Introducción

Viajar a Egipto es uno de los más hermosos sueños que podamos tener. Desde la Antigüedad, este viaje era considerado una peregrinación a las fuentes de la sabiduría. Quien tiene la suerte de permanecer, aunque sea por breve tiempo, en ésa tierra amada por los dioses vive una experiencia inolvidable.

El Egipto de los faraones no es un país, sino un universo. Durante más de tres milenios se desarrolló allí una civilización de increíble riqueza cuyos testimonios artísticos, que nada han perdido de su fuerza o de su magia, podemos contemplar hoy. Sin duda ésa es una de las razones por las que el mundo entero acude a admirar las pirámides, Karnak, el Valle de los Reyes o Abu Simbel. Este pequeño libro no tiene otro objetivo que hablar de amor. Amor a un país que frecuento con admiración y pasión desde hace cuarenta años. Amor por una civilización que creó tanta belleza. Amor por esos monumentos, luminosos y misteriosos a la vez, que, de la más humilde estela a la más alta de las pirámides, nos invitan a emprender un recorrido espiritual donde el universo, la naturaleza y el hombre viven en una armonía celestial y terrena al mismo tiempo.

Bosquejo histórico

Unos seres divinos, los Servidores de Horus, civilizaron la tierra de Egipto. Les sucedió el primer faraón, Menes, cuyo nombre significa «el Estable». Convertido en rey del Alto y el Bajo Egipto, de un país unificado por lo tanto, fue la piedra de fundación de un largo linaje de faraones divididos en treinta dinastías.

Vienen a continuación tres «imperios» separados por «períodos intermedios». Los «imperios» corresponden a tiempos fuertes de la historia egipcia, aquellos durante los cuales el poder faraónico se halla en la cima de su poder e influencia. Durante los «períodos intermedios», por el contrario, el país vive divisiones internas o sufre invasiones.

El Imperio Antiguo (hacia 2640 a 2134 a. J. C.)[1] comprende las III, IV, V y VI dinastías. La III dinastía es la de Zoser y su maestro de obras Imhotep, que inventaron la arquitectura en piedra. La IV dinastía vio los reinados de Keops, Kefrén y Micerinos, que hicieron edificar las tres célebres pirámides de la llanura de Gizeh. La V dinastía es la de los «Hijos del Sol», que construyeron templos a su gloria. La VI dinastía está marcada por el reinado más largo de la historia, el de Pepi II, que subió al trono muy joven y murió centenario.

Luego se produjo un declive cuyas causas son aún misteriosas, el Primer Período Intermedio. Con el Imperio Medio (hacia 2040-1650) renace una edad de oro que ve el advenimiento de Tebas, en el Sur. Los Mentuhotep, Sesostris y Amenemhat fueron notables faraones que dieron a Egipto una nueva prosperidad.

Nueva crisis con el Segundo Periodo Intermedio: unos pueblos extranjeros, los hicsos, invaden Egipto e instalan su capital en Avaris, en el Delta.

En Tebas nace el movimiento de liberación. Los hicsos son expulsados y nace el Imperio Nuevo (XVIII, XIX y XX dinastías, hacia 1570 a 1070). La XVIII dinastía comprende varios nombres prestigiosos: la reina faraón Hatsepsut, Tutmosis III, Amenhotep III, Akenatón, Tutankamón, Horemheb. Egipto está de nuevo unificado, la economía es próspera, la sociedad refinada. Tebas, la fastuosa, ve el desarrollo de Karnak.

Pero el peligro hitita se perfila en el horizonte. Serán necesarias las vigorosas intervenciones de Seti I y de su hijo, Ramsés II (1279-1212), para salvaguardar la paz. Gran constructor, Ramsés II logra firmar un tratado de no beligerancia con el adversario y consigue que reine la paz en Oriente Próximo.

La XX dinastía ve el reinado de un gran faraón, Ramsés III (1186-1154), que rechaza los intentos de invasión de los «Pueblos del Mar» y de los libios.

Con la Época Baja, que comienza en 672 a. J. C, se inicia un lento declive. Suben al trono de Egipto nubios y libios, algunos griegos se instalan en el Delta. La XXVI dinastía, llamada «saíta» (672-525), recupera los valores espirituales y artísticos del Imperio Antiguo, aunque se trata sólo de un respiro antes de la primera ocupación persa, de Cambises a Darío II.

Egipto es liberado en 405 y conocerá tres dinastías indígenas más. La XXX y última emprende un vasto programa arquitectónico antes de la segunda ocupación persa, en 343, que se vio acompañada de una oleada de destrucción.

En 333, Alejandro Magno vence a los persas y se apodera de Egipto. Funda Alejandría, donde se instalan sus sucesores, los Ptolomeos.

El Sur preserva las tradiciones, el Norte se heleniza. Después de la derrota de Cleopatra VII en Actium, 30 a. J. C., Octavio, el futuro Augusto, se convierte en maestro de Egipto, que queda reducido a una provincia duramente explotada del Imperio romano.

Paradójicamente, durante este período los egipcios crean y desarrollan admirables templos, en el Sur, Edfu, Filae, Kom Ombo, Isná. Comprendiendo que el país no recuperará su independencia, los sacerdotes consagran todos sus esfuerzos a transmitir la antigua sabiduría.

El 24 de agosto de 394 d. J. C. se grabó el último texto jeroglífico. El cristianismo triunfa antes de ceder su supremacía al islam impuesto por la invasión árabe del siglo VII d. J. C.

La institución faraónica

Durante toda su existencia el Antiguo Egipto sólo conoció un régimen de gobierno: la monarquía faraónica, un fabuloso ejemplo de estabilidad sin igual que aseguró una notable coherencia a esta civilización a pesar de los sobresaltos de la Historia. Incluso los emperadores griegos y romanos tuvieron que pasar por los ritos ancestrales que «hacían» un faraón, al modo de una obra de arte. Pues Faraón no es sólo un rey, un jefe de Estado, un jefe de guerra, el dueño de la economía y de la diplomacia. Es ante todo el receptáculo de la energía divina y el maestro de obras que construye el templo.

La palabra «faraón» procede del egipcio per-áa, «la gran morada»; Faraón era considerado el Ser inmenso que podía acoger a todos los seres. «Te pareces al dios sol en todo lo que haces, todo lo que tu corazón desea se cumple. Si has formulado un deseo por la noche, se realiza rápidamente cuando nace el día… Tu lengua es una balanza, tus labios son más exactos que la aguja de precisión de la balanza de Thot… No hay tierra que no hayas recorrido, y todo llega a tus oídos… El Verbo está en tu boca, la intuición está en tu corazón, el trono de tu lengua es un templo de la verdad y el dios se sienta en tus labios. Tus palabras se cumplen cada día y los pensamientos de tu corazón se realizan como los del dios Ptah, cuando crea obras de arte.»

La realeza es una función perfecta creada por los dioses. Por eso Faraón debe ser un sabio y un hombre prudente. Dios le ha distinguido entre miles de hombres, y eso le confiere inmensas responsabilidades. Base de la organización social, Faraón se inspira en el ejemplo de sus padres y debe respetar su herencia: «Elevada es la función de Faraón; no cuenta con su hijo ni con su hermano para perpetuar sus monumentos. Un hombre actúa para aquél que le precedió deseando que sus actos sean prolongados por otros que vendrán tras él.»

Dios y los dioses

Desde los orígenes, el pensamiento egipcio afirma la realidad de un principio creador formulado por fuerzas creadoras, las divinidades. «Tres son todos los dioses», reza un texto: Amón, Ra y Ptah. Amón es «el Oculto», aquel cuya forma no puede ser conocida; Ra es la Luz; Ptah, el Verbo y el patrono de los artesanos. Existen, sin embargo, muchos otros modos de evocar la presencia y la acción del universo divino.

¿Puede hablarse de «religión» egipcia? La espiritualidad faraónica no comporta dogma, ni verdad revelada, definitiva e impuesta. No es rígida ni cuenta con un libro sagrado intangible. Dios y los dioses crean a cada instante. A la conciencia del ser, su «corazón», le corresponde abrirse a su realidad, hacer y decir Maat, la rectitud y la armonía.

Existe un solo «sacerdote», más exactamente, un ritualista: el propio Faraón. Lo veremos en todas partes, en los muros de los templos, llevando a cabo los actos rituales, en todos los santuarios al mismo tiempo. Su imagen se animaba mágicamente para encarnarse en el cuerpo de un sustituto, un Servidor de Dios encargado de celebrar el culto en su nombre.

El templo egipcio

El Egipto faraónico era la imagen del cielo. Cada lugar sagrado albergaba una potencia cósmica que sólo podía residir en la Tierra a condición de que gozara en ella de una morada. Esta morada es el templo.

Construido en «hermosa piedra de eternidad» por especialistas que dominaban las leyes de la armonía, cada templo es una palabra de una lengua sagrada que se aprende a leer visitando edificio tras edificio.

Un templo es una central de energía indispensable para asegurar un equilibrio espiritual, social y económico. Cada noche, la potencia divina parece extinguirse; cada mañana hay que resucitarla en el secreto del santuario. Si el mundo queda privado de templos, el sol no se levanta más.

Para fundar un templo, Faraón asume su función de maestro de obras. Concibe el plano, lo formula mediante el Verbo recuperando la perfección del tiempo de Ra, calcula el mejor momento astrológico, excava la trinchera de fundación, modela la primera piedra, ilumina el edificio y lo entrega a su divino dueño.

El templo no está abierto a la multitud. Sólo trabajan en él los ritualistas cuyo papel consiste en mantener el contacto con las potencias creadoras, para que la Tierra siga siendo habitable. El pensamiento abstracto debe traducirse en el rito, el acto primordial.

El templo es el lugar de la ofrenda que asegura la continuidad de la creación. Alrededor del edificio principal están los alojamientos de los sacerdotes, talleres, almacenes, escuelas, carnicerías, bibliotecas, laboratorios.

Detalle esencial: el templo es un ser vivo. Lleva un nombre, le «abren la boca» y velan para que la energía circule por sus piedras.

Cuando los humanos dejan de practicar el rito, los jeroglíficos y las escenas grabadas toman el relevo.

El arte creador de vida

Estatuas, estelas, bajorrelieves y demás obras son elementos esenciales para la civilización egipcia, sin los cuales ninguna vida espiritual sería posible. El arte egipcio está basado en el concepto de akh, término que significa a la vez «luminoso» y «útil».

Al artesano le corresponde llevar a cabo, en la Tierra, lo que las divinidades crean en el Cielo. Por eso la materia, tras haber sido correctamente trabajada, debe ser animada ritual y mágicamente. Se abren los ojos y la boca de una estatua, que así obtiene vida; estelas y sarcófagos están provistos de ojos.

Los secretos de un maestro artesano no eran sólo de orden técnico. Ha sido iniciado en los misterios del templo y de la «Morada del Oro», le han revelado los secretos de las palabras divinas, el modo como los dioses modelan el mundo.

Lo que cuenta para el arte egipcio es la realidad espiritual y simbólica, no la apariencia. Se advierte que los personajes están de perfil, sus ojos de frente; aunque sea teóricamente imposible, el contenido de los objetos se nos revela así; los jardines se levantan en vertical para que puedan detallarse. En resumen, el artesano nos muestra lo que debe ser visto. Pensemos también en las representaciones de divinidades con cabeza de animal que, lejos de ser monstruosas, poseen una extraordinaria belleza que expresa la característica principal de una fuerza creadora.

Del escriba meditando al faraón en majestad, el arte egipcio está marcado por la serenidad. A menudo, los personajes levantan levemente los ojos hacia la luz de la que han salido y hacia la cual se dirigen.

Nuestro itinerario

Cada paraje, cada monumento merecería uno o varios libros. En esta pequeña obra, que no tiene más objetivo que ayudar al viajero a hacer un primer descubrimiento del universo egipcio, me he limitado a señalar algunos puntos de orientación intentando evocar el alma de los parajes más importantes y sus características principales.

Nuestro itinerario va de Norte a Sur, de Tanis a Abu Simbel, pasando por las tres etapas turísticas más frecuentadas, Gizeh y Saqqara, Luxor y Asuán.

No hemos abordado algunos parajes de acceso demasiado difícil o que sólo interesan a los especialistas. Alejandría, la que antaño fuera puerta del país para quienes llegaban por mar, interesa sobre todo a los aficionados al arte helenístico.

Dos destinos exteriores al Valle del Nilo tienen un interés indiscutible para viajeros enamorados del desierto y dotados de buena forma física: el Sinaí y los oasis del desierto del oeste. En el Sinaí se visitará el paraje de Serabit Al-Jadim, lugar sagrado de la diosa Hator, en el corazón de una región minera donde se extraían turquesas. Entre los oasis del desierto líbico, el de Kharga alberga el notable templo de Hibis, con un simbolismo de excepcional riqueza. Se aguarda con impaciencia su restauración (o su traslado) para que por fin sea accesible a los visitantes. Y cerca del oasis de Bahariya, el ya célebre «Valle de las Momias» sin duda reserva todavía muchas sorpresas.

Un solo deseo para los viajeros: que puedan ir varias veces a Egipto y detenerse en el mayor número de parajes. Por lo que se refiere a todos aquéllos que por diversas razones no pueden desplazarse, esperamos que estas pocas páginas les permitan, sin embargo, viajar en espíritu por la Tierra de los Faraones.