En la primera planta de la casa de Lisieux, y tallado en el pilar izquierdo de la fachada, un hombre de aspecto primitivo levanta y parece querer llevarse un tronco de muy considerables dimensiones.
Este símbolo, que parece muy oscuro, esconde, sin embargo, el más importante de los arcanos secundarios. Diremos, incluso, que por ignorancia de este punto de doctrina —y también por haber seguido demasiado literalmente la enseñanza de los viejos autores—, gran número de buenos artistas no han podido recoger el fruto de sus trabajos. Y muchos son los investigadores, más entusiastas que penetrantes, que topan y tropiezan con la piedra de toque de los razonamientos falaces. Guardémonos de llevar demasiado lejos la lógica humana, tan a menudo contraria a la simplicidad natural. Si se supiera observar más ingenuamente los efectos que la Naturaleza manifiesta en torno nuestro; si nos contentáramos con controlar los resultados obtenidos utilizando los mismos medios; si se subordinara al hecho la investigación del misterio de las causas, su explicación por lo verosímil, lo posible o lo hipotético, sería descubierto gran número de verdades que aún están por buscar. No os fiéis, pues, de hacer intervenir en vuestras observaciones aquello que creéis conocer, pues os veríais llevados a comprobar que más hubiera valido no haber aprendido nada antes que tener que desprenderlo todo.
Tal vez sean estos consejos superfluos porque reclaman, para su puesta en práctica, la aplicación de una voluntad obstinada de que son in capaces los mediocres. Sabemos lo que cuesta trocar los diplomas, los sellos y los pergaminos por el humilde manto del filósofo. Nos ha sido preciso apurar, a los veinticuatro años, ese cáliz de brebaje amargo. Con el corazón lastimado, avergonzados de los errores de nuestros años jóvenes, tuvimos que quemar libros y cuadernos, confesar nuestra ignorancia y, como un modesto neófito, descifrar otra ciencia en los bancos de otra escuela. Y así, para quienes han tenido el coraje de olvidarlo todo, nos tomamos la molestia de estudiar el símbolo y despojarlo del velo esotérico.
El tronco del que se ha apoderado ese artesano de otra edad apenas parece destinado a servir más que a su genio industrioso. Y, sin embargo, se trata de nuestro árbol seco, el mismo que tuvo el honor de dar su nombre a una de las calles más viejas de París, luego de haber figurado largo tiempo en una enseña célebre[115]. Édouard Fournier[116] nos cuenta que, según Sauval (t. I. p. 109), esta enseña se veía aún hacia 1660. Designaba a los transeúntes una «posada de la que habla Monstrelet» (t. I, cap CLXXVII), y estaba bien escogida para semejante establecimiento que, desde 1300, había debido servir de albergue a los peregrinos de Tierra Santa. El árbol seco era un recuerdo de Palestina, y era la hierba plantada junto a Hebrón[117], que, tras haber sido, desde el comienzo del mundo, «verde y hojosa», perdió su follaje el día en que Nuestro Señor murió en la cruz, y entonces se secó, mas «para reverdecer cuando un señor, príncipe de Occidente, alcance la Tierra de Promisión con la ayuda de los cristianos y haga cantar misa bajo este árbol seco»[118].
Este árbol desecado que brota de la roca árida se ve figurado en la última lámina del Art du Potier[119], pero se ha representado cubierto de hojas y de frutos, con una banderola que lleva la divisa Sic in sterili. También se encuentra esculpido en la hermosa puerta de la catedral de Limoges, lo mismo que en un motivo tetralobulado del basamento de Amiens. Son también dos fragmentos de ese tronco mutilado lo que un clérigo de piedra eleva por encima de la gran concha que sirve de aguabenditera en la iglesia bretona de Guimiliau (Finisterre). Finalmente, hallamos de nuevo el árbol seco en cierto número de edificios civiles del siglo XV. En Aviñón, corona la puerta de arco apainelado del antiguo colegio de Roure; en Cahors, sirve de encuadre a dos ventanas (casa Verdier, rue des Boulevards), así como a una puertecilla del colegio Pellegri, situado en la misma ciudad.
Tal es el jeroglífico adoptado por los filósofos para expresar la inercia metálica, es decir, el estado especial que la industria humana hace tomar a los metales reducidos y fundidos. El esoterismo hermético demuestra, en efecto, que los cuerpos metálicos permanecen vivos y dotados de poder vegetativo mientras están mineralizados en sus yacimientos. Se encuentran allí asociados al agente específico o espíritu mineral, que asegura su vitalidad, su nutrición y evolución hasta el plazo requerido por la Naturaleza, y toman, entonces, en dichos yacimientos el aspecto y las propiedades de la plata y el oro nativos. Llegado a esta meta, el agente se separa del cuerpo, que cesa de vivir, se convierte en fijo y no susceptible de transformación. Aunque permaneciera en la tierra muchos siglos, no podría, por sí mismo, cambiar el estado ni abandonar los caracteres que distinguen el metal del agregado mineral.
Mas es preciso que todo ocurra así de simplemente en el interior de los yacimientos metalíferos. Sometidos a las vicisitudes de este mundo transitorio, gran cantidad de minerales tienen su evolución suspendida por la acción de causas profundas —agotamiento de los elementos nutritivos, falta de aportaciones cristalinas, insuficiencia de presión, de calor, etc.—, o externas —grietas, aflujo de aguas, apertura de la mina—. Los metales se solidifican entonces y permanecen mineralizados con sus cualidades adquiridas, sin poder sobrepasar el estadio evolutivo que han alcanzado. Otros, más jóvenes, aguardando aún el agente que debe asegurarles solidez y consistencia, conservan el estado líquido y son del todo in coagulables. Tal es el caso del mercurio, que se halla con frecuencia en estado nativo o mineralizado por el azufre (cinabrio), ya sea en la misma mina o fuera de su lugar de origen.
Bajo esta forma nativa, y aunque el tratamiento metalúrgico no haya tenido que intervenir, los metales son tan insensibles como aquellos cuyos minerales han sufrido tueste y fusión. Al igual que ellos, carecen de agente vital propio. Los sabios nos dicen que están muertos, al menos, en apariencia, porque nos es imposible, bajo su masa sólida y cristalizada, adivinar la vida latente, potencial, escondida en lo profundo de su ser. Son árboles muertos, aunque conserven todavía un resto de humedad, los cuales no darán ya hojas, flores, frutos ni, sobre todo, semilla.
Con mucha razón, pues, ciertos autores aseguran que el oro y el mercurio no pueden concurrir, en todo o en parte, en la elaboración de la Obra. El primero, dicen, porque su agente propio ha sido separado de él a raíz de su terminación y el segundo porque jamás dicho agente ha sido introducido en él. Otros filósofos sostienen, sin embargo, que el oro, aunque estéril bajo su forma sólida, puede volver a hallar su vitalidad perdida y proseguir su evolución, con tal de que se sepa «volverlo a su materia prima», mas hay ahí una enseñanza equívoca y que es preciso guardarse de tomarla en sentido vulgar. Detengámonos un instante sobre este punto litigioso y no perdamos de vista en absoluto la posibilidad de la Naturaleza: es el único medio que tenemos para reconocer nuestro camino en este tortuoso laberinto. La mayor parte de los hermetistas piensan que se debe entender por el término reincrudación la vuelta del metal a su estado primitivo, y se fundan en el significado mismo de la palabra que expresa la acción de volver crudo, de retrogradar. Esta concepción es falsa. Es imposible a la Naturaleza, y más aún al arte, destruir el efecto de un trabajo secular. Lo que ha sido adquirido permanece adquirido. Y tal es la razón por la cual los viejos maestros afirman que es más fácil hacer oro que destruirlo. Nadie se envanecerá jamás de devolver a las carnes asadas y a las legumbres cocidas el aspecto y las cualidades que poseían antes de experimentar la acción del fuego. Aquí, aún, la analogía y la posibilidad de naturaleza son los mejores y más seguros guías. No existe, pues, en todo el mundo, un ejemplo de regresión.
Otros investigadores creen que basta con bañar el metal en la sustancia primitiva y mercurial que, por maduración lenta y coagulación progresiva, le ha dado nacimiento. Este razonamiento es más falaz que verdadero. Incluso suponiendo que conocieran esta materia prima y que supieran de dónde tomarla —lo cual ignoran los más grandes maestros—, no podrían obtener, en definitiva, sino un aumento del oro empleado y no un cuerpo nuevo, de potencia superior a la del metal precioso. La operación, así comprendida, se resume en la mezcla de un mismo cuerpo tomado en dos estados diferentes de su evolución: uno líquido y el otro sólido. Con un poco de reflexión, es fácil comprender que semejante empresa no pueda conducir a la meta. Está, por supuesto, en posición formal con el axioma filosófico que, a menudo, hemos enunciado: los cuerpos no tienen acción sobre los cuerpos; tan sólo los espíritus son activos y actuantes.
Debemos entender, pues, bajo la expresión de devolver el oro a su materia prima la animación del metal, realizada por el empleo de este agente vital del que hemos hablado. Él es el espíritu que ha huido del cuerpo a raíz de su manifestación en el plano físico, y él es también el alma metálica o esa materia prima que no se ha querido designar de otra forma y que radica en el seno de la Virgen sin mancha. La animación del oro, vitalización simbólica del árbol seco o resurrección del muerto, nos es mostrada alegóricamente por un texto de autor árabe. Este autor, llamado Kesseo, que se ha ocupado con preferencia —nos dice Brunet en sus notas sobre el Evangelio de la Infancia— de recoger las leyendas orientales a propósito de los acontecimientos que cuentan los Evangelios, narra en estos términos las circunstancias del parto de María: «Cuando el momento de su alumbramiento se aproximó, salió en mitad de la noche de la casa de Zacarías, y se encaminó fuera de Jerusalén. Vio una palmera seca, y cuando María se sentó al pie de este árbol, en seguida volvió a florecer y se cubrió de frutos por la operación del poder de Dios. Y Dios hizo surgir al lado una fuente de agua viva, y cuando los dolores del parto atormentaban a María, ella estrechaba con fuerza la palmera con sus manos».
No somos capaces de decir más ni de hablar con mayor claridad.