. El éxodo será interminable. Y será nuevo. En sus sucesivos exilios, tus descendientes enriquecerán la tierra que pisen. Serán doctores, curarán. Serán artistas, crearán. Serán abogados, defenderán. Tendrán éxito y serán envidiados. Serán envidiados y serán perseguidos. Serán perseguidos y sufrirán las peores torturas. El gran llanto de tu pueblo en el que se reconocerán, por un trágico y feliz instante, todos los hombres, mujeres y niños del mundo. Esto veo, Josué. También veo a tu pueblo inmóvil, seguro de que ya encontró una patria y no tiene obligación de moverse. Esto será un engaño. Israel está condenado a migrar, moverse, ocupar tierras como tú, mañana, ocuparás la mía. Nuestros cuerpos se han unido como mañana se unirán mi tierra y la tuya.

Piensa, Josué: ¿cómo me devolverás mi tierra? ¿Cómo evitarás que mi destino mañana sea el tuyo de siempre? ¿Sólo ocuparás mi tierra para olvidar que nadie te dio la tuya…?

Josué escuchó con atención a Hetara y se dijo que esta noche de placer prohibido era el precio de la victoria permitida. Hetara lo sabía todo y no perdonaba nada. Josué lo vio en su mirada oscura, le arrebató el rojo listón que recogía la cabellera negra y le dijo:

—Hazme un último favor. Cuelga el listón colorado desde el techo de tu casa.

—¿Se salvarán mi familia y mis clientes?

—Sí, te salvarás tú misma. Te lo juro.

De esta manera justificó Josué su noche con la puta de Jericó, regresó a la montaña y le dijo a los judíos: En verdad, Jehová nos ha entregado la tierra en las manos. Y todos le siguieron hasta las orillas del Jordán y dieron grandes gritos, convencidos de que Dios les había prometido vencer en la batalla y los sacerdotes harían sonar las trompetas. Entonces los muros de Jericó se derrumbaron con grande estrépito, como si las voces y las trompetas fuesen los brazos de Dios, y los judíos entraron a Jericó y destruyeron la ciudad, mataron con la espada a hombres, mujeres y niños, a viejos, bueyes, ovejas y asnos, respetando sólo la orden de Josué:

—No toquen a Hetara la prostituta.

Y Hetara fue a vivir entre los judíos y supo que su ciudad jamás volvería a verse, porque Josué dictaminó que quien la reconstruyese sería un maldito a los ojos del Señor.

Así nos hicimos amigos Jericó y yo. Descubrimos todo lo que teníamos en común. La edad. 16, 17 años. Lecturas no sólo tempranas, sino compartidas aunque él me llevaba la ventaja de mi año, que en la adolescencia son muchos. Me prestaba, anotados, los libros que ya había leído. Comentábamos juntos. Y una actitud común dentro de la escuela y fuera de ella. Ser independientes. Descubrimos que no nos dejábamos inculcar opiniones que no fueran las nuestras o que no pasaran, al menos, por la criba de nuestra crítica. Además, pensamos que las nuestras eran no sólo opiniones sino dudas. Este fue el terreno más firme de nuestra amistad. De manera casi instintiva, Jericó y yo entendimos que cada línea que leíamos, cada idea que recibíamos, cada verdad que afirmábamos, tenía su contrario, como el día a la noche. No dejábamos pasar, en ese año final de la escuela secundaria, una sola línea, idea o verdad sin someterla a juicio. No calculábamos aún cuánto nos serviría —o nos dañaría— esta actitud cuando saliéramos al mundo, fuera del nido protector de la escuela. Ahora, ser disidentes dentro de ella nos distinguía con un aire aún adolescente, pedante y sobrado, de la chusma estudiantil que nos rodeaba y que, después de la defensa de mí que hizo Jericó y en vista de la ensangrentada nariz del pelón agresor, dejó de meterse conmigo o con mi nariz, buscando nuevos puerquitos contra los cuales pelear, siempre y cuando pudiesen aislar a la víctima y presentarse como masa no identificable y, en consecuencia, no punible.

Incluso el famoso pelón acabó por acercarse a nosotros con una noticia divertida y falsa.

—Andan diciendo que ustedes nunca se separan porque son maricas. Quiero ser su amigo a ver si se atreven a decir eso de mí también.

Acompañó sus palabras con tremendos gestos de maldad y una torpe agilidad de campeón en ciernes.

Le preguntamos, con falso asombro, si él estaba a salvo de cualquier agresión y dijo que sí. ¿Por qué?, insistimos. Porque soy muy rico y no presumo. Señaló, con su puño siempre ensangrentado o cubierto de costras, hacia la calle:

—¿Ven un Cadillac negro estacionado allí fuera a la salida de clases?

Claro. Era ya parte del paisaje.

—¿Me han visto subir a él?

No, lo vimos esperar el camión en la esquina.

—Pues es el coche de mi papá. Viene por mí todas las tardes. El chofer me ve salir, se baja y me abre la puerta. Yo me voy de frente a la parada del camión y el Cadillac se regresa solo.

Pensé en el gasto inútil de gasolina pero me quedé callado, pensando que por ahora el chico merecía toda nuestra curiosidad. Se colocó los brazos en jarras y nos miró con una simpática —o acaso patética— necesidad de aprobación. En ausencia de nuestro aplauso, cedió y se presentó.

—Soy Errol.

Ahora sí Jericó y yo sonreímos y nuestra sonrisa amable era una solicitud: Explícanos.

—Mi mamá ha sido fan de Errol Flynn toda su vida. Ya ni quien se acuerde de Errol Flynn. Era un actor muy famoso cuando la mamá de mi mamá era joven. Ella le contaba que no se perdía una película de Errol Flynn. Decía que era muy guapo y nonchalant, así lo llamaban en las revistas de cine. Era Robin Hood y se columpiaba de árbol en árbol, vestido de verde como camuflaje, dispuesto a robarle a los ricos para ayudar a los pobres y enemigo de la tiranía. Y mi mamá heredó ese gusto.

Una ensoñación pasó por los ojos del pelón agresivo que ahora se presentaba como Errol Esparza y nos ofrecía su amistad así como un sumario de su vida, sentados los tres en las escaleras del patio de la escuela ese año final de nuestra educación secundaria, prontos a asumir los deberes (y los aires) de la escuela preparatoria en este mismo edificio, con los mismos profesores y compañeros, ya no idénticos a sí mismos sino al espejo cambiante de la primera juventud, cuando los mil signos de la infancia persisten, insistentes, en vedarle el paso al rostro que pugna por abrirse camino para decirnos: Ya crecimos. Ya somos hombres.

Por eso se hacía tan largo el año final de la secundaria y tan incierto y lejano el inicial de la preparatoria. No por realidades esenciales a uno u otro grado de la educación, sino por los hechos accidentales que éramos nosotros mismos: el mofletudo Jericó, el pelón Errol y el flaco Josué, yo mismo, los tres sorprendidos de los cambios que vivían nuestros cuerpos y almas, aunque fingiendo los tres, cada uno a su manera, que recibíamos las transformaciones sin asombro, con frialdad natural y hasta con cierta displicencia, como si supiéramos de antemano lo que seríamos el año entrante e ignorásemos, soberanamente, lo que éramos aún.

La verdadera encrucijada nos la proponía Errol. Nos invitó a su casa. Fue una invitación hecha con un extraño aire de ironía mezclado con indulgencia y de indulgencia disfrazando una vergüenza mal disimulada. De manera implícita, esperaba ser invitado a nuestros hogares creyendo que nuestra amistad sólo sería duradera si conocíamos el peor secreto de un chico de dieciséis años: su familia. Superado este trauma, podríamos movernos al siguiente estado. Ser adultos y ser amigos.

La buena fe —para no decir la inocencia— del buen Errol estaba fuera de toda duda. Yo sabía que todo lo no dicho por el joven rapado no vivía en el sótano de la mala fe. Errol obraba rectamente. Los que seguíamos caminos torcidos, en todo caso, éramos Jericó y yo.

—Errol Esparza.

—Josué Nadal.

—Jericó.

Ustedes que me sobreviven pueden imaginar que al hacerme amigo de Jericó le pregunté cuál era su apellido y él me contestó Jericó a secas, sin apellido. No quedé satisfecho, me sentí curioso, acudí al secretario de admisiones de la escuela y pedí directamente:

—¿Cómo se apellida Jericó?

El secretario, un hombre joven y atractivo que se veía fuera de lugar en la pequeña oficina de registros, detrás de un panel de vidrio corrugado cerca de la entrada al colegio, por donde la mitad de su rostro y una mano entera asomaban, a solicitud, para atender al público, retiró con premura el puño y la cara. La voz adquirió un tono neutro pero forzado.

—Jericó se llama así: Jericó.

Aunque eran horas de oficina, el secretario cerró la ventanilla. Al poco tiempo sentí una actitud de ofensa y defensa en mi amigo Jericó. La atribuí a la indiscreción del secretario, aunque carecía de pruebas. Lo cierto es que Jericó, dejando pasar algunos días por el cedazo de una seriedad inhabitual en nuestro trato y que yo atribuí a mi indiscreción y la del secretario (un puesto habitualmente ocupado por mujeres cuarentonas, agrias y sin esperanza de encontrar marido), me pidió que lo acompañara al café de la esquina de la escuela y una vez sentados allí ante dos tibias e insulsas tazas de un caldo sin cafeína, me miró con intensidad y me dijo que a lo largo del último semestre él y yo habíamos cimentado de manera natural una amistad que él quería saber sólida y duradera.

—¿Estás de acuerdo, Josué?

Dije que sí, con bastante entusiasmo. Nada en mi pasado —mi brevísimo pasado, reí— me prometió una amistad tan cercana como la que en estos meses habíamos creado Jericó y yo. Su preocupación me pareció innecesaria, aunque bienvenida. Estamos sellando un pacto de camaradas. Experimenté el deseo de que en vez de Nescafé tuviésemos una copa de champán. Sentí ese calor de satisfacción que nos procura, en la adolescencia, descubrir en la amistad un espíritu afín que nos salva de la soledad reservada, sin compasión, al incomprensible muchacho que dejó de ser niño de la noche a la mañana y que ya no encaja en el mundo tan oficioso que los padres le prepararon con la ilusión de que, de tan mimado, el niño jamás creciera.

No era mi caso. Jericó dijo entonces que entre los diecisiete cumplidos y los veintiuno por cumplir, él y yo debíamos establecer un proyecto de vida y estudio que nos acercara para siempre. Habrá quizá separaciones, viajes, viejas, por ejemplo. Lo importante era sellar, aquí mismo, una alianza para toda la vida. Saber que él acudiría siempre en apoyo mío, y yo en el de él. Saber qué valores compartíamos. Qué cosas rechazábamos.

—Es importante hacer una lista de obligaciones…

—¿Sagradas?

Jericó afirmó con energía:

—Sí. Para nosotros.

¿Por dónde empezaríamos?

Primero, por una decisión compartida de rechazo a la frivolidad. Mi compañero sacó de la mochila una revista de sociedad y la hojeó con displicencia y disgusto.

—Mira esta sucesión de idioteces a colores y en papel couché. ¿Te interesa saber que la rocanrolera Tarcisia se casó con el millonario ruso Ulyanov, descalzos ambos, con leis hawaianos al cuello, en Playa del Carmen y que los invitados amanecieron bailando hip-hop en la arena a las siete de la mañana, hora en que engulleron un sabroso menudo en honor del padre de la novia, que es oriundo de Sonora? ¿Te hubiera gustado ser invitado? ¿Habrías rechazado la invitación? Respóndeme.

Dije que no, Jericó, ni pensarlo, no me interesa ser…

Me interrumpió.

—¿Ni aunque se tratara de tu propia boda?

No, ahora sonreí, pensé que tomar el asunto a broma era lo mejor y admiré la intensa capacidad de Jericó para tomar la vida muy muy en serio.

—¿Juras no ir jamás a un baile de quince años, a un té danzante, a un bautizo, a la inauguración de restoranes, florerías, supermercados, sucursales de bancos, celebración de generaciones universitarias, concursos de belleza o mítines en el Zócalo? ¿Prometes despreciar a una pareja que se hace fotografiar a colores en el periódico con ocho meses de embarazo ella, en bikini, y el marido orgulloso acariciando la panza y anunciando el próximo arribo, bautizo y consagración de Raulito en medio de una lluvia de fotofogonazos (que para eso se anunciaba ya el conmovedor evento)?

Cometí el error de reír. Jericó pegó con un puño sobre la mesa. Las tazas de café temblaron. La mesera se acercó a ver qué pasaba. La mirada hostil de mi amigo la ahuyentó. El café empezó a llenarse de clientes expulsados por una jornada de labores que acaso eran muy distintas entre sí, pero que a todos y cada uno les imponían idéntica fatiga. Oficinas públicas, privadas, comercios grandes o pequeños, el tráfico sin misericordia de la Ciudad de México, la nula esperanza de encontrar la felicidad llegando a casa, la pesadumbre de lo que no fue. Todo ello empezó a entrar al café. Eran las siete de la noche. Habíamos empezado a platicar, en un lugar entonces vacío, a las cinco y media.

Y habíamos aprobado, juntos, un plan de vida compartido. ¿Sólo hablamos de evitar las estupideces de fiestas y celebraciones sociales y políticas? De ninguna manera. Antes de que entrara lo que Jericó llamó despectivamente “la manada de bueyes”.

—Bueyes —repitió Jericó—. Nunca digas “güeyes”.

—¿Bueyes?

—No. Güeyes. Nunca digas güey, güeyes.

—¿Por qué?

—Para no ceder a la vulgaridad, la estupidez y el enmascaramiento de la pobreza mental mediante la gracejada mortal.

Fincamos un plan de lecturas, de superación intelectual, selectivo y riguroso que hoy, sobrevivientes, ustedes aún no conocerán porque en ese momento entró al café Errol Esparza y nos recordó, muchachos, hoy es la visita a mi casa. Vámonos.

—Que son rieles —dijo, como siempre, Jericó.

La familia Esparza vivía en el Pedregal de San Ángel, un antiguo lecho volcánico, residuo de las excitaciones del Xitle, sobre cuyas oscuras y gruesas fundaciones el arquitecto Luis Barragán intentó crear un barrio residencial moderno a partir de estrictas reglas. La primera, que la piedra volcánica sirviese para construir las casas. Segundo, que éstas asumieran el ropaje monacal del estilo Barragán. Líneas rectas, sin adornos, muros limpios, sin más variante que los colores asociados, al evocar folklore, a México: azul añil, rojo guinda y amarillo solar. Techos planos. Ningún tinaco a la vista como en el resto de una ciudad caótica donde conviven tantos estilos que al cabo no hay estilo, como no sea la triunfante repetición de casas chaparras, comercios de un piso, tlapalerías, reparación de autos, venta de neumáticos, garajes, estacionamientos, misceláneas, dulcerías, cantinas y expendios de todas las necesidades cotidianas de esta extraña sociedad nuestra, siempre dominada desde arriba por muy pocos y siempre capaz de organizarse y vivir con independencia desde abajo, con muchos.

He dicho lo anterior porque el orden de la pureza deseada por el arquitecto no duró lo que una bola de nieve en el infierno. Barragán había cerrado el Pedregal con casetas y rejas de admisión simbólicas, como para dictar un anatema citadino: Vade retro, Partagás, que aquí no entrarás.

El desorden de la impureza en el nombre de la falsa libertad de los casahabientes y sus acomodaticios arquitectos —todos ellos sujetos de otra tiranía, la del mal gusto y la asimilación de lo peor a nombre de la autonomía del robot— acabó con el intento fugaz de darle por lo menos a un barrio residencial de la metrópoli la unidad y belleza de un barrio de París, Londres o Roma. De tal suerte que en medio de la desnuda belleza del cuerpo del origen brotaron como chancros malignos las falsas residencias coloniales, bretonas, provenzales, escocesas y tudoras, amén del impensable rancho californiano y la inexistente “jacienda” tropical.

Sin embargo, la familia Esparza no había traído al Pedregal la arquitectura de barrios anteriores. Se había conformado con la severidad del original diseño conventual. Al menos por fuera, Barragán triunfaba. Porque una vez que Jericó y yo entramos al hogar de nuestro nuevo amigo Errol Esparza, lo que encontramos fue un desorden barroco dentro de un caos neobarroco dentro de un amontonamiento postbarroco. Es decir: con un horror no bastaba en casa de Esparza. La desnudez de las paredes era una convocatoria impostergable a llenarlas con pinturas de calendario, con preponderancia de naturalezas muertas, cuadro tras cuadro, no sólo vecinos sino incestuosos, como si dejar un centímetro de muro vacío fuera prueba de tacañería inhóspita o rechazo grosero de una invitación. Los muebles, asimismo, se disputaban el premio de la falta de lugar. Los pesados sillones de mueblerías baratas pero diseñados para llenar grandes vacíos: seis garras de grifón, tres cojines de terciopelo con relieve para espalda, mesas con patas de dragón y espacios cubiertos por ceniceros sustraídos a hoteles y restaurantes varios, tapetes de intención persa y de apariencia petatera, contrastaban con los salones de disposición versallesca, sillas Luis XV con respaldo de brocado y patas de venado, vitrinas con intocables souvenirs de visitas esparzianas a Versalles y gobelinos de reciente factura. Todo indicaba que el primer salón, con su gigantesca pantalla de TV, era donde los Esparza vivían y el salón “francés” donde, de tarde en tarde, recibían.

—Acomódense —dijo sin dejo de ironía el buen Errol—. Ahora le aviso a mi mamá.

Miramos el peludo tapete color púrpura cuya obvia intención era crecer como un césped interno y crepuscular cuando Errol reapareció conduciendo a una mujer sencilla, que anunciaba su sencillez desde el peinado pasado de moda —“permanente” creo que lo llamaban— hasta los zapatos de tacón bajo y hebilla negra, y pasando —ahora en ascenso— por las medias de popotillo, el vestido floreado de una pieza y el delantal corto, en el cual la señora fregaba sin vigor sus manos coloradas, como si las secara de un diluvio doméstico, hasta un rostro pálido y pintado a medias. Su cara era la tela en blanco de un artista indeciso entre terminarla o dejarla, con alivio mal resignado, inconclusa.

La señora nos miró con una mezcla de candidez y sospecha, sin dejar de secarse las manos como un Poncio Pilatos doméstico, y dijo con una voz apagada, Estrella Rosales de Esparza, para servir a ustedes…

—Cuéntales, madre —dijo brutalmente Errol.

—¿Qué cosa? —inquirió doña Estrellita sin fingir sorpresa.

—Cómo nos hicimos ricos.

—¿Ricos? —dijo la señora con auténtica extrañeza.

—Sí, madre —continuó el pelón—. A mis amigos les ha de extrañar tanto lujo. ¿De dónde salió toda esta… chatarra?

—Ay, hijo —la señora bajó la cabeza—. Tu padre ha sido siempre muy industrioso.

—¿Qué te parece la fortuna de papá?

—Me parece muy bien.

—No, el origen…

—Ay, hijo, cómo serás…

—¿Cómo soy?

—Desagradecido. Todo se lo debemos al esfuerzo de tu padre.

—¿Esfuerzo? ¿Así se llama ahora el crimen?

La madre lo miró con desafío.

—¿Cuál crimen? ¿De qué hablas?

—Ser ladrón.

En vez de enojarse, doña Estrellita guardó una admirable compostura. Nos miró con paciencia a Jericó y a mí.

—No les he dado la bienvenida. Mi hijo es un niño muy precipitado.

Le dimos las gracias. Sonrió, miró al hijo.

—Me insulta porque no soy Marlena Ditrich. ¡Qué culpa tengo! Él tampoco es Errol Flynn.

Nos dio la espalda inclinando la cabeza y regresó al lugar misterioso de donde había salido.

Errol estalló en carcajadas.

Nos dijo que su padre había sido carpintero, primero en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Luego empezó a construir muebles. Enseguida logró vender camas, sillas y mesas a varios hoteles. Con eso puso una mueblería en el centro, allá por la Avenida 20 de Noviembre. Con tanto mueble en las manos, no le quedó más remedio que poner un hotel y luego otro y otro más, y como los clientes querían diversión a la mano —la televisión estaba en pañales, o sea en blanco y negro— tomó un viejo cine de San Juan de Letrán y lo convirtió en sala de estrenos, decorada al estilo de una pagoda china igual que en Los Ángeles y como no sólo de arte vive el hombre, estableció una tienda de muebles y luego otra y otra y otra más hasta formar una cadena de hoteles y de eso vivimos.

Errol suspiró mientras Jericó y yo —y seguramente ustedes que me escuchan— poníamos cara de buena educación y escuchábamos sin pestañear este recuento relámpago de una carrera que culminaba en este adefesio de casa en el Pedregal de San Ángel con un chico que se negaba a subir al Cadillac manejado por chofer uniformado y se deleitaba en humillar a una madre indefensa y en agredir a un padre ausente.

—Contrató cuadrillas de vagos para meter ratones en las salas de cine rivales, quebrar a los enemigos y hacerse de los teatros.

—Qué simpático —me atreví a decir pero Errol, envuelto en la nube de su propia retórica, no me escuchó.

—Mandó vendedores a distraer a los trabajadores de los negocios de sus rivales.

—Muy listo —sonrió Jericó.

—Mandó evangelistas a convertirlos al protestantismo…

—La religión del capitalismo, Errol —por decir algo dije yo.

—¿Has leído El protestantismo y el mundo moderno de Ernst Troeltsch? —apostilló Jericó, aumentando el extravío de la plática—. Sin protestantismo, no hay capitalismo. Para Santo Tomás, el capitalista se iba al infierno. Todo capitalista, en consecuencia, es protestante.

Palabra que me dio pena el desconcierto de Errol cuando acto seguido nos miramos Jericó y yo, le dimos las gracias y salimos de la casa amurallada por un jardín sin árboles donde unos trabajadores levantaban algo así como una estatua sobre un pedestal.

—Que el chofer los lleve a casa.

Accedimos y partimos. Aliviados, pero sin decir palabra y cruzando una mirada cómplice que decía:

—Es nuestro amigo. No dejaremos de hablarle.

¿Nos hablamos a nosotros mismos, Jericó? ¿No salimos de la casa de los Esparza pensando en secreto, todo este horror, este ridículo, esta insatisfacción, esta pesadumbre, ocurre en familia, sucede porque existe una familia —como una bandeja de frutas corruptas, una copa de veneno, una cloaca capaz de recibirlo todo, digerirlo, purificarlo, devolverlo a la vida desde una injuria final vecina a la muerte?

Evitamos, Jericó, mirarnos tú y yo al abandonar la residencia del Pedregal. Ni tú ni yo teníamos familia. Éramos lo que somos porque fuimos, somos y seremos huérfanos. ¿Qué es la orfandad? Sin duda no la simple ausencia de padre o madre o familia sino la intemperie, el despojo del techo protector por causas a veces atribuibles con claridad al abandono, a la muerte, a la simple indiferencia. Sólo que tú y yo no conocimos ninguna de estas causas. Me equivoco. Quizás tú las conozcas, pero te las guardas. Y mi situación era equívoca, como lo relataré más adelante.

—Es nuestro amigo. No dejaremos de hablarle.

Aunque acaso, en secreto, le envidiábamos a Errol su situación familiar, por violenta o patética que ésta fuese.

—No tenía necesidad de decir lo que dijo —me envió un mensaje secreto Jericó cuando me bajé en la calle de Berlín.

—Es cierto. No —apostillé para refrendar la amistad, más que por otra cosa.

En cambio, meses después, al graduarnos de la secundaria a la preparatoria, encontramos, más que un pretexto, una oportunidad para hablar horas enteras con un nuevo profesor que en ese tiempo ingresó a la facultad de la escuela. Hasta entonces, no habíamos sentido ni admiración ni desprecio por el conjunto de maestros que, con excesiva discreción para nuestros exigentes espíritus, impartían lecciones poco imaginativas, basadas en actos de memoria serial (como un crimen) sobre historia, geografía y ciencias naturales. El profesor de biología era divertido por los subterfugios que invocaba y los vericuetos que seguía para sublimar los hechos de la naturaleza mediante una explícita referencia final, corona de su discurso reiterado, al acto de la creación divina, origen y destino de nuestras realidades físicas y de nuestra mortalidad trascendente.

Había, sin duda, otros excesos que rompían la neutralidad gris de las clases. El director, un iracundo francés de impronunciables apellidos bretones al cual los alumnos llamaban “Don Vercingetorix”, solía inaugurar los cursos parado en una tarima con una gladiola en la mano. Tras recorrer al alumnado reunido con una mirada de severidad torquemada, proclamaba, “Este es un joven cristiano antes de ir a un baile y besar a una muchacha”. Acto seguido, arrojaba la flor al piso y pisoteaba sobre ella en una especie de cancán sagrado hasta pulverizar a la inocente flor que en el acto recogía del piso y mostrándonos el andrajo vegetal en sus manos, concluía: “Y este es un muchacho católico después de ir a un baile y besar a una muchacha”. De la moribunda gladiola sólo sobrevivía, con simbolismo seguramente indeseado por el furibundo Vercingetorix, el erecto tallo. Un preñado silencio y una advertencia final: “Piensen. Confiesen sus pecados. Rompan filas”. Sólo le faltaba advertir “y no rompan en carcajadas” aunque la severidad formal de la escuela no se prestaba a bromas, pero sí a una suerte de resignación cristiana cuando nos preparábamos en el vestidor para jugar basket sabiendo que en el momento oportuno entraría el profesor Soler diciendo “a ver, a ver, ¿todos preparados?”, como pretexto para mirarnos antes de ponernos los calzoncillos y acercarse, “a ver, a ver”, a ajustarnos los suspensorios necesarios para proteger el sexo del golpeteo en la cancha, sopesando, de rodillas o inclinado, con conmovedora reverencia, los testículos de cada alumno para saber si todos íbamos bien protegidos a las batallas deportivas y, con fortuna, a los combates sexuales.

Los alumnos perdonábamos este inocente gusto del padre Soler, cuyo rostro colorado no era producto de vergüenza alguna, sino de una herencia que al mestizaje entre indio y rubio puede darle un aspecto solferino muy apto para disimular los rubores del afecto vergonzante. O sea: los alumnos, colectivamente, le perdonábamos la vida tanto al estruendoso Vercingetorix como al silencioso Soler, considerando que, uno y otro, tenían escasas oportunidades de expresarse en público, sometidos, como estaban, a largas horas de rezo y rosario, cenas tempranas y desayunos fugaces… Ellos hubiesen apagado el sol con humo de incienso.

Todo cambió cuando apareció el recién llegado profesor de filosofía.

El padre Filopáter (pues así fue anunciado y así se presentó) era un hombre pequeño y ágil. Se movía con una mezcla de deporte juvenil y de animación espiritual, como si para demostrar ésta tuviese que celebrar aquélla. Caminaba con ritmos distintos. Muy rápido cuando iba de un menester a otro. Muy pausado cuando le daba vueltas al patio acompañado de uno o dos alumnos a los que escuchaba con intensa concentración, ofreciendo una contradictoria idea de hombre bajo que al cogitar se iba creciendo, como si sus ideas —pues parecía pensar más que hablar— le sobrevolasen creando un halo insólito, no redondo sino largo, aunque siempre luminoso.

Sobra decirles, a ustedes que aún viven y pueden desmentirme sin peligro o comprobar cuanto digo con curiosidad, que Jericó y yo nos fijamos enseguida en el recién llegado e imaginamos la manera de acercarnos a él y averiguar quién era —además de profesor de filosofía— por lo que pensaba y decía. Él se nos adelantó.

Siempre juntos, nos dijo acercándose con su paso más ligero, como Cástor y Pólux.

La alusión mitológica no se nos escapó y tanto Jericó como yo, al instante, nos miramos sabiendo que hablaba de los gemelos nacidos del mismo huevo pues su padre era un Dios disfrazado de cisne. Siempre juntos, los gemelos participaban en grandes expediciones como la gesta de los Argonautas al mando de Jasón en busca del alma aún no descubierta, que ellos llamaron “el vellocino de oro”.

Filopáter leyó en nuestras miradas que ya conocíamos la leyenda aunque ni él ni nosotros nos atrevimos, aquella asoleada tarde de octubre, a concluir la historia de los jóvenes gemelos. Una leyenda puede terminar mal, pero la conclusión no debe anticiparse en los comienzos de la vida (Jericó y Josué) o de lo que pronto se convirtió en amistad (con el padre Filopáter). Sin embargo, ¿cómo no iba a ilustrarme esta, por más tácita que fuese, con la sospecha de un final, si no deseado, al cabo fatal? Acaso la simpatía que nació, en el acto, entre el profesor y nosotros, se debió a una suerte de respeto compartido gracias al cual conocíamos los desenlaces pero los aplazábamos con la amistad, las ideas y la vida, en suma, ya que el desenlace era siempre, para la amistad, las ideas y la vida, la muerte de los dialogantes reales. Si Sócrates sobrevive gracias a Platón, San Agustín y Rousseau porque se confesaron y el doctor Johnson porque tuvo de secretario y amanuense a Boswell, nosotros tres, el padre Filopáter, Jericó y yo, ¿qué ocasión de sobrevivir tendríamos más allá de una luminosa tarde de otoño en el Valle de México? ¿Seríamos capaces, como los poetas y novelistas, de sobrevivir gracias a obras que, siendo nuestras, se nos escapan, se vuelven de todos, sobre todo del lector aún por nacer? Este era el desafío que comenzó a filtrarse, como un aire puro que nos separa de las contaminaciones avasallantes del tráfico, el smog, el movimiento callejero de cuerpos inhóspitos, la cercanía misma, aquí en el patio escolar, de los ruidosos alumnos a la hora del recreo. No, el aire no era puro. Era una ilusión de la simpatía.

Jericó y yo no éramos (debo advertir) seres aparte de la comunidad escolar. Al contrario, sabiéndonos (como nos sabíamos) superiores a la colectividad gregaria del plantel, compañeros fortuitos de lecturas anteriores acaso bien pensadas y digeridas, nuestro encuentro le debía mucho a la casualidad, que es azarosa, pero también al destino, que es la voluntad disfrazada. En los cafés, en las clases, en largas caminatas por el Bosque de Chapultepec o los Viveros de Coyoacán, los dos jóvenes habíamos comparado ideas, evocado lecturas, supliendo cada cual las ausencias del otro, recordando un libro, condenando a un autor, pero al cabo asumiendo una herencia que acabamos por compartir con el goce irrepetible del amanecer intelectual en toda sociedad, pero más en la nuestra, donde cada vez se premia menos la creatividad verdadera y cada vez más el éxito económico, la fama publicitaria, las apariciones televisivas, los escándalos amorosos y las payasadas políticas.

La diferencia entre nosotros, lo admito a tiempo, era una de exigencia y rigor. Admito también, para las actas eternas, que en nuestra relación yo era el más flojo o pasivo, Jericó el más alerta y exigente.

—Exígete más, Josué. Hasta ahora hemos avanzado juntos. No te me quedes atrás.

—Tú tampoco —le contestaba sonriendo.

—Está duro —respondía él.

Después del deporte, como era obligatorio, nos duchábamos todos en los largos, fríos y solitarios baños de la escuela. Al contrario de las escuelas de monjas, donde las alumnas deben lavarse vestidas con ropones que las convierten en estatuas de cartón, en el colegio masculino ducharse desnudos era normal y a nadie le llamaba la atención. Un código no escrito dictaminaba que en la ducha los hombres mantendríamos las miradas a nivel de nuestros rostros y que nadie, so pena de sospecha, curiosidad malsana o simple vulgaridad, miraría el sexo de un compañero. Naturalmente, esta regla era vigilada por quien menos la observaba, el tímido impertinente, el padre Soler, quien solía recorrer el salón de baño con una mirada mixta de águila y serpiente —muy propia de la nación— y con una amenazante y simbólica vara en la mano que jamás, hasta donde sepamos, utilizó contra las empapadas espaldas y lustrosas nalgas de los alumnos.

Quienes aún viven y me leen soportarán que les cuente algo insólito para ellos como lo fue para nosotros. Jericó decidió que la tentación de mirarnos desnudos existía pero que la manera de superarla no consistía en esforzarse físicamente sino en expresarse intelectualmente. Para ello, dijo, vamos a escoger dos pensamientos opuestos y por ello complementarios para invocarlos bajo la regadera —que era helada, advierto a quienes aún gozan de sus sentidos, pues así lo exigía el código de rigor físico y aspiración a la santidad de nuestros rectores.

No deja de causarme asombro, así como un deleite sensual, recordar que por común acuerdo, a la hora de la ducha, lado a lado y de pie, sin mirarnos, empapados y con el goteo incesante de la catarata deliciosa que nos caía sobre las cabezas, desnudos los dos, los dos amigos repetimos en voz alta, como si fueran a la vez dogmas y anatemas respectivos, uno las ideas constitutivas, formales, de la filosofía católica y el otro los de la prédica de la negación absoluta. Jericó sostenía que la filosofía cristiana de San Agustín y Santo Tomás de Aquino era la base del sistema autoritario y opresivo de las naciones ibéricas. La antiquísima disputa de San Agustín con el hereje británico Pelagio en los siglos cuarto o quinto daba la pauta. El hereje proclamaba la libertad para acercarse a Dios con los medios de nuestra propia sensibilidad e inteligencia. San Agustín, que no hay libertad personal sin el filtro de la institución eclesiástica. La Iglesia es la intermediaria indispensable entre la fe individual y la gracia divina. La gracia, decía en cambio el hereje, está a la mano de todos. La gracia, le respondía el santo, requiere del poder de la institución para otorgarla. De esta antiquísima disputa en los oráculos ruinosos de un hijo del África Romana con un oscuro monje del norte provenía, según Jericó bajo la lluvia de la regadera, la división primero entre católicos y protestantes y la diferencia, enseguida, entre latinoamericanos y norteamericanos: nosotros tuvimos Edad Media, agustina y tomista, ellos no; ellos tuvieron pelagianismo puesto al día por Lutero y los imperativos capitalistas, nosotros no. Para los norteamericanos, la historia empieza con ellos y el pasado lo inventó Cecil B. de Mille con ayuda de Charlton Heston. Para nosotros, el pasado es tan antiguo que hay que volver a vivirlo.

Si asumir el alegato medieval y católico bajo la ducha era ya un acto singular pero unificante entre dos muchachos desnudos de dieciocho años, no menos exigente era cargar con el argumento nihilista en su ropaje (o en este caso, desnudez) nietzscheano, pues a mí me correspondía alegar que no hay libertad si no nos emancipamos de la fe y de todo fundamento o razón adquirida, levantando el velo de las apariencias y proporcionando el impulso hacia la verdad, cuyo primer paso…

—Es el reconocimiento de que nada es verdad.

Decía “bajo la lluvia” estas palabras y confieso que me sentía desolado, que en esos momentos quería poseer las certezas enunciadas por Jericó, que no sólo el chorro de agua sobre mi cabeza me cegaba, sino una pesadumbre por la pérdida de toda certeza. Sin embargo, mi papel en este diálogo fraterno, que nos alejaba del falso pudor o de la curiosidad malsana, era el de un transformador de valores mediante los falsos valores, salvando a mi querido, a mi amadísimo amigo Jericó de la cultura cristiana, que es la cultura de la renuncia.

—¿Y cuándo has visto a un católico que renuncie al placer, si al cabo basta confesarse con un cura para limpiarse de toda culpa?

—¿O al dinero, cosa que antes era ocupación de judíos o de protestantes?

—¿O a la fama, como si la santidad moderna la otorgara la revista Hola!?

Salimos del baño a carcajadas, contentos de haber superado la tentación sexual, orgullosos de nuestra disciplina intelectual, dispuestos a cambiar los papeles en la siguiente ocasión, yo el católico, él el nihilista y así afilar las armas para el inevitable encuentro —sería la disputa mayor de nuestra primera juventud— con un hombre —el único hombre— capaz de desafiarnos: el recién llegado padre Filopáter.

Regresamos a casa de Errol. Por curiosidad permanente de Jericó y, en mi caso, no sólo por eso, sino por algo que no les he mencionado y que afectó profundamente mi vida.

El hecho es que esa noche recibían los Esparza. Don Nazario había adquirido una cadena de hoteles en Yucatán y celebraba la ocasión con un ágape y nuestro compañero el pelón (aunque debía decir el ex-pelón, ya que Errol se había dejado crecer una melena que, nos dijo, en los sesentas era consigna de juventud rebelde) nos invitó, según comentó, a pasarle revista a la flora y a la fauna. Adaptados a maneras que juzgaban “distinguidas”, los padres de Errol recibían a sus invitados a la entrada del salón Versalles. Don Nazario, a quien nunca habíamos visto, era un hombre florido, alto, rojizo y con la mirada en otra parte. Aparentaba gran bonhomía, repartía abrazos y sonrisas, pero miraba hacia un lugar lejano, casi con el temor de que se le apareciera algo olvidado, amenazante o ridículo. Vestía de gabardina verde y con una gran corbata hawaiana pródiga en palmeras, olas y bailarinas de hula-hula. Parecía un hombre disfrazado. Se vestía de acuerdo con su origen (carpintería, muebles, hoteles, cines) y no con su destino (mansión en el Pedregal y cuenta de banco a prueba de pedradas). Mostrarse como había sido, ¿era un acto de sinceridad y de orgullo hacia su humilde pasado, o el disfraz más hábil de todos, casi un desafío: mírenme, llegué hasta lo más alto pero sigo siendo el hombre humilde y campechano de siempre?

A nosotros nos saludó como si fuésemos sus más viejos amigos, con grandes abrazos y referencias equivocadas, toda vez que, con el corazón en la mano, nos agradeció la “valona”, es decir, el favor o los favores que le habíamos hecho, los cuales, desde luego, eran inexistentes, llevándonos a concluir que, una de dos, o don Nazario de plano se equivocaba o nos daba un trato que no nos ofendía pero que a él lo salvaba del posible error de debernos algo y haberlo olvidado.

En todo caso, la confusión pasó con la rapidez con que el propio señor Esparza, despachando cordialidad, nos empujó hacia adelante y repitió la ceremonia del alegre y agradecido abrazo con los siguientes invitados, librándonos del saludo con su señora esposa, doña Estrellita, quien estaba allí, sin duda, la veíamos, la saludábamos, aunque al mismo tiempo estaba ausente, oculta por la poderosa presencia de su marido y también por un deseo de invisibilidad que duplicaba, en cierta manera, el deseo de desaparecer por completo.

¿Era el atuendo de la dueña de casa resultado de su propio gusto o imposición del marido? En el segundo caso, nos aproximábamos al uxoricidio. La señora parecía vestida, si no para irse al paraíso o al infierno, sí para habitar un limbo gris, tan gris como un traje sastre color ratón, las eternas medias de popotillo sustituidas por unas nylon de antigua cosecha y los zapatos bajos por otros de charol con pulsera en el tobillo. Su incomodidad de estar en fila y recibiendo en público era tan notoria que en el acto calificaba a su marido como un sádico que, al verla de vez en cuando, le decía con una mirada feroz, en todo ajena a su afabilidad de anfitrión:

—¡Ríe, idiota! ¡No me hagas quedar mal!

Hecho palpable porque la señora Estrella sonreía de manera forzada y buscaba la aprobación en los ojos de un marido que no necesitaba mirarla: la dominaba, nos percatamos, por pura costumbre anticipada. Doña Estrellita sabía que si no hacía tal o cual cosa, la pagaría caro cuando “los invitados” se fueran.

Confieso que mi explicable fascinación con la pareja me separó del resto de la concurrencia, que se fue disolviendo detrás de un velo de rumores, conversaciones inaudibles, choques de vasos y paso de bocadillos ofrecidos por un camarero prieto, bajito y disfrazado con una pechera a rayas. No dejé de admirar la disciplina de la madre de Errol para representar el papel de la ausente presente. En su mirada tan fija y muerta aparecía de tarde en tarde un relámpago que le ordenaba:

—Obedece.

Creo que no le costaba hacerlo. Se sabía fácil de ignorar y supongo que desde joven sus comentarios, de por sí tímidos, se fueron apagando al golpe de las brutales órdenes del marido, cállate, no hagas el oso, siempre estás fuera de lugar. ¿Para qué preocuparse?

—Salgan del zoológico, mis cuates. Vamos al “den” —nos dijo Errol—. Mi guarida.

El “den” era la sala desarreglada que ya conocíamos. Errol se quitó el saco y nos invitó a imitarlo.

—Después de lo que han visto, ¿se sienten capaces de apostarle todo al arte y a la filosofía?

Creo que reímos. Errol no nos dio chance de responder. Arrojado, en mangas de camisa, sobre el sillón más cómodo, con las piernas abiertas, se libró de los mocasines con borlas y agarró una guitarra como si fuese la disponible cintura de una mujer obediente.

—Mejor métanse a la política. A ver si encuentran un camino entre lo que quieren ser y lo que la sociedad les permite.

Yo iba a contestar. Errol no se dejaba interrumpir.

—¿O de repente le apuestan al destino?

Adelantó una mano para silenciarnos.

—Fíjense que yo ya le aposté a un destino.

Nos observó, corteses e interesados.

Nos relató, sin que se lo pidiésemos, que aunque no lo creyéramos, un día —lejano— Nazario y Estrellita posiblemente se amaron. ¿A qué hora dejaron de quererse? ¿Cómo se llamaría la noche en que él ya no la deseó, o ya no la vio joven y ella supo que él la miraba envejecer? Al principio todo fue muy distinto, elaboró Errol, porque mi madre Estrella era una niña de convento y mi padre quería una esposa sin mácula —así se dice— porque en la vida había conocido pura huila y las putas saben engañar. Con Estrella no había duda. Viajó del convento a la cama de su amo y señor, quien la agotó en una noche, demostrándole que a él los conventos le valían Wilson —era su expresión demodé— y que más le valía a su mujer, siendo casta, comportarse como puta para darle gusto a un macho como Nazario Esparza.

Su familia entregó a Estrellita, recibió un cheque y algunas propiedades y nunca volvió a ocuparse de ella. ¿Quiénes eran? Quién sabe. Cobraron bien por el favor de entregarla casta y pura a un voraz y ambicioso marido. Se acabó la pasión, aunque a veces él la puede mirar con una ausencia intensa. No basta para esquivar la repetición de la misma pelea todas las noches, cuando Estrella aún guardaba un resto de coraje y dignidad con el que sólo lograba enfurecer a Nazario. La misma pelea todas las noches hasta encontrar la razón del siguiente pleito, que era aplazar la obligación del sexo que ella necesitaba no sólo como novedad sino por la casta obligación del sacramento matrimonial y que él, acaso, quería aplazar por un extraño sentimiento de que así honraba la virginidad de su mujer, aunque a él le constaba que Estrella llegó íntegra al lecho de bodas y que si era impura, él había sido el causante. Nada de esto duró o tuvo gran importancia. Él se fue derrumbando en una grosera vulgaridad, la que Jericó y yo observamos esa noche. Y Errol nos aumentaba ahora.

—La amé hace diez mil enchiladas —era el responso del marido.

Ella se refugió en la renuncia al sexo en nombre de la religión y armó un altarcillo devoto en la recámara matrimonial que Nazario no tardó en barrer de un manotazo, dejándole a Estrellita la resignación de verse a sí misma como su marido al cabo la vio una noche. Ella ya no se miró joven y seguro que él la veía vieja.

—Hace diez mil enchiladas, mientras ella rezaba de rodillas: “No es por vicio ni por fornicio. Es por hacer un hijo en tu santo servicio”.

Ella suplantó a los santos con retratos de Errol Flynn, cuyas disposiciones amatorias desconocían Estrellita y Nazario.

—¿Saben qué cosa? —continuó Errol—. Yo apuesto a que puedo tener un destino que derroque a mi padre. ¿Les gusta la palabrita? ¿No la oímos todos los días en la clase de historia? Fulano se levantó en armas y derrocó a mengano en espera de que zutano derrocara a fulano y así una y otra vez. ¿Es eso la historia, mis cuates? ¿Una serie de derrocamientos? Puede que sí.

Pareció tomar aire para decir:

—Puede que sí. Puede que no…

Sin soltar la guitarra, levantó el vaso:

—Yo apuesto que puedo tener un destino que derroque el de mi padre. Derrocar un destino, como si fuera un trono. ¡Puede que sí! ¡De repente! O puede que no…

Alargó el brazo y tocó la guitarra, empezando a entonar, muy a propósito, el corrido del hijo desobediente:

—Quítese de ahí, mi padre, que estoy más bravo que un león, no se me salga una bala y le atraviese el corazón…

Unas voces se alzaron, rijosas y ríspidas, en el corredor entre el salón Versalles y la guarida donde nos encontrábamos.

—¿Estás chiflada? Dame acá esa cámara.

—Nazario, sólo quería…

—No importa lo que querías, me has puesto en ridículo tomando fotos de mis invitados… Faltaba más…

—Nuestros, también es mi… fiesta…

—También es tu nada, vieja idiota.

—Es tu culpa. No me gusta recibir. No me gusta estar en fila. Lo haces para…

—Si lo hicieras bien, no me humillarías. Eres tú la que me pone en ridículo. ¡Tomarle fotos a mis invitados!

—¿Qué tiene…?

—Con una foto puedes chantajear. ¿Te enteras…?

—Pero si todos salen en las páginas de sociedad.

—Sí, pendeja, pero no en mi casa, no asociados conmigo…

—No entiendo…

—Pues deberías, taruga…

Errol se levantó y corrió al pasillo. Se interpuso entre Nazario y Estrella.

—Mamá, tu marido es un salvaje.

—Cállate, sinvergüenza, no te metas en lo que no…

—Déjalo, hijo, ya sabes cómo…

—Lo sé y huelo el vómito en la boca de este pinche viejo. Huele a guácara…

—Cállate, regresa con tus amigos güevones, sigan bebiendo mi champán gratis… Bola de zánganos. ¡Palurdos!

—Déjanos. Esto es entre tu padre y yo.

Los ojos de Nazario Esparza eran vidriosos como fondos de botella. Metió la mano en el bolsillo y sacó (¿para qué?) un manojo con docenas de llaves.

—Vete, eres una maldición —le dijo a Errol.

—Quisiera imaginarte muerto, papá. Pero todavía no calavera. Devorado poco a poco por los gusanos.

Estas palabras no sólo acallaron a don Nazario. Parecieron amedrentarlo, como si la maldición del hijo resonara con una voz antiquísima, profética y al cabo aplacante. Doña Estrella se abrazó a su marido como si lo protegiese contra la amenaza del hijo.

Errol regresó a la sala y sus padres se fueron apagando como un teatro desierto. Jericó y yo seguimos con caras de palo.

—Ya ven —dijo Errol—. He crecido como una planta. He vivido a la intemperie, como un nopal.

Era claro: esta noche era suya y no nos dejaría meter palabra.

Insistió como un aguacero.

—¿Saben el secreto? Mi padre quiere deshacerse de sí mismo. Por eso actué así. Me lo tengo fichado y no lo soporta. Quisiera ser producto de su propio pasado, negando lo que pasó antes pero aprovechando los resultados. ¿Entienden?

Yo dije que no. Jericó se encogió de hombros.

—¿Quiénes eran esas gentes? —pregunté.

—¡Ah! —exclamó Errol—. Esa es la pregunta de los sesenta y cuatro mil. ¿Saben por qué prohíbe mi papá las fotos en las fiestas de casa?

—Ni idea —dijo Jericó.

—No se lo imaginan. ¿Por qué creen que reúne a toda esta gente, le ofrece champán pero prohíbe las fotos? Se los cuento porque yo reviso a escondidas sus papeles y ato cabos. Sucede que aquí don Nazario deduce, como lo oyen, deduce estas “fiestas” entre comillas, de sus impuestos. Los asigna a gastos de representación y “gastos de oficina”, reuniones de negocios disfrazadas de “cocteles”.

—¿Quién viene a ser “deducido” de un coctel? —insistí, curioso de que mi educación sentimental no se quedara trunca.

—Todos —rio Errol—. Pero sólo papá es tan listo que prohíbe la publicidad y así cierra el negocio.

Rio con carcajadas huecas y tristes.

—¡Si me lo tengo cachado al viejo! ¡Gran chingón!

Logré encajar una pregunta:

—¿Crees que vas a deshacer los entuertos de tu padre?

—No —se encogió de hombros—. Sólo quiero llevar a su límite las diferencias con él. ¿Me entienden? Yo soy rico, ustedes son pobres, pero yo tengo más miserias que vencer.

Se bebió la copa de un golpe.

—Sepan que con el privilegio se nace. No se hace.

Y nos miró con una intensidad que no le conocíamos.

—Lo demás es rapiña.

Les contaba, mis queridos supervivientes, que fui esa noche a casa de los Esparza para evadirme de mi propio hogar, si así se le puede llamar. Disfuncional y todo, la familia de Errol estaba en la columna del haber, si Cervantes tenía —y la tiene— razón al citar a su abuela: Sólo hay dos familias en el mundo. La que tiene y la que no tiene. Ahora, ¿cómo se cuantifica la posesión o desposesión familiares? Cada uno habla de la feria como le va en ella. Yo debo explicar —se lo debo a los que aún viven y se aglomeran en ciudades, barrios, familias— que crecí en una casa lóbrega de la calle de Berlín de la Ciudad de México. Hacia fines del siglo XIX, cuando el país parecía pacificarse después de décadas de convulsión (aunque trocase la anarquía por la dictadura, acaso sin darse cuenta), la ciudad capital comenzó a extenderse fuera del perímetro original del Zócalo-Plateros-Alameda. Las “colonias”, como se llamó a los barrios nuevos, decidieron ostentar mansiones de variados estilos europeos, sobre todo el parisiense y otro más septentrional, cuyo origen quedaba en algún punto entre Londres y Berlín y su destino en el barrio llamado patrióticamente “Juárez”, aunque dedicado a bautizarse con nombres de urbes europeas.

Mi primer recuerdo es la calle de Berlín y una casa de tres pisos con almenas y cucuruchos proclamando su abolengo, un escaso patio de piedra, ninguna planta y sólo dos habitantes: la mujer que me atendía desde la infancia y yo mismo. Mi nombre es Josué Nadal, cosa que los lectores ya saben desde que mi cabeza cortada comenzó a divagar, posada como un coco y lamida por las olas en una playa guerrerense. El nombre de la mujer que me atendía desde la infancia es María Egipciaca del Río, nombre de resonancias coptas que no debe extrañar en un país donde los bautizos son parte feraz de la imaginación popular: abundan en México los Hermenegildos, Eulalios, Pancracios, Pánfilos, Natividades, y las Pastoras, Hilarias y Orfelinas.

Que ella se llamase María Egipciaca y yo Josué tampoco debía llamar la atención si recordamos los nombres bíblicos que los norteamericanos se atribuyeron desde el origen: Natanael, Ezra, Hepziba, Jedidiah, Zabadiel, además de Lanzarote, Marmaduke e Increase.

Atribuyan estas nomenclaturas, si gustan, a la vocación nominativa del Nuevo Mundo, bautizado una vez en la aurora del tiempo con nombres indígenas y rebautizado con nombres cristianos y africanos a lo largo de la historia.

Digo todo esto para situar a María Egipciaca en un territorio soberano de apelativos propios que van más allá de las designaciones “madre”, “madrastra”, “nana”, “tía”, “guardiana” o “madrina”, que yo no me atrevía a endilgarle a la mujer a cuya vera crecí pero cuya identidad ella siempre me ocultó, vedándome tácitamente decirle “madre”, “madrina” o “madrastra” porque la mezcla de atención y distancia en María Egipciaca era como una corriente alterna que cuando yo manifestaba recelo se desbordaba en los mimos de ella, y cuando yo me mostraba afectivo, provocaba en ella una respuesta hostil. Aclaro que este juego, puesto que hay algo lúdico en toda relación estrecha y solitaria que a cada paso debe optar entre la amistad y la enemistad, sólo se estableció con claridad a medida que yo crecía y situaba en mi entorno a esta mujer pequeña y severa, eternamente vestida de negro, con cinturón y cuello ancho, blanco y almidonado, aunque coquetamente peinada con rizos cortos y rojizos en lo que hace tiempo se llamaba “la permanente” (y que se repetía como un oráculo de los tiempos en la cabeza de la madre de Errol). El severo traje se avenía mal con los zapatos de tacón alto que María Egipciaca usaba para disimular su corta estatura, aunque ésta era compensada, de sobra, por la energía que desplegaba en el caserón de la calle de Berlín, que era como una jaula de elefante ocupada por dos ratones, pues en los tres pisos sólo vivíamos ella y yo en un espacio acotado por el vestíbulo de entrada, el salón, la cocina y luego dos recámaras en el segundo piso y una especie de misteriosa condena del piso alto, adonde nadie ascendía, ni ella ni yo, como si allí habitara la loca de la casa y no los cachivaches que anteriores habitantes habían ido abandonando a lo largo de un siglo.

Es más: la casa de Berlín sufrió mucho con el gran terremoto del año 1985 y nadie se ocupó de reparar las paredes cuarteadas o de restaurar el altillo airoso que servía de mirador y copete a la residencia. De tal suerte que cuando yo llegué a vivir, siendo aún un infante, olvidado, olvidadizo y olvidable (supongo) a la casa, ésta se encontraba ya en un estado, más que de abandono o de olvido, de deriva, como si una casa fuese un arroyo perdido en la gran marea de una ciudad asolada desde siempre por la destrucción militar, la miseria, la desigualdad, el hambre y la revuelta y a pesar de, o gracias a tanta catástrofe, empeñada en resucitar cada vez más caótica, briosa e impertinente: la Ciudad de México le pintaba un gigantesco violín al resto del país, atraído hacia ella como la proverbial mosca a la red de araña que la capturará para siempre.

¿Había dos Marías Egipciacas? No recuerdo en qué momento empezó mi vida en la glauca mansión de la calle de Berlín, porque nadie recuerda el momento de mi nacimiento y a falta de otras referencias, nos situamos en el ámbito donde crecimos. A menos que en un arrebato de sinceridad o de imaginaria salud, la persona que nos acoge nos diga:

—¿Sabes?, yo no soy tu madre, te adopté cuando acababas de nacer…

María Egipciaca nunca me hizo tal favor. Yo la recuerdo, sin embargo, con el cariño pasajero que impone la gratitud. Una cosa es ser agradecido por algo y otra ser agradecido para siempre. Lo primero es una virtud, lo segundo, una estupidez; los favores se renuevan pero el agradecimiento se pierde si no se convierte en algo más: amor que es ave de alto vuelo o amistad que no es (Byron) “pájaro sin alas” sino ave menos fugitiva que el amor, con su alto vuelo pasional y su baja pasión carnal. María Egipciaca era parte de mi paisaje infantil. Me daba de comer y tenía la particularidad de ofrecerme la cuchara con proverbios truncos, como si esperase que bajara el Espíritu Santo de los Refranes a iluminar mi mente infantil:

—No por mucho amanecer…

—El que come y canta…

—Que llueva, que llueva…

—En boca cerrada…

—Una viejita se murió…

Yo creo que, fuese cual fuese la identidad real de María Egipciaca, la mía, para ella, era la de una infancia perpetua. Yo no me atreví, de niño, a preguntarle ¿quién eres?, ya que me conformaba, en la mustia soledad de esta casa verdosa, con estar aunque desconociera mi ser. La verdad es que ella nunca me dijo “hijo”, y si lo dijo por accidente, fue como quien dice “oye”, “muchacho” o “pillete”. Yo era un asterisco en el vocabulario cotidiano de la mujer que me cuidaba sin dar explicaciones o aclarar jamás su relación conmigo. Yo no sentí zozobra, me acostumbré al trato, anulé cualquier pregunta sobre el estado de María Egipciaca y fui enviado a la escuela pública de la Calzada de la Piedad, donde hice algunos amigos —no muchos— a los que nunca invité a mi casa ni fui invitado a las suyas. Supongo que yo tenía un aura prohibitiva, era “raro”, no había detrás de mí eso que los demás conocen intuitivamente: una familia, un hogar. Yo era, en verdad, el huérfano que, como el cartero, llega y se marcha puntualmente, sin provocar siquiera lo que más adelante, en la secundaria, sería mi santo y seña: mi gran nariz, o como me dirá el amigo que vino a llenar todas las soledades de mi infancia, Jericó, “No eres narizón. Tu nariz es larga y delgada, no grande. No te dejes babosear por esta bola de cabrones”.

Como la nariz es la avanzada del rostro, va por delante del cuerpo y anuncia a las demás facciones, yo empecé a olérmelas que algo cambiaba en la relación con María Egipciaca cuando, fatalmente, descubrió mi calzoncillo tieso de semen en la canasta de la ropa sucia. Mi alarmante primera eyaculación fue involuntaria, mirando por casualidad una revista americana en el puesto de la esquina, adquiriéndola con vergüenza y hojeándola con excitación. Creí que estaba enfermo (hasta que en actos subsiguientes la alarma se convirtió en placer) y no supe qué hacer con mi calzoncillo manchado sino echarlo al cesto con la naturalidad con que echaba camisas y calcetines y con la certeza de que a la lavandera que venía a la casa una vez por semana no le preocupaba mucho encontrar señas de una u otra porquería en la ropa interior, que para eso era “interior”.

Lo que yo ignoraba es que antes de entregarla a la lavandera, María Egipciaca revisaba cuidadosamente cada prenda. No tuvo que decirme nada. Su actitud cambió y yo no pude atribuir el cambio a otra cosa sino a mi calzoncillo maculado. Imaginé que una madre, sin necesidad de referirse al hecho, se habría acercado con cariño, habría dicho algo como “mi niño ya es un hombrecito” o tontería semejante, jamás se habría referido al hecho concreto y mucho menos, con voluntad de castigo. Por eso supe que María Egipciaca no era mi madre.

—Puerco. Cochino —me dijo con su cara más agria—. Me das vergüenza.

A partir de ese momento, mi carcelera, pues ya no pude verla de otro modo, no cesó de atacarme, aislarme, arrinconarme y al cabo armarme de total indiferencia ante el granado fuego de su censura.

—¿Qué va a ser de tu vida?

—¿Para qué te preparas?

—¿Qué metas te propones?

—Ojalá fueras más práctico.

—¿Crees que te voy a mantener para siempre?

—¿Para qué quieres todos esos libros?

Culminando con una enfermedad nerviosa que en verdad significó el desplome de mis defensas corpóreas ante una realidad que me sitiaba sin ofrecerme salida, un gran muro de enigmas acerca de mi persona, mis metas, mi sexualidad, mi origen familiar, quiénes eran mi padre y mi madre, para qué servía leer todos los libros que me mostraban los libreros de viejo con los cuales me amisté temporalmente y, más tarde, gracias al profesor Filopáter.

El médico dictaminó una crisis nerviosa asociada a la pubertad e indicó la necesidad de guardar reposo durante quince días, atendido por una enfermera.

—Yo lo sé cuidar —interjectó con tal amargura María Egipciaca que el médico la cortó sin miramientos y dijo que desde el día siguiente una enfermera vendría a cuidarme.

—Bueno —se resignó María Egipciaca—. Si el señor paga…

—Usted sabe que el señor lo paga todo, lo paga bien y lo paga puntual —lo dijo con severidad el médico.

Así se apareció en mi vida Elvira Ríos, mi joven enfermera morenita, chaparrita, cariñosita, e inmediatamente objeto del odio concentrado de doña María Egipciaca del Río, por razones que no eran ajenas a la similitud de los fluviales apellidos y a pesar de que mi celadora era singular y mi enfermera una verdadera delta.

—Mírala tan prietecita y todita vestida de blanco. Parece una mosca en un vaso de leche.

—Ay chaparras, cómo abundan —le contestó con velocidad inconsecuente la pequeña enfermera.

Pero ahora, para ser más grato que ingrato, debo regresar al padre Filopáter y sus enseñanzas.

Filopáter dixit:

El filósofo Baruch (Benoit, Benito, Benedetto) Spinoza (Ámsterdam 1632 - La Haya 1677) observa con atención la tela de araña que se despliega como un velo invasor en un rincón de la pared. Una sola araña señorea el espacio de la tela que, si Spinoza no recuerda mal, hace unos meses no existía, sólo existe desde hace muy poco, pasando inadvertida, y ahora se impone como elemento principal de una recámara monacal, desnuda, quizás inhóspita para quien, como Spinoza, no tenga una vocación de desprendimiento superior.

No hay más que un camastro, un escritorio con papeles, plumas y tinta, un aguamanil y una silla. No hay espejo, no por falta de medios o ausencia de vanidad. O acaso por ambas razones. Libros tirados en el piso. Una ventana da a un patio de piedra. Y la red de araña señoreada por el insecto paciente, lento, perseverante, que crea su universo sin ayuda de nadie, en una soledad casi sideral que el filósofo decide romper.

Trae de la calle (abundan en Holanda) una araña idéntica a la de la recámara. Idéntica pero enemiga. Le basta a Spinoza colocar delicadamente a la araña callejera en la red de la araña doméstica para que ésta le declare la guerra, la extraña haga saber que tampoco su presencia es pacífica y se inicie un combate entre arañas que el filósofo observa absorto, sin saber a ciencia cierta cuál de las dos triunfará en la guerra por el espacio vital y la supervivencia prolongada: la vida de un arácnido es tan frágil como la seda que su baba produce al contacto con el aire, tan larga como su probable paciencia. Pero ha bastado la introducción en su territorio de un insecto idéntico para convertir a la intrusa en Némesis de la araña original y desatar la guerra que culminará en una victoria que a nadie le interesa después de una guerra que a nadie le concierne.

Mas he aquí que, no carente de imaginación (¿quién lo dice?), el filósofo añade contienda a la contienda arrojando una mosca a la tela de araña. De inmediato, las arañas dejan de combatir entre ellas y se encaminan con paso paciente y peligroso al punto donde la mosca inmóvil yace capturada en un territorio que desconoce y que le aprisiona las alas y le enciende la mirada glauca (verdosa como las paredes de la casa de Berlín) como si quisiera enviar un SOS a todas las moscas del mundo a fin de que la salven del inexorable fin: ser devorada por las arañas que, una vez satisfecha su hambre de matar al intruso con sus quehaceres venenosos, se devorarán entre sí. Eso es la muerte: un mal encuentro. Eso es una araña: un insectívoro útil al hombre jardinero.

Spinoza ríe y regresa a su trabajo alimentario. Pulir cristales. Tallar vidrios para anteojos y para la magia del microscopio que inventó hace poco el holandés Zacarías Jaussen, dueño de la brillante idea de unir dos lentes convergentes, uno para ver la imagen real del objeto, el otro la imagen aumentada. Contamos así con la imagen inmediata de las cosas, pero al mismo tiempo con la imagen deformada, aumentada o, sencillamente, imaginada de la misma. El filósofo piensa que así como hay un mundo asequible de inmediato a los sentidos, hay otro mundo imaginario que posee todos los derechos de la fantasía sólo si no confunde lo real con lo imaginario. ¿Y qué es Dios?

Spinoza es muy consciente de la época en la que vive. Sabe que Uriel de Aste fue condenado por la autoridad eclesiástica en 1647. Su falta: negar la inmortalidad del alma y la revelación del mundo, puesto que todo es naturaleza y lo que natura non da, ni el Papa ni Lutero lo prestan. Sabe que en 1656 Juan de Prado fue excomulgado por afirmar que las almas mueren en los cuerpos, que Dios sólo existe filosóficamente y que la fe es un gran estorbo para una vida plena en la Tierra.

El propio Baruch, judío descendiente de portugueses expulsados en nombre de la locura política de la unidad de Iberia, israelita de nacimiento y de religión, ¿no fue arrojado de la Sinagoga porque no se arrepintió de sus herejías filosóficas que —tenían razón los rabinos— conducían a la negación de la dogmática de los doctores y abrían la avenida a lo más peligroso para la ortodoxia: el pensamiento libre, sin ataduras doctrinarias?

No: Spinoza fue expulsado porque quería ser expulsado. Los rabinos le pidieron que se arrepintiera. El filósofo se negó. Los rabinos quisieron retenerlo. Le ofrecieron una pensión de mil florines y Spinoza respondió que él no era ni corrupto ni hipócrita, sino un hombre que buscaba la verdad. Lo cierto es que Spinoza se sintió peligrosamente seducido por Israel, se sintió amenazado por la seducción y le dio la espalda a la Sinagoga. Fue así que el Gran Rabino declaró a Spinoza Nidui, Cherem y Chamata, separado, expulsado, extirpado de entre nosotros.

Que es lo que el filósofo quería a fin de postular una independencia que no se dejaría seducir, en revancha, por el liberalismo racional de la nueva burguesía protestante de Europa. Rebelde ante Israel, Spinoza también sería rebelde ante Calvino, Lutero, la Casa de Orange y los principados protestantes. De todos modos, le dijo a sus amigos: Guarden mis ideas en secreto. Lo cual no impidió que una noche un fanático intentara asesinarlo con una puñalada trapera. El filósofo colocó en un rincón de su recámara la capa rajada por la cuchillada.

—No todos me quieren.

No aceptó puestos, canonjías, cátedras. Vivió en cuartos amueblados, sin cosas, sin ligas. No aceptó un solo compromiso. Sus ideas dependían de una vida desposeída. Su supervivencia, de un trabajo manual modesto, mal pagado, solitario. El pensamiento ha de ser libre. Si no lo es, toda opresión se vuelve posible, toda acción culpable.

Y en esa soledad aislada, puliendo cristales y representando el drama histórico de la araña que mata a la araña y las arañas que se juntan para devorar a la mosca y el pez grande que se come al chico y el cocodrilo que se come a los dos y el cazador que mata al cocodrilo y los cazadores que se matan entre sí para tener la piel que coronará los cascos de los militares en batalla y la muerte de miles de hombres en las guerras y la extensión del crimen a mujeres y niños y ancianos y la selección del crimen aplicado a judíos, mahometanos, cristianos, rebeldes, libertinos, los que, herejes al cabo, escogen: eso theiros, yo escojo: herejía, libertad…

¿Qué es todo, al cabo, sino un efecto óptico?, se pregunta Baruch (Benoit, Benito, Benedetto) inclinado sobre sus cristales, convencido de que sólo es filósofo quien, como él, se entrega al ascetismo, la humildad, la pobreza y la castidad.

Mas, ¿no es este el máximo pecado de todos? ¿No es la rebeldía de Lucifer en su alto grado de humildad la falta más horrenda: ser mejor que Dios?

Baruch Spinoza se encoge de hombros. La araña devora a la mosca. La muerte no es más que un mal encuentro.

Así habló Filopáter.

Poco después de aquella tremenda escena de familia en la mansión del Pedregal, Errol abandonó su hogar. Lo supimos porque al mismo tiempo dejó la escuela en el primer año de preparatoria y decidimos llamar a su casa, tan curiosos como preocupados por un muchacho cuyo destino parecía tan distinto del nuestro que, al cabo, representaba lo que Jericó y yo pudimos ser.

La casa del Pedregal, aquella tarde, nos pareció sombría, como si su desnudez extrema de líneas austeras se hubiera recargado con el amontonamiento interno que ya he descrito. Como si el escueto contraste de sol y sombra —arquitectura taurina, al cabo, esencial reducción de la ceremonia— hubiera cedido la luz a un sombrío ocaso que el interior de la casa le contagiaba, pese a su resistencia, al exterior.

No tuvimos tiempo de que nos abrieran la puerta de entrada. Ésta se abrió y aparecieron en el umbral una mujer joven y maciza acompañada del enteco y prieto camarero que ya habíamos conocido en la recepción. Cada uno llevaba una maleta en la mano, aunque la mujer cargaba, apretando contra el pecho, una estatuilla de porcelana de la Virgen de Guadalupe. No estaban solos. Detrás de ella, apareció la madre de Errol, la señora Estrellita, secándose las manos en el delantal, mirando con una intensidad apasionada, que le desconocíamos, a los criados y aguantando el chaparrón de injurias de su marido don Nazario, vestido de playera, calzones cortos y zapatos tenis de cuero.

Era como una catarata de odios y recriminaciones que se iban retroalimentando, aguas turbias, contagiadas de urgencias y excrecencias que tenían su cenagoso manantial en las voces del padre, se aplacaban en las de la madre y al cabo encontraban un extraño remanso de silencio en quienes más enojados deberían estar, los dos sirvientes que eran despedidos por la señora Estrella al grito de inútiles, sinvergüenzas, han abusado de mi confianza, lárguense, no me hacen falta, yo sé ordenar la casa y preparar las comidas mejor que ustedes, indiada inútil, patas rajadas, váyanse de vuelta al monte, inconsciente de nuestra presencia, con una furia doméstica mal orientada que se disparaba contra la pareja de sirvientes pero nos volvía a Jericó y a mí, espectadores invisibles, y a su marido, don Nazario, en una especie de Júpiter lejano pero omnipotente, vestido para ir de jogging y en efecto, correteando sobre el cuerpo de su mujer que a la vez pisoteaba el de sus empleados, cuyo obstinado silencio, miradas pétreas y posturas inmóviles eran testimonio de resistencia pasiva y anuncio de rabias acumuladas que, sin el alivio de un goteo cotidiano, acabarían por desbordarse en uno de esos estallidos colectivos que el matrimonio Esparza acaso no imaginaba o acaso creía conjurar por largo tiempo con las reglas de la obediencia y la sumisión al patrón o, quizás, deseaba como se desea una purga emocional que barra con las indecisiones, las culpas secretas, las omisiones y las faltas de quienes detentan el poder sobre los débiles.

Doña Estrella empujaba a los criados despedidos. Don Nazario insultaba a doña Estrella. Los criados, en vez de tomar las maletas y marcharse —ella alabando a la Virgen—, permanecían estoicos como si merecieran la lluvia de injurias contra ellos o disfrutasen, sin sonreír, los insultos que el patrón le dirigía a la patrona en una especie de cadena de recriminaciones que era lo más parecido a la eternidad en modo de condena.

—¿Dónde quedó el jarrón chino?

—Las idioteces se le celebran y hasta se le perdonan a una muchacha…

—¡Admitan que lo rompieron!

—No a una vieja…

—¿Y el canario?

—De joven eras tonta…

—¿Por qué amaneció muerto?

—Pero eras bonitilla…

—¿Por qué lo dejaron muerto en la jaula?

—¡Eras bonita, babosa!

—¿Por qué estaba abierta la puerta de la jaula?

—¿Qué te pasó?

—¿Quieren volverme loca?

—¿Qué te da más miedo?

—No sigan allí paradotes.

—¿Vivir sola o seguir conmigo?

—Muévanse, les digo.

—No seas bruta, diles que vuelvan. ¿A poco vas a…?

Doña Estrella se volteó a darle la cara, con la boca abierta y los ojos cerrados, a su marido. Se hizo a un lado. Don Nazario le dio la espalda. Los criados entraron de regreso a la casa, como si conocieran de sobra esta comedia. Regresaban armados con el puñal de los insultos que el patrón le había dirigido a la patrona. Colgarían las injurias, como trofeos, en el cuarto apartado, húmedo y oscuro que siempre se le reserva a la servidumbre con una pared, eso sí, para que peguen con chinches la estampa de la Virgen y, a modo de maldición, la foto de los Esparza.

¡Cuánto tiempo, cuánto tiempo!, exclamaría Errol cuando al día siguiente lo fuimos a ver en su pequeño apartamento: dos cuartos, apenas, en la calle del General Terán, a la sombra del Monumento de la Revolución. El servidor prieto nos dio la nueva dirección de nuestro amigo, jurándonos al silencio porque los padres del niño Errol desconocían su paradero.

—¿Cuándo se fue?

—Hace diez días.

—¿Cómo se fue?

—Como alma que lleva el Diablo.

—¿Por qué se fue?

—Se lo preguntan a él, por favor…

No nos sorprendió que se marchara. Nos interesaban sus razones. El pequeño apartamento en la sombra de la gran gasolinera revolucionaria lucía desnudo de mobiliario, apenas un colchón en el suelo, una mesa, dos sillas, una sala de baño con la puerta entreabierta, nuestro amigo Errol, al cual envidiábamos a ratos y a ratos compadecíamos. La guitarra que ya conocíamos. Una batería novedosa, un saxofón arrumbado.

¿Lo expulsó la rabia?, nos preguntó retóricamente, cruzado de brazos y sentado en el suelo, con el pelo largo y la mirada corta. No, lo expulsó el miedo, por más justificado que fuera el enojo con sus padres. Miedo de convertirse, al lado de su familia, en lo que su padre y su madre ya eran: dos seres cavernarios, espectrales, avaros. Dos fantasmas enemigos que iban dejando a su paso un aroma muerto. Estrellita con esa eterna cara de quien va a una boda y no renuncia al final feliz, a pesar de todas las evidencias en contra. Su beatitud sin consecuencia. Su llanto por pura costumbre. Su imaginario féretro esperándola en el pasillo de la recámara. Sí, ¿para qué sirve mi madre? ¿Para desconfiar del servicio? ¿Es esa su única afirmación? ¿Para llorar imaginando la muerte de otros, un vago otros, a fin de aplazar la mía?

—Pero si estoy aquí, mami. Rasgó la guitarra.

—Cuando mi padre la regaña, ella se retira al baño y canta.

Sus únicas devociones son para la muerte, que es lo único seguro de la vida, y para la Virgen. No recapacita en que la fe la acerca a la criada detestada. ¿Cómo es posible ser cristiano, tener la misma fe y despreciar a los creyentes que nos son socialmente inferiores? ¿Cómo conciliar estos extremos, la fe compartida y la posición social separada? ¿Quién es más cristiano? ¿Quién entrará al cielo por el ojo del camello? ¿Quién, por la cerradura de la puerta estrecha?

Jericó y yo nos miramos. Entendíamos que Errol nos necesitaba para darle palabras externas a su tormenta interna y que ésta trascendía la relación con sus padres y se instalaba, al cabo, en la relación de Errol con Errol, del niño con el hombre, del protegido con el desamparado, del artista que quería ser y del rebelde que, acaso, sólo podía ser eso: rebelde, nunca artista porque la insurrección personal no es signo de la imaginación estética. Y enseguida se refirió a su padre.

¿Qué se puede pensar de un hombre que viaja al extranjero con una viborilla llena de pesos-plata atada a la cintura para asegurarse de que no lo roben? ¿Qué, de un hombre que viaja con un maletín especial lleno de chiles para sazonar la insípida comida francesa?

Se quedó callado un instante. No nos invitó a comentar. Era claro que su diatriba aún no terminaba.

—¿Recuerdan cuando les conté cómo ascendió mi padre? ¿El hombre de acción, el fiel marido, el esforzado jefe de familia? Carpintero primero, en un barrio pobre de la ciudad. Constructor de muebles. Vendedor de sillas, camas y mesas a varios hoteles. Mueblerías, hoteles, cines. ¿Recuerdan? El San José moderno, sólo que su Virgen María no dio a luz a un salvador sino a un delator. No les dije todo aquella vez. Me salté el eslabón que une a la cadena de mi señor padre, como el llavero que hace sonar con autoridad en su bolsillo. Entre la mueblería y los hoteles, hay los burdeles. La primera cadena de mi fortuna son las casas de putas. Allí fueron a dar los colchones, allí se usaban las camas, allí se fundó la fortuna católica, burguesa y respetable de una pareja que insulta a sus criados, ignora a su hijo. En un burdel.

¿Qué íbamos a decir? Él no esperaba nada. Su confesión no nos afectaba. Era asunto suyo. A él, obviamente, se le había convertido en una herida abierta y supimos allí mismo que nuestro desinterés en el caso, el valor que Jericó y yo compartíamos en cuanto a las geografías de las familias o a las supuestas “faltas” de los individuos, nos tenían sin cuidado. Allí mismo confirmamos Jericó y yo algo que ya sabíamos y que era el producto necesario de nuestras lecturas asimiladas al salto filosófico y moral que significó la amistad aleccionadora del padre Filopáter. Lección para nosotros, para él reconocimiento de pérdidas y ganancias en la partida de juego ancestral entre parientes e hijos, ascendencia y descendencia. ¿De quién podía hablar yo sino de mujeres que no eran parientes, María Egipciaca mi Némesis y Elvira Ríos mi enfermera? ¿De quién Jericó, que guardaba en silencio antecedentes familiares que, acaso, desconocía por completo? ¿Y de quiénes, sino de nosotros mismos, él y yo, Jericó y Josué, podíamos hablar con la relación familiar que al cabo, en nuestras vidas, era idéntica a la relación amical? Esta soledad aparente era la condición de nuestra solidaridad cierta. La pequeña saga de Errol y su familia nos confirmaba a Jericó y a mí en la fraternidad como señal certera de la orientación de nuestras vidas. Hermanos no de la sangre, sino en la inteligencia, saber esto, nos dimos cuenta (al menos lo supe yo) nos unía desde muy temprano pero, acaso, nos ponía a prueba para el resto de nuestras vidas. ¿Seríamos siempre los entrañables amigos de esta hora? ¿Qué nos dejarían las doce campanadas del mediodía? ¿Qué, la oración murmurada del ocaso del día?

Quizás era injusto postularnos como nos llamaba Filopáter —Cástor y Pólux— sólo como contraste a la verdadera orfandad de nuestro amigo Errol Esparza, voluntariamente alejado de sus padres aunque acaso más entregado que nosotros a la contienda eterna del talento y la soledad.

Luego salió del baño, desnudo, con la cabeza mojada, el joven que nos saludó y se sentó frente a la batería mientras Errol tomaba la guitarra y los dos iniciaron su versión rock de Las golondrinas.

A buen entendedor, pocos mariachis.

Siempre supe que ella nos espiaría. La presencia de Elvira Ríos le resultaba ofensiva a María Egipciaca, desde antes de que la enfermera pusiera pie en la casa a la deriva de la calle de Berlín. En la cabeza de mi celadora, esta enorme residencia sólo tenía cupo para dos personas, ella y yo, en la relación de casta promiscuidad que ya les he contado. Era como si dos animales enemigos ocupasen, sin otra compañía, toda una selva y un buen día un tercer animal entrase a desbaratar a una pareja que, por lo demás, no se quería. ¿Hubo odio entre mi guardiana y yo? Supongo que sí, si el desencuentro perpetuo de los afectos y las simpatías determina una adversidad que lleva a los personajes en pugna a hacer lo que tienen que hacer sólo para que el otro, apenas se percate de lo que sucede, ocupe la posición antagónica. Si yo me quejaba o amanecía de malas, María Egipciaca se apresuraba a preguntarme ¿qué tienes, qué te pasa, qué puedo hacer por ti? Si por el contrario yo despertaba más radiante que el sol, ella no tardaba en esgrimir un florete envenenado, cómo se ve que no sabes lo que te reserva el día, ¿has pensado en tus tareas de hoy, por qué no las cumpliste ayer?, ahora tendrás más obligaciones y como careces no sólo de tiempo sino de talento, así no llegarás a ninguna parte: así serás siempre un raté… De dónde sacaba María Egipciaca esta palabra en francés me llevaba a imaginar qué clase de educación había recibido mi celadora, puesto que jamás la vi leyendo un libro, ni siquiera un periódico. No iba al cine, ni al teatro, aunque sí tenía prendido el radio día y noche, hasta convertir la jornada propia en una especie de anexo a la programación de la XEW, “La voz de la América Latina desde México”. Que algo aprendía la pobrecita, me consta porque el día que se presentó, albeante, la enfermera Elvira Ríos, María Egipciaca comentó:

—Qué poca seriedad. Ese es nombre de cantante de boleros.

—¿No será que tú eres Del Río y ella es Ríos? ¿Eso te irrita?

—De caudal a caudal, a ver quién se ahoga primero.

Los días anteriores al arribo de la enfermera fueron quizás los peores de un encierro que antes, por lo menos, tenía puertas abiertas a la calle y a la escuela. Ahora, encerrado por orden médica y en espera del inminente arribo de la enfermera, las manías de mi “madrastra” se exacerbaron hasta la crueldad. Buscó mil maneras de hacerme sentir inútil. Preparó las comidas con una alharaca que invadía toda la casa, subía a mi recámara con la charola sonando a orquesta de marimba, suspiraba como un ciclón tropical, depositaba la comida al pie de mi puerta con un gemido de esfuerzo cardíaco, la levantaba, entraba sin tocar como si quisiera sorprenderme en el vicio solitario que desde el incidente de los calzoncillos había sellado su opinión sobre mi impura persona. Si no soltó la bandeja sobre mi regazo fue porque su vocación de servicio la hubiera obligado a recoger y a limpiar sin pedirme que lo hiciera yo mismo, dado que eso hubiera negado la función sacrificial de María Egipciaca en esta casa donde por otro lado todo el desperdicio se acumulaba durante siete días, hasta que la sirvienta eficaz entraba una vez por semana, corría las cortinas, abría las ventanas, aireaba y asoleaba, lavaba y planchaba, llenaba las despensas para las necesidades de los días siguientes y se iba como llegaba, sin decir palabra, como si su trabajo no dependiese para nada de la aparente dueña de la casa, María Egipciaca. Sólo en una ocasión la empleada se dirigió a mi celadora para decirle:

—Sé que viene una enfermera a cuidar al joven. Si quiere, le traigo unas flores.

—No hace falta —contestó con severidad María Egipciaca—. Nadie se ha muerto.

—Es para alegrar un poco esta tumba —dijo con mala entraña la servidora y se marchó.

Debo admitir ante los que sobreviven que mi ingreso al lecho de enfermo me alegró bastante. Lo vi como una ocasión, primero, de dedicarme a “el vicio impune”, la lectura; y segundo, de obligar a María Egipciaca a servirme, sin gusto, repelando, armando ruideros innecesarios pero obligada, más allá de cualquier otra consideración, a atenderme por motivos que nada tenían que ver con el cariño o la obligación que le debe una madre a su hijo, sino para quedar bien con “el señor”, ese misterioso patrón al que se había referido el médico con severidad puntual y palabras terminantes.

Debo confesar que la alusión a “el señor”, que escuché por primera vez en esa ocasión, me produjo un sentimiento conflictivo. Me enteré de que María Egipciaca no era la fuente de mi existencia material o de mi comodidad física, sino que apenas cumplía órdenes de un personaje hasta entonces jamás mencionado en esta casa. La indiscreción del doctor, ¿en realidad lo era? ¿O había el buen galeno, a propósito, puesto en su lugar a doña María Egipciaca, revelando que lejos de ser la señora de la casa, ella también, como la criada semanal, era una empleada? Quise medir los efectos de esta revelación en la actitud de mi guardiana. Ella se cuidó de no variar en lo más mínimo la conducta que ya le conocía. Si yo estaba enfermo y condenado al reposo, ella exacerbaría, sin modificarla en lo esencial, su conducta irreprochable de señora encargada de alojarme, alimentarme, vestirme y mandarme a la escuela.

Mas como al mismo tiempo el doctor había anunciado que la enfermera vendría a cuidarme por instrucciones del señor que “lo paga todo, lo paga bien y lo paga puntual”, María Egipciaca tenía en el horizonte de su desconfianza a una nueva y más débil víctima propiciatoria. La enfermera y yo. Yo y la enfermera. El orden de los factores etcétera. El producto previsto por María Egipciaca era una relación que la excluía de su buen gobierno de la casa y del cuidado de mi persona. ¿Cómo reafirmar aquél y prolongar éste? A veces, las interrogantes que atraviesan nuestro espíritu se nos escapan por los ojos como mi masa encefálica se desparrama fuera de mi cráneo hoy que amanezco muerto en una playa del Pacífico.

Hace catorce años Elvira, si no impidió mi muerte, sí renovó mi vida. Mi rutina de joven adolescente en escuela secundaria prometió, en mi temprana pero escasa imaginación, repetirse hasta el infinito. Es curioso que en un momento de cambios físicos tan grandes la mente se empeñe en prolongar la infancia, ya que la fe en que la adolescencia misma será eterna no es más que el espejo de la convicción (y convención) tácita de la infancia: seré siempre niña, niño, aunque sepa que no lo seré. Pero seré adolescente con mentalidad de niño, es decir, de sobreviviente. Al cabo, ¿qué edad nos pertenece más que la infancia en la que, verdaderamente, dependemos de otros? Todo es más largo en la niñez. Las vacaciones nos parecen deliciosamente eternas. Los horarios de clase, también. Aunque sujetos a la escuela y sobre todo a la familia, tenemos en esa época de la vida más libertad frente a lo que nos amarra que en otra cualquiera. Ello se debe, me parece, a que la libertad en la infancia es idéntica a la imaginación y como en ésta todo es posible, la libertad para ser algo más que la familia y algo más que la escuela vuela más alto y nos permite vivir más separados que en las edades en que debemos conformarnos para sobrevivir, ajustarnos a los ritmos de la vida profesional y someternos a reglas heredadas y aceptadas por una especie de conformismo general. Éramos, de niños, magos singulares. Seremos, de adultos, rebaños.

¿No podemos rebelarnos contra la tristeza gris de esta fatalidad? Evoco este sentimiento porque creo que es lo que nos unió como hermanos a Jericó y a mí. También lo pienso porque fue la enfermera Elvira Ríos la que vino a romper, antes que nadie, las formaciones consuetudinarias que me encerraban en la casa de la calle de Berlín y bajo la tutela de María Egipciaca. No es que la enfermera se hubiera propuesto “liberarme” ni cosa parecida. Sólo se trataba de una presencia distinta a cuanto había conocido hasta entonces. María Egipciaca alababa sin cesar a la raza blanca, a los “güeros”, confiándoles, casi, el destino del mundo o, por lo menos, el monopolio de la inteligencia, la belleza y la fuerza. Tenía una azarosa confusión mental que la llevaba a decir cosas como “Si los blancos nos gobernaran, seríamos un gran país”, “los indios son nuestro lastre”, “ya ves, los americanos mataron a los indios y por eso pudieron ser un gran país”, “los negritos sólo sirven para bailar”. Cuando hojeaba mis libros de historia, ella suspiraba por el rubio emperador Maximiliano de Habsburgo y deploraba el triunfo del “indito” Juárez. No sabía mucho de la guerra de 1847 con los Estados Unidos, aunque sus prejuicios eran suficientes para desear que, de una santa vez, los norteamericanos hubieran tomado la totalidad del territorio mexicano. Cuando me atrevía a comentarle que entonces seríamos un país protestante, se confundía de momento y sólo al día siguiente me salía con la respuesta, “la Virgen de Guadalupe los habría convertido a la religión”, pues para ella el protestantismo era, cuando mucho, “una herejía”.

El arribo de la enfermera Elvira Ríos, muy morena y vestida de blanco con un maletín negro en la mano y una disposición profesional activa que no toleraba ni insolencias ni interrupciones ni bromas, vino a desafiar a doña María Egipciaca. Lo sentí desde el momento en que la enfermera le vedó a la carcelera la entrada a mi recámara.

—¿Y la bandeja con la comida? —dijo altanera María Egipciaca.

—Déjela afuera.

—Mejor súbala usted.

—Con gusto.

—Y si quiere, cocine también.

—No me cuesta, señora.

Cada respuesta de Elvira como que arrinconaba un poquito más a María Egipciaca quien, al cabo, preparaba las comidas y las llevaba a la puerta de mi recámara, intentando pasar el umbral sin contar con la voluntad de la enfermera.

—El enfermo necesita reposo.

—Oiga señorita, si no voy a…

—Orden final.

—¡Hemos vivido juntos toda la vida!

—Por eso está mal de los nervios.

—¡Altanera!

—Profesional nada más. Mi encargo es proteger al joven de toda alteración nerviosa y devolverle la calma.

—¡Es mi casa!

—No, señora. Aquí usted es sólo empleada, igual que yo. Por favor cierre la puerta.

—¡Altanera! ¡India presumida!

De este sabroso intercambio (que me vengaba de todos los años de tensión en la casa de Berlín) nació mi admiración hacia la pequeña, ágil y esbelta enfermera. Intenté conversar con ella de manera menos profesional. No lo permitió. Ella estaba aquí para cuidarme y restaurar mi salud, no para echar plática. La miré con una mirada que yo mismo no me sabía y que el espejo confirmó como “ojos de borrego ahorcado”.

Mi mirada obtuvo como sola respuesta un termómetro metido por Elvira en mi boca con gesto galante.

La verdad es que esta presencia ágil y certera en un cuerpecito pequeño y juvenil me excitó más que si Elvira se mostrase desnuda. Aprendí allí mismo, durante los primeros días de mi curación nerviosa, a adivinar primero y a desear enseguida la carne escondida detrás del albeante uniforme de la enfermera. ¿Cómo sería desnuda? ¿Qué clase de ropa interior usaría una señorita así? ¿Era señorita aún? ¿Tenía novio? ¿Estaba casada? ¿Acaso, tan joven como era, tenía hijos? Todas estas preguntas se resolvían, al cabo, en una sola imagen. Elvira desnuda. Mi mirada la despojaba de la ropa y ella no se parecía a las muñecas de papel de las revistas que primero me excitaron. Entendí una cosa: verla vestida, toda de blanco, me conmovía más que verla sin ropa, porque el uniforme excitaba mi imaginación más que la desnudez.

La rutina anterior desapareció. La sustituyó una nueva rutina agregada a la presencia de la enfermera, mi imaginación revoloteando entre sus esbeltas caderas y la sucesión de termómetros, píldoras, tomas de la presión arterial y conversaciones que ponían al descubierto mi juvenil falta de experiencia y mis vagos deseos de prolongar la infancia sin demostrar temor a la edad adulta.

Ella parecía observarlo todo con esa mirada inteligente que María Egipciaca, entrometiéndose de vez en cuando, llamaba (detrás de la puerta, como un fantasma que ya no me daba miedo) “de ardilla negra”, o “la de los ojitos de ratón”, palabras que no perturbaban a la joven profesional, sin duda acostumbrada a cosas peores que una vieja murmurante y rabiosa, desplazada por los hechos de la vida de su acostumbrada posición de dominio. Yo le agradecí a Elvira que su presencia se tradujese en mi liberación. La casa no volvería a ser la misma. La tiranía de mi infancia perdía poderes con cada hora que pasaba.

—Amanece más temprano.

—Loco se levanta.

—No entran moscas.

—Barajando.

Elvira completó los refranes suspendidos de María Egipciaca. Ésta los escuchó escondida detrás de la puerta, delatada por un suspiro apolillado. Estaba derrotada.

Pasó, pues, una semana. Pasaron diez días. El plazo de mi convalecencia se acortaba y una noche, cuando reinaba la famosa paz de los sepulcros, Elvira me dijo:

—Joven, a usted sólo le falta una cosa para estar bien de los nervios.

Acto seguido, se desvistió frente a mí y yo pude ser testigo de mi propia imaginación. Lo que uno piensa puede ser superior o inferior a la realidad. Yo temía, cuando Elvira se desabrochó la camisa, que sus senos no fueran como los imaginé. Que su vientre, su pubis, sus nalgas, contradijeran a mi fantasía. No fue así. La realidad superó a la ficción. El silencio de Elvira durante nuestros quince minutos de amor apenas fue roto por un suspirillo terrestre de ella y por un prolongado ¡ay! mío que ella sofocó, con delicia, tapándome la boca con una mano.

Mejor que mi placer fue el sentimiento de habérselo dado a ella. Por más que Elvira retomase en el acto no sólo su ropa sino sus actitudes de enfermera, yo sabía desde ahora que podía darle placer a una mujer y creí en ese momento que esa era la sabiduría máxima de la vida y que cuanto yo aprendiese, de allí en adelante, no sería mejor y más sabio que esto, aunque esto, lo supe también, jamás se repetiría exactamente igual. Habría en mi vida amores más largos, más breves, más o menos importantes, pero ninguno suplantaría el amanecer sexual en brazos de la enfermera Elvira, curandera de mi juventud y cuadrante de mi madurez.

Sucedió así que el mismo día en que me levanté de la cama y Elvira se despidió con gran seriedad, entré a la recámara de mi casi olvidada celadora doña María Egipciaca y encontré una cama sin hacer y un colchón desierto.

El padre Filopáter nos distinguió con su amistad. De entre todos los cabrones sueltos en el patio de la escuela nos escogió a Jericó y a mí para hablar, discutir y pensar. Supimos que era un privilegio. No quisimos, sin embargo, ser vistos como algo excepcional, envidiable o, por lo mismo, risible o ridiculizable por la masa de alumnos más interesada en dormitar o patear pelotas que en demostrar que el hombre es un ser que piensa cuando camina. Porque nuestras conversaciones con Filopáter fueron todas peripatéticas. Sin afán alguno de evocar a Aristóteles, Filopáter daba a entender que en el acto de caminar se establece una amistad activa sin las jerarquías implícitas de cuando nos sentamos a la mesa o recibimos la lección desde el altar —civil o religioso— del maestro-sacerdote (o como diría, no sin un dejo de pedantería, el propio Filopáter, del magister-sacerdos).

Supongo que hablar caminando era la manera intuitiva en la que el maestro se ponía a nuestra altura y nos invitaba a hablar sin mirarnos de arriba abajo. A veces nos quedábamos después de clase en el patio del colegio. Otras, caminábamos por las calles de la colonia Roma. Rara vez llegábamos hasta el Bosque de Chapultepec. El hecho es que en el acto de dialogar la ciudad tendía a desaparecer, convirtiéndose en una especie de agora o academia compartida por la palabra. Y la palabra, ¿qué cosa era? ¿Razón o intuición? ¿Convicción o fe? ¿Fe comprobable? ¿Intuición razonable?

Lo primero que nos planteó el padre Filopáter fue lo que consideraba un peligro. Conocía nuestras lecturas y aficiones intelectuales. De entrada, nos advirtió:

—Cuídense de los extremos.

La invitación al debate estaba formulada desde el momento en que el padre nos propuso hablar con él. Lo respetábamos lo suficiente —y supongo que nos respetábamos a nosotros mismos— como para no dudar de su derecho a pensar, del nuestro a rebatirlo y del suyo a la contrarréplica. Confieso, además, que eso deseábamos y necesitábamos Jericó y yo, a los dieciocho años de edad yo, a los diecinueve él y ambos fértiles para recibir el grano ajeno en campos mentales que veníamos cultivando, por lo menos, desde que teníamos 16-17, con lecturas apasionadas, debates entre nosotros y un sentimiento de enorme vacío: ¿para qué pensábamos, para quién pensábamos, quién disputaría nuestro orgulloso conocimiento juvenil, quién lo pondría a prueba?

Porque nada inspira soberbia comparable a la del despertar intelectual de un joven. Las sombras se disipan. El día amanece. La noche queda atrás. No porque la Tierra se mueva alrededor del Sol, sino porque nosotros somos el Sol, la Tierra es nuestra. Lo sabíamos.

—Nos podemos quedar secos tú y yo, Josué, bebiendo de la misma fuente, podemos convertirnos en individuos intolerantes, sin nadie que nos ponga contra la pared y nos haga dudar de nosotros mismos…

Transcribo y fijo estas palabras de Jericó porque tendré oportunidad de evocarlas muchas veces en el futuro.

Ahora, como si leyese nuestro pensamiento y descifrara nuestras inquietudes, Filopáter nos abordaba en el patio de la escuela, nos pedía de forma tácita unirnos a su andar pausado entre las arcas del edificio, sin llamar la atención, con cabizbajas referencias al tiempo, a la luz cambiante de la ciudad, a la calidad del día, a la capacidad y el gusto por escuchar las músicas urbanas. Al pensamiento.

—No me equivoco si les digo que están ustedes muy metidos en dos autores.

Veía nuestros libros, disimulados a veces en los cartapacios escolares, a veces expuestos con desafío sobre los pupitres o leídos con juvenil ostentación a la hora del recreo, cuando la presencia de mi amigo Jericó me defendía de los asaltos de antaño contra mi inocente nariz y ambos éramos consignados a una especie de limbo escolar. Éramos “raros” y no sabíamos meter un balón en un aro.

Los dos autores eran San Agustín y Federico Nietzsche. De una manera intuitiva y razonada, Jericó y yo nos dirigíamos, como el fierro suelto al imán, a pensadores opuestos. Queríamos, con precisión, aprender a pensar a partir de los extremos. Nuestra proposición le resultaba transparente a alguien como el padre Filopáter y su rápida atracción hacia un centro desocupado: por nosotros y, en contra de lo que pudiéramos imaginar, por él mismo.

—Les importa mucho pensar como les plazca, ¿verdad?

—Y también expresar libremente lo que pensamos, padre.

—¿La autoridad no tiene derecho a inmiscuirse?

—Claro que no.

—¿Claro que no cuando se trata de la institución religiosa? ¿O siempre?

—Queremos que nunca se entrometa si se trata de un estado laico.

—¿Por qué?

—Porque el estado es laico para impartir justicia y la justicia no es cuestión de fe.

—¿Y la caridad?

—Empieza en casa —me permití jugar y Filopáter rio conmigo.

Empezó por ubicar a nuestros extremos. Aclaro que Jericó y yo escogimos dos autores que nos enseñaran a pensar, no dos filiaciones que nos obligaran a creer y a defender lo que creíamos. En esto estuvimos de acuerdo. Fue la base de nuestros diálogos. No estábamos casados con nuestros filósofos sino en la medida en que los leíamos y discutíamos. ¿Estaba atado Filopáter a los dogmas de su iglesia? Pensar esto era nuestra ventaja inicial. Estábamos equivocados. De todas maneras, nuestro pensamiento se oponía a la fe y apostaba por el choque de ideas. Nuestra decisión era que éstas fueran diametralmente opuestas y Filopáter las ubicó de manera diáfana.

Leíamos a San Agustín: Dios crea todas las cosas y sólo Él las sostiene. El mal es sólo la privación de un bien que podríamos tener. Al caer, la humanidad perdió sus valores de origen. Recuperarlos requiere de la Gracia Divina. La Gracia es inaccesible para el ser humano, caído y en desgracia, por sí solo. La Iglesia es la intermediaria de la gracia. Sin la Iglesia permanecemos unidos en la desgracia de la masa humana, que es massa peccati.

San Agustín defendió estas ideas y combatió sin tregua al hereje Pelagio, para quien la salvación era posible sin la Iglesia: te salvas solo.

En el otro extremo de estas jóvenes ideas, Nietzsche nos proponía liberarnos de toda creencia metafísica, abandonar cualquier verdad adquirida y aceptar con amargura un nihilismo que rechaza a la cultura cristiana empobrecida por la obligación de la renuncia y enmascarada, sin embargo, por valores falsos que consagran las apariencias y nos vedan el impulso hacia la verdad.

—¿Cuál verdad?

—El reconocimiento de la ausencia de cualquier verdad.

El padre Filopáter no carecía de astucia y no creo que haya sospechado, más allá de un par de “peripecias”, que su investidura religiosa lo conduciría a aleccionarnos sobre las virtudes de la fe y el error de nuestros desvíos. Sólo de pensarlo hoy, me avergüenzo y dejo que semejante sospecha se vuelque, inútil, sobre la arena donde yace mi cabeza cortada. Filopáter ni condenó a Nietzsche ni alabó a San Agustín. Tampoco se sacó de la manga a otro teólogo católico. No debimos sorprendernos, en suma, de que la lección que nos reservó llevase el nombre y la impronta de mi pensador condenado como “hereje” tanto por su comunidad hebrea original como por su comunidad cristiana de destino.

Por eso, antes de exponer la filosofía de Baruch (Benedetto, Benito, Benoit) Spinoza, Filopáter, al tiempo que se colocaba sobre la cabeza no un birrete ni un gorro, sino un solideo negro, nos recordaba el origen de la palabra “hereje”, que era el griego eso theiros, que significa yo escojo. El hereje es el que escoge. La herejía es el hecho de escoger.

—Entonces la herejía es la libertad —se precipitó Jericó.

—Y eso nos obliga a pensar, ¿qué es la libertad? —reviró el padre.

—Está bien. ¿Qué es? —apoyé a mi amigo.

Para obtener una respuesta aproximada, Filopáter nos pidió recorrer el camino del hereje Spinoza.

—Acaban ustedes de decirme que creen en la libertad de pensamiento.

—Así es, padre.

—¿Es libre el pensamiento de creer en Dios? Asentimos.

—Entonces, ¿puede ser libre la fe?

—Si no se agota en la obediencia —dijo Jericó.

—Si se afirma en la justicia —añadí yo.

Filopáter se acomodó el negro casquete.

—Si no, si no… No sean tan negativos. ¿Creen en la voluntad? ¿Creen en la inteligencia?

Nuevamente, dijimos que sí.

—¿Creen en Dios?

—Demuéstrelo, padre —dijo, arrogante, sobrado, Jericó.

—No, en serio, muchachos. Si Dios existe, es un Dios que no pide obediencia y ofrece justicia, sino que es un Dios, positivamente, inteligente y dotado de voluntad.

—Salvando nuestras diferencias, diría que sí —afirmé.

El padre, juguetón, me jaló una oreja y me colocó el solideo en la cabeza.

—Pues te equivocas. Dios no es inteligente. Dios carece de voluntad.

Reí.

—¡Y usted es más hereje que nosotros!

Me quitó el solideo.

—Soy el ortodoxo más serio.

—Explíquese —dijo el muy soberbio Jericó.

—Creer que Dios tiene inteligencia y voluntad es creer que Dios es humano. Y Dios no es humano. No digo con vulgaridad “es divino”. Sólo es otro. Y no ganamos nada convirtiéndolo en espejo de nuestras virtudes o en negación de nuestros vicios. Dios es Dios porque no es nosotros.

—¿Por qué?

—Porque Dios es infinitamente creativo.

—¿No lo somos los hombres, individual, colectiva o tradicionalmente?

—No, porque nuestra creatividad es libre. La de Dios es necesaria.

—¿Qué quiere decir?

—Que Dios es causa de sí mismo y de los seres finitos —ustedes, yo, cuanto existe— que se derivan de él. Dios es activo no porque es libre sino porque todo proviene necesariamente de él.

—Entonces, ¿no es el señor barbón de las alturas?

—No, como la luz no es la de una vela o la de un foco.

—¿Y Jesús, su hijo?

—Es una forma humana entre las infinitas formas de Dios. Una forma. Una sola. Pudo escoger otras.

—¿Por qué?

—Para dejarse ver por nosotros.

—¿Y luego regresar a la nada?

—O al todo, Jericó.

—¿Qué quiere decir?

—Que Dios es extenso, no es inteligente. Dios es infinito, no es divisible.

—Pero puede ser humano, material… —apostrofé.

—Sí, porque una cosa es el cuerpo y otra la materia. Nosotros sólo somos cuerpo, la piedra es sólo materia. Pero Dios, que puede ser cuerpo: Jesús, también puede ser materia: la creación, los mares, las montañas, los animales, las plantas, etcétera, y también todo lo que ni siquiera conocemos o percibimos. Lo que logramos ver y saber, tocar y oler, imaginar o desear, son para Dios sólo modos de su propia extensión infinita.

Creo que nos miró un tanto perplejos porque sonrió y nos preguntó:

—¿Suscriben ustedes una teoría de la creación del universo? Sólo hay tres, en realidad. La del fiat divino. La de la explosión original, que deriva en la de la evolución. O la del universo infinito, sin principio ni fin, sin acto de creación o apocalipsis. La vasta noche sideral de Pascal. El silencio infinito de las esferas. La tierra como un accidente pasajero cuyo origen y cuya extinción carecen, por igual, de importancia.

No sé si Filopáter nos proponía una especie de menú sobre el origen del universo y si esperaba que suscribiésemos una u otra de sus tres teorías, se equivocaba y no lo ignoraba. Él sólo quería impulsarnos a pensar por nuestra cuenta y en el curso de nuestras pláticas nos dimos cuenta de nuestro error inicial. Filopáter no quería convertirnos a ninguna ortodoxia, ni siquiera a la suya. Y yo confieso que acabé por preguntarme cuál sería, si no la fe religiosa, sí la razón filosófica de nuestro profesor.

¿Qué nos estaba diciendo?

—Si no creen en Dios, crean en el universo. Sólo que el universo es idéntico a Dios. No tiene principio ni fin. Por eso sólo Dios puede ver crecer un árbol milenario.

En la referencia ejemplar a Spinoza, no obstante, nosotros encontramos una resonancia personal que Filopáter podía, o no, dejarnos escuchar. Spinoza no fue expulsado del judaísmo por la persecución. Se expulsó a sí mismo por amor a la soledad y amaba la soledad —nos explicó Filopáter— para poder pensar. Quiso ser expulsado de la comunidad hebrea para demostrar que a los creyentes religiosos les importa más la autoridad que la verdad.

—¿Qué piensan ustedes?

Después de consultarlo entre nosotros, Jericó y yo le dijimos al padre que la pregunta tendría que contestarla él mismo. Fuimos irrespetuosos.

—Si lo que quiere, padre, es tendernos una trampa para que nos comprometamos hoy a lo que no haremos mañana, nosotros creemos que el que está entrampado es usted mismo.

—¿Por qué? —dijo con grande, con verdadera humildad, el religioso.

¿Cómo decirle que, pasara lo que pasara, pensara lo que pensara, Filopáter jamás renunciaría a su fidelidad religiosa? Sería fiel a ella por más que pensase heréticamente —por más que escogiera.

Acaso adivinó la respuesta que no le dimos a su “¿por qué?” cargado de responsabilidades para dos jóvenes estudiantes alertas pero inmaduros.

—¿Por qué?

Nos miró con la gratitud, la confianza y el cariño que le guardaríamos para siempre.

—Oigan, no se contenten con decirme lo que yo quisiera escuchar. Tampoco me confronten por mero negativismo. Sean serios. No se la jalen.

Era otra manera de decirnos que él había escogido un camino pero que a nosotros nos tocaba escoger el nuestro. Nos lo dijo de la manera indirecta que ahora les cuento. Nos dejó para siempre un sentimiento de dificultades indispensables para vivir la vida con seriedad. Spinoza practicó la rebelión y el escándalo a propósito, con el fin de ser expulsado y ser independiente. Filopáter no había hecho otro tanto. A la luz de su experiencia, ¿era el venerado Baruch (Benoit, Benito, Benedetto) un cobarde que, en vez de romper con su iglesia, buscó la manera de que su iglesia rompiera con él? ¿Y era Filopáter otro cobarde que conocía muchísimas opciones intelectuales fuera de la iglesia y se conformaba con la cúpula protectora del domo eclesiástico?

—Yo evito la rebelión y el escándalo —nos dijo la última vez que lo vimos, sabedores Jericó y yo mismo de que al salir de la escuela no volveríamos a frecuentar a Filopáter, a los alumnos, al profesor Soler y sus manos inquietas, al director Vercingetorix y sus gladiolas pisoteadas. ¿Por qué? Porque simplemente era ley de la vida que las ataduras de la adolescencia se perdiesen a fin de ser adultos, sin medir la pérdida de valor que esto puede significar. Filopáter, al cabo, sería objeto de nuestro vanidoso desprecio porque su magisterio consistió en enseñar el pensamiento de otros, sin ninguna aportación personal.

Mas, ¿no era la inquisitiva misma, la capacidad de preguntar y preguntarnos, una parte indispensable de la educación que nos permitiera ser “Jericó” y “Josué”? Sólo más tarde, mucho más tarde, supimos que Filopáter se parecía a Baruch más de lo que imaginábamos en la escuela.

—No aceptó la herencia de su familia. Murió en la pobreza porque así lo quiso. Se fue sin nada.

“La naturaleza se contenta con poco. Yo también.”

Las velas gotean cera en un barril lleno de sangre.

La cama vacía de María Egipciaca se volvió el símbolo de mi propio abandono dentro del caserón de la calle de Berlín. La enfermera Elvira desapareció, supongo que para siempre. El imperioso doctor no tuvo necesidad de regresar. Ahora, el abogado llamado don Antonio Sanginés se hizo presente. Yo quería resolver los misterios que me rodeaban. ¿Dónde estaba mi celadora María Egipciaca? ¿Qué significaba la cama vacía y el colchón enrollado? ¿Dónde quedó la ropa de la mujer, sus afeites (si los había), sus elementales posesiones: pasta y cepillo de dientes, horquillas, cepillo, peine? El cuarto de baño estaba tan vacío como la recámara. No había toallas. Tampoco papel higiénico. Era como si un fantasma hubiera habitado la recámara de una señora cuya realidad física me constaba.

El misterio de la ausencia no era mayor que el sentimiento de la misma, sólo que el enigma de la mujer no pasaba de serlo, en tanto que en mi caso personal, la ausencia significaba soledad. Era extraño. La presencia acostumbrada de la señora María Egipciaca llenaba de algún modo los vacíos de esta mansión intocada por la contrariedad o la novedad. No era una casa bella, ni histórica, ni evocadora. Era grandota y yo debía admitir que la presencia amable a veces aunque casi siempre detestable de mi carcelera llenaba todos los espacios que ahora se mostraban no sólo vacíos sino solitarios, pues no es lo mismo una oquedad tan sideral como el universo que evocaba el padre Filopáter, que una desaparición de lo concreto y acostumbrado, por más odioso que nos haya parecido. Imagino la peor de las injusticias, el universo concentracionario creado por el régimen nazi y trato de imaginar una costumbre que pudiera ser un consuelo. Sufrir con otros. El prisionero de Auschwitz, Terezin o Buchenwald podía mirar su muerte en los ojos de los demás prisioneros. Acaso esa fue la piedad que nadie pudo arrebatarle a ese grupo de víctimas.

¿Cómo iba yo, miserable de mí, a comparar mi insignificante abandono en la casona de Berlín con el destino de una víctima del racismo nazi? ¿Era tan grande mi vanidad que colocaba mi minúsculo abandono por encima del abandono gigantesco de los millones de hombres y mujeres a los que nadie pudo o quiso ayudar?

Pues sí. Atribúyanlo ustedes, ahora que ya no soy, víctima yo mismo, más que una cabeza cortada lamida por las olas del Mar del Sur, a los defectos de la compasión de mí mismo, de la ruptura de la costumbre, incluso de una cierta nostalgia por la compañía, odiosa o amable pero acostumbrada y constante, de mi vieja guardiana, para calibrar la soledad que me invadió en esos días, con un sentimiento de abandono que me acercaba peligrosamente al pecado de creer que el mundo era mi percepción del mundo, que mi representación particular de las cosas era tan grave como la injusticia cometida contra todo un pueblo, religión o raza.

Soy sincero con ustedes y no hago la apología de mi absurda angustia sino la crítica de mi estrecha percepción y de mi arrogante presunción de creer que, solitario y por estarlo, era yo perseguido por serlo. Mas ¿quién, en una situación comparable a la mía, no proyecta su personal miseria sobre una pantalla mayor, una experiencia colectiva que nos salve de la tristeza de lo mínimo e insignificante? Acaso, mirando hacia atrás, me doy cuenta de que lo que percibía estaba dentro de mí mismo y lo que estaba fuera de mí era tan pequeño que para soportarlo yo tenía que dibujarlo sobre la gran pantalla colectiva del dolor, el abandono y la desesperanza del tiempo.

Perdonen que diga todo lo anterior, ustedes que aún viven y le dan un valor seguro a sus existencias. Si lo hago es para castigarme a mí mismo y situar mis pequeñas crisis de juventud dentro de sus límites reales, que sólo son limítrofes porque primero los extendimos al universo entero, convertimos nuestros pequeños problemas en asuntos de trascendencia universal y nos comparamos, grotescamente, a Ana Frank o, más modestos, a David Copperfield. Todo para decir que la desaparición de María Egipciaca, precedida de mi enfermedad, el incidente con la enfermera Elvira, y la sospecha de que yo no era quien creía ser, confundieron mi existencia y me dejaron, como a un náufrago, vagabundo en la soledad del caserón de Berlín. En espera de una solución a la nueva etapa de mi vida, temeroso de que no fuese etapa sino condición insuperable. ¿Qué sería de mí? Después de mi guardiana, ¿desaparecería yo también? ¿Sería expulsado? ¿Cuánto tiempo se prolongaría una espera que era una tortura y que me llevaba al extremo risible de compararme con una niña judía victimada o con un niño inglés abandonado?

El licenciado don Antonio Sanginés se presentó un sábado en la mañana para explicarme la situación. Que era la misma de siempre. Salvo que la señora María Egipciaca ya no se ocuparía de mí.

—¿Por qué? —me atreví a preguntar ante la inconmovible presencia del abogado, un hombre alto e imperturbable que me miraba sin mirarme, tal era la espesura de sus párpados y la escasísima luz que entraba o salía por esas cortinas.

—Así es —se limitó a contestar.

—¿Murió? ¿Se cambió de domicilio? ¿La despidieron? ¿Se cansó?

—Así es —repitió el licenciado Sanginés y procedió a leerme la cartilla de mi nueva situación, como si no hubiera pasado nada.

Seguiría viviendo en la casa de la calle de Berlín hasta terminar mis estudios preparatorios. Podría escoger entonces mi carrera y seguir en esta casa hasta terminarla. En tal fecha se me darían nuevas instrucciones. Recibiría un estipendio acorde a mis necesidades. Los asuntos se irán arreglando de acuerdo con ellas.

El abogado leyó el documento que dictaba estas instrucciones, lo dobló, lo guardó en el bolsillo del saco azul a rayas y se puso de pie.

—¿Quién me va a atender? —dije alarmado de que no tenía quien me preparara la comida, tendiera la cama, preparara el baño; avergonzado de tener que admitir este catálogo de mis carencias.

—Así es —repitió Sanginés y se marchó sin despedirse.

Me pregunté si podía vivir con tantas interrogantes sin respuesta. Me vi perdido en el caserón, abandonado a mi ingenio y a la pregunta que Sanginés dejó suspendida: ¿cuáles eran mis necesidades?

No tardó en salir el abogado para que entrara la sirvienta acostumbrada y, sin decir palabra, iniciara sus actividades. Creo que fue esa reanudación de la costumbre en medio de una situación desacostumbrada lo que me desconcertó más que nada. La intención de serenarme, asegurándome que todo seguiría igual, no resolvía los misterios que me acosaban. ¿Quién era María Egipciaca? ¿Dónde estaba? ¿Había muerto? ¿La habían expulsado? ¿Volvería a ver a la enfermera Elvira? ¿Quién era yo? ¿Quién me mantenía? ¿Quién era el dueño de la casa que habitaba? ¿Cómo terminaban los refranes?

—… amanece más temprano

—… loco se levanta

—… la vieja está en la cueva

—… no entran moscas

—… barajando

Jericó terminó los refranes que María Egipciaca había dejado a medias y me ordenó:

—Vente a vivir a mi apartamento.

—Pero el abogado…

—No le hagas caso. Eso lo arreglo yo.

—¿Y si no puedes?

—Ni modo. Debes aprender a rebelarte.

—¿Y quedarme sin…?

—No te faltará nada. Ya verás.

—Eres bien audaz, Jericó.

—A veces hay que apostar, preguntándose: ¿Quién le hace falta a quién? ¿Ellos a mí o yo a ellos?

—¿Nosotros?

Miró con ojos de repulsa los salones vacíos de la casa de Berlín.

—Aquí te vas a volver loco. Vámonos que son rieles.

Jericó vivía en el piso más alto de un edificio descascarado de la calle de Praga. El oleaje verde del Paseo de la Reforma se escuchaba en perpetuo conflicto con el tránsito gris de la Avenida Chapultepec. De todos modos, vivir en el séptimo piso de una casa de apartamentos sin elevadores tenía algo que nos aislaba de la ciudad y como en los demás pisos no había más que oficinas, a partir de las siete de la tarde el edificio era nuestro, como para compensar la estrechez de una sala de estar integrada con cocina —estufa, refrigerador, despensa—, separada sólo por el alto estrado que nos servía de mesa, integrada a su vez por dos altos taburetes parecidos a los potros donde eran colocados, para escarnio del pueblo, los herejes, y para burla de los amos, los castigados.

¿Qué más? Dos recámaras —una más pequeña que la otra— y una sala de baño. Jericó me cedió el cuarto principal. Me negué a desplazarlo. Me propuso alternar la cama cada siete días. Acepté, sin entender el razonamiento detrás de la oferta.

Compartimos también el clóset, aunque yo traía de Berlín a Praga (de Doblin a Kafka, como quien dice) más ropa que la muy escasa de mi amigo.

Y compartimos a las mujeres. Más bien dicho, a una sola mujer en una sola casa en la calle de Durango, el burdel de La Hetara, nombre de prosapia hereditaria, según me relató mi amigo, pues en la aurora del tiempo mexicano dos mujeres se disputaban el madrotaje de la ciudad: La Bandida, célebre proxeneta consagrada en bolero y corrido y, mucho más discreta, La Hetara, a cuyos lares me condujo una noche Jericó.

—Tienes cara de borrego ahorcado y conozco la razón. Te enamoraste de la enfermera Elvira Ríos. No te diste cuenta de que la enfermera, el doctor, la casa de Berlín enterita y desde luego tu celadora doña María Egipciaca eran ilusiones pasajeras, espejismos de tu infancia y de tu primera juventud, destinada a desvanecerse apenas llegaras a “la edad de la razón”.

—¿Cómo sabes esto? —le pregunté sin demasiado asombro, pues la velocidad de asociaciones y adivinanzas de mi amigo ya me era proverbial.

—Aaaah. Es que tu caso es el mío… Creo…

Con perplejidad creciente le pedí que me explicara. Yo había crecido en un caserón al cuidado de una gobernanta estricta y él, por lo visto, había sido más libre que el viento, dando la impresión —subrayada por su apartamento, su comodidad vital para hablar, existir, irse de putas, caminar entre la Zona Rosa y la colonia Roma como si no hubiera (¿las había?) fronteras citadinas— de que había aparecido en el mundo totalmente armado, sin necesidad de familia, antecedentes… o apellido.

Todos los timbres de acceso al edificio de Praga tenían nombres de personas, compañías, bufetes. El último piso sólo decía P. H. —Pent House—. Ya desde la escuela, y sobre todo después del incidente con el joven administrador al cual le pregunté cómo se apellidaba Jericó, no me atreví a indagar más al respecto. Al administrador le costó la chamba. Después de mi pregunta no lo volvimos a ver, ni siquiera escondido detrás de su ventanilla oficiosa. Deduje que así como se esfumó el secretario de la escuela, yo podría desaparecer si indagaba sobre el apellido y en consecuencia el origen de mi llano aunque misterioso amigo Jericó.

Y sin embargo, aquí estábamos juntos en un altillo (pent-house) de la calle de Praga entre Reforma y Chapultepec, compartiendo techo, baño, comidas, lecturas y, al cabo, mujeres. Más bien dicho, mujer. Una sola.

Jericó apartó la cortina de abalorios y se movió con soltura entre la veintena de muchachas reunidas en el salón de La Hetara. Me dijo —notando mis miradas— que cerrara los ojos. ¿Por qué? Porque íbamos directo a la recámara donde nos esperaba nuestra amiga. ¿Amiga? ¿Nuestra? Nuestra puta, Josué. ¿Nuestra? Lo mío es tuyo. Te prohíbo escoger. Yo ya escogí por ti, continuó, abriendo la puerta de una recámara de espeso aroma combinado (perfume, sudor, almidón) que se untaba en las paredes y que nada ni nadie, salvo el derrumbe de la casa, podría eliminar.

Era una habitación recargada con cortinas pesadas en los muros, un intento de lujo oriental como el que más tarde apreciaría en los cuadros de Delacroix, sobrecargada de sedas, cortinajes, alfombras, pebeteros, abanicos, odaliscas y eunucos… sólo que en esta habitación todo era sensualmente olfativo y escasamente visible, tal era el amontonamiento de cojines, alfombras, taburetes y espejos sin reflejo, olor a meadas de gato y comida de pasaje, como si, terminado el acto, la soledad de la prostituta sólo fuera compensada por un apetito enemigo del hambre insaciable que es regla de la mujer moderna, modelada por modelos que parecen escobas, conduciendo a las hijas de Eva a rebotar entre la bulimia y la anorexia.

¿Qué nos aguardaba? ¿Una gorda o una flaca? Porque en la oscuridad de la recámara, que ni siquiera llegaba a media luz, era difícil encontrar al certero objeto del deseo de Jericó convertido, con fraternal tiranía, en el mío propio.

Yo me dejaba llevar. Reconocí mi posición de alumno con apenas una flor en el ojal, la desflorada y lamentada Elvira, en tanto que Jericó se paseaba por este burdel como un jeque por su harén, con una seguridad displicente que mucho se apoyaba en sus diecinueve años de edad. Era el sultán, el caïd, el jefe, el mero mero. ¿Lo rebajaría la edad, lo exaltaría aún más que esta, mi primera noche de adolescente dieciochero en una casa de putas?

Con gesto dramático, Jericó tomó un cobertor de seda pesada y lo apartó de un golpe, revelando a la mujer que se protegía dentro y detrás de este gran aparato escénico.

¿Cuánto me fue revelado? Muy poco. La mujer seguía cubierta de la cintura para abajo, sólo su espalda desnuda lucía, en medio de las tinieblas, como una luna olvidada y su rostro estaba cubierto por un velo que le ocultaba la cara de la nariz hasta el hombro. Sólo quedaron visibles los ojos de fiera alada, negros, largos, crueles, tontos e indiferentes, tan misteriosos como la mitad oculta del rostro, casi como si de la nariz para abajo esta mujer tuviese una apariencia que negara la gran incógnita de la mirada con una vulgaridad, sencillez o estupidez indignas del acertijo de los ojos.

No vi mucho más, les digo, porque apenas nos desvestimos, la mujer desapareció entre los besos de Jericó y mis tímidas caricias, desnudos los dos sin que mediara orden o decisión previas, naturalmente despojados de todo menos de nuestra piel ávida de besar a la mujer, tocarla, al cabo poseerla.

Jamás hablar con ella. El velo que le cubría la boca también se la sellaba. No dejaba escapar un suspiro, una queja, una réplica. Era el objeto-mujer, una cosa voluntaria, hecha para el placer —esa primera noche— sólo de Jericó y de Josué, de Cástor y Pólux, aquí y ahora de nuevo los hijos de Leda la puta del cisne, nacidos en este instante del mismo huevo, los dióscuri, en el acto de nacer, haciendo estallar las flores y las hierbas, quebrando los huevos del cisne, para que de ella naciesen el amor y la batalla, el poder y la inteligencia, el temblor de los muslos, el incendio de los techos, la sangre del aire.

Nos sucedimos en el amor.

Sólo más tarde traté de recomponer en la memoria lo que existía fuera de mi cuerpo, como si en el acto mismo cualquier impresión fuera del placer lo extinguiese. La mujer del velo era inánime, aunque dotada de una trabajosa flojera. Adoptaba poses mecánicas que nos dejaban la iniciativa a nosotros dos. Sin embargo, mi amor era abrupto, espasmódico, obligándome a imaginar la lentitud de Elvira.

—¿Puedes decirle algo que la haga palpitar? —me preguntó a la oreja Jericó, dándonos él y yo las caras desnudas con la mujer entre nosotros, los dos amigos frente a frente, jadeando, tratando en vano de sonreír, encuerados en la ceguera carnal, las manos apoyadas en la cintura de la mujer, tocándonos él y yo los dedos, yo mirando de reojo la abeja tatuada en una nalga de la puta, nuestras bocas unidas por una respiración compartida, anhelante, sospechosa, púdica, enardecida.

—¿Puedes imaginar a todos los hombres que la han poseído? ¿No te excita saber que el camino a su cuerpo ha sido recorrido por miles de vergas? ¿Te molesta, te interesa, te repugna? ¿Sólo tú y yo nos emocionamos? ¿Vamos a gozar separados o al mismo tiempo?

Yo quisiera creer, a la distancia, que aquellas noches en La Hetara de la calle de Durango sellaron para siempre la cómplice fraternidad (que ya existía desde la escuela, desde la lectura, desde las conversaciones con Filopáter) entre Jericó y yo.

Sin embargo, hubo algo más. No sólo la tristeza postcoito que no sentí con Elvira y ahora sí, sino una fealdad, una vulgaridad que el propio Jericó se encargó de señalarme.

—¿Quieres creer? —tosió con humor caricaturesco y pomposo mientras la mujer se acostaba boca abajo—. ¿Quieres creer que el sexo es como un gran poema barroco cuyo exterior es el decorado insidioso de una límpida profundidad?

Hizo una mueca desagradable para que yo me riera.

—Entonces mira a Hetara al amanecer, sin los afeites de la noche. ¿Qué vas a ver? ¿A qué te va a saber? A un bolillo mojado en perfume. ¿Y qué vas a encontrar si le arrancas el velo? Una cara de fuchi.

Señaló el trasero de la mujer. Tenía una abeja reina tatuada en la nalga izquierda. Él no vio que yo había visto y por eso me lo hizo notar.

—Todo es barniz, mi querido Josué. Pierde las ilusiones y despídete con cariño de la mujer velada.

Sólo más tarde recordé que al amar a la velada yo cerré los párpados a sabiendas de que él, Jericó mi amigo, amaba con los ojos abiertos y se venía sin hacer ruido. Aunque se venía. Ella no.

—Vámonos que son rieles.

Graduados de la preparatoria, íbamos a entrar a la Facultad de Derecho. Lo dábamos por sentado.

Nuestros escarceos filosóficos anteriores —las lecturas de San Agustín y Nietzsche, las discusiones con el padre Filopáter, el imán de Spinoza—, nos convencían de que el armazón de las ideas era como los huesos de un cuerpo que requería, ahora, la carne de la experiencia. Y la experiencia podían tenerla, sin haber leído a Spinoza, un conductor de autobús o una cocinera. Nosotros ——Jericó y yo— corrimos el riesgo de creer que las ideas se bastaban a sí mismas: espléndidas, elocuentes, astrales y estériles. Para darles realidad a los pensamientos, decidimos estudiar Derecho como la opción más cercana a nuestra vocación intelectual compartida.

Porque podíamos compartir una mujer o un apartamento. Esto era casi pan comido al lado de la hermandad de pensamientos —Cástor y Pólux, los hijos del cisne, los dióscuros nacidos del mismo ovario, haciendo estallar al mundo, las flores, las hierbas, asistiendo al nacimiento del amor y la batalla, el poder y la inteligencia. Que, por estar tan unidos, decidían nuestro siguiente paso: ser abogados a fin de darle realidad a las ideas.

Yo estaba seguro de nuestro propósito compartido. Sin embargo, noté en mi amigo, durante los meses de vacaciones, entre la salida de la prepa y el ingreso a la universidad, una creciente inquietud que se iba manifestando en frases sueltas cuando comíamos, nos duchábamos, caminábamos por el barrio, entrábamos a una de las cada vez más escasas librerías de la ciudad e invadíamos (o nos dejábamos invadir) por espacios de la música popular, los videos y la gadgetería. No faltaba la vida de la calle en el rumbo de la vieja prepa. Vasta, pululante, movida como un ejército de hormigas sin disciplina, la calle daba cuenta de las cada vez mayores diferencias de clase. Había un abismo entre el mundo motorizado y el mundo peatonal o aun entre quien se movía en automóvil y quien lo hacía en autobús. El contraste mexicano, lejos de atenuarse, aumentaba, como si el “progreso” del país fuese una opiácea ilusión, contada en número de habitantes pero no en suma de bienestares.

La ciudad popular aumentaba sus números. La ciudad privilegiada se aislaba como una perla en la ostra (la costra) urbana. Jericó y yo vimos en un cineclub Metrópolis, de Fritz Lang, con sus dos universos férreamente separados. Arriba, un gran penthouse de juegos y jardines. Abajo, un enorme subterráneo de trabajadores mecanizados. En apariencia gris, en el fondo, negro. O más bien, sin luz.

En nuestra ciudad, los jóvenes que no eran ni pobres ni ricos se codeaban con éstos en las discotecas y, solitarios, deambulaban sin alegría por los centros comerciales de los grandes conjuntos de almacenes, cines y cafés bajo el techo común de una protección provisional. Afuera, jóvenes a la moda con la mezclilla, les esperaba la opción: ascender, descender o estacionarse para siempre.

Por todo ello, Jericó y el que les narra esta historia, señores sobrevivientes, nos sentíamos privilegiados. Yo había vivido con comodidad vigilada en la casa de Berlín. Ahora, compartía con mi amigo el apartamento de Praga. Desconocía hasta entonces la fuente de los ingresos de Jericó. Ahora tuve una sospecha que no me atreví a compartir con mi compañero. Cada quincena aparecía en el buzón un sobre con un cheque a mi nombre. Confieso que lo cobraba en sigilo y no le decía a Jericó. Pero imaginé que él recibía periódicamente un apoyo similar y llegué a pensar, sin prueba alguna, que la fuente de nuestros disciplinados ingresos podría ser la misma. Lo cierto es que la suma de la que yo disponía era suficiente para mis necesidades inmediatas y nada más.

Como mi amigo y yo llevábamos vidas gemelas, supuse que su ingreso no era muy distinto del mío. Compartimos, eso sí, el misterio.

Digo que durante los meses de vacaciones Jericó empezó a soltar frases sin precedente o consecuencia. Parecían dirigidas a mí, aunque a veces, yo las consideraba meras expresiones en voz alta de los pensares y pesares de mi amigo.

Bajo la ducha:

—¿A qué le tememos, Josué?

A la hora del desayuno:

—No te abras nunca a la emboscada.

Comiendo a las tres de la tarde:

—No nos dejemos inculcar opiniones. Seamos independientes.

Caminando juntos por el barrio:

—No te sientas superior ni inferior. Siéntete igual.

De regreso al apartamento:

—Tenemos que hacernos iguales a todo lo que nos rodea.

—No —le replico—. Tenemos que hacernos mejores. Lo que nos mejora también nos desafía.

Caíamos entonces en un frecuente debate, con los codos apoyados sobre la mesa, con las manos mías sosteniendo mi cabeza, las de él abiertas frente a mí, a veces él y yo en la misma postura, ambos unidos por una fraternidad que, para mí, era nuestra fuerza… bebiendo cervezas.

—¿Qué invalida a un hombre? ¿La fama, el dinero, el sexo, el poder?

—O por el contrario, ¿el fracaso, el anonimato, la pobreza, la impotencia? —me apresuraba yo entre sorbo y sorbo de chela.

Dijo que debíamos evitar los extremos, aunque en caso necesario —sonrió cínico— lo primero era preferible a lo segundo.

—¿Aun a costa de la corrupción, la deshonestidad, la mentira? ¡Me doy!

—Ese es el desafío, mi cuate.

Le tomé con cariño el puño.

—¿Por qué nos hicimos amigos? ¿Qué viste tú en mí? ¿Qué vi yo en ti? —pregunté remontándome, con cierta melancolía soñadora, a nuestro primer encuentro, casi niños los dos, en la escuela oficialmente llamada “Jalisco” y en realidad, “Presbiterio”.

Jericó no me contestó. Guardó silencio varios días, casi como si hablarme fuese una forma de traición.

—¿Cómo evitarlo…? —murmuraba a veces—. ¡Me doy!

Sonreí diciendo, para que la conversación no se desviara a los tradicionales cerros de Úbeda: o aprendes un oficio o acabas de asaltante.

Él no sonrió. Dijo con indiferencia puntual (así era él) que el criminal tenía, al menos, un destino excepcional. Lo terrible era, acaso, darse a la fatalidad de lo evasivo, el conformismo de lo común y corriente.

Dijo que la vasta masa pauperatis de la Ciudad de México no tenía más opción que la pobreza o el crimen. ¿Cuál prefería él? Sin duda, la criminalidad. Me miró fijamente, como cuando hacíamos el amor con la mujer tatuada. La pobreza podía ser una consolación. El peor lugar común del sentimentalismo, añadía, separando sus manos de las mías, era creer que los pobres son buenos. No era cierto: la pobreza es el horror, los pobres son malditos, malditos por su sumisión a la fatalidad y sólo redimibles si se rebelan contra su miseria para convertirse en criminales. El crimen es la virtud de la pobreza, dijo en esa ocasión que no olvido Jericó, bajando la mirada y retomando mis manos antes de sacudir la cabeza, viéndome ahora con una módica alegría:

—Creo que la juventud consiste en atreverse, ¿no crees? La madurez, en cambio, consiste en disimular.

—¿Tú te atreverías, por ejemplo, a matar? ¿A matar, Jericó?

Fingí espanto y sonreí. Él prosiguió con un aire sombrío. Dijo que le temía a la necesidad, porque andar a la caza de lo necesario era ir sacrificando, poco a poco, lo extraordinario. Yo dije que toda vida, por el hecho de serlo, era ya extraordinaria y digna de respeto. Él me miró, por primera vez, con un desprecio hiriente, rebajándome a la caridad del lugar común y la falta de imaginación.

—¿Sabes qué cosa admiro, Josué? Admiro por sobre todas las cosas al asesino de lo que ama, al ladrón de lo que le gusta. Esto no es necesidad. Esto es un arte. Es albedrío libre, supuestamente libre. Es lo contrario de la grey de gente quejumbrosa, estúpida, bovina, sin rumbo, con la que te topas todos los días en las calles. La inmunda manada de bueyes, la ciega manada de topos, la nube espesa de moscas verdes, ¿me capiches?

—¿Me estás diciendo que más vale tener el destino extraordinario de un criminal que el destino ordinario de un vecino cualquiera? —dije sin demasiado énfasis.

—No —replicó—, lo que alabo es la capacidad de engaño, el disfraz, el disimulo del vecino que en secreto asesina, ¡y convierte a sus víctimas en mermelada de fresa!

Rio y me dijo que no iríamos juntos a la Facultad de Derecho en la Ciudad Universitaria. Jericó se iba la semana entrante becado a Francia.

Así me lo dijo, sin preámbulos, amable pero cortante, sin aviso ni justificación. Así era Jericó y en ese mismo momento debí ponerme en guardia contra su naturaleza sorprendente. Mas como nuestra amistad era ya vieja y honda, pensé que la reaparición de las “brutalidades” nietzscheanas de mi amigo, contrastando al mundo con la percepción del mundo, era sólo un retorno al momento de las opciones que marcan a la juventud, semejante a una plaza circular de la cual salen seis avenidas dispares: hay que tomar una sola, a sabiendas de que sacrificamos las otras cinco. ¿Sabremos algún día qué nos reservaba la segunda, la tercera, la cuarta o la quinta rutas? ¿Nos conformamos pensando que no importaba cuál escogiésemos, porque el verdadero camino lo llevamos adentro y las distintas avenidas son sólo accidentes, paisajes, circunstancias, mas no esencia de nosotros mismos?

¿Entendió esto mi amigo Jericó al abandonarme de forma tan súbita en busca de un destino que podía separarlo de mí, pero aún más, de sí mismo?

¿O daba un paso indispensable para que Jericó encontrase a Jericó, sin importarle a él —o al cabo, a mí— si su viaje a Europa lo alejaba para siempre o lo acercaba más que nunca a mí mismo? Yo no conocía entonces la respuesta. Sólo ahora, abatido, en una remota playa del Pacífico, regreso a aquel momento de nuestra juventud compartida intentando resumir la vida misma, más allá de nuestras personalidades, como una premonición del horror aplazado: una juventud de violencia externa y desolación interna. Una edad desaparecida, frágil pero acaso bella.

Mi absurda preocupación era otra, entonces, otra.

¿Con qué nombre viajó Jericó?

¿Qué apellido mostraría, forzosamente, su pasaporte?

El profesor Antonio Sanginés destacaba, en todos sentidos, en la Facultad de Derecho. Alto, distinguido, dotado de un perfil de águila, cejas melancólicas y ojos a un tiempo serios, cínicos, burlones y tolerantes bajo espesos párpados, se presentaba a clases inmaculadamente vestido, siempre con ternos completos (nunca le vi una combinación de saco y pantalón distintos), sacos cruzados, abotonados para resaltar el cuello alto y duro, la corbata de un solo color y, sus únicas concesiones a la fantasía, zapatos color marrón claro y mancuernas de rifas o de amor, pues no era imposible imaginar al licenciado Sanginés comprando mancuernas con la figura del ratón Miguelito.

No necesito añadir que una figura como esta contrastaba diabólicamente con la moda cada vez más extendida en nuestro tiempo. Los jóvenes se visten como antes se vestían los mendigos o los trabajadores del riel: vaqueros rotos, zapatos viejos, chamarras de mezclilla, camisas con anuncios y lemas (Bésame, Insane, Necesito Novia, La pérdida de Texas, Me gusta coger, Soy el abandonado, Mis chicharrones truenan, Mérida Metrópolis), camisetas sin mangas y gorras de béisbol puestas al revés y a toda hora, aun dentro de clase. Más lastimero era el espectáculo de los hombres y mujeres maduros, por no decir ancianos, que asumían una juventud prestada con las mismas gorras deportivas, calzones bermuda y zapatos Nike.

La pulcritud del profesor Sanginés era, por todo ello, vista como una excentricidad anacrónica y él correspondía a esta lisonja observando como una decadencia que se ignora a sí misma la propia moda juvenil. Gustaba de citar al poeta italiano Giacomo Leopardi y su famoso diálogo entre la Muerte y la Moda:

Moda:

—Señora Muerte, Señora Muerte.

Muerte:

—Espera la hora y me verás sin que me llames.

Moda:

—¡Señora Muerte!

Muerte:

—Anda al Diablo. Querré cuando tú no quieras.

Moda:

—¿No me conoces? Soy la Moda, tu hermana.

Fue esto lo que, con cierto aire macabro y decadente, me atrajo hacia este maestro que daba el curso de Derecho Internacional Público con un esmero muy por encima de las capacidades de los estudiantes, pues él, lejos de atiborrarnos de datos, exponía dos o tres ideas y las apoyaba con referencia a un par de textos fundamentales, invitándonos a leerlos con seriedad aunque convencido —bastaba echarle una mirada a la grey— de que nadie seguiría su consejo. O sea: él no ordenaba, sugería. No tardó en darse cuenta de que yo no sólo le escuchaba sino que durante el mes siguiente respondía a sus cuestionamientos en clase —hasta entonces simple clamor en el desierto— con alacritud respetuosa. Sanginés sugería El Príncipe. Yo leía a Maquiavelo. Sanginés señalaba El contrato social. Yo me hundía en Rousseau.

Primero me invitó a caminar juntos por los espacios de la Ciudad Universitaria y al cabo, a acompañarlo a su casa en Coyoacán, una vieja residencia de la época colonial, de un solo piso pero de gran extensión, en la que, en un salón tras otro, los libros soportaban, por así decirlo, la sabiduría, si no de los siglos, al cabo del mundo. Notó mi deleite y también mi nostalgia. El encuentro con el profesor Sanginés me recordaba las pláticas pasadas con el padre Filopáter. También me traía a la memoria la ausencia de mi amigo Jericó y esa necesidad soledosa, que a veces sentimos, de compartir lo que vemos y hacemos con un ser fraterno. No sé si Jericó sentía, en Europa, lo que yo sentía en México. El placer se habría duplicado con su presencia. Habríamos podido comentar, entre nosotros, las lecciones de Antonio Sanginés, contrastarlas con las del padre Filopáter y proseguir, como lo habíamos hecho desde entonces, nuestra formación intelectual con cimientos firmes en la amistad.

La residencia del profesor Sanginés respiraba un aire compartido entre el hombre y sus libros. Ambos se unían en una ética internacionalista muy a contrapelo del nuevo laissez-faire global. La globalización era un hecho y barría con su ímpetu viejas fronteras, leyes y discursos, hábitos anticuados y defensas de las soberanías. El magisterio de Antonio Sanginés no negaba esta realidad. Sólo hacía notar, con elegante énfasis, los peligros (para todos) de un mundo en el que las decisiones internacionales se tomaban sin autoridad competente, sin justa causa, sin intención jurídica, sin proporcionalidad, y con la guerra como primer, y no último, recurso. La catastrófica intervención norteamericana en Irak era el ejemplo probatorio de las teorías de Sanginés. La autoridad había sido inexistente, frágil y usurpada. La causa, un verdadero popurrí de mentiras: no había en Irak armas de destrucción masiva, derrocar al dictador no era la razón de la resolución, cayó el dictador y entró el terror, la región pasó del orden mayor (la tiranía) al caos mayor (la anarquía) y la catástrofe ni aseguró el flujo de petróleo ni confirmó el descenso de los precios. El fosforito del Potomac se convirtió en la llamarada de la Mesopotamia.

—Los únicos que ganan —concluyó Sanginés— son los mercenarios que aprovechan el inicio y el final de las guerras.

Si esta era la lección práctica de Antonio Sanginés en clase, en privado descubrí que su condena a los crímenes internacionales era sólo un reflejo de su interés por el crimen tout court. Fui descubriendo que la mitad de su biblioteca no trataba de los nobles pensamientos de Vitoria y Suárez, de Grocio y Puffendorf, sino de las oscuras aunque profundas indagaciones de Beccaria y Dostoyevsky acerca del crimen y los criminales y, aún más sombríos, los libros de Buttleworth sobre la policía y el de Livingstone y Owen sobre las cárceles.

Al explicar el régimen carcelario, Sanginés se detuvo con detalle en temas como la seguridad y las condiciones de vida, los privilegios admitidos, la salud y el acceso al mundo exterior, la correspondencia, los contactos legales, las visitas familiares y conyugales, las repatriaciones, la disciplina interna, los castigos, la segregación y las celdas, la sentencia a perpetuidad y la sentencia discrecional…

—La cárcel es como una momia vendada de pies a cabeza por leyes e instituciones. Las autoridades carcelarias, en su mayoría, actúan, para bien y para mal, de acuerdo con “las reglas”. Sólo que “las reglas” son tantas que admiten una gran discreción para aplicarlas y aun para ignorarlas o violarlas, creando un conjunto de leyes no escritas que, sobre todo en el caso de México, acaban por sustituir a la ley escrita.

No sé si suspiró:

—En toda la América Latina se rinde homenaje a la ley sólo para violarla mejor. Las prisiones de México no son peores que las de Brasil. En Colombia la guerrilla impone su propia ley penitenciaria, burlando la legislación nacional. En América Central, los desastres de la guerra han creado tantas situaciones de facto que el derecho es letra muerta.

Entraron, vestidos de piratas, los tres hijos pequeños del profesor y, dando gritos de abordaje y sangre, se le treparon al maestro por el copete, los hombros y el pecho, provocando su risa y, apenas se desembarazó con cariño de ellos, un comentario final, mientras se ajustaba el saco y la corbata.

—Cuanto le diga, Josué, de la teoría y las leyes no cuenta si no observa usted de cerca la vida misma de nuestras prisiones.

Me miró con una intención segunda que no le conocía hasta entonces, pues nuestro trato había sido siempre tan directo como puede serlo el de un discípulo para con su maestro. Creo que Sanginés intentó apagar el brillo de su mirada sin encender la luz de mis sospechas cerrando los ojos —cosa natural en él cuando pensaba— para comentar que entre las asignaturas de la carrera de jurisprudencia había una obligatoria como curso pero voluntaria en cuanto al tema: la práctica forense. A mí me tocaba decir en qué terreno quería ejercer la tal práctica. Procesos mercantiles o civiles. Divorcios, desahucios, estamentos, embargos, quiebras, fusiones, deslindes, competencias, avalúos, todo esto fue enumerando el maestro sin referirse al tema internacionalista de su clase y anclándose, al cabo, en el derecho penitenciario.

¿Suspiró? ¿Ordenó?

El hecho es que impulsado por don Antonio Sanginés yo pedí y obtuve hacer mi curso de práctica forense en las prisiones.

Y no en cualquiera, sino en la más temida, más famosa pero más desconocida, visible en su nombre extraño pero invisible en su aún más tétrico (suponía yo) interior. El sepulcro de los vivos. La casa de los muertos, sí. La Siberia mexicana, un páramo dentro del páramo, una cueva dentro de otra cueva, un laberinto con muchas entradas y ninguna salida, un altar de blasfemias y profanaciones consagradas. El hoyo negro. La metáfora de nuestra vida encarcelada en el vientre al principio, en la mortaja al final, en los secretos mayores de la cárcel hogareña entre rumba y tumba. La prisión construida con las piedras de la ley. La esperanza, prisión de Zacarías. La liberación, esperanza de Isaías.

Así, con estos pensamientos, entré a terminar mi carrera de abogado en el Palacio Negro de San Juan de Aragón, construido subterráneamente en el cauce del antiguo Río del Consulado, bajo las pisadas del tumulto urbano que, yo no lo sospechaba, se dejaría oír como una tortura más en las profundidades de esta cárcel de cárceles.

La Chuchita se acercó a darme la mano con lágrimas en los ojos. En la otra mano llevaba un espejito en el cual se miraba de vez en cuando con una mezcla de serenidad y alarma. Vísteme, me dijo. Le contesté que ya estaba vestida. La niña puso el grito en el cielo y comenzó a arrancarse la ropa, bueno, el camisón parecido a un basto sayal que usaban todas las niñas encarceladas en las profundidades de San Juan de Aragón. Me choca, gritó, alborotando sus greñas aplastadas por la mugre, me choca verme desnuda. Estás vestida, dije con candor. Se me fue encima a arañazos. Que me vistan, gritó, que me vistan. Luego bajó la cabeza y se retiró mientras un muchacho azul, a su lado, se inclinaba sobre el piso de cemento recogiendo algo invisible y un poco más lejos, otro adolescente se rascaba sin cesar la espalda y se quejaba de los granos que le picaban, le ardían, no se cerraban nunca por más que sus uñas sangrientas rasgaran la piel morena.

La niña Isaura tenía una idea fija: el volcán Popocatépetl. Me senté a su lado un rato. No hablaba de otra cosa. Decía una y otra vez el nombre de la montaña, sonriente, degustando las sílabas. Po-po-ca-té-pel. La corregí. Po-po-ca-té-petl. Era una palabra nahua… me corregí, queriendo que ella me entendiera: azteca. Ella repitió: Po-po-ca-té-pel. Yo insistí: té-petl. Ella me miró con una furia sostenida, inexplicable, como si yo hubiera violado una recámara secreta, un recinto sagrado de su existencia. Hubiese deseado que la niña me atacase físicamente. Sólo me observó con esa distancia que quería herirme a mí y al mundo entero, el mundo que la había enviado aquí, la piscina vacía de los niños encarcelados en San Juan de Aragón. ¿Qué iba yo a decirle? No había avenida alguna abierta entre mi presencia y su separación. Cuando se alejó repitiendo Po-po-ca-té-pel ya no me miró.

No me dijeron el nombre del siguiente ser al que abordé. Su sexo era indescifrable. No tendría más de seis o siete años pero algo había grabado en su rostro. La indefinición o, mejor dicho, un asombro dulce e indefinido. ¿Quién era? Alberto. Un niño. No. Albertina. Una niña. Me miró con lágrimas en los ojos.

Otro joven de unos quince años lucía una cicatriz en la cintura. Digo lucía porque la mostraba con una mezcla ufana de desgracia y valor, indicándola con el dedo índice, mírenme, tóquenme, atrévanse…

Me distrajo un niño de cara tristísima. No me atreví a preguntarle su nombre. Tendría once años, no más, pero en la mirada traía una culpa anciana que se mostraba en pequeños trazos de la entreceja, rictus de la boca, el desafío insinuado de unos dientes blanquísimos en medio de una boca mugrosa de donde colgaban restos de tortilla y huevo revuelto. Como un relámpago, la tristeza se convirtió en agresión cuando se dio cuenta de que yo lo observaba.

—Félix —gritó—. Felicidad.

Se me aventó encima. Sólo la intervención de un guardia impidió la embestida.

Otros eran más elocuentes. Ceferino me dijo que él no era culpable de nada. La culpa era del abandono. Lo abandonaron en un barrio perdido donde ni los perros encontraban qué comer en los basureros. Le dieron ganas de comerse a un perro a ver a qué sabía. Mejor hubiera hecho de comerse a los padres que lo abandonaron en el barrio del basurero. Los buscó. Qué difícil. ¿Dónde se fueron? La ciudad es enorme. ¿Qué dejaron? La etiqueta del overol. El nombre del comercio donde le compraron el overol. Allí le dijeron adonde se fueron su papá y su mamá. Caminó un día entero de barrio en barrio, buscándolos hasta encontrarlos en un estanquillo por el rumbo de Xalostoc, allá por la autopista a Pachuca, es decir, en el merísimo rumbo de la chingada. Papá, mamá, iba a decirles. Soy yo, su hijo, Pérez. Se dio cuenta, nomás con mirarlos, que lo habían abandonado porque el niño era una carga, una boca más que alimentar, un estorbo y que ahora, en su pequeño comercio, su papá y su mamá lo habían olvidado completamente. Creían —creyó— que si habían prosperado tantito era gracias a que no tenían que alimentar a un niño llamado “Pérez”. Los miró, si no sonrientes, sí plácidos, complacidos. No liberados de una culpa. Nomás olvidados de todo cuanto había sucedido antes de emigrar de barrio y encontrar una manera suficiente de sobrevivir. No sabían que él existía. Ignoraron que él estaba allí, a los once años, dispuesto a atacarlos con un picahielos, sacarles los ojos, dejarlos allí pegando de gritos y sangrando y venir a dar a la cárcel de menores de San Juan de Aragón.

¿Sobrevivieron?

Ojalá, para no ver más al mundo y buscarse otra manera de existir sintiéndose despreciados, jodidos, dados a la chingada, ojetes e hijos de puta.

Merlín era un niño deficiente. No del todo, pero bastante. Rapado, con la mirada pícara del idiota feliz, la boca entreabierta y el moco suelto, el carcelero que me acompañaba me explicó que este chico era parte de las pandillas de idiotas que las bandas criminales empleaban para cometer atentados. Colocaban bombas en los coches. Servían de distracción a actos criminales. Servían de señuelo. Actuaban como falsos secuestrados. Los más listos espiaban. Casi todos eran entregados a las bandas por sus familiares a cambio de dinero, y a veces nomás para deshacerse de los cabrones escuincles.

Otros, señaló alrededor el amable guardia que me ayudaba a cumplir el curso de práctica forense, tenían más talento pero habían nacido en la marginación más absoluta, con vidas cercanas a la perrería o a la marranería. Su única salida —hizo un amplio arco con el brazo y la mano abierta— era el crimen o la prostitución. Implicó, para mi escándalo, que este lago negro era una suerte de espacio seductor. En vez del destino fúnebre, los chavos que aquí pululaban, como fantasmas, solos o abrazados, todos vestidos con sus tristes caftanes de sayal, descalzos, rascándose las cabezas pelonas como si las liendres fueran su única consolación, picándole el ombligo al compañero, rascándose los huevos y los sobacos, sonándose la nariz con la mano, cagando y orinando a placer, reunidos todos en la gran piscina subterránea de cemento en la entraña obscena del Distrito Federal, todos tenían un destino carcelario.

Eso implicaba la mirada, a la vez indiferente y oscura, del carcelero. Albertina decía que había sido secuestrada en un restorán de Las Lomas, nada menos, cuando fue al baño y desapareció mientras sus padres la buscaban y ella, drogada, salía del lugar en brazos de los secuestradores, sólo que vestida de niño, con los bucles cortados, el pelo teñido de negro y una palidez que ya nunca la abandonó en el estupor de no volver a saber quién era ni quién había sido, sino adiestrada sólo para robar, colarse entre barrotes de seguridad y terminar entre barrotes de cárcel, completamente desorientada para siempre.

¿Qué quiere que hagamos?

¡No me sé vestir sola! gritaba La Chuchita.

El muchacho de la cicatriz en la espalda había sido secuestrado para arrancarle el riñón y vendérselo a los gringos que requieren órganos de repuesto. Date de santos que no te arrancaron los dos, cabroncete. Él se dedicó a buscar a quienes lo raptaron, lo drogaron y lo operaron. Como no los encontró, decidió pasar la frontera para ir de hospital en hospital destruyendo con un vistoso bastón de Apizaco los jarrones donde dormitaban los riñones ajenos. Vidrio roto, líquidos desparramados, riñones que el muchacho recogió, cocinó y se comió envueltos en tortilla, como grandes tacos de gringo devorado por mexicano vengativo. Fue expulsado de California, al contrario de la política estadounidense de mantener presos a los mexicanos, sobre todo a los sospechosos de no hablar inglés. Catarino —era su nombre— resultaba demasiado peligroso, aun detrás de los barrotes de Alcatraz: era capaz de comérselos, como Hannibal Lecter.

Triunfó la justicia.

—¿Sabe usté nadar? —me dijo el carcelero cuya cara miré por primera vez, atento como estaba al pequeño infierno juvenil de la piscina de cemento.

No me dio tiempo de contestar.

Cuatro chorros de agua se soltaron de lo alto de los costados de la alberca-prisión, apabullando los cuerpos y las cabezas de los niños y jóvenes atrapados en este hoyo, entre el griterío que era salvaje, alegre, agónico, sorpresivo, bajo ese aguacero de líquidos bastos, turbios, encauzados hasta aquí desde un río muerto que salía a la vida para avasallar a los niños y jóvenes que rápidamente sobrenadaban, agitaban los brazos, movían las cabezas, gritaban, lloraban. La agitación de ese pequeño mar carcelario me obligó a nadar, vestido, a medida que ascendían las aguas y notaba, en la confusión, que mientras algunos niños nadaban, otros, los menores, es cierto, se hundían, quedaban atrapados y se ahogaban con un alarido a la vez personal y colectivo.

—Así los obligamos a que se bañen —dijo el guardia.

—¿Y los que no saben nadar?

—Así controlamos el exceso de la población penitenciaria.

—¿Qué dice usted?

—Digo que peor tantito.

—¿Será usted demógrafo, señor?

¿Quién ofrece las oraciones de México al pie del altar de sus niños?

Queridos sobrevivientes: Les mentiría si les dijese que la partida de mi amigo Jericó me condenó a una soledad irremediable. He dado a entender que su ausencia coincidió con los años de mis estudios universitarios, culminando con el magisterio de don Antonio Sanginés y mi atroz visita a la alberca infantil de San Juan de Aragón, en aras de la “práctica forense”.

No he mentido. He omitido. Debo reparar mi falta. En mi espíritu, quise asociar la ausencia de Jericó a una soledad volitiva, ideal, que la realidad se encargó de desmentir apenas despedí a mi amigo en el aeropuerto. Puedo engañar a los vivos. ¿Quién entre todos (o pocos) ustedes puede desmentir lo que aquí relato? Cuanto he dicho puede ser una pura invención de mi parte. A usted, señor, señora, señorita que me leen, no les consta que yo les diga la verdad. Ni siquiera les consta que yo exista fuera de estas páginas. Pueden creerme si afirmo que mi vida sexual sin la compañía acostumbrada de Jericó fue un desierto sin sal ni arena siquiera: un vacío comparable al de la alberca de los niños, tan hondo, desolado y cruel, un Sáhara de cemento… Imaginen, si así lo desean, que busqué y encontré a la enfermera Elvira Ríos, que me hice su amante aunque estaba casada, que no me hice su amante porque estaba casada, que ella me rechazó porque sólo tenía sexo con los enfermos a fin de consolarlos y yo parecía tan saludable como un cartel del realismo socialista staliniano, cuyas obras pop se exhibían, por este tiempo, en el Palacio de Bellas Artes. Pueden desmentirme si les cuento que volví al burdel de la Avenida Durango para cogerme, una y otra vez, a la puta de la cara velada y la abeja en la nalga. ¿Verdad? ¿Mentira? No supe su nombre. Se había ido, largado, “retirado”, según la púdica expresión de la madrota y magistrada doña Evarista Almonte (alias), La Hetara.

Podría, pues, engañar al discreto lector y sin embargo pedirle, como un acto de fe en mí, en mi vida, en mi libro, creer que en el acto mismo de despedir a Jericó en la terminal 1 del aeropuerto de la Ciudad de México, en medio de la bulla infernal que caracteriza a ese edificio elefantiásico que se prolonga en todas las direcciones, salidas, entradas, cafés, restaurantes, expendios de alcohol, sarapes, baratijas, sombreros de charro, libros y revistas, farmacias, platerías, dulcerías, zapaterías deportivas, ropa de bebé y la vida al día, como la lotería, patria mía y admitiendo, expulsando a miles de turistas nacionales y extranjeros, curiosos, rateros, taxistas, maleteros, policías, funcionarios de aduanas, empleados de aerolíneas, uniformados, desinformados, hasta integrar en un enorme platón de avena a una segunda ciudad local y extranjera a la vez, hube de toparme con un accidente que cambió mi vida.

A la bulla que digo se añadió en un instante el escándalo que ahora cuento. Así sucede en el aeropuerto, ciudad de todos: uno cree que está allí para una cosa y resulta que estuvo allí para otra muy distinta. Uno cree que conoce la dirección, la ruta de su destino dentro de la panza del ogro aéreo, y de repente lo inesperado irrumpe sin solicitar permiso. Uno cree que las trae todas consigo y en un segundo la locura toma el lugar reservado a la razón.

El hecho es que caminaba yo tranquilo aunque melancólico de vuelta al Metro que me llevaría a mi barrio, cuando cayó en mis brazos una persona. No digo hombre, no digo mujer, porque este sujeto era todo de cuero —al menos esto sentí al abrazarlo sin desearlo— y su cara estaba escondida detrás de unos goggles, o sea gafas de aviador que a su vez descendían del casquete de cuero que ocupaba la cabeza. El tipo pateaba, se abrazaba a mí para liberarse de los policías que lo detenían y gritaba para que supieran su sexo. Una aguda voz de mujer mentaba madres, llamaba a los policías membrillos, azules, tecolotes, mordelones, genízaros, abusivos, hijos de la chingada original, la primera puta de todas, la madre Evarista, la Matildona en persona (el nombre me sonó), cabrones de toda cabronería y de cabronidad cabrona, para acabar pronto.

La abracé. Los policías tenían las manos sobre la espalda de la mujer.

—Déjenla, por favor —dije acarreado por el instinto de la simpatía.

—¿La conoce?

—Es mi esposa.

—Pues cuídela mejor, joven.

—Enciérrala en La Castañeda —dijo el policía más antiguo y demodé.

—Mi compañero quiso decir, está loca.

—¿Qué hizo? —me atreví a preguntar con la mujer agarrada a mí como a un poste en una tormenta.

—Quiso despegar con su propia avioneta en la pista reservada para el vuelo de Er Franz.

Que era el vuelo a París de mi amigo Jericó.

—¿Qué pasó?

—La detuvimos a tiempo.

—Le decomisamos la avioneta.

—¿No van a acusarla?

—Le digo que le decomisamos la avioneta.

No sé si el policía gruñó al decir esto. Sus ojos sin córnea, ojos de ídolo, no se movían, sus labios esbozaban una complicidad indeseada. Yo no tenía dinero suficiente para una “mordida” y el soborno me repugnaba moral, aunque no filosóficamente. Ellos me facilitaron la vida. Sólo querían deshacerse de la mujer y a mí me habían enviado los dioses del Subterráneo Azteca, parada Aeropuerto. No podía imaginar, a medida que los insobornables me daban la espalda, el destino de la avioneta requisada, el reparto tribal de las ganancias.

—Me llamo Lucha Zapata.

La abracé y me alejé entre la multitud del tianguis aéreo. Crucé miradas con otra mujer que caminaba detrás de un maletero joven de movimientos galanes, como si acarrear equipaje dentro del aeropuerto fuese un acto escénico glamoroso a más no poder. No supe por qué esa mujer moderna, joven, rápida, elegante, con movimientos de pantera, de animal que seguía con angustia al maletero, me miró con tan fugitivo e intenso interés.

—Me llamo Lucha Zapata —repitió mi compañera—. Llévame contigo.

Dejé de mirar a la muchacha elegante. La solidaridad mínima me sojuzgaba.

Todo el barrio de San Juan de Aragón, al menos de Oceanía a Río Consulado, había sido arrasado, en un acto conjunto de la Ciudad y la Federación, a fin de levantar allí mismo, en el corazón de la capital y a unas cuadras del barrio sin ley de Ciudad Neza, el mayor centro penitenciario de la república. Fue un acto de desafío: la ley no se iría a las lejanías despobladas donde se integran nuevas ciudades carcelarias de reglamentos propios. Fue una provocación: la ley se instalaría en el centro del centro, a la mano, para que los criminales sepan de una vez que no son raza aparte sino ciudadanía prisionera, con orejas que oyen el paso del tráfico, con narices que huelen el olor de las fritangas, con manos que tocan los muros de la historia jaja patria, con pies a pocos metros de los ríos extintos y la laguna muerta de México-Tenochtitlan.

Entendí, prosiguiendo mi pragmático curso forense, que a los menores se les mantenía entre la vida y la muerte en la gran alberca subterránea, dejados al azar de la muerte por agua o a la supervivencia tarzanesca. Ahora supe que a los criminales mayores se les tenía encerrados en la planta alta, con aparatos de sonido que recogían con minucia los rumores de la ciudad exterior, verdadera urbe de las libertades y la alegría en comparación con la dantesca ciudad del dolor —la cittá dolente— que me aguardaba en la planta alta, donde era difícil oír las voces de los presidiarios debido a la insidia del rumor urbano, cláxones, motores, chirrido de llantas, mentadas de madre, gritos de vendedores, silencios de mendigos, ofertas de sexo, suspiros de amor, cantos infantiles, coros escolares, oraciones arrodilladas que eran amplificados por las perversas bocinas empeñadas en torturar a los prisioneros con la memoria de la libertad.

Me armé de coraje para cumplir no sólo el requisito de la materia universitaria —“práctica forense”— sino para honrar la decisión de mi respetado maestro Sanginés. La cárcel superior de San Juan de Aragón, encima de la alberca infantil, era un largo recinto de un solo piso. “Aquí nadie nos arroja las bacinicas llenas desde arriba”, dijo sin sonreír el guardia que ahora me guiaba, en cuyos hombros, sin embargo, brillaba una limpieza pulida y repulida con ligero perfume de caca.

Siboney Peralta era un mulato cubano de unos treinta años con pelo largo arreglado en trenzas torcidas y desnudo hasta el ombligo con el propósito evidente de no sólo mostrar la musculatura, sino de arredrar o prevenir con el poder de los bíceps, el latir profundo de los pectorales y el hambre amenazante de las tripas. No usaba zapatos y su pantalón era una hilacha arremangada en torno a un sexo confuso, que lo mismo podía ser manguera que pirinola. Su crimen no era de orden pasional. Era, según Siboney, el enigma, el misterio, chico.

—¿Un pequeño misterio?

—No, muy grande, chico.

Siboney no sabía por qué estaba en la cárcel. Él amaba la música, tanto que le trastornaba la cabeza, dijo flexionando todos los músculos, al grado de que no podía dejar de actuar lo que la música decía.

—Yo soy un hijo del bolero, compay.

Siboney obedecía al bolero. Si la letra decía “mírame” y la mujer no lo miraba, Siboney se llenaba de santa cólera y la ahorcaba. Si la canción indicaba “dime si me quieres como yo te adoro” y la mujer no volteaba a verlo, lo menos que recibía era una paliza siboneyera. Si le preguntaba a la distancia si tenía para él un pensamiento y la distancia guardaba silencio, el mulato la emprendía contra sillas, ventanas, platos, floreros, lo que encontraba a la mano en el silencioso universo de su deseo.

—¿Y conociendo tu mal, no lo dominas? —pregunté con inseguridad.

Siboney soltó una carcajada que quería decir no es mi mal, es mi gusto, es mi placer. ¿Qué cosa? Me dije que nada menos que creer en la letra de las canciones, como yo en este instante creo en lo que escribo y lo transmito a ti, curioso lector, con toda la impune fatalidad de Siboney Peralta ahorcando a las inocentes mujeres que no tomaban al pie de la letra sus canciones.

El Brillantinas y el Gomas fueron puestos en la misma celda con el propósito avieso de que se disputaran los pomos de brillantina y los sobres de tragacanto que eran la obsesión criminal de la pareja. Uno y otro, sin conocerse aún, robaban farmacias y salones de belleza para hacerse de las brillantinas más escasas y los anticuados sobres de goma para la cabellera que eran sus fetiches incontrolados e incontrolables. El carcelero me explicó que la intención original de las autoridades penitenciarias era juntar a dos rivales que se disputaran el objeto de sus deseos hasta aniquilarse por un tarro de brillantina. Tal era, añadió, el principio de la prisión de San Juan de Aragón: provocar a los presos para que se fuesen matando entre sí, disminuyendo la población carcelaria.

—Cada vez que uno muere, una boca menos que alimentar, licenciado.

—No soy…

—Licenciado.

Me miró con ojos de cloaca.

—Si no, no estarías aquí…

Pero el Gomas y el Brillantinas se las arreglaron para no disputarse ni lo uno ni lo otro, sino vivir en coexistencia pacífica untándose ungüentos repugnantes en el pelo.

—¿Sugiere usted una manera de que se maten entre sí?

—Rápenlos —dije de mal humor.

El carcelero rio mucho.

—Se pondrían brillantina en los huevos y en los sobacos, mi lic.

Hablando de licenciados, fui introducido en la celda del abogado Jenaro Ruvalcaba, al que conocía de nombre como penalista de cierta fama en la Facultad de Derecho. Al verme entrar se puso de pie y alisó lo más que pudo su uniforme de prisión: camisa gris de manga corta y pantalón demasiado grande para la menuda figura del licenciado.

—Dice que no cometió ningún delito —comentó con un guiño el carcelero.

—Es cierto —dijo Jenaro con calma.

—Eso dices —replicó el cerbero con burla.

Jenaro se encogió de hombros. Supe en el acto que preguntarle ¿por qué está usted aquí, qué falta le atribuyen? era entrar a un laberinto sin salida de excusas e injusticias. Así lo debió entender el propio Jenaro —un hombre ligero y rubio de unos cuarenta años de edad— cuando se sentó en el catre y lo palmeó delicadamente, invitándome a tomar asiento.

Dijo con mucha tranquilidad que la cárcel estaba llena de gente quejosa y estúpida que desea la libertad pero que no sabría qué hacer fuera de aquí. ¿Resignación? No, adaptación, dijo Jenaro. El castigo de la cárcel, joven amigo (soy yo) consiste en que te separan del mundo y una de dos: o te mueres de desesperación o te inventas nuevas relaciones dentro de lo que los gringos llaman la casa grande, the big house, al cabo eso, una casa, un hogar diferente pero tan tuyo como el que abandonaste.

—¿Usted cómo le hace? —pregunté tras mi careta de estudiante disciplinado.

—Acepto lo que me da la cárcel —encogió Ruvalcaba los hombros.

Miró la interrogante en mis ojos.

—Una vez —continuó— que descuentas lo que no debes hacer para no ser humillado.

Se adelantó a mi pregunta.

—Por ejemplo. No aceptes visitas. Vienen por compromiso. Miran el reloj todo el tiempo, lo que piensan es largarse cuanto antes.

—En México hay visita conyugal.

Sonrió entre cínico y amargo.

—Ten la seguridad de que tu mujer ya encontró un amante…

—Bueno, pero de todas maneras viene a…

Jenaro levantó la voz pero habló entre dientes.

—Los dos te van a traicionar para que sigas en la cárcel.

Gritó enloquecido y se levantó, agarrándose la cabeza con ambas manos, jalándose las orejas, cerrando los ojos.

Se fue contra mí a golpes. El guardia le pegó un bastonazo en la nuca y el licenciado cayó, llorando, en el catre.

El Negro España y la Pérfida Albión eran dos homosexuales encarcelados en San Juan de Aragón por el delito de lenocinio con agravante de robo y asesinato. Los poderes del lugar no los habían obligado a restaurar virilidades indeseadas. Al contrario, ambos contaban con afeites, pinzas, coloretes, pestañas falsas y lápices de labios que les permitían sentirse a gusto al tiempo que les servían de muestra viciosa y desdeñable a los carceleros, que son todos…

—Unos hipócritas bien hechos —dijo el Negro España acomodándose un falso lunar en el cachete y tambaleando su costosa peineta.

La señaló con el dedo.

—Es de cuando fui a la Feria de Sevilla.

—Hace años —murmuró la Pérfida Albión, un inglés, supuse, deslavado y con pelo muy corto, cuya única seña de identidad era el retrato de la reina Isabel pegado al pecho.

La manola dijo que al principio quisieron meterlos en celdas separadas con la esperanza de que los “regulares” los madrearan. Sólo que ocurrió lo contrario. Los prisioneros más machos sucumbieron a los encantos de la Negra España y la Pérfida Albión al grito de “pioresnada”, y aunque les dijeron, a la hora de las caricias, “Priscila” o “Encarnación”, eso sólo excitaba más a las parejas, razón por la cual, intervino el inglés, se resignaron a volverlos a juntar, para que sólo se “dañaran” el uno al otro.

Los dos se soltaron riendo a carcajadas, acariciándose sin pudor y cantando, la Pérfida en honor de la Negra, arias de zarzuela madrileña, y la Negra para complacer a la Pérfida, motivos de Gilbert y Sullivan.

—¿Quién nos protege? —cantaron a dúo.

—¡Nos protegemos solos! —firmaron.

El Ventanas, así llamado por su afición a robar liberando ventanas, rio mucho cuando le pedí la razón de su encierro. No tenía dentadura.

—La regalé a la beneficencia pública. Me encanta la filantropía. Yo voy más allá, chamaco. No sólo amo a los hombres. Amo sus posesiones. Para eso no hacen falta dientes.

Se carcajeó entre salivas y toses estruendosas. Tendría unos sesenta años. Parecía de cien y las manos no le temblaban. Movía los dedos sin cesar, con arte de pianista.

Se dio cuenta:

—Me llamaban el Chopín. Yo les contestaba: Chopin-chemadre.

Este era su relato:

—Hay ladrones que no saben salir de la casa en la que roban. Yo siempre fui muy consciente de que el problema no era sólo entrar, sino escapar sin rumor, sin traza, sin olor siquiera. Para eso hay que trabajar solo o con niños de menos de diez años para que se cuelen entre las rejas y te abran las ventanas.

Soltó una risotada desencajada como la música imposible de un piano sin teclas o sólo con marfiles negros, tal era la profundidad de su garganta, ahondada por la falta de dientes.

—Siempre trabajé solo, años y años, sin cargar bultos innecesarios, ligero como un pájaro de esos que llaman Féniz y que aunque los quemen, vuelven a nacer. Sólo que a mí nunca me quemaron. ¿Qué se le hace?

Suspiró con aire de borrasca. Era un ratero solitario. Hasta que los achaques de la vejez lo obligaron a contratar a un chico de veinte años para agilizar el negocio.

—Sí, era ágil, joven y pendejo. Sabía entrar. No sabía salir, señor licenciado. No encontraba la salida. Después de una entrada tan limpiecita. Después de un desvalijamiento tan eficaz, el muy bruto se destanteó, perdió la orientación, me llevó de acá para allá y de allá para acá hasta que sonaron las alarmas, se encendieron las luces y los dos quedamos allí, encuerados de espíritu, rodeados de la gendarmería del Pedregal de San Ángel, maldiciendo a la familia Esparza y sus pinches medidas de seguridad.

—¿Y el joven cómplice?

—Lo maté en la julia rumbo a la cárcel.

—¿Cómo?

Levantó las manos y las dejó caer sobre un imaginario cogote.

Consigno estos hechos porque influyeron de manera decisiva sobre mi manera de ver a la sociedad, al país y a su gente.

Lucha Zapata. ¿Era un anuncio o un llamado? ¿Un propósito o un recuerdo? Mein Kampf, ¿Mi lucha o Lucha la mía? Esta noche Lucha Zapata en la Arena México. No había nada luchador, me dije al rescatar a la pretensa aviadora y meterla a un taxi, temblorosa y empequeñecida, acurrucada contra mí en un acto que no era menor. Era una declaración: protégeme.

¿De qué?

De mí misma.

No fueron necesarias palabras para entender lo que ella quería. Su mirar del todo desamparado, su radical ausencia de protección, la entregaba a mis manos. No a mi caridad, porque sobre la compasión sólo se construye lo pasajero y se añade el resentimiento. Acaso la piedad, un poco, la misericordia que ha sido el arma emocional del cristianismo y el escenario de su irresistible melodrama del Calvario. ¿Portaría Lucha Zapata una cruz colgada entre los senos? El impenetrable chamarrón de cuero impedía la certeza y condenaba a la adivinanza. Cuanto llevo dicho debe convencer a sus excelencias mis lectores de que no he abusado, en momento alguno, del sentimentalismo. Más bien, he tratado de ser escueto, directo, reduciéndome de entrada a esta doble tarjeta de presentación: una cabeza cortada y una piel desnuda y desprotegida. Esto, escribió alguien hace mucho, no es grave: la tragedia le es vedada al mundo moderno. Todo se nos vuelve melodrama, soap opera, folletín, película de vaqueros. El éxito del cine de vaqueros (la épica moderna, diría Alfonso Reyes, la saga de los llaneros, ya no del mar) es la directa simplicidad con la que el espectador distingue al Bueno del Malo. Éste viste de negro. Aquél, de blanco. El villano usa bigote. El héroe se rasura. El bueno se lava los dientes. El malo escupe mal aliento. El héroe mira de frente. El malo, de lado.

Las lecturas que de jóvenes hicimos Jericó y yo de los clásicos griegos nos imprimieron una cierta idea de la tragedia como conflicto de valores, no como oposición de virtudes. Tanto Antígona como Creón tienen razón. Ella, la de la familia. Él, la de la sociedad. La ley de la familia exige enterrar a los muertos. La ley del estado lo prohíbe.

—Entonces, comentaba Jericó, no es tan justo como dices el equilibrio trágico.

Lo interrogué.

—Porque la ley de la familia va a sobrevivir en tanto que la ley de la ciudad es pasajera, revocable, ¿no?

Recordaba todo esto dentro de un taxi medio desconchinflado que nos conducía a la mujer “rescatada” y a mí a un destino que yo desconocía.

—¿A dónde, jefe?

¿A dónde? Me bastaba mirar fuera del coche al vasto desierto del Anillo Periférico, una prefiguración del entierro que nos espera si no optamos, primero, por convertirnos en ceniza. Inmolados al cabo, morimos en el circuito de cemento que refleja y celebra una nueva ciudad que se ha despojado de su piel antigua, su sensualidad lacustre, su ígnea sacralidad, desplazada primero por otra belleza, barroca, nombre de la perla más apreciada, la joya deforme de la ostra nonata que la Ciudad de México ostenta en su segunda fundación de tezontle, mármol, ángeles sonrientes y demonios aún más joviales como para compensar las lágrimas de sangre (no es bolero) de sus Cristos torturados en las capillas aledañas para que el altar lo ocupen las lágrimas que son perlas de su mamá la Virgen que flota sobre los cuernos del toro ibérico, nuestro animal sagrado. Sagrado y por ello, por necesidad, por silogismo, sacrificable. Sepulturas pacientes y aguas desterradas abriéndose en avenidas de pirul y sauce, ascendiendo en montes de pino y nieve, autoproclamándose región la más transparente. Hasta desembarcar aquí, en el Periférico, salchicha inmunda de cemento fúnebre, cadalso y sepultura de dos millones de taxis desvencijados, camiones materialistas, volkswagens de baratillo, injuriosos alfarromeos perdiéndose a lo largo del gran túnel urbano, autobuses invisibles bajo el racimo de pasajeros moscas, estoicos y desesperados a la vez, colgados como pueden de las axilas del transporte.

¿Cómo se engalanaba tanta desnuda fealdad? Con anuncios. El anuncio comercial era el único adorno del Periférico. Un mundo de satisfactores, si no a la mano, sí a la vista del consumidor. Una sucesión de imágenes del deseo, porque ninguna de ellas correspondía ni a la realidad física, ni a la posibilidad económica, ni siquiera al maquillaje síquico de los capitalinos. El Periférico por donde esta noche yo circulaba en un taxi con una mujer indefensa y, creo, valiente, abrazada a mi pecho, mirando de reojo una sucesión de mujeres invariablemente rubias aunque buenas para todo: anuncian cervezas, autos, ropa interior, trajes de baño, condominios en la costa, películas, aparatos audiovisuales. Los anuncios. En espera de la catástrofe insólita pero fatal: un día, una avioneta se estrelló contra un transporte lleno de caballos pura sangre. Nadie recuerda a los pilotos. Sólo en los anuncios de vacaciones en el mar y venta de lejanas zonas residenciales aparecía la familia mexicana, un conjunto feliz de padre en mangas de camisa, modesta y pulcra mujercita y pareja de niños —macho y hembra— chapeteados, sonrientes y felices de haber encontrado el paraíso en Ciudad Satélite, una prisión guardiana de la que nunca, ni en el comercial ni en la vida, saldrían…

¿A dónde iría yo con mi solitaria acompañante? ¿Al alto apartamento de Praga? ¿No tenía ella su propio domicilio?

Le pregunté.

Se acurrucó más y más dentro de mi pecho, sin hablar.

Olía a cuero. A alcohol. A hierba quemada.

Le levanté los goggles y todo se concentró, el taxi que nos conducía, el veloz sepulcro de cemento, las sonrisas fijas, sucesivas, de mis conciudadanos felices porque tenían casa rifada en la colonia Lindavista, vacaciones en playas sin luz ni agua, cereales sonoros en el desayuno, ropa interior que aseguraba el éxtasis sexual, ¿dónde, dónde?, en el colchón, los colchones que hicieron la fortuna de la familia Esparza y construyeron tremenda residencia en el Pedregal, la pétrea y vidriosa mansión de los colchones… Yo era el colchón humano en este instante de voces enemigas, ofensas oculares, distracciones comerciales y realidades cementadas, de la mujer que en el cruce donde por fin salimos del Periférico me murmuró al oído su nombre:

—Lucha Zapata.

Me miró con unos ojos tan transparentes y tan turbios al mismo tiempo, tan despojados de edad, declarándose tan jóvenes como yo los quisiera, tan antiguos como yo los desease, que la fragilidad del cuerpo abrazado al mío se convirtió, por arte de un encariñamiento súbito, en mi propio cuerpo de hombre joven y (relativamente) vigoroso de veinticuatro años de edad. Quiero indicar que, cualesquiera que fuesen las fragilidades de ella y las fuerzas mías, en ese instante dentro del taxi ella se me metió en la piel por el sortilegio de la mirada y yo me metí en la suya, lo confieso, por la poco mágica tentación de tocarle los senos y encontrar allí una promesa responsiva inmediata, como si esos pezones que acaricié aquella noche en la penumbra de un pinche taxi destartalado me hubieran estado esperando mucho tiempo y fuesen, desde ahora, sólo míos por más que muchas otras manos los hubiesen acariciado antes.

¿Cómo podía conocer el pasado de Lucha Zapata? ¿Debía intentarlo? ¿Me estaba prohibido? ¿No lo reclamaba ella: conoce mi pasado? O me afirmaba ella, en su extrema desprotección, en su piadoso abandono de perrita callejera, cuídame, tú, como te llames, estoy exhausta, llévame donde quieras, sálvame hoy y te prometo salvarte mañana.

Como a una muñeca de trapo, la cargué escaleras arriba. Su cabeza enfundada en el casquete de aviador reposaba contra mi pecho. Su brazo de ave desfallecida se colgaba con inercia a mi cuello. Su torso enchamarrado olía a humedad. Sus piernas laceradas colgaban de mis brazos. Los zapatos se le cayeron. No hice nada por recogerlos. Me urgía llevarla hasta arriba, recostarla, cuidarla, protegerla.

Los zapatos seguirán allí mañana. Era domingo.

Miguel Aparecido me miró de arriba a abajo, disimulando una sonrisa que no llegaba a ser de desprecio pero tampoco lo era de indiferencia. Yo le contesté con mi propia mirada, que quería ser más atrevida que la de él, entre otras cosas porque yo saldría de la cárcel de San Juan de Aragón y me perdería en el tumulto de la ciudad y de mis ocupaciones, en tanto que él —Miguel Aparecido— permanecería aquí con sus extraños ojos azul-negro punteados de lunares amarillos para encuadrar una mirada de violencia templada por la melancolía, como si su vida anterior a la cárcel fuera tan turbulenta que ahora sólo podía compensarla con una suerte de tristeza que, sin embargo, rehuía la compasión. Las cejas muy pobladas se le unían en un ceño que hubiese sido diabólico si los ojos no le prestaran un rayo de luz. La claridad que adiviné en él tenía que ver con la manera como se mantenía de pie, recto, sin asomo de observación o, lo que es peor, de desafío como disfraz del rencor. No había en este hombre señas externas ni de abatimiento ni de impaciencia. Sólo un estar de pie sereno aunque ofensivamente echado p’alante. Todo ello enmarcado por su rostro viril, de mandíbula cuadrada, rasurado de manera demasiado meticulosa —no estoy preso, proclamaba— y con una piel oliva claro, propia, diría mi olvidable gobernanta María Egipciaca, de “una persona decente”. Era, sin embargo, un criminal comprobado. Las apariencias, añadiría mi maestro Sanginés, engañan. Sobre todo si, como Miguel Aparecido, el parecido era al actor Gael García Bernal y al cantante Erwin Schrott.

La nariz de Miguel Aparecido parecía olerme cuando fui admitido en su celda. Quiero creer que una nariz tan recta y delgada y por ello tan inmóvil tenía que demostrar algún movimiento alerta, impaciente, desafiante, todo lo que el perfil cuasi romano del prisionero, semejante a las estatuas del manual de historia, no delataba no sé si como defensa volitiva o como simple estar en su propia naturaleza. Jugué, al conocerle, con la semblanza romana del preso, acentuada por la mueca apenas disimulada de unos labios voluntariosos que querían, me pareció entonces, culminar la distinción cuasi-imperial de una cabeza entrecana, peinada hacia adelante pero rizada hacia atrás.

El profesor Sanginés me había advertido: Miguel Aparecido es un hombre fuerte. No lo subestimes.

Lo supe cuando me dio la mano al estilo romano, tomándome con fuerza el antebrazo y mostrándome un poder desnudo, que corría de la mano al hombro del cual colgaba una especie de toga roja que me empujaba a imaginar que este hombre era un loco encerrado en la prisión desde hacía muchísimo tiempo. En su manicomio personal era acaso el emperador Augusto. Me faltaba saber si en nuestro manicomio nacional se comportaría como César o como Calígula.

—Veinte años —me advirtió Sanginés.

—¿Por qué motivo, maestro?

—Asesinato.

—¿Es de por vida?

—En principio sí. Pero Miguel Aparecido ha sido liberado en dos ocasiones; por buena conducta la primera, por amnistía la segunda. En ambos casos se rehusó a dejar la cárcel.

—¿Por qué? ¿Cómo le hizo?

—La primera vez organizó un motín. La segunda, por voluntad propia.

—Insisto. ¿Por qué?

—Por eso es interesante el individuo. Pregúntale.

Pregúntale. Como si fuese tan fácil oponer mi pequeña humanidad de estudiante de leyes, pequeño fornicador de burdel, pequeño compañero de muchachos quizás más pequeños que yo, pequeño discípulo de frailes acaso perversos, pequeño arrimado a una casa de misterio ajeno, pequeño esclavo de una gobernanta tiránica, este pequeño “yo” se enfrentaba a toda la fuerza concentrada, férrea, impenetrable (cuerpo intocable, mirada de serenidad tan salvaje que me obligaba a bajar la mía y esquivar el tacto) del hombre encarcelado que ahora me decía:

—¿Cómo sabes quién es culpable?

No supe contestar. Me miró sin compasión ni sorna. Era impenetrable.

—¿Te lo dicen los códigos?

—Vivimos bajo la ley escrita —contesté con mi pedantería turbada.

—Y morimos por la ley de la costumbre —añadió, sin dejar de observarme, el prisionero.

—Algo es cierto, y es que lo jodido es que te meten aquí y te separan del mundo. Entonces tienes que inventarte un mundo, y el mundo requiere lazos con los demás —continuó.

—Eso es lo jodido —sonrió por primera vez.

Me estaba dando una pequeña clase. Me invitó a tomar asiento a su lado en el catre. Temí perder la impresión de su terrible mirada. Lo atisbé de ladito. Creo que él sabía por qué me envió aquí Sanginés. Algo le debía al profesor. No quería defraudarlo. No quería que me fuera con las manos tan vacías como mi pobre cabeza hueca, ya de entrada despreciada por el criminal.

—Te tienes que inventar nuevos lazos. Esa es una joda —repitió sin mirarme.

—¿Alguien te protege? —me atreví a tutearlo aprovechando que no nos mirábamos a los ojos.

Me contestó para mi sorpresa:

—Lo primero que aprendes aquí es a protegerte solo. Hay gente en la cárcel que no sabría qué hacer fuera de aquí.

Le dije que no entendía. Si el encarcelado no sabía qué hacer fuera de la prisión, ¿por qué seguía él aquí, dado que sin duda él sí sabía qué hacer afuera?

Sonrió.

—Son gente quejosa, estúpida, sin rumbo.

—¿Quiénes?

—Entiende —murmuró con severidad.

—Tus compañeros de cárcel —insistí en ganar el terreno de la audacia—. Los demás.

Volteó a mirarme y sus ojos me dijeron que él no tenía amigos aquí, compañeros no. ¿Entonces? Su arrogancia no le permitió llegar al elogio de sí mismo. Que era diferente, me parecía obvio. Que era superior, quizás era su secreto. Fue abierto conmigo, franco. Estoy seguro de que su relación con Sanginés abarcaba un tratado imprescriptible: si te envío a alguien, Miguel Aparecido, cuenta, habla, no lo dejes en ayunas. Recuerda. Algo me debes.

¿Por qué repetía el crimen a fin de quedarse en la cárcel? ¿Por qué rehusaba la amnistía?

No me contestó directamente. Con una paráfrasis que me revelaba las entretelas de su vasta conspiración para seguir encarcelado, a pesar de amistades y buenas conductas, sin permitirme entender el fondo del asunto: ¿Por qué quería Miguel Aparecido seguir encarcelado? ¿Hasta cuándo? ¿Había alguna razón que le prohibiese desear la libertad?

Dijo que la primera vez que te encarcelan (no dijo, note el distraído lector, “que me encarcelan”) te estalla el coraje en el pecho. Te ciega el afán de vengarte de quien te metió aquí (¿quién lo metió, no fue la justicia, fue alguien?). Luego la furia cede al asombro de encontrarte aquí, de saberte aquí sabiéndote (¿o creyéndote, mintiéndote?) inocente. Es el momento, me explicó, en que te rindes o te creces. Aprendes a crearte una costra, a cubrir la llaga abierta con una costra mental o física. Si no, te lleva el carajo, la derrota, rodeado como estás, ¿sabes?, del gran gemido de la cárcel —me miró directamente, con una visión infernal del deseo entre ceja y ceja—, los gemidos de los puñeteros, los gritos de los despiadados, el silencio de los torturados. Y el enervante rumor de la ciudad, allá afuera.

—Había un periodista aquí. Tipo muy cabrón, muy rebelde. Los amenazaba: “Al salir de aquí voy a denunciarlos, bola de cabrones. Van a ver. Apenas salga”. Le rompieron las manos. “A ver ahora qué escribes, pendejo”. No se les ocurrió pensar que al salir el tipo iba a dictar con las manos rotas. Los carceleros están encarcelados, ¿sabes? No se les ocurre que haya vida fuera de estas paredes. Creen de verdad que el mundo se acaba aquí. Y así es. No leen lo que puede escribir un excarcelado. No les importa. Ellos siguen con su rutina. El director de la cárcel quizás lea o reciba quejas. Te apuesto, ¿Josué te llamas? (Josué me llamo), que si no las archiva, incluso cuando acusa recibo, no hace nada, lo que se llama nada, ¿me entiendes, cabrón? Nada.

Lanzó una carcajada inesperada, como si se librase de un compromiso consigo mismo de no expresar emociones extremas. Si no una estatua era un estoico, pensé entonces, cuando aún desconocía el misterio de los crímenes de Miguel Aparecido.

Opinó que, como joven abogado, yo debía entender la ley de la justicia: todos se venden, todos son comprables. Corre al torturador, corre al ratero. Por limpio que llegue, el siguiente también robará, también torturará.

—Recuérdale eso al profe, a ver qué te dice.

Respiró hondo, como si concluyera. No hubo tal. Tomó aire para continuar. Le pagaba, me convencí, una deuda al profesor. Tardaría en saber qué había hecho Sanginés por este hombre preso, extraño en su serenidad, vigoroso en su determinación de seguir aquí, de no obtener la libertad. ¿Por qué?

—Un tipo aquí fue torturado y el muy bruto amenazó con delatar al torturador cuando saliera de la cárcel.

Pausó para que lo mirara y acaso (me iba apercibiendo) para que lo admirara. Parecía olvidar que yo ya sabía lo que me contaba. (¿Qué le hace la cárcel a la memoria?)

—El torturador nomás le dijo: No vas a salir nunca, pendejo.

Me miró con esos ojos que digo, azul-negro con destellos de plumaje canario apresado en una jaula líquida.

—No salió nunca.

Salí yo y no sé si escuché de verdad, o si lo imaginé a lo largo del corredor eterno que me alejaba de Miguel Aparecido, el coro atroz de maldiciones, anatemas y fulminaciones que descendían desde el cielo vedado de San Juan de Aragón y descendían a la alberca de los niños malditos. Sentí en mis huesos algo que no deseaba: la furia del fracaso, el resentimiento como una enfermedad, el coraje como una probable salvación y las palabras finales que me dirigió Miguel Aparecido.

—¿Cómo sabes quién es culpable? Sobre todo, ¿cómo sabes si tú eres inocente?

Dejé en suspenso la cuestión. ¿Había interpretado Miguel Aparecido una comedia en beneficio de un solo espectador: yo mismo? Si así fue, ¿lo hizo en complicidad con Antonio Sanginés? ¿Qué unía al preso y al profe más allá de la relación condenado-defensor? ¿Era mi visita a los separos de la cárcel sólo parte de mi curso de práctica forense, adoquinado por el profesor con un ejemplo dramático, casi operístico, de criminalidad perversa? Porque, al fin y al cabo, ¿qué cosa mantiene encarcelado a Miguel Aparecido? ¿Sólo su voluntad de permanecer preso? ¿O una manipulación secreta, parte de una red de intereses que no me atrevía a imaginar porque carecía de datos y de experiencia?

Yo no podía permitir que estas circunstancias me apartasen de una obligación inmediata, que era atender a la mujer que tan accidentalmente había caído en mis brazos en el aeropuerto.

La atendí lo mejor que pude. Era una muñeca sin voluntad, dependiente de mí. El incidente del campo aéreo la había aniquilado como si en la decisión de secuestrar una avioneta disputándole la pista al jet de Air France hubiese dejado esa porción de voluntad que todos vamos acumulando para dispensarla en cuotas más acá de la muerte. Lucha Zapata estaba exhausta porque en la pista aérea había dejado cuanto ánimo guardaba en su espíritu hasta ese momento. Ahora me correspondía a mí, por un simple pasar, desvestirla, bañarla, recostarla en la cama de Jericó, ofrecerle una comida que apenas probó y vomitó antes de que el alimento llegase al estómago. ¿Cómo describirla?

Era un ave. Un pájaro herido que llegó por casualidad a anidar en mi altillo. ¿Qué pájaro? Vivimos en un país de aves. Doscientas sesenta especies sólo en las lagunas yucatecas de Río Lagartos. Casi setecientas especies embalsamadas en el museo de Saltillo. Son parte de las grandes costas tropicales del país y ascienden como águilas a las cumbres más altas. Sobreviven, quién sabe cómo, al mortal humo de la ciudad. O sea, yo tenía de dónde escoger para adjudicarle una semejanza a Lucha Zapata. Era como un flamenco rosa (tirando a rojo) de una aldea pesquera de Yucatán, un ave recogida en sí misma, en su silencio sagrado y casi sepulcral. Hay que evitar el ruido: un motor, por ejemplo, es una catástrofe sonora que obliga al pájaro a volar. Para verlo se requiere el silencio. Y si me quedé con una sola ave, fue a pesar de la apariencia física de la mujer que yacía en la cama de Jericó.

Lucha Zapata era un flamenco. Que es un ave, dice el diccionario, de “pico, cuello y patas muy largas, plumaje blanco en cuello, pecho y abdomen, y rojo intenso en cabeza, cola, pies, dorso y pico”. Pero esta mujer era pequeña, recogida sobre sí misma, recostada en postura fetal en la cama y sus brazos estaban llagados, picoteados como si otras aves, rapaces, la hubieran agredido sin tregua durante toda la vida. Había, a pesar de todo, algo vibrante en ese cuerpecillo que yo vi en extrema acción, batallando contra la policía después de un audaz y frustrado intento de vuelo. ¿Sabía siquiera pilotear un avión? ¿Sólo había logrado subirse al aparato y conducirlo por la pista como un automóvil? ¿No llegó a sacarlo del hangar?

Yo no me atreví a preguntarle nada porque entre los dos se interponía una barrera invisible que no era maldita en ningún sentido. Era una frontera bendita en la que, de forma implícita, yo le ofrecía protección y ella la agradecía. Su desnudez era patética y al mismo tiempo, natural y piadosa. Quiero decir: Lucha Zapata no tenía pudor en mostrarse desnuda porque no tenía pecado que hacerse perdonar. Yacía en la cama de Jericó como un ser recién nacido, necesitado de cuidado y cariño, en todo ajena a la lascivia que no me ofrecía ni esperaba de mí como yo tampoco de ella.

¿Por qué la comparo con un flamenco? Ella no era color de rosa. No tenía extremidades largas. Sus tintes eran, eso sí, rojizos, pues tanto la cabellera como el pubis brillaban como plumaje de ave. Y si el cuerpo es nuestro plumaje carnal, el de ella era tan pálido como un amanecer temprano y tan herido como una noche precipitada. La piel pálida de Lucha Zapata estaba picoteada de arriba a abajo. Heridas rojas lucían en sus brazos y en sus piernas, sobre todo en las muñecas y en los tobillos.

Abrió los ojos y me miró mirándola.

Supe y me dijo sin palabras que sus heridas no se las debía a nadie, sino a ella misma.

¿Por qué, a pesar de todo, la comparo con lo que no era: un flamenco perdido en una lejana laguna maya? Por el susto que había en ella. No un miedo común y corriente sino una vocación de soledad que se ausenta del contacto, incluso visual, de la mirada ajena demasiadas veces culpable de curiosidad insana y prejuicio ofensivo.

Lucha Zapata me miró y no vio el mal en mi mirada.

Sólo alargó la mano para tomar la mía y me dijo vísteme, Saviour, cárgame y llévame de vuelta a mi casa. Allí tengo mis cosas. Mis medicinas. Apúrate. Me urge.

¿Qué iba yo a hacer, piadosos lectores, sino cumplir los deseos de esta mujer desamparada que a partir de ahora —me lo decían la cabeza y el corazón, mi respiración misma, el involuntario jadeo con que recogí el cuerpo vencido y en brazos, envuelto en un sarape— sería mi encargo? La bajé a la calle de Praga, detuve un taxi y le repetí la dirección que ella me acababa de dar con un suspiro: “Cerrada de Chimalpopoca al lado del Metro en la colonia de los Doctores”.

Me acostumbré a tener dos direcciones. Una en la calle de Praga, donde, mensual y puntual, recibía el cheque que me permitía vivir sin averiguar quién me lo mandaba ni inquirir en el banco por un nombre que sin duda no quería ser conocido ni el banco hubiese delatado. Otra, en la Cerrada de Chimalpopoca: la casita modesta y desnuda de mi amiga Lucha Zapata. Un zaguán antiguo, un patio con flores muertas, al fondo un retiro desamueblado con petates en el suelo, una mesa de comer japonesa, uno que otro almohadón y un tubo con media docena de faldas y pantalones colgando. Detrás del clóset improvisado, una salita de baño que ostentaba tina y regadera. Una variedad de productos farmacéuticos. Conocía algunos nombres, ignoraba la mayoría. Las toallas eran muy viejas.

—Quédate. No me abandones.

¿Cómo iba a abandonarla, yo que anhelaba hacerme cargo de alguien como no pude encargarme ni de parientes desconocidos (que se hicieron cargo humillante, dadivoso y vergonzoso, para mí, de mí), ni de ocasionales aunque respetados maestros (Filopáter, Sanginés), ni de amigos transitorios (Errol Esparza) ni de curanderas a la vez generosas y esquivas (Elvira Ríos) y mucho menos de carceleras tan odiosas como María Egipciaca? ¿Qué me quedaba? La amistad de Jericó, esa sí firme y constante desde los días de la escuela secundaria. Pero Jericó estaba ausente.

Y ahora esta frágil mujer, un día inerte en la cama, al siguiente vibrante como un cable de electricidad suelto.

El primer tiempo en la casita de la colonia de los Doctores (símbolo de una ciudad perdida, generosa y ordenada en nombre de la ciencia médica, con construcciones de un solo piso y fachadas discretas, y una que otra residencia gris, de piedra) Lucha Zapata lo vivió conmigo recuperando fuerzas. Yo temía que al recobrar su vigor emprendiese aventuras para las cuales no me sentía habilitado, como la batalla del aeropuerto. Por el momento, delicada y dulce, formando a veces movimientos agrestes, recostada sobre el petate con una almohada azul bajo la cabeza, Lucha Zapata me decía, rememorando nuestro encuentro, que si iba al aeropuerto a exponerse era porque la aviación nos enseña a ser fatales y eso es lo que me da razón de existir a pesar de la fatalidad que nos rodea.

Yo conversaba con ella compartiendo la bombilla de yerba mate que Lucha siempre tenía en la mano y elucubrando, a partir de las entradas o pies que ella constantemente me daba, ideas sobre lo fatal contrastado con lo voluntario, lo libre y lo virtuoso, una distinción que a ella le hacía mucha gracia, pidiéndome que le explicara: Lo que yo quiero puede ser bueno o malo, le decía yo, pero expresa mi voluntad. ¿Por eso, bueno o malo, lo que hago es libre? ¿Cómo hago para que mi libertad sea, además de libre, virtuosa? ¿La libertad para el mal? ¿O el mal, por serlo, no es libre?

—No te hagas bolas —reía Lucha—. Hagas lo que hagas, las cosas van a suceder, con o sin ti.

—¿Entonces?

—No te hagas bolas. Deja que la vida ocurra, Saviour.

Así me hablaba, con cariño y una dosis simplificadora que no alcanzaba a demoler mis construcciones teóricas, sino que las cimentaba aún más. Quiero decir, lector, que el “sentido común” de Lucha le era necesario a mi “sentido teórico” y ambos se reunían, acaso, en un “sentido estético” que no era otra cosa más que el arte de vivir: cómo se vive, por qué y para qué se vive. Grandes preguntas. Pequeñas realidades. Ella, con cierto misterio, encaraba mis abstracciones y yo, con menos sombras, los misterios de ella.

Porque no me cabía duda de que en Lucha Zapata había un misterio que ella no guardaba con celo. No lo guardaba: lo cancelaba. No era posible penetrar, en la conversación con Lucha, el velo de un pasado que acaso se mostraba en las cicatrices de su cuerpo placentero y sufrido, pero jamás en la reminiscencia. Lucha no se refería a su pasado. Y yo me preguntaba si ésta no era la más elocuente manera de develarlo. Quiero decir: por todo lo que ella no decía, yo podía imaginar lo que quisiera y crearle a Lucha Zapata una biografía para mi propio uso. Una tontería que, en vista del silencioso cortinaje de la desnudez de la mujer, la revelaba a mi entero placer.

Creo que ella adivinaba mis estrategias porque de tarde en tarde, viéndome ensimismado, me decía:

—Con las mujeres nunca se sabe.

Nunca se sabe… Yo era joven y entendía que la juventud consiste en elegir entre lo inmediato o diferirlo a favor del futuro. Esta reflexión no tenía sentido para Lucha por la sencilla razón de que al borrar de su vida el pasado eliminaba también el futuro y se instalaba, como sobre su petate, en un presente eterno. Supe que así vivía ahora: dejándose llevar por el minutero de la vida, todo ocurrido en el momento actual, aunque con referencias al pasado inmediato (el incidente del campo aéreo, la relación conmigo, tan importante que me dio el inmerecido y un tanto absurdo apelativo de “Saviour”, “Salvador”) y tímidas incursiones en el futuro (“¿Qué quieres de comer, mi Saviour?”).

Me gustaba, acostados en el petate al amanecer, hacerle preguntas medio capciosas, a ver si la hacía caer en el recuerdo o en la previsión. ¿Qué otros aeropuertos has asaltado, Lucha? ¿Toluca, Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes? El aeropuerto del sol, Saviour, me respondía. ¿Nunca tuviste un empleo, Lucha? Soy una desocupada. No me hace falta trabajar. ¿No te sientes pues como excluida de la sociedad? Yo puedo invadir a la sociedad antes de que la sociedad me invada a mí. ¿Tienes un conflicto interno, Lucha? Yo estoy peleada con el mundo. ¿Qué le recriminas a la sociedad? No quiero ser deudor perpetuo. Eso eres en la sociedad. Deudor eterno.

Mi cariño hacia Lucha Zapata, que a estas alturas debe resultarle evidente al lector menos advertido, no me cegaba. La mujer hacía todo lo que a mí no me gustaba. Era, digámoslo así, una polidroga. Tabaco, heroína, cocaína, alcohol. Cuando la conocí tenía almacenados escondites de cada cosa, de tal suerte que no era necesario salir a comprar nada. ¿Cómo se había hecho de ese tesoro? El pacto nugatorio del pasado me impedía preguntar lo que ella no me iba a decir. En cambio, llegué a apreciar profundamente su simplicidad doméstica, su desamparo físico y el misterio de su complejidad espiritual.

Así pasaron dos años…