Un anochecer en el Nilo

Era a finales de invierno, caía la tarde. Las columnas de Luxor se adornaban con un dulce oro.

De pronto, tuve la sensación de una presencia y me volví hacia el Nilo. Muy bajo en el horizonte, el sol del ocaso se fraccionaba en mil colores, el cielo y el río se confundían. El tiempo se detenía para dejar que se expresara el hechizo de Atum. Muy pronto, el astro del día iba a desaparecer en las tinieblas y a hundirse en un mundo peligroso donde unos demonios atentarían contra su vida. Tendría que luchar para renacer a la mañana siguiente.

Antes del gran combate, la luz se hacía serena. Atum, el Creador, ofrecía a la mirada ese conocimiento del origen, tan alejado de las posibilidades del hombre que la única actitud posible era la veneración.

Eso era el hotep de los egipcios, ese estado de conciencia que es a la vez «puesta de sol», «ofrenda» y «plenitud». En esta última claridad antes de la noche, la civilización faraónica se revelaba. Y comprendí entonces por qué Egipto era la tierra amada de los dioses, por qué el viaje a Egipto es un viaje hacia la eternidad.