II

Henos aquí en la entrada, cerrada desde hace tiempo, de la hermosa vivienda.

La belleza del estilo, la feliz selección de los motivos y la delicadeza de la ejecución hacen de esta puertecita uno de los más agradables ejemplares de la escultura en madera del siglo XVI. Es un goce para al artista, como es un tesoro para el alquimista, este paradigma hermético exclusivamente consagrado al simbolismo de la vía seca, la única que los autores han reservado sin suministrar ninguna explicación sobre ella.

Pero con el fin de hacer más asequible a los estudiantes el valor particular de los emblemas analizados, respetaremos el orden del trabajo, sin dejarnos guiar por consideraciones de lógica arquitectónica o de orden estético.

En el tímpano de la puerta con paneles esculpidos, se advierte un interesante grupo alegórico compuesto por un león y una leona enfrentados cara a cara. Ambos sostienen con sus patas anteriores una máscara humana que personifica el Sol, rodeado de un bejuco curvado que forma el mango de un espejo. León y leona, principio masculino y virtud femenina, reflejan la expresión física de las dos naturalezas, de forma semejante, pero de propiedades contrarias que el arte debe elegir al comienzo de la práctica. De su unión, consumada según ciertas reglas secretas, proviene aquella doble naturaleza, materia mixta que los sabios han llamado andrógino, su hermafrodita o Espejo del Arte. Esta sustancia, a la vez positiva y negativa, paciente que contiene su propio agente, es la base y fundamento de la Gran Obra. De estas dos naturalezas, consideradas por separado, la que desempeña el papel de materia femenina es la única representada y llamada alquímicamente con el cuervo que sostiene una viga del piso superior. Se ve la figura de un dragón alado de cola retorcida en lazo. Este dragón es la imagen y el símbolo del cuerpo primitivo y volátil, verdadero y único elemento sobre el que se debe trabajar al principio. Los filósofos le han dado una multitud de nombres diversos, fuera de aquel con que es conocido vulgarmente. Esto ha causado y causa aún tanto apuro, tanta confusión a los principiantes, sobre todo a los que se preocupan poco de los principios e ignoran hasta dónde puede extenderse la posibilidad de la Naturaleza. Pese a la opinión general que pretende que nuestro objeto no ha sido jamás designado, afirmamos, al contrario, que muchas obras lo nombran y que todas lo describen. Pero si se cita entre los buenos autores, no podría sostenerse que sea subrayado ni mostrado de forma expresa. Incluso a menudo se encuentra clasificado entre los cuerpos rechazados como impropios o extraños a la Obra. Procedimiento clásico del que los adeptos se han servido para apartar a los profanos y ocultarles la entrada secreta de su jardín.

Su nombre tradicional de piedra de los filósofos, retrata con bastante fidelidad este cuerpo para servir de base útil para su identificación. Es, en efecto, en verdad, una piedra porque presenta al salir de la mina los caracteres exteriores comunes a todos los minerales. Es el caos de los sabios en el cual los cuatro elementos están encerrados, pero confusos y desordenados. Es nuestro anciano y el padre de los metales, y éstos le deben su origen puesto que representa la primera manifestación metálica terrestre. Es nuestro arsénico, el cadmio, el antimonio, la blenda, la galena, el cinabrio, el colcotar, el oricalco el rejalgar, el oropimente, la calamina, la tucía, el tártaro, etcétera. Todos los minerales, por la voz hermética, le han rendido el homenaje de su nombre. Aún se le llama dragón negro cubierto de escamas, serpiente venenosa, hija de Saturno y «la más amada de sus criaturas». Esta sustancia primaria ha visto interrumpida su evolución por interposición y penetración de un azufre infecto y combustible que empasta el mercurio puro, lo retiene y lo coagula. Y aunque sea enteramente volátil, este mercurio primitivo, corporeizado bajo la acción secativa del azufre arsenical, toma el aspecto de una masa sólida, negra, densa, fibrosa, quebradiza, friable, cuya escasa utilidad la convierte en vil, abyecta y despreciable a los ojos de los hombres. En este tema —pariente pobre de la familia de los metales—, el artista esclarecido encuentra, sin embargo, todo cuanto necesita para comenzar y perfeccionar su gran obra, pues interviene, según dicen los autores, al principio, en medio y al final de la Obra. También los antiguos la compararon al Caos de la Creación, donde los elementos y los principios, las tinieblas y la luz se encontraban confundidos, entremezclados y sin posibilidad de reaccionar unos sobre otros. Ésta es la razón por la que han pintado simbólicamente su materia en su primer ser bajo la figura del mundo, que contenía en sí los materiales de nuestro globo hermético[103] o microcosmos, reunidos sin orden, sin forma, sin ritmo y sin medida.

Nuestro globo, reflejo y espejo del macrocosmos, no es, pues, más que una parcela del Caos primordial destinado, por la voluntad divina, a la renovación elemental en los tres reinos, pero que una serie de circunstancias misteriosas ha orientado y dirigido hacia el reino mineral. Así informado y especificado, y sometidos a las leyes que rigen la evolución y progresión minerales, ese caos convertido en cuerpo contiene confusamente la más pura semilla y la más próxima sustancia que existe de los minerales y los metales La materia filosofal es, pues, de origen mineral y metálico. Por tanto, no hay que buscarla más que en la raíz mineral y metálica, la cual, dice Basilio Valentín en el libro de Las doce claves, fue reservada por el Creador y prometida a la generación sola de los metales. En consecuencia, quien busque la piedra sagrada de los filósofos con la esperanza de encontrar ese pequeño mundo en las sustancias extrañas al reino mineral y metálico, jamás llegará al logro de sus designios. Y es con el fin de apartar al aprendiz del camino del error por lo que los autores antiguos le enseñan a seguir siempre la Naturaleza. Porque la Naturaleza no actúa más que en la especie que le es propia, no se desarrolla ni se perfecciona sino en sí misma y por ella misma, sin que ninguna cosa heterogénea venga a estorbar su marcha o a contrariar el efecto de su poder generador.

IX – MANOIR DE LA SALAMANDRE – SIGLO XVI.

La Salamandra y los Dos Dragones del Tragaluz.

En el pilar de la izquierda de la puerta que estudiamos, un tema en alto relieve atrae y retiene la atención, figura un hombre ricamente vestido con jubón de mangas, tocado con una especie de almirez y con el pecho blasonado con un escudo que muestra la estrella de seis puntas. Este personaje de condición elevada, colocado en la tapadera de una urna de paredes repujadas, sirve para indicar, según la costumbre de la Edad Media, el contenido de la vasija. Es la sustancia que, en el curso de las sublimaciones, se eleva por encima del agua, que sobrenada como una mancha de aceite. Es el hiperión y el vitriolo de Basilio Valentín y el león verde de Ripley y de Jacques Tesson; en una palabra, la verdadera incógnita del gran problema. Ese caballero, de hermoso aspecto y de celeste linaje, no es en absoluto un extraño para nosotros: muchos grabados herméticos nos lo han hecho familiar. Salomon Trismosin, en el Vellocino de oro lo muestra derecho, con los pies colocados en los bordes de dos pilones llenos de agua, los cuales traducen el origen y el manantial de esta fuente misteriosa; agua de naturaleza y propiedad doble, nacida de la leche de la Virgen y de la sangre de Cristo; agua ígnea y fuego acuoso, virtud de los dos bautismos de los que se habla en los Evangelios: «Juan respondió a todos, diciendo: Yo os bautizo en agua, pero llegando está otro más fuerte que yo, a quien no soy digno de soltarle la correa de las sandalias; Él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. En su mano tiene el bieldo para bieldar la era y almacenar el trigo en su granero, mientras la paja la quemará con fuego inextinguible[104]». El manuscrito del Filósofo Solidonio reproduce el mismo tema bajo la imagen de un cáliz lleno de agua, del que emergen medio cuerpo dos personajes en el centro de una composición bastante confusa que resume la obra entera. En cuanto al tratado del Azot[105], es un ángel inmenso —el de la parábola de san Juan en el Apocalipsis— que pisotea la tierra con un pie y el mar con otro, mientras eleva una antorcha llameante con la mano derecha y comprime con la izquierda un odre hinchado de aire, figuras claras del cuaternario de los elementos primeros: tierra, agua, aire y fuego. El cuerpo de este ángel, cuyas dos alas sustituyen la cabeza, está cubierta por el sello del libro abierto, ornado con la estrella cabalística y la divisa en siete palabras del Vitriol: Visita Interiora Terrae, Rectificandoque, Invenies Occultum Lapidem. «Vi a otro ángel —escribe san Juan[106]— poderoso, que descendía del cielo envuelto en una nube; tenía sobre su cabeza el arco iris, y su rostro era como el sol, y sus pies, como columnas de fuego, y en su mano tenía un librito abierto. Y poniendo su pie derecho sobre el mar y el izquierdo sobre la tierra, gritó con poderosa voz como león que ruge. Cuando gritó, hablaron los siete truenos con sus propias voces. Cuando hubieron hablado los siete truenos iba yo a escribir; pero oí una voz del cielo que me decía: Sella las cosas que han hablado los siete truenos y no las escribas… La voz que yo había oído del cielo, de nuevo me habló y me dijo: Ve, toma el librito abierto de mano del ángel que está sobre el mar y sobre la tierra. Fuime hacia el ángel, diciendo que me diese el librito. Él me respondió: Toma y cómelo, y amargará tu vientre, mas en tu boca será dulce como la miel».

Este producto, alegóricamente expresado por el ángel o el hombre —atributo del evangelista san Mateo—, no es otro que el mercurio de los filósofos, de naturaleza y cualidad doble, en parte fijo y material y en parte volátil y espiritual, el cual basta para comenzar, acabar y multiplicarla obra. Ésa es la única y sola materia de que tenemos necesidad, sin preocuparnos de buscar otra, pero es necesario saber, a fin de no errar, que a partir de ese mercurio y de su adquisición, los autores comienzan por lo general sus tratados. Él es la mina y la raíz del oro y no el metal precioso, absolutamente inútil y sin empleo en la vía que estudiamos. Ireneo Filaleteo dice, con mucha razón, que nuestro mercurio, apenas mineral, es menos aún metálico porque no encierra más que el espíritu o la semilla metálica, mientras que el cuerpo tiende a alejarse de la cualidad mineral. Sin embargo, es el espíritu del oro, que se encierra en un aceite transparente que se coagula con facilidad; la sal de los metales, pues toda piedra es sal, y la sal de nuestra piedra, ya que la piedra de los filósofos, que es ese mercurio del que hablamos, es el objeto de la piedra filosofal. De ahí que muchos adeptos, deseando crear confusión, le llamen nitro o salitre (en francés salpetre, de sal petri, sal de piedra) y hayan copiado el signo del uno sobre la imagen del otro. Y, por añadidura, su estructura cristalina, su parecido físico con la sal fundida y su transparencia han permitido asimilarlo a las sales y le atribuyen todos los nombres. Se convierte así, sucesivamente, según la voluntad o la fantasía de los escritores, en la sal marina y la sal gema, la sal alembroth, la sal de Saturno, la sal de las sales. También el famoso vitriolo verde, oleum vitri, que Panteo describe como la crisocolia y otros como el bórax o atincar; el vitriolo romano, porque Ρωμη, nombre griego de la ciudad eterna, significa fuerza, vigor, poder, dominación. El mineral de Pierre-Jean Fabre porque en él, dice, el oro vive (l’or y vit, vitryol). Asimismo, se le da el sobrenombre de Proteo, a causa de sus metamorfosis durante el trabajo, y también Camaleón (Χαμαιλεων, león rampante), porque reviste sucesivamente todos los colores del espectro.

He aquí, ahora, el último tema decorativo de nuestra puerta. Se trata de una salamandra que sirve de capitel a la columnilla salomónica de la jamba derecha. Nos parece, en cierto modo, el hada protectora de esa agradable morada, pues la hallamos esculpida sobre el modillón del pilar central, situado en la planta baja, y hasta en la claraboya de la buhardilla. Parecería, incluso, dada la premeditada repetición del símbolo, que nuestro alquimista hubiera mostrado una marcada preferencia por ese reptil heráldico. No pretendemos insinuar, por ello, que hubiera podido atribuirle el sentido erótico y grosero que tanto apreciaba Francisco I; ello equivaldría a insultar al artesano, a deshonrar la ciencia y a ultrajar la verdad, a imitación del aventajado corrupto, pero intelectualmente mediocre, al que lamentamos deber hasta el paradójico nombre de Renacimiento[107]. Pero un rasgo singular del carácter humano lleva al hombre a encariñarse con aquello por lo que más ha sufrido, y esta razón nos permitiría sin duda, explicar el triple empleo de la salamandra, jeroglífico del fuego secreto de los sabios. En efecto, entre los productos anexos que intervienen en el trabajo en calidad de ayudantes o de servidores, ninguno resulta de búsqueda más ingrata ni de identificación más laboriosa que éste. Se puede todavía, en las preparaciones accesorias, emplear en lugar de los coadyuvantes requeridos ciertos sucedáneos capaces de dar un resultado análogo. Sin embargo, en la elaboración del mercurio, nada sería capaz de sustituir el fuego secreto, ese espíritu susceptible de animarlo, de exaltarlo y de formar cuerpo con él después de haberlo extraído de la materia inmunda «Os compadecería mucho —escribe Limojon de Saint-Didier[108]—, si, como yo, después de haber conocido la verdadera materia pasarais quince años enteros de trabajo, en el estudio y en la meditación, sin poder extraer de la piedra el precioso jugo que encierra en su seno, por falta de conocer el fuego secreto de los sabios, que hace destilar de esta planta seca y árida en apariencia un agua que no moja las manos». Sin él, sin ese fuego escondido bajo una forma salina, la materia preparada no podría ser forzada ni cumplir sus funciones de madre, y nuestra labor quedaría para siempre como quimérica y vana. Toda generación requiere la ayuda de un agente propio y determinado en el reino en que la Naturaleza lo ha colocado. Y toda cosa lleva semilla. Los animales nacen de un huevo o de un óvulo fecundado; los vegetales provienen de un grano que se ha hecho prolífico; y, al igual, los minerales y los metales tienen por semilla un licor metálico fertilizado por el fuego mineral. Éste es, pues, el agente activo introducido por el arte en la semilla mineral, y es él, según nos dice Filaleteo, «el que hace en primer lugar girar el eje y mover la rueda». Por ello, es fácil comprender de cuánta utilidad es esta luz metálica invisible, misteriosa, y con qué cuidado debemos tratar de conocerla y distinguirla por sus cualidades específicas, esenciales y ocultas.

Salamandra, en latín, viene de sal y mandra, que significa establo y también cavidad de roca, soledad, eremitorio. Salamandra es, pues, el nombre de la sal de establo, sal de roca o sal solitaria.

Esta palabra toma en lengua griega otra acepción, reveladora de la acción que provoca. Σαλαμανδρα aparece formado de Σαλα, agitación, desorden, empleado, sin duda, por ζσαλος o ζαλη agua agitada, tempestad, fluctuación, y de μανδρα, que tiene el mismo sentido que en latín. De estas etimologías podemos sacar la conclusión de que la sal, espíritu o fuego nace en un establo, en una cavidad de roca o en una gruta… Ya basta. Acostado en la paja de su cuna en la gruta de Belén, ¿no es acaso Jesús el nuevo sol que trae la luz al mundo? ¿No es Dios mismo bajo su envoltura carnal y perecedera? ¿Quién ha dicho, pues, Yo soy el Espíritu y la Vida, y he venido a prender Fuego a las cosas?

Este fuego espiritual, informado y corporeizado en sal, es el azufre escondido, porque en el curso de su operación jamás se pone de manifiesto ni se hace sensible a nuestros ojos. Y, sin embargo, ese azufre, por invisible que sea, no es en absoluto una ingeniosa abstracción, un artificio de doctrina. Sabemos aislarlo y extraerlo del cuerpo que lo oculta, por un medio escondido y bajo el aspecto de un polvo seco que, en tal estado, se vuelve impropio y pierde su efecto en el arte filosófico. Ese fuego puro, de la misma esencia que el azufre específico del oro, pero menos digerido es, por el contrario, más abundante que el del metal precioso. Por ello se une con facilidad al mercurio de los minerales y metales imperfectos. Filaleteo nos asegura que se encuentra escondido en el vientre de Aries o del Carnero, constelación que recorre el Sol en el mes de abril. Finalmente, para designarlo mejor aún, añadiremos que ese Carnero «que esconde en sí el acero mágico» lleva ostensiblemente en su escudo la imagen del sello hermético, astro de seis rayos. En esta materia tan común, pues, que nos parece simplemente útil, es donde debemos buscar el misterioso fuego solar, sal sutil y fuego espiritual, luz celeste difusa en las tinieblas del cuerpo, sin la cual nada puede hacerse y a la que nada podría sustituir.

Hemos señalado más arriba el lugar importante que ocupa, entre los temas emblemáticos del palacete de Lisieux, la salamandra, enseña particular de su modesto y sabio propietario. Se la vuelve a encontrar, decíamos, hasta en la claraboya del tejado, casi inaccesible y levantada en pleno cielo. Sostiene el tejado de dos aguas entre dos dragones esculpidos paralelamente en la madera de los derrames. Estos dos dragones, uno áptero (απτερος, sin alas) y el otro crisóptero χρυσοπτρεπος, de alas doradas), son aquéllos de los que habla Nicolas Flamel en sus Figuras jeroglíficas y que Miguel Maier (Symbola aureae mensae, Francofurti, 1617) considera que son, con el globo rematado por la cruz, símbolos particulares del estilo del célebre adepto. Esta simple comprobación demuestra el conocimiento extenso que el artista lexoviano tenía de los textos filosóficos y del simbolismo especial de cada uno de sus predecesores. Por otra parte, la selección misma de la salamandra nos induce a pensar que nuestro alquimista debió de buscar mucho tiempo y emplear numerosos años en el descubrimiento del fuego secreto. El jeroglífico disimula, en efecto, la naturaleza psicoquímica de los frutos del jardín de Hespera, frutos cuya madurez tardía no disfruta el sabio hasta su vejez, y que no recoge sino casi en la atardecida de la vida, en el poniente (Εσπερις) de una laboriosa y penosa carrera. Cada uno de esos frutos es el resultado de una condensación progresiva del fuego solar por el fuego secreto, verbo encarnado, espíritu celeste corporeizado en todas las cosas de este mundo. Y son los rayos juntados y concentrados de ese doble fuego los que colorean y animan un cuerpo puro, diáfano, clarificado, regenerado, de brillante reflejo y de admirable virtud.

Llegado a este punto de exaltación, el principio ígneo, material y espiritual, por su universalidad de acción se hace asimilable a los cuerpos comprendidos en los tres reinos de la Naturaleza, y ejerce su eficacia tanto entre los animales como entre los vegetales y en el interior de los cuerpos minerales y metálicos. Ahí está el rubí mágico, agente provisto de la energía y la sutileza ígneas, y revestido del color y de las múltiples propiedades del fuego. Y ahí está, también, el Óleo de Cristo o cristal, de lagarto heráldico que atrae, devora, vomita y da la llama, extendido en su paciencia como el viejo fénix en su inmortalidad.