22. Tebas-oeste: los colosos de Memnón

En la carretera que conduce hasta las necrópolis de la orilla oeste y a los demás templos, es imposible dejar de ver dos estatuas gigantescas que parecen extraviadas en medio de la campiña.

Dichos colosos son vestigios del gran templo de los millones de años construido para Amenhotep III por su maestro de obras, Amenhotep hijo de Hapu. Los canteros utilizaron un único bloque de gres para cada estatua. El material se extrajo de la cantera de la Montaña roja, 700 km al norte. Por razones mágicas y simbólicas, había que emplear aquel gres sin preocuparse por la distancia y el transporte.

El ka de Amenhotep III está sentado en un trono gigantesco donde figura un acto ritual esencial, la unión de las Dos Tierras: dos dioses Nilo vinculan el lis, símbolo del Alto Egipto, y el papiro, que lo es del Bajo Egipto. Como animadoras de la energía real, la madre y la hija del rey están presentes a uno y otro lado de las estatuas.

En el año 27 a. J. C., un terremoto sacudió la región tebana y dio una inesperada reputación a los colosos. Bajo el impacto del choque, el coloso situado más al norte sufrió importantes daños. Las fracturas hicieron «trabajar» la piedra, creando un curioso fenómeno por el cual el coloso parecía emitir sonidos, una especie de canto al salir el sol.

Alguien pensó entonces en Memnón, el héroe etíope muerto durante la guerra de Troya, y se le atribuyó aquel desgarrador lamento que se oía cada vez que nada el día. Su nombre, en efecto, se aproximaba al egipcio menu, «el monumento», un término que servía para designar a los colosos. Su madre, la aurora de rosados dedos, respondía a la llamada creando el rocío que devolvía la vida a su hijo. ¿Acaso el ka, presente en los colosos, no revivía también cada mañana al pronunciar las palabras rituales: «Despierta en paz»?

El milagro se hizo célebre en el mundo antiguo, en 130 a. J. C., cuando el emperador Adriano, un apasionado del orientalismo, acudió a escuchar en varias ocasiones el extraño concierto de la piedra. Y fue otro romano, Septimio Severo quien en 199 d. J. C., cometió lo irreparable… ¡restauró los colosos! Su intención fue buena; el resultado, sin embargo, deplorable: el canto cesó.

En Egipto, lo extraordinario es siempre posible. En un paraje tan devastado, ¿cómo esperar descubrimientos? Algunas excavaciones recientes han demostrado que no había por qué desesperarse. En primer lugar, pudo establecerse el plano del edificio cuyo tamaño superaba al del Ramesseum; luego aparecieron algunos vestigios, entre ellos una sorprendente esfinge con cola de cocodrilo; finalmente, se encontraron dos colosos más, tendidos en el suelo, por detrás de los «de Memnón». Precedían sin duda al segundo pilono y representaban también al faraón. Podemos esperar que muy pronto quedarán desenterrados y serán erigidos de nuevo, es decir, resucitados. Y pensamos en esa conmovedora estela, que sobrevivió a la destrucción, para evocar la consagración del inmenso santuario de Amenhotep III.