5. Menfis la desaparecida y la serenidad de Ramsés

A menos de 30 kilómetros del centro de El Cairo, un palmeral donde subsisten una esfinge de alabastro que no vela ya por templo alguno, una estela de la época del faraón Apries (XXVI dinastía), unos bloques ramésidas y un pesado edificio donde se encuentra un coloso tumbado de espaldas: ésos son los vestigios más visibles de la primera capital del Egipto unificado, la gloriosa Menfis fundada por Menes, 3.000 años a. J. C., por lo menos.

El nombre de Menfis procede de Men-nefer, «la perfección es estable», nombre de la pirámide del faraón Pepi I. La ciudad era llamada también «el muro blanco», en recuerdo del primer recinto, «la balanza de las Dos Tierras», «la vida de las Dos Tierras», pues era el punto de equilibrio y de unión entre el Bajo y el Alto Egipto.

A lo largo de toda la historia faraónica, e incluso cuando Tebas fue una rica y brillante capital, Menfis siguió siendo el centro económico del país. La ciudad albergaba varios santuarios, entre ellos Hut-ka-Ptah, «el templo de la energía creadora de Ptah», que dio en griego Aiguptos, Egipto. Envuelto en una especie de sudario blanco, Ptah es el dueño del verbo creador, el que guía la mano de los artesanos para insuflar vida en la materia. Innumerables obras maestras se crearon en los talleres de Menfis cuyo declive sólo se acentuó realmente con el nacimiento de Alejandría.

Cristianos y árabes destruyeron Menfis. Los monumentos fueron desmontados piedra a piedra y el propio emplazamiento de «la vida de las Dos Tierras», olvidado. Habrá que esperar al siglo XIX para que unos arqueólogos lo identifiquen con certeza. Prosiguen las excavaciones para espigar el máximo de informaciones sobre la ciudad desaparecida.

Las necrópolis de Menfis, entre ellas Gizeh y Saqqara, sobrevivieron parcialmente. El término de «necrópolis», ciudad de los muertos, es por otra parte impropio, pues en esos grandiosos parajes no encontraremos la muerte sino su contrario: la vida resucitada.

Aunque la breve escala de Mit-rahineh incite a la nostalgia, ésta desaparece cuando se penetra en el edificio donde está expuesto un magnífico coloso de Ramsés II. En mi primer viaje a Egipto fue el primer faraón con el que me encontré. Él, el Hijo de la Luz, escapó a la destrucción. De 13 m de altura (antes de perder la parte baja de las piernas), el coloso debía de encontrarse delante de un templo.

Cerca de él, bajo su protección, está representado su hijo Kha-em-Uaset, «El que aparece glorioso en Tebas», un iniciado en los misterios, mago, letrado y… egiptólogo que restauró varios monumentos de Menfis.

Descubierto en 1820, el coloso de Ramsés, por desgracia, no ha sido levantado. Y todavía resulta más sorprendente que el estudio de esta obra maestra se emprendió… hace sólo unos veinte años.

La sonrisa del faraón es inolvidable. Más allá de su poderío, el rostro revela la serenidad del monarca que vive en compañía de sus hermanos, los dioses. Todo Egipto está presente en esa mirada y esa sonrisa.