Situado a 1,5 km al sudoeste del Valle de los Reyes, el Valle de las Reinas es el paraje más meridional de la necrópolis tebana. El lugar es muy diferente al Valle de los Reyes. Tan duro y secreto es éste, encerrado entre acantilados, como el Valle de las Reinas es abierto y acogedor. Su facilidad de acceso le valió muchos sufrimientos, pues los desvalijadores y asaltantes violaron las tumbas, algunas de las cuales fueron incluso quemadas. En la Baja Época, varias de ellas fueron utilizadas como depósito para sarcófagos y momias.
El nombre egipcio del paraje es ta-seth neferu,[38] «El lugar de la consumación». El término nefer significa, en efecto, «belleza, perfección, consumación», con el matiz de que esta perfección no es inmóvil sino que lleva en sí misma la simiente de una evolución armoniosa, en este caso en los paraísos celestiales.
Se han contabilizado unas noventa sepulturas, si bien muchas están destruidas o se reducen a simples cavidades. Los trabajos de excavación no han concluido y una exploración sistemática podría reservarnos aún sorpresas.
Aquí fueron inhumados, durante el Imperio Nuevo (sobre todo, durante las XIX y XX dinastías), reinas e «hijos reales».
Como los reyes, las reinas conocían los sakhu, las fórmulas que les permitían convertirse en seres de luz en el Bello Occidente. Podían «salir a la luz» y llevar a cabo todas las transformaciones que su corazón-conciencia deseaba.
La tumba de Sat-Re (n.º 38), esposa de Ramsés I y madre de Seti I, recibió una ornamentación cuya temática es similar a la de una tumba real. Por lo que se refiere a la reina Tyti (n.º 52), cuyo cuerpo está pintado de rosa, comulga con las grandes divinidades (Atum, Ptah, Thot…) y maneja los sistros para hacer que nazcan las vibraciones creadoras. Convertida en un Osiris, bajo la protección de Isis, Neftis y de un Anubis blanco, se dirige hacia la montaña de Occidente donde la acoge Hator, en forma de una vaca y, a la vez, de una diosa-árbol. Recordemos que para resucitar, un hombre tenía que convertirse en un Osiris, mientras que una mujer se convertía en un Osiris y una Hator.
Este Valle de las Reinas es milagroso. ¿Cómo explicar de otro modo que en un paraje tantas veces desvalijado se hayan preservado algunas maravillas?
Evoquemos primero las tumbas de los «hijos reales» de Ramsés III, Pra-her-Umenef (n.º 42), Seth-her-khopechef, Rha-em-Uaset (n.º 44) y Amón-her-Khopechef (n.º 55), de colores brillantes de vida. Son jóvenes, se distinguen por su cráneo afeitado y por el mechón de la infancia, a quienes el faraón o la pareja real conducen por los caminos del otro mundo para permitirles afrontar victoriosamente a los guardianes de las puertas y a los temibles genios. Y llega el momento en que el «hijo real», ya lo bastante aguerrido, puede encontrarse a solas con las divinidades y llevar a cabo los rituales de ofrenda. Dignidad de las actitudes, refinamiento de los vestidos y los adornos, intensidad de los actos rituales, todo concurre para convertir estas tumbas, sobre todo la de Amón-her-Khopechef, en obras admirables. A este último, Thot y Ptah le conceden fiestas de regeneración, mientras que Isis le dona la duración de vida de la luz y los años del Creador, Atum. De las manos de ambas diosas, Isis y Neftis, brota el magnetismo vivificante, en forma de líneas onduladas.
¿Y qué decir de la tumba de la reina Nefertari (n.º 66)? Ha sido notablemente restaurada y abierta de nuevo a los visitantes.[39] Algunos, no sin razón, la consideran la tumba más hermosa de la necrópolis tebana.
Nefertari fue la primera Gran Esposa real de Ramsés II; él hizo construir para ella el «pequeño» templo de Abu Simbel. Aquí, en la morada de eternidad de la reina, todo es efectivamente nefer, esto es, hermoso, consumado, perfecto. El alma-pájaro, el ba de Nefertari, está presente. Ella juega al ajedrez con lo invisible y obtiene esa parte decisiva que abre las puertas del más allá y del conocimiento de las divinidades, como Khepri con cabeza de escarabeo, el Devenir, la incesante mutación de la luz.
Nefertari demuestra a Thot que es una mujer de conocimiento presentándole la paleta del escriba, cuyo nombre secreto es «ver y oír». A Ptah, el señor de los artesanos, le ofrece las telas que ella misma ha tejido. Capaz de nombrar a los custodios del más allá y de convertirlos en sus aliados, la reina contempla las siete vacas celestiales y la potencia del toro, puede manejar el remo que no se moja en el agua y no arde en el fuego. Y asimismo lleva a cabo el acto supremo del ritual, la ofrenda de Maat a Osiris.
Cada escena, cada detalle merecen ser examinados. Sí, gracias a Nefertari, la perfección puede ser cosa de este mundo, como un eco del mundo de las divinidades.