En el pilar central de la planta baja, el visitante descubre un curioso bajo relieve. En él, un mono está ocupado en comer los frutos de un manzano joven, apenas más elevado que él.
Ante este tema, que traduce para el iniciado la realización perfecta, abordamos la Obra por el final. Las flores brillantes, cuyos colores vivos y tornasolados significan la alegría de nuestro artesano, se han marchitado y extinguido unas tras otras; los frutos han tomado forma entonces y de verdes como estaban al comienzo, se ofrecen ahora a él adornadas de un brillante envoltorio purpúreo, seguro indicio de su madurez y su excelencia.
X. LISIEUX – MANOIR DE LA SALAMANDRA.
La Salamandra y el Mono en el manzano.
Y es que el alquimista, en su paciente trabajo, debe ser el escrupuloso imitador de la Naturaleza, el mono de la creación, según la expresión genuina de muchos maestros. Guiado por la analogía, realiza en pequeño, con sus débiles medios y en un ámbito restringido, lo que Dios hizo en grande en el universo cósmico. Aquí, lo inmenso; allá, lo minúsculo. En estos dos extremos está el mismo pensamiento, el mismo esfuerzo y una voluntad parecida en su relatividad. Dios lo hace todo de la nada: crea. El hombre toma una parcela de ese todo y la multiplica: prolonga y continúa. Así el microcosmos amplía el macrocosmos. Tal es su meta y su razón de ser, y tal nos parece su verdadera misión terrestre y la causa de su propia salvación. En lo alto, Dios; abajo, el hombre. Entre el Creador inmortal y su criatura perecedera, se halla toda la Naturaleza creada. Buscad y no encontraréis nada más ni descubriréis nada menos que el Autor del primer esfuerzo, ligado a la masa de los beneficiarios del ejemplo divino, sometidos a la misma voluntad imperiosa de actividad constante, de labor eterna.
Todos los autores clásicos se muestran unánimes en reconocer que la Gran Obra es un resumen, reducido a las proporciones y posibilidades humanas, de la Obra Divina. Y como el adepto debe aportar a ella lo mejor de sus cualidades si quiere llevarla a buen término, parece justo y equitativo que recoja los frutos del Árbol de la Vida y se aproveche de las manzanas maravillosas del jardín de las Hespérides.
Mas ya que, obedeciendo a la fantasía o al deseo de nuestro filósofo, nos vemos obligados a comenzar en el punto mismo en que el arte y la Naturaleza acaban juntos su tarea, ¿sería obrar ciegamente preocuparnos por saber primero qué es lo que buscamos? ¿Y acaso, a despecho de la paradoja, no es un excelente método el que empieza por el final? Aquél que sepa con exactitud lo que desea obtener, hallará más fácilmente lo que necesita. En los medios ocultos de nuestra época se habla mucho de la piedra filosofal sin saber lo que es en realidad. Muchas personas cultivadas califican la gema hermética como un «cuerpo misterioso», y tienen de ella la opinión de ciertos espagiristas de los siglos XVII y XVIII, que la situaban en la categoría de las entidades abstractas, calificadas de no seres o de seres de razón. Informémonos con objeto de tener de este cuerpo desconocido una idea tan próxima como posible de la verdad. Estudiemos las descripciones, raras y demasiado sucintas para nuestro gusto, que nos han dejado algunos filósofos, y veámoslo que, igualmente, dicen de ella sabios personajes y fieles testigos.
Digamos, para empezar, que el término piedra filosofal significa, según la lengua sagrada, piedra que lleva el signo del sol. Ahora bien; este signo solar viene caracterizado por la coloración roja, la cual puede variar de intensidad, como dice Basilio Valentín[109]: «Su color va del rojo encarnado al carmesí, o bien del color de los rubíes al de la granada. En cuanto a su peso, es mucho mayor que lo que corresponde a la cantidad». Esto, por lo que se refiere al color y a la densidad. El Cosmopolita[110], que Louis Figuier cree que es el alquimista conocido bajo el nombre de Sethon, y otros, bajo el de Miguel Sendivogio, nos describe su aspecto traslúcido, su forma cristalina y su fusibilidad en este pasaje: «Si se encontrara —dice— nuestro objeto en su último estado de perfección, hecho y compuesto por la Naturaleza, si fuera fusible como la cera o la manteca y su rojez, su diafanidad y claridad apareciera en el exterior, sería en verdad nuestra bendita piedra». Su fusibilidad es tal, en efecto, que todos los autores la han comparado a la de la cera (64° C). «Se funde a la llama de una candela», repiten. Algunos, por esta razón, le han llegado a dar el nombre de gran cera roja[111]. A estos caracteres físicos, la piedra une poderosas propiedades químicas: el poder de penetración o de ingreso, la absoluta fijeza, la inoxidabilidad que la hace incalcinable, una extremada resistencia al fuego y, por fin, su irreductibilidad y su perfecta indiferencia respecto a agentes químicos. Es, también, lo que nos enseña Henri Khunrath en su Amphiteatrum Sapientiae Aeternae cuando escribe: «Finalmente, cuando la Obra haya pasado del color cenizoso al blanco puro y, luego, al amarillo, verás la piedra filosofal, nuestro rey elevado por encima de los dominadores que sale de su sepulcro vítreo, se levanta de su lecho y acude a nuestro escenario mundano en su cuerpo glorificado, es decir, regenerado y pluscuamperfecto. O, dicho de otro modo, el carbunclo brillante que irradia gran esplendor y cuyas partes muy sutiles y depuradas, por la paz y la concordia de la mezcla, están inseparablemente ligadas y juntas en una. Igual y diáfana como el cristal, compacta y muy ponderosa, fácilmente fusible al fuego como la resina, fluida como la cera y más que el azogue, pero sin emitir ningún humo. Traspasando y penetrando los cuerpos sólidos y compactos como el aceite penetra el papel; soluble y dilatable en todo licor susceptible de ablandarla— friable como el vidrio; de color de azafrán cuando se pulveriza, pero roja como el rubí cuando queda en masa íntegra (esta rojez es la signatura de la perfecta fijación y de la fija perfección); colorante y tiñente constante; fija en las tribulaciones de todas las experiencias, incluso en las pruebas por el azufre devorador y por las aguas ardientes, y por la muy fuerte persecución del fuego. Siempre duradera, incalcinable y, a imitación de la Salamandra, permanente y juez justo de todas las cosas (pues es, a su manera, todo en todo) y clamando: He aquí que renovaré todas las cosas».
La piedra filosofal, que fue hallada en la tumba de un obispo reputado de muy rico y que el aventurero inglés Edward Kelley, llamado Talbot, había comprado a un posadero hacia 1585, era roja y muy pesada, pero sin ningún olor. Sin embargo, Berigardo de Pisa dice que un hombre hábil le dio una gruesa (3,82 gr) de un polvo cuyo color era semejante al de la amapola, y que desprendía olor de sal marina calcinada[112].
Helvecio (Juan Federico Schweitzer) vio la piedra que le mostró un adepto extranjero el 27 de diciembre de 1666, en forma de un cuerpo de aspecto metálico color de azufre. Este producto, pulverizado, provenía, pues, como dice Khunrath, de una masa roja. En una transmutación conseguida por Sethon en julio de 1602, ante el doctor Jacob Zwinger, el polvo empleado era, según el informe de Dienheim, «bastante pesado y de un color que parecía amarillo anaranjado». Un año más tarde, a raíz de una segunda proyección en casa del orfebre Hans de Kempen, en Colonia, el 11 de agosto de 1603, el mismo artista se sirve de una piedra roja.
Según muchos testigos dignos de fe, la piedra, obtenida directamente en polvo, podría afectar una coloración tan viva como la que se habría formado en estado compacto. El hecho es bastante raro, pero puede producirse y vale la pena que se mencione. Así, un adepto italiano que en 1658 realizó la transmutación ante el pastor protestante Gros, en casa del orfebre Bureau, de Ginebra, empleaba, al decir de los asistentes, un polvo rojo. Schmieder describe la piedra que Botticher había recibido de Láscaris como una sustancia que tenía el aspecto de un vidrio color rojo de fuego. Sin embargo, Láscaris había enviado a Domenico Manuel (Gaetano) un polvo semejante al bermellón. El de Gustenhover era también muy rojo. En cuanto a la muestra cedida por Láscaris a Dierbach, fue examinada al microscopio por el consejero Dippel, y apareció compuesta de una multitud de granitos o cristales rojos o anaranjados; esta piedra tenía un poder igual a casi seiscientas veces la unidad.
Juan Bautista van Helmont, narrando la experiencia que realizó en 1618 en su laboratorio de Vilvorde, cerca de Bruselas, escribe: «He visto y he tocado más de una vez la piedra filosofal. Su color era como el del azafrán en polvo, pero pesada y reluciente como vidrio pulverizado». Este producto, una cuarta parte de cuyo grano (13,25 miligramos) produce ocho onzas de oro (244;72 gramos) manifestaba una energía considerable: alrededor de 18.470 veces la unidad.
En el orden de las tinturas, es decir, de los licores obtenidos por solución de extractos metálicos grasos, poseemos la relación de Godwin Hermann Braun, de Osnabruck, que trasmutó en 1701, con ayuda de una tintura que tenía el aspecto de un aceite «bastante fluido y de color marrón». El célebre químico Henckel[113] cuenta, según Valentini, la anécdota siguiente: «Llegó un día a casa de un famoso boticario de Frankfurt del Meno, llamado Salwedel, un extranjero que tenía una tintura marrón, la cual tenía casi el olor del aceite de cuerno de ciervo[114]. Con cuatro gotas de esta tintura, cambió una gruesa de plomo en oro de 23 quilates 7 granos y medio. Este mismo hombre dio algunas gotas de esta tintura al boticario, que lo alojó y que, a continuación, hizo oro semejante que guarda en memoria de aquel hombre, con la botellita en la que estaba, y en la que pueden verse aún marcas de aquella tintura. He tenido esa botella en mis manos y puedo dar testimonio ante todo el mundo».
Sin discutir la veracidad de estos dos últimos hechos, nos negamos, sin embargo, a colocarlos en la categoría de transmutaciones efectuadas por la piedra filosofal en el estado especial de polvo de proyección. Todas las tinturas están ahí. Su sujeción a un metal particular, su limitado poder y los caracteres específicos que presentan nos empujan a considerarlas como simples productos metálicos extraídos de los metales vulgares por ciertos procedimientos denominados pequeños particulares, que proceden de la espagiria y no de la alquimia. Además, esas tinturas, por el hecho de ser metálicas no tienen otra acción que la de penetrar sólo los metales que han servido de base a su preparación.
Dejemos, pues, de lado estos procedimientos y estas tinturas. Lo que importa sobre todo es tener presente que la piedra filosofal se nos ofrece bajo la forma de un cuerpo cristalino, diáfano, de masa roja y amarillo después de su pulverización, que es denso y muy fusible, aunque fijo a cualquier temperatura, y cuyas cualidades propias lo hacen incisivo, ardiente, penetrante, irreductible e incalcinable. Añadamos que es soluble en el vidrio en fusión, pero se volatiliza instantáneamente cuando se proyecta en un metal fundido. He aquí, reunidas en un solo cuerpo, propiedades fisicoquímicas que lo alejan de modo singular de la naturaleza metálica y hacen su origen muy nebuloso Un poco de reflexión nos sacará del apuro. Los maestros del arte nos enseñan que la finalidad de su trabajo es triple Lo que tratan de realizar en primer lugar es la medicina universal o piedra filosofal propiamente dicha. Obtenida en forma salina, multiplicada o no, tan sólo es útil para la curación de las enfermedades humanas, la conservación de la salud y el crecimiento de los vegetales. Soluble en todo licor espirituoso, su solución toma el nombre de oro potable (aunque no contenga el menor átomo de oro), porque afecta un magnífico color amarillo. Su valor curativo y la diversidad de su empleo en terapéutica hacen de él un auxiliar precioso en el tratamiento de las afecciones graves e incurables. No ejerce acción alguna sobre los metales, salvo el oro y la plata, con los que se fija y a los que dota de sus propiedades, pero, en consecuencia, no sirve de nada para la transmutación. Sin embargo, si se excede el número límite de sus multiplicaciones, cambia de forma y, en lugar de recobrar el estado sólido y cristalino al enfriarse, permanece fluida como el azogue y absolutamente incoagulable. En la oscuridad brilla entonces con un resplandor suave, rojo y fosforescente cuyo brillo se mantiene más débil que el de una lamparilla ordinaria. La medicina universal se ha convertido en luz inextinguible, el producto lumínico de esas lámparas perpetuas que algunos autores han señalado que han sido encontradas en algunas sepulturas antiguas. Así, radiante y líquida, la piedra filosofal apenas es susceptible, según nuestra opinión, de ser llevada más allá. Querer ampliar su virtud ígnea nos parecería peligroso. Lo menos que se podría temer sería volatilizarla y perder el beneficio de una labor considerable. Finalmente, si se fermenta la medicina universal sólida con oro o plata muy puros, por fusión directa, se obtiene el polvo de proyección, tercera forma de la piedra. Se trata de una masa translúcida, roja o blanca según el metal escogido, pulverizable, apta tan sólo para la transmutación metálica. Orientada, determinada y especificada en el reino mineral, es inútil y no puede actuar en los otros dos reinos.
De las consideraciones precedentes resulta con toda claridad que la piedra filosofal o la medicina universal, pese a su innegable origen metálico, no está hecha tan sólo de materia metálica. Si fuera de otro modo y se la tuviera que componer sólo de metales, permanecería sometida a las condiciones que rigen la naturaleza mineral, y no tendría ninguna necesidad de ser fermentada para operar la transmutación. Por otra parte, el axioma fundamental que enseña que los cuerpos no actúan sobre los cuerpos seria falso y paradójico. Tomaos el tiempo y la molestia de experimentar, y reconoceréis que los metales no actúan sobre otros metales. Ya sean reducidos al estado de sales o de cenizas, de cristales o de coloides, siempre conservarán su naturaleza en el curso de las pruebas, y, en la reducción, se separarán sin perder sus cualidades específicas.
XI. CAHORS – COLEGIO PELLEGRI – PUERTA DEL SIGLO XV.
El Árbol seco.
Tan sólo los espíritus metálicos tienen el privilegio de alterar, modificar y desnaturalizar los cuerpos metálicos. Son ellos los verdaderos promotores de todas las metamorfosis corporales que pueden observarse. Pero como esos espíritus, tenues, en extremo sutiles y volátiles, tienen necesidad de un vehículo o envoltorio capaz de retenerlos; como la materia de ellos debe ser muy pura —a fin de permitir al espíritu permanecer en ella— y muy fija, a fin de impedir su volatilización; como debe permanecer fusible, con objeto de favorecer el ingreso; como es indispensable asegurarle una resistencia absoluta a los agentes reductores, se comprende sin dificultad que esa materia no pueda ser buscada tan sólo en la categoría de los metales. Por ello, Basilio Valentín recomienda tomar el espíritu en la raíz metálica, y Bernardo el Trevisano se pronuncia por el empleo de los metales, los minerales y sus sales en la construcción del cuerpo. La razón es simple y se impone por sí misma. Si la piedra estuviera compuesta de un cuerpo metálico y de un espíritu fijado en ese cuerpo, y éste actuara sobre aquél como si fuera de la misma especie, el todo tomaría la forma característica del metal. Se podría, en este caso, obtener oro o plata, e incluso un metal desconocido, y nada más Eso es lo que han hecho siempre los alquimistas, porque ignoraban la universalidad y la esencia del agente que buscaban. Pero lo que nosotros perseguimos, con todos los filósofos, no es la unión de un cuerpo y de un espíritu metálicos, sino la condensación, la aglomeración de este espíritu en un envoltorio coherente, tenaz y refractario, capaz de arroparlo, de impregnar todas sus partes y de asegurarle una protección eficaz. Esta alma, espíritu o fuego reunido, concentrado y coagulado en la más pura, más resistente y más perfecta de las materias terrestres, es lo que llamamos nuestra piedra. Y podemos certificar que toda empresa que no tenga este espíritu por guía y esta materia por base, jamás conducirá a la meta propuesta.