V

En el pilar central del primer piso, se advierte un grupo bastante interesante para los amantes y los curiosos del simbolismo. Aunque haya sufrido mucho deterioro y se ofrezca hoy mutilado, rajado y corroído por las intemperies, no es posible, pese a todo, discernir aún el tema. Se trata de un personaje que estrecha entre sus piernas un grifo cuyas patas, provistas de garras, son muy notables, así como la cola del león que prolonga la grupa, detalles todos éstos que permiten, por sí solos, una identificación exacta. Con la mano izquierda, el hombre ase al monstruo hacia la cabeza y, con la derecha, hace gesto de golpearlo.

Reconocemos en este motivo uno de los emblemas mayores de la ciencia, el que cubre la preparación de las materias primas de la Obra. Pero, mientras que el combate del dragón y del caballero indica el encuentro inicial, el duelo de los productos minerales que se esfuerzan por defender su integridad amenazada, el grifo marca el resultado de la operación, velada, por supuesto, bajo mitos de expresiones variadas, pero que presentan todos ellos los caracteres de incompatibilidad, de aversión natural y profunda que tienen, una por la otra, las sustancias en contacto.

Del combate que el caballero o azufre secreto libra con el azufre arseniacal del viejo dragón nace la piedra astral blanca, pesada, brillante como la plata y pura que aparece firmada y llevando la señal de su nobleza, la garra, esotéricamente traducida por el grifo, índice cierto de unión y de paz entre el fuego y el agua, entre al aire y la tierra. Sin embargo, no cabría esperar alcanzar esta dignidad a partir de la primera conjunción. Pues nuestra piedra negra, cubierta de andrajos, está cubierta por tantas impurezas que es en extremo difícil desembarazarla de ellas por completo. Por ello importa someterla a muchas lixiviaciones (que son les laveures de Nicolas Flamel), a fin de limpiarla poco a poco de sus impurezas y de las escorias heterogéneas y tenaces que la envuelven, y de verla tomar, a cada una de esas operaciones, más esplendor, limpieza y brillo.

Los iniciados saben que nuestra ciencia, aun que puramente natural y simple, no es en absoluto vulgar. Los términos de los que nos servimos, siguiendo a los maestros, no lo son menos. Préstese, pues, atención a ellos, ya que los hemos elegido con cuidado, a fin de mostrar la vía y de señalar los barrancos que la cruzan, esperando con ello ilustrar a los estudiosos, apartando a los cegados, a los ávidos y a los indignos. Aprended, vosotros que ya sabéis, que todos nuestros lavados son ígneos, que todas nuestras purificaciones se hacen el fuego, por el fuego y con el fuego. Es la razón por la que algunos autores han descrito estas operaciones con el título químico de calcinaciones, porque la materia, largo tiempo sometida a la acción de la llama le cede sus partes impuras y combustibles. Sabed, también, que nuestra roca —velada bajo la figura del dragón— libera en primer lugar una oleada oscura, maloliente y venenosa, cuya humareda, espesa y volátil, es tóxica en extremo. Esta agua, que tiene por símbolo el cuervo, no puede ser lavada y blanqueada por medio del fuego. Y es eso lo que los filósofos nos dan a entender cuando, en su estilo enigmático, recomiendan al artista cortarle la cabeza. Mediante estas abluciones ígneas, el agua abandona su coloración negra y toma un color blanco. El cuervo, decapitado, expira y pierde sus plumas. Así, el fuego, por su acción frecuente y reiterada sobre el agua, obliga a ésta a defender mejor sus cualidades específicas abandonando sus superfluidades. El agua se contrae, se repliega para resistir la influencia tiránica de Vulcano. Se nutre del fuego, que le agrega las moléculas puras y homogéneas y, al fin, se coagula en masa corporal densa, ardiente, hasta el punto de que la llama resulta impotente para exaltarla más.

Pensando en vosotros, hermanos desconocidos de la misteriosa ciudad solar, nos hemos formado el propósito de enseñar los modos diversos y sucesivos de nuestras purificaciones. Nos agradeceréis, estamos seguros de ello, que os hayamos señalado estos escollos, arrecifes de la mar hermética contra los que han ido a naufragar tantos argonautas inexpertos. Si deseáis, pues, poseer el grifo —que es nuestra piedra astral— arrancándolo de su ganga arsenical, tomad dos partes de tierra virgen, nuestro dragón escamoso, y una del agente ígneo, el cual es ese valiente caballero armado con la lanza y el escudo. Αρης, más vigoroso que Aries, debe estar en menor cantidad. Pulverizad y añadid la quinceava parte del total de esta sal pura, blanca, admirable, muchas veces lavada y cristalizada que debéis conocer necesariamente. Mezclad íntimamente y después, tomando ejemplo de la dolorosa Pasión de Nuestro Señor, crucificad con tres puntas de hierro, a fin de que el cuerpo muera y pueda resucitar a continuación. Hecho esto, apartad del cadáver los sedimentos más groseros, machacad y triturad sus huesos y amasad el total en fuego suave con una varilla de acero. Echad entonces en esta mezcla la mitad de la segunda sal, extraída del rocío que en el mes de mayo fertiliza la tierra, y obtendréis un cuerpo más claro que el precedente. Repetid tres veces la misma técnica y llegaréis a la mina de nuestro mercurio y habréis alcanzado el primer peldaño de la escalera de los sabios. Cuando Jesús resucitó el tercer día después de su muerte, un ángel luminoso y vestido de blanco ocupaba, él solo, el sepulcro vacío.

Pero si basta conocer la sustancia secreta figurada por el dragón, para descubrir a su antagonista es indispensable saber qué medio emplean los sabios para limitar y atemperar el ardor excesivo de los beligerantes. A falta de mediador necesario —cuya interpretación simbólica jamás hemos encontrado—, el experimentador ignorante se expondría a graves peligros. Espectador angustiado del drama que, imprudentemente, habría desencadenado, no sería capaz de dirigir sus fases ni de regular su furor. Proyecciones ígneas, a veces incluso la explosión brutal del horno, serían las tristes consecuencias de su temeridad. Por ello, conscientes de nuestra responsabilidad, rogamos con insistencia a aquéllos que no poseen este secreto que se abstengan hasta aquí. Evitarán de este modo la suerte desagradable de un infortunado sacerdote de la diócesis de Aviñón, que la noticia siguiente relata en pocas palabras[120]: «El abate Chapaty creía haber encontrado la piedra filosofal, pero por desgracia para él se rompió el crisol y el metal le saltó, se adhirió a su rostro, a sus brazos y a su vestido. Corrió así por las rues des Infirmieres, arrojándose a los arroyos como un poseso, y pereció miserablemente abrasado como un condenado. 1706».

Cuando oigáis en el recipiente un ruido análogo al del agua en ebullición —fragor sordo de la Tierra cuyas entrañas desgarra el fuego—, disponeos a luchar y conservad vuestra sangre fría. Advertiréis humaredas y llamas azules, verdes y violetas que acompañan una serie de detonaciones precipitadas…

Una vez pasada la efervescencia y restablecida la calma, podréis gozar de un magnífico espectáculo. En un mar de fuego, se forman islotes sólidos que sobrenadan animados con movimientos lentos y toman y pierden una infinidad de vivos colores. Su superficie se hincha, revienta por el centro y los hace asemejarse a minúsculos volcanes. Desaparecen a continuación para dejar sitio a hermosas bolitas verdes, transparentes, que giran con rapidez sobre sí mismas, ruedan, se tropiezan y parecen perseguirse en medio de las llamas multicolores y de los reflejos irisados del baño incandescente.

Al describir la penosa y delicada preparación de nuestra piedra hemos omitido hablar del concurso eficaz que deben aportar ciertas influencias exteriores. Podríamos, en, este sentido, contentarnos con citar a Nicolas Grosparmy, adepto del siglo XV del que hemos hablado al comienzo de este estudio y a Cyliani, filósofo del siglo XIX, sin omitir a Cipriano Piccolpassi, maestro alfarero italiano, que han consagrado una parte de su enseñanza al examen de esas condiciones. Pero sus obras no están al alcance de todos. Sea como fuere, y a fin de satisfacer, en la medida de lo posible, la legítima curiosidad de los investigadores, diremos que, sin la concordancia absoluta de los elementos superiores con los inferiores, nuestra materia, desprovista de las virtudes astrales, no puede ser de ninguna utilidad. El cuerpo sobre el que trabajamos es, antes de su tratamiento, más terrestre que celeste. El arte debe hacerlo, ayudando a la Naturaleza, más celeste que terrestre. El conocimiento del momento propicio, del tiempo, lugar, estación, etc., nos es pues, indispensable para asegurar el éxito de esta producción secreta. Sepamos prever la hora en que los astros formarán, en el cielo de las fijas, el aspecto más favorable, pues se reflejarán en este espejo divino que es nuestra piedra y fijarán en ella su impronta. Y la estrella terrestre, antorcha oculta de nuestra Natividad, será la marca probatoria de la feliz unión del cielo y de la tierra o, como escribe Filaleteo, de «la unión de las virtudes superiores en las cosas inferiores». Tendréis la confirmación al descubrir, en el seno del agua ígnea o de ese cielo terrestre, según la expresión típica de Wenceslao Lavinio de Moravia, el sol hermético, céntrico y radiante, manifestado, visible y patente.

Captad un rayo de sol, condensadlo en una forma sustancial, nutrid de fuego elemental ese fuego espiritual corporeizado, y poseeréis el mayor tesoro de este mundo.

Es útil saber que la lucha, corta pero violenta, sostenida por el caballero —llámese san Jorge, san Miguel o san Marcelo en la tradición cristiana; Marte, Teseo, Jasón, Hércules en la fábula— no cesa sino con la muerte de ambos campeones (en hermética el águila y el león), y su unión en un cuerpo nuevo cuya signatura alquímica es el grifo. Recordemos que en todas las leyendas antiguas de Asia y Europa, siempre es un dragón el encargado de la custodia de los tesoros. Vela por las manzanas de oro de las Hespérides y por el vellocino suspendido de la Cólquida. Por ello es del todo necesario reducir al silencio a ese monstruo agresivo si se quiere apoderarse, a continuación, de las riquezas que protege. Una leyenda china cuenta a propósito del sabio alquimista Hujumsin, elevado a la categoría de dios tras su muerte, que habiendo dado muerte este hombre a un dragón horrible que asolaba el país, ató el monstruo a una columna. Es exactamente lo que hace Jasón en el bosque de Etes, y Cyliani en su narración alegórica Hermes desvelado. La verdad, siempre semejante a sí misma, se expresa con la ayuda de medios y ficciones análogos.

La combinación de ambas materias iniciales una volátil y la otra fija, da un tercer cuerpo mezclado, que marca el primer estado de la piedra de los filósofos. Tal es, como hemos dicho, el grifo, mitad águila y mitad león, símbolo que corresponde al del cesto de Baco y al del pez de la iconografía cristiana. Debemos señalar, en efecto, que el grifo lleva, en lugar de una melena de león o de un collar de plumas, una cresta de aletas de pez. Este detalle tiene su importancia, pues si se trata de provocar el encuentro y de dominar el combate, es preciso aún descubrir el medio de captar la parte pura, esencial, del cuerpo producido de nuevo, la única que nos sea útil, es decir, el mercurio de los sabios. Los poetas nos cuentan que Vulcano, al sorprender en adulterio a Marte y Venus, se apresuró a rodearlos con una red, a fin de que no pudieran escapar a su venganza. Igualmente, los maestros nos aconsejan emplear también una red delicada o sutil para captar el producto a medida que va apareciendo. El artista pesca, metafóricamente, el pez místico y deja el agua vacía, inerte y sin alma: el hombre, en esta operación, debe matar el grifo. Es la escena que reproduce nuestro bajo relieve.

Si investigamos cuál es la significación secreta que se atribuye a la palabra griega γρυφ, grifo, genitivo γρυπος, y cuya raíz es γρυπ, o sea tener el pico curvo, hallaremos una palabra próxima, γριφος, cuya asonancia se acerca más a la española. Así que γριφος expresa, a la vez, un enigma y una red. Se advierte de este modo que el animal fabuloso contiene, en su imagen, y en su nombre, el enigma hermético más ingrato de descifrar, el del mercurio filosofal, cuya sustancia, profundamente escondida en el cuerpo, se coge como el pez en el agua, con ayuda de una red apropiada.

Basilio Valentín, que de ordinario es más claro, no se ha servido del símbolo ΙΧΘΥΣ cristiano[121], que han preferido humanizar bajo el nombre cabalístico de Hiperión. Así, señala a ese caballero presentando las tres operaciones de la Gran Obra bajo una fórmula enigmática que contiene tres fases sucintas enunciadas así:

«He nacido de Hermógenes, Hiperión me ha elegido. Sin Jamsuf estoy condenado a perecer».

Hemos visto cómo, y a raíz de qué reacción, nace el grifo, el cual proviene de Hermógenes o de la primera sustancia mercurial. Hiperión, en griego Υπεριων, es el padre del Sol, y es él quien desprende, fuera del segundo caos blanco, formado por el arte y figurado por el grifo, el alma que tiene encerrada, el espíritu, fuego o luz escondida, y la lleva por encima de la masa, bajo el aspecto de una agua clara y límpida: Spiritus Domini ferebatur super aquas. Pues la materia preparada, la cual contiene todos los elementos necesarios para nuestra gran obra, no es más que una tierra fecundada en la que reina aún cierta confusión; una sustancia que tiene en sí la luz esparcida, que el arte debe reunir y aislar imitando al Creador. Es preciso que mortifiquemos y descompongamos esta tierra, lo que equivale a matar el grifo y a pescar el pez, a separar el fuego de la tierra, lo sutil de lo espeso «suavemente, con gran habilidad y prudencia», según enseña Hermes en su Tabla de esmeralda.

Tal es el papel químico de Hiperión. Su mismo nombre, formado por Υπ, contracción de Υπερ, encima, y ηριον, sepulcro, tumba, que tiene la misma raíz que ερα, tierra, indica aquello que está por encima de la tierra, por encima del sepulcro de la materia. Se puede, si se prefiere, elegir la etimología por la que Υπεριων, derivaría de Υπερ, encima, y ιον, violeta. Los dos sentidos tienen, entre sí, una concordancia hermética perfecta, pero no damos esta variante más que para orientar a los novicios de nuestra orden, siguiendo en esto la palabra del Evangelio: «… Porque al que tiene se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará»[122].